El profeta Joel

Jl 2,12-18: Rasgad los corazones y no las vestiduras.
«Ahora –oráculo del Señor–
convertíos a mí de todo corazón
con ayuno, con llanto, con luto.
Rasgad los corazones y no las vestiduras;
convertíos al Señor, Dios vuestro,
porque es compasivo y misericordioso,
lento a la cólera, rico en piedad;
y se arrepiente de las amenazas.»
Quizá se arrepienta
y nos deje todavía su bendición, la ofrenda,
la libación para el Señor, vuestro Dios.
Tocad la trompeta en Sión,
proclamad el ayuno, convocad la reunión.
Congregad al pueblo, santificad la asamblea,
reunid a los ancianos.
Congregad a muchachos y niños de pecho.
Salga el esposo de la alcoba,
la esposa del tálamo.
Entre el atrio y el altar lloren los sacerdotes,
ministros del Señor, y digan:
– «Perdona, Señor, a tu pueblo;
no entregues tu heredad al oprobio,
no la dominen los gentiles;
no se diga entre las naciones:
¿Dónde está su Dios?
El Señor tenga celos por su tierra,
y perdone a su pueblo.»

CLAVE DE LECTURA 1

SANTA MISA, BENDICIÓN E IMPOSICIÓN DE LA CENIZA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica de Santa Sabina
Miércoles, 6 de marzo de 2019

 

«Tocad la trompeta, proclamad un ayuno santo» (Jl 2,15), dice el profeta en la primera lectura. La Cuaresma se abre con un sonido estridente, el de una trompeta que no acaricia los oídos, sino que anuncia un ayuno. Es un sonido fuerte, que quiere ralentizar nuestra vida que siempre va a toda prisa, pero a menudo no sabe hacia dónde. Es una llamada a detenerse –un “¡detente!”–, a ir a lo esencial, a ayunar de aquello que es superfluo y nos distrae. Es un despertador para el alma.

El sonido de este despertador está acompañado por el mensaje que el Señor transmite a través de la boca del profeta, un mensaje breve y apremiante: «Convertíos a mí» (v. 12). Convertíos. Si tenemos que regresar, significa que nos hemos ido por otra parte. La Cuaresma es el tiempo para redescubrir la ruta de la vida. Porque en el camino de la vida, como en todo viaje, lo que realmente importa es no perder de vista la meta. Sin embargo, cuando estás de viaje, si lo que te interesa es mirar el paisaje o pararte a comer, no vas muy lejos. Cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿en el camino de la vida, busco la ruta? ¿O me conformo con vivir el día, pensando solo en sentirme bien, en resolver algún problema y en divertirme un poco? ¿Cuál es la ruta? ¿Tal vez la búsqueda de la salud, que muchos dicen que es hoy lo más importante, pero que pasará tarde o temprano? ¿Quizás los bienes y el bienestar? Sin embargo no estamos en el mundo para esto. Convertíos a mí, dice el Señor. A mí. El Señor es la meta de nuestro peregrinaje en el mundo. La ruta se traza en relación a él.

Para encontrar de nuevo la ruta, hoy se nos ofrece un signo: ceniza en la cabeza. Es un signo que nos hace pensar en lo que tenemos en la mente. Nuestros pensamientos persiguen a menudo cosas transitorias, que van y vienen. La ligera capa de ceniza que recibiremos es para decirnos, con delicadeza y sinceridad: de tantas cosas que tienes en la mente, detrás de las que corres y te preocupas cada día, nada quedará. Por mucho que te afanes, no te llevarás ninguna riqueza de la vida. Las realidades terrenales se desvanecen, como el polvo en el viento. Los bienes son pasajeros, el poder pasa, el éxito termina. La cultura de la apariencia, hoy dominante, que nos lleva a vivir por las cosas que pasan, es un gran engaño. Porque es como una llamarada: una vez terminada, quedan solo las cenizas. La Cuaresma es el momento para liberarnos de la ilusión de vivir persiguiendo el polvo. La Cuaresma es volver a descubrir que estamos hechos para el fuego que siempre arde, no para las cenizas que se apagan de inmediato; por Dios, no por el mundo; por la eternidad del cielo, no por el engaño de la tierra; por la libertad de los hijos, no por la esclavitud de las cosas. Podemos preguntarnos hoy: ¿De qué parte estoy? ¿Vivo para el fuego o para la ceniza?

