Gaudium et spes

La Constitución pastoral « Gaudium et spes » del Concilio Vaticano II, constituye una  significativa respuesta de la Iglesia a las expectativas del mundo contemporáneo.  En esta Constitución, « en sintonía con la renovación eclesiológica, se refleja  una nueva concepción de ser comunidad de creyentes y pueblo de Dios. Y suscitó  entonces nuevo interés por la doctrina contenida en los documentos anteriores  respecto del testimonio y la vida de los cristianos, como medios auténticos para  hacer visible la presencia de Dios en el mundo ». La « Gaudium  et spes » delinea el rostro de una Iglesia « íntima y realmente solidaria  del género humano y de su historia », que camina con toda la  humanidad y está sujeta, juntamente con el mundo, a la misma suerte terrena,  pero que al mismo tiempo es « como fermento y como alma de la sociedad, que debe  renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios ».

La  « Gaudium et spes » estudia orgánicamente los temas de la cultura, de la  vida económico-social, del matrimonio y de la familia, de la comunidad política,  de la paz y de la comunidad de los pueblos, a la luz de la visión antropológica  cristiana y de la misión de la Iglesia. Todo ello lo hace a partir de la persona  y en dirección a la persona, « única criatura terrestre a la que Dios ha amado  por sí mismo ». La sociedad, sus estructuras y su desarrollo deben  estar finalizados a « consolidar y desarrollar las cualidades de la persona  humana ». Por primera vez el Magisterio de la Iglesia, al más alto  nivel, se expresa en modo tan amplio sobre los diversos aspectos temporales de  la vida cristiana. « Se debe reconocer que la atención prestada en la  Constitución a los cambios sociales, psicológicos, políticos, económicos,  morales y religiosos ha despertado cada vez más... la preocupación pastoral de  la Iglesia por los problemas de los hombres y el diálogo con el mundo » (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 96).

Unión íntima de la Iglesia con la familia humana universal

Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia (n. 1).

Clave de lectura desde el Compendio de la doctrina social de la Iglesia

La Iglesia tiene derecho al reconocimiento jurídico de su propia identidad. Precisamente porque su misión abarca toda la realidad humana, la Iglesia, sintiéndose « íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia », reivindica la libertad de expresar su juicio moral sobre estas realidades, cuantas veces lo exija la defensa de los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas.

La Iglesia por tanto pide: libertad de expresión, de enseñanza, de evangelización; libertad de ejercer el culto públicamente; libertad de organizarse y tener sus reglamentos internos; libertad de elección, de educación, de nombramiento y de traslado de sus ministros; libertad de construir edificios religiosos; libertad de adquirir y poseer bienes adecuados para su actividad; libertad de asociarse para fines no sólo religiosos, sino también educativos, culturales, de salud y caritativos (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 426).

Al servicio del hombre

En nuestros días, el género humano, admirado de sus propios descubrimientos y de su propio poder, se formula con frecuencia preguntas angustiosas sobre la evolución presente del mundo, sobre el puesto y la misión del hombre en el universo, sobre el sentido de sus esfuerzos individuales y colectivos, sobre el destino último de las cosas y de la humanidad. El Concilio, testigo y expositor de la fe de todo el Pueblo de Dios congregado por Cristo, no puede dar prueba mayor de solidaridad, respeto y amor a toda la familia humana que la de dialogar con ella acerca de todos estos problemas, aclarárselos a la luz del Evangelio y poner a disposición del género humano el poder salvador que la Iglesia, conducida por el Espíritu Santo, ha recibido de su Fundador. Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, quien será el objeto central de las explicaciones que van a seguir.

Al proclamar el Concilio la altísima vocación del hombre y la divina semilla que en éste se oculta, ofrece al género humano la sincera colaboración de la Iglesia para lograr la fraternidad universal que responda a esa vocación. No impulsa a la Iglesia ambición terrena alguna. Sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido (n. 3).

Clave de lectura a la luz del Compendio de la doctrina social de la Iglesia

La Iglesia camina junto a toda la humanidad por los senderos de la historia. Vive en el mundo y, sin ser del mundo (cf. Jn 17,14-16), está llamada a servirlo siguiendo su propia e íntima vocación. Esta actitud —que se puede hallar también en el presente documento— está sostenida por la convicción profunda de que para el mundo es importante reconocer a la Iglesia como realidad y fermento de la historia, así como para la Iglesia lo es no ignorar lo mucho que ha recibido de la historia y de la evolución del género humano. El Concilio Vaticano II ha querido dar una elocuente demostración de la solidaridad, del respeto y del amor por la familia humana, instaurando con ella un diálogo « acerca de todos estos problemas, aclarárselos a la luz del Evangelio y poner a disposición del género humano el poder salvador que la Iglesia, conducida por el Espíritu Santo, ha recibido de su Fundador. Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar » (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 18).

Los interrogantes más profundos del hombre

En realidad de verdad, los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad. Son muchísimos los que, tarados en su vida por el materialismo práctico, no quieren saber nada de la clara percepción de este dramático estado, o bien, oprimidos por la miseria, no tienen tiempo para ponerse a considerarlo. Otros esperan del solo esfuerzo humano la verdadera y plena liberación de la humanidad y abrigan el convencimiento de que el futuro del hombre sobre la tierra saciará plenamente todos sus deseos. Y no faltan, por otra parte, quienes, desesperando de poder dar a la vida un sentido exacto, alaban la insolencia de quienes piensan que la existencia carece de toda significación propia y se esfuerzan por darle un sentido puramente subjetivo. Sin embargo, ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida temporal?.

Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que sea necesario salvarse. Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre. Bajo la luz de Cristo, imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, el Concilio habla a todos para esclarecer el misterio del hombre y para cooperar en el hallazgo de soluciones que respondan a los principales problemas de nuestra época (n. 10).

 

Clave de lectura a la luz del Compendio de la doctrina social de la Iglesia

El Rostro de Dios, revelado progresivamente en la historia de la salvación, resplandece plenamente en el Rostro de Jesucristo Crucificado y Resucitado. Dios es Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, realmente distintos y realmente uno, porque son comunión infinita de amor. El amor gratuito de Dios por la humanidad se revela, ante todo, como amor fontal del Padre, de quien todo proviene; como comunicación gratuita que el Hijo hace de este amor, volviéndose a entregar al Padre y entregándose a los hombres; como fecundidad siempre nueva del amor divino que el Espíritu Santo infunde en el corazón de los hombres (cf. Rm 5,5).

Con las palabras y con las obras y, de forma plena y definitiva, con su muerte y resurrección,30 Jesucristo revela a la humanidad que Dios es Padre y que todos estamos llamados por gracia a hacernos hijos suyos en el Espíritu (cf. Rm 8,15; Ga 4,6), y por tanto hermanos y hermanas entre nosotros. Por esta razón la Iglesia cree firmemente « que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro » (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 31).

El hombre, imagen de Dios

Creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto:  todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y  cima de todos ellos.

Pero, ¿qué es el hombre? Muchas son las opiniones que el hombre se ha dado y  se da sobre sí mismo. Diversas e incluso contradictorias. Exaltándose a sí mismo  como regla absoluta o hundiéndose hasta la desesperación. La duda y la ansiedad  se siguen en consecuencia. La Iglesia siente profundamente estas dificultades,  y, aleccionada por la Revelación divina, puede darles la respuesta que perfile  la verdadera situación del hombre, dé explicación a sus enfermedades y permita  conocer simultáneamente y con acierto la dignidad y la vocación propias del  hombre.

