El apóstol Pablo
-«¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! Siempre resistís al Espíritu Santo, lo mismo que vuestros padres. ¿Hubo un profeta que vuestros padres no persiguieran? Ellos mataron a los que anunciaban la venida del justo, y ahora vosotros lo habéis traicionado y asesinado; recibisteis la Ley por mediación de ángeles, y no la habéis observado.»
Oyendo estas palabras, se recomían por dentro y rechinaban los dientes de rabia. Esteban, lleno de Espíritu Santo, fijó la mirada en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús de pie a la derecha de Dios, y dijo:
- «Veo el cielo abierto y al Hijo el hombre de pie a la derecha de Dios.»
Dando un grito estentóreo, se taparon los oídos; y, como un solo hombre, se abalanzaron sobre él, lo empujaron fuera de la ciudad y se pusieron a apedrearlo. Los testigos, dejando sus capas a los pies de un joven llamado Saulo, se pusieron también a apedrear a Esteban, que repetía esta invocación:
- «Señor Jesús, recibe mi espíritu.»
Luego, cayendo de rodillas, lanzó un grito:
- «Señor, no les tengas en cuenta este pecado.»
Y, con estas palabras, expiró.
Saulo aprobaba la ejecución.
En el viaje, cerca ya de Damasco, de repente, una luz celeste lo envolvió con su resplandor. Cayó a tierra y oyó una voz que le decía:
- «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?»
Preguntó él:
- «¿Quién eres, Señor?»
Respondió la voz:
- «Soy Jesús, a quien tú persigues. Levántate, entra en la ciudad, y allí te dirán lo que tienes que hacer.»
Sus compañeros de viaje se quedaron mudos de estupor, porque oían la voz, pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo y, aunque tenla los ojos abiertos, no veía. Lo llevaron de la mano hasta Damasco. Allí estuvo tres días ciego, sin comer ni beber.
Habla en Damasco un discípulo, que se llamaba Ananías. El Señor lo llamó en una visión:
- «Ananías.»
Respondió él:
- «Aquí estoy, Señor.»
El Señor le dijo:
- «Ve a la calle Mayor, a casa de judas, y pregunta por un tal Saulo de Tarso. Está orando, y ha visto a un cierto Ananías que entra y le impone las manos para que recobre la vista.»
Ananías contestó:
- «Señor, he oído a muchos hablar de ese individuo y del daño que ha hecho a tus santos en Jerusalén. Además, trae autorización de los sumos sacerdotes para llevarse presos a todos los que invocan tu nombre.»
El Señor le dijo:
- «Anda, ve; que ese hombre es un instrumento elegido por mí para dar a conocer mi nombre a pueblos y reyes, y a los israelitas. Yo le enseñaré lo que tiene que sufrir por mi nombre.»
Salió Ananías, entró en la casa, le impuso las manos y dijo:
- «Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció cuando venías por el camino, me ha enviado para que recobres la vista y te llenes de Espíritu Santo.»
Inmediatamente se le cayeron de los ojos una especie de escamas, y recobró la vista. Se levantó, y lo bautizaron. Comió, y le volvieron las fuerzas.
Se quedó unos días con los discípulos de Damasco, y luego se puso a predicar en las sinagogas, afirmando que Jesús es el Hijo de Dios.
CLAVE DE LECTURA
CELEBRACIÓN DE LAS SEGUNDAS VÍSPERAS
DE LA SOLEMNIDAD DE LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO APÓSTOL
HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO
Basílica de San Pablo Extramuros
Jueves, 25 de enero de 2018
La lectura tomada del libro del Éxodo nos habla de Moisés y de María, hermano y hermana, que entonan un himno de alabanza a Dios en las orillas del Mar Rojo, junto con la comunidad que Dios sacó de Egipto. Cantan su alegría porque en esas aguas Dios los rescató de un enemigo que se proponía destruirlos. Hacía años el mismo Moisés también había sido rescatado de las aguas y su hermana había asistido al acontecimiento. De hecho, el Faraón había ordenado “Todo niño que nazca lo echaréis al río” (Ex 1,22). En cambio, desde el momento que encontró la cesta con el niño entre los juncos del Nilo, la hija del Faraón lo llamó Moisés, porque decía “¡De las aguas lo he sacado!” (Ex 2,10). La historia del rescate de Moisés de las aguas anticipa así un rescate más grande, el del pueblo entero que Dios habría dejado pasar por las aguas del Mar Rojo cerrándolas luego sobre sus enemigos.
Muchos antiguos Padres entendieron este pasaje liberatorio como una imagen del Bautismo. Son nuestros pecados los que son ahogados por Dios en las aguas vivas del Bautismo. El pecado, mucho más que Egipto, nos amenazaba con esclavizarnos para siempre, pero la fuerza del amor divino lo arrolló. San Agustín (Sermón 223E) interpreta el Mar Rojo, donde Israel vio la salvación de Dios, como señal anticipada de la sangre de Cristo crucificado, fuente de salvación. Todos nosotros, los cristianos, pasamos por las aguas del bautismo, y la gracia del Sacramento destruyó nuestros enemigos, el pecado y la muerte. Salidos de las aguas alcanzamos la libertad de los hijos; surgimos como pueblo, como comunidad de hermanos y hermanas salvados, como “conciudadanos de los santos y familiares de Dios” (Ef 2,19). Compartimos la experiencia fundamental: la gracia de Dios, su poderosa misericordia en salvarnos. Y precisamente porque Dios actuó esta victoria en nosotros, juntos podemos cantar sus alabanzas.
En la vida también experimentamos la ternura de Dios, que en nuestra vida diaria nos salva amorosamente del pecado, del miedo y de la angustia. Estas preciosas experiencias hay que guardarlas en el corazón y en la memoria. Pero, como fue por Moisés, las experiencias individuales se unen a una historia aún más grande, la de la salvación del pueblo de Dios. Lo vemos en el canto entonado por los israelitas. Empieza con una historia individual: “Mi fortaleza y mi canto es el Señor. Él es mi salvación.” (Ex 15,2). Pero a continuación se vuelve narrativa de la salvación de todo el pueblo: “Guiaste en tu bondad al pueblo rescatado” (v.13). Quien entona este canto se daba cuenta de que no estaba simplemente en las orillas del Mar Rojo, sino de que estaba rodeado por hermanos y hermanas que habían recibido la misma gracia y proclamaban la misma alabanza.
También San Pablo, del que hoy celebramos la conversión, pasó por la potente experiencia de la gracia, que lo llamó a convertirse, de perseguidor, en apóstol de Cristo. La gracia de Dios también lo empujó a buscar la comunión con otros cristianos, de inmediato, antes en Damasco y después en Jerusalén (cf. Hch 9,19. 26-27). Esta es nuestra experiencia de creyentes. A medida que crecemos en la vida espiritual, entendemos cada vez más que la gracia nos alcanza junto a los demás y que hay que compartirla con ellos. Así, cuando entono mi alabanza a Dios por lo que actuó en mí, descubro que no canto solo, porque otros hermanos y hermanas tiene el mismo canto de alabanza que yo.
Las diferentes confesiones cristianas han pasado por esa experiencia. En el último siglo hemos entendido finalmente que nos encontramos juntos en las orillas del Mar Rojo. En el Bautismo hemos sido salvados y el canto agradecido de la alabanza, que otros hermanos y hermanas cantan, nos pertenece, porque también es el nuestro. Cuando decimos que reconocemos el Bautismo de los cristianos de otras tradiciones, confesamos que ellos también recibieron el perdón del Señor y su gracia que actúa en ellos. Y acogemos su culto como expresión auténtica de alabanza por cuanto Dios cumple. Deseamos entonces rezar juntos, uniendo aún más nuestras voces. Y también cuando las divergencias nos separan, reconocemos que pertenecemos al pueblo de los redimidos, a la misma familia de hermanos y hermanas amados por el único Padre.
Después de la liberación, el pueblo elegido emprendió un viaje largo y difícil por el desierto, a menudo vacilando, pero sacando fuerzas del recuerdo de la obra salvífica de Dios y de su presencia siempre cercana. También los cristianos de hoy encuentran en el camino muchas dificultades, rodeados por tantos desiertos espirituales que vuelven áridas la esperanza y la alegría. En el camino también hay riesgos graves, que ponen en peligro la vida: ¡Cuántos hermanos hoy sufren persecuciones por el nombre de Jesús! Cuando se derrama su sangre, aunque pertenezcan a confesiones diferentes, juntos se convierten en testigos de la fe, en mártires, unidos en el vínculo de la gracia bautismal. Una vez más, junto con los amigos de otras tradiciones religiosas, los cristianos se enfrentan con retos que denigran la dignidad humana: huyen de situaciones de conflicto y de miseria; son víctimas de la trata de seres humanos y de otras esclavitudes modernas; padecen penurias y hambre, en un mundo siempre más rico de medios y pobre de amor, donde continúan aumentando las desigualdades. Pero, como los israelitas del Éxodo, los cristianos están llamados a guardar juntos el recuerdo de lo que Dios actuó en ellos. Avivando esta memoria, podemos sostenernos unos a otros y enfrentar, armados únicamente de Jesús y de la dulce fuerza de su Evangelio, cada reto con coraje y esperanza.
Hermanos y hermanas, con el corazón lleno de alegría por haber cantado hoy todos juntos un himno de alabanza al Padre, por medio de Cristo nuestro Salvador y en el Espíritu que nos da la vida, deseo dirigir mis saludos afectuosos a vosotros, a todos vosotros: a Su Eminencia el Metropolitano Gennadios, representante del Patriarcado ecuménico, a Su Gracia Bernard Ntahoturi, Representante personal en Roma del arzobispo de Canterbury, y a todos los representantes y miembros de las diferentes Confesiones cristianas que han venido aquí. Me agrada saludar a la Delegación ecuménica de Finlandia, que tuve el placer de encontrar esta mañana. También saludo a los estudiantes del Ecumenical Institute of Bossey, de visita en Roma para profundizar el conocimiento de la Iglesia Católica y a los jóvenes ortodoxos y ortodoxos orientales que estudian aquí gracias a la generosidad del Comité de Colaboración Cultural con las Iglesias Ortodoxas, que operan en el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. Juntos agradecemos a Dios lo que ha actuado en nuestras vidas y en nuestras comunidades. Presentémosle hoy nuestras necesidades y las del mundo, seguros de que Él, en su fiel amor, continuará a salvar y a acompañar su pueblo en camino.
Llegó la noticia a la Iglesia de Jerusalén, y enviaron a Bernabé a Antioquia; al llegar y ver la acción de la gracia de Dios, se alegró mucho, y exhortó a todos a seguir unidos al Señor con todo empeño; como era hombre de bien, lleno de Espíritu Santo y de fe, una multitud considerable se adhirió al Señor.
Más tarde, salió para Tarso, en busca de Saulo; lo encontró y se lo llevó a Antioquía. Durante un año fueron huéspedes de aquella Iglesia e instruyeron a muchos. Fue en Antioquía donde por primera vez llamaron a los discípulos cristianos.
En la Iglesia de Antioquía había profetas y maestros: Bernabé, Simeón, apodado el Moreno, Lucio el Cireneo, Manahén, hermano de leche del virrey Herodes, y Saulo.
Un día que ayunaban y daban culto al Señor, dijo el Espíritu Santo:
- «Apartadme a Bernabé y a Saulo para la misión a que los he llamado.»
Volvieron a ayunar y a orar, les impusieron las manos y los despidieron.
Con esta misión del Espíritu Santo, bajaron a Seleucia y de allí zarparon para Chipre. Llegados a Salamina, anunciaron la palabra de Dios en las sinagogas de los judíos, llevando como asistente a Juan.
Acabada la lectura de la Ley y los profetas, los jefes de la sinagoga les mandaron a decir:
- «Hermanos, si queréis exhortar al pueblo, hablad.»
Pablo se puso en pie y, haciendo seña de que se callaran, y dijo:
- «Israelitas y los que teméis a Dios, escuchad: El Dios de este pueblo, Israel, eligió a nuestros padres y multiplicó al pueblo cuando vivían como forasteros en Egipto. Los sacó de allí con brazo poderoso; unos cuarenta años los alimentó en el desierto, aniquiló siete naciones en el país de Canaán y les dio en posesión su territorio, unos cuatrocientos cincuenta años. Luego les dio jueces hasta el profeta Samuel. Pidieron un rey, y Dios les dio a Saúl, hijo de Quis, de la tribu de Benjamín, que reinó cuarenta años. Lo depuso y nombró rey a David, de quien hizo esta alabanza: "Encontré a David, hijo de Jesé, hombre conforme a mi corazón, que cumplirá todos mis preceptos."
Según lo prometido, Dios sacó de su descendencia un salvador para Israel: Jesús. Antes de que llegara, Juan predicó a todo Israel un bautismo de conversión; y, cuando estaba para acabar su vida, decía: "Yo no- soy quien pensáis; viene uno detrás de mí a quien no merezco desatarle las sandalias."»
Clave de lectura
“Ser cristianos es pertenecer al pueblo de Dios”
Jueves, 7 de mayo de 2020
Homilía del Papa Francisco
Cuando Pablo fue invitado a hablar en la sinagoga de Antioquía [de Pisidia] para explicar esta nueva doctrina, es decir, para explicar Jesús, para proclamar Jesús, Pablo empieza a hablar de la historia de la salvación (cf. Hch 13,13-21). Se levantó Pablo y comenzó: «El Dios de este pueblo, Israel, eligió a nuestros antepasados, engrandeció al pueblo durante su permanencia en el país de Egipto» (v.17)... y [narró] toda la salvación, la historia de la salvación. Lo mismo hizo Esteban, antes del martirio (cf. Hch 7,1-54) y el también Pablo en otra ocasión. Lo mismo hace el autor de la Carta a los Hebreos cuando narra la historia de Abraham y de “todos nuestros padres” (cf. Heb 11, 1-39). Lo mismo hemos cantado hoy: «Cantaré por siempre el amor del Señor, anunciaré tu lealtad de edad en edad» (Sal 88,2). Hemos cantado la historia de David: «He encontrado en David un servidor» (v. 21). Lo mismo hacen Mateo (cf. Mt 1,1-14) y Lucas (cf. Lc 3,23-38): cuando empiezan a hablar de Jesús, toman la genealogía de Jesús.
¿Qué hay detrás de Jesús? Hay una historia. Una historia de gracia, de elección, de promesa. El Señor eligió a Abraham y caminó con su pueblo. Al inicio de la Misa, en el canto de entrada, hemos dicho: “Cuando avanzabas, Señor, delante de tu pueblo y abrías el camino, y caminabas al lado de tu pueblo, cerca de tu pueblo”. Hay una historia de Dios con su pueblo. Por esta razón, cuando se le pide a Pablo que explique el porqué de la fe en Jesucristo, no comienza con Jesucristo: comienza por la historia. El cristianismo es una doctrina, sí, pero no solo. No es solamente las cosas en las que creemos, es una historia que trae esta doctrina que es la promesa de Dios, la alianza de Dios, ser elegidos por Dios.
El cristianismo no es solo una ética. Sí, es verdad, tiene principios morales, pero no somos cristianos solo con una visión ética. Es mucho más. El cristianismo no es una élite de personas elegidas por la verdad. Ese sentido elitista que continúa en la Iglesia. Por ejemplo, yo soy de esa institución, yo pertenezco a este movimiento que es mejor que el tuyo... a este, al otro. Es un sentimiento elitista. No, el cristianismo no es esto: el cristianismo es pertenencia a un pueblo, a un pueblo elegido por Dios gratuitamente. Si no tenemos esta conciencia de pertenecer a un pueblo, seremos cristianos ideológicos, con una pequeña doctrina de afirmación de la verdad, con una ética, con una moral —vale— o con una élite. Nos sentimos parte de un grupo elegido por Dios —los cristianos— los otros irán al infierno o si se salvan es por la misericordia de Dios, pero son los descartados. Y así sucesivamente. Si no tenemos conciencia de pertenecer a un pueblo, no somos verdaderos cristianos.
Es por esto por lo que Pablo explica Jesús desde el inicio, desde la pertenencia a un pueblo. Y muchas veces, muchas, caemos en estas parcialidades, ya sean dogmáticas, morales o elitistas. El sentimiento de élite es lo que nos hace tanto mal y perdemos ese sentimiento de pertenencia al santo pueblo fiel de Dios, al que Dios eligió en Abraham y al que prometió, la gran promesa, Jesús, y lo hizo caminar con esperanza y estableció una alianza con él. Conciencia de pueblo.
Me llama siempre la atención ese pasaje del Deuteronomio, creo que es el capítulo 26, cuando dice: “Una vez al año, cuando vayas a presentar las ofrendas al Señor, las primicias, y cuando tu hijo te pregunte: ‘Pero papá, ¿por qué haces esto?’, no debes decirle: ‘Porque Dios lo ha ordenado’, no: ‘Éramos un pueblo, éramos así y el Señor nos liberó...’”(cf. Dt 26,1-11). Cuenta la historia, como lo hizo Pablo. Transmitiendo la historia de nuestra salvación. El mismo Señor en Deuteronomio aconseja: “Cuando entres en la tierra que tú no has conquistado, que he conquistado yo, y comas los frutos que tú no has plantado y habites en las casas que no has construido, en el momento de dar la oferta” (cf Dt 26,1), afirma —el famoso credo deuteronómico—: «Mi padre era un arameo errante, bajó a Egipto» (Dt 26,5)... Residió allí durante 400 años, luego el Señor lo liberó, lo sacó adelante...”. Canta la historia, la memoria de pueblo, de ser pueblo.
Y en esta historia del pueblo de Dios, hasta Jesucristo, hay santos, pecadores y muchas personas comunes, buenas, con virtudes y pecados, todos. La famosa “multitud” que seguía a Jesús, que tenía el olfato de pertenencia a un pueblo. Un supuesto cristiano que no tiene este olfato no es un verdadero cristiano; es un poco especial y un poco se siente justificado sin el pueblo. Pertenecer a un pueblo, tener memoria del pueblo de Dios. Y esto lo enseñan Pablo, Esteban, otra vez Pablo, los apóstoles... Y el consejo del autor de la Carta a los Hebreos: “Acuérdate de tus antepasados” (cf. Heb 11,2), es decir, de aquellos que nos precedieron en este camino de salvación.
Si alguien me preguntara: “¿Cuál es según usted la desviación de los cristianos hoy y siempre? ¿Cuál sería según usted la desviación más peligrosa para los cristianos?”, diría sin dudar: la falta de memoria de pertenencia a un pueblo. Cuando esto falta, surgen dogmatismos, moralismos, eticismos, movimientos elitistas. Falta el pueblo. Un pueblo pecador siempre, todos lo somos, pero que no se equivoca en general, que tienen el olfato de ser un pueblo elegido, que camina detrás de una promesa y que ha hecho una alianza que quizás no cumple, pero sabe.
Pedirle al Señor esta conciencia de pueblo, que Nuestra Señora cantó hermosamente en su Magníficat (cf Lc 1,46-56), que Zacarías cantó tan bellamente en su Benedictus (cf. Lc 1,67-79), cánticos que rezamos a todos los días, por la mañana y por la tarde. Conciencia de pueblo: somos el santo pueblo fiel de Dios que, como dice el Concilio Vaticano I, y luego el Vaticano II, en su totalidad tiene el olfato de la fe y es infalible en esta forma de creer.
