Jesús

Jn 1,1-18: La Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros.
En el principio ya existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
La Palabra en el principio estaba junto a Dios.
Por medio de la Palabra se hizo todo,
y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho.
En la Palabra había vida,
y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en la tiniebla,
y la tiniebla no la recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios,
que se llamaba Juan:
éste venía como testigo,
para dar testimonio de la luz,
para que por él todos vinieran a la fe.
No era él la luz, sino testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera,
que alumbra a todo hombre.
Al mundo vino, y en el mundo estaba;
el mundo se hizo por medio de ella,
y el mundo no la conoció.
Vino a su casa, y los suyos no la recibieron.
Pero a cuantos la recibieron,
les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre.
Éstos no han nacido de sangre,
ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.
Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros,
y hemos contemplado su gloria:
gloria propia del Hijo único del Padre,
lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo:
«Éste es de quien dije:
"El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo."»
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia.
Porque la ley se dio por medio de Moisés,
la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás:
Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 2 de enero de 2022

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de la Liturgia de hoy nos ofrece una hermosa frase, que siempre rezamos a la hora del Ángelus y que por sí sola nos revela el sentido de la Navidad: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). Estas palabras, si lo pensamos, contienen una paradoja. Ponen juntas dos realidades opuestas: el Verbo y la carne. “Verbo” indica que Jesús es la Palabra eterna del Padre, Padre infinita, que existe desde siempre, antes de todas las cosas creadas; “carne”, en cambio, indica precisamente nuestra realidad, realidad creada, frágil, limitada, mortal. Antes de Jesús eran dos mundos separados: el Cielo opuesto a la tierra, lo infinito opuesto a lo finito, el espíritu opuesto a la materia. Y hay otra oposición en el Prólogo del Evangelio de Juan, otro binomio: luz y tinieblas (cf. v. 5). Jesús es la luz de Dios que ha entrado en las tinieblas del mundo. Luz y tinieblas. Dios es luz: en Él no hay opacidad; en nosotros, en cambio, hay muchas oscuridades. Ahora, con Jesús, se encuentran la Luz y las tinieblas: la santidad y la culpa, la gracia y el pecado. Jesús, la encarnación de Jesús es precisamente el lugar del encuentro, del encuentro entre Dios y los hombres, el encuentro entre la gracia y el pecado.

¿Qué quiere anunciar el Evangelio con estas polaridades? Una cosa espléndida: el modo de actuar de Dios. Ante nuestra fragilidad, el Señor no retrocede. No permanece en su beata eternidad y en su luz infinita, sino que se hace cercano, se hace carne, desciende a las tinieblas, habita tierras extrañas a Él. ¿Y por qué Dios hace esto? ¿Por qué desciende entre nosotros? Lo hace porque no se resigna a que podamos extraviarnos yendo lejos de Él, lejos de la eternidad, lejos de la luz. He aquí la obra de Dios: venir entre nosotros. Si nosotros nos consideramos indignos, esto no lo detiene. Él viene. Si lo rechazamos, no se cansa de buscarnos. Si no estamos preparados y bien dispuestos para recibirlo, prefiere venir de todos modos. Y si nosotros le cerramos la puerta en la cara, Él espera. Es precisamente el Buen Pastor. ¿Y la imagen más bella del Buen Pastor? El Verbo que se hace carne para compartir nuestra vida. Jesús es el Buen Pastor que viene a buscarnos allí donde nosotros estamos: en nuestros problemas, en nuestra miseria… Ahí viene Él.

Queridos hermanos y hermanas, a menudo nos mantenemos a distancia de Dios porque pensamos que no somos dignos de Él por otros motivos. Y es verdad. Pero la Navidad nos invita a ver las cosas desde su punto de vista. Dios desea encarnarse. Si tu corazón te parece demasiado contaminado por el mal, te parece desordenado, por favor no te cierres, no tengas miedo. Él viene. Piensa en el establo de Belén. Jesús nació allí, en esa pobreza, para decirte que ciertamente no teme visitar tu corazón, habitar en una vida desaliñada. Ésta es la palabra: habitarHabitar es el verbo que utiliza hoy el Evangelio para significar esta realidad: expresa un compartir total, una gran intimidad. Y esto es lo que Dios quiere: quiere habitar con nosotros, quiere habitar en nosotros, no permanecer lejos.

Y me pregunto, a mí, a ustedes y a todos: nosotros, ¿queremos hacerle espacio? Con palabras, sí; nadie dirá: “¡Yo no!”; sí. ¿Pero concretamente? Tal vez haya aspectos de la vida que guardamos para nosotros, exclusivos, o lugares interiores en los cuales tenemos miedo que entre el Evangelio, donde no queremos poner a Dios en medio. Hoy los invito a la concreción. ¿Cuáles son las cosas interiores que yo creo que a Dios no le gustan? ¿Cuál es el espacio que considero sólo para mí y al que no quiero que Dios venga?  Cada uno de nosotros sea concreto, y respondamos a esto. “Sí, sí, yo querría que Jesús viniera, pero esto, que esto no lo toque; y esto, no, y esto…”. Cada uno tiene su propio pecado, llamémoslo por su nombre. Y Él no se asusta de nuestros pecados: ha venido para curarnos. Al menos, hagámoselo ver, que Él vea el pecado. Seamos valientes, digamos: “Señor, yo estoy en esta situación, no quiero cambiar. Pero tú, por favor, no te alejes demasiado”. Bella oración, esta. Seamos sinceros hoy.

En estos días navideños nos hará bien acoger al Señor precisamente allí. ¿Cómo? Por ejemplo, deteniéndose ante el pesebre, porque muestra a Jesús que viene a habitar toda nuestra vida concreta, ordinaria, donde no va todo bien, donde hay muchos problemas ― algunos son culpa nuestra, otros, culpa de los demás―, y Jesús viene. Vemos a los pastores que trabajan duramente, a Herodes que amenaza a los inocentes, una gran pobreza... Pero en medio de todo esto, en medio de tantos problemas ―y también en medio de nuestros problemas― está Dios, está Dios que quiere habitar con nosotros. Y espera que le presentemos nuestras situaciones, lo que vivimos. Entonces, ante el pesebre, hablemos con Jesús de nuestras vicisitudes concretas. Invitémoslo oficialmente a nuestra vida, sobre todo a las zonas oscuras: “Mira, Señor, que allí no hay luz, allí la electricidad no llega, pero por favor no toques, porque no quiero dejar esta situación”. Hablar con claridad, concretamente. Las zonas oscuras, nuestros “establos interiores”: cada uno los tiene. Y también contémosle sin miedo los problemas sociales, los problemas eclesiales de nuestro tiempo, los problemas personales, también los peores: Dios ama habitar en nuestro establo.

Que la Madre de Dios, en quien el Verbo se hizo carne, nos ayude a cultivar una mayor intimidad con el Señor.

 

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Biblioteca del Palacio Apostólico
Domingo, 3 de enero de 2021

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este segundo domingo después de Navidad, la Palabra de Dios no nos presenta un episodio de la vida de Jesús, sino que nos habla de Él antes de que naciera. Nos retrotrae para revelar algo sobre Jesús antes de que viniera entre nosotros. Lo hace sobre todo en el prólogo del Evangelio de Juan, que comienza: «En el principio era el Verbo» (Jn 1,1). En el principio: son las primeras palabras de la Biblia, las mismas con las que comienza el relato de la creación: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1,1). Hoy el Evangelio dice que Aquel que hemos contemplado en su Natividad, como niño, Jesús, existía antes: antes del comienzo de las cosas, antes del universo, antes de todo. Él está antes del espacio y el tiempo. «En Él estaba la vida"» (Jn 1,4) antes de que apareciera la vida.

San Juan lo llama Verbo es decir, Palabra. ¿Qué quiere decirnos? La Palabra sirve para comunicar: no se habla solo, se habla con alguien. Siempre se habla con alguien. Cuando vemos por la calle gente que habla sola, decimos: “A esta persona le pasa algo”. No: nosotros hablamos siempre con alguien. Así pues, el hecho de que Jesús sea desde el principio la Palabra significa que desde el principio Dios se quiere comunicar con nosotros, quiere hablarnos. El Hijo unigénito del Padre (cf. v. 14) quiere decirnos la belleza de ser hijos de Dios; es «la luz verdadera» (v. 9) y quiere alejarnos de las tinieblas del mal; es «la vida» (v. 4) que conoce nuestras vidas y quiere decirnos que las ama desde siempre. Nos ama a todos. Este es el mensaje maravilloso de hoy: Jesús es la Palabra, la Palabra eterna de Dios, que desde siempre piensa en nosotros y desea comunicar con nosotros.

Y para hacerlo, fue más allá de las palabras. En efecto, el núcleo del Evangelio de hoy nos dice que la Palabra «se hizo carne y habitó entre nosotros» (v. 14). Se hizo carne: ¿por qué San Juan usa esta expresión, “carne”? ¿No podría haber dicho, de una manera más elegante, que se hizo hombre? No, usa la palabra carne porque indica nuestra condición humana en toda su debilidad, en toda su fragilidad. Nos dice que Dios se hizo fragilidad para tocar de cerca nuestras fragilidades. Por lo tanto, desde el momento en que el Señor se hizo carne, nada en nuestra vida le es ajeno. No hay nada que Él desdeñe; podemos compartir todo con Él, todo. Querido hermano, querida hermana, Dios se hizo carne para decirnos, decirte que te ama precisamente allí, que nos ama precisamente allí, en nuestras fragilidades, en tus fragilidades; precisamente allí donde nosotros más nos avergonzamos, donde más te avergüenzas. Es audaz: la decisión de Dios es audaz: se hizo carne precisamente allí, donde nosotros tantas veces nos avergonzamos; entra en nuestra vergüenza para hacerse hermano nuestro, para compartir el camino de la vida.

Se hizo carne y no se volvió atrás. No asumió nuestra humanidad como un vestido, que se pone y se quita. No, nunca se separó de nuestra carne. Y jamás se separará de ella: ahora y por siempre está en el cielo con su cuerpo de carne humana. Se unió para siempre a nuestra humanidad; podríamos decir que la “desposó”. A mí me gusta pensar que cuando el Señor le reza al Padre por nosotros, no le habla solamente: le enseña las heridas de la carne, le enseña las llagas que ha sufrido por nosotros. Y este es Jesús: con su carne es el intercesor, quiso llevar también las señales del sufrimiento. Jesús, con su carne, está ante el Padre. El Evangelio dice, en efecto, que vino a habitar entre nosotros. No vino de visita y luego se fue, vino a habitar con nosotros, a estar con nosotros. ¿Qué desea entonces de nosotros? Desea una gran intimidad. Quiere que compartamos con Él alegrías y penas, deseos y temores, esperanzas y tristezas, personas y situaciones. Hagámoslo con confianza, abrámosle nuestro corazón, contémosle todo. Detengámonos en silencio ante el belén para saborear la ternura de Dios que se hizo cercano, que se hizo carne. Y sin miedo, invitémosle a nuestra casa, a nuestra familia, y también —cada uno las conoce bien— invitémosle  a nuestras fragilidades. Invitémosle a que vea nuestras llagas. Vendrá y la vida cambiará.

La Santa Madre de Dios, en quien el Verbo se hizo carne, nos ayude a acoger a Jesús, que llama a la puerta del corazón para vivir con nosotros.

Lc 2,22-35: Luz para alumbrar a las naciones.
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, corno dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.»
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
«Ahora, Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos han visto a tu Salvador,
a quien has presentado ante todos los pueblos:
luz para alumbrar a las naciones
y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María su madre:
- «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»

Clave de lectura

XXIV JORNADA MUNDIAL DE LA VIDA CONSAGRADA

SANTA MISA PARA LOS CONSAGRADOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Sábado, 1 de febrero de 2020

 

«Mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2,30). Son las palabras de Simeón, que el Evangelio presenta como un hombre sencillo: un «hombre justo y piadoso», dice el texto (v. 25). Pero entre todos los hombres que aquel día estaban en el templo, sólo él vio en Jesús al Salvador. ¿Qué es lo que vio? Un niño, simplemente un niño pequeño y frágil. Pero allí vio la salvación, porque el Espíritu Santo le hizo reconocer en aquel tierno recién nacido «al Mesías del Señor» (v. 26). Tomándolo entre sus brazos percibió, en la fe, que en Él Dios llevaba a cumplimiento sus promesas. Y entonces, Simeón podía irse en paz: había visto la gracia que vale más que la vida (cf. Sal 63,4), y no esperaba nada más.

También vosotros, queridos hermanos y hermanas consagrados, sois hombres y mujeres sencillos que habéis visto el tesoro que vale más que todas las riquezas del mundo. Por eso habéis dejado cosas preciosas, como los bienes, como formar una familia. ¿Por qué lo habéis hecho? Porque os habéis enamorado de Jesús, habéis visto todo en Él y, cautivados por su mirada, habéis dejado lo demás. La vida consagrada es esta visión. Es ver lo que es importante en la vida. Es acoger el don del Señor con los brazos abiertos, como hizo Simeón. Eso es lo que ven los ojos de los consagrados: la gracia de Dios que se derrama en sus manos. El consagrado es aquel que cada día se mira y dice: “Todo es don, todo es gracia”. Queridos hermanos y hermanas: No hemos merecido la vida religiosa, es un don de amor que hemos recibido.

Mis ojos han visto a tu Salvador. Son las palabras que repetimos cada noche en Completas. Con ellas concluimos la jornada diciendo: “Señor, mi Salvador eres , mis manos no están vacías, sino llenas de tu gracia”. El punto de partida es saber ver la gracia. Mirar hacia atrás, releer la propia historia y ver el don fiel de Dios: no sólo en los grandes momentos de la vida, sino también en las fragilidades, en las debilidades, en las miserias. El tentador, el diablo insiste precisamente en nuestras miserias, en nuestras manos vacías: “En tantos años no mejoraste, no hiciste lo que podías, no te dejaron hacer aquello para lo que valías, no fuiste siempre fiel, no fuiste capaz…” y así sucesivamente. Cada uno de nosotros conoce bien esta historia, estas palabras. Nosotros vemos que eso, en parte, es verdad, y vamos detrás de pensamientos y sentimientos que nos desorientan. Y corremos el riesgo de perder la brújula, que es la gratuidad de Dios. Porque Dios siempre nos ama y se nos da, incluso en nuestras miserias. San Jerónimo daba tantas cosas al Señor y el Señor le pedía cada vez más. Él le ha dicho: “Pero, Señor, ya te he dado todo, todo, ¿qué me falta?” —“tus pecados, tus miserias, dame tus miserias”. Cuando tenemos la mirada fija en Él, nos abrimos al perdón que nos renueva y somos confirmados por su fidelidad. Hoy podemos preguntarnos: “Yo, ¿hacia quién oriento mi mirada: hacia el Señor o hacia mí mismo?”. Quien sabe ver ante todo la gracia de Dios descubre el antídoto contra la desconfianza y la mirada mundana.

Porque sobre la vida religiosa se cierne esta tentación: tener una mirada mundana. Es la mirada que no ve más la gracia de Dios como protagonista de la vida y va en busca de cualquier sucedáneo: un poco de éxito, un consuelo afectivo, hacer finalmente lo que quiero. Pero la vida consagrada, cuando no gira más en torno a la gracia de Dios, se repliega en el yo. Pierde impulso, se acomoda, se estanca. Y sabemos qué sucede: se reclaman los propios espacios y los propios derechos, uno se deja arrastrar por habladurías y malicias, se irrita por cada pequeña cosa que no funciona y se entonan las letanías del lamento —las quejas, “el padre quejas”, “la hermana quejas”—: sobre los hermanos, las hermanas, la comunidad, la Iglesia, la sociedad. No se ve más al Señor en cada cosa, sino sólo al mundo con sus dinámicas, y el corazón se entumece. Así uno se vuelve rutinario y pragmático, mientras dentro aumentan la tristeza y la desconfianza, que acaban en resignación. Esto es a lo que lleva la mirada mundana. La gran Teresa decía a sus monjas: “ay de la monja que repite ‘me han hecho una injusticia’, ay”.

Para tener la mirada justa sobre la vida, pidamos saber ver la gracia que Dios nos da a nosotros, como Simeón. El Evangelio repite tres veces que él tenía familiaridad con el Espíritu Santo, que estaba con él, lo inspiraba, lo movía (cf. vv. 25-27). Tenía familiaridad con el Espíritu Santo, con el amor de Dios. La vida consagrada, si se conserva en el amor del Señor, ve la belleza. Ve que la pobreza no es un esfuerzo titánico, sino una libertad superior, que nos regala a Dios y a los demás como las verdaderas riquezas. Ve que la castidad no es una esterilidad austera, sino el camino para amar sin poseer. Ve que la obediencia no es disciplina, sino la victoria sobre nuestra anarquía, al estilo de Jesús. En una de las zonas que sufrieron el terremoto en Italia —hablando de pobreza y de vida comunitaria— un monasterio benedictino había quedado completamente destruido y otro monasterio invitó a las monjas a trasladarse al suyo. Pero se quedaron poco tiempo allí: no eran felices, pensaban en el lugar que habían dejado, en la gente de allí. Y al final decidieron< volverse y hacer el monasterio en dos caravanas. En vez de estar en un gran monasterio, cómodas, estaban como las pulgas, allí, todas juntas, pero felices en la pobreza. Esto sucedió este último año. Una cosa hermosa.

Mis ojos han visto a tu Salvador. Simeón ve a Jesús pequeño, humilde, que ha venido para servir y no para ser servido, y se define a sí mismo como siervo. Dice, en efecto: «Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz» (v. 29). Quien tiene la mirada en Jesús aprende a vivir para servir. No espera que comiencen los demás, sino que sale a buscar al prójimo, como Simeón que buscaba a Jesús en el templo. En la vida consagrada, ¿dónde se encuentra al prójimo? Esta es la pregunta: ¿Dónde se encuentra el prójimo? En primer lugar, en la propia comunidad. Hay que pedir la gracia de saber buscar a Jesús en los hermanos y en las hermanas que hemos recibido. Es allí donde se comienza a poner en práctica la caridad: en el lugar donde vives, acogiendo a los hermanos y hermanas con sus propias pobrezas, como Simeón acogió a Jesús sencillo y pobre. Hoy, muchos ven en los demás sólo obstáculos y complicaciones. Se necesitan miradas que busquen al prójimo, que acerquen al que está lejos. Los religiosos y las religiosas, hombres y mujeres que viven para imitar a Jesús, están llamados a introducir en el mundo su misma mirada, la mirada de la compasión, la mirada que va en busca de los alejados; que no condena, sino que anima, libera, consuela, la mirada de la compasión. Es ese estribillo del Evangelio, que hablando de Jesús repite frecuentemente: “se compadeció”. Es Jesús que se inclina hacia cada uno de nosotros.

Mis ojos han visto a tu Salvador. Los ojos de Simeón han visto la salvación porque la aguardaban (cf. v. 25). Eran ojos que aguardaban, que esperaban. Buscaban la luz y vieron la luz de las naciones (cf. v. 32). Eran ojos envejecidos, pero encendidos de esperanza. La mirada de los consagrados no puede ser más que una mirada de esperanza. Saber esperar. Mirando alrededor, es fácil perder la esperanza: las cosas que no van, la disminución de las vocaciones… Otra vez se cierne la tentación de la mirada mundana, que anula la esperanza. Pero miremos al Evangelio y veamos a Simeón y Ana: eran ancianos, estaban solos y, sin embargo, no habían perdido la esperanza, porque estaban en contacto con el Señor. Ana «no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día» (v. 37). Este es el secreto: no apartarse del Señor, fuente de la esperanza. Si no miramos cada día al Señor, si no lo adoramos, nos volvemos ciegos. Adorar al Señor.

Queridos hermanos y hermanas: Demos gracias a Dios por el don de la vida consagrada y pidamos una mirada nueva, que sabe ver la gracia, que sabe buscar al prójimo, que sabe esperar. Entonces, también nuestros ojos verán al Salvador.

Mc 1,7-11: Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto.
En aquel tiempo, proclamaba Juan:
- «Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.»
Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo:
- «Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto.»

CLAVE DE LECTURA 1

FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Biblioteca del Palacio Apostólico
Domingo, 10 de enero de 2021

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy celebramos el Bautismo del Señor. Dejamos, hace pocos días, a Jesús niño visitado por los Magos; hoy lo encontramos como adulto en la orilla del Jordán. La Liturgia nos hace realizar un salto de unos treinta años, treinta años de los que sabemos una cosa: fueron años de vida escondida, que Jesús pasó en familia —algunos, primero, en Egipto, como migrante para huir de la persecución de Herodes, los otros en Nazaret, aprendiendo la profesión de José—, en familia obedeciendo a sus padres, estudiando y trabajando. Impresiona que el Señor haya pasado así la mayor parte del tiempo en la Tierra, viviendo la vida de todos los días, sin aparecer. Pensemos que, según los Evangelios, fueron tres años de predicaciones, de milagros y tantas cosas. Tres. Y los otros, todos los otros, de vida escondida en familia. Es un bonito mensaje para nosotros: nos revela la grandeza de lo cotidiano, la importancia a los ojos de Dios de cada gesto y momento de la vida, también el más sencillo, también el más escondido.