La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado "a imagen de Dios", con  capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido constituido  señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a  Dios. ¿Qué es el hombre para que tú te acuerdes de él? ¿O el hijo del hombre  para que te cuides de él? Apenas lo has hecho inferior a los ángeles al  coronarlo de gloria y esplendor. Tú lo pusiste sobre la obra de tus manos. Todo  fue puesto por ti debajo de sus pies (Ps 8, 5-7).

Pero Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre  y mujer (Gen l,27). Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión  primera de la comunión de personas humanas. El hombre es, en efecto, por su  íntima naturaleza, un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades  sin relacionarse con los demás.

Dios, pues, nos dice también la Biblia, miró cuanto había hecho, y lo  juzgó muy bueno (Gen 1,31) (n. 12).

Clave de lectura desde la doctrina social de la Iglesia más actual

El diálogo fecundo entre fe y razón hace más eficaz el ejercicio de la caridad en el ámbito social y es el marco más apropiado para promover la colaboración fraterna entre creyentes y no creyentes, en la perspectiva compartida de trabajar por la justicia y la paz de la humanidad. Los Padres conciliares afirmaban en la Constitución pastoral Gaudium et spes: «Según la opinión casi unánime de creyentes y no creyentes, todo lo que existe en la tierra debe ordenarse al hombre como su centro y su culminación». Para los creyentes, el mundo no es fruto de la casualidad ni de la necesidad, sino de un proyecto de Dios. De ahí nace el deber de los creyentes de aunar sus esfuerzos con todos los hombres y mujeres de buena voluntad de otras religiones, o no creyentes, para que nuestro mundo responda efectivamente al proyecto divino: vivir como una familia, bajo la mirada del Creador. Sin duda, el principio de subsidiaridad, expresión de la inalienable libertad, es una manifestación particular de la caridad y criterio guía para la colaboración fraterna de creyentes y no creyentes. La subsidiaridad es ante todo una ayuda a la persona, a través de la autonomía de los cuerpos intermedios. Dicha ayuda se ofrece cuando la persona y los sujetos sociales no son capaces de valerse por sí mismos, implicando siempre una finalidad emancipadora, porque favorece la libertad y la participación a la hora de asumir responsabilidades. La subsidiaridad respeta la dignidad de la persona, en la que ve un sujeto siempre capaz de dar algo a los otros. La subsidiaridad, al reconocer que la reciprocidad forma parte de la constitución íntima del ser humano, es el antídoto más eficaz contra cualquier forma de asistencialismo paternalista. Ella puede dar razón tanto de la múltiple articulación de los niveles y, por ello, de la pluralidad de los sujetos, como de su coordinación. Por tanto, es un principio particularmente adecuado para gobernar la globalización y orientarla hacia un verdadero desarrollo humano. Para no abrir la puerta a un peligroso poder universal de tipo monocrático, el gobierno de la globalización debe ser de tipo subsidiario, articulado en múltiples niveles y planos diversos, que colaboren recíprocamente. La globalización necesita ciertamente una autoridad, en cuanto plantea el problema de la consecución de un bien común global; sin embargo, dicha autoridad deberá estar organizada de modo subsidiario y con división de poderes, tanto para no herir la libertad como para resultar concretamente eficaz (Caritas in veritate, n. 57).

 

Constitución del hombre

En la unidad de cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición  corporal, es una síntesis del universo material, el cual alcanza por medio del  hombre su más alta cima y alza la voz para la libre alabanza del Creador. No  debe, por tanto, despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, debe  tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de  resucitar en el último día. Herido por el pecado, experimenta, sin embargo, la  rebelión del cuerpo. La propia dignidad humana pide, pues, que glorifique a Dios  en su cuerpo y no permita que lo esclavicen las inclinaciones depravadas de su  corazón.

No se equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre el universo  material y al considerarse no ya como partícula de la naturaleza o como elemento  anónimo de la ciudad humana. Por su interioridad es, en efecto, superior al  universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su  corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él  personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino. Al afirmar, por  tanto, en sí mismo la espiritualidad y la inmortalidad de su alma, no es el  hombre juguete de un espejismo ilusorio provocado solamente por las condiciones  físicas y sociales exteriores, sino que toca, por el contrario, la verdad más  profunda de la realidad (n. 14).

Clave de lectura desde la doctrina social de la Iglesia más actual

Uno de los aspectos del actual espíritu tecnicista se puede apreciar en la propensión a considerar los problemas y los fenómenos que tienen que ver con la vida interior sólo desde un punto de vista psicológico, e incluso meramente neurológico. De esta manera, la interioridad del hombre se vacía y el ser conscientes de la consistencia ontológica del alma humana, con las profundidades que los Santos han sabido sondear, se pierde progresivamente. El problema del desarrollo está estrechamente relacionado con el concepto que tengamos del alma del hombre, ya que nuestro yo se ve reducido muchas veces a la psique, y la salud del alma se confunde con el bienestar emotivo. Estas reducciones tienen su origen en una profunda incomprensión de lo que es la vida espiritual y llevan a ignorar que el desarrollo del hombre y de los pueblos depende también de las soluciones que se dan a los problemas de carácter espiritual. El desarrollo debe abarcar, además de un progreso material, uno espiritual, porque el hombre es «uno en cuerpo y alma», nacido del amor creador de Dios y destinado a vivir eternamente. El ser humano se desarrolla cuando crece espiritualmente, cuando su alma se conoce a sí misma y la verdad que Dios ha impreso germinalmente en ella, cuando dialoga consigo mismo y con su Creador. Lejos de Dios, el hombre está inquieto y se hace frágil. La alienación social y psicológica, y las numerosas neurosis que caracterizan las sociedades opulentas, remiten también a este tipo de causas espirituales. Una sociedad del bienestar, materialmente desarrollada, pero que oprime el alma, no está en sí misma bien orientada hacia un auténtico desarrollo. Las nuevas formas de esclavitud, como la droga, y la desesperación en la que caen tantas personas, tienen una explicación no sólo sociológica o psicológica, sino esencialmente espiritual. El vacío en que el alma se siente abandonada, contando incluso con numerosas terapias para el cuerpo y para la psique, hace sufrir. No hay desarrollo pleno ni un bien común universal sin el bien espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad de alma y cuerpo (Caritas in veritate, n. 76).

 

Grandeza de la libertad

La orientación del hombre hacia el bien sólo se logra con el uso de la libertad, la cual posee un valor que nuestros contemporáneos ensalzan con entusiasmo. Y con toda razón. Con frecuencia, sin embargo, la fomentan de forma depravada, como si fuera pura licencia para hacer cualquier cosa, con tal que deleite, aunque sea mala. La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes. La libertad humana, herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios, ha de apoyarse necesariamente en la gracia de Dios. Cada cual tendrá que dar cuanta de su vida ante el tribunal de Dios según la conducta buena o mala que haya observado (n. 17).

 

Clave de lectura a la luz de Amoris laetitia

La libertad es algo grandioso, pero podemos echarla a perder. La educación moral es un cultivo de la libertad a través de propuestas, motivaciones, aplicaciones prácticas, estímulos, premios, ejemplos, modelos, símbolos, reflexiones, exhortaciones, revisiones del modo de actuar y diálogos que ayuden a las personas a desarrollar esos principios interiores estables que mueven a obrar espontáneamente el bien. La virtud es una convicción que se ha trasformado en un principio interno y estable del obrar. La vida virtuosa, por lo tanto, construye la libertad, la fortalece y la educa, evitando que la persona se vuelva esclava de inclinaciones compulsivas deshumanizantes y antisociales. Porque la misma dignidad humana exige que cada uno «actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro» (Amoris laetitia, n. 267).