- «Hermanos, descendientes de Abrahán y todos los que teméis a Dios: A vosotros se os ha enviado este mensaje de salvación. Los habitantes de Jerusalén y sus autoridades no reconocieron a Jesús ni entendieron las profecías que se leen los sábados, pero las cumplieron al condenarlo. Aunque no encontraron nada que mereciera la muerte, le pidieron a Pilato que lo mandara ejecutar. Y, cuando cumplieron todo lo que estaba escrito de él, lo bajaron del madero y lo enterraron. Pero Dios lo resucitó de entre los muertos. Durante muchos días, se apareció a los que lo habían acompañado de Galilea a Jerusalén, y ellos son ahora sus testigos ante el pueblo. Nosotros os anunciamos que la promesa que Dios hizo a nuestros padres, nos la ha cumplido a los hijos resucitando a Jesús. Así está escrito en el salmo segundo:
"Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy."»
Entonces Pablo y Bernabé dijeron sin contemplaciones:
-«Teníamos que anunciaros primero a vosotros la palabra de Dios; pero como la rechazáis y no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que nos dedicamos a los gentiles. Así nos lo ha mandado el Señor: "Yo te haré luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el extremo de la tierra."»
Cuando los gentiles oyeron esto, se alegraron y alababan la palabra del Señor; y los que estaban destinados a la vida eterna creyeron.
La palabra del Señor se iba difundiendo por toda la región. Pero los judíos incitaron a las señoras distinguidas y devotas y a los principales de la ciudad, provocaron una persecución contra Pablo y Bernabé y los expulsaron del territorio.
Ellos sacudieron el polvo de los pies, como protesta contra la ciudad, y se fueron a Iconio. Los discípulos quedaron llenos de alegría y de Espíritu Santo.
Clave de lectura
"El Espíritu Santo crea la armonía de la Iglesia, el espíritu maligno destruye"
Sábado, 9 de mayo de 2020
Homilía del Papa Francisco
Hemos recitado en el Salmo: «¡Cantad al Señor un nuevo canto, porque ha obrado maravillas; le sirvió de ayuda su diestra, su santo brazo! El Señor ha dado a conocer su salvación, ha revelado su justicia a las naciones» (Sal 97,1-2). Esto es verdad. El Señor ha hecho maravillas. ¡Pero cuanto esfuerzo! ¡Qué difícil es para las comunidades cristianas llevar a cabo estas maravillas del Señor!
En el pasaje de los Hechos de los Apóstoles (cf. 13, 44-52) hemos sentido la alegría: toda la ciudad de Antioquía se reunió para escuchar la Palabra del Señor, porque Pablo, los apóstoles predicaban con fuerza, y el Espíritu los ayudaba. Pero «los judíos, al ver a la multitud, se llenaron de envidia y contradecían con palabras insultantes cuanto Pablo decía» (v. 45). Por un lado está el Señor, está el Espíritu Santo que hace crecer a la Iglesia, y crece cada vez más, esto es cierto. Pero, por otro lado, está el espíritu malvado que trata de destruir a la Iglesia. Siempre es así. Siempre así. Se sigue adelante, pero luego viene el enemigo tratando de destruir. El balance es siempre a largo plazo, pero ¡cuánto esfuerzo, cuánto dolor, cuánto martirio!
Esto sucedió aquí, en Antioquía, y sucede en todas partes en el Libro de los Hechos de los Apóstoles. Pensemos, por ejemplo, en Listra, cuando llegaron y sanaron [un paralítico] y todos creían que eran dioses y querían hacer sacrificios, y toda la gente estaba con ellos (cf. Hch 14, 8-18). Luego vinieron los demás y los convencieron de que no era así. Y ¿cómo acabaron Pablo y su compañero? Apedreados (cf. Hch 14,19). Siempre esta lucha. Pensamos en el mago Elimas, en cómo lo hizo para que el Evangelio no llegase al cónsul (cf. Hch 13,6-12). Pensemos en los amos de esa muchacha que hacía la adivina: explotaban bien a la muchacha, porque “leía las manos” y recibía dinero que iba a parar al bolsillo de los amos. Y cuando Pablo y los apóstoles mostraron que esto era una mentira, que no estaba bien, inmediatamente la revolución contra ellos (cf. Hch 16,16-24). Pensemos en los artesanos de la diosa Artemisa [en Éfeso], que perdían su negocio al no poder vender “las figuras”, porque la gente ya no las compraba, porque se había convertido. Y así, un caso detrás del otro. Por un lado, la Palabra de Dios que convoca, que hace crecer, por otro lado la persecución, y gran persecución porque termina echándolos, pegándoles...
¿Y cuál es el instrumento del diablo para destruir el anuncio evangélico? La envidia. El Libro de la Sabiduría los dice muy claro: “Por la envidia del diablo entró el pecado en el mundo” (cf. Sab 2,24), envidia, celos. Siempre este sentimiento amargo, amargo. Esta gente veía cómo se predicaba el Evangelio y se enojaba, se carcomían de rabia. Y esta rabia les llevaba adelante: es la rabia del diablo, es la rabia que destruye, la rabia de ese “¡crucifica, crucifica!”, de esa tortura de Jesús. Quiere destruir. Siempre. Siempre.
Ante esta lucha, vale también para nosotros la hermosa expresión: “La Iglesia avanza entre los consuelos de Dios y las persecuciones del mundo” (cf. San Agustín, De Civitate Dei, XVIII, 51,2). A una Iglesia que no tiene dificultades le falta algo. El diablo está demasiado tranquilo. Y si el diablo está tranquilo, las cosas no van bien. Siempre la dificultad, la tentación, la lucha... Los celos que destruyen. El Espíritu Santo hace la armonía de la Iglesia, y el espíritu malvado destruye. Hasta hoy Hasta hoy. Siempre esta lucha. Los poderes temporales son un instrumento de estos celos, de esta envidia. Aquí nos dice que «los judíos incitaron a algunas mujeres piadosas de la nobleza» (Hch 13,50). Fueron a donde estas mujeres y les dijeron: “Estos son revolucionarios, expulsarlos”. Las mujeres hablaron con las demás y los expulsaron: eran las “mujeres piadosas” de la nobleza y también los notables de la ciudad (cf. v. 50). Van donde el poder temporal; y el poder temporal puede ser bueno: las personas pueden ser buenas, pero el poder como tal siempre es peligroso. El poder del mundo contra el poder de Dios mueve todo esto; y siempre detrás de esto, detrás de ese poder, está el dinero.
Lo que sucede en la Iglesia primitiva: la obra del Espíritu para construir la Iglesia, para armonizar la Iglesia, y la obra del espíritu malvado para destruirla, y el uso de los poderes temporales para detener a la Iglesia, destruir la Iglesia, no es más que una evolución de lo que sucedió la mañana de la Resurrección. Los soldados, al ver ese triunfo, fueron a los sacerdotes, y los sacerdotes “compraron” la verdad. Y la verdad fue “silenciada” (cf. Mt 28,11-15). Desde la primera mañana de la Resurrección, el triunfo de Cristo, existe esta traición, este “silenciar” la palabra de Cristo, silenciar” el triunfo de la Resurrección con el poder temporal: los sumos sacerdotes y el dinero.
Estemos atentos, estemos atentos a la predicación del Evangelio: no caigamos nunca en poner la confianza en los poderes temporales y el dinero. ¡La confianza de los cristianos es Jesucristo y el Espíritu Santo que envió! ¡Y el Espíritu Santo es la levadura, es la fuerza que hace crecer a la Iglesia! Sí, la Iglesia avanza, en paz, con resignación, alegre: entre “los consuelos de Dios y las persecuciones del mundo”.
Había en Listra un hombre lisiado y cojo de nacimiento, que nunca había podido andar. Escuchaba las palabras de Pablo, y Pablo, viendo que tenía una fe capaz de curarlo, le gritó, mirándolo:
- «Levántate, ponte derecho.»
El hombre dio un salto y echó a andar. Al ver lo que Pablo había hecho, el gentío exclamó en la lengua de Licaonia:
-«Dioses en figura de hombres han bajado a visitarnos.»
A Bernabé lo llamaban Zeus y a Pablo, Hermes, porque se encargaba de hablar. El sacerdote del templo de Zeus que estaba a la entrada de la ciudad, trajo a las puertas toros y guirnaldas y, con la gente, quería ofrecerles un sacrificio.
Al darse cuenta los apóstoles Bernabé y Pablo, se rasgaron el manto e irrumpieron por medio del gentío, gritando:
- «Hombres, ¿qué hacéis? Nosotros somos mortales igual que vosotros; os predicamos el Evangelio, para que dejéis los dioses falsos y os convirtáis al Dios vivo que hizo el cielo, la tierra y el mar y todo lo que contienen. En el pasado, dejó que cada pueblo siguiera su camino; aunque siempre se dio a conocer por sus beneficios, mandándoos desde el cielo la lluvia y las cosechas a sus tiempos, dándoos comida y alegría en abundancia.»
Con estas palabras disuadieron al gentío, aunque a duras penas, de que les ofrecieran sacrificio.
Al día siguiente, salió con Bernabé para Derbe; después de predicar el Evangelio en aquella ciudad y de ganar bastantes discípulos, volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía, animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios.
En cada Iglesia designaban presbíteros, oraban, ayunaban y los encomendaban al Señor, en quien habían creído. Atravesaron Pisidia y llegaron a Panfilia. Predicaron en Perge, bajaron a Atalía y allí se embarcaron para Antioquía, de donde los habían enviado, con la gracia de Dios, a la misión que acababan de cumplir. Al llegar, reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe. Se quedaron allí bastante tiempo con los discípulos.
Pero algunos de la secta de los fariseos, que habían abrazado la fe, intervinieron, diciendo:
- «Hay que circuncidarlos y exigirles que guarden la ley de Moisés.»
Los apóstoles y los presbíteros se reunieron a examinar el asunto.
«Los apóstoles y los presbíteros hermanos saludan a los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia convertidos del paganismo.
Nos hemos enterado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os han alarmado e inquietado con sus palabras. Hemos decidido, por unanimidad, elegir algunos y enviároslos con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que han dedicado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo. En vista de esto, mandamos a Silas y a Judas, que os referirán de palabra lo que sigue: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que os abstengáis de carne sacrificada a los ídolos, de sangre, de animales estrangulados y de la fornicación. Haréis bien en apartaros de todo esto. Salud.»
Los despidieron, y ellos bajaron a Antioquía, donde reunieron a la Iglesia y entregaron la carta. Al leer aquellas palabras alentadoras, se alegraron mucho.
Clave de lectura
"La relación con Dios es gratuita, es una relación de amistad"
Viernes, 15 de mayo de 2020
Homilía del Papa Francisco
En el Libro de los Hechos de los Apóstoles vemos que en la Iglesia, al principio, había momentos de paz, lo dice muchas veces: la Iglesia crecía, en paz, y el Espíritu del Señor se difundía (cf. Hch 9,31); tiempos de paz. También había tiempos de persecución, comenzando por la persecución de Esteban (cf. caps. 6-7), luego Pablo el perseguidor, convertido, y a su vez perseguido... Tiempos de paz, tiempos de persecución, y también tiempos de turbación. Este es el tema de la primera Lectura de hoy: un tiempo de turbación (cf. Hch 15,22-31). «Habiendo sabido que algunos de entre nosotros —escriben los apóstoles a los cristianos procedentes del paganismo—, habiendo sabido que algunos de entre nosotros sin mandato nuestro, os han perturbado —perturbado— con sus palabras, trastornando vuestros ánimos» (v. 24).
¿Qué había pasado? Estos cristianos que procedían de entre los paganos habían creído en Jesucristo y había recibido el bautismo, y estaban felices: habían recibido el Espíritu Santo. Del paganismo al cristianismo, sin ninguna etapa intermedia. En cambio, estos que se llaman “los judaizantes”, afirmaban que esto no podía hacerse. Si uno era pagano, primero tenía que hacerse judío, un buen judío, y luego hacerse cristiano, para seguir la línea de la elección del pueblo de Dios. Y estos cristianos no entendían esto: “Pero bueno, ¿somos cristianos de segunda clase? ¿No se puede pasar del paganismo directamente al cristianismo? ¿Acaso la resurrección de Cristo no ha dado cumplimiento a la ley antigua y la ha llevado a una plenitud aún mayor?”. Estaban turbados y había muchas discusiones entre ellos. Y aquellos que querían esto eran personas que con argumentos pastorales, argumentos teológicos, incluso algunos morales, afirmaban que no: que había que dar ese paso. Y esto cuestionaba la libertad del Espíritu Santo, también la gratuidad de la resurrección de Cristo y de la gracia. Eran metódicos. Y también rígidos.
De estos, de sus maestros, de los doctores de la Ley, Jesús había dicho: “¡Ay de vosotros que recorréis cielo y mar para hacer un prosélito, y cuando ya lo es, los hacéis peor que antes! Lo hacéis hijo de la gehena”. Esto es más o menos lo que dice Jesús en el capítulo 23 de Mateo (cf. v.15). Esta gente que era “ideológica”, más que “dogmática”, era “ideológica”, habían reducido la Ley, el dogma a una ideología y “se debe hacer esto, y esto, y esto”: una religión de prescripciones, y con esto quitaban la libertad del Espíritu. Y la gente que los seguía era gente rígida, gente que no se sentía a gusto, no conocían la alegría del Evangelio. La perfección del camino para seguir a Jesús era la rigidez: “Hay que hacer, esto, esto, esto...”. Esta gente, estos doctores “manipulaban” las conciencias de los fieles y, o los volvían rígidos o se marchaban.
Por esta razón, me lo repito muchas veces y digo que la rigidez no es del buen Espíritu, porque pone en tela de juicio la gratuidad de la redención, la gratuidad de la resurrección de Cristo. Y esto es una cosa vieja: durante la historia de la Iglesia, esto se ha repetido. Pensemos en los pelagianos, en estos... estos rígidos, famosos. Y también en nuestros tiempos hemos visto algunas organizaciones apostólicas que parecían realmente bien organizadas, que trabajaban bien... pero todos rígidos, todos iguales entre sí, y luego supimos de la corrupción que había dentro, incluso en los fundadores.
Donde hay rigidez no está el Espíritu de Dios, porque el Espíritu de Dios es libertad. Y esta gente quería seguir los pasos eliminando la libertad del Espíritu de Dios y la gratuidad de la redención: “Para ser justificado, debes hacer esto, esto, esto, esto...”. La justificación es gratis. La muerte y resurrección de Cristo es gratuita. No se paga, no se compra: ¡es un don! Y estos no querían hacer esto.
El camino es hermoso [el modo de proceder]: los apóstoles se reúnen en este concilio y al final escriben una carta que dice: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que éstas indispensables» (Hch 15,28), y ponen estas obligaciones más morales, de sentido común: no confundir el cristianismo con el paganismo, abstenerse de la carne ofrecida a los ídolos, etc. Y al final, estos cristianos que estaban turbados, reunidos en asamblea, recibieron la carta y «la leyeron y se llenaron de alegría al recibir aquel aliento» (v. 31). De la turbación a la alegría. El espíritu de rigidez te lleva siempre a la turbación: “¿Pero lo hice bien? ¿No lo hice bien?”. El escrúpulo. El espíritu de libertad evangélica te lleva a la alegría, porque esto es exactamente lo que hizo Jesús con su resurrección: ¡ha traído la alegría! La relación con Dios, la relación con Jesús no es una relación así, de “hacer cosas”: “Yo hago esto y Tú me das esto”. Una relación así, digo —que el Señor me perdone— comercial: ¡no! Es gratis, así como la relación de Jesús con los discípulos es gratis. «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15,14). “No os llamo siervos, os llamo amigos” (cf. v. 15). «No me habéis elegido vosotros a mí; más bien os he elegido yo a vosotros» (v.16): esta es la gratuidad.
Pidamos al Señor que nos ayude a discernir los frutos de la gratuidad del evangelio de los frutos de la rigidez no evangélica, y que nos libere de cualquier turbación de aquellos que ponen la fe, la vida de fe bajo las prescripciones casuísticas, las prescripciones que no tienen sentido. Me refiero a esas prescripciones que no tienen sentido, no a los Mandamientos. Pidámosle que nos libere de este espíritu de rigidez que te quita la libertad.
Al pasar por las ciudades, comunicaban las decisiones de los apóstoles y presbíteros de Jerusalén, para que las observasen. Las Iglesias se robustecían en la fe y crecían en número de día en día.
Como el Espíritu Santo les impidió anunciar la palabra en la provincia de Asia, atravesaron Frigia y Galacia. Al llegar a la frontera de Misia, intentaron entrar en Bitinia, pero el Espíritu de Jesús no se lo consintió. Entonces dejaron Misia a un lado y bajaron a Troas.
Aquella noche Pablo tuvo una visión: se le apareció un macedonio, de pie, que le rogaba: «Ven a Macedonia y ayúdanos.»
Apenas tuvo la visión, inmediatamente tratamos de salir para Macedonia, seguros de que Dios nos llamaba a predicarles el Evangelio.
El sábado salimos de la ciudad y fuimos por la orilla del río a un sitio donde pensábamos que se reunían para orar; nos sentamos y trabamos conversación con las mujeres que habían acudido. Una de ellas, que se llamaba Lidia, natural de Tiatira, vendedora de púrpura, que adoraba al verdadero Dios, estaba escuchando; y el Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo.
Se bautizó con toda su familia y nos invitó:
- «Si estáis convencidos de que creo en el Señor, venid a hospedaros en mi casa.»
Y nos obligó a aceptar.
A eso de media noche, Pablo y Silas oraban cantando himnos a Dios. Los otros presos escuchaban. De repente, vino una sacudida tan violenta que temblaron los cimientos de la cárcel. Las puertas se abrieron de golpe, y a todos se les soltaron las cadenas. El carcelero se despertó y, al ver las puertas de la cárcel de par en par, sacó la espada para suicidarse, imaginando que los presos se habían fugado. Pablo lo llamó a gritos:
- «No te hagas nada, que estamos todos aquí.»
El carcelero pidió una lámpara, saltó dentro, y se echó temblando a los pies de Pablo y Silas; los sacó y les preguntó:
- «Señores, ¿qué tengo que hacer para salvarme?»
Le contestaron:
- «Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu familia.»
Y le explicaron la palabra del Señor, a él y a todos los de su casa.
El carcelero se los llevó a aquellas horas de la noche, les lavó las heridas, y se bautizó en seguida con todos los suyos, los subió a su casa, les preparó la mesa, y celebraron una fiesta de familia por haber creído en Dios.
Pablo, de pie en medio del Areópago, dijo:
- «Atenienses, veo que sois casi nimios en lo que toca a religión. Porque, paseándome por ahí y fijándome en vuestros monumentos sagrados, me encontré un altar con esta inscripción: "Al Dios desconocido."
Pues eso que veneráis sin conocerlo, os lo anuncio yo. E Dios que hizo el mundo y lo que contiene, él es Señor de cielo y tierra y no habita en templos construidos por hombres, ni lo sirven manos humanas; como si necesitara de alguien, él que a todos da la vida y el aliento, y todo. De un solo hombre sacó todo el género humano para que habitara la tierra entera, determinando las épocas de su historia y las fronteras de sus territorios.
Quería que lo buscasen a él, a ver si, al menos a tientas, lo encontraban; aunque no está lejos de ninguno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos; así lo dicen incluso algunos de vuestros poetas: "Somos estirpe suya."
Por tanto, si somos estirpe de Dios, no podemos pensar que la divinidad se parezca a imágenes de oro o de plata o de piedra, esculpidas por la destreza y la fantasía de un hombre. Dios pasa por alto aquellos tiempos de ignorancia, pero ahora manda a todos los hombres en todas partes que se conviertan. Porque tiene señalado un día en que juzgará el universo con justicia, por medio del hombre designado por él; y ha dado a todos la prueba de esto, resucitándolo de entre los muertos.»
Al oír «resurrección de muertos», unos lo tomaban a broma, otros dijeron:
- «De esto te oiremos hablar en otra ocasión.»
Pablo se marchó del grupo. Algunos se le juntaron y creyeron, entre ellos Dionisio el areopagita, una mujer llamada Dámaris y algunos más.
