Miqueas

Contra los opresores (2, 1-5)

1¡Ay de los que planean la maldad y traman iniquidades en sus lechos! En cuanto se hace de día lo ejecutan, pues tienen poder para ello.

2Codician campos y los roban, casas y se apoderan de ellas; oprimen al cabeza de familia y a los que conviven con él, a la persona y a sus propiedades.

3Por eso, así dice el Señor: Yo planeo contra esta gente un mal del que no podréis hurtar el cuello ni tampoco caminar altaneros, pues serán tiempos de tragedia.

4Ese día os dedicarán una copla y os entonarán una elegía que diga: "Nos han arruinado del todo, han vendido mi herencia familiar; se nos arrebatan los campos y se reparten entre los invasores".

5Así que no tendrás a nadie que, en la asamblea del Señor, eche a suertes los lotes de la tierra.

Clave de lectura a la luz de la doctrina social de la Iglesia: pobreza y riqueza

En el Antiguo Testamento se  encuentra una doble postura frente a los bienes económicos y la riqueza. Por un  lado, de aprecio a la disponibilidad de bienes materiales considerados  necesarios para la vida: en ocasiones, la abundancia  -pero no la riqueza o el lujo- es vista como una bendición de Dios. En la  literatura sapiencial, la pobreza se describe como una consecuencia negativa del  ocio y de la falta de laboriosidad (cf. Pr 10,4), pero también como un  hecho natural (cf. Pr 22,2). Por otro lado, los bienes económicos y la  riqueza no son condenados en sí mismos, sino por su mal uso. La tradición  profética estigmatiza las estafas, la usura, la explotación, las injusticias  evidentes, especialmente con respecto a los más pobres (cf. Is 58,3-11; Jr 7,4-7; Os 4,1-2; Am 2,6-7; Mi 2,1-2). Esta  tradición, si bien considera un mal la pobreza de los oprimidos, de los débiles,  de los indigentes, ve también en ella un símbolo de la situación del hombre  delante de Dios; de Él proviene todo bien como un don que hay que administrar y  compartir (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 323).

Contra los jefes que abusan del pueblo (3, 1-4)

1Yo digo: Escuchadme, jefes de Jacob, oídme, dirigentes de Israel: ¿No os corresponde a vosotros ocuparos del derecho?

2Odiáis el bien y amáis el mal, arrancáis la piel a la gente y dejáis sus huesos al desnudo.

3Esos que comen la carne de mi pueblo, le arrancan la piel y quiebran sus huesos, cortan su carne en pedazos para echarlos a la olla o la caldera,

4cuando griten al Señor, no tendrán respuesta alguna. El Señor les ocultará su rostro a causa de sus malas acciones.

Clave de lectura a la luz de la doctrina social de la Iglesia: el señorío de Dios

El pueblo de Israel, en la  fase inicial de su historia, no tiene rey, como los otros pueblos, porque  reconoce solamente el señorío de Yahvéh. Dios interviene en la historia a través  de hombres carismáticos,  como atestigua el Libro de  los Jueces. Al último de estos hombres, Samuel, juez y profeta, el pueblo le  pedirá un rey (cf. 1 S 8,5; 10,18-19). Samuel advierte a los israelitas  las consecuencias de un ejercicio despótico de la realeza (cf. 1 S 8,11-18). El poder real, sin embargo, también se puede experimentar como un don  de Yahvéh que viene en auxilio de su pueblo (cf. 1 S 9,16). Al final,  Saúl recibirá la unción real (cf. 1 S 10,1-2). El acontecimiento subraya  las tensiones que llevaron a Israel a una concepción de la realeza diferente de  la de los pueblos vecinos: el rey, elegido por Yahvéh (cf. Dt 17,15; 1  S 9,16) y por él consagrado (cf. 1 S 16,12-13), será visto como su  hijo (cf. Sal 2,7) y deberá hacer visible su señorío y su diseño de  salvación (cf. Sal 72). Deberá, por tanto, hacerse defensor de los  débiles y asegurar al pueblo la justicia: las denuncias de los profetas se  dirigirán precisamente a los extravíos de los reyes (cf. 1R 21; Is 10, 1-4; Am 2,6-8; 8,4-8; Mi 3,1-4) (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 377).

El rey mesiánico (5, 1-5)

1En cuanto a ti, Belén Efrata, tan pequeña entre los clanes de Judá, de ti saldrá el caudillo de Israel, cuyo origen se remonta a días antiguos, a un tiempo inmemorial.

2Por eso el Señor abandonará a los suyos hasta que dé a luz la que ha de dar a luz. Y el que aún quede de sus hermanos volverá a reunirse con el pueblo de Israel.

3[El que ha de nacer] se mantendrá firme y pastoreará con la fuerza del Señor y con la majestad del Señor, su Dios. Ellos, por su parte, vivirán seguros, porque él extenderá su poder hasta los confines mismos de la tierra.

4Él nos traerá la paz; y cuando Asiria invada nuestra tierra e irrumpa en nuestros palacios, nos enfrentaremos a ella con siete pastores y ocho príncipes

5que pastorearán Asiria con la espada y el país de Nemrod con el acero. Porque él será quien nos libre cuando Asiria invada nuestra tierra y ponga su pie en nuestro territorio.

Clave de lectura a la luz de la doctrina social de la Iglesia: la promoción de la paz

La promesa de paz, que recorre  todo el Antiguo Testamento, halla su cumplimiento en la Persona de Jesús.  La paz es el bien mesiánico por excelencia, que engloba todos los demás bienes  salvíficos. La palabra hebrea « shalom », en el sentido etimológico de « entereza », expresa el concepto de « paz » en la plenitud de su  significado (cf. Is 9,5s.; Mi 5,1-4). El reino del Mesías es  precisamente el reino de la paz (cf. Jb 25,2; Sal 29,11; 37,11;  72,3.7; 85,9.11; 119,165; 125,5; 128,6; 147,14; Ct 8,10; Is 26,3.12; 32,17s; 52,7; 54,10; 57,19; 60,17; 66,12; Ag 2,9; Zc 9,10 et alibi). Jesús « es nuestra paz » (Ef 2,14), Él ha derribado el  muro de la enemistad entre los hombres, reconciliándoles con Dios (cf. Ef 2,14-16). De este modo, San Pablo, con eficaz sencillez, indica la razón  fundamental que impulsa a los cristianos hacia una vida y una misión de paz.

La  vigilia de su muerte, Jesús habla de su relación de amor con el Padre y de la  fuerza unificadora que este amor irradia sobre sus discípulos; es un discurso de  despedida que muestra el sentido profundo de su vida y que puede considerarse  una síntesis de toda su enseñanza. El don de la paz sella su testamento  espiritual: « Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo »  (Jn 14,27). Las palabras del Resucitado no suenan diferentes; cada vez  que se encuentra con sus discípulos, estos reciben de Él su saludo y el don de  la paz: « La paz con vosotros » (Lc 24,36; Jn 20,19.21.26) (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 491).