Cristo, el hombre nuevo

En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del  Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de  venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma  revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre  al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues,  que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su  corona.

El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el  hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina,  deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no  absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de  Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó  con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de  hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo  verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el  pecado.

Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida.  En El Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud  del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el  Apóstol: El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2,20). Padeciendo por nosotros, nos dio ejemplo para seguir sus  pasos y, además abrió el camino, con cuyo seguimiento la vida y la muerte se  santifican y adquieren nuevo sentido.

El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito  entre muchos hermanos, recibe las primicias del Espíritu (Rom 8,23), las cuales le capacitan para cumplir la ley nueva del amor. Por medio de  este Espíritu, que es prenda de la herencia (Eph 1,14), se  restaura internamente todo el hombre hasta que llegue la redención del  cuerpo (Rom 8,23). Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita  en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también  vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu que habita en  vosotros (Rom 8,11). Urgen al cristiano la necesidad y el deber de  luchar, con muchas tribulaciones, contra el demonio, e incluso de padecer la  muerte. Pero, asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo,  llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección.

Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los  hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible.  Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una  sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo  ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se  asocien a este misterio pascual.

Este es el gran misterio del hombre que la Revelación cristiana esclarece a  los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la  muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta obscuridad. Cristo  resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en  el Hijo, clamemos en el Espíritu: Abba!,¡Padre! (n. 22).

Clave de lectura desde la doctrina social de la Iglesia más actual

Esta salvación, que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia, es para todos, y Dios ha gestado un camino para unirse a cada uno de los seres humanos de todos los tiempos. Ha elegido convocarlos como pueblo y no como seres aislados. Nadie se salva solo, esto es, ni como individuo aislado ni por sus propias fuerzas. Dios nos atrae teniendo en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que supone la vida en una comunidad humana. Este pueblo que Dios se ha elegido y convocado es la Iglesia. Jesús no dice a los Apóstoles que formen un grupo exclusivo, un grupo de élite. Jesús dice: «Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos» (Mt 28,19). San Pablo afirma que en el Pueblo de Dios, en la Iglesia, «no hay ni judío ni griego [...] porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28). Me gustaría decir a aquellos que se sienten lejos de Dios y de la Iglesia, a los que son temerosos o a los indiferentes: ¡El Señor también te llama a ser parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor! (Evangelii Gaudium, n. 113)

La promoción del bien común

La interdependencia, cada vez más estrecha, y su progresiva  universalización hacen que el bien común -esto es, el conjunto de condiciones de  la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros  el logro más pleno y más fácil de la propia perfección- se universalice cada vez  más, e implique por ello derechos y obligaciones que miran a todo el género  humano. Todo grupo social debe tener en cuenta las necesidades y las legítimas  aspiraciones de los demás grupos; más aún, debe tener muy en cuenta el bien  común de toda la familia humana.

Crece al mismo tiempo la conciencia de la excelsa dignidad de la persona  humana, de su superioridad sobre las cosas y de sus derechos y deberes  universales e inviolables. Es, pues, necesario que se facilite al hombre todo lo  que éste necesita para vivir una vida verdaderamente humana, como son el  alimento, el vestido, la vivienda, el derecho a la libre elección de estado ya  fundar una familia, a la educación, al trabajo, a la buena fama, al respeto, a  una adecuada información, a obrar de acuerdo con la norma recta de su  conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa libertad también en  materia religiosa.

El orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben en todo momento  subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden  personal, y no al contrario. El propio Señor lo advirtió cuando dijo que el  sábado había sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. El orden  social hay que desarrollarlo a diario, fundarlo en la verdad, edificarlo sobre  la justicia, vivificarlo por el amor. Pero debe encontrar en la libertad un  equilibrio cada día más humano. Para cumplir todos estos objetivos hay que  proceder a una renovación de los espíritus y a profundas reformas de la  sociedad.

El Espíritu de Dios, que con admirable providencia guía el curso de los  tiempos y renueva la faz de la tierra, no es ajeno a esta evolución. Y, por su  parte, el fermento evangélico ha despertado y despierta en el corazón del hombre  esta irrefrenable exigencia de la dignidad (n. 26).

Clave de lectura desde la doctrina social de la Iglesia más actual

Hay que tener también en gran consideración el bien común. Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él. Junto al bien individual, hay un bien relacionado con el vivir social de las personas: el bien común. Es el bien de ese «todos nosotros», formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social. No es un bien que se busca por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social, y que sólo en ella pueden conseguir su bien realmente y de modo más eficaz. Desear el bien común y esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad. Trabajar por el bien común es cuidar, por un lado, y utilizar, por otro, ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida social, que se configura así como pólis, como ciudad. Se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común que responda también a sus necesidades reales. Todo cristiano está llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibilidades de incidir en la pólis. Ésta es la vía institucional -también política, podríamos decir- de la caridad, no menos cualificada e incisiva de lo que pueda ser la caridad que encuentra directamente al prójimo fuera de las mediaciones institucionales de la pólis. El compromiso por el bien común, cuando está inspirado por la caridad, tiene una valencia superior al compromiso meramente secular y político. Como todo compromiso en favor de la justicia, forma parte de ese testimonio de la caridad divina que, actuando en el tiempo, prepara lo eterno. La acción del hombre sobre la tierra, cuando está inspirada y sustentada por la caridad, contribuye a la edificación de esa ciudad de Dios universal hacia la cual avanza la historia de la familia humana. En una sociedad en vías de globalización, el bien común y el esfuerzo por él, han de abarcar necesariamente a toda la familia humana, es decir, a la comunidad de los pueblos y naciones[5], dando así forma de unidad y de paz a la ciudad del hombre, y haciéndola en cierta medida una anticipación que prefigura la ciudad de Dios sin barreras (Caritas in veritate, n. 7).

La justa autonomía de la realidad terrena

Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una  excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión,  sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia.

Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la  sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir,  emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de  autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro  tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia  naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad  y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con  el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello,  la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de  una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será  en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe  tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad  se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin  saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a  todas ellas el ser. Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por  no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han  dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de  agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia  y la fe.

Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada  es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al  Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte la falsedad envuelta en  tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece. Por lo demás, cuantos  creen en Dios, sea cual fuere su religión, escucharon siempre la manifestación  de la voz de Dios en el lenguaje de la creación. Más aún, por el olvido de Dios  la propia criatura queda oscurecida (n. 36).

Clave de lectura desde la doctrina social de la Iglesia más actual

Este Pueblo de Dios se encarna en los pueblos de la tierra, cada uno de los cuales tiene su cultura propia. La noción de cultura es una valiosa herramienta para entender las diversas expresiones de la vida cristiana que se dan en el Pueblo de Dios. Se trata del estilo de vida que tiene una sociedad determinada, del modo propio que tienen sus miembros de relacionarse entre sí, con las demás criaturas y con Dios. Así entendida, la cultura abarca la totalidad de la vida de un pueblo. Cada pueblo, en su devenir histórico, desarrolla su propia cultura con legítima autonomía. Esto se debe a que la persona humana «por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social», y está siempre referida a la sociedad, donde vive un modo concreto de relacionarse con la realidad. El ser humano está siempre culturalmente situado: «naturaleza y cultura se hallan unidas estrechísimamente». La gracia supone la cultura, y el don de Dios se encarna en la cultura de quien lo recibe (Evangelii Gaudium, n. 115).