Después de estos treinta años de vida escondida empieza la vida pública de Jesús. Y empieza precisamente con el bautismo en el río Jordán. Pero Jesús es Dios, ¿por qué se hace bautizar? El bautismo de Juan consistía en un rito penitencial, era signo de la voluntad de convertirse, de ser mejores, pidiendo perdón por los propios pecados. Realmente Jesús no lo necesitaba. De hecho Juan Bautista trata de oponerse, pero Jesús insiste. ¿Por qué? Porque quiere estar con los pecadores: por eso se pone a la fila con ellos y cumple su mismo gesto. Lo hace con la actitud del pueblo, con su actitud [de la gente] que, como dice un himno litúrgico, se acercaba “desnuda el alma y desnudos los pies”. El alma desnuda, es decir, sin cubrir nada, así, pecador. Este es el gesto que hace Jesús, y baja al río para sumergirse en nuestra misma condición. Bautismo, de hecho, significa precisamente “inmersión”. En el primer día de su ministerio, Jesús nos ofrece así su “manifiesto programático”. Nos dice que Él no nos salva desde lo alto, con una decisión soberana o un acto de fuerza, un decreto, no: Él nos salva viniendo a nuestro encuentro y tomando consigo nuestros pecados. Es así como Dios vence el mal del mundo: bajando, haciéndose cargo. Es también la forma en la que nosotros podemos levantar a los otros: no juzgando, no insinuando qué hacer, sino haciéndonos cercanos, com-padeciendo, compartiendo el amor de Dios. La cercanía es el estilo de Dios con nosotros; Él mismo se lo dijo a Moisés: “Pensad: ¿qué pueblo tiene sus dioses tan cercanos como vosotros me tenéis a mí?”. La cercanía es el estilo de Dios con nosotros.

Después de este gesto de compasión de Jesús, sucede algo extraordinario, los cielos se abren y se desvela finalmente la Trinidad. El Espíritu Santo desciende en forma de paloma (cf. Mc 1,10) y el Padre dice a Jesús: «Tú eres mi Hijo muy querido» (v. 11). Dios se manifiesta cuando aparece la misericordia. No olvidar esto: Dios se manifiesta cuando aparece la misericordia, porque ese es su rostro. Jesús se hace siervo de los pecadores y es proclamado Hijo; baja sobre nosotros y el Espíritu desciende sobre Él. Amor llama amor. Vale también para nosotros: en cada gesto de servicio, en cada obra de misericordia que realizamos Dios se manifiesta, Dios pone su mirada en el mundo. Esto vale para nosotros.

Pero, antes de que hagamos cualquier cosa, nuestra vida está marcada por la misericordia que se ha fijado sobre nosotros. Hemos sido salvados gratuitamente. La salvación es gratis. Es el gesto gratuito de misericordia de Dios con nosotros. Sacramentalmente esto se hace el día de nuestro Bautismo; pero también aquellos que no están bautizados reciben la misericordia de Dios siempre, porque Dios está allí, espera, espera que se abran las puertas de los corazones. Se acerca, me permito decir, nos acaricia con su misericordia.

La Virgen, a la que ahora rezamos, nos ayude a custodiar nuestra identidad, es decir la identidad de ser “misericordiados”, que está en la base de la fe y de la vida.

CLAVE DE LECTURA 2

FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo 7 de enero de 2018

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La celebración hoy del bautismo del Señor concluye el tiempo de Navidad y nos invita a pensar en nuestro bautismo. Jesús quiso recibir el bautismo predicado y administrado por Juan el Bautista en el Jordán. Era un bautismo de penitencia: los que se acercaban manifestaban el deseo de ser purificados de los pecados y, con la ayuda de Dios, se comprometían a comenzar una nueva vida.

Entendemos así la gran humildad de Jesús, el que no había pecado, poniéndose en fila con los penitentes, mezclado entre ellos para ser bautizado en las aguas del río. ¡Cuánta humildad tiene Jesús! Y al hacerlo, manifestó lo que hemos celebrado en Navidad: la disponibilidad de Jesús para sumergirse en el río de la humanidad, para asumir las deficiencias y debilidades de los hombres, para compartir su deseo de liberación y superación de todo lo que aleja de Dios y hace extraños a los hermanos. Al igual que en Belén, también en las orillas del Jordán, Dios cumple su promesa de hacerse cargo de la suerte del ser humano, y Jesús es el Signo tangible y definitivo. Él se hizo cargo de todos nosotros, se hace cargo de todos nosotros, en la vida, en los días.

El Evangelio de hoy subraya que Jesús, «no bien hubo salido del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él» (Mc 1,10). El Espíritu Santo, que había obrado desde el comienzo de la creación y había guiado a Moisés y al pueblo en el desierto, ahora desciende en plenitud sobre Jesús para darle la fortaleza de cumplir su misión en el mundo. El Espíritu es el artífice del bautismo de Jesús y también de nuestro bautismo. Él nos abre los ojos del corazón a la verdad, a toda la verdad. Empuja nuestra vida por el sendero de la caridad. Él es el don que el Padre ha dado a cada uno de nosotros el día de nuestro bautismo. Él, el Espíritu, nos transmite la ternura del perdón divino. Y siempre es Él, el Espíritu Santo, quien hace resonar la reveladora Palabra del Padre: «Tú eres mi Hijo» (v. 11).

La fiesta del bautismo de Jesús invita a cada cristiano a recordar su bautismo. No puedo preguntaros si os acordáis del día de vuestro bautismo, porque la mayoría de vosotros erais niños, como yo; nos bautizaron de niños. Pero os hago otra pregunta: ¿sabéis la fecha de vuestro bautismo? ¿Sabéis en qué día fuiste bautizado? Pensadlo todos. Y si no sabéis la fecha o la habéis olvidado, al volver a casa, preguntádselo a vuestra madre, a la abuela, al tío, a la tía, al abuelo, al padrino, o a la madrina: ¿en qué fecha? Y de esa fecha tenemos que acordarnos siempre, porque es una fecha de fiesta, es la fecha de nuestra santificación inicial, es la fecha en la que el Padre nos dio al Espíritu Santo que nos impulsa a caminar, es la fecha del gran perdón. No lo olvidéis: ¿cuál es mi fecha de bautismo?

Invoquemos la protección materna de María Santísima, para que todos los cristianos comprendan cada vez más el don del bautismo y se comprometan a vivirlo con coherencia, testimoniando el amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Mc 1,12-15: Se dejaba tentar por Satanás, y los ángeles le servían.
En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían.
Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía:
-«Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo,, 21 de febrero de 2021

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El pasado miércoles, con el rito penitencial de la ceniza, iniciamos el camino de la Cuaresma. Hoy, primer domingo de este tiempo litúrgico, la Palabra de Dios nos indica el camino para vivir fructuosamente los cuarenta días que conducen a la celebración anual de la Pascua. Es el camino recorrido por Jesús, que el Evangelio, en el estilo esencial de Marcos, resume diciendo que Él, antes de comenzar su predicación, se retiró durante cuarenta días al desierto, donde fue tentado por Satanás (cf. 1,12-15). El evangelista subraya que «el Espíritu empuja a Jesús al desierto» (v. 12). El Espíritu Santo, que descendió sobre Él nada más recibir el bautismo de Juan en el río Jordán, el mismo Espíritu le empuja ahora a ir al desierto, para enfrentarse al Tentador, para luchar contra el diablo. Toda la existencia de Jesús se pone bajo el signo del Espíritu de Dios, que lo anima, lo inspira y lo guía.

Pero pensemos en el desierto. Detengámonos un momento en este entorno, natural y simbólico, tan importante en la Biblia. El desierto es el lugar donde Dios habla al corazón del hombre, y donde brota la respuesta de la oración, o sea, el desierto de la soledad, el corazón sin apego a otras cosas y solo, en esa soledad, se abre a la Palabra de Dios. Pero es también el lugar de la prueba y la tentación, donde el Tentador, aprovechando la fragilidad y las necesidades humanas, insinúa su voz engañosa, alternativa a la de Dios, una voz alternativa que te muestra otro camino, un camino de engaños. El Tentador seduce. Efectivamente, durante los cuarenta días vividos por Jesús en el desierto, comienza el “duelo” entre Jesús y el diablo, que terminará con la Pasión y la Cruz. Todo el ministerio de Cristo es una lucha contra el Maligno en sus múltiples manifestaciones: curaciones de enfermedades, exorcismos de los endemoniados, perdón de los pecados. Después de la primera fase en la que Jesús demuestra que habla y actúa con el poder de Dios, parece que el diablo prevalezca  cuando el Hijo de Dios es rechazado, abandonado y finalmente capturado y condenado a muerte. Parece que el vencedor es el diablo. En realidad, la muerte era el último “desierto” a atravesar para derrotar definitivamente a Satanás y liberarnos a todos de su poder. Y así Jesús triunfó en el desierto de la muerte para triunfar después en la Resurrección.

Cada año, al comienzo de la Cuaresma, este Evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto nos recuerda que la vida del cristiano, tras las huellas del Señor, es una batalla contra el espíritu del mal. Nos muestra que Jesús se enfrentó voluntariamente al Tentador y lo venció; y al mismo tiempo nos recuerda que al diablo se le concede la posibilidad de actuar también sobre nosotros con sus tentaciones. Debemos ser conscientes de la presencia de este enemigo astuto, interesado en nuestra condena eterna, en nuestro fracaso, y prepararnos para defendernos de él y combatirlo. La gracia de Dios nos asegura, mediante la fe, la oración y la penitencia, la victoria sobre el enemigo. Pero hay algo que me gustaría subrayar: en las tentaciones Jesús no dialoga nunca con el diablo, nunca. En su vida, Jesús no tuvo jamás un diálogo con el diablo, jamás. O lo expulsa de los endemoniados o lo condena o muestra su malicia, pero nunca un diálogo. Y en el desierto parece que haya un diálogo porque el diablo le hace tres propuestas y Jesús responde. Pero Jesús no responde con sus palabras; responde con la Palabra de Dios, con tres pasajes de la Escritura. Y esto es lo que debemos hacer también todos nosotros. Cuando se acerca el seductor, comienza a seducirnos: “Pero piensa esto, haz aquello...”. La tentación es la de dialogar con él, como hizo Eva; y si nosotros entablamos diálogo con el diablo seremos derrotados. Grabaos esto en la cabeza y en el corazón: no se dialoga nunca con el diablo, no hay diálogo posible. Solo la Palabra de Dios.

En el tiempo de Cuaresma, el Espíritu Santo nos empuja también a nosotros, como a Jesús, a entrar en el desierto. No se trata —como hemos visto— de un lugar físico, sino de una dimensión existencial en la que hacer silencio y ponernos a la escucha de la palabra de Dios, «para que se cumpla en nosotros la verdadera conversión» (Oración colecta 1er Domingo de Cuaresma B). No tengáis miedo del desierto, buscad más momentos de oración, de silencio, para entrar en nosotros mismos. No tengáis miedo. Estamos llamados a caminar por las sendas de Dios, renovando las promesas de nuestro bautismo: renunciar a Satanás, a todas sus obras y a todas sus seducciones. El enemigo está ahí, al acecho, tened cuidado. Pero no dialoguéis nunca con él. Nos encomendamos a la intercesión maternal de la Virgen María.

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

I Domingo de Cuaresma

18 de febrero de 2018

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este primer domingo de Cuaresma, el Evangelio menciona los temas de la tentación, la conversión y la Buena Noticia. Escribe el evangelista Marcos: «El Espíritu le empuja al desierto, y permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentando por Satanás» (Marcos 1, 12-13). Jesús va al desierto a prepararse para su misión en el mundo. Él no necesita conversión, pero, en cuanto hombre, debe pasar a través de esta prueba, ya sea por sí mismo, para obedecer a la voluntad del Padre, como por nosotros, para darnos la gracia de vencer las tentaciones. Esta preparación consiste en la lucha contra el espíritu del mal, es decir, contra el diablo. También para nosotros la Cuaresma es un tiempo de «agonismo» espiritual, de lucha espiritual: estamos llamados a afrontar al maligno mediante la oración para ser capaces, con la ayuda de Dios, de vencerlo en nuestra vida cotidiana. Nosotros lo sabemos, el mal está lamentablemente funcionando en nuestra existencia y entorno a nosotros, donde se manifiestan violencias, rechazo del otro, clausuras, guerras, injusticias. Todas estas son obra del maligno, del mal.

Inmediatamente después de las tentaciones en el desierto, Jesús empieza a predicar el Evangelio, es decir, la Buena Noticia, la segunda palabra. La primera era «tentación»; la segunda, «Buena Noticia». Y esta Buena Noticia exige del hombre conversión —tercera palabra— y fe. Él anuncia: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca»; después dirige la exhortación: «convertíos y creed en la Buena Nueva» (v. 15), es decir creed en esta Buena Noticia que el Reino de Dios está cerca. En nuestra vida siempre necesitamos conversión —¡todos los días!—, y la Iglesia nos hace rezar por esto. De hecho, no estamos nunca suficientemente orientados hacia Dios y debemos continuamente dirigir nuestra mente y nuestro corazón a Él. Para hacer esto es necesario tener la valentía de rechazar todo lo que nos lleva fuera del camino, los falsos valores que nos engañan atrayendo nuestro egoísmo de forma sutil. Sin embargo, debemos fiarnos del Señor, de su bondad y de su proyecto de amor para cada uno de nosotros.

La Cuaresma es un tiempo de penitencia, sí, ¡pero no es un tiempo triste! Es un tiempo de penitencia, pero no es un tiempo triste, de luto. Es un compromiso alegre y serio para despojarnos de nuestro egoísmo, de nuestro hombre viejo, y renovarnos según la gracia de nuestro bautismo. Solamente Dios nos puede donar la verdadera felicidad: es inútil que perdamos nuestro tiempo buscándola en otro lugar, en las riquezas, en los placeres, en el poder, en la carrera... El Reino de Dios es la realización de todas nuestras aspiraciones, porque es, al mismo tiempo, salvación del hombre y gloria de Dios.

En este primer domingo de Cuaresma, estamos invitados a escuchar con atención y recoger este llamamiento de Jesús a convertirnos y a creer en el Evangelio. Somos exhortados a iniciar con compromiso el camino hacia la Pascua, para acoger cada vez más la gracia de Dios, que quiere transformar el mundo en un reino de justicia, de paz, de fraternidad.

Que María Santísima nos ayude a vivir esta Cuaresma con fidelidad a la Palabra de Dios y con una oración incesante, como hizo Jesús en el desierto.

¡No es imposible! Se trata de vivir las jornadas con el deseo de acoger el amor que viene de Dios y que quiere transformar nuestra vida y el mundo entero.

Mc 1,40-45: La lepra se le quitó y quedó limpio.
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas:
-«Si quieres, puedes limpiarme.»
Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo:
-«Quiero: queda limpio.»
La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente:
-«No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés.»
Pero, cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 14 de febrero de 2021

 

Queridos hermanos y hermanas:

¡Buenos días! ¡Qué bella está la plaza con el sol! ¡Es bella!

El Evangelio de hoy (cf. Mc 1,40-45) nos presenta el encuentro entre Jesús y un hombre enfermo de lepra. Los leprosos eran considerados impuros y, según la prescripción de la Ley, debían permanecer fuera de los lugares habitados. Eran excluidos de toda relación humana, social y religiosa. Por ejemplo, no podían entrar en la sinagoga, no podían entrar en el Templo, también religiosamente. Jesús, en cambio, deja que se le acerque aquel hombre, se conmueve, incluso extiende la mano y lo toca. Esto era impensable en aquel tiempo. De este modo, realiza la Buena Noticia que anuncia: Dios se ha hecho cercano a nuestra vida, tiene compasión de la suerte de la humanidad herida y viene a derribar toda barrera que nos impide vivir nuestra relación con Él, con los demás y con nosotros mismos. Se hizo cercano. Cercanía. Recuérdense bien de esta palabra: cercanía, compasión. El evangelio dice que Jesús al ver al leproso “tuvo compasión de él”. Ternura. Tres palabras que indican el estilo de Dios: cercanía, compasión, ternura. En este episodio podemos ver que se encuentran dos "transgresiones": la transgresión del leproso que se acerca a Jesús, y no podía hacerlo, y Jesús que, movido por la compasión, se acerca y lo toca con ternura para curarlo, y no podía hacerlo. Ambos son transgresores, son dos transgresiones.

La primera transgresión es aquella del leproso: a pesar de las prescripciones de la Ley, sale del aislamiento y va a Jesús. Su enfermedad era considerada un castigo divino, pero en Jesús él pudo ver otro rostro de Dios: no el Dios que castiga, sino el Padre de la compasión y del amor, que nos libera del pecado y que nunca nos excluye de su misericordia. Así, aquel hombre puede salir de su aislamiento, porque en Jesús encuentra a Dios que comparte su dolor. La actitud de Jesús lo atrae, lo empuja a salir de sí mismo y a confiarle a Él su historia de dolor.

Permítanme aquí un pensamiento para tantos buenos sacerdotes, confesores, que tienen este comportamiento de atraer a la gente -hay tanta gente que se siente nada, se siente en el suelo por sus pecados- pero con ternura, con compasión. Son buenos aquellos confesores que no están con el látigo en la mano, sino para recibir, escuchar y decir que Dios es bueno, que Dios perdona siempre, que Dios no se cansa de perdonar. Para estos confesores misericordiosos, les pido hoy a todos ustedes, darles un aplauso aquí en la plaza. ¡Para todos!

La segunda transgresión es la de Jesús: mientras la Ley prohibía tocar a los leprosos, Él se conmueve, extiende su mano y lo toca para curarlo. Alguno podría decir: “¡Ha pecado! ¡Ha hecho aquello que la Ley prohíbe. Es un transgresor”. Es verdad, es un transgresor. No se limita a las palabras, sino que lo toca. Y tocar con amor significa establecer una relación, entrar en comunión, implicarse en la vida del otro hasta el punto de compartir incluso sus heridas. Con este gesto, Jesús muestra que Dios, que no es indiferente, no se mantiene a una "distancia segura"; se acerca, es más, se acerca con compasión y toca nuestra vida para sanarla con ternura. Es el estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura. La transgresión de Dios. Es un gran transgresor en este sentido.

Hermanos y hermanas, aún hoy en el mundo tantos de nuestros hermanos sufren de esta enfermedad, del mal de Hansen, o de otras enfermedades y condiciones a las que, lamentablemente, se asocian prejuicios sociales: “Este es un pecador”. Piensen en aquel momento en que entró en el banquete aquella mujer, derramó sobre los pies de Jesús aquel perfume. Los otros decían: “pero si este fuera profeta sería consciente, sabría quién es esta mujer, una pecadora”. El desprecio. Por el contrario, Jesús recibe, es más, agradece: “te son perdonados tus pecados”. ¡La ternura de Jesús!”. El prejuicio social de alejar a la gente con la palabra “este es un impuro”, “este es un pecador”, “este es un estafador”. Sí, a veces es verdad, pero no prejuzguen.

Pero a cada uno de nosotros nos puede ocurrir experimentar heridas, fracasos, sufrimientos, egoísmos que nos cierran a Dios y a los demás, porque el pecado nos encierra en nosotros mismos, por vergüenza, por humillación, pero Dios quiere abrir el corazón. Frente a todo esto, Jesús nos anuncia que Dios no es una idea o una doctrina abstracta, sino que Dios es Aquel que se "contamina" con nuestra humanidad herida y que no teme entrar en contacto con nuestras heridas. Pero, padre, ¿qué está diciendo? ¿Que dios se contamina? No lo digo yo, lo ha dicho san Pablo: “se ha hecho pecado” (2 Cor 5,21). Él que no era pecador, que no podía pecar, se ha hecho pecado. Mira cómo se ha contaminado Dios para acercarse a nosotros, para tener compasión y para hacer comprender su ternura. Cercanía, compasión y ternura.

Para respetar con las reglas de la buena reputación y las costumbres sociales, a menudo silenciamos el dolor o usamos máscaras para disimularlo. Con el fin de conciliar los cálculos de nuestro egoísmo o las leyes internas de nuestros temores, no nos implicamos demasiado en los sufrimientos de los demás. Por el contrario, pidamos al Señor la gracia de vivir estas dos "transgresiones", estas dos trangresiones del Evangelio de hoy. La del leproso, para que tengamos la valentía de salir de nuestro aislamiento y, en lugar de quedarnos allí a quejarnos o a llorar por nuestros fracasos, con lamentaciones, vayamos a Jesús tal como somos. Señor, yo soy así. Sentiremos aquel abrazo, aquel abrazo de Jesús tan hermoso. Y luego la transgresión de Jesús, que es un amor que nos hace ir más allá de las convenciones, que nos hace superar los prejuicios, el miedo a mezclarnos con la vida del otro. Aprendamos a ser transgresores como estos dos, como el leproso y como Jesús.

Que en este camino nos acompañe la Virgen María, a la que ahora invocamos en la oración del Ángelus.