Después de esto, dejó Atenas y se fue a Corinto.
Se juntó con ellos y, como ejercía el mismo oficio, se quedó a trabajar en su casa; eran tejedores de lona. Todos los sábados discutía en la sinagoga, esforzándose por convencer a judíos y griegos. Cuando Silas y Timoteo bajaron de Macedonia, Pablo se dedicó enteramente a predicar, sosteniendo ante los judíos que Jesús es el Mesías.
Como ellos se oponían y respondían con insultos, Pablo se sacudió la ropa y les dijo:
- «Vosotros sois responsables de lo que os ocurra, yo no tengo culpa. En adelante me voy con los gentiles.»
Se marcho de allí y se fue a casa de Ticio Justo, hombre temeroso de Dios, que vivía al lado de la sinagoga. Crispo, el jefe de la sinagoga, creyó en el Señor con toda su familia; también otros muchos corintios que escuchaban creían y se bautizaban.
- «No temas, sigue hablando y no te calles, que yo estoy contigo, y nadie se atreverá a hacerte daño; muchos de esta ciudad son pueblo mío.»
Pablo se quedó allí un año y medio, explicándoles la palabra de Dios. Pero, siendo Galión procónsul de Acaya, los judíos se abalanzaron en masa contra Pablo, lo condujeron al tribunal y lo acusaron:
- «Éste induce a la gente a dar a Dios un culto contrario a la Ley.»
Iba Pablo a tomar la palabra, cuando Galión dijo a los judíos:
- «Judíos, si se tratara de un crimen o de un delito grave, sería razón escucharos con paciencia; pero, si discutís de palabras, de nombres y de vuestra ley, arreglaos vosotros. Yo no quiero meterme a juez de esos asuntos.»
Y ordenó despejar el tribunal. Entonces agarraron a Sostenes, jefe de la sinagoga, y le dieron una paliza delante del tribunal. Galión no hizo caso. Pablo se quedó allí algún tiempo; luego se despidió de los hermanos y se embarcó para Siria con Priscila y Aquila. En Cencreas se afeitó la cabeza, porque había hecho un voto.
Llegó a Éfeso un judío llamado Apolo, natural de Alejandría, hombre elocuente y muy versado en la Escritura. Lo habían instruido en el camino del Señor, y era muy entusiasta; aunque no conocía más que el bautismo de Juan, exponía la vida de Jesús con mucha exactitud.
Apolo se puso a hablar públicamente en la sinagoga. Cuando lo oyeron Priscila y Aquila, lo tomaron por su cuenta y le explicaron con más detalle el camino de Dios. Decidió pasar a Acaya, y los hermanos lo animaron y escribieron a los discípulos de allí que lo recibieran bien. Su presencia, con la ayuda de la gracia, contribuyó mucho al provecho de los creyentes, pues rebatía vigorosamente en público a los judíos, demostrando con la Escritura que Jesús es el Mesías.
- «¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe?»
Contestaron:
- «Ni siquiera hemos oído hablar de un Espíritu Santo.»
Pablo les volvió a preguntar:
- «Entonces, ¿qué bautismo habéis recibido?»
Respondieron:
- «El bautismo de Juan.»
Pablo les dijo:
- «El bautismo de Juan era signo de conversión, y él decía al pueblo que creyesen en el que iba a venir después, es decir, en Jesús.»
Al oír esto, se bautizaron en el nombre del Señor Jesús; cuando Pablo les impuso las manos, bajó sobre ellos el Espíritu Santo, y se pusieron a hablar en lenguas y a profetizar. Eran en total unos doce hombres. Pablo fue a la sinagoga y durante tres meses habló en público del reino de Dios, tratando de persuadirlos.
- «Vosotros sabéis que todo el tiempo que he estado aquí, desde el día que por primera vez puse pie en Asia, he servido al Señor con toda humildad, en las penas y pruebas que me han procurado las maquinaciones de los judíos. Sabéis que no he ahorrado medio alguno, que os he predicado y enseñado en público y en privado, insistiendo a judíos y griegos a que se conviertan a Dios y crean en nuestro Señor Jesús. Y ahora me dirijo a Jerusalén, forzado por el Espíritu.
No sé lo que me espera allí, sólo sé que el Espíritu Santo, de ciudad en ciudad, me asegura que me aguardan cárceles y luchas. Pero a mí no me importa la vida; lo que me importa es completar mi carrera, y cumplir el encargo que me dio el Señor Jesús: ser testigo del Evangelio, que es la gracia de Dios. He pasado por aquí predicando el reino, y ahora sé que ninguno de vosotros me volverá a ver. Por eso declaro hoy que no soy responsable de la suerte de nadie: nunca me he reservado nada; os he anunciado enteramente el plan de Dios.»
-«Yo soy judío, nací en Tarso de Cilicia, pero me crié en esta ciudad; fui alumno de Gamaliel y aprendí hasta el último detalle de la ley de nuestros padres; he servido a Dios con tanto fervor como vosotros mostráis ahora. Yo perseguí a muerte este nuevo camino, metiendo en la cárcel, encadenados, a hombres y mujeres; y son testigos de esto el mismo sumo sacerdote y todos los ancianos. Ellos me dieron cartas para los hermanos de Damasco, y fui allí para traerme presos a Jerusalén a los que encontrase, para que los castigaran.
Pero en el viaje, cerca ya de Damasco, hacia mediodía, de repente una gran luz del cielo me envolvió con su resplandor, caí por tierra y oí una voz que me decía:
"Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?"
Yo pregunté:
"¿Quién eres, Señor?"
Me respondió:
"Yo soy Jesús Nazareno, a quien tú persigues."
Mis compañeros vieron el resplandor, pero no comprendieron lo que decía la voz.
Yo pregunté:
"¿Qué debo hacer, Señor?"
El Señor me respondió:
"Levántate, sigue hasta Damasco, y allí te dirán lo que tienes que hacer. "
Como yo no veía, cegado por el resplandor de aquella luz, mis compañeros me llevaron de la mano a Damasco.
Un cierto Ananías, devoto de la Ley, recomendado por todos los judíos de la ciudad, vino a verme, se puso a mi lado y me dijo:
"Saulo, hermano, recobra la vista."
Inmediatamente recobré la vista y lo vi.
Él me dijo:
"El Dios de nuestros padres te ha elegido para que conozcas su voluntad, para que vieras al Justo y oyeras su voz, porque vas a ser su testigo ante todos los hombres, de lo que has visto y oído. Ahora, no pierdas tiempo; levántate, recibe el bautismo que, por la invocación de su nombre, lavará tus pecados."»
- «Hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseo, y me juzgan porque espero la resurrección de los muertos.»
Apenas dijo esto, se produjo un altercado entre fariseos y saduceos, y la asamblea quedó dividida. (Los saduceos sostienen que no hay resurrección, ni ángeles, ni espíritus, mientras que los fariseos admiten todo esto.) Se armó un griterío, y algunos escribas del partido fariseo se pusieron en pie, porfiando:
- «No encontramos ningún delito en este hombre; ¿y si le ha hablado un espíritu o un ángel?»
El altercado arreciaba, y el tribuno, temiendo que hicieran pedazos a Pablo, mandó bajar a la guarnición para sacarlo de allí y llevárselo al cuartel. La noche siguiente, el Señor se le presentó y le dijo:
- «¡Animo! Lo mismo que has dado testimonio a favor mío en Jerusalén tienes que darlo en Roma.»
- «Tengo aquí un preso, que ha dejado Félix; cuando fui a Jerusalén, los sumos sacerdotes y los ancianos judíos presentaron acusación contra él, pidiendo su condena. Les respondí que no es costumbre romana ceder a un hombre por las buenas; primero el acusado tiene que carearse con sus acusadores, para que tenga ocasión de defenderse. Vinieron conmigo a Cesarea, y yo, sin dar largas al asunto, al día siguiente me senté en el tribunal y mandé traer a este hombre. Pero, cuando los acusadores tomaron la palabra, no adujeron ningún cargo grave de los que yo suponía; se trataba sólo de ciertas discusiones acerca de su religión y de un difunto llamado Jesús, que Pablo sostiene que está vivo. Yo, perdido en semejante discusión, le pregunté si quería ir a Jerusalén a que lo juzgase allí. Pero, corno Pablo ha apelado, pidiendo que lo deje en la cárcel, para que decida su majestad, he dado orden de tenerlo en prisión hasta que pueda remitirlo al César.»
- «Hermanos, estoy aquí preso sin haber hecho nada contra el pueblo ni las tradiciones de nuestros padres; en Jerusalén me entregaron a los romanos. Me interrogaron y querían ponerme en libertad, porque no encontraban nada que mereciera la muerte; pero, como los judíos se oponían, tuve que apelar al César; aunque no es que tenga intención de acusar a mi pueblo. Por este motivo he querido veros y hablar con vosotros; pues por la esperanza de Israel llevo encima estas cadenas.»
Vivió allí dos años enteros a su propia costa, recibiendo a todos los que acudían, predicándoles el reino de Dios y enseñando lo que se refiere al Señor Jesucristo con toda libertad, sin estorbos.
CLAVE DE LECTURA 1
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, domingo después de Pentecostés, celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad. Una fiesta para contemplar y alabar el misterio del Dios de Jesucristo, que es Uno en la comunión de tres Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Para celebrar con asombro siempre nuevo Dios-Amor, que nos ofrece gratuitamente su vida y nos pide difundirla en el mundo.
La lecturas bíblicas de hoy nos hacen entender que Dios no quiere tanto revelarnos que Él existe, sino más bien que es el «Dios con nosotros», cerca de nosotros, que nos ama, que camina con nosotros, está interesado en nuestra historia personal y cuida de cada uno, empezando por los más pequeños y necesitados. Él «es Dios allá arriba en el cielo» pero también «aquí abajo en la tierra» (cf. Deuteronomio 4, 39). Por tanto, nosotros no creemos en una entidad lejana, ¡no! En una entidad indiferente, ¡n0! Sino, al contrario, en el Amor que ha creado el universo y ha generado un pueblo, se ha hecho carne, ha muerto y resucitado por nosotros, y como Espíritu Santo todo transforma y lleva a plenitud.
San Pablo (cf. Romanos 8, 14-17), que en primera persona ha experimentado esta transformación realizada por el Dios-Amor, nos comunica su deseo de ser llamado Padre, es más «Papá» —Dios es «nuestro Papá»—, con la total confianza de un niño que se abandona en los brazos de quien le ha dado la vida. El Espíritu Santo —recuerda el apóstol— actuando en nosotros hace que Jesucristo no se reduzca a un personaje del pasado, no, sino que lo sentimos cerca, nuestro contemporáneo, y experimentamos la alegría de ser hijos amados por Dios. Finalmente, en el Evangelio, el Señor resucitado promete permanecer con nosotros para siempre. Y precisamente gracias a esta presencia suya y a la fuerza de su Espíritu podemos realizar con serenidad la misión que Él nos confía. ¿Cuál es la misión? Anunciar y testimoniar a todos su Evangelio y así dilatar la comunión con Él y la alegría que se deriva. Dios, caminando con nosotros, nos llena de alegría y la alegría es un poco el primer lenguaje del cristiano. Por tanto, la fiesta de la Santísima Trinidad nos hace contemplar el misterio de Dios que incesantemente crea, redime y santifica, siempre con amor y por amor, y a cada criatura que lo acoge le da la posibilidad de reflejar un rayo de su belleza, bondad y verdad. Él desde siempre ha elegido caminar con la humanidad y formar un pueblo que sea bendición para todas las naciones y para cada persona, ninguna excluida. El cristiano no es una persona aislada, pertenece a un pueblo: este pueblo que forma Dios. No se puede ser cristiano sin tal pertenencia y comunión. Nosotros somos pueblo: el Pueblo de Dios. Que la Virgen María nos ayude a cumplir con alegría la misión de testimoniar al mundo, sediento de amor, que el sentido de la vida es precisamente el amor infinito, el amor concreto del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
CLAVE DE LECTURA 2
VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD FRANCISCO A CHILE Y PERÚ
(15-22 DE ENERO DE 2018)
REZO DE LA HORA TERCIA CON RELIGIOSAS CONTEMPLATIVAS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Santuario del Señor de los Milagros, Lima
Domingo, 21 de enero de 2018
Queridas hermanas de los diversos monasterios de vida contemplativa:
¡Qué bueno es estar aquí, en este Santuario del Señor de los Milagros, tan frecuentado por los peruanos, para pedirle su gracia y para que nos muestre su cercanía y su misericordia! Él, que es «faro que guía, que nos ilumina con su amor divino». Al verlas a ustedes aquí, me viene un mal pensamiento: que aprovecharon para salir del convento un rato y dar un paseíto. Gracias, Madre Soledad, por sus palabras de bienvenida, y a todas ustedes que desde el silencio del claustro caminan siempre a mi lado. Y también – me lo van a permitir porque me toca el corazón – desde aquí mandar un saludo a mis cuatro Carmelos de Buenos Aires. También a ellas las quiero poner ante el Señor de los Milagros, porque ellas me acompañaron en mi ministerio en aquella diócesis, y quiero que estén aquí para que el Señor las bendiga. No se ponen celosas, ¿no? [Responden: “No”].
Escuchamos las palabras de san Pablo, recordándonos que hemos recibido el espíritu de adopción filial que nos hace hijos de Dios (cf. Rm 8,15-16). Esas pocas palabras condensan la riqueza de toda vocación cristiana: el gozo de sabernos hijos. Esta es la experiencia que sustenta nuestras vidas, la cual quiere ser siempre una respuesta agradecida a ese amor. ¡Qué importante es renovar día a día este gozo! Sobre todo en los momentos en que el gozo parece que se fue o el alma está nublada o hay cosas que no se entienden; ahí volverlo a pedir y renovar: “Soy hija, soy hija de Dios”.
Un camino privilegiado que tienen ustedes para renovar esta certeza es la vida de oración, oración comunitaria y personal. La oración es el núcleo de vuestra vida consagrada, vuestra vida contemplativa, y es el modo de cultivar la experiencia de amor que sostiene nuestra fe, y como bien nos decía la Madre Soledad, es una oración siempre misionera. No es una oración que rebota en los muros del convento y vuelve para atrás, no, es una oración que va y sale, y sale...
La oración misionera es la que logra unirse a los hermanos en las variadas circunstancias en que se encuentran y rezar para que no les falte el amor y la esperanza. Así lo decía santa Teresita del Niño Jesús: «Entendí que sólo el amor es el que impulsa a obrar a los miembros de la Iglesia y que, si faltase el amor, ni los apóstoles anunciarían ya el Evangelio, ni los mártires derramarían su sangre. Reconocí claramente y me convencí de que el amor encierra en sí todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abarca todos los tiempos y lugares, en una palabra, que el amor es eterno… En el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor»[1]. Ojalá que cada una de ustedes pueda decir esto. Si alguna está media flojita y se le apagó el fueguito del amor, ¡pídalo!, ¡pídalo! Es un regalo de Dios amor poder amar.
¡Ser el amor! Es saber estar al lado del sufrimiento de tantos hermanos y decir con el salmista: «En el peligro grité al Señor, y me escuchó, poniéndome a salvo» (Sal 117,5). Así vuestra vida en clausura logra tener un alcance misionero y universal y «un papel fundamental en la vida de la Iglesia. Rezan e interceden por muchos hermanos y hermanas presos, emigrantes, refugiados y perseguidos; por tantas familias heridas, por las personas en paro, por los pobres, por los enfermos, por las víctimas de dependencias, por no citar más que algunas situaciones que son cada día más urgentes. Ustedes son como aquellos amigos que llevaron al paralítico ante el Señor, para que lo sanara (cf. Mc 2,1-12). No tenían vergüenza, eran “sin vergüenza”, pero bien dicho. No tuvieron vergüenza de hacer un agujero en el techo y bajar al paralítico. Sean “sin vergüenza”, no tengan vergüenza de hacer con la oración que la miseria de los hombres se acerque al poder de Dios. Esa es la oración vuestra. Por la oración, día y noche, acercan al Señor la vida de muchos hermanos y hermanas que por diversas situaciones no pueden alcanzarlo para experimentar su misericordia sanadora, mientras que Él los espera para llenarlos de gracias. Por vuestra oración ustedes curan las llagas de tantos hermanos»[2].
Por eso mismo podemos afirmar que la vida de clausura no encierra ni encoge el corazón sino que lo ensancha ¡Ay! de la monja que tiene el corazón encogido. Por favor, busquen remedio. No se puede ser monja contemplativa con el corazón encogido. Que vuelva a respirar, que vuelva a ser un corazón grande. Además, las monjas encogidas son monjas que han perdido la fecundidad y no son madres; se quejan de todo, no sé, amargadas, siempre están buscando un “tiquismiquis” para quejarse. La santa Madre [Teresa de Jesús] decía: «!Ay! de la monja que dice: “hiciéronme sin razón, me hicieron una injusticia”. En el convento no hay lugar para las “coleccionistas de injusticias”, sino hay lugar para aquellas que abren el corazón y saben llevar la cruz, la cruz fecunda, la cruz del amor, la cruz que da vida.
El amor ensancha el corazón, y por tanto con el Señor vamos adelante, porque él nos hace capaz de sentir de un modo nuevo el dolor, el sufrimiento, la frustración, la desventura de tantos hermanos que son víctimas en esta «cultura del descarte» de nuestro tiempo. Que la intercesión por los necesitados sea la característica de vuestra plegaria. Con los brazos en alto como Moisés, con el corazón así tendido, pidiendo… Y cuando sea posible ayúdenlos, no sólo con la oración, sino también con el servicio concreto. Cuántos conventos de ustedes, sin faltar la clausura, respetando el silencio, en algunos momentos de locutorio pueden hacer tanto bien.
La oración de súplica que se hace en sus monasterios sintoniza con el Corazón de Jesús que implora al Padre para que todos seamos uno, así el mundo creerá (cf. Jn 17,21). ¡Cuánto necesitamos de la unidad en la Iglesia! Que todos sean uno. ¡Cuánto necesitamos que los bautizados sean uno, que los consagrados sean uno, que los sacerdotes sean uno, que los obispos sean uno! ¡Hoy y siempre! Unidos en la fe. Unidos por la esperanza. Unidos por la caridad. En esa unidad que brota de la comunión con Cristo que nos une al Padre en el Espíritu y, en la Eucaristía, nos une unos con otros en ese gran misterio que es la Iglesia. Les pido, por favor, que recen mucho por la unidad de esta amada Iglesia peruana porque está tentada de desunión. A ustedes le encomiendo la unidad, la unidad de la Iglesia, la unidad de los agentes pastorales, de los consagrados, del clero y de los obispos. El demonio es mentiroso y, además, es chismoso, le encanta andar llevando de un lado para otro, busca dividir, quiere que en la comunidad unas hablen mal de las otras. Esto lo dije muchas veces, así que me repito: ¿saben lo que es la monja chismosa? Es terrorista, peor que los de Ayacucho hace años, peor, porque el chisme es como una bomba, entonces va y “suif, suiff suiff” como el demonio, tira la bomba, destruye y se va tranquila. Monjas terroristas no, sin chismes. Ya saben que el mejor remedio para no chismeares morderse la lengua. La enfermera va a tener trabajo porque se les va a inflamar la lengua, pero no tiraron la bomba. O sea, que no haya chismes en el convento, porque eso lo inspira el demonio, porque es chismoso por naturaleza y es mentiroso. Y acuérdense de los terroristas de Ayacucho cuando tengan ganas de pasar un chisme.
Esfuércense en la vida fraterna, haciendo que cada monasterio sea un faro que pueda iluminar en medio de la desunión y la división. Ayuden a profetizar que esto es posible. Que todo aquel que se acerque a ustedes pueda pregustar la bienaventuranza de la caridad fraterna, tan propia de la vida consagrada y tan necesitada en el mundo de hoy y en nuestras comunidades.