 

Ayuda que la Iglesia recibe del mundo moderno

Interesa al mundo reconocer a la Iglesia como realidad social y fermento de la historia. De igual manera, la Iglesia reconoce los muchos beneficios que ha recibido de la evolución histórica del género humano.

La experiencia del pasado, el progreso científico, los tesoros escondidos en las diversas culturas, permiten conocer más a fondo la naturaleza humana, abren nuevos caminos para la verdad y aprovechan también a la Iglesia. Esta, desde el comienzo de su historia, aprendió a expresar el mensaje cristiano con los conceptos y en la lengua de cada pueblo y procuró ilustrarlo además con el saber filosófico. Procedió así a fin de adaptar el Evangelio a nivel del saber popular y a las exigencias de los sabios en cuanto era posible. Esta adaptación de la predicación de la palabra revelada debe mantenerse como ley de toda la evangelización. Porque así en todos los pueblos se hace posible expresar el mensaje cristiano de modo apropiado a cada uno de ellos y al mismo tiempo se fomenta un vivo intercambio entre la Iglesia y las diversas culturas. Para aumentar este trato sobre todo en tiempos como los nuestros, en que las cosas cambian tan rápidamente y tanto varían los modos de pensar, la Iglesia necesita de modo muy peculiar la ayuda de quienes por vivir en el mundo, sean o no sean creyentes, conocen a fondo las diversas instituciones y disciplinas y comprenden con claridad la razón íntima de todas ellas. Es propio de todo el Pueblo de Dios, pero principalmente de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que la Verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada.

La Iglesia, por disponer de una estructura social visible, señal de su unidad en Cristo, puede enriquecerse, y de hecho se enriquece también, con la evolución de la vida social, no porque le falte en la constitución que Cristo le dio elemento alguno, sino para conocer con mayor profundidad esta misma constitución, para expresarla de forma más perfecta y para adaptarla con mayor acierto a nuestros tiempos. La Iglesia reconoce agradecida que tanto en el conjunto de su comunidad como en cada uno de sus hijos recibe ayuda variada de parte de los hombres de toda clase o condición. Porque todo el que promueve la comunidad humana en el orden de la familia, de la cultura, de la vida económico-social, de la vida política, así nacional como internacional, proporciona no pequeña ayuda, según el plan divino, también a la comunidad eclesial, ya que ésta depende asimismo de las realidades externas. Más aún, la Iglesia confiesa que le han sido de mucho provecho y le pueden ser todavía de provecho la oposición y aun la persecución de sus contrarios (n. 44).

 

Clave de lectura a la luz de Amoris laetitia

Recordando que el tiempo es superior al espacio, quiero reafirmar que no todas las discusiones doctrinales, morales o pastorales deben ser resueltas con intervenciones magisteriales. Naturalmente, en la Iglesia es necesaria una unidad de doctrina y de praxis, pero ello no impide que subsistan diferentes maneras de interpretar algunos aspectos de la doctrina o algunas consecuencias que se derivan de ella. Esto sucederá hasta que el Espíritu nos lleve a la verdad completa (cf. Jn 16,13), es decir, cuando nos introduzca perfectamente en el misterio de Cristo y podamos ver todo con su mirada. Además, en cada país o región se pueden buscar soluciones más inculturadas, atentas a las tradiciones y a los desafíos locales, porque «las culturas son muy diferentes entre sí y todo principio general [...] necesita ser inculturado si quiere ser observado y aplicado»  (Amoris laetitia, n. 3).

 

El carácter sagrado del matrimonio y de la familia

Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina. Este vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual ha dotado con bienes y fines varios, todo lo cual es de suma importancia para la continuación del género humano, para el provecho personal de cada miembro de la familia y su suerte eterna, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad humana. Por su índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la prole, con las que se ciñen como con su corona propia. De esta manera, el marido y la mujer, que por el pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne (Mt 19,6), con la unión íntima de sus personas y actividades se ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la logran cada vez más plenamente. Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad.

Cristo nuestro Señor bendijo abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad y que está formado a semejanza de su unión con la Iglesia. Porque así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su pueblo por una alianza de amor y de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como El mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella. El genuino amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad. Por ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y , por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios.

Gracias precisamente a los padres, que precederán con el ejemplo y la oración en familia, los hijos y aun los demás que viven en el círculo familiar encontrarán más fácilmente el camino del sentido humano, de la salvación y de la santidad. En cuanto a los esposos, ennoblecidos por la dignidad y la función de padre y de madre, realizarán concienzudamente el deber de la educación, principalmente religiosa, que a ellos, sobre todo, compete.

Los hijos, como miembros vivos de la familia, contribuyen, a su manera, a la santificación de los padres. Pues con el agradecimiento, la piedad filial y la confianza corresponderán a los beneficios recibidos de sus padres y, como hijos, los asistirán en las dificultades de la existencia y en la soledad, aceptada con fortaleza de ánimo, será honrada por todos. La familia hará partícipes a otras familias, generosamente, de sus riquezas espirituales. Así es como la familia cristiana, cuyo origen está en el matrimonio, que es imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia, manifestará a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia, ya por el amor, la generosa fecundidad, la unidad y fidelidad de los esposos, ya por la cooperación amorosa de todos sus miembros (n. 48).

 

Clave de lectura a la luz de Amoris laetitia

El matrimonio es en primer lugar una «íntima comunidad conyugal de vida y amor, que constituye un bien para los mismos esposos, y la sexualidad «está ordenada al amor conyugal del hombre y la mujer». Por eso, también «los esposos a los que Dios no ha concedido tener hijos pueden llevar una vida conyugal plena de sentido, humana y cristianamente». No obstante, esta unión está ordenada a la generación «por su propio carácter natural». El niño que llega «no viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos; brota del corazón mismo de ese don recíproco, del que es fruto y cumplimiento». No aparece como el final de un proceso, sino que está presente desde el inicio del amor como una característica esencial que no puede ser negada sin mutilar al mismo amor. Desde el comienzo, el amor rechaza todo impulso de cerrarse en sí mismo, y se abre a una fecundidad que lo prolonga más allá de su propia existencia. Entonces, ningún acto genital de los esposos puede negar este significado, aunque por diversas razones no siempre pueda de hecho engendrar una nueva vida (Amoris laetitia, n. 80).

 

 

Del amor conyugal

Muchas veces a los novios y a los casados les invita la palabra divina a que alimenten y fomenten el noviazgo con un casto afecto, y el matrimonio con un amor único. Muchos contemporáneos nuestros exaltan también el amor auténtico entre marido y mujer, manifestado de varias maneras según las costumbres honestas de los pueblos y las épocas. Este amor, por ser eminentemente humano, ya que va de persona a persona con el afecto de la voluntad, abarca el bien de toda la persona, y , por tanto, es capaz de enriquecer con una dignidad especial las expresiones del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas como elementos y señales específicas de la amistad conyugal. El Señor se ha dignado sanar este amor, perfeccionarlo y elevarlo con el don especial de la gracia y la caridad. Un tal amor, asociando a la vez lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos y actos de ternura, e impregna toda su vida; más aún, por su misma generosa actividad crece y se perfecciona. Supera, por tanto, con mucho la inclinación puramente erótica, que, por ser cultivo del egoísmo, se desvanece rápida y lamentablemente.