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 11 de febrero de 2018

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En estos domingos el Evangelio, según el relato de Marcos, nos presenta a Jesús que cura a los enfermos de todo tipo. En tal contexto se coloca bien la Jornada mundial del enfermo, que se celebra precisamente hoy, 11 de febrero, memoria de la Beata Virgen María de Lourdes. Por eso, con la mirada del corazón dirigida a la gruta de Massabielle, contemplamos a Jesús como verdadero médico de los cuerpos y de las almas, que Dios Padre ha mandado al mundo para curar a la humanidad, marcada por el pecado y por sus consecuencias.

La página del Evangelio de hoy (cf. Marcos 1, 40-45) nos presenta la curación de un hombre enfermo de lepra, patología que en el Antiguo Testamento se consideraba una grave impureza y que implicaba la marginación del leproso de la comunidad: vivían solos. Su condición era realmente penosa, porque la mentalidad de aquel tiempo lo hacía sentir impuro incluso delante de Dios, no solo delante de los hombres. Incluso delante de Dios. Por eso el leproso del Evangelio suplica a Jesús con estas palabras: «Si quieres, puedes limpiarme» (v. 40).

Al oír eso, Jesús sintió compasión (v. 41). Es muy importante fijar la atención en esta resonancia interior de Jesús, como hicimos largamente durante el Jubileo de la Misericordia. No se entiende la obra de Cristo, no se entiende a Cristo mismo si no se entra en su corazón lleno de compasión y de misericordia. Es esta la que lo empuja a extender la mano hacia aquel hombre enfermo de lepra, a tocarlo y a decirle: «Quiero; queda limpio» (v. 41). El hecho más impactante es que Jesús toca al leproso, porque aquello estaba totalmente prohibido por la ley mosaica. Tocar a un leproso significaba contagiarse también dentro, en el espíritu, y, por lo tanto, quedar impuro. Pero en este caso, la influencia no va del leproso a Jesús para transmitir el contagio, sino de Jesús al leproso para darle la purificación. En esta curación nosotros admiramos, más allá de la compasión, la misericordia, también la audacia de Jesús, que no se preocupa ni del contagio ni de las prescripciones, sino que se conmueve solo por la voluntad de liberar a aquel hombre de la maldición que lo oprime.

Hermanos y hermanas, ninguna enfermedad es causa de impureza: la enfermedad ciertamente involucra a toda la persona, pero de ningún modo afecta o le inhabilita para su relación con Dios. De hecho, una persona enferma puede permanecer aún más unida a Dios. En cambio, el pecado sí que te deja impuro. El egoísmo, la soberbia, la corrupción, esas son las enfermedades del corazón de las cuales es necesario purificarse, dirigiéndose a Jesús como se dirigía el leproso: «Si quieres, puedes limpiarme».

Y ahora, guardemos un momento de silencio y cada uno de nosotros —todos vosotros, yo, todos— puede pensar en su corazón, mirar dentro de sí y ver las propias impurezas, los propios pecados. Y cada uno de nosotros, en silencio, pero con la voz del corazón decir a Jesús: «Si quieres, puedes limpiarme». Hagámoslo todos en silencio.

«Si quieres, puedes limpiarme».

«Si quieres, puedes limpiarme».

Y cada vez que acudimos al sacramento de la reconciliación con el corazón arrepentido, el Señor nos repite también a nosotros: «Quiero, queda limpio». ¡Cuánta alegría hay en esto! Así, la lepra del pecado desaparece, volvemos a vivir con alegría nuestra relación filial con Dios y quedamos reintegrados plenamente en la comunidad.

Por intercesión de la Virgen María, nuestra Madre Inmaculada, pidamos al Señor, que ha llevado también la salud a los enfermos, que sane nuestras heridas interiores con su infinita misericordia, para que nos dé otra vez la esperanza y la paz del corazón.

Mc 2,1-12: El Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados.
Cuando a los pocos días volvió Jesús a Cafarnaún, se supo que estaba en casa. Acudieron tantos que no quedaba sitio ni a la puerta. Él les proponía la palabra. Llegaron cuatro llevando un paralítico y, como no podían meterlo, por el gentío, levantaron unas tejas encima de donde estaba Jesús, abrieron un boquete y descolgaron la camilla con el paralítico. Viendo Jesús la fe que tenían, le dijo al paralítico:
-«Hijo, tus pecados quedan perdonados.»
Unos escribas, que estaban allí sentados, pensaban para sus adentros:
-«Por qué habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados, fuera de Dios?»
Jesús se dio cuenta de lo que pensaban y les dijo:
-«¿Por qué pensáis eso? ¿Qué es más fácil: decirle al paralítico "tus pecados quedan perdonados" o decirle "levántate, coge la camilla y echa a andar"? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados ... »
Entonces le dijo al paralítico:
-«Contigo hablo: Levántate, coge tu camilla -y vete a tu casa. »
Se levantó inmediatamente, cogió la camilla y salió a la vista de todos. Se quedaron atónitos y daban gloria a Dios, diciendo:
-«Nunca hemos visto una cosa igual.»
Mc 2,13-17: No he venido a llamar justos, sino a los pecadores.
En aquel tiempo, Jesús salió de nuevo a la orilla del lago; la gente acudía a él, y les enseñaba. Al pasar, vio a Leví, el de Alfeo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo:
-«Sígueme.»
Se levantó y lo siguió. Estando Jesús a la mesa en su casa, de entre los muchos que lo seguían un grupo de publicanos y pecadores se sentaron con Jesús y sus discípulos. Algunos escribas fariseos, al ver que comía con publicanos y pecadores, les dijeron a los discípulos:
-«¡De modo que come con publicanos y pecadores!»
Jesús lo oyó y les dijo:
-«No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.»
Mc 2,18-22: El novio está con ellos.
En aquel tiempo, los discípulos de Juan y los fariseos estaban de ayuno. Vinieron unos y le preguntaron a Jesús:
-«Los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan. ¿Por qué los tuyos no?»
Jesús les contestó:
-«¿Es que pueden ayunar los amigos del novio, mientras el novio está con ellos? Mientras tienen al novio con ellos, no pueden ayunar. Llegará un día en que se lleven al novio; aquel día si que ayunarán. Nadie le echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto, lo nuevo de lo viejo, y deja un roto peor. Nadie echa vino nuevo en odres viejos; porque revienta los odres, y se pierden el vino y los odres; a vino nuevo, odres nuevos.»
Mc 2,23-28: El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado.
Un sábado atravesaba el Señor un sembrado; mientras andaban, los discípulos iban arrancando espigas.
Los fariseos le dijeron:
-Oye, ¿Por qué hacen en sábado lo que no está permitido?
El les respondió:
-¿No habéis leído nunca lo que hizo David, cuando él y sus hombres se vieron faltos y con hambre? Entró en la casa de Dios, en tiempo del sumo sacerdote Abiatar, comió de los panes presentados, que sólo pueden comer los sacerdotes, y les dio también a sus compañeros.
Y añadió:
-El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado; así que el Hijo del Hombre es señor también del sábado.
Mc 3,1-6: ¿Está permitido en sábado salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?
En aquel tiempo, entró Jesús otra vez en la sinagoga, y había allí un hombre con parálisis en un brazo. Estaban al acecho, para ver si curaba en sábado y acusarlo. Jesús le dijo al que tenia la parálisis:
-«Levántate y ponte ahí en medio.»
Y a ellos les preguntó:
-«¿Qué está permitido en sábado?, ¿hacer lo bueno o lo malo?, ¿salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?»
Se quedaron callados. Echando en torno una mirada de ira, y dolido de su obstinación, le dijo al hombre:
-«Extiende el brazo.»
Lo extendió y quedó restablecido. En cuanto salieron de la sinagoga, los fariseos se pusieron a planear con los herodianos el modo de acabar con él.
Mc 3,20-21: Su familia decía que no estaba en sus cabales.
En aquel tiempo, Jesús fue a casa con sus discípulos y se juntó de nuevo tanta gente que no los dejaban ni comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales.
Mc 3,20-35: Satanás está perdido.
En aquel tiempo, Jesús fue a casa con sus discípulos y se juntó de nuevo tanta gente que no los dejaban ni comer.
Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales.
También los escribas que habían bajado de Jerusalén decían:
—«Tiene dentro a Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios.»
Él los invitó a acercarse y les puso estas parábolas:
—«¿Cómo va a echar Satanás a Satanás? Un reino en guerra civil no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir. Si Satanás se rebela contra sí mismo, para hacerse la guerra, no puede subsistir, está perdido. Nadie puede meterse en casa de un hombre forzudo para arramblar con su ajuar, si primero no lo ata; entonces podrá arramblar con la casa.
Creedme, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre.»
Se refería a los que decían que tenía dentro un espíritu inmundo.
Llegaron su madre y sus hermanos y desde fuera lo mandaron llamar.
La gente que tenía sentada alrededor le dijo:
—«Mira, tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan.»
Les contestó:
—«¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?»
Y, paseando la mirada por el corro, dijo:
—«Éstos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.»

 

CLAVE DE LECTURA

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 10 de junio de 2018

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo (cf. Marcos 3, 20-35) nos enseña dos tipos de incomprensión que Jesús debió afrontar: la de los escribas y la de sus propios familiares.

La primera incomprensión. Los escribas eran hombres instruidos en las Sagradas Escrituras y encargados de explicarlas al pueblo. Algunos de ellos fueron enviados desde Jerusalén a Galilea, donde la fama de Jesús comenzaba a difundirse, para desacreditarlo a los ojos de la gente: para hacer el oficio de chismoso, desacreditar al otro, quitar la autoridad, esa cosa fea. Y aquellos fueron enviados para hacer esto. Y estos escribas llegan con una acusación precisa y terrible —estos no ahorran medios, van al centro y dicen así: «Está poseído por Beelzebul y por el príncipe de los demonios expulsa los demonios» (v. 22). Es decir, el jefe de los demonios es quien le empuja a Él; que equivale a decir más o menos: «Este es un endemoniado». De hecho, Jesús sanaba a muchos enfermos y ellos quieren hacer creer que lo hacía no con el espíritu de Dios —como lo hacía Jesús—, sino con el del Maligno, con la fuerza del diablo.

Jesús reacciona con palabras fuertes y claras, no tolera esto, porque esos escribas, quizás sin darse cuenta están cayendo en el pecado más grave: negar y blasfemar el Amor de Dios que está presente y obra en Jesús. Y la blasfemia, el pecado contra el Espíritu Santo, es el único pecado imperdonable —así dice Jesús—, porque comienza desde el cierre del corazón a la misericordia de Dios que actúa en Jesús. Pero este episodio contiene una advertencia que nos sirve a todos. De hecho, puede suceder que una envidia fuerte por la bondad y por las buenas obras de una persona pueda empujar a acusarlo falsamente. Y aquí hay un verdadero veneno mortal: la malicia con la que, de un modo premeditado se quiere destruir la buena reputación del otro. ¡Que Dios nos libre de esta terrible tentación! Y si al examinar nuestra conciencia, nos damos cuenta de que esta hierba maligna está brotando dentro de nosotros, vayamos inmediatamente a confesarlo en el sacramento de la penitencia, antes de que se desarrolle y produzca sus efectos perversos, que son incurables. Estad atentos, porque este comportamiento destruye las familias, las amistades, las comunidades e incluso la sociedad.

El Evangelio de hoy también habla de otro malentendido, muy diferente con Jesús: el de sus familiares, quienes estaban preocupados porque su nueva vida itinerante les parecía una locura. (cf. v 21). De hecho, Él se mostró tan disponible para la gente, sobre todo para los enfermos y pecadores, hasta el punto de que ya ni siquiera tenía tiempo para comer. Estaba para la gente. No tenía tiempo ni siquiera para comer. Sus familiares, por lo tanto, decidieron llevarlo de nuevo a Nazaret, a casa. Llegan al lugar donde Jesús está predicando y lo mandan llamar. Le dicen: «He aquí, tu madre, tus hermanos y hermanas están afuera y te buscan» (v.32) y Él responde: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» y mirando a las personas que le rodeaban para escucharlo, añade: «¡He aquí mi madre y mis hermanos! Porque quien cumpla la voluntad de Dios, es mi hermano, mi hermana y mi madre» (vv. 33-34). Jesús ha formado una nueva familia, que ya no se basa en vínculos naturales, sino en la fe en Él, en su amor que nos acoge y nos une entre nosotros, en el Espíritu Santo. Todos aquellos que acogen la palabra de Jesús son hijos de Dios y hermanos entre ellos. Acoger la palabra de Jesús nos hace hermanos entre nosotros y nos hace ser la familia de Jesús. Hablar mal de los demás, destruir la fama de los demás nos vuelve la familia del diablo.

Aquella respuesta de Jesús no es una falta de respeto por su madre y sus familiares. Más bien, para María es el mayor reconocimiento, porque precisamente ella es la perfecta discípula que ha obedecido en todo a la voluntad de Dios. Que nos ayude la Virgen Madre a vivir siempre en comunión con Jesús, reconociendo la obra del Espíritu Santo que actúa en Él y en la Iglesia, regenerando el mundo a una vida nueva.

Mc 4,26-34: Era la semilla más pequeña, pero se hace más alta que las demás hortalizas.
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
-«El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega.»
Dijo también:
-« ¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas.»
Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 13 de junio de 2021

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Las parábolas que hoy nos presenta la Liturgia —dos parábolas— se inspiran en la vida ordinaria, y revelan la mirada atenta de Jesús, que observa la realidad y, mediante pequeñas imágenes cotidianas, abre ventanas hacia el misterio de Dios y la historia humana. Jesús hablaba en un modo fácil de entender, hablaba con imágenes de la realidad, de la vida cotidiana. Así, nos enseña que incluso las cosas de cada día, esas que a veces parecen todas iguales y que llevamos adelante con distracción o cansancio, están habitadas por la presencia escondida de Dios, es decir, tienen un significado. Por tanto, necesitamos ojos atentos para saber “buscar y hallar a Dios en todas las cosas”.

Hoy Jesús compara el Reino de Dios, esto es, su presencia que habita el corazón de las cosas y del mundo, con el grano de mostaza, la semilla más pequeña que hay: es pequeñísima. Sin embargo, arrojada a la tierra, crece hasta convertirse en el árbol más grande (cf. Mc 4,31-32). Así hace Dios. A veces, el fragor del mundo y las muchas actividades que llenan nuestras jornadas nos impiden detenernos y vislumbrar cómo el Señor conduce la historia. Y sin embargo —asegura el Evangelio— Dios está obrando, como una pequeña semilla buena que silenciosa y lentamente germina. Y, poco a poco, se convierte en un árbol frondoso que da vida y reparo a todos. También la semilla de nuestras buenas obras puede parecer poca cosa; mas todo lo que es bueno pertenece a Dios y, por tanto, humilde y lentamente, da fruto. El bien —recordémoslo— crece siempre de modo humilde, de modo escondido, a menudo invisible.

Queridos hermanos y hermanas, con esta parábola Jesús quiere infundirnos confianza. De hecho, en muchas situaciones de la vida puede suceder que nos desanimemos al ver la debilidad del bien respecto a la fuerza aparente del mal. Y podemos dejar que el desánimo nos paralice cuando constatamos que nos hemos esforzado pero no hemos obtenido resultados y parece que las cosas nunca cambian. El Evangelio nos pide una mirada nueva sobre nosotros mismos y sobre la realidad; pide que tengamos ojos grandes que saben ver más allá, especialmente más allá de las apariencias, para descubrir la presencia de Dios que, como amor humilde, está siempre operando en el terreno de nuestra vida y en el de la historia.

Y esta es nuestra confianza, es esto lo que nos da fuerzas para seguir adelante cada día con paciencia, sembrando el bien que dará fruto. ¡Qué importante es esta actitud para salir bien de la pandemia! Cultivar la confianza de estar en las manos de Dios y, al mismo tiempo, esforzarnos todos por reconstruir y recomenzar, con paciencia y constancia.

También en la Iglesia puede arraigar la cizaña del desánimo, sobre todo cuando asistimos a la crisis de la fe y al fracaso de varios proyectos e iniciativas. Pero no olvidemos nunca que los resultados de la siembra no dependen de nuestras capacidades: dependen de la acción de Dios. A nosotros nos toca sembrar, y sembrar con amor, con esfuerzo, con paciencia. Pero la fuerza de la semilla es divina. Lo explica Jesús en la otra parábola de hoy: el campesino arroja la semilla y luego no sabe cómo produce fruto, porque es la semilla misma la que crece de manera espontánea, durante el día, por la noche, cuando él menos se lo espera (cf. vv. 26-29). Con Dios siempre hay esperanza de nuevos brotes, incluso en los terrenos más áridos.

Que María Santísima, la humilde sierva del Señor, nos enseñe a ver la grandeza de Dios que obra en las cosas pequeñas, y a vencer la tentación del desánimo: fiémonos de Él cada día.

 

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 17 de junio de 2018

 

 

¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

En la página del Evangelio de hoy (cf. Marcos 4, 26-34), Jesús habla a la multitud del Reino de Dios y del los dinamismos de su crecimiento, y lo hace contando dos breves parábolas.

En la primera parábola (cf. vv. 26-29), el Reino de Dios se compara con el crecimiento misterioso de la semilla, que se lanza al terreno y después germina, crece y produce trigo, independientemente del cuidado cotidiano, que al finalizar la maduración se recoge. El mensaje de esta parábola lo que nos enseña es esto: mediante la predicación y la acción de Jesús, el Reino de Dios es anunciado, irrumpe en el campo del mundo y, como la semilla, crece y se desarrolla por sí mismo, por fuerza propia y según criterios humanamente no descifrables. Esta, en su crecer y brotar dentro de la historia, no depende tanto de la obra del hombre, sino que es sobre todo expresión del poder y de la bondad de Dios, de la fuerza del Espíritu Santo que lleva adelante la vida cristiana en el Pueblo de Dios. A veces la historia, con sus sucesos y sus protagonistas, parece ir en sentido contrario al designio del Padre celestial, que quiere para todos sus hijos la justicia, la fraternidad, la paz. Pero nosotros estamos llamados a vivir estos periodos como temporadas de prueba, de esperanza y de espera vigilante de la cosecha. De hecho, ayer como hoy, el Reino de Dios crece en el mundo de forma misteriosa, de forma sorprendente, desvelando el poder escondido de la pequeña semilla, su vitalidad victoriosa. Dentro de los pliegues de eventos personales y sociales que a veces parecen marcar el naufragio de la esperanza, es necesario permanecer confiados en el actuar tenue pero poderoso de Dios. Por eso, en los momentos de oscuridad y de dificultad nosotros no debemos desmoronarnos, sino permanecer anclados en la fidelidad de Dios, en su presencia que siempre salva. Recordad esto: Dios siempre salva. Es el salvador.

En la segunda parábola (cf. vv. 30-32), Jesús compara el Reino de Dios con un grano de mostaza. Es un semilla muy pequeña, y sin embargo se desarrolla tanto que se convierte en la más grande de todas las plantas del huerto: un crecimiento imprevisible, sorprendente. No es fácil para nosotros entrar en esta lógica de la imprevisibilidad de Dios y aceptarla en nuestra vida. Pero hoy el Señor nos exhorta a una actitud de fe que supera nuestros proyectos, nuestros cálculos, nuestras previsiones. Dios es siempre el Dios de las sorpresas. El Señor siempre nos sorprende. Es una invitación a abrirnos con más generosidad a los planes de Dios, tanto en el plano personal como en el comunitario. En nuestras comunidades es necesario poner atención en las pequeñas y grandes ocasiones de bien que el Señor nos ofrece, dejándonos implicar en sus dinámicas de amor, de acogida y de misericordia hacia todos. La autenticidad de la misión de la Iglesia no está dada por el éxito o por la gratificación de los resultados, sino por el ir adelante con la valentía de la confianza y la humildad del abandono en Dios. Ir adelante en la confesión de Jesús y con la fuerza del Espíritu Santo. Es la consciencia de ser pequeños y débiles instrumentos, que en las manos de Dios y con su gracia pueden cumplir grandes obras, haciendo progresar su Reino que es «justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo» (Romanos 14, 17). Que la Virgen María nos ayude a ser sencillos, a estar atentos, para colaborar con nuestra fe y con nuestro trabajo en el desarrollo del Reino de Dios en los corazones y en la historia.

Mc 7,1-13: Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén, y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos, restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas.) Según eso, los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: 
-«¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?»
Él les contestó: 
-«Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos." Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.»
Y añadió: 
-«Anuláis el mandamiento de Dios por mantener vuestra tradición. Moisés dijo: "Honra a tu padre y a tu madre" y "el que maldiga a su padre o a su madre tiene pena de muerte"; en cambio, vosotros decís: Si uno le dice a su padre o a su madre: "Los bienes con que podría ayudarte los ofrezco al templo", ya no le permitís hacer nada por su padre o por su madre, invalidando la palabra de Dios con esa tradición que os trasmitís; y como éstas hacéis muchas.»

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 29 de agosto de 2021

 

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de la Liturgia de hoy muestra a algunos escribas y fariseos asombrados por la actitud de Jesús. Están escandalizados porque sus discípulos comen sin antes realizar las tradicionales abluciones rituales. Piensan para sus adentros: “Esta forma de hacer es contraria a la práctica religiosa” (cf. Mc 7, 2-5).

