Gálatas

Pablo y los otros apóstoles (2, 1-10)

1Al cabo de catorce años volví a Jerusalén junto con Bernabé. Me acompañaba también Tito.

2Fui allá a impulsos de una revelación divina, y en privado comuniqué a los dirigentes principales el mensaje evangélico que anuncio entre los no judíos. Lo hice para que no resultara que tanto ahora como antes estuviera afanándome inútilmente.

3Pues bien, ni siquiera Tito, mi acompañante, que no era judío fue obligado a circuncidarse.

4[El problema lo crearon] esos intrusos, esos falsos hermanos que se infiltraron entre nosotros con la intención de arrebatarnos la libertad que tenemos como cristianos y hacer de nosotros unos esclavos.

5Mas ni por un instante me doblegué a sus pretensiones; era preciso que la verdad del mensaje evangélico se mantuviera intacta entre vosotros.

6En cuanto a los que eran tenidos por dirigentes -no me interesa lo que cada uno de ellos fuera antes, pues Dios no se fija en las apariencias-, esos dirigentes, digo, nada adicional me impusieron.

7Al contrario, ellos vieron que Dios me había confiado la misión de proclamar el mensaje evangélico a los no judíos, así como a Pedro le había confiado la de proclamarlo a los judíos.

8El mismo Dios que ha hecho a Pedro apóstol para los judíos, me ha hecho a mí apóstol para los paganos.

9Así que Santiago, Pedro y Juan, considerados como columnas de la Iglesia, reconocieron que Dios me había confiado esta misión, y nos tendieron la mano a Bernabé y a mí en señal de acuerdo: ellos llevarían el mensaje evangélico a los judíos y nosotros a los paganos.

10Únicamente nos pidieron que nos acordásemos de ayudar a los pobres, cosa que he procurado cumplir con todo esmero.

Clave de lectura a la luz de la doctrina social de la Iglesia: igual dignidad de todas las personas

« Dios no hace acepción de  personas » (Hch 10,34; cf. Rm 2,11; Ga 2,6; Ef 6,9), porque todos los hombres tienen la misma dignidad  de criaturas a su imagen y semejanza. La Encarnación del Hijo  de Dios manifiesta la igualdad de todas las personas en cuanto a dignidad: « Ya  no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos  vosotros sois uno en Cristo Jesús » (Ga 3,28; cf. Rm 10,12; 1  Co 12,13; Col 3,11).

Puesto que en el rostro de cada hombre resplandece algo de la  gloria de Dios, la dignidad de todo hombre ante Dios es el fundamento de la  dignidad del hombre ante los demás hombres. Esto es, además, el fundamento último de la radical igualdad y fraternidad entre  los hombres, independientemente de su raza, Nación, sexo, origen, cultura y  clase (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 144).

No esclavos, sino hijos (3, 23-29)

23Antes de llegar a la fe éramos prisioneros de la ley, esperando encarcelados que se revelara la fe.

24Así fue como la ley nos condujo hasta Cristo para que recibiéramos la salvación por medio de la fe.

25Pero ahora, una vez que la fe ha llegado, ya no estamos bajo el dominio de ningún acompañante.

26En efecto, todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús, sois hijos de Dios,

27pues todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo habéis sido revestidos.

28Ya no hay distinción entre judío y no judío, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois uno.

29Y si sois de Cristo, también sois descendientes de Abrahán y herederos según la promesa.

Clave de lectura a la luz de la doctrina social de la Iglesia: Iglesia, Reino de Dios y renovación de las relaciones sociales

Dios, en Cristo, no redime  solamente la persona individual, sino también las relaciones sociales entre los  hombres. Como enseña el apóstol Pablo, la vida en  Cristo hace brotar de forma plena y nueva la identidad y la sociabilidad de la  persona humana, con sus consecuencias concretas en el plano histórico: « Pues  todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los  bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego;  ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en  Cristo Jesús » (Ga 3,26-28). Desde esta perspectiva, las comunidades  eclesiales, convocadas por el mensaje de Jesucristo y reunidas en el Espíritu  Santo en torno a Él, resucitado (cf. Mt 18,20; 28, 19-20; Lc 24,46-49), se proponen como lugares de comunión, de testimonio y de misión y  como fermento de redención y de transformación de las relaciones sociales. La  predicación del Evangelio de Jesús induce a los discípulos a anticipar el futuro  renovando las relaciones recíprocas (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 52).

No esclavos sino hijos (4, 1-7)

1Digo, pues, que, mientras el heredero es menor de edad, en nada se distingue de un esclavo. Cierto que es dueño de todo,

2pero tiene que estar sometido a tutores y administradores hasta el momento fijado por el padre.

3Lo mismo sucede con nosotros: durante nuestra minoría de edad nos han esclavizado las realidades mundanas.

4Pero, al llegar el momento cumbre de la historia, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo el régimen de la ley,

5para liberarnos del yugo de la ley y alcanzarnos la condición de hijos adoptivos de Dios.

6Y prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado el Espíritu de su Hijo a vuestros corazones; y el Espíritu clama: "¡Abba!", es decir, "¡Padre!".

7Así que ya no eres esclavo, sino hijo. Y como hijo que eres, Dios te ha declarado también heredero.

Clave de lectura a la luz de la doctrina social de la Iglesia: Jesucristo, cumplimiento del designio de amor del Padre

El Rostro de Dios, revelado  progresivamente en la historia de la salvación, resplandece plenamente en el  Rostro de Jesucristo Crucificado y Resucitado. Dios es Trinidad: Padre, Hijo y  Espíritu Santo, realmente distintos y realmente uno, porque son comunión  infinita de amor. El amor gratuito de Dios por la  humanidad se revela, ante todo, como amor fontal del Padre, de quien todo  proviene; como comunicación gratuita que el Hijo hace de este amor, volviéndose  a entregar al Padre y entregándose a los hombres; como fecundidad siempre nueva  del amor divino que el Espíritu Santo infunde en el corazón de los hombres (cf. Rm 5,5).

Con las palabras y con las obras y, de forma plena y definitiva,  con su muerte y resurrección Jesucristo revela a la humanidad que Dios es Padre y que todos estamos llamados  por gracia a hacernos hijos suyos en el Espíritu (cf. Rm 8,15; Ga 4,6), y por tanto hermanos y hermanas entre nosotros. Por esta razón la  Iglesia cree firmemente « que la clave, el centro y el fin de toda la historia  humana se halla en su Señor y Maestro » (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 31).