Esta amor se expresa y perfecciona singularmente con la acción propia del matrimonio. Por ello los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y, ejecutados de manera verdaderamente humana, significan y favorecen el don recíproco, con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud. Este amor, ratificado por la mutua fidelidad y, sobre todo, por el sacramento de Cristo, es indisolublemente fiel, en cuerpo y mente, en la prosperidad y en la adversidad, y, por tanto, queda excluido de él todo adulterio y divorcio. El reconocimiento obligatorio de la igual dignidad personal del hombre y de la mujer en el mutuo y pleno amor evidencia también claramente la unidad del matrimonio confirmada por el Señor. Para hacer frente con constancia a las obligaciones de esta vocación cristiana se requiere una insigne virtud; por eso los esposos, vigorizados por la gracia para la vida de santidad, cultivarán la firmeza en el amor, la magnanimidad de corazón y el espíritu de sacrificio, pidiéndolos asiduamente en la oración.

Se apreciará más hondamente el genuino amor conyugal y se formará una opinión pública sana acerca de él si los esposos cristianos sobresalen con el testimonio de su fidelidad y armonía en el mutuo amor y en el cuidado por la educación de sus hijos y si participan en la necesaria renovación cultural, psicológica y social en favor del matrimonio y de la familia. Hay que formar a los jóvenes, a tiempo y convenientemente, sobre la dignidad, función y ejercicio del amor conyugal, y esto preferentemente en el seno de la misma familia. Así, educados en el culto de la castidad, podrán pasar, a la edad conveniente, de un honesto noviazgo al matrimonio (n. 49).

 

Clave de lectura a la luz de Amoris laetitia: Amor apasionado

El Concilio Vaticano II enseña que este amor conyugal «abarca el bien de toda la persona, y, por tanto, puede enriquecer con una dignidad peculiar las expresiones del cuerpo y del espíritu, y ennoblecerlas como signos especiales de la amistad conyugal». Por algo será que un amor sin placer ni pasión no es suficiente para simbolizar la unión del corazón humano con Dios: «Todos los místicos han afirmado que el amor sobrenatural y el amor celeste encuentran los símbolos que buscan en el amor matrimonial, más que en la amistad, más que en el sentimiento filial o en la dedicación a una causa. Y el motivo está justamente en su totalidad». ¿Por qué entonces no detenernos a hablar de los sentimientos y de la sexualidad en el matrimonio? (Amoris laetitia, n. 142).

 

Fecundidad del matrimonio

El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole. Los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres. El mismo Dios, que dijo: "No es bueno que el hombre esté solo" (Gen 2,18), y que "desde el principio ... hizo al hombre varón y mujer" (Mt 19,4), queriendo comunicarle una participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: "Creced y multiplicaos" (Gen 1,28). De aquí que el cultivo auténtico del amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar que de él deriva, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente a su propia familia.

En el deber de transmitir la vida humana y de educarla, lo cual hay que considerar como su propia misión, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y como sus intérpretes. Por eso, con responsabilidad humana y cristiana cumplirán su misión y con dócil reverencia hacia Dios se esforzarán ambos, de común acuerdo y común esfuerzo, por formarse un juicio recto, atendiendo tanto a su propio bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos o todavía por venir, discerniendo las circunstancias de los tiempos y del estado de vida tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en cuanta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia Iglesia. Este juicio, en último término, deben formarlo ante Dios los esposos personalmente. En su modo de obrar, los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, lo cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esta ley a la luz del Evangelio. Dicha ley divina muestra el pleno sentido del amor conyugal, lo protege e impulsa a la perfección genuinamente humana del mismo. Así, los esposos cristianos, confiados en la divina Providencia cultivando el espíritu de sacrificio, glorifican al Creador y tienden a la perfección en Cristo cuando con generosa, humana y cristiana responsabilidad cumplen su misión procreadora. Entre los cónyuges que cumplen de este modo la misión que Dios les ha confiado, son dignos de mención muy especial los que de común acuerdo, bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente.

Pero el matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación, sino que la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que también el amor mutuo de los esposos mismos se manifieste, progrese y vaya madurando ordenadamente. Por eso, aunque la descendencia, tan deseada muchas veces, falte, sigue en pie el matrimonio como intimidad y comunión total de la vida y conserva su valor e indisolubilidad (n. 50).

 

Clave de lectura a la luz de Amoris laetitia

El matrimonio, además, es una amistad que incluye las notas propias de la pasión, pero orientada siempre a una unión cada vez más firme e intensa. Porque «no ha sido instituido solamente para la procreación» sino para que el amor mutuo «se manifieste, progrese y madure según un orden recto». Esta amistad peculiar entre un hombre y una mujer adquiere un carácter totalizante que sólo se da en la unión conyugal. Precisamente por ser totalizante, esta unión también es exclusiva, fiel y abierta a la generación. Se comparte todo, aun la sexualidad, siempre con el respeto recíproco. El Concilio Vaticano II lo expresó diciendo que «un tal amor, asociando a la vez lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos y actos de ternura, e impregna toda su vida» (Amoris laetitia, n. 125).

 

 

El amor conyugal debe compaginarse con el respeto a la vida humana

El Concilio sabe que los esposos, al ordenar armoniosamente su vida conyugal, con frecuencia se encuentran impedidos por algunas circunstancias actuales de la vida, y pueden hallarse en situaciones en las que el número de hijos, al manos por ciento tiempo, no puede aumentarse, y el cultivo del amor fiel y la plena intimidad de vida tienen sus dificultades para mantenerse. Cuando la intimidad conyugal se interrumpe, puede no raras veces correr riesgos la fidelidad y quedar comprometido el bien de la prole, porque entonces la educación de los hijos y la fortaleza necesaria para aceptar los que vengan quedan en peligro.

Hay quienes se atreven a dar soluciones inmorales a estos problemas; más aún, ni siquiera retroceden ante el homicidio; la Iglesia, sin embargo, recuerda que no puede hacer contradicción verdadera entre las leyes divinas de la transmisión obligatoria de la vida y del fomento del genuino amor conyugal.

Pues Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la insigne misión de conservar la vida, misión que ha de llevarse a cabo de modo digno del hombre. Por tanto, la vida desde su concepción ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables. La índole sexual del hombre y la facultad generativa humana superan admirablemente lo que de esto existe en los grados inferiores de vida; por tanto, los mismos actos propios de la vida conyugal, ordenados según la genuina dignidad humana, deben ser respetados con gran reverencia. Cuando se trata, pues, de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible sin cultivar sinceramente la virtud de la castidad conyugal. No es lícito a los hijos de la Iglesia, fundados en estos principios, ir por caminos que el Magisterio, al explicar la ley divina reprueba sobre la regulación de la natalidad.

Tengan todos entendido que la vida de los hombres y la misión de transmitirla no se limita a este mundo, ni puede ser conmensurada y entendida a este solo nivel, sino que siempre mira el destino eterno de los hombres (n. 51).

