II Tesalonicenses

El momento de la venida de Cristo (2, 1-12)

1En cuanto a la manifestación de nuestro Señor Jesucristo y al momento de nuestra reunión con él, os pedimos, hermanos,

2que no perdáis demasiado pronto la cabeza, ni os dejéis impresionar por revelaciones, por rumores o por alguna carta supuestamente nuestra en el sentido de que el día del Señor es inminente.

3¡Que nadie os desoriente en modo alguno! Es preciso que primero se produzca la gran rebelión contra Dios y que se dé a conocer el hombre lleno de impiedad, el destinado a la perdición,

4el enemigo que se alza orgulloso contra todo lo que es divino o digno de adoración, hasta el punto de llegar a suplantar a Dios y hacerse pasar a sí mismo por Dios.

5¿No recordáis que ya os hablaba de esto cuando estaba entre vosotros?

6Ya conocéis el obstáculo que ahora le impide manifestarse en espera del momento que tiene prefijado.

7Porque ese misterioso y maligno poder está ya en acción; sólo hace falta que se quite de en medio el que hasta el momento lo frena.

8Entonces se dará a conocer el impío a quien Jesús, el Señor, destruirá con el aliento de su boca y aniquilará con el esplendor de su manifestación.

9En cuanto a la manifestación de ese impío, como obra que es de Satanás, vendrá acompañada de todo un despliegue de fuerza, de señales y de falsos prodigios.

10Con su gran maldad engañará a quienes están en camino de perdición al no haber querido hacer suyo el amor a la verdad que había de salvarlos.

11Por eso Dios les envía un poder seductor de forma que den crédito a la mentira

12y se condenen todos los que, en lugar de dar crédito a la verdad, se abrazaron con la iniquidad.

Clave de lectura a la luz de la doctrina social de la Iglesia: esperanza

La Iglesia enseña al hombre  que Dios le ofrece la posibilidad real de superar el mal y de alcanzar el bien.  El Señor ha redimido al hombre, lo ha rescatado a caro precio (cf. 1 Co 6,20). El sentido y el fundamento del  compromiso cristiano en el mundo derivan de esta certeza, capaz de encender  la esperanza, a pesar del pecado que marca profundamente la historia humana:  la promesa divina garantiza que el mundo no permanece encerrado en sí mismo,  sino abierto al Reino de Dios. La Iglesia conoce los efectos del « misterio  de la impiedad » (2 Ts 2,7), pero sabe también que « hay en la persona  humana suficientes cualidades y energías, y hay una "bondad" fundamental (cf. Gn 1,31), porque es imagen de su Creador, puesta bajo el influjo redentor de  Cristo, "cercano a todo hombre", y porque la acción eficaz del Espíritu Santo  "llena la tierra" (Sb 1,7) » (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 578).

La obligación del trabajo (3, 6-15)

6Finalmente, hermanos, esto es lo que os mandamos en nombre de Jesucristo, el Señor: que os mantengáis apartados de todo hermano que viva ociosamente y no siga la tradición que ha recibido de nosotros.

7Conocéis perfectamente cómo podéis imitarnos, pues no vivimos ociosamente entre vosotros

8ni comimos de balde el pan de nadie. Al contrario, trabajamos día y noche hasta casi extenuarnos, con el fin de no ser gravosos a ninguno de vosotros.

9¡Y teníamos derecho a ello! Pero quisimos ofreceros un ejemplo que imitar.

10Estando entre vosotros os inculcamos ya esta norma: el que no quiera trabajar, que tampoco coma.

11Y es que nos hemos enterado de que algunos viven ociosamente entre vosotros: en lugar de trabajar, se entrometen en todo.

12De parte de Jesucristo, el Señor, los instamos y exhortamos a que trabajen y coman su propio pan sin perturbar a nadie.

13Por vuestra parte, hermanos, no os canséis de hacer el bien.

14Y si alguien no hace caso a lo que os decimos en esta carta, tomad nota de él y hacedle el vacío, a ver si se avergüenza.

15Pero no lo tratéis como enemigo; corregidlo, más bien, como a un hermano.

Clave de lectura a la luz de la doctrina social de la Iglesia: deber de trabajar

La conciencia de la  transitoriedad de la « escena de este mundo » (cf. 1 Co 7,31) no exime de ninguna tarea histórica, mucho menos del trabajo (cf. 2 Ts 3,7-15), que es parte integrante de la condición humana,  sin ser la única razón de la vida. Ningún cristiano, por el hecho de  pertenecer a una comunidad solidaria y fraterna, debe sentirse con derecho a no  trabajar y vivir a expensas de los demás (cf. 2 Ts 3,6-12). Al contrario,  el apóstol Pablo exhorta a todos a ambicionar « vivir en tranquilidad » con el trabajo de las propias manos, para que « no necesitéis de nadie » (1 Ts 4,11-12), y a practicar una solidaridad, incluso material, que comparta los  frutos del trabajo con quien « se halle en necesidad » (Ef 4,28).  Santiago defiende los derechos conculcados de los trabajadores: « Mirad; el  salario que no habéis pagado a los obreros que segaron vuestros campos está  gritando; y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los  ejércitos » (St 5,4). Los creyentes deben vivir el trabajo al estilo de  Cristo, convirtiéndolo en ocasión para dar un testimonio cristiano « ante los de  fuera » (1 Ts 4,12) (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 264).