También nosotros podríamos preguntarnos: ¿Por qué Jesús y sus discípulos descuidan estas tradiciones? Al fin y al cabo no son cosas malas, sino buenos hábitos rituales, simples abluciones antes de comer. ¿Por qué Jesús no le presta atención? Porque para Él es importante llevar de nuevo la fe a su centro. Este llevar de nuevo la fe a su centro lo vemos continuamente en el Evangelio. Y evitar un peligro, que vale tanto para esos escribas como para nosotros: el de observar las formalidades externas dejando en un segundo plano el corazón de la fe. Nosotros también muchas veces nos “maquillamos” el alma. La formalidad exterior y no el corazón de la fe: esto es un riesgo. Es el riesgo de una religiosidad de la apariencia: aparentar ser bueno por fuera, descuidando purificar el corazón. Siempre existe la tentación de “reducir nuestra relación con Dios” a alguna devoción externa, pero Jesús no está satisfecho con este culto. Jesús no quiere exterioridad, quiere una fe que llegue al corazón.

De hecho, inmediatamente después, llama otra vez a la multitud para decir una gran verdad: «Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda hacerlo impuro» (v. 15). En cambio, es «de dentro, del corazón» (v. 21) que salen las cosas malas. Estas palabras son revolucionarias, porque para la mentalidad de la época ciertos alimentos o contactos externos te hacían impuro. Jesús invierte la perspectiva: no daña lo que viene de fuera, sino lo que viene de dentro.

Queridos hermanos y hermanas, esto también nos concierne. A menudo pensamos que el mal proviene principalmente del exterior: del comportamiento de los demás, de quienes piensan mal de nosotros, de la sociedad. ¡Cuántas veces culpamos a los demás, a la sociedad, al mundo, de todo lo que nos pasa! Siempre es culpa de los “otros”: es culpa de la gente, de los que gobiernan, de la mala suerte, etcétera. Parece que los problemas vienen siempre de fuera. Y pasamos el tiempo repartiendo culpas; pero pasar el tiempo culpando a los demás es una pérdida de tiempo. Nos enojamos, nos amargamos y mantenemos a Dios fuera de nuestro corazón. Como esas personas del Evangelio, que se quejan, se escandalizan, discuten y no acogen a Jesús. No se puede ser verdaderamente religioso en la queja: la queja envenena, te conduce a la ira, al resentimiento y a la tristeza, la del corazón, que cierra las puertas a Dios.

Pidámosle hoy al Señor que nos libre de echar la culpa a los demás —como los niños: “¡Yo no he sido! Ha sido el otro, ha sido el otro…”—. Pidamos en la oración la gracia de no perder el tiempo contaminando el mundo con quejas, porque esto no es cristiano. Jesús nos invita a mirar la vida y el mundo desde nuestro corazón. Si nos miramos dentro, encontraremos casi todo lo que detestamos fuera. Y si le pedimos sinceramente a Dios que purifique nuestro corazón, comenzaremos a hacer el mundo más limpio. Porque hay una forma infalible de vencer el mal: empezar a vencerlo dentro de uno mismo. Los primeros Padres de la Iglesia, los monjes, cuando se les preguntaba: “¿Cuál es el camino de la santidad? ¿Cómo debo empezar?”, decían que el primer paso era acusarse a uno mismo: acúsate a ti mismo. La acusación de nosotros mismos. ¿Cuántos de nosotros, durante el día, en un momento del día o en un momento de la semana, somos capaces de acusarnos por dentro? “Sí, este me hizo esto, ese otro..., aquel una salvajada...”. ¿Y yo? Yo hago lo mismo, o lo hago así... Es una sabiduría: aprender a acusarse. Intentad hacerlo, os hará bien. Para mí es bueno, cuando consigo hacerlo, me hace bien, nos hará bien a todos.

Que la Virgen María, que cambió la historia con la pureza de su corazón, nos ayude a purificar el nuestro, superando en primer lugar el vicio de culpabilizar a los demás y de quejarse de todo.

 

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 2 de septiembre de 2018

 

¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

En este domingo retomamos la lectura del Evangelio de Marcos. En el pasaje de hoy (cfr Marcos 7,1-8.14-15.21-23), Jesús afronta un tema importante para todos nosotros creyentes: la autenticidad de nuestra obediencia a la Palabra de Dios, contra toda contaminación mundana o formalismo legalista. El pasaje se abre con la objeción que los escribas y los fariseos dirigen a Jesús, acusando a sus discípulos de no seguir los preceptos rituales según las tradiciones. De esta manera, los interlocutores pretendían golpear la confiabilidad y la autoridad de Jesús como maestro porque decían: «Pero este maestro deja que los discípulos no cumplan las prescripciones de la tradición». Pero Jesús replica fuerte y replica diciendo: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según esta escrito: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres”» (vv. 6-7). Así dice Jesús, ¡Palabras claras y fuertes! Hipócrita es, por así decir, uno de los adjetivos más fuertes que Jesús usa en el Evangelio y lo pronuncia dirigiéndose a los maestros de la religión: doctores de la ley, escribas... «Hipócrita», dice Jesús.

Jesús de hecho quiere sacudir a los escribas y los fariseos del error en el que han caído, ¿y cuál es este error? El de alterar la voluntad de Dios, descuidando sus mandamientos para cumplir las tradiciones humanas. La reacción de Jesús es severa porque es mucho lo que hay en juego: se trata de la verdad de la relación entre el hombre y Dios, de la autenticidad de la vida religiosa. El hipócrita es un mentiroso, no es auténtico.

También hoy el Señor nos invita a huir del peligro de dar más importancia a la forma que a la sustancia. Nos llama a reconocer, siempre de nuevo, eso que es el verdadero centro de la experiencia de fe, es decir el amor de Dios y el amor del prójimo, purificándola de la hipocresía del legalismo y del ritualismo. El mensaje del Evangelio hoy está reforzado también por la voz del apóstol Santiago, que nos dice en síntesis como debe ser la verdadera religión, y dice así: la verdadera religión es «visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo» (v. 27). «Visitar a los huérfanos y a las viudas» significa practicar la caridad hacia el prójimo a partir de las personas más necesitadas, más frágiles, más a los márgenes. Son las personas de las cuales Dios cuida de forma especial, y nos pide a nosotros hacer lo mismo. «No dejarse contaminar de este mundo» no quiere decir aislarse y cerrarse a la realidad. No. Tampoco aquí debe ser una actitud exterior sino interior, de sustancia: significa vigilar para que nuestra forma de pensar y de actuar no esté contaminada por la mentalidad mundana, o sea de la vanidad, la avaricia, la soberbia. En realidad, un hombre o una mujer que vive en la vanidad, en la avaricia, en la soberbia y al mismo tiempo cree que se hace ver como religiosa e incluso llega a condenar a los otros, es un hipócrita. Hagamos un examen de conciencia para ver cómo acogemos la Palabra de Dios. El domingo la escuchamos en la misa. Si la escuchamos de forma distraída o superficial, esta no nos servirá de mucho. Debemos, sin embargo, acoger la Palabra con mente y corazón abiertos, como un terreno bueno, de forma que sea asimilada y lleve fruto en la vida concreta. Así la Palabra misma nos purifica el corazón y las acciones y nuestra relación con Dios y con los otros es liberada de la hipocresía.

El ejemplo y la intercesión de la Virgen María nos ayuden a honrar siempre al Señor con el corazón, testimoniando nuestro amor por Él en las elecciones concretas por el bien de los hermanos.

Mc 7,31-37: Hace oír a los sordos y hablar a los mudos.
En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos.
Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo:
-«Effetá», esto es: «Ábrete.»
Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad.
El les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían:
-«Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 5 de septiembre de 2021

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de la Liturgia de hoy presenta a Jesús que cura a un sordomudo. Lo que llama la atención en el relato es la forma en que el Señor realiza este signo milagroso. Y lo hace así: aparta de la gente al sordomudo, le mete los dedos en los oídos y le toca la lengua con su saliva, luego mira al cielo, suspira y dice: «Effatá», es decir, «¡Ábrete!» (cf. Mc 7,33-34). En otras curaciones, de enfermedades igualmente graves, como la parálisis o la lepra, Jesús no hace tantos gestos. ¿Por qué hace todo esto ahora, cuando sólo le habían pedido que impusiera su mano sobre el enfermo (cf. v. 32)? ¿Por qué hace estos gestos? Quizás porque la condición de esa persona tiene un valor simbólico particular. Ser sordomudo es una enfermedad, pero también es un símbolo. Y este símbolo tiene algo que decirnos a todos. ¿De qué se trata? Se trata de la sordera. Ese hombre no podía hablar porque no podía oír. Jesús, de hecho, para curar la causa de su malestar, primero le pone los dedos en los oídos, luego en la boca, pero antes en los oídos.

Todos tenemos oídos, pero muchas veces no somos capaces de escuchar. ¿Por qué? Hermanos y hermanas, hay de hecho una sordera interior, que hoy podemos pedir a Jesús que toque y sane. Y esta sordera interior es peor que la física, porque es la sordera del corazón. Atrapados por las prisas, por mil cosas que decir y hacer, no encontramos tiempo para detenernos a escuchar a quien nos habla. Corremos el riesgo de volvernos impermeables a todo y de no dar cabida a quienes necesitan ser escuchados: pienso en los hijos, en los jóvenes, en los ancianos, en muchos que no necesitan tanto palabras y sermones, sino ser escuchados. Preguntémonos: ¿cómo va mi escucha? ¿Me dejo tocar por la vida de las personas, sé dedicar tiempo a los que están cerca de mí para escuchar? Esto es para todos nosotros, pero de manera especial para los curas, para los sacerdotes. El sacerdote debe escuchar a la gente, no tener prisa, escuchar..., y ver cómo puede ayudar, pero después de escuchar. Y todos nosotros: primero escuchar, luego responder. Pensemos en la vida familiar: ¡cuántas veces se habla sin escuchar primero, repitiendo los propios estribillos que son siempre iguales! Incapaces de escuchar, siempre decimos las mismas cosas, o no dejamos que el otro termine de hablar, de expresarse, y lo interrumpimos. La reanudación de un diálogo, a menudo, no se da mediante las palabras, sino mediante el silencio, por el hecho de no obstinarse y volver a empezar pacientemente a escuchar a la otra persona, escuchar sus agobios, lo que lleva dentro. La curación del corazón comienza con la escucha. Escuchar. Y esto restablece el corazón. "Pero padre, hay gente aburrida que siempre dice lo mismo...". Escúchalos. Y luego, cuando terminen de hablar, di la tuya, pero escucha todo.

Y lo mismo ocurre con el Señor. Hacemos bien en inundarle con peticiones, pero haríamos mejor si primero lo escucháramos. Jesús lo pide. En el Evangelio, cuando le preguntan cuál es el primer mandamiento, responde: «Escucha, Israel». Luego añade el primer mandamiento: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón [...] y a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12,28-31). Pero en primer lugar: “Escucha, Israel”. Escucha, tú. ¿Nos acordamos de escuchar al Señor? Somos cristianos, pero quizás, entre las miles de palabras que escuchamos cada día, no encontramos unos segundos para dejar que resuenen en nosotros algunas palabras del Evangelio. Jesús es la Palabra: si no nos detenemos a escucharlo, pasa de largo. Si no nos detenemos a escuchar a Jesús, pasa de largo. Decía san Agustín: “Tengo miedo del Señor cuando pasa”. Y el miedo era dejarlo pasar sin escucharlo. Pero si dedicamos tiempo al Evangelio, encontraremos un secreto para nuestra salud espiritual. He aquí la medicina: cada día un poco de silencio y de escucha, algunas palabras inútiles de menos y algunas palabras más de Dios. Siempre con el Evangelio en el bolsillo, que ayuda mucho. Escuchemos hoy, como el día de nuestro bautismo, las palabras de Jesús: ¡“Effatá, ábrete”! Ábrete los oídos. Jesús, deseo abrirme a tu Palabra, Jesús abrirme a tu escucha; Jesús sana mi corazón de la cerrazón, Jesús sana mi corazón de la prisa, Jesús sana mi corazón de la impaciencia.

Que la Virgen María, abierta a la escucha de la Palabra, que en ella se hizo carne, nos ayude cada día a escuchar a su Hijo en el Evangelio y a nuestros hermanos y hermanas con un corazón dócil, con corazón paciente y con corazón atento.

 

 

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 9 de septiembre de 2018

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo (cf. Marcos 7, 31-37) se refiere al episodio de la sanación milagrosa de un sordomudo, realizada por Jesús. Le llevaron a un sordomudo, pidiéndole que le impusiera la mano. Él, sin embargo, realiza sobre él diferentes gestos: antes de todo lo apartó lejos de la multitud. En esta ocasión, como en otras, Jesús actúa siempre con discreción. No quiere impresionar a la gente, Él no busca popularidad o éxito, sino que desea solamente hacer el bien a las personas. Con esta actitud, Él nos enseña que el bien se realiza sin clamores, sin ostentación, sin «hacer sonar la trompeta». Se realiza en silencio.

Cuando se encontró apartado, Jesús puso los dedos en las orejas del sordomudo y con la saliva le tocó la lengua. Esto recuerda a la Encarnación. El Hijo de Dios es un hombre insertado en la realidad humana: se ha hecho hombre, por tanto puede comprender la condición penosa de otro hombre e interviene con un gesto en el cual está implicada su propia humanidad. Al mismo tiempo, Jesús quiere hacer entender que el milagro sucede por motivo de su unión con el Padre: por esto, levantó la mirada al cielo. Después emitió un suspiro y pronunció la palabra resolutiva: «Effatá», que significa «Ábrete». Y en seguida el hombre fue sanado: se le abrieron los oídos, se soltó la atadura de su lengua. La sanación fue para él una «apertura» a los demás y al mundo.

Este pasaje del Evangelio subraya la exigencia de una doble sanación. Sobre todo la sanación de la enfermedad y del sufrimiento físico, para restituir la salud del cuerpo; incluso esta finalidad no es completamente alcanzable en el horizonte terreno, a pesar de tantos esfuerzos de la ciencia y de la medicina. Pero hay una segunda sanación, quizá más difícil, y es la sanación del miedo. La sanación del miedo que nos empuja a marginar al enfermo, a marginar al que sufre, al discapacitado. Y hay muchos modos de marginar, también con una pseudo piedad o con la eliminación del problema; nos quedamos sordos y mudos delante de los dolores de las personas marcadas por la enfermedad, angustias y dificultades. Demasiadas veces el enfermo y el que sufre se convierten en un problema, mientras que deberían ser ocasión para manifestar la preocupación y la solidaridad de una sociedad en lo relacionado con los más débiles.

Jesús nos ha desvelado el secreto de un milagro que podemos repetir también nosotros, convirtiéndonos en protagonistas del «Effatá», de esa palabra «Ábrete» con la cual Él dio de nuevo la palabra y el oído al sordomudo. Se trata de abrirnos a las necesidades de nuestros hermanos que sufren y necesitan ayuda, escapando del egoísmo y la cerrazón del corazón. Es precisamente el corazón, es decir el núcleo profundo de la persona, lo que Jesús ha venido a «abrir», a liberar, para hacernos capaces de vivir plenamente la relación con Dios y con los demás. Él se hizo hombre para que el hombre, que se ha vuelto interiormente sordo y mudo por el pecado, pueda escuchar la voz de Dios, la voz del Amor que habla a su corazón, y así aprenda a hablar a su vez el lenguaje del amor, traduciéndolo en gestos de generosidad y de donación de sí.

Que María, Aquella que se ha «abierto» totalmente al amor del Señor, nos conceda experimentar cada día, en la fe, el milagro del «Effatá», para vivir en comunión con Dios y con los hermanos.

Mc 8,11-13: ¿Por qué esta generación reclama un signo?
En aquel tiempo, se presentaron los fariseos y se pusieron a discutir con Jesús; para ponerlo a prueba, le pidieron un signo del cielo. Jesús dio un profundo suspiro y dijo: 
-«¿Por qué esta generación reclama un signo? Os aseguro que no se le dará un signo a esta generación.»
Los dejó, se embarcó de nuevo y se fue a la otra orilla.
Mc 8,14-21: Tened cuidado con la levadura de los fariseos y con la de Herodes.
En aquel tiempo, a los discípulos se les olvidó llevar pan, y no tenían más que un pan en la barca. Jesús les recomendó: 
-«Tened cuidado con la levadura de los fariseos y con la de Herodes.»
Ellos comentaban: 
-«Lo dice porque no tenemos pan.»
Dándose cuenta, les dijo Jesús: 
-«¿Por qué comentáis que no tenéis pan? ¿No acabáis de entender? ¿Tan torpes sois? ¿Para qué os sirven los ojos si no veis, y los oídos si no oís? A ver, ¿cuántos cestos de sobras recogisteis cuando repartí cinco panes entre cinco mil? ¿Os acordáis?»
Ellos contestaron: 
-«Doce.»
-«¿Y cuántas canastas de sobras recogisteis cuando repartí siete entre cuatro mil?»
Le respondieron: 
-«Siete.»
Él les dijo: 
-«¿Y no acabáis de entender?»
Mc 10,2-16: Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.
En aquel tiempo, se acercaron unos fariseos y le pregunta­ron a Jesús, para ponerlo a prueba:
- «¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?»
Él les replicó:
- «¿Qué os ha mandado Moisés?»
Contestaron:
- «Moisés permitió divorciarse, dándole a la mujer un acta de repudio.»
Jesús les dijo:
-«Por vuestra terquedad dejó escrito Moisés este precep­to. Al principio de la creación Dios "los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se uni­rá a su mujer, y serán los dos una sola carne". De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.»
En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo.
Él les dijo:
- «Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, co­mete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio.»
Le acercaban niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban.
Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo:
- «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entra­rá en él.» Y los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos.

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 3 de octubre de 2021

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de la Liturgia de hoy vemos una reacción de Jesús más bien insólita: se indigna. Y lo que más sorprende es que su indignación no es causada por los fariseos que lo ponen a prueba con preguntas sobre la licitud del divorcio, sino por sus discípulos que, para protegerlo de la aglomeración de gente, riñen a algunos niños que habían sido llevados ante Jesús. En otras palabras, el Señor no se indigna con quienes discuten con Él, sino con quienes, para aliviarle el cansancio, alejan de Él a los niños. ¿Por qué? Es una buena pregunta: ¿por qué el Señor hace esto?

Recordemos —era el Evangelio de hace dos domingos— que Jesús, realizando el gesto de abrazar a un niño, se había identificado con los pequeños: había enseñado que precisamente los pequeños, es decir, los que dependen de los demás, los que tienen necesidad y no pueden restituir, han de ser servidos los primeros (cfr. Mc 9,35-37). Quien busca a Dios lo encuentra allí, en los pequeños, en los necesitados, necesitados no solo de bienes, sino también de cuidados y de consuelo, como los enfermos, los humillados, los prisioneros, los inmigrantes, los presos. Allí está Él, en los pequeños. He aquí por qué Jesús se indigna: cada afrenta hecha a un pequeño, a un pobre, a un niño, a un indefenso, se le hace a Él.

Hoy el Señor retoma esta enseñanza y la completa. De hecho, añade: «El que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc 10,15). Esta es la novedad: el discípulo no solo debe servir a los pequeños, sino que también ha de reconocerse pequeño él mismo. Y cada uno de nosotros, ¿se reconoce pequeño ante Dios? Pensémoslo, nos ayudará. Saberse pequeños, saberse necesitados de salvación, es indispensable para acoger al Señor. Es el primer paso para abrirnos a Él. Sin embargo, a menudo nos olvidamos de esto. En la prosperidad, en el bienestar, vivimos la ilusión de ser autosuficientes, de bastarnos a nosotros mismos, de no tener necesidad de Dios. Hermanos y hermanas, esto es un engaño, porque cada uno de nosotros es un ser necesitado, pequeño. Debemos buscar nuestra propia pequeñez y reconocerla. Y allí encontraremos a Jesús.

En la vida, reconocerse pequeño es un punto de partida para llegar a ser grande. Si lo pensamos bien, crecemos no tanto gracias a los éxitos y a las cosas que tenemos, sino, sobre todo, en los momentos de lucha y de fragilidad. Ahí, en la necesidad, maduramos; ahí abrimos el corazón a Dios, a los demás, al sentido de la vida. Abrimos los ojos a los demás. Cuando somos pequeños abrimos los ojos al verdadero sentido de la vida. Cuando nos sintamos pequeños ante un problema, pequeños ante una cruz, una enfermedad, cuando experimentemos fatiga y soledad, no nos desanimemos. Está cayendo la máscara de la superficialidad y está resurgiendo nuestra radical fragilidad: es nuestra base común, nuestro tesoro, porque con Dios las fragilidades no son obstáculos, sino oportunidades. Una bella oración sería esta: “Señor, mira mis fragilidades…”; y enumerarlas ante Él. Esta es una buena actitud ante Dios.