Cuando se vive la vocación en fidelidad, la vida se hace anuncio del amor de Dios. Les pido que no dejen de dar ese testimonio. En esta Iglesia de Nazarenas Carmelitas Descalzas, me permito recordar las palabras de la Maestra de vida espiritual, santa Teresa de Jesús: «Si pierden la guía, que es el buen Jesús, nunca acertarán el camino». Siempre detrás de Él. “Ay, padre, pero a veces Jesús termina en el Calvario”. Pues andá vos ahí también, que ahí también te espera, porque te quiere. «Porque el mismo Señor dice que es camino; también dice el Señor que es luz, y que no puede nadie ir al Padre sino por Él»[3].
Queridas hermanas, sepan una cosa: ¡la Iglesia no las tolera a ustedes, las necesita! La Iglesia las necesita. Con su vida fiel sean faros e indiquen a Aquel que es camino, verdad y vida, al único Señor que ofrece plenitud a nuestra existencia y da vida en abundancia[4].
Recen por la Iglesia, recen por los pastores, por los consagrados, por las familias, por los que sufren, por los que hacen daño y destruyen tanta gente, por los que explotan a sus hermanos. Y por favor, siguiendo con la lista de pecadores no se olviden, de rezar por mí. Gracias.
[1] Manuscritos autobiográficos, Lisieux (1957), 227-229.
[2] Const. ap. Vultum Dei quaerere, sobre la vida contemplativa femenina (29 junio 2016), 16.
[3] Libro de las Moradas, VI, cap. 7, n. 6.
[4] Cf. Const. ap. Vultum Dei quaerere, sobre la vida contemplativa femenina (29 junio 2016), 6.
CLAVE DE LECTURA
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Domingo, 29 de noviembre de 2020
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, primer domingo de Adviento, empieza un nuevo año litúrgico. En él la Iglesia marca el curso del tiempo con la celebración de los principales acontecimientos de la vida de Jesús y de la historia de la salvación. Al hacerlo, como Madre, ilumina el camino de nuestra existencia, nos sostiene en las ocupaciones cotidianas y nos orienta hacia el encuentro final con Cristo. La liturgia de hoy nos invita a vivir el primer “tiempo fuerte” que es este del Adviento, el primero del año litúrgico, el Adviento, que nos prepara a la Navidad, y para esta preparación es un tiempo de espera, es un tiempo de esperanza. Espera y esperanza.
San Pablo (cfr. 1 Cor 1,3-9) indica el objeto de la espera. ¿Cuál es? La «Revelación de nuestro Señor» (v. 7). El Apóstol invita a los cristianos de Corinto, y también a nosotros, a concentrar la atención en el encuentro con la persona de Jesús. Para un cristiano lo más importante es el encuentro continuo con el Señor, estar con el Señor. Y así, acostumbrados a estar con el Señor de la vida, nos preparamos al encuentro, a estar con el Señor en la eternidad. Y este encuentro definitivo vendrá al final del mundo. Pero el Señor viene cada día, para que, con su gracia, podamos cumplir el bien en nuestra vida y en la de los otros. Nuestro Dios es un Dios-que-viene —no os olvidéis esto: Dios es un Dios que viene, viene continuamente— : ¡Él no decepciona nuestra espera! El Señor no decepciona nunca. Nos hará esperar quizá, nos hará esperar algún momento en la oscuridad para hacer madurar nuestra esperanza, pero nunca decepciona. El Señor siempre viene, siempre está junto a nosotros. A veces no se deja ver, pero siempre viene. Ha venido en un preciso momento histórico y se ha hecho hombre para tomar sobre sí nuestros pecados —la festividad de Navidad conmemora esta primera venida de Jesús en el momento histórico—; vendrá al final de los tiempos como juez universal; y viene también una tercera vez, en una tercera modalidad: viene cada día a visitar a su pueblo, a visitar a cada hombre y mujer que lo acoge en la Palabra, en los Sacramentos, en los hermanos y en las hermanas. Jesús, nos dice la Biblia, está a la puerta y llama. Cada día. Está a la puerta de nuestro corazón. Llama. ¿Tú sabes escuchar al Señor que llama, que ha venido hoy para visitarte, que llama a tu corazón con una inquietud, con una idea, con una inspiración? Vino a Belén, vendrá al final del mundo, pero cada día viene a nosotros. Estad atentos, mirad qué sentís en el corazón cuando el Señor llama.
Sabemos bien que la vida está hecha de altos y bajos, de luces y sombras. Cada uno de nosotros experimenta momentos de desilusión, de fracaso y de pérdida. Además, la situación que estamos viviendo, marcada por la pandemia, en muchos genera preocupaciones, miedo y malestar; se corre el riesgo de caer en el pesimismo, el riesgo de caer en ese cierre y en la apatía. ¿Cómo debemos reaccionar frente a todo esto? Nos lo sugiere el Salmo de hoy: «Nuestra alma en Yahveh espera, él es nuestro socorro y nuestro escudo; en él se alegra nuestro corazón, y en su santo nombre confiamos» (Sal 32, 20-21). Es decir el alma en espera, una espera confiada del Señor hace encontrar consuelo y valentía en los momentos oscuros de la existencia. ¿Y de qué nace esta valentía y esta apuesta confiada? ¿De dónde nace? Nace de la esperanza. Y la esperanza no decepciona, esa virtud que nos lleva adelante mirando al encuentro con el Señor.
El Adviento es una llamada incesante a la esperanza: nos recuerda que Dios está presente en la historia para conducirla a su fin último para conducirla a su plenitud, que es el Señor, el Señor Jesucristo. Dios está presente en la historia de la humanidad, es el «Dios con nosotros», Dios no está lejos, siempre está con nosotros, hasta el punto que muchas veces llama a las puertas de nuestro corazón. Dios camina a nuestro lado para sostenernos. El Señor no nos abandona; nos acompaña en nuestros eventos existenciales para ayudarnos a descubrir el sentido del camino, el significado del cotidiano, para infundirnos valentía en las pruebas y en el dolor. En medio de las tempestades de la vida, Dios siempre nos tiende la mano y nos libra de las amenazas. ¡Esto es bonito! En el libro del Deuteronomio hay un pasaje muy bonito, que el profeta dice al pueblo: “Pensad, ¿qué pueblo tiene a sus dioses cerca de sí como tú me tienes a mí cerca?”. Ninguno, solamente nosotros tenemos esta gracia de tener a Dios cerca de nosotros. Nosotros esperamos a Dios, esperamos que se manifieste, ¡pero también Él espera que nosotros nos manifestemos a Él!
María Santísima, mujer de la espera, acompañe nuestros pasos en este nuevo año litúrgico que empezamos, y nos ayude a realizar la tarea de los discípulos de Jesús, indicada por el apóstol Pedro. ¿Y cuál es esta tarea? Dar razones de la esperanza que hay en nosotros (cfr. 1 P 3,15).
CLAVE DE LECTURA
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, en Italia y en otros países, se celebra la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, el Corpus Christi. En la segunda lectura de la liturgia de hoy, San Pablo describe la celebración eucarística (cf. 1 Corintios 10, 16-17). Hace énfasis en dos efectos del cáliz compartido y el pan partido: el efecto místico y el efecto comunitario.
En primer lugar el Apóstol afirma: «¿La copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?» (v. 16). Estas palabras expresan el efecto místico o podemos decir el efecto espiritual de la Eucaristía: se trata de la unión con Cristo, que se ofrece a sí mismo en el pan y el vino para la salvación de todos. Jesús está presente en el sacramento de la Eucaristía para ser nuestro alimento, para ser asimilado y convertirse en nosotros en esa fuerza renovadora que nos devuelve la energía y devuelve el deseo de retomar el camino después de cada pausa o después de cada caída. Pero esto requiere nuestro asentimiento, nuestra voluntad de dejarnos transformar, nuestra forma de pensar y actuar; de lo contrario las celebraciones eucarísticas en las que participamos se reducen a ritos vacíos y formales. Y muchas veces se va a misa porque se tiene que ir, como un acto social, respetuoso, pero social. El misterio, sin embargo, es otra cosa: es Jesús presente que viene a alimentarnos.
El segundo efecto es el comunitario y lo expresa San Pablo con estas palabras: «Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos» (v. 17). Se trata de la comunión mutua de los que participan en la Eucaristía, hasta el punto de convertirse en un solo cuerpo, como lo es el pan que se parte y se distribuye. Somos comunidad, alimentados por el cuerpo y la sangre de Cristo. La comunión con el cuerpo de Cristo es un signo efectivo de unidad, de comunión, de compartir. No se puede participar en la Eucaristía sin comprometerse a una fraternidad mutua, que sea sincera. Pero el Señor sabe bien que nuestra fuerza humana por sí sola no es suficiente para esto. Sabe, por otro lado, que entre sus discípulos siempre existirá la tentación de la rivalidad, la envidia, los prejuicios, la división... Todos conocemos estas cosas. Por eso también nos ha dejado el Sacramento de su presencia real, concreta y permanente, para que, permaneciendo unidos a Él, podamos recibir siempre el don del amor fraterno. «Permaneced en mi amor» (Juan 15, 9), decía Jesús; y esto es posible gracias a la Eucaristía. Permanecer en la amistad, en el amor.
Este doble fruto de la Eucaristía: el primero, la unión con Cristo y, el segundo, la comunión entre los que se alimentan de Él, genera y renueva continuamente la comunidad cristiana. Es la Iglesia que hace la Eucaristía, pero es más fundamental que la Eucaristía haga a la Iglesia, y le permita ser su misión, incluso antes de cumplirla. Este es el misterio de la comunión, de la Eucaristía: recibir a Jesús para que nos transforme desde adentro y recibir a Jesús para que haga de nosotros la unidad y no la división.
Que la Santa Virgen nos ayude a acoger siempre con asombro y gratitud el gran regalo que nos ha hecho Jesús al dejarnos el Sacramento de su Cuerpo y su Sangre.
CLAVE DE LECTURA
SANTA MISA DE LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
«Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu» (1 Co 12,4). Así escribe el apóstol Pablo a los corintios; y continúa diciendo: «Hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios» (vv. 5-6). Diversidad y unidad: San Pablo insiste en juntar dos palabras que parecen contraponerse. Quiere indicarnos que el Espíritu Santo es la unidad que reúne a la diversidad; y que la Iglesia nació así: nosotros, diversos, unidos por el Espíritu Santo.
Vayamos, pues, al comienzo de la Iglesia, al día de Pentecostés. Y fijémonos en los Apóstoles: muchos de ellos eran gente sencilla, pescadores, acostumbrados a vivir del trabajo de sus propias manos, pero estaba también Mateo, un instruido recaudador de impuestos. Había orígenes y contextos sociales diferentes, nombres hebreos y nombres griegos, caracteres mansos y otros impetuosos, así como puntos de vista y sensibilidades distintas. Todos eran diferentes. Jesús no los había cambiado, no los había uniformado y convertido en ejemplares producidos en serie. No. Había dejado sus diferencias y, ahora, ungiéndolos con el Espíritu Santo, los une. La unión —la unión de la diversidad— se realiza con la unción. En Pentecostés los Apóstoles comprendieron la fuerza unificadora del Espíritu. La vieron con sus propios ojos cuando todos, aun hablando lenguas diferentes, formaron un solo pueblo: el pueblo de Dios, plasmado por el Espíritu, que entreteje la unidad con nuestra diversidad, y da armonía porque en el Espíritu hay armonía.
Pero volviendo a nosotros, la Iglesia de hoy, podemos preguntarnos: “¿Qué es lo que nos une, en qué se fundamenta nuestra unidad?”. También entre nosotros existen diferencias, por ejemplo, de opinión, de elección, de sensibilidad. Pero la tentación está siempre en querer defender a capa y espada las propias ideas, considerándolas válidas para todos, y en llevarse bien sólo con aquellos que piensan igual que nosotros. Y esta es una fea tentación que divide. Pero esta es una fe construida a nuestra imagen y no es lo que el Espíritu quiere. En consecuencia, podríamos pensar que lo que nos une es lo mismo que creemos y la misma forma de comportarnos. Sin embargo, hay mucho más que eso: nuestro principio de unidad es el Espíritu Santo. Él nos recuerda que, ante todo, somos hijos amados de Dios; todos iguales, en esto, y todos diferentes. El Espíritu desciende sobre nosotros, a pesar de todas nuestras diferencias y miserias, para manifestarnos que tenemos un solo Señor, Jesús, y un solo Padre, y que por esta razón somos hermanos y hermanas. Empecemos de nuevo desde aquí, miremos a la Iglesia como la mira el Espíritu, no como la mira el mundo. El mundo nos ve de derechas y de izquierdas, de esta o de aquella ideología; el Espíritu nos ve del Padre y de Jesús. El mundo ve conservadores y progresistas; el Espíritu ve hijos de Dios. La mirada mundana ve estructuras que hay que hacer más eficientes; la mirada espiritual ve hermanos y hermanas mendigos de misericordia. El Espíritu nos ama y conoce el lugar que cada uno tiene en el conjunto: para Él no somos confeti llevado por el viento, sino teselas irremplazables de su mosaico.
Regresemos al día de Pentecostés y descubramos la primera obra de la Iglesia: el anuncio. Y, aun así, notamos que los Apóstoles no preparaban ninguna estrategia; cuando estaban encerrados allí, en el cenáculo, no elaboraban una estrategia, no, no preparaban un plan pastoral. Podrían haber repartido a las personas en grupos, según sus distintos pueblos de origen, o dirigirse primero a los más cercanos y, luego, a los lejanos; también hubieran podido esperar un poco antes de comenzar el anuncio y, mientras tanto, profundizar en las enseñanzas de Jesús, para evitar riesgos, pero no. El Espíritu no quería que la memoria del Maestro se cultivara en grupos cerrados, en cenáculos donde se toma gusto a “hacer el nido”. Y esta es una fea enfermedad que puede entrar en la Iglesia: la Iglesia no como comunidad, ni familia, ni madre, sino como nido. El Espíritu abre, reaviva, impulsa más allá de lo que ya fue dicho y fue hecho, Él lleva más allá de los ámbitos de una fe tímida y desconfiada. En el mundo, todo se viene abajo sin una planificación sólida y una estrategia calculada. En la Iglesia, por el contrario, es el Espíritu quien garantiza la unidad a los que anuncian. Por eso, los apóstoles se lanzan, poco preparados, corriendo riesgos; pero salen. Un solo deseo los anima: dar lo que han recibido. Es hermoso el comienzo de la Primera Carta de San Juan: “Eso que hemos recibido y visto os lo anunciamos” (cf. 1,3).
Finalmente llegamos a entender cuál es el secreto de la unidad, el secreto del Espíritu. El secreto de la unidad en la Iglesia, el secreto del Espíritu es el don. Porque Él es don, vive donándose a sí mismo y de esta manera nos mantiene unidos, haciéndonos partícipes del mismo don. Es importante creer que Dios es don, que no actúa tomando, sino dando. ¿Por qué es importante? Porque nuestra forma de ser creyentes depende de cómo entendemos a Dios. Si tenemos en mente a un Dios que arrebata, que se impone, también nosotros quisiéramos arrebatar e imponernos: ocupando espacios, reclamando relevancia, buscando poder. Pero si tenemos en el corazón a un Dios que es don, todo cambia. Si nos damos cuenta de que lo que somos es un don suyo, gratuito e inmerecido, entonces también a nosotros nos gustaría hacer de la misma vida un don. Y así, amando humildemente, sirviendo gratuitamente y con alegría, daremos al mundo la verdadera imagen de Dios. El Espíritu, memoria viviente de la Iglesia, nos recuerda que nacimos de un don y que crecemos dándonos; no preservándonos, sino entregándonos sin reservas.
Queridos hermanos y hermanas: Examinemos nuestro corazón y preguntémonos qué es lo que nos impide darnos. Decimos que tres son los principales enemigos del don: tres, siempre agazapados en la puerta del corazón: el narcisismo, el victimismo y el pesimismo. El narcisismo, que lleva a la idolatría de sí mismo y a buscar sólo el propio beneficio. El narcisista piensa: “La vida es buena si obtengo ventajas”. Y así llega a decirse: “¿Por qué tendría que darme a los demás?”. En esta pandemia, cuánto duele el narcisismo, el preocuparse de las propias necesidades, indiferente a las de los demás, el no admitir las propias fragilidades y errores. Pero también el segundo enemigo, el victimismo, es peligroso. El victimista está siempre quejándose de los demás: “Nadie me entiende, nadie me ayuda, nadie me ama, ¡están todos contra mí!”. ¡Cuántas veces hemos escuchado estas lamentaciones! Y su corazón se cierra, mientras se pregunta: “¿Por qué los demás no se donan a mí?”. En el drama que vivimos, ¡qué grave es el victimismo! Pensar que no hay nadie que nos entienda y sienta lo que vivimos. Esto es el victimismo. Por último, está el pesimismo. Aquí la letanía diaria es: “Todo está mal, la sociedad, la política, la Iglesia...”. El pesimista arremete contra el mundo entero, pero permanece apático y piensa: “Mientras tanto, ¿de qué sirve darse? Es inútil”. Y así, en el gran esfuerzo que supone comenzar de nuevo, qué dañino es el pesimismo, ver todo negro y repetir que nada volverá a ser como antes. Cuando se piensa así, lo que seguramente no regresa es la esperanza. En estos tres —el ídolo narcisista del espejo, el dios espejo; el dios-lamentación: “me siento persona cuando me lamento”; el dios-negatividad: “todo es negro, todo es oscuridad”— nos encontramos ante una carestía de esperanza y necesitamos valorar el don de la vida, el don que es cada uno de nosotros. Por esta razón, necesitamos el Espíritu Santo, don de Dios que nos cura del narcisismo, del victimismo y del pesimismo, nos cura del espejo, de la lamentación y de la oscuridad.
Hermanos y hermanas, pidámoslo: Espíritu Santo, memoria de Dios, reaviva en nosotros el recuerdo del don recibido. Líbranos de la parálisis del egoísmo y enciende en nosotros el deseo de servir, de hacer el bien. Porque peor que esta crisis, es solamente el drama de desaprovecharla, encerrándonos en nosotros mismos. Ven, Espíritu Santo, Tú que eres armonía, haznos constructores de unidad; Tú que siempre te das, concédenos la valentía de salir de nosotros mismos, de amarnos y ayudarnos, para llegar a ser una sola familia. Amén.
Os deseamos la gracia y la paz de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.
¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo,
Padre de misericordia y Dios del consuelo!
El nos alienta en nuestras luchas
hasta el punto de poder nosotros alentar a los demás
en cualquier lucha,
repartiendo con ellos el ánimo
que nosotros recibimos de Dios.
Si los sufrimientos de Cristo
rebosan sobre nosotros,
gracias a Cristo rebosa en proporción nuestro ánimo.
Si nos toca luchar,
es para vuestro aliento y salvación;
si recibimos aliento,
es para comunicaros un aliento
con el que podáis aguantar los mismos sufrimientos
que padecemos nosotros.
Nos dais firmes motivos de esperanza,
pues sabemos que si sois compañeros en el sufrir,
también lo sois en el buen ánimo.
¡Dios me es testigo!
La palabra que os dirigimos no fue primero «sí» y luego «no».
Cristo Jesús, el Hijo de Dios,
el que Silvano, Timoteo y yo os hemos anunciado,
no fue primero «sí» y luego «no»;
en él todo se ha convertido en un «sí»;
en él todas las promesas han recibido un «sí».
Y por él podemos responder «Amén» a Dios,
para gloria suya.
Dios es quien nos confirma en Cristo a nosotros junto con vosotros.
El nos ha ungido,
El nos ha sellado,
y ha puesto en nuestros corazones, como prenda suya, el Espíritu.