En este viaje de regreso a lo esencial, que es la Cuaresma, el Evangelio propone tres etapas, que el Señor nos pide de recorrer sin hipocresía, sin engaños: la limosna, la oración, el ayuno. ¿Para qué sirven? La limosna, la oración y el ayuno nos devuelven a las tres únicas realidades que no pasan. La oración nos une de nuevo con Dios; la caridad con el prójimo; el ayuno con nosotros mismos. Dios, los hermanos, mi vida: estas son las realidades que no acaban en la nada, y en las que debemos invertir. Ahí es hacia donde nos invita a mirar la Cuaresma: hacia lo Alto, con la oración, que nos libra de una vida horizontal y plana, en la que encontramos tiempo para el yo, pero olvidamos a Dios. Y después hacia el otro, con caridad, que nos libra de la vanidad del tener, del pensar que las cosas son buenas si lo son para mí. Finalmente, nos invita a mirar dentro de nosotros mismos con el ayuno, que nos libra del apego a las cosas, de la mundanidad que anestesia el corazón. Oración, caridad, ayuno: tres inversiones para un tesoro que no se acaba.

Jesús dijo: «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón» (Mt 6,21). Nuestro corazón siempre apunta en alguna dirección: es como una brújula en busca de orientación. Podemos incluso compararlo con un imán: necesita adherirse a algo. Pero si solo se adhiere a las cosas terrenales, se convierte antes o después en esclavo de ellas: las cosas que están a nuestro servicio acaban convirtiéndose en cosas a las que servir. La apariencia exterior, el dinero, la carrera, los pasatiempos: si vivimos para ellos, se convertirán en ídolos que nos utilizarán, sirenas que nos encantarán y luego nos enviarán a la deriva. En cambio, si el corazón se adhiere a lo que no pasa, nos encontramos a nosotros mismos y seremos libres. La Cuaresma es un tiempo de gracia para liberar el corazón de las vanidades. Es hora de recuperarnos de las adicciones que nos seducen. Es hora de fijar la mirada en lo que permanece.

¿Dónde podemos fijar nuestra mirada a lo largo del camino de la Cuaresma? Es sencillo: en el crucifijo. Jesús en la cruz es la brújula de la vida, que nos orienta al cielo. La pobreza del madero, el silencio del Señor, su desprendimiento por amor nos muestran la necesidad de una vida más sencilla, libre de tantas preocupaciones por las cosas. Jesús desde la cruz nos enseña la renuncia llena de valentía. Pues nunca avanzaremos si estamos cargados de pesos que estorban. Necesitamos liberarnos de los tentáculos del consumismo y de las trampas del egoísmo, de querer cada vez más, de no estar nunca satisfechos, del corazón cerrado a las necesidades de los pobres. Jesús, que arde con amor en el leño de la cruz, nos llama a una vida encendida en su fuego, que no se pierde en las cenizas del mundo; una vida que arde de caridad y no se apaga en la mediocridad. ¿Es difícil vivir como él nos pide? Sí, es difícil, pero lleva a la meta. La Cuaresma nos lo muestra. Comienza con la ceniza, pero al final nos lleva al fuego de la noche de Pascua; a descubrir que, en el sepulcro, la carne de Jesús no se convierte en ceniza, sino que resucita gloriosamente. También se aplica a nosotros, que somos polvo: si regresamos al Señor con nuestra fragilidad, si tomamos el camino del amor, abrazaremos la vida que no conoce ocaso. Y ciertamente viviremos en la alegría.