De hecho, precisamente en la fragilidad descubrimos cuánto nos cuida Dios. El Evangelio de hoy dice que Jesús es muy tierno con los pequeños: «Los abrazó y los bendijo, imponiéndoles las manos» (v. 16). Las contrariedades, las situaciones que revelan nuestra fragilidad son ocasiones privilegiadas para experimentar su amor. Lo sabe bien quien reza con perseverancia: en los momentos oscuros o de soledad, la ternura de Dios hacia nosotros se hace —por así decir— aún más presente. Cuando somos pequeños, sentimos más la ternura de Dios. Esta ternura nos da paz, esta ternura nos hace crecer, porque Dios se nos acerca a su manera, que es cercanía, compasión y ternura. Y cuando nos sentimos poca cosa —es decir, pequeños— por cualquier motivo, el Señor se nos acerca más, lo sentimos más cercano. Nos da paz, nos hace crecer. En la oración, el Señor nos abraza como un papá a su niño. Así nos hacemos grandes: no con la ilusoria pretensión de nuestra autosuficiencia —esto no hace grande a nadie—, sino con la fortaleza de depositar en el Padre toda esperanza. Justo como hacen los pequeños, hacen así.

Pidamos hoy a la Virgen María una gracia grande, la de la pequeñez: ser niños que se fían del Padre, seguros de que Él nunca deja de cuidarnos.

 

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 7 de octubre de 2018

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo (cf. Marcos 10, 2-16) nos ofrece la palabra de Jesús sobre el matrimonio. El relato se abre con la provocación de los fariseos que preguntan a Jesús si es lícito para un marido repudiar a la propia mujer, así como preveía la ley de Moisés (cf. vv. 2-4). Jesús, ante todo, con la sabiduría y la autoridad que le vienen del Padre, redimensiona la prescripción mosaica diciendo: «Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto» (v. 5). Se trata de una concesión que sirve para poner un parche en las grietas producidas por nuestro egoísmo, pero no se corresponde con la intención originaria del Creador.

Y Jesús retoma el Libro del Génesis: «Pero desde el comienzo de la creación, Él los hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y los dos se harán una sola carne» (vv. 6-7). Y concluye: «Lo que Dios unió, no lo separe el hombre» (v. 9).

En el proyecto originario del Creador, no es el hombre el que se casa con una mujer, y si las cosas no funcionan, la repudia. No. Se trata, en cambio, de un hombre y una mujer llamados a reconocerse, a completarse, a ayudarse mutuamente en el matrimonio

Esta enseñanza de Jesús es muy clara y defiende la dignidad del matrimonio como una unión de amor que implica fidelidad. Lo que permite a los esposos permanecer unidos en el matrimonio es un amor de donación recíproca sostenido por la gracia de Cristo.

Si en vez de eso, en los cónyuges prevalece el interés individual, la propia satisfacción, entonces su unión no podrá resistir. Y es la misma página evangélica la que nos recuerda, con gran realismo, que el hombre y la mujer, llamados a vivir la experiencia de la relación y del amor, pueden dolorosamente realizar gestos que la pongan en crisis. Jesús no admite todo lo que puede llevar al naufragio de la relación. Lo hace para confirmar el designio de Dios, en el que destacan la fuerza y la belleza de la relación humana. La Iglesia, por una parte no se cansa de confirmar la belleza de la familia como nos ha sido entregada por la Escritura y la Tradición, pero al mismo tiempo se esfuerza por hacer sentir concretamente su cercanía materna a cuantos viven la experiencia de relaciones rotas o que siguen adelante de manera sufrida y fatigosa.

El modo de actuar de Dios mismo con su pueblo infiel —es decir, con nosotros— nos enseña que el amor herido puede ser sanado por Dios a través de la misericordia y el perdón. Por eso a la Iglesia, en estas situaciones, no se le pide inmediatamente y solo la condena. Al contrario, ante tantos dolorosos fracasos conyugales, esta se siente llamada a vivir su presencia de amor, de caridad y de misericordia para reconducir a Dios los corazones heridos y extraviados.

Invoquemos a la Virgen María para que ayude a los cónyuges a vivir y renovar siempre su unión a partir del don originario de Dios.

Mc 10,46-52: Maestro, haz que pueda ver.
En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar:
- «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí.»
Muchos lo regañaban para que se callara. Pero él gritaba más:
- «Hijo de David, ten compasión de mí.»
Jesús se detuvo y dijo:
- «Llamadlo.»
Llamaron al ciego, diciéndole:
- «Ánimo, levántate, que te llama.»
Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo:
- «¿Qué quieres que haga por ti?»
El ciego le contestó:
- «Maestro, que pueda ver.»
Jesús le dijo:
- «Anda, tu fe te ha curado.»
Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.

Clave de lectura 1

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles, 6 de mayo de 2020

 

Catequesis: 1. El misterio de la oración

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy comenzamos un nuevo ciclo de catequesis sobre el tema de la oración. La oración es el aliento de la fe, es su expresión más adecuada. Como un grito que sale del corazón de los que creen y se confían a Dios.

Pensemos en la historia de Bartimeo, un personaje del Evangelio (cf. Mc 10,46-52 y par.) y, os lo confieso, para mí el más simpático de todos. Era ciego y se sentaba a mendigar al borde del camino en las afueras de su ciudad, Jericó. No es un personaje anónimo, tiene un rostro, un nombre: Bartimeo, es decir, “hijo de Timeo”. Un día oye que Jesús pasaría por allí. Efectivamente, Jericó era una cruce de caminos de personas, continuamente atravesada por peregrinos y mercaderes. Entonces Bartimeo se pone a la espera: hará todo lo posible para encontrar a Jesús. Mucha gente hacía lo mismo, recordemos a Zaqueo, que se subió a un árbol. Muchos querían ver a Jesús, él también.

Este hombre entra, pues, en los Evangelios como una voz que grita a pleno pulmón. No ve; no sabe si Jesús está cerca o lejos, pero lo siente, lo percibe por la multitud, que en un momento dado aumenta y se avecina... Pero está completamente solo, y a nadie le importa. ¿Y qué hace Bartimeo? Grita. Y sigue gritando. Utiliza la única arma que tiene: su voz. Empieza a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» (v. 47). Y sigue así, gritando.

Sus gritos repetidos molestan, no resultan educados, y muchos le reprenden, le dicen que se calle. “Pero sé educado, ¡no hagas eso!”. Pero Bartimeo no se calla, al contrario, grita todavía más fuerte: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» (v. 47). Esa testarudez tan hermosa de los que buscan una gracia y llaman, llaman a la puerta del corazón de Dios. Él grita, llama. Esa frase: “Hijo de David”, es muy importante, significa “el Mesías” —confiesa al Mesías—, es una profesión de fe que sale de la boca de ese hombre despreciado por todos.

Y Jesús escucha su grito. La plegaria de Bartimeo toca su corazón, el corazón de Dios, y las puertas de la salvación se abren para él. Jesús lo manda a llamar. Él se levanta de un brinco y los que antes le decían que se callara ahora lo conducen al Maestro. Jesús le habla, le pide que exprese su deseo —esto es importante— y entonces el grito se convierte en una petición: “¡Haz que recobre la vista!”. (cf. v. 51).

Jesús le dice: «Vete, tu fe te ha salvado» (v. 52). Le reconoce a ese hombre pobre, inerme y despreciado todo el poder de su fe, que atrae la misericordia y el poder de Dios. La fe es tener las dos manos levantadas, una voz que clama para implorar el don de la salvación. El Catecismo afirma que «la humildad es la base de la oración» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2559). La oración nace de la tierra, del humus —del que deriva “humilde”, “humildad”—; viene de nuestro estado de precariedad, de nuestra constante sed de Dios (cf. ibid., 2560-2561).

La fe, como hemos visto en Bartimeo, es un grito; la no fe es sofocar ese grito. Esa actitud que tenía la gente para que se callara: no era gente de fe, en cambio, él si. Sofocar ese grito es una especie de “ley del silencio”. La fe es una protesta contra una condición dolorosa de la cual no entendemos la razón; la no fe es limitarse a sufrir una situación a la cual nos hemos adaptado. La fe es la esperanza de ser salvado; la no fe es acostumbrarse al mal que nos oprime y seguir así.

Queridos hermanos y hermanas, empezamos esta serie de catequesis con el grito de Bartimeo, porque quizás en una figura como la suya ya está escrito todo. Bartimeo es un hombre perseverante. Alrededor de él había gente que explicaba que implorar era inútil, que era un vocear sin respuesta, que era ruido que molestaba y basta, que por favor dejase de gritar: pero él no se quedó callado. Y al final consiguió lo que quería.

Más fuerte que cualquier argumento en contra, en el corazón de un hombre hay una voz que invoca. Todos tenemos esta voz dentro. Una voz que brota espontáneamente, sin que nadie la mande, una voz que se interroga sobre el sentido de nuestro camino aquí abajo, especialmente cuando nos encontramos en la oscuridad: “¡Jesús, ten compasión de mí! ¡Jesús, ten compasión mi!”. Hermosa oración, ésta.

Pero ¿acaso estas palabras no están esculpidas en la creación entera? Todo invoca y suplica para que el misterio de la misericordia encuentre su cumplimiento definitivo. No rezan sólo los cristianos: comparten el grito de la oración con todos los hombres y las mujeres. Pero el horizonte todavía puede ampliarse: Pablo dice que toda la creación «gime y sufre los dolores del parto» (Rom 8,22). Los artistas se hacen a menudo intérpretes de este grito silencioso de la creación, que pulsa en toda criatura y emerge sobre todo en el corazón del hombre, porque el hombre es un “mendigo de Dios” (cf. CIC, 2559). Hermosa definición del hombre: “mendigo de Dios”. Gracias.

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 24 de octubre de 2021

 

 

¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

El Evangelio de la Liturgia de hoy narra de Jesús que, saliendo de Jericó, devuelve la vista a Bartimeo, un ciego que mendiga a lo largo del camino (cfr. Mc 10,46-52). Es un encuentro importante, el último antes de la entrada del Señor en Jerusalén para Pascua. Bartimeo había perdido la vista, pero no la voz. De hecho, cuando siente que Jesús va a pasar, comienza a gritar: «Hijo de David, Jesús, ¡ten compasión de mí!» (v. 47). Y grita. Grita esto. Los discípulos y la multitud molestos por sus gritos trataron de hacerlo callar. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» (v. 48). Jesús escucha y se detiene de inmediato. Dios escucha siempre el grito del pobre, y no se molesta en absoluto por la voz de Bartimeo, es más, constata que está llena de fe, una fe que no teme en insistir, en llamar al corazón de Dios, a pesar de las incomprensiones y las reprimendas. Y aquí se encuentra la raíz del milagro. De hecho, Jesús le dice: «Tu fe te ha salvado» (v. 52).

La fe de Bartimeo se refleja en su oración. No es una oración tímida y convencional. Ante todo, llama al Señor “Hijo de David”, o sea, lo reconoce Mesías, Rey que viene al mundo. Después lo llama por su nombre, con confianza: “Jesús”. No tiene miedo de Él, no se distancia. Y así, desde el corazón, grita al Dios amigo todo su drama: “Ten compasión de mí”. ¡Solo esa oración “ten compasión de mí!”. No le pide una moneda como hace con los viandantes. No. A Aquel que todo lo puede, le pide todo. A la gente le pide unos centavos, a Jesús que tiene poder para realizar todo, le pide todo. “Ten compasión de mí, ten compasión de todo lo que soy”. No pide una gracia, sino que se presenta a sí mismo: pide misericordia para su persona, para su vida. No es una petición insignificante, pero es muy bella, porque invoca piedad, o sea, compasión, la misericordia de Dios, su ternura.

Bartimeo no usa muchas palabras. Dice lo esencial y se encomienda al amor de Dios, que puede hacer volver a florecer su vida realizando lo que es imposible a los hombres. Por esto no le pide al Señor una limosna, sino que manifiesta todo, su ceguera y su sufrimiento, que iba más allá del no poder ver. La ceguera era la punta del iceberg, pero en su corazón tendría otras heridas, humillaciones, sueños rotos, errores, remordimientos. El rezaba con el corazón. ¿Y nosotros? Cuando le pedimos una gracia a Dios, ¿ponemos en la oración nuestra propia historia, las heridas, las humillaciones, los sueños rotos, los errores, los remordimientos?

Hijo de David, Jesús, ¡ten compasión de mí!”. Hagamos hoy esta oración. Y preguntémonos: “¿Cómo es mi oración?”. Cada uno de nosotros se pregunte: ¿cómo es mi oración? ¿Es valiente, tiene la insistencia buena de aquella de Bartimeo, sabe “aferrar” al Señor mientras pasa, o se conforma con hacerle un saludo formal de vez en cuando, cuando me acuerdo? Esas oraciones tibias que no sirven para nada. Y también: ¿es mi oración “sustanciosa”, descubre el corazón ante el Señor? ¿Le presento la historia y los rostros de mi vida? ¿O es anémica, superficial, hecha de rituales sin afecto y sin corazón? Cuando la fe es viva, la oración es sentida: no mendiga centavos, no se reduce a las necesidades del momento. A Jesús, que todo lo puede, se le pide todo. No se olviden de esto. A Jesús, que todo lo puede, se le pide todo, con mi insistencia ante Él. Él está impaciente por derramar su gracia y su alegría en nuestros corazones, pero lamentablemente somos nosotros los que mantenemos las distancias, quizás por timidez, flojera o incredulidad.

Muchos de nosotros, cuando rezamos, no creemos que el Señor pueda hacer el milagro. Me acuerdo de aquella historia —que he visto— de aquel papá al que los médicos habían dicho que su hija de nueve años no iba a pasar de la noche; estaba en el hospital. Tomó un autobús y viajó setenta kilómetros hasta el santuario de la Virgen. Estaba cerrado, y aferrado a las rejas, pasó toda la noche rezando: “¡Señor sálvala! ¡Señor, dale la vida!”. Rezaba a la Virgen, toda la noche gritando a Dios, gritando desde el corazón. Luego, por la mañana, cuando regresó al hospital, encontró a su esposa llorando. Y pensó “ha muerto”. Y la esposa le dice: “es incomprensible, no se entiende, los médicos dicen que es algo extraño, parece curada”. El grito de este hombre, que pedía todo, fue escuchado por el Señor que le había dado todo. Esto no es un cuento: lo he visto yo, en la otra diócesis. ¿Tenemos esta valentía en la oración? Pidamos todo a Aquel que puede darnos todo, como hizo Bartimeo, que es un gran maestro, un gran maestro de oración. Que Bartimeo nos sirva como ejemplo con su fe concreta, insistente y valiente. Y que Nuestra Señora, Virgen orante, nos enseñe a dirigirnos a Dios con todo el corazón, con la confianza de que Él escucha atentamente toda oración.

 

CLAVE DE LECTURA 3

SANTA MISA DE CLAUSURA DE LA XV ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Domingo, 28 de octubre de 2018

 

El episodio que hemos escuchado es el último que narra el evangelista Marcos sobre el ministerio itinerante de Jesús, quien poco después entrará en Jerusalén para morir y resucitar. Bartimeo es, por lo tanto, el último que sigue a Jesús en el camino: de ser un mendigo al borde de la vía en Jericó, se convierte en un discípulo que va con los demás a Jerusalén. Nosotros también hemos caminado juntos, hemos “hecho sínodo” y ahora este evangelio sella tres pasos fundamentales para el camino de la fe.

En primer lugar, nos fijamos en Bartimeo: su nombre significa “hijo de Timeo”. Y el texto lo especifica: «El hijo de Timeo, Bartimeo» (Mc 10,46). Pero, mientras el Evangelio lo reafirma, surge una paradoja: el padre está ausente. Bartimeo yace solo junto al camino, lejos de casa y sin un padre: no es alguien amado sino abandonado. Es ciego y no tiene quien lo escuche; y cuando quería hablar lo hacían callar. Jesús escucha su grito. Y cuando lo encuentra le deja hablar. No era difícil adivinar lo que Bartimeo le habría pedido: es evidente que un ciego lo que quiere es tener o recuperar su vista. Pero Jesús no es expeditivo, da tiempo a la escucha. Este es el primer paso para facilitar el camino de la fe: escuchar. Es el apostolado del oído: escuchar, antes de hablar.

Por el contrario, muchos de los que estaban con Jesús imprecaban a Bartimeo para que se callara (cf. v. 48). Para estos discípulos, el necesitado era una molestia en el camino, un imprevisto en el programa predeterminado. Preferían sus tiempos a los del Maestro, sus palabras en lugar de escuchar a los demás: seguían a Jesús, pero lo que tenían en mente eran sus propios planes. Es un peligro del que tenemos que  prevenirnos siempre. Para Jesús, en cambio, el grito del que pide ayuda no es algo molesto que dificulta el camino, sino una pregunta vital. ¡Qué importante es para nosotros escuchar la vida! Los hijos del Padre celestial escuchan a sus hermanos: no las murmuraciones inútiles, sino las necesidades del prójimo. Escuchar con amor, con paciencia, como hace Dios con nosotros, con nuestras oraciones a menudo repetitivas. Dios nunca se cansa, siempre se alegra cuando lo buscamos. Pidamos también nosotros la gracia de un corazón dócil para escuchar. Me gustaría decirles a los jóvenes, en nombre de todos nosotros, adultos: disculpadnos si a menudo no os hemos escuchado; si, en lugar de abrir vuestro corazón, os hemos llenado los oídos. Como Iglesia de Jesús deseamos escucharos con amor, seguros de dos cosas: que vuestra vida es preciosa ante Dios, porque Dios es joven y ama a los jóvenes; y que vuestra vida también es preciosa para nosotros, más aún, es necesaria para seguir adelante.

Después de la escucha, un segundo paso para acompañar el camino de fe: hacerse prójimos. Miramos a Jesús, que no delega en alguien de la «multitud» que lo seguía, sino que se encuentra con Bartimeo en persona. Le dice: «¿Qué quieres que haga por ti?» (v. 51). Qué quieres: Jesús se identifica con Bartimeo, no prescinde de sus expectativas; que yo haga: hacer, no solo hablar; por ti: no de acuerdo con ideas preestablecidas para cualquiera, sino para ti, en tu situación. Así lo hace Dios, implicándose en primera persona con un amor de predilección por cada uno. Ya en su modo de actuar transmite su mensaje: así la fe brota en la vida.

La fe pasa por la vida. Cuando la fe se concentra exclusivamente en las formulaciones doctrinales, se corre el riesgo de hablar solo a la cabeza, sin tocar el corazón. Y cuando se concentra solo en el hacer, corre el riesgo de convertirse en moralismo y de reducirse a lo social. La fe, en cambio, es vida: es vivir el amor de Dios que ha cambiado nuestra existencia. No podemos ser doctrinalistas o activistas; estamos llamados a realizar la obra de Dios al modo de Dios, en la proximidad: unidos a él, en comunión entre nosotros, cercanos a nuestros hermanos. Proximidad: aquí está el secreto para transmitir el corazón de la fe, no un aspecto secundario.

Hacerse prójimos es llevar la novedad de Dios a la vida del hermano, es el antídoto contra la tentación de las recetas preparadas. Preguntémonos si somos cristianos capaces de ser prójimos, de salir de nuestros círculos para abrazar a los que “no son de los nuestros” y que Dios busca ardientemente. Siempre existe esa tentación que se repite tantas veces en las Escrituras: lavarse las manos. Es lo que hace la multitud en el Evangelio de hoy, es lo que hizo Caín con Abel, es lo que hará Pilato con Jesús: lavarse las manos. Nosotros, en cambio, queremos imitar a Jesús, e igual que él ensuciarnos las manos. Él, el camino (cf. Jn 14,6), por Bartimeo se ha detenido en el camino. Él, la luz del mundo (cf. Jn 9,5), se ha inclinado sobre un ciego. Reconozcamos que el Señor se ha ensuciado las manos por cada uno de nosotros, y miremos la cruz y recomencemos desde allí, del recordarnos que Dios se hizo mi prójimo en el pecado y la muerte. Se hizo mi prójimo: todo viene de allí. Y cuando por amor a él también nosotros nos hacemos prójimos, nos convertimos en portadores de nueva vida: no en maestros de todos, no en expertos de lo sagrado, sino en testigos del amor que salva.

Testimoniar es el tercer paso. Fijémonos en los discípulos que llaman a Bartimeo: no van a él, que mendigaba, con una moneda tranquilizadora o a dispensar consejos; van en el nombre de Jesús. De hecho, le dirigen solo tres palabras, todas de Jesús: «Ánimo, levántate, que te llama» (v. 49). En el resto del Evangelio, solo Jesús dice ánimo, porque solo él resucita el corazón. Solo Jesús dice en el Evangelio levántate, para sanar el espíritu y el cuerpo. Solo Jesús llama, cambiando la vida del que lo sigue, levantando al que está por el suelo, llevando la luz de Dios en la oscuridad de la vida. Muchos hijos, muchos jóvenes, como Bartimeo, buscan una luz en la vida. Buscan un amor verdadero. Y al igual que Bartimeo que, a pesar de la multitud, invoca solo a Jesús, también ellos invocan la vida, pero a menudo solo encuentran promesas falsas y unos pocos que se interesan de verdad por ellos.