Esta confianza con Dios la tenemos por Cristo.
No es que por nosotros mismos estemos capacitados para apuntarnos algo, como realización nuestra; nuestra capacidad nos viene de Dios, que nos ha capacitado para ser servidores de una alianza nueva: no basada en pura letra, sino en el Espíritu, porque la pura letra mata y, en cambio, el Espíritu da la vida.
El código que procuraba la muerte -letras grabadas en piedra- se inauguró con gloria; tanto que los israelitas no podían fijar la vista en el rostro de Moisés, «por el resplandor de su rostro», caduco y todo como era.
Pues, ¡con cuánta mayor razón la alianza que procura el Espíritu resplandecerá de gloria!
Si procurar la condena se hizo con resplandor, ¡cuánto más resplandecerá procurar el perdón!
El resplandor aquel ya no es resplandor, eclipsado por esta gloria incomparable.
Si lo caduco tuvo su resplandor, figuraos cuál será el de lo permanente.
Hasta hoy, cada vez que los israelitas leen los libros de Moisés, un velo cubre sus mentes; «pero cuando se vuelva hacia el Señor, se quitará el velo».
El Señor del que se habla es el Espíritu; y donde hay el Espíritu del Señor, hay libertad.
Y nosotros todos, que llevamos la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente; así es como actúa el Señor que es Espíritu.
Por esto, encargados de este servicio por la misericordia de Dios, no nos acobardamos.
Si nuestro Evangelio sigue velado, es para los que van a la perdición, o sea, para los incrédulos; el dios de este mundo ha obcecado su mente para que no distingan el fulgor del glorioso Evangelio de Cristo, imagen de Dios.
Porque no nos predicamos a nosotros, predicamos que Cristo es Señor, y nosotros siervos vuestros por Jesús.
El Dios que dijo: «Brille la luz del seno de la tiniebla» ha brillado en nuestros corazones, para que nosotros iluminemos, dando a conocer la gloria de Dios, reflejada en Cristo.
CLAVE DE LECTURA
ENCUENTRO DEL PAPA FRANCISCO
CON LA COMUNIDAD ANGLICANA
EN LA IGLESIA DE "ALL SAINTS" DE ROMA
Queridos hermanos y hermanas:
Os doy las gracias por vuestra amable invitación para celebrar juntos este aniversario parroquial. Han pasado más de doscientos años desde que se celebró en Roma el primer servicio litúrgico público anglicano para un grupo de residentes ingleses que vivían en esta parte de la ciudad. Mucho, en Roma y en el mundo, ha cambiado desde entonces. Durante estos dos siglos ha cambiado mucho también entre anglicanos y católicos, que en el pasado se miraban con recelo y hostilidad; hoy, gracias a Dios, nos reconocemos como verdaderamente somos: hermanos y hermanas en Cristo, mediante nuestro bautismo común. Como amigos y peregrinos deseamos caminar juntos, seguir juntos a nuestro Señor Jesucristo.
Me habéis invitado a bendecir el nuevo icono de Cristo Salvador. Cristo nos mira, y su mirada posada en nosotros es una mirada de salvación, de amor y de compasión. Es la misma mirada misericordiosa que atravesó el corazón de los apóstoles, que iniciaron un camino de vida nueva para seguir y anunciar al Maestro. En esta santa imagen, Jesús, mirándonos, parece dirigirnos a nosotros también una llamada, un apelo: “¿Estás preparado para dejar algo de tu pasado por mí? ¿Quieres ser mensajero de mi amor, de mi misericordia?”. La misericordia divina es el manantial de todo el ministerio cristiano. Nos lo dice el apóstol Pablo, dirigiéndose a los Corintios, en la lectura que acabamos de escuchar. Él escribe: «Por esto, misericordiosamente investidos de este ministerio, no desfallecemos» (2 Corintios 4, 1). En efecto, san Pablo no siempre ha tenido una relación fácil con la comunidad de Corintio, como demuestran sus cartas. También hizo una visita dolorosa a esta comunidad y palabras acaloradas fueron intercambiadas por escrito. Pero este pasaje muestra al apóstol que supera las divergencias del pasado y, viviendo su ministerio según la misericordia recibida, no se resigna ante las divisiones sino que se bate por la reconciliación. Cuando nosotros, comunidad de cristianos bautizados, nos encontramos frente a desacuerdos y nos ponemos ante el rostro misericordioso de Cristo para superarlos, hacemos exactamente como ha hecho san Pablo en una de las primeras comunidades cristianas. ¿Cómo se prepara Pablo para esta tarea, por dónde comienza? Por la humildad, que no es solo una bella virtud, es una cuestión de identidad: Pablo se comprende como un servidor, que se no anuncia a sí mismo, sino a Cristo Jesús Señor (v. 5). Y cumple este servicio, este ministerio según la misericordia que le ha sido investida (v. 1); no en base a su capacidad y contando sobre sus fuerzas, sino con la confianza de que Dios le mira y le sostiene con misericordia en su debilidad. Hacerse humildes es descentrarse, salir del centro, reconocerse misericordiosos en Dios, mendicantes de misericordia: es el punto de salida para que sea Dios quien obre. Un presidente del Consejo Ecuménico de las Iglesias describió la evangelización cristiana como «un mendicante que dice a otro mendicante donde encontrar el pan» (Dr. D.T. Niles). Creo que san Pablo habría aprobado. Él se sentía “Llenado por la misericordia” y su prioridad era compartir con los demás su pan: la alegría de ser amados por el Señor y de amarlo. Este es nuestro bien más precioso, nuestro tesoro, y en este contexto Pablo presenta una de sus imágenes más conocidas, que podemos aplicar en todos nosotros: «llevamos este tesoro en recipientes de barro» (v. 7). Somos sólo recipientes de barro, pero custodiamos dentro de nosotros el tesoro más grande del mundo. Los corintios sabían bien que era torpe preservar algo precioso en recipientes de barro, que eran baratos, pero se agrietaban fácilmente. Tener en su interior algo de precioso quería decir correr el riesgo de que se perdiera. Pablo, pecador agraciado, humildemente reconoce ser frágil como un recipiente de barro. Pero ha experimentado y sabe que está precisamente ahí, donde la miseria humana se abre a la acción misericordiosa de Dios, el Señor obra maravillas. Así obra la «extraordinaria potencia» de Dios (v. 7). Confiado en esta humilde potencia, Pablo sirve al Evangelio. Hablando de algunos de sus adversarios en Corinto, les llamará «súper apóstoles» (2 Corintios 12, 11), quizás, y con una cierta ironía, porque le habían criticado por sus debilidades, de las cuales ellos se retenían exentos. Pablo, en cambio, enseña que sólo reconociéndose débiles recipientes de creta, pecadores siempre necesitados de misericordia, el tesoro de Dios se derrama sobre nosotros y sobre los demás mediante nosotros. De no ser así, solamente estaremos llenos de tesoros nuestros, que se corrompen y se pudren en recipientes aparentemente bonitos. Si reconocemos nuestra debilidad y pedimos perdón, entonces la misericordia sanadora de Dios resplandecerá dentro de nosotros y será también visible fuera; los demás observarán de alguna manera, a través de nosotros, la belleza amable del rostro de Cristo.
A un cierto punto, quizás en el momento más difícil con la comunidad de Corintio, Pablo canceló una visita que había programado hacer, renunciando también a las ofertas que habría recibido (2 Corintios 1, 15-24). Existían tensiones en la comunión, pero no tenían la última palabra. La relación se reanudó y el apóstol aceptó la oferta de la Iglesia de Jerusalén. Los cristianos de Corinto volvieron a trabajar junto a las otras comunidades visitadas por Pablo, para sostener a quien estaba necesitado. Esta es una señal fuerte de comunión reanudada. También la obra que vuestra comunidad desarrolla junto a otras de lengua inglesa aquí en Roma puede ser vista de esta manera. Una comunión verdadera y sólida crece y se fortalece cuando actúa junta hacia quien está necesitado. A través del testimonio acorde de la caridad, el rostro misericordioso de Jesús se hace visible en nuestra ciudad. Católicos y anglicanos, estamos humildemente agradecidos porque, después de siglos de recíproca desconfianza, ahora somos capaces de reconocer que la fecunda gracia de Cristo está obrando también en los demás. Damos gracias al Señor porque entre los cristianos ha crecido el deseo de una mayor cercanía, que se manifiesta en el rezar juntos y en el común testimonio del Evangelio, sobre todo a través de las varias formas de servicio. A veces, el progreso en el camino hacia la plena comunión puede aparecer lento e incierto, pero hoy podemos sacar ánimo de nuestro encuentro. Por primera vez un Obispo de Roma visita vuestra comunidad. Es una gracia y también una responsabilidad: la responsabilidad de reforzar nuestras relaciones como alabanza a Cristo, al servicio del Evangelio y de esta ciudad.
Animémonos los unos a los otros a convertirnos en discípulos cada vez más fieles de Jesús, cada vez más libres de los respectivos prejuicios del pasado y siempre más deseosos de rezar por y con los demás. Un bonito signo de esta voluntad es el “hermanamiento” realizado entre vuestra parroquia de All Saints y la católica de Todos los Santos. Que los Santos de cada confesión cristiana, plenamente unidos en la Jerusalén de allí arriba, nos abran la vía para recorrer aquí abajo todas las posibles vías de un camino cristiano fraternal y común. Donde se reúne en el nombre de Jesús, Él está allí (cf. Mateo 18, 20), y dirigiendo su mirada de misericordia hace un llamamiento para batirse por la unidad y por el amor. ¡Que el rostro de Dios resplandezca sobre vosotros, sobre vuestras familias y sobre toda esta comunidad!
Durante nuestras liturgias, muchas personas entran en nuestra iglesia y se maravillan porque “¡parece una iglesia católica!”. Muchos católicos han oído hablar del rey Enrique VIII, pero ignoran las tradiciones anglicanas y del progreso ecuménico de este medio siglo. ¿Qué querría decirles sobre la relación entre católicos y anglicanos hoy?
Es verdad, la relación entre católicos y anglicanos hoy es buena, ¡nos queremos como hermanos! Es verdad que en la historia hay cosas feas por todos lados, y “sacar una pieza” de la historia y llevarlo como si fuera un “icono” de [nuestras] relaciones no es justo. Un hecho histórico debe ser leído en la hermenéutica de ese momento, no con otra hermenéutica. Y las relaciones de hoy son buenas, he dicho. Y han ido más allá, desde la visita del primado Michael Ramsey, y aún más... Pero también en los santos, nosotros tenemos una tradición común de los santos que vuestro párroco ha querido subrayar. Y nunca, nunca las dos Iglesias, las dos tradiciones han renegado de los santos, los cristianos que han vivido el testimonio cristiano hasta ese punto. Y esto es importante. Pero ha habido también relaciones de fraternidad en tiempos feos, en tiempos difíciles, donde estaban tan mezclados el poder político, económico, religioso, donde había esa regla “cuius regio eius religio” pero también en esos tiempos había algunas relaciones...
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Yo conocí en Argentina un viejo jesuita, anciano, yo era joven y él anciano, padre Guillermo Furlong Cardiff, nacido en la ciudad de Rosario, de familia inglesa. Y él de niño había sido monaguillo —él es católico, de familia inglesa católica— él fue monaguillo en Rosario en el funeral de la reina Victoria, en la iglesia anglicana. También en esos tiempos había esta relación. Y las relaciones entre católicos y anglicanos son relaciones —no sé si históricamente se puede decir así, pero es una figura que nos ayudará a pensar— dos pasos adelante, medio paso atrás, dos pasos adelante, medio paso atrás... Es así. Son humanos. Y debemos continuar en esto.
Hay otra cosa que ha mantenido fuerte la unión entre nuestras tradiciones religiosas: están los monjes, los monasterios. Y los monjes, tanto católicos como anglicanos, son una gran fuerza espiritual de nuestras tradiciones.
Y las relaciones, como quisiera deciros, han mejorado aún más, y a mí me gusta, esto es bueno. “Pero no hacemos todas las cosas iguales...”. Pero caminamos juntos, vamos juntos. Por el momento va bien así. Cada día tiene la propia preocupación. No sé, esto me viene decirte. Gracias.
Su predecesor, el Papa Benedicto XVI, advirtió sobre el riesgo, en el diálogo ecuménico, de dar la prioridad a la colaboración de la acción social en vez de seguir el más exigente acuerdo teológico. Por lo que parece, usted prefiere lo contrario, es decir “caminar y trabajar” juntos para alcanzar la meta de la unidad de los cristianos. ¿Verdad?
Yo no conozco el contexto en el cual el Papa Benedicto dijo esto, no lo conozco y por eso es un poco difícil para mí, me pone en un aprieto para responder... Ha querido decir esto o no... Quizá puede haber sido en un coloquio con los teólogos... Pero no estoy seguro. Ambas cosas son importantes. Esto ciertamente. ¿Cuál de las dos tiene la prioridad?… Y por otro lado está la famosa broma del patriarca Atenágora —que es verdad porque yo se lo pregunté al patriarca Bartolomé y me dijo: “esto es verdad”—, cuando dijo al beato Papa Pablo VI: “¡Nosotros hacemos la unidad entre nosotros, y a todos los teólogos les metemos en una isla para que piensen!”. Era una broma, pero verdad, históricamente verdad, porque yo dudaba pero el patriarca Bartolomé me dijo que es verdad. Pero cuál es el núcleo de esto, por qué creo que eso que dijo el Papa Benedicto es verdad: se debe buscar el diálogo teológico para buscar también las raíces..., sobre los sacramentos..., sobre tantas cosas sobre las que todavía no estamos de acuerdo... Pero esto no se puede hacer en el laboratorio: se debe hacer caminando, a lo largo del camino.
Nosotros estamos en camino y en camino hacemos también estas discusiones. Los teólogos las hacen. Pero mientras tanto nosotros nos ayudamos, nosotros, el uno al otro, en nuestras necesidades, en nuestra vida, también espiritualmente nos ayudamos. Por ejemplo en el hermanamiento estaba el hecho de estudiar juntos la Escritura, y nos ayudamos en el servicio de la caridad, en el servicio de los pobres, en los hospitales, en las guerras... Es muy importante, es muy importante esto. No se puede hacer el diálogo ecuménico parados. No. El diálogo ecuménico se hace en camino, porque el diálogo ecuménico es un camino, y las cosas teológicas se discuten en camino. Creo que con esto no traiciono la mente del Papa Benedicto, ni siquiera la realidad del diálogo ecuménico. Así lo interpreto yo. Si yo conociera el contexto en el cual ha sido dicha esta expresión, quizá diría otra cosa, pero esto es lo que me viene decir.
La iglesia de Todos los Santos comenzó con un grupo de fieles británicos, pero ahora es una congregación internacional con personas procedentes de diferentes países. En algunas regiones de África, Asia o el Pacífico, las relaciones ecuménicas entre las Iglesias son mejores y más creativas que aquí en Europa. ¿Qué podemos aprender del ejemplo de las Iglesias del sur del mundo?
Gracias. Es verdad. Las Iglesias jóvenes tienen una vitalidad diferente, porque son jóvenes. Y buscan una manera de expresarse diferente. Por ejemplo, una liturgia aquí en Roma, o piensa en Londres o en París, no es la misma que una liturgia en tu país, donde la ceremonia litúrgica, católica también, se expresa con una alegría, con la danza y muchas formas diferentes propias de esas Iglesias jóvenes. Las Iglesias jóvenes tienen más creatividad; y al inicio también aquí en Europa era lo mismo: se buscaba... Cuando tú lees, por ejemplo, en la Didaché, cómo se hacía la Eucaristía, el encuentro entre los cristianos, había una gran creatividad. Después creciendo, creciendo la Iglesia se ha consolidado bien, ha crecido hasta una edad adulta. Pero las Iglesias jóvenes tienen más vitalidad y también tienen la necesidad de colaborar, una necesidad fuerte. Por ejemplo yo estoy estudiando, mis colaboradores están estudiando la posibilidad de un viaje a Sudán del Sur. ¿Por qué? Porque vinieron los obispos, el anglicano, el presbiteriano y el católico, tres juntos a decirme: “Por favor, venga a Sudán del Sur, solamente un día, pero no venga solo, venga con Justin Welby”, es decir con el arzobispo de Canterbury. De ellos, Iglesia joven, ha venido esta creatividad. Y estamos pensando si se puede hacer, si la situación es demasiado fea allí... Pero lo tenemos hacer porque ellos, los tres, juntos quieren la paz, y trabajan juntos por la paz... Hay una anécdota muy interesante. Cuando el beato Pablo vi hizo la beatificación de los mártires de Uganda — Iglesia joven—, entre los mártires —había catequistas, todos, jóvenes— algunos eran católicos y otros anglicanos, y todos fueron martirizados por el mismo rey, en odio a la fe y porque ellos no quisieron seguir las propuestas sucias del rey. Y Pablo vi se sintió incómodo porque decía: “Yo debo beatificar a los unos y a los otros, son mártires los unos y los otros”. Pero, en ese momento de la Iglesia católica, no era muy posible hacer eso. Acababa de pasar el Concilio... Pero esa Iglesia joven hoy celebra a los unos y los otros juntos; también Pablo vi en la homilía, en el discurso, en la misa de beatificación quiso nombrar a los catequistas anglicanos mártires de la fe al mismo nivel de los catequistas católicos. Esto lo hace una Iglesia joven. Las Iglesias jóvenes tienen valentía, porque son jóvenes; como todos los jóvenes tienen más valentía que nosotros... ¡no tan jóvenes!
Y después, mi experiencia. Yo era muy amigo de los anglicanos en Buenos Aires, porque la parte de detrás de la parroquia de la Merced estaba comunicada con la catedral anglicana. Era muy amigo del obispo Gregory Venables, muy amigo. Pero hay otra experiencia: en el norte de Argentina están las misiones anglicanas con los aborígenes y las misiones católicas con los aborígenes, y el obispo anglicano y el obispo católico de allí trabajan juntos, y enseñan. Y cuando la gente no puede ir el domingo a la celebración católica va a la anglicana, y los anglicanos van a la católica, porque no quieren pasar el domingo sin una celebración; y trabajan juntos. Y aquí la Congregación para la Doctrina de la Fe lo sabe. Y hacen la caridad juntos. Y los dos obispos son amigos y las dos comunidades son amigas.
Creo que esta sea una riqueza que nuestras Iglesias jóvenes pueden llevar a Europa y a la Iglesia que tienen una gran tradición. Y ellos darnos a nosotros la solidaridad de una tradición muy, muy cuidada y muy pensada. Es más fácil, es verdad, el ecumenismo en las Iglesias jóvenes. Es verdad. Pero creo que —y vuelvo a la segunda pregunta— es quizá más sólido en la búsqueda teológica el ecumenismo en una Iglesia más madura, más envejecida en la búsqueda, en el estudio de la historia, de la teología, de la liturgia, como es la Iglesia en Europa. Y creo que nos haría bien, a ambas Iglesias: de aquí, de Europa enviar algunos seminaristas a hacer experiencias pastorales en las Iglesias jóvenes, se aprende mucho. Ellos vienen, de las Iglesias jóvenes, a estudiar a Roma, al menos los católicos, lo sabemos. Pero enviarles a ellos a ver, a aprender de las Iglesias jóvenes sería una gran riqueza en el sentido que usted ha dicho. Es más fácil el ecumenismo allí, es más fácil, que no quiere decir más superficial, no, no es superficial. Ellos no negocian la fe y la identidad. Ese aborigen te dice en el norte de Argentina: “Yo soy anglicano”. Pero no está el obispo, no está el pastor, no está el reverendo... “Yo quiero alabar a Dios el domingo y voy a la catedral católica”, y viceversa. Son riquezas de las Iglesias jóvenes. No lo sé, esto me viene decirte.