CLAVE DE LECTURA 2

SANTA MISA, BENDICIÓN E IMPOSICIÓN DE LA CENIZA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica de Santa Sabina
Miércoles 1 de marzo de 2017

 

«Volved a mí de todo corazón… volved a mí» (Jl 2,12), es el clamor con el que el profeta Joel se dirige al pueblo en nombre del Señor; nadie podía sentirse excluido: llamad a los ancianos, reunid a los pequeños y a los niños de pecho y al recién casado (cf. v. 6). Todo el Pueblo fiel es convocado para ponerse en marcha y adorar a su Dios que es «compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad» (v.13).

También nosotros queremos hacernos eco de este llamado; queremos volver al corazón misericordioso del Padre. En este tiempo de gracia que hoy comenzamos, fijamos una vez más nuestra mirada en su misericordia. La cuaresma es un camino: nos conduce a la victoria de la misericordia sobre todo aquello que busca aplastarnos o rebajarnos a cualquier cosa que no sea digna de un hijo de Dios. La cuaresma es el camino de la esclavitud a la libertad, del sufrimiento a la alegría, de la muerte a la vida. El gesto de las cenizas, con el que nos ponemos en marcha, nos recuerda nuestra condición original: hemos sido tomados de la tierra, somos de barro. Sí, pero barro en las manos amorosas de Dios que sopló su espíritu de vida sobre cada uno de nosotros y lo quiere seguir haciendo; quiere seguir dándonos ese aliento de vida que nos salva de otro tipo de aliento: la asfixia sofocante provocada por nuestros egoísmos; asfixia sofocante generada por mezquinas ambiciones y silenciosas indiferencias, asfixia que ahoga el espíritu, reduce el horizonte y anestesia el palpitar del corazón. El aliento de la vida de Dios nos salva de esta asfixia que apaga nuestra fe, enfría nuestra caridad y cancela nuestra esperanza. Vivir la cuaresma es anhelar ese aliento de vida que nuestro Padre no deja de ofrecernos en el fango de nuestra historia.

El aliento de la vida de Dios nos libera de esa asfixia de la que muchas veces no somos conscientes y que, incluso, nos hemos acostumbrado a «normalizar», aunque sus signos se hacen sentir; y nos parece «normal» porque nos hemos acostumbrado a respirar un aire cargado de falta de esperanza, aire de tristeza y de resignación, aire sofocante de pánico y aversión.

Cuaresma es el tiempo para decir «no». No, a la asfixia del espíritu por la polución que provoca la indiferencia, la negligencia de pensar que la vida del otro no me pertenece por lo que intento banalizar la vida especialmente la de aquellos que cargan en su carne el peso de tanta superficialidad. La cuaresma quiere decir «no» a la polución intoxicante de las palabras vacías y sin sentido, de la crítica burda y rápida, de los análisis simplistas que no logran abrazar la complejidad de los problemas humanos, especialmente los problemas de quienes más sufren. La cuaresma es el tiempo de decir «no»; no, a la asfixia de una oración que nos tranquilice la conciencia, de una limosna que nos deje satisfechos, de un ayuno que nos haga sentir que hemos cumplido. Cuaresma es el tiempo de decir no a la asfixia que nace de intimismos excluyentes que quieren llegar a Dios saltándose las llagas de Cristo presentes en las llagas de sus hermanos: esas espiritualidades que reducen la fe a culturas de gueto y exclusión.

Cuaresma es tiempo de memoria, es el tiempo de pensar y preguntarnos: ¿Qué sería de nosotros si Dios nos hubiese cerrado las puertas? ¿Qué sería de nosotros sin su misericordia que no se ha cansado de perdonarnos y nos dio siempre una oportunidad para volver a empezar? Cuaresma es el tiempo de preguntarnos: ¿Dónde estaríamos sin la ayuda de tantos rostros silenciosos que de mil maneras nos tendieron la mano y con acciones muy concretas nos devolvieron la esperanza y nos ayudaron a volver a empezar?