 No es cristiano esperar que los hermanos que están en busca llamen a nuestras puertas; tendremos que ir donde están ellos, no llevándonos a nosotros mismos, sino a Jesús. Él nos envía, como a aquellos discípulos, para animar y levantar en su nombre. Él nos envía a decirles a todos: “Dios te pide que te dejes amar por él”. Cuántas veces, en lugar de este mensaje liberador de salvación, nos hemos llevado a nosotros mismos, nuestras “recetas”, nuestras “etiquetas” en la Iglesia. Cuántas veces, en vez de hacer nuestras las palabras del Señor, hemos hecho pasar nuestras ideas por palabra suya. Cuántas veces la gente siente más el peso de nuestras instituciones que la presencia amiga de Jesús. Entonces pasamos por una ONG, por una organización paraestatal, no por la comunidad de los salvados que viven la alegría del Señor.

Escuchar, hacerse prójimos, testimoniar. El camino de fe termina en el Evangelio de una manera hermosa y sorprendente, con Jesús que dice: «Anda, tu fe te ha salvado» (v. 52). Y, sin embargo, Bartimeo no hizo profesiones de fe, no hizo ninguna obra; solo pidió compasión. Sentirse necesitados de salvación es el comienzo de la fe. Es el camino más directo para encontrar a Jesús. La fe que salvó a Bartimeo no estaba en la claridad de sus ideas sobre Dios, sino en buscarlo, en querer encontrarlo. La fe es una cuestión de encuentro, no de teoría. En el encuentro Jesús pasa, en el encuentro palpita el corazón de la Iglesia. Entonces, lo que será eficaz es nuestro testimonio de vida, no nuestros sermones.

Y a todos vosotros que habéis participado en este “caminar juntos”, os agradezco vuestro testimonio. Hemos trabajado en comunión y con franqueza, con el deseo de servir a Dios y a su pueblo. Que el Señor bendiga nuestros pasos, para que podamos escuchar a los jóvenes, hacernos prójimos suyos y testimoniarles la alegría de nuestra vida: Jesús.

Mc 12,28b-34: No estás lejos del reino de Dios
En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó:
- «¿Qué mandamiento es el primero de todos?»
Respondió Jesús:
- «El primero es: "Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser." El segundo es éste: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo." No hay mandamiento mayor que éstos.»
El escriba replicó:
- «Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.»
Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo:
- «No estás lejos del reino de Dios.»
Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 31 de octubre de 2021

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la Liturgia de hoy, el Evangelio habla de un escriba que se acerca a Jesús y le pregunta: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?» (Mc 12,28). Jesús contesta citando la Escritura y afirma que el primer mandamiento es amar a Dios; de este, como consecuencia natural, se deriva el segundo: amar al prójimo como a sí mismo (cf. vv. 29-31). Al oír esta respuesta, el escriba no solo reconoce que es justa, sino que al hacerlo, al reconocer que es justa, repite casi las mismas palabras pronunciadas por Jesús: «Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que […] amarle con todo el corazón, con todo la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (vv. 32-33).

Podemos preguntarnos, ¿por qué, al dar su asentimiento, el escriba siente la necesidad de repetir las mismas palabras de Jesús? Esta repetición es aún más sorprendente si pensamos que estamos en el Evangelio de Marcos, que tiene un estilo muy conciso. ¿Qué sentido tiene esta repetición? Esta repetición es una enseñanza para todos nosotros que escuchamos. Porque la Palabra del Señor no puede ser recibida como cualquier noticia. La Palabra del Señor hay que repetirla, asumirla, custodiarla. La tradición monástica, de los monjes, utiliza un término audaz, pero muy concreto. Dice así: la Palabra de Dios ha de ser “rumiada”. “Rumiar” la Palabra de Dios. Podemos decir que es tan nutritiva que debe llegar a todos los ámbitos de la vida: implicar, como dice Jesús hoy, todo el corazón, toda el alma, toda la inteligencia, todas las fuerzas (cf. v. 30). La Palabra de Dios debe resonar, retumbar, ser un eco dentro de nosotros. Cuando existe este eco interior que se repite, significa que el Señor habita nuestro corazón. Y nos dice, como a aquel buen escriba del Evangelio: «Non estás lejos del Reino de Dios » (v. 34).

Queridos hermanos y hermanas, el Señor busca no tanto hábiles comentaristas de las Escrituras, busca corazones dóciles que, acogiendo su Palabra, se dejan transformar dentro. Por esto es tan importante familiarizar con el Evangelio, tenerlo siempre al alcance de la mano —incluso un pequeño Evangelio en el bolsillo, en el bolso— para leerlo y releerlo, apasionarse. Cuando lo hacemos, Jesús, Palabra del Padre, entra en nuestro corazón, se vuelve íntimo y nosotros damos frutos en Él. Tomemos como ejemplo el Evangelio de hoy: no es suficiente leerlo y comprender que hay que amar a Dios y al prójimo. Es necesario que este mandamiento, que es el “gran mandamiento”, resuene en nosotros, sea asimilado, se convierta en voz de nuestra conciencia. Entonces no se queda en letra muerta, en el cajón del corazón, porque el Espíritu Santo hace brotar en nosotros la semilla de esa Palabra. Y la Palabra de Dios actúa, siempre está en movimiento, es viva y eficaz (cf. Hb 4,12). Así cada uno de nosotros puede convertirse en una “traducción” viva, diferente y original. No una repetición, sino una “traducción” viva, diferente y original, de la única Palabra de amor que Dios nos dona. Esto, por ejemplo, lo vemos en la vida de los santos: ninguno es igual al otro, todos son diferentes, pero todos con la misma Palabra de Dios

Tomemos hoy ejemplo de este escriba. Repitamos las palabras de Jesús, hagámoslas resonar en nosotros: “Amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas y al prójimo como a mí mismo". Y preguntémonos: ¿orienta realmente mi vida este mandamiento? ¿Se refleja este mandamiento en mi vida diaria? Nos hará bien esta noche, antes de dormirnos, hacer el examen de conciencia sobre esta Palabra, para ver si hoy hemos amado al Señor y hemos dado un poco de bien a los que nos hemos encontrado. Que cada encuentro sea dar un poco de bien, un poco de amor, que viene de esta Palabra. Que la Virgen María, en quien se hizo carne el Verbo de Dios, nos enseñe a acoger en nuestro corazón las palabras vivas del Evangelio.

 

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 4 de noviembre de 2018

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el centro del Evangelio de este domingo (cf. Marcos 12, 28b-34), está el mandamiento del amor: amor a Dios y amor al prójimo. Un escriba preguntó a Jesús: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?» (v. 28). Él responde citando la profesión de fe con la que cada israelita abre y cierra su día y que empieza con las palabras «Escucha, Israel. Yahveh nuestro Dios es el único Yahveh» (Deuteronomio 6, 4). De este modo Israel custodia su fe en la realidad fundamental de todo su credo: existe un solo Señor y ese Señor es «nuestro» en el sentido de que está vinculado a nosotros con un pacto indisoluble, nos ha amado, nos ama y nos amará por siempre. De esta fuente, de este amor de Dios, se deriva para nosotros el doble mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas […] Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (vv. 30-31).

Eligiendo estas dos Palabras dirigidas por Dios a su pueblo y poniéndolas juntas, Jesús enseñó una vez para siempre que el amor por Dios y el amor por el prójimo son inseparables, es más, se sustentan el uno al otro. Incluso si se colocan en secuencia, son las dos caras de una única moneda: vividos juntos son la verdadera fuerza del creyente,

Amar a Dios es vivir de Él y para Él, por aquello que Él es y por lo que Él hace. Y nuestro Dios es donación sin reservas, es perdón sin límites, es relación que promueve y hace crecer. Por eso, amar a Dios quiere decir invertir cada día nuestras energías para ser sus colaboradores en el servicio sin reservas a nuestro prójimo, en buscar perdonar sin límites y en cultivar relaciones de comunión y de fraternidad. El evangelista Marcos no se preocupa en especificar quién es el prójimo porque el prójimo es la persona que encuentro en el camino, durante mi jornada. No se trata de preseleccionar a mi prójimo, eso no es cristiano. Pienso que mi prójimo es aquel que he preseleccionado: no, esto no es cristiano, es pagano. Se trata de tener ojos para verlo y corazón para querer su bien. Si nos ejercitamos para ver con la mirada de Jesús, podremos estar siempre a la escucha y cerca de quien tiene necesidad. Las necesidades del prójimo reclaman ciertamente respuestas eficaces, pero primero exigen compartir.

Con una imagen podemos decir que el hambriento necesita no solo un plato de comida sino también una sonrisa, ser escuchado y también una oración, tal vez hecha juntos. El Evangelio de hoy nos invita a todos nosotros a proyectarse no solo hacia las urgencias de los hermanos más pobres, sino sobre todo a estar atentos a su necesidad de cercanía fraterna, de sentido de la vida, de ternura. Esto interpela a nuestras comunidades cristianas: se trata de evitar el riesgo de ser comunidades que viven de muchas iniciativas pero de pocas relaciones; el riesgo de comunidades «estaciones de servicio», pero de poca compañía en el sentido pleno y cristiano de este término.

Dios, que es amor, nos ha creado por amor y para que podamos amar a los otros permaneciendo unidos a Él. Sería ilusorio pretender amar al prójimo sin amar a Dios y sería también ilusorio pretender amar a Dios sin amar al prójimo. Las dos dimensiones, por Dios y por el prójimo, en su unidad caracterizan al discípulo de Cristo. Que la Virgen María nos ayude a acoger y testimoniar en la vida de todos los días esta luminosa enseñanza.

Mc 12,38-44: Esa pobre viuda ha echado más que nadie.
En aquel tiempo, entre lo que enseñaba Jesús a la gente, dijo:
-«¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas, con pre­texto de largos rezos. Éstos recibirán una sentencia más rigu­rosa.»
Estando Jesús sentado enfrente del arca de las ofrendas, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos reales. Llamando a sus discípulos, les dijo:
-«Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.»

CLAVE DE LECTURA

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 11 de noviembre de 2018

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El episodio evangélico de hoy (ver Mc 12, 38-44) concluye la serie de enseñanzas impartidas por Jesús en el templo de Jerusalén y resalta dos figuras opuestas: el escriba y la viuda. Pero ¿por qué están contrapuestas? El escriba representa a las personas importantes, ricas, influyentes; la otra —la viuda— representa a los últimos, a los pobres, a los débiles. En realidad, el juicio resuelto de Jesús contra los escribas no concierne a toda la categoría de escribas, sino que se refiere a aquellos que alardean de su posición social, que se enorgullecen del título de “rabí”, es decir, maestro, a quienes les gusta que les reverencien y ocupar los primeros puestos (ver versículos 38-39). Lo peor es que su ostentación es sobre todo de naturaleza religiosa, porque rezan, dice Jesús —“so capa de largas oraciones”—(v.40) y se sirven de Dios para proclamarse como los defensores de su ley. Y esta actitud de superioridad y de vanidad les lleva a despreciar a los que cuentan poco o se encuentran en una posición económica desaventajada, como es el caso de las viudas.

Jesús desenmascara este mecanismo perverso: denuncia la opresión instrumentalizada de los débiles por motivos religiosos, diciendo claramente que Dios está del lado de los últimos. Y para grabar esta lección en la mente de los discípulos, les pone un ejemplo viviente: una pobre viuda, cuya posición social era insignificante porque no tenía un marido que pudiera defender sus derechos, y por eso era presa fácil para algún acreedor sin escrúpulos. Esta mujer, que echará en el tesoro del templo solamente dos moneditas, todo lo que le quedaba, y hace su ofrenda intentando pasar desapercibida, casi avergonzándose. Pero, precisamente con esta humildad, ella cumple una acción de gran importancia religiosa y espiritual. Ese gesto lleno de sacrificio no escapa a la mirada de Jesús, que, al contrario, ve brillar en él el don total de sí mismo en el que quiere educar a sus discípulos.

La enseñanza que Jesús nos da hoy nos ayuda a recobrar lo que es esencial en nuestras vidas y favorece una relación concreta y cotidiana con Dios. Hermanos y hermanas, las balanzas del Señor son diferentes a las nuestras. Pesa de manera diferente a las personas y sus gestos: Dios no mide la cantidad sino la calidad, escruta el corazón, mira la pureza de las intenciones. Esto significa que nuestro “dar” a Dios en la oración y a los demás en la caridad debería huir siempre del ritualismo y del formalismo, así como de la lógica del cálculo, y debe ser expresión de gratuidad, como hizo Jesús con nosotros: nos salvó gratuitamente, no nos hizo pagar la redención. Nos salvó gratuitamente. Y nosotros, debemos hacer las cosas como expresión de gratuidad. Por eso, Jesús indica a esa viuda pobre y generosa como modelo a imitar de vida cristiana. No sabemos su nombre, pero conocemos su corazón —la encontraremos en el Cielo y seguramente iremos a saludarla—, y eso es lo que cuenta ante Dios. Cuando nos sentimos tentados por el deseo de aparentar y de contabilizar nuestros gestos de altruismo, cuando estamos demasiado interesados ​​en la mirada de los demás pensemos en esta mujer y, —permitidme las palabras— cuando nos pavoneemos, pensemos en esta mujer. Nos hará bien: nos ayudará a despojarnos de lo superfluo para ir a lo que realmente importa, y a permanecer humildes.

¡Que la Virgen María, mujer pobre que se entregó totalmente a Dios, nos sostenga en el propósito de dar al Señor y a los hermanos, no algo nuestro, sino a nosotros mismos, en una ofrenda humilde y generosa!

Mt 4,1-11: Jesús ayuna durante cuarenta días y es tentado.
En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre.
El tentador se le acercó y le dijo:
-«Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes. »
Pero él le contestó, diciendo:
-«Está escrito: "No sólo de pan vive el hombre, sino de toda pa­labra que sale de la boca de Dios."»
Entonces el diablo lo lleva a la ciudad santa, lo pone en el alero del templo y le dice:
-«Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: «Encar­gará a los ángeles que cuiden de ti, y te sostendrán en sus manos, pa­ra que tu pie no tropiece con las piedras. " »
Jesús le dijo:
-«También está escrito: "No tentarás al Señor, tu Dios."»
Después el diablo lo lleva a una montaña altísima y, mostrándole los reinos del mundo y su gloria, le dijo:
-«Todo esto te daré, si te postras y me adoras.»
Entonces le dijo Jesús:
-«Vete, Satanás, porque está escrito: "Al Señor, tu Dios, adora­rás y a él solo darás culto."»
Entonces lo dejó el diablo, y se acercaron los ángeles y le servían.

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 1 de marzo de 2020

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este primer domingo de Cuaresma, el Evangelio (cf. Mateo 4, 1-11) relata que Jesús, después de su bautismo en el río Jordán, «fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo» (v. 1). Se prepara para comenzar su misión como anunciador del Reino de los Cielos y, como Moisés y Elías (cf. Éxodo 24, 18; I Reyes 19, 8) en el Antiguo Testamento, lo hace con un ayuno de cuarenta días. Entra en “Cuaresma”.

Al final de este período de ayuno, el tentador, el diablo, irrumpe e intenta poner a Jesús en dificultades tres veces. La primera tentación se inspira en el hecho de que Jesús tiene hambre; el diablo le sugiere: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes» (v. 3). Un desafío. Pero la respuesta de Jesús es clara: «Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (4, 4). Hace referencia a Moisés, cuando recuerda al pueblo el largo viaje realizado en el desierto, en el que aprendió que su vida depende de la Palabra de Dios (cf. Deuteronomio 8, 3).

Entonces el diablo lo intenta por segunda vez (vv. 5-6), se hace aún más astuto, citando las Sagradas Escrituras él mismo. La estrategia es clara: si tienes tanta confianza en el poder de Dios, entonces experiméntalo, ya que la propia Escritura afirma que serás socorrido por los ángeles (v. 6). Pero, incluso en este caso, Jesús no se deja confundir, porque quien cree sabe que a Dios no se le somete a prueba, sino que se confía en su bondad. Por lo tanto, a las palabras de la Biblia, interpretadas instrumentalmente por Satanás, Jesús responde con otra cita: «También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios» (v. 7).

Finalmente, el tercer intento (vv. 8-9) revela el verdadero pensamiento del diablo: como la venida del Reino de los Cielos marca el comienzo de su derrota, el maligno quiere desviar a Jesús de su misión, ofreciéndole una perspectiva de mesianismo político. Pero Jesús rechaza la idolatría del poder y la gloria humana y, al final, expulsa al tentador diciéndole «Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto» (v. 10). Y en este punto, los ángeles se acercaron a Jesús, fiel a la consigna del Padre, para servirle (cf. v. 11).

Esto nos enseña una cosa: Jesús no dialoga con el diablo. Jesús responde al diablo con la Palabra de Dios, no con su palabra. En la tentación muchas veces empezamos a dialogar con la tentación, a dialogar con el diablo: “Sí, pero puedo hacer esto..., luego me confieso, luego esto, luego lo otro...”. Nunca se habla con el diablo. Jesús hace dos cosas con el diablo: lo expulsa o, como en este caso, responde con la Palabra de Dios. Tened cuidado: nunca dialoguéis con la tentación, nunca dialoguéis con el diablo.

También hoy Satanás irrumpe en la vida de las personas para tentarlas con sus propuestas tentadoras; mezcla las suyas con las muchas voces que tratan de domar la conciencia. Desde muchos lugares llegan mensajes que invitan a la gente a “dejarse tentar” para experimentar la embriaguez de la transgresión. La experiencia de Jesús nos enseña que la tentación es el intento de tomar caminos alternativos a los de Dios: “Pero haz esto, no hay ningún problema, ¡luego Dios te perdona! Pero tómate un día de alegría...” – “¡Pero es un pecado!” – “No, no es nada”. Caminos alternativos, caminos que nos dan la sensación de autosuficiencia, de disfrutar de la vida como un fin en sí misma. Pero todo esto es ilusorio: pronto nos damos cuenta de que cuanto más nos alejamos de Dios, más impotentes y desamparados nos sentimos ante los grandes problemas de la existencia.

Que la Virgen María, la Madre de Aquel que quebró la cabeza a la serpiente, nos ayude en este tiempo de Cuaresma a estar vigilantes ante las tentaciones, a no someternos a ningún ídolo de este mundo, a seguir a Jesús en la lucha contra el mal; y también nosotros saldremos vencedores como Jesús.

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

I Domingo de Cuaresma 

5 de marzo de 2017

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este primer domingo de Cuaresma, el Evangelio nos introduce en el camino hacia la Pascua, mostrando a Jesús que permanece durante cuarenta días en el desierto, sometido a las tentaciones del diablo (cf Mateo 4, 1-11). Este episodio se coloca en un momento preciso de la vida de Jesús: justo después del bautismo en el río Jordán y antes del ministerio público. Él acaba de recibir la investidura solemne: el Espíritu de Dios ha descendido sobre Él, el Padre del Cielo lo ha declarado: «Este es mi Hijo amado» (Mateo 3, 17). Jesús ya está preparado para empezar su misión; y ya que esta tiene un enemigo declarado, es decir Satanás, Él lo afronta enseguida, “cuerpo a cuerpo”. El diablo hace presión precisamente en el título de “Hijo de Dios” para alejar a Jesús del cumplimiento de su misión: «Si eres Hijo de Dios...», lo repite (vv. 3.6), y le propone hacer gestos milagrosos —hacer el “mago”— como trasformar las piedras en pan para saciar su hambre, y tirarse abajo desde el muro del templo y hacerse salvar por los ángeles. A estas dos tentaciones, sigue la tercera: adorarle a él, el diablo, para tener el dominio sobre el mundo (cf v. 9).

Mediante esta triple tentación, Satanás quiere desviar a Jesús del camino de la obediencia y de la humillación –porque sabe que así, por este camino, el mal será derrotado— y llevarlo por el falso atajo del éxito y de la gloria. Pero las flechas venenosas del diablo son todas “paradas” por Jesús con el escudo de la Palabra de Dios (vv. 4.7.10) que expresa la voluntad del Padre. Jesús no dice ninguna palabra propia: responde solamente con la Palabra de Dios.

Y así el Hijo, lleno de la fuerza del Espíritu Santo, sale victorioso del desierto.

Durante los cuarenta días de la Cuaresma, como cristianos estamos invitados a seguir las huellas de Jesús y afrontar el combate espiritual contra el maligno con la fuerza de la Palabra de Dios. No con nuestra palabra, no sirve. La Palabra de Dios: esa tiene la fuerza para derrotar a satanás. Por esto es necesario familiarizarse con la Biblia: leerla a menudo, meditarla, asimilarla. La Biblia contiene la Palabra de Dios, que es siempre actual y eficaz. Alguno ha dicho: ¿qué sucedería si usáramos la Biblia como tratamos nuestro móvil? ¿Si la llevásemos siempre con nosotros, o al menos el pequeño Evangelio de bolsillo, qué sucedería?; si volviésemos atrás cuando la olvidamos: tú te olvidas el móvil —¡oh!—, no lo tengo, vuelvo atrás a buscarlo; si la abriéramos varias veces al día; si leyéramos los mensajes de Dios contenidos en la Biblia como leemos los mensajes del teléfono, ¿qué sucedería? Claramente la comparación es paradójica, pero hace reflexionar. De hecho, si tuviéramos la Palabra de Dios siempre en el corazón, ninguna tentación podría alejarnos de Dios y ningún obstáculo podría hacer que nos desviáramos del camino del bien; sabríamos vencer las sugestiones diarias del mal que está en nosotros y fuera de nosotros; nos encontraríamos más capaces de vivir una vida resucitada según el Espíritu, acogiendo y amando a nuestros hermanos, especialmente a los más débiles y necesitados, y también a nuestros enemigos.