Nos apremia el amor de Cristo, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron.
Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos.
Por tanto, no valoramos a nadie por criterios humanos.
Si alguna vez juzgamos a Cristo según tales criterios, ahora ya no.
El que es de Cristo es una criatura nueva:
lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado.
Todo esto viene de Dios,
que por medio de Cristo nos reconcilió consigo
y nos encargó el servicio de reconciliar.
Es decir, Dios mismo estaba en Cristo
reconciliando al mundo consigo,
sin pedirle cuentas de sus pecados,
y a nosotros nos ha confiado el mensaje de la reconciliación.
Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio nuestro.
En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios.
Al que no había pecado, Dios lo hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios.
CLAVE DE LECTURA
CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS EN LA SOLEMNIDAD DE LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO APÓSTOL
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica de San Pablo extramuros
Miércoles 25 de enero de 2017
El encuentro con Jesús en el camino de Damasco transformó radicalmente la vida de Pablo. A partir de entonces, el significado de su existencia no consiste ya en confiar en sus propias fuerzas para observar escrupulosamente la Ley, sino en la adhesión total de sí mismo al amor gratuito e inmerecido de Dios, a Jesucristo crucificado y resucitado. De esta manera, él advierte la irrupción de una nueva vida, la vida según el Espíritu, en la cual, por la fuerza del Señor Resucitado, experimenta el perdón, la confianza y el consuelo. Pablo no puede tener esta novedad sólo para sí: la gracia lo empuja a proclamar la buena nueva del amor y de la reconciliación que Dios ofrece plenamente a la humanidad en Cristo.
Para el Apóstol de los gentiles, la reconciliación del hombre con Dios, de la que se convirtió en embajador (cf. 2 Co 5,20), es un don que viene de Cristo. Esto aparece claramente en el texto de la Segunda Carta a los Corintios, del que se toma este año el tema de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos: «Reconciliación. El amor de Cristo nos apremia» (cf. 2 Co 5,14-20). «El amor de Cristo»: no se trata de nuestro amor por Cristo, sino del amor que Cristo tiene por nosotros. Del mismo modo, la reconciliación a la que somos urgidos no es simplemente una iniciativa nuestra, sino que es ante todo la reconciliación que Dios nos ofrece en Cristo.Más que ser un esfuerzo humano de creyentes que buscan superar sus divisiones, es un don gratuito de Dios. Como resultado de este don, la persona perdonada y amada está llamada, a su vez, a anunciar el evangelio de la reconciliación con palabras y obras, a vivir y dar testimonio de una existencia reconciliada.
En esta perspectiva, podemos preguntarnos hoy: ¿Cómo anunciar el evangelio de la reconciliación después de siglos de divisiones? Es el mismo Pablo quien nos ayuda a encontrar el camino. Hace hincapié en que la reconciliación en Cristo no puede darse sin sacrificio. Jesús dio su vida, muriendo por todos. Del mismo modo, los embajadores de la reconciliación están llamados a dar la vida en su nombre, a no vivir para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos (cf. 2 Co 5,14-15). Como nos enseña Jesús, sólo cuando perdemos la vida por amor a él es cuando realmente la ganamos (cf. Lc 9,24). Es esta la revolución que Pablo vivió, y es también la revolución cristiana de todos los tiempos: no vivir para nosotros mismos, para nuestros intereses y beneficios personales, sino a imagen de Cristo, por él y según él, con su amor y en su amor.
Para la Iglesia, para cada confesión cristiana, es una invitación a no apoyarse en programas, cálculos y ventajas, a no depender de las oportunidades y de las modas del momento, sino a buscar el camino con la mirada siempre puesta en la cruz del Señor; allí está nuestro único programa de vida. Es también una invitación a salir de todo aislamiento, a superar la tentación de la auto-referencia, que impide captar lo que el Espíritu Santo lleva a cabo fuera de nuestro ámbito. Una auténtica reconciliación entre los cristianos podrá realizarse cuando sepamos reconocer los dones de los demás y seamos capaces, con humildad y docilidad, de aprender unos de otros —aprender unos de otros—, sin esperar que sean los demás los que aprendan antes de nosotros.
Si vivimos este morir a nosotros mismos por Jesús, nuestro antiguo estilo de vida será relegado al pasado y, como le ocurrió a san Pablo, entramos en una nueva forma de existencia y de comunión. Con Pablo podremos decir: «Lo antiguo ha desaparecido» (2 Co 5,17). Mirar hacia atrás es muy útil y necesario para purificar la memoria, pero detenerse en el pasado, persistiendo en recordar los males padecidos y cometidos, y juzgando sólo con parámetros humanos, puede paralizar e impedir que se viva el presente. La Palabra de Dios nos anima a sacar fuerzas de la memoria para recordar el bien recibido del Señor; y también nos pide dejar atrás el pasado para seguir a Jesús en el presente y vivir una nueva vida en él. Dejemos que Aquel que hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5) nos conduzca a un futuro nuevo, abierto a la esperanza que no defrauda, a un porvenir en el que las divisiones puedan superarse y los creyentes, renovados en el amor, estén plena y visiblemente unidos.
Este año, mientras caminamos por el camino de la unidad, recordamos especialmente el quinto centenario de la Reforma protestante. El hecho de que hoy católicos y luteranos puedan recordar juntos un evento que ha dividido a los cristianos, y lo hagan con esperanza, haciendo énfasis en Jesús y en su obra de reconciliación, es un hito importante, logrado con la ayuda de Dios y de la oración a través de cincuenta años de conocimiento recíproco y de diálogo ecuménico.
Mientras imploro a Dios el don de la reconciliación con él y entre nosotros, saludo cordial y fraternalmente a Su Eminencia el Metropolita Gennadios, representante del Patriarcado Ecuménico, a Su Gracia David Moxon, representante personal en Roma del Arzobispo de Canterbury, y a todos los representantes de las distintas Iglesias y comunidades eclesiales aquí presentes. Me complace saludar particularmente a los miembros de la Comisión mixta para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas orientales, a quienes deseo un trabajo fructífero en la sesión plenaria que está teniendo lugar en estos días. Saludo también a los estudiantes del Ecumenical Institute of Bossey —los he visto muy contentos esta mañana—, que están de visita en Roma para profundizar en su conocimiento de la Iglesia Católica, y a los jóvenes ortodoxos y ortodoxos orientales que estudian en Roma, gracias a las becas del Comité de Cooperación Cultural con las Iglesias ortodoxas, que opera en el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los cristianos. A los superiores y a todos los colaboradores de ese Dicasterio expreso mi estima y agradecimiento.
Queridos hermanos y hermanas, nuestra oración por la unidad de los cristianos participa en la oración que Jesús dirigió al Padre antes de la pasión, «para que todos sean uno» (Jn 17,21). No nos cansemos nunca de pedir a Dios este don. Con la esperanza paciente y confiada de que el Padre concederá a todos los creyentes el bien de la plena comunión visible, sigamos adelante en nuestro camino de reconciliación y de diálogo, animados por el testimonio heroico de tantos hermanos y hermanas que, tanto ayer como hoy, están unidos en el sufrimiento por el nombre Jesús. Aprovechemos todas las oportunidades que la Providencia nos ofrece para rezar juntos, anunciar juntos, amar y servir juntos, especialmente a los más pobres y abandonados.
CLAVE DE LECTURA
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Solemnidad de la Santísima Trinidad
Domingo 11 de junio de 2017
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Las lecturas bíblicas de este domingo, fiesta de la Santísima Trinidad, nos ayudan a entrar en el misterio de la identidad de Dios. La segunda lectura presenta las palabras de buenos deseos que san Pablo dirige a la comunidad de Corinto: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Corintios 13, 13). Esta —digamos— «bendición» del apóstol es fruto de su experiencia personal del amor de Dios, ese amor que Cristo resucitado le había revelado, que transformó su vida y le “empujó” a llevar el Evangelio a las gentes. A partir de esta experiencia suya de gracia, Pablo puede exhortar a los cristianos con estas palabras: «alegraos; sed perfectos; animaos; tened un mismo sentir, […] vivid en paz» (v. 11). La comunidad cristiana, aun con todos los límites humanos, puede convertirse en un reflejo de la comunión de la Trinidad, de su bondad, de su belleza. Pero esto —como el mismo Pablo testimonia— pasa necesariamente a través de la experiencia de la misericordia de Dios, de su perdón.
Es lo que le ocurre a los judíos en el camino del éxodo. Cuando el pueblo infringió la alianza, Dios se presentó a Moisés en la nube para renovar ese pacto, proclamando el propio nombre y su significado. Así dice: «Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad» (Éxodo 34, 6). Este nombre expresa que Dios no está lejano y cerrado en sí mismo, sino que es Vida y quiere comunicarse, es apertura, es Amor que rescata al hombre de la infidelidad. Dios es «misericordioso», «piadoso» y «rico de gracia» porque se ofrece a nosotros para colmar nuestros límites y nuestras faltas, para perdonar nuestros errores, para volver a llevarnos por el camino de la justicia y de la verdad. Esta revelación de Dios llegó a su cumplimiento en el Nuevo Testamento gracias a la palabra de Cristo y a su misión de salvación. Jesús nos ha manifestado el rostro de Dios, Uno en la sustancia y Trino en las personas; Dios es todo y solo amor, en una relación subsistente que todo crea, redime y santifica: Padre e Hijo y Espíritu Santo.
Y el Evangelio de hoy «nos presenta» a Nicodemo, el cual, aun ocupando un lugar importante en la comunidad religiosa y civil del tiempo, no dejó de buscar a Dios. No pensó: «He llegado», no dejó de buscar a Dios; y ahora ha percibido el eco de su voz en Jesús. En el diálogo nocturno con el Nazareno, Nicodemo comprende finalmente ser ya buscado y esperado por Dios, ser amado personalmente por Él. Dios siempre nos busca antes, nos espera antes, nos ama antes. Es como la flor del almendro; así dice el Profeta: «florece antes» (cf. Jeremías 1,11-12). Así efectivamente habla Jesús: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3, 16). ¿Qué es esta vida eterna? Es el amor desmesurado y gratuito del Padre que Jesús ha donado en la cruz, ofreciendo su vida por nuestra salvación. Y este amor con la acción del Espíritu Santo ha irradiado una luz nueva sobre tierra y en cada corazón humano que le acoge; una luz que revela los rincones oscuros, las durezas que nos impiden llevar los frutos buenos de la caridad y de la misericordia.
Nos ayude la Virgen María a entrar cada vez más, con todo nuestro ser, en la Comunión trinitaria, para vivir y testimoniar el amor que da sentido a nuestra existencia.
CLAVE DE LECTURA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
En la fiesta de los dos apóstoles de esta ciudad, me gustaría compartir con ustedes dos palabras clave: unidad y profecía.
Unidad. Celebramos juntos dos figuras muy diferentes: Pedro era un pescador que pasaba sus días entre remos y redes, Pablo un fariseo culto que enseñaba en las sinagogas. Cuando emprendieron la misión, Pedro se dirigió a los judíos, Pablo a los paganos. Y cuando sus caminos se cruzaron, discutieron animadamente y Pablo no se avergonzó de relatarlo en una carta (cf. Ga 2,11ss.). Eran, en fin, dos personas muy diferentes entre sí, pero se sentían hermanos, como en una familia unida, donde a menudo se discute, aunque realmente se aman. Pero la familiaridad que los unía no provenía de inclinaciones naturales, sino del Señor. Él no nos ordenó que nos lleváramos bien, sino que nos amáramos. Es Él quien nos une, sin uniformarnos. Nos une en las diferencias.
La primera lectura de hoy nos lleva a la fuente de esta unidad. Nos dice que la Iglesia, recién nacida, estaba pasando por una fase crítica: Herodes arreciaba su cólera, la persecución era violenta, el apóstol Santiago había sido asesinado. Y entonces también Pedro fue arrestado. La comunidad parecía decapitada, todos temían por su propia vida. Sin embargo, en este trágico momento nadie escapó, nadie pensaba en salir sano y salvo, ninguno abandonó a los demás, sino que todos rezaban juntos. De la oración obtuvieron valentía, de la oración vino una unidad más fuerte que cualquier amenaza. El texto dice que «mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Hch 12,5). La unidad es un principio que se activa con la oración, porque la oración permite que el Espíritu Santo intervenga, que abra a la esperanza, que acorte distancias y nos mantenga unidos en las dificultades.
Constatamos algo más: en esas situaciones dramáticas, nadie se quejaba del mal, de las persecuciones, de Herodes. Nadie insulta a Herodes ― mientras nosotros estamos tan acostumbrados a insultar a los responsables. Es inútil e incluso molesto que los cristianos pierdan el tiempo quejándose del mundo, de la sociedad, de lo que está mal. Las quejas no cambian nada. Recordemos que las quejas son la segunda puerta cerrada al Espíritu Santo, como les dije el día de Pentecostés: La primera es el narcisismo, la segunda el desánimo, la tercera el pesimismo. El narcisismo te lleva al espejo, a contemplarte continuamente; el desánimo, a las quejas; el pesimismo, a la obscuridad. Estas tres actitudes le cierran la puerta al Espíritu Santo. Esos cristianos no culpaban a los demás, sino que oraban. En esa comunidad nadie decía: “Si Pedro hubiera sido más prudente, no estaríamos en esta situación”. Ninguno. Pedro, humanamente, tenía motivos para ser criticado, pero nadie lo criticaba. No hablaban mal de él, sino que rezaban por él. No hablaban a sus espaldas, sino que hablaban a Dios. Hoy podemos preguntarnos: “¿Cuidamos nuestra unidad con la oración, nuestra unidad de la Iglesia? ¿Rezamos unos por otros?”. ¿Qué pasaría si rezáramos más y murmuráramos menos, con la lengua un poco más contenida? Como le sucedió a Pedro en la cárcel: se abrirían muchas puertas que separan, se romperían muchas cadenas que aprisionan. Y nosotros nos asombraríamos, como aquella muchacha que, viendo a Pedro a la puerta, no lograba abrirle, sino que corrió adentro, maravillada por la alegría de ver a Pedro (cf. Hch 12,10-17). Pidamos la gracia de saber cómo rezar unos por otros. San Pablo exhortó a los cristianos a orar por todos y, en primer lugar, por los que gobiernan (cf. 1 Tm 2,1-3). “Pero este gobernante es…” y los epítetos son muchos; no los mencionaré, porque este no es el momento ni el lugar para para indicar los calificativos que se oyen contra los gobernantes. Que los juzgue Dios, nosotros recemos por los gobernantes: necesitan oraciones. Es una tarea que el Señor nos confía. ¿Lo hacemos, o sólo hablamos, insultamos, y se acabó? Dios espera que cuando recemos también nos acordemos de los que no piensan como nosotros, de los que nos han dado con la puerta en las narices, de los que nos cuesta perdonar. Sólo la oración rompe las cadenas, como sucedió a Pedro, sólo la oración allana el camino hacia la unidad.
Hoy se bendicen los palios, que se entregan al Decano del Colegio cardenalicio y a los Arzobispos metropolitanos nombrados en el último año. El palio recuerda la unidad entre las ovejas y el Pastor que, como Jesús, carga la ovejita sobre sus hombros para no separarse jamás. Hoy, además, siguiendo una hermosa tradición, nos unimos de manera especial al Patriarcado ecuménico de Constantinopla. Pedro y Andrés eran hermanos y nosotros, cuando es posible, intercambiamos visitas fraternas en los respectivos días festivos: no tanto por amabilidad, sino para caminar juntos hacia la meta que el Señor nos indica: la unidad plena. Hoy, no han podido estar presentes físicamente debido a las restricciones de viajar impuestas por causa del coronavirus, pero cuando bajé a venerar las reliquias de Pedro, percibía junto a mí, en mi corazón, a mi amado hermano Bartolomé. Ellos están presentes aquí, con nosotros.
La segunda palabra, profecía. Unidad y profecía. Nuestros apóstoles fueron provocados por Jesús. Pedro oyó que le preguntaba: “¿Quién dices que soy yo?” (cf. Mt 16,15). En ese momento entendió que al Señor no le interesan las opiniones generales, sino la elección personal de seguirlo. También la vida de Pablo cambió después de una provocación de Jesús: «Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?» (Hch 9,4). El Señor lo sacudió en su interior; más que hacerlo caer al suelo en el camino hacia Damasco, hizo caer su presunción de hombre religioso y recto. Entonces el orgulloso Saúl se convirtió en Pablo: Pablo, que significa “pequeño”. Después de estas provocaciones, de estos reveses de la vida, vienen las profecías: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18); y a Pablo: «Es un instrumento elegido por mí, para llevar mi nombre a pueblos» (Hch 9,15). Por lo tanto, la profecía nace cuando nos dejamos provocar por Dios; no cuando manejamos nuestra propia tranquilidad y mantenemos todo bajo control. No nace jamás de nuestros pensamientos, no nace de nuestro corazón cerrado. Nace sólo si nos dejamos provocar por Dios. Cuando el Evangelio anula las certezas, surge la profecía. Sólo quien se abre a las sorpresas de Dios se convierte en profeta. Y aquí están Pedro y Pablo, profetas que ven más allá: Pedro es el primero que proclama que Jesús es «el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16); Pablo anticipa el final de su vida: «Me está reservada la corona de la justicia, que el Señor […] me dará» (2 Tm 4,8).
Hoy necesitamos la profecía, pero una profecía verdadera: no de discursos vacíos que prometen lo imposible, sino de testimonios de que el Evangelio es posible. No se necesitan manifestaciones milagrosas. A mí me duele mucho cuando escucho proclamar: “Queremos una Iglesia profética”. Muy bien. Pero ¿qué haces para que la Iglesia sea profética?. Se necesitan vidas que manifiesten el milagro del amor de Dios; no el poder, sino la coherencia; no las palabras, sino la oración; no las declamaciones, sino el servicio. ¿Quieres una Iglesia profética? Comienza con servir, y callate. No la teoría, sino el testimonio. No necesitamos ser ricos, sino amar a los pobres; no ganar para nuestro beneficio, sino gastarnos por los demás; no necesitamos la aprobación del mundo, el estar bien con todos ―nosotros decimos “estar bien con Dios y con el diablo”, quedar bien con todos― no, esto no es profecía. sino que necesitamos la alegría del mundo venidero; no aquellos proyectos pastorales que parecerían tener en sí mismo su propia eficiencia, como si fuesen sacramentos; proyectos pastorales eficiente, no, sino que necesitamos pastores que entregan su vida como enamorados de Dios. Pedro y Pablo así anunciaron a Jesús, como enamorados. Pedro ―antes de ser colocado en la cruz― no pensó en sí mismo, sino en su Señor y, al considerarse indigno de morir como él, pidió ser crucificado cabeza abajo. Pablo ―antes de ser decapitado― sólo pensó en dar su vida y escribió que quería ser «derramado en libación» (2 Tm 4,6). Esto es profecía. No palabrería. Esta es profecía, la profecía que cambia la historia.
Queridos hermanos y hermanas, Jesús profetizó a Pedro: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Hay también una profecía parecida para nosotros. Se encuentra en el último libro de la Biblia, donde Jesús prometió a sus testigos fieles: «una piedrecita blanca, y he escrito en ella un nuevo nombre» (Ap 2,17). Como el Señor transformó a Simón en Pedro, así nos llama a cada uno de nosotros, para hacernos piedras vivas con las que pueda construir una Iglesia y una humanidad renovadas. Siempre hay quienes destruyen la unidad y rechazan la profecía, pero el Señor cree en nosotros y te pregunta: “¿Tú, quieres ser un constructor de unidad? ¿Quieres ser profeta de mi cielo en la tierra?”. Hermanos y hermanas, dejémonos provocar por Jesús y tengamos el valor de responderle: “¡Sí, lo quiero!”.