Cuaresma es el tiempo para volver a respirar, es el tiempo para abrir el corazón al aliento del único capaz de transformar nuestro barro en humanidad. No es el tiempo de rasgar las vestiduras ante el mal que nos rodea sino de abrir espacio en nuestra vida para todo el bien que podemos generar, despojándonos de aquello que nos aísla, encierra y paraliza. Cuaresma es el tiempo de la compasión para decir con el salmista: «Devuélvenos Señor la alegría de la salvación, afiánzanos con espíritu generoso para que con nuestra vida proclamemos tu alabanza»; y nuestro barro —por la fuerza de tu aliento de vida— se convierta en «barro enamorado».

Los últimos tiempos
Jl 2,21-3,5
Así dice el Señor:
«No temas, suelo, alégrate y regocíjate, porque el Señor hace cosas grandes. No temáis, animales del campo; germinarán las estepas, los árboles darán fruto, la vid y la higuera, su riqueza.
Hijos de Sión, alegraos, gozaos en el Señor, vuestro Dios, que os dará la lluvia temprana en su sazón, hará descender como antaño las lluvias tempranas y tardías. Las eras se llenarán de trigo, rebosarán los lagares de vino y aceite; os pagaré los años en que devoraban la langosta y el saltamontes, mi ejército numeroso que envié contra vosotros. Comeréis hasta hartaros, y alabaréis el nombre del Señor, Dios vuestro. Porque hizo milagros en vuestro favor, y mi pueblo no será confundido.
Sabréis que yo estoy en medio de Israel, el Señor, vuestro Dios, el Único, y mi pueblo no será confundido jamás.
Después de eso, derramaré mi Espíritu sobre toda carne: profetizarán vuestros hijos e hijas, vuestros ancianos soñarán sueños, vuestros jóvenes verán visiones. También sobre mis siervos y siervas derramaré mi Espíritu aquel día. Haré prodigios en cielo y tierra: sangre, fuego, columnas de humo. El sol se entenebrecerá, la luna se pondrá como sangre, antes de que llegue el día del Señor, grande y terrible.
Cuantos invoquen el nombre del Señor se salvarán. Porque en el monte de Sión y en Jerusalén quedará un resto; como lo ha prometido el Señor a los supervivientes que él llamó.»
Último juicio y felicidad eterna
Jl 4,1-3.9-21
Así dice el Señor:
«¡Atención!, en aquellos días, en aquel momento, cuando cambie la suerte de Judá y Jerusalén, reuniré a todas las naciones y las haré bajar al valle de Josafat: allí las juzgaré por sus delitos contra mi pueblo y heredad; porque dispersaron a Israel por las naciones, se repartieron mi tierra, se sortearon a mi pueblo, cambiaban un muchacho por una ramera, vendían una ramera por unos tragos de vino.
Proclamadlo a las gentes, declarad la guerra santa; alistad soldados, vengan y lleguen todos los hombres de armas. Fundid los arados para espadas, las podaderas para lanzas; que diga el cobarde: "Me siento soldado." Venid presurosas, naciones vecinas, reuníos: el Señor llevará allá a sus guerreros.
Alerta, vengan las naciones al valle de Josafat: allí me sentaré a juzgar a las naciones vecinas. Mano a la hoz, madura está la mies; venid y pisad, lleno está el lagar. Rebosan las cubas, porque abunda su maldad. Turbas y turbas en el valle de la Decisión, se acerca el día del Señor en el valle de la Decisión.
El sol y la luna se oscurecen, las estrellas retiran su resplandor. El Señor ruge desde Sión, desde Jerusalén alza la voz, tiemblan cielo y tierra. El Señor protege a su pueblo, auxilia a los hijos de Israel.
Sabréis que yo soy el Señor, vuestro Dios, que habita en Sión, mi monte santo. Jerusalén será santa, y no pasarán por ella extranjeros.
Aquel día, los montes manarán vino, los collados se desharán en leche, las acequias de Judá irán llenas de agua, brotará un manantial del templo del Señor, y engrosará el torrente de las Acacias. Egipto será un desierto, Edom se volverá árida estepa, porque oprimieron a los judíos, derramaron sangre inocente en su país. Pero Judá estará habitada por siempre, Jerusalén, de generación en generación. Vengará su sangre, no quedará impune, y el Señor habitará en Sión.»