 

Clave de lectura a la luz de Amoris laetitia: Acoger una nueva vida

La familia es el ámbito no sólo de la generación sino de la acogida de la vida que llega como regalo de Dios. Cada nueva vida «nos permite descubrir la dimensión más gratuita del amor, que jamás deja de sorprendernos. Es la belleza de ser amados antes: los hijos son amados antes de que lleguen». Esto nos refleja el primado del amor de Dios que siempre toma la iniciativa, porque los hijos «son amados antes de haber hecho algo para merecerlo». Sin embargo, «numerosos niños desde el inicio son rechazados, abandonados, les roban su infancia y su futuro. Alguno se atreve a decir, casi para justificarse, que fue un error hacer que vinieran al mundo. ¡Esto es vergonzoso! [...] ¿Qué hacemos con las solemnes declaraciones de los derechos humanos o de los derechos del niño, si luego castigamos a los niños por los errores de los adultos?». Si un niño llega al mundo en circunstancias no deseadas, los padres, u otros miembros de la familia, deben hacer todo lo posible por aceptarlo como don de Dios y por asumir la responsabilidad de acogerlo con apertura y cariño. Porque «cuando se trata de los niños que vienen al mundo, ningún sacrificio de los adultos será considerado demasiado costoso o demasiado grande, con tal de evitar que un niño piense que es un error, que no vale nada y que ha sido abandonado a las heridas de la vida y a la prepotencia de los hombres». El don de un nuevo hijo, que el Señor confía a papá y mamá, comienza con la acogida, prosigue con la custodia a lo largo de la vida terrena y tiene como destino final el gozo de la vida eterna. Una mirada serena hacia el cumplimiento último de la persona humana, hará a los padres todavía más conscientes del precioso don que les ha sido confiado. En efecto, a ellos les ha concedido Dios elegir el nombre con el que él llamará cada uno de sus hijos por toda la eternidad (Amoris laetitia, n. 166).

La fe y la cultura

Los cristianos, en marcha hacia la ciudad celeste, deben buscar y gustar  las cosas de arriba, lo cual en nada disminuye, antes por el contrario, aumenta,  la importancia de la misión que les incumbe de trabajar con todos los hombres en  la edificación de un mundo más humano. En realidad, el misterio de la fe  cristiana ofrece a los cristianos valiosos estímulos y ayudas para cumplir con  más intensidad su misión y, sobre todo, para descubrir el sentido pleno de esa  actividad que sitúa a la cultura en el puesto eminente que le corresponde en la  entera vocación del hombre.

El hombre, en efecto, cuando con el trabajo de sus manos o con ayuda de los  recursos técnicos cultiva la tierra para que produzca frutos y llegue a ser  morada digna de toda la familia humana y cuando conscientemente asume su parte  en la vida de los grupos sociales, cumple personalmente el plan mismo de Dios,  manifestado a la humanidad al comienzo de los tiempos, de someter la tierra y  perfeccionar la creación, y al mismo tiempo se perfecciona a sí mismo; más aún,  obedece al gran mandamiento de Cristo de entregarse al servicio de los hermanos.

Además, el hombre, cuando se entrega a las diferentes disciplinas de la  filosofía, la historia, las matemáticas y las ciencias naturales y se dedica a  las artes, puede contribuir sobremanera a que la familia humana se eleve a los  conceptos más altos de la verdad, el bien y la belleza y al juicio del valor  universal, y así sea iluminada mejor por la maravillosa Sabiduría, que desde  siempre estaba con Dios disponiendo todas las cosas con El, jugando en el orbe  de la tierra y encontrando sus delicias en estar entre los hijos de los hombres.

Con todo lo cual es espíritu humano, más libre de la esclavitud de las cosas,  puede ser elevado con mayor facilidad al culto mismo y a la contemplación del  Creador. Más todavía, con el impulso de la gracia se dispone a reconocer al  Verbo de Dios, que antes de hacerse carne para salvarlo todo y recapitular todo  en El, estaba en el mundo como luz verdadera que ilumina a todo hombre (Io 1,9).

Es cierto que el progreso actual de las ciencias y de la técnica, las cuales,  debido a su método, no pueden penetrar hasta las íntimas esencias de las cosas,  puede favorecer cierto fenomenismo y agnosticismo cuando el método de  investigación usado por estas disciplinas se considera sin razón como la regla  suprema para hallar toda la verdad. Es más, hay el peligro de que el hombre,  confiado con exceso en los inventos actuales, crea que se basta a sí mismo y  deje de buscar ya cosas más altas.

Sin embargo, estas lamentables consecuencias no son efectos necesarios de la  cultura contemporánea ni deben hacernos caer en la tentación de no reconocer los  valores positivos de ésta. Entre tales valores se cuentan: el estudio de las  ciencias y la exacta fidelidad a la verdad en las investigaciones científicas,  la necesidad de trabajar conjuntamente en equipos técnicos, el sentido de la  solidaridad internacional, la conciencia cada vez más intensa de la  responsabilidad de los peritos para la ayuda y la protección de los hombres, la  voluntad de lograr condiciones de vida más aceptables para todos, singularmente  para los que padecen privación de responsabilidad o indigencia cultural. Todo lo  cual puede aportar alguna preparación para recibir el mensaje del Evangelio, la  cual puede ser informada con la caridad divina por Aquel que vino a salvar el  mundo (n. 57).

Clave de lectura desde la doctrina social de la Iglesia más actual

El problema del desarrollo en la actualidad está estrechamente unido al progreso tecnológico y a sus aplicaciones deslumbrantes en campo biológico. La técnica - conviene subrayarlo - es un hecho profundamente humano, vinculado a la autonomía y libertad del hombre. En la técnica se manifiesta y confirma el dominio del espíritu sobre la materia. «Siendo éste [el espíritu] "menos esclavo de las cosas, puede más fácilmente elevarse a la adoración y a la contemplación del Creador"». La técnica permite dominar la materia, reducir los riesgos, ahorrar esfuerzos, mejorar las condiciones de vida. Responde a la misma vocación del trabajo humano: en la técnica, vista como una obra del propio talento, el hombre se reconoce a sí mismo y realiza su propia humanidad. La técnica es el aspecto objetivo del actuar humano, cuyo origen y razón de ser está en el elemento subjetivo: el hombre que trabaja. Por eso, la técnica nunca es sólo técnica. Manifiesta quién es el hombre y cuáles son sus aspiraciones de desarrollo, expresa la tensión del ánimo humano hacia la superación gradual de ciertos condicionamientos materiales. La técnica, por lo tanto, se inserta en el mandato de cultivar y custodiar la tierra (cf. Gn 2,15), que Dios ha confiado al hombre, y se orienta a reforzar esa alianza entre ser humano y medio ambiente que debe reflejar el amor creador de Dios (Caritas in veritate, n. 69).

Algunos aspectos de la vida económica

También en la vida económico-social deben respetarse y promoverse la  dignidad de la persona humana, su entera vocación y el bien de toda la sociedad.  Porque el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-  social.

La economía moderna, como los restantes sectores de la vida social, se  caracteriza por una creciente dominación del hombre sobre la naturaleza, por la  multiplicación e intensificación de las relaciones sociales y por la  interdependencia entre ciudadanos, asociaciones y pueblos, así como también por  la cada vez más frecuente intervención del poder público. Por otra parte, el progreso en las técnicas de la producción y en la  organización del comercio y de los servicios han convertido a la economía en  instrumento capaz de satisfacer mejor las nuevas necesidades acrecentada de la  familia humana.

Sin embargo, no faltan motivos de inquietud. Muchos hombres, sobre todo en  regiones económicamente desarrolladas, parecen garza por la economía, de tal  manera que casi toda su vida personal y social está como teñida de cierto  espíritu economista tanto en las naciones de economía colectivizada como en las  otras. En un  momento en que el desarrollo de la vida económica, con tal que se le dirija y  ordene de manera racional y humana, podría mitigar las desigualdades sociales,  con demasiada frecuencia trae consigo un endurecimiento de ellas y a veces hasta  un retroceso en las condiciones de vida de los más débiles y un desprecio de los  pobres. Mientras muchedumbres inmensas carecen de lo estrictamente necesario,  algunos, aun en los países menos desarrollados, viven en la opulencia y  malgastan sin consideración. El lujo pulula junto a la miseria. Y mientras unos  pocos disponen de un poder amplísimo de decisión, muchos carecen de toda  iniciativa y de toda responsabilidad, viviendo con frecuencia en condiciones de  vida y de trabajo indignas de la persona humana.