CLAVE DE LECTURA 1
PRIMERAS VÍSPERAS DE LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS
Y TE DEUM DE ACCIÓN DE GRACIAS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Martes, 31 de diciembre de 2019
«Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo» (Ga 4, 4).
El Hijo enviado por el Padre puso su tienda en Belén de Efratá, «la menor entre las familias de Judá» (Mi 5,1); vivió en Nazaret, una ciudad nunca mencionada en la Escritura, excepto para decir: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46), y murió descartado de la gran ciudad, de Jerusalén, crucificado fuera de sus muros. La decisión de Dios es clara: para revelar su amor elige la ciudad pequeña y la ciudad despreciada, y cuando llega a Jerusalén se une al pueblo de los pecadores y de los descartados. Ninguno de los habitantes de la ciudad se da cuenta de que el Hijo de Dios hecho hombre camina por sus calles, probablemente ni siquiera sus discípulos, que sólo con la resurrección comprenderán plenamente el Misterio presente en Jesús.
Las palabras y los signos de salvación que realiza en la ciudad despiertan asombro y entusiasmo momentáneo, pero no son recibidos en su pleno significado: de ahí a poco dejarán de ser recordados cuando el gobernador romano pregunte: “¿Queréis que suelte a Jesús o a Barrabás?”. Fuera de la ciudad Jesús será crucificado, en lo alto del Gólgota, para ser condenado por la mirada de todos los habitantes y burlado por sus comentarios sarcásticos. Pero desde allí, desde la cruz, el nuevo árbol de la vida, el poder de Dios atraerá a todos hacia Él. Y también la Madre de Dios, que bajo la cruz es Nuestra Señora de los Dolores, está a punto de extender su maternidad a todos los hombres. La Madre de Dios es la Madre de la Iglesia y su ternura materna llega a todos los hombres.
En la ciudad Dios ha puesto su tienda... ¡y de allí no se ha alejado nunca! Su presencia en la ciudad, incluso en esta nuestra ciudad de Roma, «no debe ser fabricada, sino descubierta, develada» (Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 71). Somos nosotros los que debemos pedir a Dios la gracia de unos ojos nuevos, capaces de «una mirada contemplativa, esto es, una mirada de fe que descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas» (ib., 71). Los profetas, en la Escritura, advierten contra la tentación de vincular la presencia de Dios sólo al templo (Jr 7,4): Él habita en medio de su pueblo, camina con él y vive su vida. Su fidelidad es concreta, está cerca de la existencia cotidiana de sus hijos. En efecto, cuando Dios quiere hacer nuevas todas las cosas por medio de su Hijo, no empieza desde el templo, sino desde el vientre de una pequeña y pobre mujer de su Pueblo. ¡Esta elección de Dios es extraordinaria! No cambia la historia a través de los hombres poderosos de las instituciones civiles y religiosas, sino de las mujeres de la periferia del imperio, como María, y de sus vientres estériles, como el de Isabel.
En el Salmo 147, que hemos rezado hace poco, el salmista invita a Jerusalén a glorificar a Dios, porque Él «envía a la tierra su mensaje, a toda prisa corre su palabra» (v. 4). Por medio de su Espíritu, que pronuncia su Palabra en cada corazón humano, Dios bendice a sus hijos y los anima a trabajar por la paz en la ciudad. Esta noche me gustaría que nuestra mirada sobre la ciudad de Roma captara las cosas desde el punto de vista de la mirada de Dios. El Señor se alegra de ver cuántas cosas buenas se cumplen cada día, cuánto esfuerzo y dedicación en la promoción de la fraternidad y la solidaridad. Roma no sólo es una ciudad complicada, con muchos problemas, desigualdades, corrupción y tensiones sociales. Roma es una ciudad en la que Dios envía su Palabra, que se anida por medio del Espíritu en los corazones de sus habitantes y los impulsa a creer, a esperar a pesar de todo, a amar luchando por el bien de todos.
Pienso en tantas personas valientes, creyentes y no creyentes, que he encontrado en estos años y que representan el “corazón palpitante” de Roma. Verdaderamente Dios nunca ha dejado de cambiar la historia y el rostro de nuestra ciudad a través del pueblo de los pequeños y pobres que la habitan: los elige, los inspira, los motiva a la acción, los hace solidarios, los impulsa a activar redes, a crear lazos virtuosos, a construir puentes y no muros. Es precisamente por medio de estos mil arroyos de agua viva del Espíritu que la Palabra de Dios fecunda la ciudad y la convierte en una «madre de hijos jubilosa» (Sal 113, 9).
¿Y qué le pide el Señor a la Iglesia de Roma? Nos confía su Palabra y nos empuja a lanzarnos a la lucha, a involucrarnos en el encuentro y en la relación con los habitantes de la ciudad para que “a toda prisa corra su palabra”. Estamos llamados a encontrarnos con los demás y a escuchar su existencia, su grito de ayuda. ¡Escuchar ya es un acto de amor! Tener tiempo para los demás, para dialogar, para reconocer con una mirada contemplativa la presencia y la acción de Dios en sus existencias, para dar testimonio con hechos más que con palabras de la nueva vida del Evangelio, es verdaderamente un servicio de amor que cambia la realidad. Haciendo así, efectivamente, circula un aire nuevo en la ciudad y también en la Iglesia, el deseo de volver a ponerse en camino, de superar las viejas lógica de la contraposición y de las vallas, para colaborar juntos, construyendo una ciudad más justa y fraterna.
No debemos tener miedo o sentirnos inadecuados para una misión tan importante. Recordémoslo: Dios no nos elige por nuestra “habilidad”, sino precisamente porque somos y nos sentimos pequeños. Le agradecemos su gracia que nos ha sostenido en este año y con alegría le elevamos el cántico de alabanza.
Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 31 de diciembre de 2019.
CLAVE DE LECTURA 2
PRIMERAS VÍSPERAS DE LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS
Y TE DEUM DE ACCIÓN DE GRACIAS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Domingo, 31 de diciembre de 2017
«Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió Dios a su Hijo» (Gálatas 4, 4). Esta celebración vespertina respira la atmósfera de la plenitud del tiempo. No porque estemos en la última tarde del año solar, sino porque la fe nos hace contemplar y sentir que Jesucristo, Verbo hecho carne, ha dado plenitud al tiempo del mundo y a la historia humana.
«Nacido de mujer» (v. 4). La primera que experimenta este sentido de la plenitud donada de la presencia de Jesús ha sido precisamente la «mujer» de la que Él ha «nacido». La Madre del Hijo encarnado, Madre de Dios. A través de ella, por así decir, ha brotado la plenitud del tiempo: a través de su corazón humilde y lleno de fe, a través de su carne toda impregnada de Espíritu Santo.
La Iglesia ha heredado de ella y hereda continuamente esta percepción interior de la plenitud, que alienta un sentido de gratitud, como única respuesta humana digna del don inmenso de Dios. Una gratitud conmovedora, que, partiendo de la contemplación de ese Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre, se extiende a todo y a todos, al mundo entero. Es un «gracias» que refleja la Gracia; no viene de nosotros, sino de Él; no viene del yo, sino de Dios, e involucra al yo y al nosotros.
En esta atmósfera creada por el Espíritu Santo, nosotros elevemos a Dios la acción de gracias por el año que llega a su fin, reconociendo que todo el bien es don suyo. También este tiempo del año 2017, que Dios nos había donado íntegro y sano, nosotros humanos de tantas maneras lo hemos desperdiciado y herido con obras de muerte, con mentiras e injusticias. Las guerras son el signo flagrante de este orgullo reincidente y absurdo. Pero lo son también todas las pequeñas y grandes ofensas a la vida, a la verdad, a la fraternidad, que causan múltiples formas de degrado humano, social y ambiental. Queremos y debemos asumir toda nuestra responsabilidad, delante de Dios, los hermanos y la creación. Pero esta noche prevalece la gracia de Jesús y su reflejo en María. Y prevalece por eso la gratitud que, como Obispo de Roma, siento en el alma pensando en la gente que vive con corazón abierto en esta ciudad.
Siento simpatía y gratitud por todas esas personas que cada día contribuyen con pequeños pero preciosos gestos concretos al bien de Roma: tratan de cumplir de la mejor forma su deber, se mueven en el tráfico con criterio y prudencia, respetando los lugares públicos y señalan las cosas que no van bien, están atentos a las personas ancianas o en dificultad, etc. Estos y otros miles de comportamientos expresan concretamente el amor por la ciudad. Sin discursos, sin publicidad, pero con un estilo de educación cívica practicada en lo cotidiano. Y así cooperan silenciosamente al bien común.
Igualmente siento en mí una gran estima por los padres, los profesores y todos los educadores que, con este mismo estilo, tratan de formar a los niños y a los jóvenes en el sentido cívico, en un ética de la responsabilidad, educándoles en sentirse parte, cuidar, e interesarse por la realidad que les rodea. Estas personas, aunque no sean noticia, son la mayor parte de la gente que vive en Roma. Y entre ellos no pocos se encuentran en difíciles condiciones económicas; y no se lamentan, ni cultivan resentimientos y rencores, sino que se esfuerzan en hacer cada día su parte para mejorar un poco las cosas.
Hoy, en el dar gracias a Dios, os invito a expresar también el reconocimiento para todos estos artesanos del bien común, que aman su ciudad no de palabra sino con los hechos.
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.
Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos
e irreprochables ante Él por el amor.
Él nos ha destinado en la persona de Cristo,
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.
Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad.
Este es el plan
que había proyectado realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
recapitular en Cristo todas las cosas
del cielo y de la tierra.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
CLAVE DE LECTURA
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este segundo domingo de la Navidad, las lecturas bíblicas nos ayudan a alargar la mirada, para tomar una conciencia plena del significado del nacimiento de Jesús.
El comienzo del Evangelio de San Juan nos muestra una impactante novedad: el Verbo eterno, el Hijo de Dios, «se hizo carne» (v. 14). No sólo vino a vivir entre la gente, sino que se convirtió en uno del pueblo, ¡uno de nosotros! Después de este acontecimiento, para dirigir nuestras vidas, ya no tenemos sólo una ley, una institución, sino una Persona, una Persona divina, Jesús, que guía nuestras vidas, nos hace ir por el camino porque Él lo hizo antes.
San Pablo bendice a Dios por su plan de amor realizado en Jesucristo (cf. Efesios 1, 3-6; 15-18). En este plan, cada uno de nosotros encuentra su vocación fundamental. ¿Y cuál es? Esto es lo que dice Pablo: estamos predestinados a ser hijos de Dios por medio de Jesucristo. El Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos a nosotros, hombres, hijos de Dios. Por eso el Hijo eterno se hizo carne: para introducirnos en su relación filial con el Padre.
Así pues, hermanos y hermanas, mientras continuamos contemplando el admirable signo del belén, la liturgia de hoy nos dice que el Evangelio de Cristo no es una fábula, ni un mito, ni un cuento moralizante, no. El Evangelio de Cristo es la plena revelación del plan de Dios, el plan de Dios para el hombre y el mundo. Es un mensaje a la vez sencillo y grandioso, que nos lleva a preguntarnos: ¿qué plan concreto tiene el Señor para mí, actualizando aún hoy su nacimiento entre nosotros?
Es el apóstol Pablo quien nos sugiere la respuesta: «[Dios] nos ha elegido [...] para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor» (v. 4). Este es el significado de la Navidad. Si el Señor sigue viniendo entre nosotros, si sigue dándonos el don de su Palabra, es para que cada uno de nosotros pueda responder a esta llamada: ser santos en el amor. La santidad pertenece a Dios, es comunión con Él, transparencia de su infinita bondad. La santidad es guardar el don que Dios nos ha dado. Simplemente esto: guardar la gratuidad. En esto consiste ser santo. Por tanto, quien acepta la santidad en sí mismo como un don de gracia, no puede dejar de traducirla en acciones concretas en la vida cotidiana. Este don, esta gracia que Dios me ha dado, la traduzco en una acción concreta en la vida cotidiana, en el encuentro con los demás. Esta caridad, esta misericordia hacia el prójimo, reflejo del amor de Dios, al mismo tiempo purifica nuestro corazón y nos dispone al perdón, haciéndonos “inmaculados” día tras día. Pero inmaculados no en el sentido de que yo elimino una mancha: inmaculados en el sentido de que Dios entra en nosotros, el don, la gratuidad de Dios entra en nosotros y nosotros lo guardamos y lo damos a los demás.
Que la Virgen María nos ayude a acoger con alegría y gratitud el diseño divino de amor realizado en Jesucristo.
no hizo alarde de su categoría de Dios;
al contrario, se despojó de su rango
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.
Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajó hasta someterse incluso a la muerte,
y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;
de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.
que nos ha hecho capaces de compartir
la herencia del pueblo santo en la luz.
Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas,
y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido,
por cuya sangre hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
Él es imagen de Dios invisible,
primogénito de toda criatura;
porque por medio de Él
fueron creadas todas las cosas:
celestes y terrestres, visibles e invisibles,
Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades;
todo fue creado por Él y para Él.
Él es anterior a todo, y todo se mantiene en Él.
Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia.
Él es el principio, el primogénito de entre los muertos,
y así es el primero en todo.
Porque en Él quiso Dios que residiera toda la plenitud.
Y por Él quiso reconciliar consigo todos los seres:
los del cielo y los de la tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz.
Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo
como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
Antes estabais también vosotros alienados de Dios y erais enemigos suyos por la mentalidad que engendraban vuestras malas acciones; ahora en cambio, gracias a la muerte que Cristo sufrió en su cuerpo de carne, habéis sido reconciliados y Dios puede admitiros a su presencia como a un pueblo santo sin mancha y sin reproche.
La condición es que permanezcáis cimentados y estables en la fe, e inamovibles en la esperanza que escuchasteis en el Evangelio.
Es el mismo que se proclama en la creación entera bajo el cielo, y yo, Pablo, fui asignado a su servicio.
CLAVE DE LECTURA
VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A COLOMBIA
SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Aeropuerto Enrique Olaya Herrera de Medellín
Sábado, 9 de septiembre de 2017
«La vida cristiana como discipulado»
Queridos hermanos y hermanas:
En la misa del jueves en Bogotá escuchábamos el llamado de Jesús a sus primeros discípulos; esta parte del Evangelio de Lucas que comenzó con aquella narración, culmina con el llamado a los Doce. ¿Qué recuerdan los evangelistas entre ambos acontecimientos? Que este camino de seguimiento supuso en los primeros seguidores de Jesús mucho esfuerzo de purificación. Algunos preceptos, prohibiciones y mandatos los hacían sentir seguros; cumplir con determinadas prácticas y ritos los dispensaba de una inquietud, la inquietud de preguntarse: ¿Qué es lo que le agrada a nuestro Dios? Jesús, el Señor, les señala que cumplir es caminar detrás de Él, y que ese caminar los ponía frente a leprosos, paralíticos, pecadores. Esas realidades demandaban mucho más que una receta o una norma establecida. Aprendieron que ir detrás de Jesús supone otras prioridades, otras consideraciones para servir a Dios. Para el Señor, también para la primera comunidad, es de suma importancia que quienes nos decimos discípulos no nos aferremos a cierto estilo, a ciertas prácticas que nos acercan más al modo de ser de algunos fariseos de entonces que al de Jesús. La libertad de Jesús se contrapone con la falta de libertad de los doctores de la ley de aquella época, que estaban paralizados por una interpretación y práctica rigorista de la ley. Jesús no se queda en un cumplimento aparentemente «correcto», Él lleva la ley a su plenitud y por eso quiere ponernos en esa dirección, en ese estilo de seguimiento que supone ir a lo esencial, renovarse, involucrarse. Son tres actitudes que tenemos que plasmar en nuestra vida de discípulos.
Lo primero, ir a lo esencial. No quiere decir «romper con todo», romper con aquello que no se acomoda a nosotros, porque tampoco Jesús vino «a abolir la ley, sino a llevarla a su plenitud» (Mt 5,17). Ir a lo esencial es más bien ir a lo profundo, a lo que cuenta y tiene valor para la vida. Jesús enseña que la relación con Dios no puede ser un apego frío a normas y leyes, ni tampoco un cumplimiento de ciertos actos externos que no llevan a un cambio real de vida. Tampoco nuestro discipulado puede ser motivado simplemente por una costumbre, porque contamos con un certificado de bautismo, sino que debe partir de una viva experiencia de Dios y de su amor. El discipulado no es algo estático, sino un continuo camino hacia Cristo; no es simplemente el apego a la explicitación de una doctrina, sino la experiencia de la presencia amigable, viva y operante del Señor, un permanente aprendizaje por medio de la escucha de su Palabra. Y esa palabra, lo hemos escuchado, se nos impone en las necesidades concretas de nuestros hermanos: será el hambre de los más cercanos en el texto proclamado, o la enfermedad en lo que narra Lucas a continuación.
La segunda palabra, renovarse. Como Jesús «zarandeaba» a los doctores de la ley para que salieran de su rigidez, ahora también la Iglesia es «zarandeada» por el Espíritu para que deje sus comodidades y sus apegos. La renovación no nos debe dar miedo. La Iglesia siempre está en renovación —Ecclesia semper renovanda —. No se renueva a su antojo, sino que lo hace «firme y bien fundada en la fe, sin apartarse de la esperanza transmitida por la Buena Noticia» (Col 1,23). La renovación supone sacrificio y valentía, no para considerarse mejores o más pulcros, sino para responder mejor al llamado del Señor. El Señor del sábado, la razón de ser de todos nuestros mandatos y prescripciones, nos invita a ponderar lo normativo cuando está en juego el seguimiento; cuando sus llagas abiertas, su clamor de hambre y sed de justicia nos interpelan y nos imponen respuestas nuevas. Y en Colombia hay tantas situaciones que reclaman de los discípulos el estilo de vida de Jesús, particularmente el amor convertido en hechos de no violencia, de reconciliación y de paz.
La tercera palabra, involucrarse. Aunque para algunos eso parezca ensuciarse o mancharse. Como David o los suyos que entraron en el Templo porque tenían hambre y los discípulos de Jesús entraron en el sembrado y comieron las espigas, también hoy a nosotros se nos pide crecer en arrojo, en un coraje evangélico que brota de saber que son muchos los que tienen hambre, hambre de Dios - cuánta gente tiene hambre de Dios -, hambre de dignidad, porque han sido despojados. Y me pregunto, si el hambre de Dios de tanta gente quizás no venga porque con nuestras actitudes se la hemos despojado. Y, como cristianos, ayudar a que se sacien de Dios; no impedirles o prohibirles el encuentro. Hermanos, la Iglesia no es una aduana, quiere las puertas abiertas porque el corazón de su Dios está no sólo abierto, sino traspasado por el amor que se hizo dolor. No podemos ser cristianos que alcen continuamente el estandarte de «prohibido el paso», ni considerar que esta parcela es mía, adueñándome de algo que no es absolutamente mío. La Iglesia no es nuestra, hermanos, es de Dios; Él es el dueño del templo y del sembrado; todos tienen cabida, todos son invitados a encontrar aquí y entre nosotros su alimento. Todos. Y Él, el que preparó las bodas para su Hijo- manda a buscar a todos, sanos y enfermos, buenos y malos, todos. Nosotros somos simples «servidores» (cf. Col 1,23) no podemos ser quienes impidamos ese encuentro. Al contrario, Jesús nos pide, como lo hizo a sus discípulos: «Denles ustedes de comer» (Mt 14,16); este es nuestro servicio. Comer el pan de Dios, comer el amor de Dios, comer el pan que nos lleva a sobrevivir también. Bien lo entendió esto Pedro Claver, a quien hoy celebramos en la liturgia y que mañana veneraré en Cartagena. «Esclavo de los negros para siempre» fue su lema de vida, porque comprendió, como discípulo de Jesús, que no podía permanecer indiferente ante el sufrimiento de los más desamparados y ultrajados de su época y que tenía que hacer algo para aliviarlo.
