El profeta Malaquías
CLAVE DE LECTURA
SANTA MISA EN EL CENTENARIO DE LA CONGREGACIÓN PARA LAS IGLESIAS ORIENTALES,
INSTITUIDA POR EL PAPA BENEDICTO XV CON EL MOTU PROPRIO DEI PROVIDENTIS EL 1 DE MAYO DE 1917
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica de Santa María la Mayor
Jueves, 12 de octubre de 2017
Hoy damos gracias al Señor por la fundación de la Congregación para las Iglesias Orientales y del Instituto Pontificio Oriental por el Papa Benedicto XV, que tuvo lugar hace cien años, en 1917. Hacía estragos entonces la Primera Guerra Mundial. Hoy, como he dicho ya, vivimos otra guerra mundial, aunque a trozos. Y vemos que muchos de nuestros hermanos y hermanas cristianos en las Iglesias orientales experimentan una dramática persecución y una diáspora cada vez más inquietante. Esto causa tantas preguntas, tantos “¿por qué?”, parecidos a los de la primera Lectura de hoy, tomada del Libro de Malaquías (3,13-20a).
El Señor se queja con su pueblo y dice así: «Duras me resultan vuestras palabras. ― Y todavía decís: ¿Qué hemos dicho contra ti? ― Habéis dicho: Cosa vana es servir a Dios; ¿qué ganamos con guardar sus mandamientos o con andar en duelo ante el Señor? Ahora, pues, llamamos felices a los arrogantes: aun haciendo el mal prosperan, y aun tentando a Dios escapan libres» (vv 13-15).
Cuántas veces experimentamos lo mismo, y cuantas veces lo escuchamos en las confidencias y confesiones de las personas que nos abren sus corazones. Vemos a los malvados, los que hacen sus propios intereses sin escrúpulos, aplastando a los demás, y parece que les vayan bien las cosas: que consiguen lo que quieren y sólo piensan en disfrutar de la vida. De ahí la pregunta: «¿Por qué Señor?».
Estos “¿por qué?”, que también se repiten en la Sagrada Escritura, nos los planteamos todos. Y a ellos responde la misma Palabra de Dios. Precisamente en este pasaje del profeta Malaquías dice: «Y puso atención el Señor y oyó; y se escribió ante él un libro memorial en favor de los que le temen y piensan en su Nombre» (v. 16). Por lo tanto, Dios no se olvida de sus hijos, su memoria es para los justos, para los que sufren, para los que son oprimidos y que se preguntan “¿por qué?”, pero no dejan de confiar en el Señor.
¡Cuántas veces la Virgen María, en su camino se preguntó, “¿por qué?”!; pero en su corazón, que meditaba sobre todas las cosas, la gracia de Dios hacía resplandecer la fe y la esperanza.
Y hay una manera de abrir una brecha en la memoria de Dios: nuestra oración, como nos enseña el pasaje evangélico que hemos escuchado (Lc 11,5-13).
Cuando se reza hay que tener el valor de la fe: tener confianza en que el Señor nos escucha, el valor de llamar a su puerta. Lo dice el Señor: «Porque todo aquel que pide recibe, el que busca halla; y al que llama se le abrirá» (v.10). Y para esto hace falta valor.
Pero, me pregunto: ¿nuestra oración es así realmente? ¿Nos involucra de verdad, involucra nuestro corazón y nuestras vidas? ¿Sabemos llamar al corazón de Dios? Al final del pasaje del evangelio (véanse los versículos 11-13), Jesús dice: «¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide un pescado, en vez de pescado le da una culebra; o, si pide un huevo le da un escorpión?». Si sois padres haréis el bien de vuestros hijos. Y luego continúa: «Si, pues vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo…». Y esperamos que siga diciendo os dará cosas buenas a vosotros. En cambio, no, no dice eso. Dice: «Dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan». Precisamente este es el don, éste es el “algo más” de Dios. Lo que el Señor, lo que el Padre nos da de más, es el Espíritu: este el verdadero don del Padre. El hombre llama con la oración a la puerta de Dios para pedir una gracia. Y él, que es Padre, me da eso y más: el don, el Espíritu Santo.
Hermanos y hermanas: ¡Aprendamos a llamar al corazón de Dios! Y aprendamos a hacerlo con valor. Que esta oración valiente inspire y alimente también vuestro servicio en la Iglesia. Así vuestro esfuerzo dará «a su tiempo el fruto» y seréis como árboles cuyo «follaje jamás se amustia» (Sal 1,3).
Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 12 de octubre de 2019.