Tales desequilibrios económicos y sociales se producen tanto entre los  sectores de la agricultura, la industria y los servicios, por un parte, como  entre las diversas regiones dentro de un mismo país. Cada día se agudiza más la  oposición entre las naciones económicamente desarrolladas y las restantes, lo  cual puede poner en peligro la misma paz mundial.

Los hombres de nuestro tiempo son cada día más sensibles a estas  disparidades, porque están plenamente convencidos de que la amplitud de las  posibilidades técnicas y económicas que tiene en sus manos el mundo moderno  puede y debe corregir este lamentable estado de cosas. Por ello son necesarias muchas reformas en la vida económico-social y un cambio  de mentalidad y de costumbres en todos. A este fin, la Iglesia, en el transcurso  de los siglos, a la luz del Evangelio, ha concretado los principios de justicia  y equidad, exigidos por la recta razón, tanto en orden a la vida individual y  social como en orden a la vida internacional, y los ha manifestado especialmente  en estos últimos tiempos. El Concilio quiere robustecer estos principios de  acuerdo con las circunstancias actuales y dar algunas orientaciones, referentes  sobre todo a las exigencias del desarrollo económico (n. 63).

Clave de lectura desde la doctrina social de la Iglesia más actual

Desde el punto de vista social, a los sistemas de protección y previsión, ya existentes en tiempos de Pablo VI en muchos países, les cuesta trabajo, y les costará todavía más en el futuro, lograr sus objetivos de verdadera justicia social dentro de un cuadro de fuerzas profundamente transformado. El mercado, al hacerse global, ha estimulado, sobre todo en países ricos, la búsqueda de áreas en las que emplazar la producción a bajo coste con el fin de reducir los precios de muchos bienes, aumentar el poder de adquisición y acelerar por tanto el índice de crecimiento, centrado en un mayor consumo en el propio mercado interior. Consiguientemente, el mercado ha estimulado nuevas formas de competencia entre los estados con el fin de atraer centros productivos de empresas extranjeras, adoptando diversas medidas, como una fiscalidad favorable y la falta de reglamentación del mundo del trabajo. Estos procesos han llevado a la reducción de la red de seguridad social a cambio de la búsqueda de mayores ventajas competitivas en el mercado global, con grave peligro para los derechos de los trabajadores, para los derechos fundamentales del hombre y para la solidaridad en las tradicionales formas del Estado social. Los sistemas de seguridad social pueden perder la capacidad de cumplir su tarea, tanto en los países pobres, como en los emergentes, e incluso en los ya desarrollados desde hace tiempo. En este punto, las políticas de balance, con los recortes al gasto social, con frecuencia promovidos también por las instituciones financieras internacionales, pueden dejar a los ciudadanos impotentes ante riesgos antiguos y nuevos; dicha impotencia aumenta por la falta de protección eficaz por parte de las asociaciones de los trabajadores. El conjunto de los cambios sociales y económicos hace que las organizaciones sindicales tengan mayores dificultades para desarrollar su tarea de representación de los intereses de los trabajadores, también porque los gobiernos, por razones de utilidad económica, limitan a menudo las libertades sindicales o la capacidad de negociación de los sindicatos mismos. Las redes de solidaridad tradicionales se ven obligadas a superar mayores obstáculos. Por tanto, la invitación de la doctrina social de la Iglesia, empezando por la Rerum novarum, a dar vida a asociaciones de trabajadores para defender sus propios derechos ha de ser respetada, hoy más que ayer, dando ante todo una respuesta pronta y de altas miras a la urgencia de establecer nuevas sinergias en el ámbito internacional y local.

La movilidad laboral, asociada a la desregulación generalizada, ha sido un fenómeno importante, no exento de aspectos positivos porque estimula la producción de nueva riqueza y el intercambio entre culturas diferentes. Sin embargo, cuando la incertidumbre sobre las condiciones de trabajo a causa de la movilidad y la desregulación se hace endémica, surgen formas de inestabilidad psicológica, de dificultad para abrirse caminos coherentes en la vida, incluido el del matrimonio. Como consecuencia, se producen situaciones de deterioro humano y de desperdicio social. Respecto a lo que sucedía en la sociedad industrial del pasado, el paro provoca hoy nuevas formas de irrelevancia económica, y la actual crisis sólo puede empeorar dicha situación. El estar sin trabajo durante mucho tiempo, o la dependencia prolongada de la asistencia pública o privada, mina la libertad y la creatividad de la persona y sus relaciones familiares y sociales, con graves daños en el plano psicológico y espiritual. Quisiera recordar a todos, en especial a los gobernantes que se ocupan en dar un aspecto renovado al orden económico y social del mundo, que el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad: «Pues el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social» (Caritas in veritate, n. 25).

Los bienes de la tierra están destinados a todos los hombres

Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los  hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en  forma equitativa bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad.  Sean las que sean las formas de la propiedad, adaptadas a las instituciones  legítimas de los pueblos según las circunstancias diversas y variables, jamás  debe perderse de vista este destino universal de los bienes. Por tanto, el  hombre, al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee  como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le  aprovechen a él solamente, sino también a los demás. Por lo demás, el derecho a  poseer una parte de bienes suficiente para sí mismos y para sus familias es un  derecho que a todos corresponde. Es éste el sentir de los Padres y de los  doctores de la Iglesia, quienes enseñaron que los hombres están obligados a  ayudar a los pobres, y por cierto no sólo con los bienes superfluos. Quien se  halla en situación de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la riqueza  ajena lo necesario para sí. Habiendo como hay tantos oprimidos actualmente por  el hambre en el mundo, el sacro Concilio urge a todos, particulares y  autoridades, a que, acordándose de aquella frase de los Padres: Alimenta al que  muere de hambre, porque, si no lo alimentas, lo matas, según las propias  posibilidades, comuniquen y ofrezcan realmente sus bienes, ayudando en primer  lugar a los pobres, tanto individuos como pueblos, a que puedan ayudarse y  desarrollarse por sí mismos.

En sociedades económicamente menos desarrolladas, el destino común de los  bienes está a veces en parte logrado por un conjunto de costumbres y tradiciones  comunitarias que aseguran a cada miembro los bienes absolutamente necesarios.  Sin embargo, elimínese el criterio de considerar como en absoluto inmutables  ciertas costumbres si no responden ya a las nuevas exigencias de la época  presente; pero, por otra parte, conviene no atentar imprudentemente contra  costumbres honestas que, adaptadas a las circunstancias actuales, pueden  resultar muy útiles. De igual manera, en las naciones de economía muy  desarrollada, el conjunto de instituciones consagradas a la previsión y a la  seguridad social puede contribuir, por su parte, al destino común de los bienes.  Es necesario también continuar el desarrollo de los servicios familiares y  sociales, principalmente de los que tienen por fin la cultura y la educación. Al  organizar todas estas instituciones debe cuidarse de que los ciudadanos no vayan  cayendo en una actitud de pasividad con respecto a la sociedad o de  irresponsabilidad y egoísmo (n. 69).