Hermanos y hermanas, la Iglesia en Colombia está llamada a empeñarse con mayor audacia en la formación de discípulos misioneros, así como lo señalamos los obispos reunidos en Aparecida. Discípulos que sepan ver, juzgar y actuar, como lo proponía aquel documento latinoamericano que nació en estas tierras (cf. Medellín, 1968). Discípulos misioneros que saben ver, sin miopías heredadas; que examinan la realidad desde los ojos y el corazón de Jesús, y desde ahí juzgan. Y que arriesgan, que actúan, que se comprometen.
He venido hasta aquí justamente para confirmarlos en la fe y en la esperanza del Evangelio: manténganse firmes y libres en Cristo, firmes y libres en Cristo, porque toda firmeza en Cristo nos da libertad, de modo que lo reflejen en todo lo que hagan. Asuman con todas sus fuerzas el seguimiento de Jesús, conózcanlo, déjense convocar e instruir por Él, búsquenlo en la oración y déjense buscar por el en la oración, anúncienlo con la mayor alegría posible.
Pidamos a través de la intercesión de nuestra Madre, Nuestra Señora de la Candelaria, que nos acompañe en nuestro camino de discípulos, para que poniendo nuestra vida en Cristo, seamos siempre misioneros que llevemos la luz y la alegría del Evangelio a todas las gentes.
CLAVE DE LECTURA
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Domingo 17 de diciembre de 2017
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Los domingos pasados la liturgia subrayó lo que significa tener una actitud de vigilancia y lo que implica concretamente preparar el camino del Señor. En este tercer domingo de Adviento, llamado «domingo de la alegría», la liturgia nos invita a entender el espíritu con el que tiene lugar todo esto, es decir, precisamente, la alegría. San Pablo nos invita a preparar la venida del Señor asumiendo tres actitudes. Escuchad bien: tres actitudes. Primero, la alegría constante; segundo, la oración perseverante; tercero, el continuo agradecimiento. Alegría constante, oración perseverante y continuo agradecimiento.
La primera actitud, alegría constante: «Estad siempre alegres» (1 Tesalonicenses 5, 16) dice san Pablo. Es decir, permanecer siempre en la alegría, incluso cuando las cosas no van según nuestros deseos; pero está esa alegría profunda que es la paz: también eso es alegría, está dentro. Y la paz es una alegría «a nivel del suelo» pero es una alegría. Las angustias, las dificultades y los sufrimientos atraviesan la vida de cada uno, todos nosotros lo conocemos; y muchas veces, la realidad que nos rodea parece ser inhóspita y árida, parecida al desierto en el que resonaba la voz de Juan Bautista, como recuerda el Evangelio de hoy (cf Juan 1, 23). Pero precisamente las palabras del Bautista revelan que nuestra alegría se sostiene sobre una certeza, que este desierto está habitado: «en medio de vosotros —dice— está uno a quien no conocéis» (v 26). Se trata de Jesús, el enviado del Padre que viene, como subraya Isaías «a anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad; a pregonar año de gracia de Yahveh» (61, 1-2). Estas palabras, que Jesús hará suyas en el discurso de la sinagoga de Nazaret (cf Lucas 4, 16-19) aclaran que su misión en el mundo consiste en la liberación del pecado y de las esclavitudes personales y sociales que ello produce. Él vino a la tierra para devolver a los hombres la dignidad y la libertad de los hijos de Dios que solo Él puede comunicar y a dar la alegría por esto. La alegría que caracteriza la espera del Mesías se basa en la oración perseverante: esta es la segunda actitud. San Pablo dice: «Orad constantemente» (1 Tesalonicenses 5, 17). Por medio de la oración podemos entrar en una relación estable con Dios, que es la fuente de la verdadera alegría. La alegría del cristiano no se compra, no se puede comprar; viene de la fe y del encuentro con Jesucristo, razón de nuestra felicidad. Y cuanto más enraizados estamos en Cristo, cuanto más cercanos estamos a Jesús, más encontramos la serenidad interior, incluso en medio de las contradicciones cotidianas. Por eso el cristiano, habiendo encontrado a Jesús, no puede ser un profeta de desventura, sino un testigo y un heraldo de alegría. Una alegría a compartir con los demás; una alegría contagiosa que hace menos fatigoso el camino de la vida. La tercera actitud indicada por Pablo es el continuo agradecimiento, es decir, un amor agradecido con Dios. Él, de hecho, es muy generoso con nosotros y nosotros estamos invitados a reconocer siempre sus beneficios, su amor misericordioso, su paciencia y bondad, viviendo así en un incesante agradecimiento.
Alegría, oración y gratitud son tres comportamientos que nos preparan para vivir la Navidad de un modo auténtico. Alegría, oración y gratitud. Digamos todos juntos: alegría, oración y gratitud [la gente en la plaza repite] ¡Otra vez! [repiten]. En esta última parte del tiempo de Adviento, nos confiamos a la materna intercesión de la Virgen María. Ella es «causa de nuestra alegría», no solo porque ha procreado a Jesús, sino porque nos refiere continuamente a Él.
Aviva el fuego de la gracia de Dios
que recibiste cuando te impuse las manos;
porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde,
sino un espíritu de energía, amor y buen juicio.
No tengas miedo de dar la cara por nuestro Señor
y por mí, su prisionero.
Toma parte en los duros trabajos del Evangelio
según las fuerzas que Dios te dé.
Ten delante la visión que yo te di con mis palabras sensatas,
y vive con fe y amor cristiano.
Guarda este tesoro
con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros.
CLAVE DE LECTURA
SANTA MISA DE APERTURA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS PARA AMAZONIA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
6 de octubre de 2019
El apóstol Pablo, el mayor misionero de la historia de la Iglesia, nos ayuda a “hacer Sínodo”, a “caminar juntos”. Lo que escribe Timoteo parece referido a nosotros, pastores al servicio del Pueblo de Dios.
Ante todo dice: «Te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos» (2 Tm 1,6). Somos obispos porque hemos recibido un don de Dios. No hemos firmado un acuerdo, no nos han entregado un contrato de trabajo “en propia mano”, sino la imposición de manos sobre la cabeza, para ser también nosotros manos que se alzan para interceder y se extienden hacia los hermanos. Hemos recibido un don para ser dones. Un don no se compra, no se cambia y no se vende: se recibe y se regala. Si nos aprovechamos de él, si nos ponemos nosotros en el centro y no el don, dejamos de ser pastores y nos convertimos en funcionarios: hacemos del don una función y desaparece la gratuidad, así terminamos sirviéndonos de la Iglesia para servirnos a nosotros mismos. Nuestra vida, sin embargo, por el don recibido, es para servir. Lo recuerda el Evangelio, que habla de «siervos inútiles» (Lc 17,10). Es una expresión que también puede significar «siervos sin beneficio». Significa que no nos esforzamos para conseguir algo útil para nosotros, un beneficio, sino que gratuitamente damos porque lo hemos recibido gratis (cf. Mt 10,8). Toda nuestra alegría será servir porque hemos sido servidos por Dios, que se ha hecho nuestro siervo. Queridos hermanos, sintámonos convocados aquí para servir, poniendo en el centro el don de Dios.
Para ser fieles a nuestra llamada, a nuestra misión, san Pablo nos recuerda que el don se reaviva. El verbo que usa es fascinante: reavivar literalmente, en el original, es “dar vida al fuego” [anazopurein]. El don que hemos recibido es un fuego, es un amor ardiente a Dios y a los hermanos. El fuego no se alimenta por sí solo, muere si no se mantiene vivo, se apaga si las cenizas lo cubren. Si todo permanece como está, si nuestros días están marcados por el “siempre se ha hecho así”, el don desaparece, sofocado por las cenizas de los temores y por la preocupación de defender el status quo. Pero «la Iglesia no puede limitarse en modo alguno a una pastoral de “mantenimiento” para los que ya conocen el Evangelio de Cristo. El impulso misionero es una señal clara de la madurez de una comunidad eclesial» (Benedicto XVI, Exhort. apost. postsin. Verbum Domini, 95). Porque la Iglesia siempre está en camino, siempre en salida, jamás cerrada en sí misma. Jesús no ha venido a traer la brisa de la tarde, sino el fuego sobre la tierra.
El fuego que reaviva el don es el Espíritu Santo, dador de los dones. Por eso san Pablo continúa: «Vela por el precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros» (2 Tm 1,14). Y también: «Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de prudencia» (v. 7). No es un espíritu cobarde, sino de prudencia. Alguno piensa que la prudencia es una virtud “aduana”, que detiene todo para no equivocarse. No, la prudencia es una virtud cristiana, es virtud de vida, más aún, la virtud del gobierno. Y Dios nos ha dado este espíritu de prudencia. Pablo contrapone la prudencia a la cobardía. ¿Qué es entonces esta prudencia del Espíritu? Como enseña el Catecismo, la prudencia «no se confunde ni con la timidez o el temor», si no que «es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo» (n. 1806). La prudencia no es indecisión, no es una actitud defensiva. Es la virtud del pastor, que, para servir con sabiduría, sabe discernir, sensible a la novedad del Espíritu. Entonces, reavivar el don en el fuego del Espíritu es lo contrario a dejar que las cosas sigan su curso sin hacer nada. Y ser fieles a la novedad del Espíritu es una gracia que debemos pedir en la oración. Que Él, que hace nuevas todas las cosas, nos dé su prudencia audaz, inspire nuestro Sínodo para renovar los caminos de la Iglesia en Amazonia, de modo que no se apague el fuego de la misión.
El fuego de Dios, como en el episodio de la zarza ardiente, arde pero no se consume (cf. Ex 3,2). Es fuego de amor que ilumina, calienta y da vida, no fuego que se extiende y devora. Cuando los pueblos y las culturas se devoran sin amor y sin respeto, no es el fuego de Dios, sino del mundo. Y, sin embargo, cuántas veces el don de Dios no ha sido ofrecido sino impuesto, cuántas veces ha habido colonización en vez de evangelización. Dios nos guarde de la avidez de los nuevos colonialismos. El fuego aplicado por los intereses que destruyen, como el que recientemente ha devastado la Amazonia, no es el del Evangelio. El fuego de Dios es calor que atrae y reúne en unidad. Se alimenta con el compartir, no con los beneficios. El fuego devorador, en cambio, se extiende cuando se quieren sacar adelante solo las propias ideas, hacer el propio grupo, quemar lo diferente para uniformar todos y todo.
Reavivar el don; acoger la prudencia audaz del Espíritu, fieles a su novedad; san Pablo dirige una última exhortación: «No te avergüences del testimonio […]; antes bien, toma parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios» (2 Tm 1,8). Pide testimoniar el Evangelio, sufrir por el Evangelio, en una palabra, vivir por el Evangelio. El anuncio del Evangelio es el primer criterio para la vida de la Iglesia: es su misión, su identidad. Poco después Pablo escribe: «Pues yo estoy a punto de ser derramado en libación» (4,6). Anunciar el Evangelio es vivir el ofrecimiento, es testimoniar hasta el final, es hacerse todo para todos (cf. 1 Cor 9,22), es amar hasta el martirio. Agradezco a Dios porque en el Colegio Cardenalicio hay algunos hermanos cardenales mártires, que han probado, en la vida, la cruz del martirio. De hecho, subraya el Apóstol, se sirve el Evangelio no con la potencia del mundo, sino con la sola fuerza de Dios: permaneciendo siempre en el amor humilde, creyendo que el único modo para poseer de verdad la vida es perderla por amor.
Queridos hermanos: Miremos juntos a Jesús crucificado, su corazón traspasado por nosotros. Comencemos desde allí, porque desde allí ha brotado el don que nos ha generado; desde allí ha sido infundido el Espíritu Santo que renueva (cf. Jn 19,30). Desde allí sintámonos llamados, todos y cada uno, a dar la vida. Muchos hermanos y hermanas en Amazonia llevan cruces pesadas y esperan la consolación liberadora del Evangelio y la caricia de amor de la Iglesia. Tantos hermanos y hermanas en Amazonia han gastado su vida. Permitidme de repetir las palabras de nuestro amado Cardenal Hummes. Cuando él llega a aquellas pequeñas ciudades de Amazonia, va a los cementerios a buscar la tumba de los misioneros. Un gesto de la Iglesia para aquellos que han gastado la vida en Amazonia. Y después, con un poco de astucia, dice al Papa: “No se olvide de ellos. Merecen ser canonizados”. Por ellos, por estos que están dando la vida ahora, por aquellos que han gastado la propia vida, con ellos, caminemos juntos.
Clave de lectura
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Martes, 24 de diciembre de 2019
«El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande» (Is 9,1). Esta profecía de la primera lectura se realizó en el Evangelio. De hecho, mientras los pastores velaban de noche en sus campos, «la gloria del Señor los envolvió de claridad» (Lc 2,9). En la noche de la tierra apareció una luz del cielo. ¿Qué significa esta luz surgida en la oscuridad? Nos lo sugiere el apóstol Pablo, que nos dijo: «Se ha manifestado la gracia de Dios». La gracia de Dios, «que trae la salvación para todos los hombres» (Tt 2,11), ha envuelto al mundo esta noche.
Pero, ¿qué es esta gracia? Es el amor divino, el amor que transforma la vida, renueva la historia, libera del mal, infunde paz y alegría. En esta noche, el amor de Dios se ha mostrado a nosotros: es Jesús. En Jesús, el Altísimo se hizo pequeño para ser amado por nosotros. En Jesús, Dios se hizo Niño, para dejarse abrazar por nosotros. Pero, podemos todavía preguntarnos, ¿por qué san Pablo llama “gracia” a la venida de Dios al mundo? Para decirnos que es completamente gratuita. Mientras que aquí en la tierra todo parece responder a la lógica de dar para tener, Dios llega gratis. Su amor no es negociable: no hemos hecho nada para merecerlo y nunca podremos recompensarlo.
Se ha manifestado la gracia de Dios. En esta noche nos damos cuenta de que, aunque no estábamos a la altura, Él se hizo pequeñez para nosotros; mientras andábamos ocupados en nuestros asuntos, Él vino entre nosotros. La Navidad nos recuerda que Dios sigue amando a cada hombre, incluso al peor. A mí, a ti, a cada uno de nosotros, Él nos dice hoy: “Te amo y siempre te amaré, eres precioso a mis ojos”. Dios no te ama porque piensas correctamente y te comportas bien; Él te ama y basta. Su amor es incondicional, no depende de ti. Puede que tengas ideas equivocadas, que hayas hecho de las tuyas; sin embargo, el Señor no deja de amarte. ¿Cuántas veces pensamos que Dios es bueno si nosotros somos buenos, y que nos castiga si somos malos? Pero no es así. Aun en nuestros pecados continúa amándonos. Su amor no cambia, no es quisquilloso; es fiel, es paciente. Este es el regalo que encontramos en Navidad: descubrimos con asombro que el Señor es toda la gratuidad posible, toda la ternura posible. Su gloria no nos deslumbra, su presencia no nos asusta. Nació pobre de todo, para conquistarnos con la riqueza de su amor.
Se ha manifestado la gracia de Dios. Gracia es sinónimo de belleza. En esta noche, redescubrimos en la belleza del amor de Dios, también nuestra belleza, porque somos los amados de Dios. En el bien y en el mal, en la salud y en la enfermedad, felices o tristes, a sus ojos nos vemos hermosos: no por lo que hacemos sino por lo que somos. Hay en nosotros una belleza indeleble, intangible; una belleza irreprimible que es el núcleo de nuestro ser. Dios nos lo recuerda hoy, tomando con amor nuestra humanidad y haciéndola suya, “desposándose con ella” para siempre.
De hecho, la «gran alegría» anunciada a los pastores esta noche es «para todo el pueblo». En aquellos pastores, que ciertamente no eran santos, también estamos nosotros, con nuestras flaquezas y debilidades. Así como los llamó a ellos, Dios también nos llama a nosotros, porque nos ama. Y, en las noches de la vida, a nosotros como a ellos nos dice: «No temáis» (Lc 2,10). ¡Ánimo, no hay que perder la confianza, no hay que perder la esperanza, no hay que pensar que amar es tiempo perdido! En esta noche, el amor venció al miedo, apareció una nueva esperanza, la luz amable de Dios venció la oscuridad de la arrogancia humana. ¡Humanidad, Dios te ama, se hizo hombre por ti, ya no estás sola!
Queridos hermanos y hermanas: ¿Qué hacer ante esta gracia? Una sola cosa: acoger el don. Antes de ir en busca de Dios, dejémonos buscar por Él, porque Él nos busca primero. No partamos de nuestras capacidades, sino de su gracia, porque Él es Jesús, el Salvador. Pongamos nuestra mirada en el Niño y dejémonos envolver por su ternura. Ya no tendremos más excusas para no dejarnos amar por Él: Lo que sale mal en la vida, lo que no funciona en la Iglesia, lo que no va bien en el mundo ya no será una justificación. Pasará a un segundo plano, porque frente al amor excesivo de Jesús, que es todo mansedumbre y cercanía, no hay excusas. La pregunta que surge en Navidad es: “¿Me dejo amar por Dios? ¿Me abandono a su amor que viene a salvarme?”.
Un regalo así, tan grande, merece mucha gratitud. Acoger la gracia es saber agradecer. Pero nuestras vidas a menudo transcurren lejos de la gratitud. Hoy es el día adecuado para acercarse al sagrario, al belén, al pesebre, para agradecer. Acojamos el don que es Jesús, para luego transformarnos en don como Jesús. Convertirse en don es dar sentido a la vida y es la mejor manera de cambiar el mundo: cambiamos nosotros, cambia la Iglesia, cambia la historia cuando comenzamos a no querer cambiar a los otros, sino a nosotros mismos, haciendo de nuestra vida un don.
Jesús nos lo manifiesta esta noche. No cambió la historia constriñendo a alguien o a fuerza de palabras, sino con el don de su vida. No esperó a que fuéramos buenos para amarnos, sino que se dio a nosotros gratuitamente. Tampoco nosotros podemos esperar que el prójimo cambie para hacerle el bien, que la Iglesia sea perfecta para amarla, que los demás nos tengan consideración para servirlos. Empecemos nosotros. Así es como se acoge el don de la gracia. Y la santidad no es sino custodiar esta gratuidad.
Una hermosa leyenda cuenta que, cuando Jesús nació, los pastores corrían hacia la gruta llevando muchos regalos. Cada uno llevaba lo que tenía: unos, el fruto de su trabajo, otros, algo de valor. Pero mientras todos los pastores se esforzaban, con generosidad, en llevar lo mejor, había uno que no tenía nada. Era muy pobre, no tenía nada que ofrecer. Y mientras los demás competían en presentar sus regalos, él se mantenía apartado, con vergüenza. En un determinado momento, san José y la Virgen se vieron en dificultad para recibir todos los regalos, muchos, sobre todo María, que debía tener en brazos al Niño. Entonces, viendo a aquel pastor con las manos vacías, le pidió que se acercara. Y le puso a Jesús en sus manos. El pastor, tomándolo, se dio cuenta de que había recibido lo que no se merecía, que tenía entre sus brazos el regalo más grande de la historia. Se miró las manos, y esas manos que le parecían siempre vacías se habían convertido en la cuna de Dios. Se sintió amado y, superando la vergüenza, comenzó a mostrar a Jesús a los otros, porque no podía sólo quedarse para él el regalo de los regalos.
Querido hermano, querida hermana: Si tus manos te parecen vacías, si ves tu corazón pobre en amor, esta noche es para ti. Se ha manifestado la gracia de Dios para resplandecer en tu vida. Acógela y brillará en ti la luz de la Navidad.