La Virgen María, icono perfecto de la obediencia a Dios y de la confianza incondicional a su voluntad, nos sostenga en el camino cuaresmal, para que nos pongamos en dócil escucha de la Palabra de Dios para realizar una verdadera conversión del corazón.

Mt 5,1-12: Dichosos los pobres en el espíritu.
En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y él se puso a hablar, enseñándoles: 

«Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. 
Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. 
Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. 
Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. 
Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán la misericordia. 
Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. 
Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los Hijos de Dios. 
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. 
Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.»

CLAVE DE LECTURA 1

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A TAILANDIA Y JAPÓN

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Tokyo Dome
Lunes, 25 de noviembre de 2019

 

El evangelio que hemos escuchado es parte del primer gran sermón de Jesús; lo conocemos como el “Sermón de la montaña” y nos describe la belleza del camino que estamos invitados a transitar. Según la Biblia, la montaña es el lugar donde Dios se manifiesta y se da a conocer: «Sube hacia mí», le dijo a Moisés (cf. Ex 24,1). Una montaña donde la cima no se alcanza con voluntarismo ni “carrerismo” sino tan sólo con la atenta, paciente y delicada escucha del Maestro en medio de las encrucijadas del camino. La cima se hace llanura para regalarnos una perspectiva siempre nueva de todo lo que nos rodea, centrada en la compasión del Padre. En Jesús encontramos la cima de lo que significa ser humanos y nos muestra el camino que nos conduce a la plenitud capaz de desbordar todos los cálculos conocidos; en Él encontramos una vida nueva donde experimentar la libertad de sabernos hijos amados.

Pero somos conscientes de que, en el camino, esa libertad de hijos puede verse asfixiada y debilitada cuando quedamos encerrados en el círculo vicioso de la ansiedad y la competitividad, o cuando concentramos toda nuestra atención y mejores energías en la búsqueda sofocante y frenética de productividad y consumismo como único criterio para medir y convalidar nuestras opciones o definir quiénes somos y cuánto valemos. Una medida que poco a poco nos vuelve impermeables o insensibles a lo importante impulsando el corazón a latir con lo superfluo o pasajero. ¡Cuánto oprime y encadena al alma el afán de creer que todo puede ser producido, todo conquistado y todo controlado!

Aquí en Japón, en una sociedad con la economía altamente desarrollada, me hacían notar los jóvenes esta mañana en el encuentro que tuve con ellos, que no son pocas las personas que están socialmente aisladas, que permanecen al margen, incapaces de comprender el significado de la vida y de su propia existencia. El hogar, la escuela y la comunidad, destinados a ser lugares donde cada uno apoya y ayuda a los demás, están siendo cada vez más deteriorados por la competición excesiva en la búsqueda de la ganancia y la eficiencia. Muchas personas se sienten confundidas e intranquilas, están abrumadas por demasiadas exigencias y preocupaciones que les quitan la paz y el equilibrio.

Como bálsamo reparador suenan las palabras del Señor a no inquietarnos, a confiar. Tres veces con insistencia nos dice: No se inquieten por su vida… por el día de mañana (cf. Mt 6,25.31.34). Esto no significa una invitación a desentendernos de lo que pasa a nuestro alrededor o volvernos irresponsables de nuestras ocupaciones y responsabilidades diarias; sino, por lo contrario, es una provocación a abrir nuestras prioridades a un horizonte más amplio de sentido y generar así espacio para mirar en su misma dirección: «Busquen primero el Reino de los cielos y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura» (Mt 6,33).

El Señor no nos dice que las necesidades básicas, como la comida y la ropa, no sean importantes; nos invita, más bien, a reconsiderar nuestras opciones cotidianas para no quedar atrapados o aislados en la búsqueda del éxito a cualquier costo, incluso de la propia vida. Las actitudes mundanas que buscan y persiguen sólo el propio rédito o beneficio en este mundo, y el egoísmo que pretende la felicidad individual, en realidad sólo nos hacen sutilmente infelices y esclavos, además de obstaculizar el desarrollo de una sociedad verdaderamente armoniosa y humana.

Lo contrario al yo aislado, encerrado y hasta sofocado sólo puede ser un nosotros compartido, celebrado y comunicado (cf. Audiencia general, 13 febrero 2019). Esta invitación del Señor nos recuerda que «necesitamos “consentir jubilosamente que nuestra realidad sea dádiva, y aceptar aun nuestra libertad como gracia. Esto es lo difícil hoy en un mundo que cree tener algo por sí mismo, fruto de su propia originalidad o de su libertad”» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 55). De ahí que, en la primera lectura, la Biblia nos recuerda cómo nuestro mundo, lleno de vida y belleza, es ante todo un regalo maravilloso del Creador que nos precede: «Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno» (Gn 1,31); belleza y bondad ofrecida para que también podamos compartirla y ofrecérsela a los demás, no como dueños o propietarios sino como partícipes de un mismo sueño creador. «El auténtico cuidado de nuestra propia vida y de nuestras relaciones con la naturaleza es inseparable de la fraternidad, la justicia y la fidelidad a los demás» (Carta enc. Laudato si’, 70).

Frente a esta realidad, como comunidad cristiana somos invitados a proteger toda vida y testimoniar con sabiduría y coraje un estilo marcado por la gratuidad y la compasión, la generosidad y la escucha simple, un estilo capaz de abrazar y recibir la vida como se presenta «con toda su fragilidad y pequeñez, y hasta muchas veces con toda sus contradicciones e insignificancias» (Jornada Mundial de la Juventud, Panamá, Vigilia, 26 enero 2019). Se nos invita a ser una comunidad que pueda desarrollar esa pedagogía capaz de darle la «bienvenida a todo lo que no es perfecto, puro o destilado, pero no por eso menos digno de amor. ¿Acaso alguien por ser discapacitado o frágil no es digno de amor?, ¿alguien, por ser extranjero, por haberse equivocado, por estar enfermo o en una prisión, no es digno de amor? Así lo hizo Jesús: abrazó al leproso, al ciego, al paralítico, abrazó al fariseo y al pecador. Abrazó al ladrón en la cruz e inclusive abrazó y perdonó a quienes lo estaban crucificando» (ibíd.).

El anuncio del Evangelio de la Vida nos impulsa y exige, como comunidad, que nos convirtamos en un hospital de campaña, preparado para curar las heridas y ofrecer siempre un camino de reconciliación y de perdón. Porque para el cristiano la única medida posible con la cual juzgar cada persona y situación es la de la compasión del Padre por todos sus hijos.

Unidos al Señor, cooperando y dialogando siempre con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, y también con los de convicciones religiosas diferentes, podemos transformarnos en levadura profética de una sociedad que proteja y se haga cargo cada vez más de toda vida.

CLAVE DE LECTURA 2

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD FRANCISCO A LOS EMIRATOS ÁRABES UNIDOS
(3-5 DE FEBRERO DE 2019)

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Zayed Sports City, Abu Dabi
Martes, 5 de febrero de 2019

 

 

Bienaventurados: es la palabra con la que Jesús comienza su predicación en el Evangelio de Mateo. Y es el estribillo que él repite hoy, casi como queriendo fijar en nuestro corazón, ante todo, un mensaje fundamental: si estás con Jesús; si amas escuchar su palabra como los discípulos de entonces; si buscas vivirla cada día, eres bienaventurado. No serás bienaventurado, sino que eres bienaventurado: esa es la primera realidad de la vida cristiana. No consiste en un elenco de prescripciones exteriores para cumplir o en un complejo conjunto de doctrinas que hay que conocer. Ante todo, no es esto; es sentirse, en Jesús, hijos amados del Padre. Es vivir la alegría de esta bienaventuranza, es entender la vida como una historia de amor, la historia del amor fiel de Dios que nunca nos abandona y quiere vivir siempre en comunión con nosotros. Este es el motivo de nuestra alegría, de una alegría que ninguna persona en el mundo y ninguna circunstancia de la vida nos puede quitar. Es una alegría que da paz incluso en el dolor, que ya desde ahora nos hace pregustar esa felicidad que nos aguarda para siempre. Queridos hermanos y hermanas, en la alegría de encontraros, esta es la palabra que he venido a deciros: bienaventurados.

Ahora bien, Jesús llama bienaventurados a sus discípulos, sin embargo, llaman la atención los motivos de las diversas bienaventuranzas. En ellas vemos una transformación total en el modo de pensar habitual, que considera bienaventurados a los ricos, los poderosos, los que tienen éxito y son aclamados por las multitudes. Para Jesús, en cambio, son bienaventurados los pobres, los mansos, los que se mantienen justos aun corriendo el riesgo de ser ridiculizados, los perseguidos. ¿Quién tiene razón, Jesús o el mundo? Para entenderlo, miremos cómo vivió Jesús: pobre de cosas y rico de amor, devolvió la salud a muchas vidas, pero no se ahorró la suya. Vino para servir y no para ser servido; nos enseñó que no es grande quien tiene, sino quien da. Fue justo y dócil, no opuso resistencia y se dejó condenar injustamente. De este modo, Jesús trajo al mundo el amor de Dios. Solo así derrotó a la muerte, al pecado, al miedo y a la misma mundanidad, solo con la fuerza del amor divino. Todos juntos, pidamos hoy en este lugar, la gracia de redescubrir la belleza de seguir a Jesús, de imitarlo, de no buscar más que a él y a su amor humilde. Porque el sentido de la vida en la tierra está aquí, en la comunión con él y en el amor por los otros. ¿Creéis esto?

He venido también a daros las gracias por el modo como vivís el Evangelio que hemos escuchado. Se dice que entre el Evangelio escrito y el que se vive existe la misma diferencia que entre la música escrita y la interpretada. Vosotros aquí conocéis la melodía del Evangelio y vivís el entusiasmo de su ritmo. Sois un coro compuesto por una variedad de naciones, lenguas y ritos; una diversidad que el Espíritu Santo ama y quiere armonizar cada vez más, para hacer una sinfonía. Esta alegre sinfonía de la fe es un testimonio que dais a todos y que construye la Iglesia. Me ha impactado lo que Mons. Hinder dijo una vez, que no solo él se siente vuestro Pastor, sino que vosotros, con vuestro ejemplo, sois a menudo pastores para él. ¡Gracias por esto!

Ahora bien, vivir como bienaventurados y seguir el camino de Jesús no significa estar siempre contentos. Quien está afligido, quien sufre injusticias, quien se entrega para ser artífice de la paz sabe lo que significa sufrir. Ciertamente, para vosotros no es fácil vivir lejos de casa y quizá sentir la ausencia de las personas más queridas y la incertidumbre por el futuro. Pero el Señor es fiel y no abandona a los suyos. Nos puede ayudar un episodio de la vida de san Antonio abad, el gran fundador del monacato en el desierto. Él había dejado todo por el Señor y se encontraba en el desierto. Allí, durante un largo tiempo, sufrió una dura lucha espiritual que no le daba tregua, asaltado por dudas y oscuridades, tentado incluso de ceder a la nostalgia y a las cosas de la vida pasada. Después de tanto tormento, el Señor lo consoló y san Antonio le preguntó: «¿Dónde estabas? ¿Por qué no apareciste antes para detener los sufrimientos? ¿Dónde estabas!». Entonces percibió con claridad la respuesta de Jesús: «Antonio, yo estaba aquí» (S. Atanasio, Vida de Antonio, 10). El Señor está cerca. Frente a una prueba o a un período difícil, podemos pensar que estamos solos, incluso después de estar tanto tiempo con el Señor. Pero en esos momentos, aun si no interviene rápidamente, él camina a nuestro lado y, si seguimos adelante, abrirá una senda nueva. Porque el Señor es especialista en hacer nuevas las cosas, y sabe abrir caminos en el desierto (cf. Is 43,19).

Queridos hermanos y hermanas: Quisiera deciros también que para vivir las Bienaventuranzas no se necesitan gestos espectaculares. Miremos a Jesús: no dejó nada escrito, no construyó nada imponente. Y cuando nos dijo cómo hemos de vivir no nos ha pedido que levantemos grandes obras o que nos destaquemos realizando hazañas extraordinarias. Nos ha pedido que llevemos a cabo una sola obra de arte, al alcance de todos: la de nuestra vida. Las Bienaventuranzas son una ruta de vida: no nos exigen acciones sobrehumanas, sino que imitemos a Jesús cada día. Invitan a tener limpio el corazón, a practicar la mansedumbre y la justicia a pesar de todo, a ser misericordiosos con todos, a vivir la aflicción unidos a Dios. Es la santidad de la vida cotidiana, que no tiene necesidad de milagros ni de signos extraordinarios. Las Bienaventuranzas no son para súper-hombres, sino para quien afronta los desafíos y las pruebas de cada día. Quien las vive al modo de Jesús purifica el mundo. Es como un árbol que, aun en la tierra árida, absorbe cada día el aire contaminado y devuelve oxígeno. Os deseo que estéis así, arraigados en Cristo, en Jesús y dispuestos a hacer el bien a todo el que está cerca de vosotros. Que vuestras comunidades sean oasis de paz.

Por último, quisiera detenerme brevemente en dos Bienaventuranzas. La primera: «Bienaventurados los mansos» (Mt 5,4). No es bienaventurado quien agrede o somete, sino quien tiene la actitud de Jesús que nos ha salvado: manso, incluso ante sus acusadores. Me gusta citar a san Francisco, cuando da instrucciones a sus hermanos sobre el modo como han de presentarse ante los sarracenos y los no cristianos. Escribe: «No entablen litigios ni contiendas, sino que estén sometidos a toda humana criatura por Dios y confiesen que son cristianos» (Regla no bulada, XVI). No entablen litigios ni contiendas —y esto vale también para los sacerdotes— ni litigios ni contiendas: en ese tiempo, mientras tantos marchaban revestidos de pesadas armaduras, san Francisco recordó que el cristiano va armado solo de su fe humilde y su amor concreto. Es importante la mansedumbre: si vivimos en el mundo al modo de Dios, nos convertiremos en canales de su presencia; de lo contrario, no daremos frutos.

La segunda Bienaventuranza: «Bienaventurados los que trabajan por la paz» (v. 9). El cristiano promueve la paz, comenzando por la comunidad en la que vive. En el libro del Apocalipsis, hay una comunidad a la que Jesús se dirige, la de Filadelfia, que creo se parece a la vuestra. Es una Iglesia a la que el Señor, a diferencia de casi todas las demás, no le reprocha nada. En efecto, ella ha conservado la palabra de Jesús, sin renegar de su nombre, y ha perseverado, es decir que, a pesar de las dificultades, ha seguido adelante. Y hay un aspecto importante: el nombre Filadelfia significa amor entre hermanos. El amor fraterno. Una Iglesia que persevera en la palabra de Jesús y en el amor fraterno es agradable a Dios y da fruto. Pido para vosotros la gracia de conservar la paz, la unidad, de haceros cargo los unos de los otros, con esa hermosa fraternidad que hace que no haya cristianos de primera y de segunda clase.

Jesús, que os llama bienaventurados, os da la gracia de seguir siempre adelante sin desanimaros, creciendo en el amor mutuo y en el amor a todos (cf. 1 Ts 3,12).

CLAVE DE LECTURA 3

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD FRANCISCO A CHILE Y PERÚ
(15-22 DE ENERO DE 2018)

SANTA MISA POR LA PAZ Y LA JUSTICIA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Parque O’Higgins (Santiago de Chile)
Martes, 16 de enero de 2018

 

«Al ver a la multitud» (Mt 5,1). En estas primeras palabras del Evangelio que acabamos de escuchar encontramos la actitud con la que Jesús quiere salir a nuestro encuentro, la misma actitud con la que Dios siempre ha sorprendido a su pueblo (cf. Ex 3,7). La primera actitud de Jesús es ver, mirar el rostro de los suyos. Esos rostros ponen en movimiento el amor visceral de Dios. No fueron ideas o conceptos los que movieron a Jesús… son los rostros, son las personas; es la vida que clama a la Vida que el Padre nos quiere transmitir.

Al ver a la multitud, Jesús encuentra el rostro de la gente que lo seguía y lo más lindo es ver que ellos, a su vez, encuentran en la mirada de Jesús el eco de sus búsquedas y anhelos. De ese encuentro nace este elenco de bienaventuranzas que son el horizonte hacia el cual somos invitados y desafiados a caminar. Las bienaventuranzas no nacen de una actitud pasiva frente a la realidad, ni tampoco pueden nacer de un espectador que se vuelve un triste autor de estadísticas de lo que acontece. No nacen de los profetas de desventuras que se contentan con sembrar desilusión. Tampoco de espejismos que nos prometen la felicidad con un «clic», en un abrir y cerrar de ojos. Por el contrario, las bienaventuranzas nacen del corazón compasivo de Jesús que se encuentra con el corazón compasivo y necesitado de compasión de hombres y mujeres que quieren y anhelan una vida bendecida; de hombres y mujeres que saben de sufrimiento; que conocen el desconcierto y el dolor que se genera cuando «se te mueve el piso» o «se inundan los sueños» y el trabajo de toda una vida se viene abajo; pero más saben de tesón y de lucha para salir adelante; más saben de reconstrucción y de volver a empezar.

¡Cuánto conoce el corazón chileno de reconstrucciones y de volver a empezar; cuánto conocen ustedes de levantarse después de tantos derrumbes! ¡A ese corazón apela Jesús; para que ese corazón reciba las bienaventuranzas!

Las bienaventuranzas no nacen de actitudes criticonas ni de la «palabrería barata» de aquellos que creen saberlo todo pero no se quieren comprometer con nada ni con nadie, y terminan así bloqueando toda posibilidad de generar procesos de transformación y reconstrucción en nuestras comunidades, en nuestras vidas. Las bienaventuranzas nacen del corazón misericordioso que no se cansa de esperar. Y experimenta que la esperanza «es el nuevo día, la extirpación de una inmovilidad, el sacudimiento de una postración negativa» (Pablo Neruda, El habitante y su esperanza, 5).

Jesús, al decir bienaventurado al pobre, al que ha llorado, al afligido, al paciente, al que ha perdonado... viene a extirpar la inmovilidad paralizante del que cree que las cosas no pueden cambiar, del que ha dejado de creer en el poder transformador de Dios Padre y en sus hermanos, especialmente en sus hermanos más frágiles, en sus hermanos descartados. Jesús, al proclamar las bienaventuranzas viene a sacudir esa postración negativa llamada resignación que nos hace creer que se puede vivir mejor si nos escapamos de los problemas, si huimos de los demás; si nos escondemos o encerramos en nuestras comodidades, si nos adormecemos en un consumismo tranquilizante (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 2). Esa resignación que nos lleva a aislarnos de todos, a dividirnos, separarnos; a hacernos ciegos frente a la vida y al sufrimiento de los otros.

Las bienaventuranzas son ese nuevo día para todos aquellos que siguen apostando al futuro, que siguen soñando, que siguen dejándose tocar e impulsar por el Espíritu de Dios.

Qué bien nos hace pensar que Jesús desde el Cerro Renca o Puntilla viene a decirnos: bienaventurados… Sí, bienaventurado vos y vos;  a cada uno de nosotros. Bienaventurados ustedes que se dejan contagiar por el Espíritu de Dios y luchan y trabajan por ese nuevo día, por ese nuevo Chile, porque de ustedes será el reino de los cielos. «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

Y frente a la resignación que como un murmullo grosero socava nuestros lazos vitales y nos divide, Jesús nos dice: bienaventurados los que se comprometen por la reconciliación. Felices aquellos que son capaces de ensuciarse las manos y trabajar para que otros vivan en paz. Felices aquellos que se esfuerzan por no sembrar división. De esta manera, la bienaventuranza nos hace artífices de paz; nos invita a comprometernos para que el espíritu de la reconciliación gane espacio entre nosotros. ¿Quieres dicha? ¿Quieres felicidad? Felices los que trabajan para que otros puedan tener una vida dichosa. ¿Quieres paz?, trabaja por la paz.

No puedo dejar de evocar a ese gran pastor que tuvo Santiago cuando en un Te Deum decía: «“Si quieres la paz, trabaja por la justicia” … Y si alguien nos pregunta: “¿qué es la justicia?” o si acaso consiste solamente en “no robar”, le diremos que existe otra justicia: la que exige que cada hombre sea tratado como hombre» (Card. Raúl Silva Henríquez, Homilía en el Te Deum Ecuménico, 18 septiembre 1977).

¡Sembrar la paz a golpe de proximidad, de vecindad! A golpe de salir de casa y mirar rostros, de ir al encuentro de aquel que lo está pasando mal, que no ha sido tratado como persona, como un digno hijo de esta tierra. Esta es la única manera que tenemos de tejer un futuro de paz, de volver a hilar una realidad que se puede deshilachar. El trabajador de la paz sabe que muchas veces es necesario vencer grandes o sutiles mezquindades y ambiciones, que nacen de pretender crecer y «darse un nombre», de tener prestigio a costa de otros. El trabajador de la paz sabe que no alcanza con decir: no le hago mal a nadie, ya que como decía san Alberto Hurtado: «Está muy bien no hacer el mal, pero está muy mal no hacer el bien» (Meditación radial, abril 1944).