Clave de lectura desde la doctrina social de la Iglesia más actual

«Caritas in veritate» es el principio sobre el que gira la doctrina social de la Iglesia, un principio que adquiere forma operativa en criterios orientadores de la acción moral. Deseo volver a recordar particularmente dos de ellos, requeridos de manera especial por el compromiso para el desarrollo en una sociedad en vías de globalización: la justicia y el bien común.

Ante todo, la justicia. Ubi societas, ibi ius: toda sociedad elabora un sistema propio de justicia. La caridad va más allá de la justicia, porque amar es dar, ofrecer de lo «mío» al otro; pero nunca carece de justicia, la cual lleva a dar al otro lo que es «suyo», lo que le corresponde en virtud de su ser y de su obrar. No puedo «dar» al otro de lo mío sin haberle dado en primer lugar lo que en justicia le corresponde. Quien ama con caridad a los demás, es ante todo justo con ellos. No basta decir que la justicia no es extraña a la caridad, que no es una vía alternativa o paralela a la caridad: la justicia es «inseparable de la caridad», intrínseca a ella. La justicia es la primera vía de la caridad o, como dijo Pablo VI, su «medida mínima», parte integrante de ese amor «con obras y según la verdad» (1 Jn 3,18), al que nos exhorta el apóstol Juan. Por un lado, la caridad exige la justicia, el reconocimiento y el respeto de los legítimos derechos de las personas y los pueblos. Se ocupa de la construcción de la «ciudad del hombre» según el derecho y la justicia. Por otro, la caridad supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la entrega y el perdón. La «ciudad del hombre» no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios también en las relaciones humanas, otorgando valor teologal y salvífico a todo compromiso por la justicia en el mundo (Caritas in veritate, n. 6).

Prohibición absoluta de la guerra. La acción internacional para evitar la guerra

Bien claro queda, por tanto, que debemos procurar con todas nuestras  fuerzas preparar un época en que, por acuerdo de las naciones, pueda ser  absolutamente prohibida cualquier guerra. Esto requiere el establecimiento de  una autoridad pública universal reconocida por todos, con poder eficaz para  garantizar la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto de los  derechos. Pero antes de que se pueda establecer tan deseada autoridad es  necesario que las actuales asociaciones internacionales supremas se dediquen de  lleno a estudiar los medios más aptos para la seguridad común. La paz ha de  nacer de la mutua confianza de los pueblos y no debe ser impuesta a las naciones  por el terror de las armas; por ello, todos han de trabajar para que la carrera  de armamentos cese finalmente, para que comience ya en realidad la reducción de  armamentos, no unilateral, sino simultánea, de mutuo acuerdo, con auténticas y  eficaces garantías.

No hay que despreciar, entretanto, los intentos ya realizados y que aún se  llevan a cabo para alejar el peligro de la guerra. Más bien hay que ayudar la  buena voluntad de muchísimos que, aun agobiados por las enormes preocupaciones  de sus altos cargos, movidos por el gravísimo deber que les acucia, se  esfuerzan, por eliminar la guerra, que aborrecen, aunque no pueden prescindir de  la complejidad inevitable de las cosas. Hay que pedir con insistencia a Dios que  les dé fuerzas para perseverar en su intento y llevar a cabo con fortaleza esta  tarea de sumo amor a los hombres, con la que se construye virilmente la paz. Lo  cual hoy exige de ellos con toda certeza que amplíen su mente más allá de las  fronteras de la propia nación, renuncien al egoísmo nacional ya a la ambición de  dominar a otras naciones, alimenten un profundo respeto por toda la humanidad,  que corre ya, aunque tan laboriosamente, hacia su mayor unidad.

Acerca de los problemas de la paz y del desarme, los sondeos y conversaciones  diligente e ininterrumpidamente celebrados y los congresos internacionales que  han tratado de este asunto deben ser considerados como los primeros pasos para  solventar temas tan espinosos y serios, y hay que promoverlos con mayor urgencia  en el futuro para obtener resultados prácticos. Sin embargo, hay que evitar el  confiarse sólo en los conatos de unos pocos, sin preocuparse de la reforma en la  propia mentalidad. Pues los que gobiernan a los pueblos, que son garantes del  bien común de la propia nación y al mismo tiempo promotores del bien de todo el  mundo, dependen enormemente de las opiniones y de los sentimientos de las  multitudes. Nada les aprovecha trabajar en la construcción de la paz mientras  los sentimientos de hostilidad, de menos precio y de desconfianza, los odios  raciales y las ideologías obstinadas, dividen a los hombres y los enfrentan  entre sí. Es de suma urgencia proceder a una renovación en la educación de la  mentalidad y a una nueva orientación en la opinión pública. Los que se entregan  a la tarea de la educación, principalmente de la juventud, o forman la opinión  pública, tengan como gravísima obligación la preocupación de formar las mentes  de todos en nuevos sentimientos pacíficos. Tenemos todos que cambiar nuestros  corazones, con los ojos puestos en el orbe entero y en aquellos trabajos que  todos juntos podemos llevar a cabo para que nuestra generación mejore.

Que no nos engañe una falsa esperanza. Pues, si no se establecen en el futuro  tratados firmes y honestos sobre la paz universal una vez depuestos los odios y  las enemistades, la humanidad, que ya está en grave peligro, aun a pesar de su  ciencia admirable, quizá sea arrastrada funestamente a aquella hora en la que no  habrá otra paz que la paz horrenda de la muerte. Pero, mientras dice todo esto,  la Iglesia de Cristo, colocada en medio de la ansiedad de hoy, no cesa de  esperar firmemente. A nuestra época, una y otra vez, oportuna e importunamente,  quiere proponer el mensaje apostólico: Este es el tiempo aceptable para  que cambien los corazones, éste es el día de la salvación (n. 82).

Clave de lectura desde la doctrina social de la Iglesia más actual

Ante el imparable aumento de la interdependencia mundial, y también en presencia de una recesión de alcance global, se siente mucho la urgencia de la reforma tanto de la Organización de las Naciones Unidas como de la arquitectura económica y financiera internacional, para que se dé una concreción real al concepto de familia de naciones. Y se siente la urgencia de encontrar formas innovadoras para poner en práctica el principio de la responsabilidad de proteger y dar también una voz eficaz en las decisiones comunes a las naciones más pobres. Esto aparece necesario precisamente con vistas a un ordenamiento político, jurídico y económico que incremente y oriente la colaboración internacional hacia el desarrollo solidario de todos los pueblos. Para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera Autoridad política mundial, como fue ya esbozada por mi Predecesor, el Beato Juan XXIII. Esta Autoridad deberá estar regulada por el derecho, atenerse de manera concreta a los principios de subsidiaridad y de solidaridad, estar ordenada a la realización del bien común, comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano integral inspirado en los valores de la caridad en la verdad. Dicha Autoridad, además, deberá estar reconocida por todos, gozar de poder efectivo para garantizar a cada uno la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto de los derechos. Obviamente, debe tener la facultad de hacer respetar sus propias decisiones a las diversas partes, así como las medidas de coordinación adoptadas en los diferentes foros internacionales. En efecto, cuando esto falta, el derecho internacional, no obstante los grandes progresos alcanzados en los diversos campos, correría el riesgo de estar condicionado por los equilibrios de poder entre los más fuertes. El desarrollo integral de los pueblos y la colaboración internacional exigen el establecimiento de un grado superior de ordenamiento internacional de tipo subsidiario para el gobierno de la globalización, que se lleve a cabo finalmente un orden social conforme al orden moral, así como esa relación entre esfera moral y social, entre política y mundo económico y civil, ya previsto en el Estatuto de las Naciones Unidas (Caritas in veritate, n. 67).