Construir la paz es un proceso que nos convoca y estimula nuestra creatividad para gestar relaciones capaces de ver en mi vecino no a un extraño, a un desconocido, sino a un hijo de esta tierra.

Encomendémonos a la Virgen Inmaculada que desde el Cerro San Cristóbal cuida y acompaña esta ciudad. Que ella nos ayude a vivir y a desear el espíritu de las bienaventuranzas; para que en todos los rincones de esta ciudad se escuche como un susurro: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

CLAVE DE LECTURA 4

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo 29 de enero de 2017

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La liturgia de este domingo nos hace meditar sobre las Bienaventuranzas (cf. Mateo 5, 1-12a), que abren el gran discurso llamado “de la montaña”, la “carta magna” del Nuevo Testamento. Jesús manifiesta la voluntad de Dios de conducir a los hombres a la felicidad. Este mensaje estaba ya presente en la predicación de los profetas: Dios está cerca de los pobres y de los oprimidos y les libera de los que les maltratan. Pero en esta predicación, Jesús sigue un camino particular: comienza con el término “bienaventurados”, es decir felices; prosigue con la indicación de la condición para ser tales; y concluye haciendo una promesa. El motivo de las bienaventuranzas, es decir de la felicidad, no está en la condición requerida —“pobres de espíritu”, “afligidos”, “hambrientos de justicia”, “perseguidos”…— sino en la sucesiva promesa, que hay que acoger con fe como don de Dios. Se comienza con las condiciones de dificultad para abrirse al don de Dios y acceder al mundo nuevo, el “Reino” anunciado por Jesús. No es un mecanismo automático, sino un camino de vida para seguir al Señor, para quien la realidad de miseria y aflicción es vista en una perspectiva nueva y vivida según la conversión que se lleva a cabo. No se es bienaventurado si no se convierte, para poder apreciar y vivir los dones de Dios.

Me detengo en la primera bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos» (v. 4). El pobre de espíritu es el que ha asumido los sentimientos y la actitud de esos pobres que en su condición no se rebelan, pero saben que son humildes, dóciles, dispuestos a la gracia de Dios. La felicidad de los pobres en espíritu tiene una doble dimensión: en lo relacionado con los bienes y en lo relacionado con Dios. Respecto a los bienes materiales esta pobreza de espíritu es sobriedad: no necesariamente renuncia, sino capacidad de gustar lo esencial, de compartir; capacidad de renovar cada día el estupor por la bondad de las cosas, sin sobrecargarse en la monotonía del consumo voraz. Más tengo, más quiero; más tengo, más quiero. Este es el consumo voraz y esto mata el alma. El hombre y la mujer que hace esto, que tiene esta actitud, “más tengo, más quiero”, no es feliz y no llegará a la felicidad. En lo relacionado con Dios es alabanza y reconocimiento que el mundo es bendición y que en su origen está el amor creador del Padre. Pero es también apertura a Él, docilidad a su señoría, es Él el Señor, es Él el grande. No soy yo el grande porque tengo muchas cosas. Es Él el que ha querido que el mundo perteneciera a los hombres, y lo ha querido así para que los hombres fueran felices.

El pobre en espíritu es el cristiano que no se fía de sí mismo, de las riquezas materiales, no se obstina en las propias opiniones, sino que escucha con respeto y se remite con gusto a las decisiones de los otros. Si en nuestras comunidades hubiera más pobres de espíritu, ¡habría menos divisiones, contrastes y polémicas! La humildad, como la caridad, es una virtud esencial para la convivencia en las comunidades cristianas. Los pobres, en este sentido evangélico, aparecen como aquellos que mantienen viva la meta del Reino de los cielos, haciendo ver que esto viene anticipado como semilla en la comunidad fraterna, que privilegia el compartir antes que la posesión. Esto quisiera subrayarlo: privilegiar el compartir antes que la posesión. Siempre tener las manos y el corazón así [el Papa hace un gesto con la mano abierta], no así [hace un gesto con puño cerrado]. Cuando el corazón está así [cerrado] es un corazón pequeño, ni siquiera sabe cómo amar. Cuando el corazón está así [abierto] va sobre el camino del amor.

La Virgen María, modelo y primicia de los pobres en espíritu porque es totalmente dócil a la voluntad del Señor, nos ayude a abandonarnos en Dios, rico en misericordia, para que nos colme de sus dones, especialmente de la abundancia de su perdón.

CLAVE DE LECTURA 5

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Miércoles 1 de noviembre de 2017

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y buena fiesta!

La solemnidad de Todos los Santos es «nuestra» fiesta: no porque nosotros seamos buenos, sino porque la santidad de Dios ha tocado nuestra vida. Los santos no son figuritas perfectas, sino personas atravesadas por Dios. Podemos compararlas con las vidrieras de las iglesias, que dejan entrar la luz en diversas tonalidades de color. Los santos son nuestros hermanos y hermanas que han recibido la luz de Dios en su corazón y la han transmitido al mundo, cada uno según su propia «tonalidad».

Pero todos han sido transparentes, han luchado por quitar las manchas y las oscuridades del pecado, para hacer pasar la luz afectuosa de Dios. Este es el objetivo de la vida: hacer pasar la luz de Dios y también el objetivo de nuestra vida.

De hecho, hoy en el Evangelio Jesús se dirige a los suyos, a todos nosotros, diciéndonos «bienaventurados» (Mateo 5, 3). Es la palabra con la cual inicia su predicación, que es «Evangelio», Buena Noticia porque es el camino de la felicidad. Quien está con Jesús es bienaventurado, es feliz. La felicidad no está en tener algo o en convertirse en alguien, no, la felicidad verdadera es estar con el Señor y vivir por amor. ¿Vosotros creéis esto? Debemos ir adelante, para creer en esto. Entonces, los ingredientes para una vida feliz se llaman bienaventuranzas: son bienaventurados los sencillos, los humildes que hacen lugar a Dios, que saben llorar por los demás y por los propios errores, permanecen mansos, luchan por la justicia, son misericordiosos con todos, custodian la pureza del corazón, obran siempre por la paz y permanecen en la alegría, no odian e, incluso cuando sufren, responden al mal con el bien. Estas son las bienaventuranzas.

No exigen gestos asombrosos, no son para superhombres, sino para quien vive las pruebas y las fatigas de cada día, para nosotros. Así son los santos: respiran como todos el aire contaminado del mal que existe en el mundo, pero en el camino no pierden nunca de vista el recorrido de Jesús, aquel indicado en las bienaventuranzas, que son como un mapa de la vida cristiana.

Hoy es la fiesta de aquellos que han alcanzado la meta indicada por este mapa: no sólo los santos del calendario, sino tantos hermanos y hermanas «de la puerta de al lado», que tal vez hemos encontrado y conocido. Hoy es una fiesta de familia, de tantas personas sencillas, escondidas que en realidad ayudan a Dios a llevar adelante el mundo. ¡Y existen muchos hoy! Son tantos. Gracias a estos hermanos y hermanas desconocidos que ayudan a Dios a llevar adelante el mundo, que viven entre nosotros, saludemos a todos con un fuerte aplauso. Ante todo —dice la primera bienaventuranza— son «los pobres de espíritu» (Mateo 5, 3). ¿Qué significa? Que no viven para el éxito, el poder y el dinero; saben que quien acumula tesoros para sí no se enriquece ante Dios (cf. Lucas 12, 21). Creen en cambio que el Señor es el tesoro de la vida y el amor al prójimo la única verdadera fuente de ganancia. A veces estamos descontentos por algo que nos falta o preocupados si no somos considerados como quisiéramos; recordemos que no está aquí nuestra felicidad, sino en el Señor y en el amor: sólo con Él, sólo amando se vive como bienaventurado.

Quisiera finalmente citar otra bienaventuranza, que no se encuentra en el Evangelio, sino al final de la Biblia y habla del conclusión de la vida: «Dichosos los muertos que mueren en el Señor» (Apocalipsis 14, 13).

Mañana estaremos llamados a acompañar con la oración a nuestros difuntos, para que gocen siempre del Señor. Recordemos con gratitud a nuestros seres queridos y oremos por ellos.

Que la Madre de Dios, Reina de los Santos y Puerta del Cielo, interceda por nuestro camino de santidad y por nuestros seres queridos que nos han precedido y han partido ya para la Patria celestial.

CLAVE DE LECTURA 6

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD FRANCISCO A CHILE Y PERÚ

SANTA MISA POR LA PAZ Y LA JUSTICIA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Parque O’Higgins (Santiago de Chile)
Martes, 16 de enero de 2018

 

 

«Al ver a la multitud» (Mt 5,1). En estas primeras palabras del Evangelio que acabamos de escuchar encontramos la actitud con la que Jesús quiere salir a nuestro encuentro, la misma actitud con la que Dios siempre ha sorprendido a su pueblo (cf. Ex 3,7). La primera actitud de Jesús es ver, mirar el rostro de los suyos. Esos rostros ponen en movimiento el amor visceral de Dios. No fueron ideas o conceptos los que movieron a Jesús… son los rostros, son las personas; es la vida que clama a la Vida que el Padre nos quiere transmitir.

Al ver a la multitud, Jesús encuentra el rostro de la gente que lo seguía y lo más lindo es ver que ellos, a su vez, encuentran en la mirada de Jesús el eco de sus búsquedas y anhelos. De ese encuentro nace este elenco de bienaventuranzas que son el horizonte hacia el cual somos invitados y desafiados a caminar. Las bienaventuranzas no nacen de una actitud pasiva frente a la realidad, ni tampoco pueden nacer de un espectador que se vuelve un triste autor de estadísticas de lo que acontece. No nacen de los profetas de desventuras que se contentan con sembrar desilusión. Tampoco de espejismos que nos prometen la felicidad con un «clic», en un abrir y cerrar de ojos. Por el contrario, las bienaventuranzas nacen del corazón compasivo de Jesús que se encuentra con el corazón compasivo y necesitado de compasión de hombres y mujeres que quieren y anhelan una vida bendecida; de hombres y mujeres que saben de sufrimiento; que conocen el desconcierto y el dolor que se genera cuando «se te mueve el piso» o «se inundan los sueños» y el trabajo de toda una vida se viene abajo; pero más saben de tesón y de lucha para salir adelante; más saben de reconstrucción y de volver a empezar.

¡Cuánto conoce el corazón chileno de reconstrucciones y de volver a empezar; cuánto conocen ustedes de levantarse después de tantos derrumbes! ¡A ese corazón apela Jesús; para que ese corazón reciba las bienaventuranzas!

Las bienaventuranzas no nacen de actitudes criticonas ni de la «palabrería barata» de aquellos que creen saberlo todo pero no se quieren comprometer con nada ni con nadie, y terminan así bloqueando toda posibilidad de generar procesos de transformación y reconstrucción en nuestras comunidades, en nuestras vidas. Las bienaventuranzas nacen del corazón misericordioso que no se cansa de esperar. Y experimenta que la esperanza «es el nuevo día, la extirpación de una inmovilidad, el sacudimiento de una postración negativa» (Pablo Neruda, El habitante y su esperanza, 5).

Jesús, al decir bienaventurado al pobre, al que ha llorado, al afligido, al paciente, al que ha perdonado... viene a extirpar la inmovilidad paralizante del que cree que las cosas no pueden cambiar, del que ha dejado de creer en el poder transformador de Dios Padre y en sus hermanos, especialmente en sus hermanos más frágiles, en sus hermanos descartados. Jesús, al proclamar las bienaventuranzas viene a sacudir esa postración negativa llamada resignación que nos hace creer que se puede vivir mejor si nos escapamos de los problemas, si huimos de los demás; si nos escondemos o encerramos en nuestras comodidades, si nos adormecemos en un consumismo tranquilizante (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 2). Esa resignación que nos lleva a aislarnos de todos, a dividirnos, separarnos; a hacernos ciegos frente a la vida y al sufrimiento de los otros.

Las bienaventuranzas son ese nuevo día para todos aquellos que siguen apostando al futuro, que siguen soñando, que siguen dejándose tocar e impulsar por el Espíritu de Dios.

Qué bien nos hace pensar que Jesús desde el Cerro Renca o Puntilla viene a decirnos: bienaventurados… Sí, bienaventurado vos y vos;  a cada uno de nosotros. Bienaventurados ustedes que se dejan contagiar por el Espíritu de Dios y luchan y trabajan por ese nuevo día, por ese nuevo Chile, porque de ustedes será el reino de los cielos. «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

Y frente a la resignación que como un murmullo grosero socava nuestros lazos vitales y nos divide, Jesús nos dice: bienaventurados los que se comprometen por la reconciliación. Felices aquellos que son capaces de ensuciarse las manos y trabajar para que otros vivan en paz. Felices aquellos que se esfuerzan por no sembrar división. De esta manera, la bienaventuranza nos hace artífices de paz; nos invita a comprometernos para que el espíritu de la reconciliación gane espacio entre nosotros. ¿Quieres dicha? ¿Quieres felicidad? Felices los que trabajan para que otros puedan tener una vida dichosa. ¿Quieres paz?, trabaja por la paz.

No puedo dejar de evocar a ese gran pastor que tuvo Santiago cuando en un Te Deum decía: «“Si quieres la paz, trabaja por la justicia” … Y si alguien nos pregunta: “¿qué es la justicia?” o si acaso consiste solamente en “no robar”, le diremos que existe otra justicia: la que exige que cada hombre sea tratado como hombre» (Card. Raúl Silva Henríquez, Homilía en el Te Deum Ecuménico, 18 septiembre 1977).

¡Sembrar la paz a golpe de proximidad, de vecindad! A golpe de salir de casa y mirar rostros, de ir al encuentro de aquel que lo está pasando mal, que no ha sido tratado como persona, como un digno hijo de esta tierra. Esta es la única manera que tenemos de tejer un futuro de paz, de volver a hilar una realidad que se puede deshilachar. El trabajador de la paz sabe que muchas veces es necesario vencer grandes o sutiles mezquindades y ambiciones, que nacen de pretender crecer y «darse un nombre», de tener prestigio a costa de otros. El trabajador de la paz sabe que no alcanza con decir: no le hago mal a nadie, ya que como decía san Alberto Hurtado: «Está muy bien no hacer el mal, pero está muy mal no hacer el bien» (Meditación radial, abril 1944).

Construir la paz es un proceso que nos convoca y estimula nuestra creatividad para gestar relaciones capaces de ver en mi vecino no a un extraño, a un desconocido, sino a un hijo de esta tierra.

Encomendémonos a la Virgen Inmaculada que desde el Cerro San Cristóbal cuida y acompaña esta ciudad. Que ella nos ayude a vivir y a desear el espíritu de las bienaventuranzas; para que en todos los rincones de esta ciudad se escuche como un susurro: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

CLAVE DE LECTURA 7

SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 1 de noviembre de 2020

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En esta solemne fiesta de Todos los Santos, la Iglesia nos invita a reflexionar sobre la gran esperanza, la gran esperanza que se funda en la Resurrección de Cristo: Cristo ha resucitado y también nosotros estaremos con Él. Los santos y los beatos son los testigos más autorizados de la esperanza cristiana, porque la han vivido plenamente en su existencia, entre alegrías y sufrimientos, poniendo en práctica las Bienaventuranzas que Jesús predicó y que hoy resuenan en la liturgia (cf. Mt 5,1-12a). Las Bienaventuranzas evangélicas son, en efecto, el camino de la santidad. Me refiero ahora a dos Bienaventuranzas, la segunda y la tercera.

La segunda es esta: "Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados" (v. 4). Parecen palabras contradictorias, porque el llanto no es un signo de alegría y felicidad. Motivos de llanto y de sufrimiento son la muerte, la enfermedad, las adversidades morales, el pecado y los errores: simplemente la vida cotidiana, frágil, débil y marcada por las dificultades. Una vida a veces herida y probada por la ingratitud y la incomprensión. Jesús proclama bienaventurados a los que lloran por estas situaciones  y, a pesar de todo, confían en el Señor y se ponen a su sombra. No son indiferentes ni tampoco endurecen sus corazones en el dolor, sino que esperan con paciencia en el consuelo de Dios. Y ese consuelo lo experimentan ya en esta vida.

En la tercera Bienaventuranza Jesús afirma: "Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra" (v. 5). Hermanos y hermanas ¡la mansedumbre! La mansedumbre es característica de Jesús, que dice de sí mismo: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). Mansos son aquellos que tienen dominio de sí, que dejan sitio al otro, que lo escuchan y lo respetan en su forma de vivir, en sus necesidades y en sus demandas. No pretenden someterlo ni menospreciarlo, no quieren sobresalir y dominarlo todo, ni imponer sus ideas e intereses en detrimento de los demás. Estas personas, que la mentalidad mundana no aprecia, son en cambio preciosas a los ojos de Dios, que les da en herencia la tierra prometida, es decir, la vida eterna. También esta bienaventuranza  comienza aquí abajo y se cumplirá en el Cielo, en  Cristo. La mansedumbre. En este momento de la vida, también mundial, donde hay tanta agresividad...Y también en la vida cotidiana, lo primero que sale de nosotros es la agresión, la defensa. Necesitamos mansedumbre para avanzar en el camino de la santidad. Escuchar, respetar, no agredir: mansedumbre.

Queridos hermanos y hermanas, elegir la pureza, la mansedumbre y la misericordia; elegir confiarse al Señor en la pobreza de espíritu y en la aflicción; esforzarse por la justicia y la paz, todo esto significa ir a contracorriente de la mentalidad de este mundo, de la cultura de la posesión, de la diversión sin sentido, de la arrogancia hacia los más débiles. Los santos y los beatos han seguido este camino evangélico. La solemnidad de hoy, que celebra a Todos los Santos, nos recuerda la vocación personal y universal a la santidad, y nos propone los modelos seguros de este camino, que cada uno recorre de manera única, de manera irrepetible. Basta pensar en la inagotable variedad de dones e historias concretas que se dan entre los santos y las santas: no son iguales, cada uno tiene su personalidad y ha desarrollado su vida en la santidad según su propia personalidad y cada uno de nosotros puede hacerlo, ir por ese camino. Mansedumbre, mansedumbre por favor e iremos a la santidad. 

Esta inmensa familia de fieles discípulos de Cristo tiene una madre, la Virgen María. Nosotros la veneramos con el título de Reina de todos los Santos, pero es sobre todo la Madre, que enseña a cada uno a acoger y seguir a su Hijo. Que nos ayude a alimentar el deseo de santidad recorriendo el camino de las Bienaventuranzas.

CLAVE DE LECTURA 8

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A IRAK
[5-8 DE MARZO DE 2021]

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Catedral caldea de San José de Bagdad
Sábado, 6 de marzo de 2021

 

La Palabra de Dios nos habla hoy de sabiduríatestimonio y promesas.

La sabiduría ha sido cultivada en estas tierras desde la antigüedad. Su búsqueda ha fascinado al hombre desde siempre; sin embargo, a menudo quien posee más medios puede adquirir más conocimientos y tener más oportunidades, mientras que el que tiene menos queda relegado. Se trata de una desigualdad inaceptable, que hoy se ha ampliado. Pero el Libro de la Sabiduría nos sorprende cambiando la perspectiva. Dice que «el que es pequeño será perdonado por misericordia, pero los poderosos serán examinados con rigor» (Sb 6,6). Para el mundo, quien posee poco es descartado y quien tiene más es privilegiado. Pero para Dios, no; quien tiene más poder es sometido a un examen riguroso, mientras que los últimos son los privilegiados de Dios.

Jesús, la Sabiduría en persona, completa este vuelco en el Evangelio, no en cualquier momento, sino al principio del primer discurso, con las Bienaventuranzas. El cambio es total. Los pobres, los que lloran, los perseguidos son llamados bienaventurados. ¿Cómo es posible? Bienaventurados, para el mundo, son los ricos, los poderosos, los famosos. Vale quien tiene, quien puede y quien cuenta. Pero no para Dios. Para Él no es más grande el que tiene más, sino el que es pobre de espíritu; no el que domina a los demás, sino el que es manso con todos; no el que es aclamado por las multitudes, sino el que es misericordioso con su hermano. A este punto nos puede venir la duda: Si vivo como pide Jesús, ¿qué gano? ¿No corro el riesgo de que los demás me pisoteen? ¿Vale la pena la propuesta de Jesús? ¿O es un perdedor? No es perdedor sino sabio.

La propuesta de Jesús es sabia porque el amor, que es el corazón de las bienaventuranzas, aunque parezca débil a los ojos del mundo, en realidad vence. En la cruz demostró ser más fuerte que el pecado, en el sepulcro venció a la muerte. Es el mismo amor que hizo que los mártires salieran victoriosos de las pruebas, ¡y cuántos hubo en el último siglo, más que en los anteriores! El amor es nuestra fuerza, la fuerza de tantos hermanos y hermanas que aquí también han sufrido prejuicios y ofensas, maltratos y persecuciones por el nombre de Jesús. Pero mientras el poder, la gloria y la vanidad del mundo pasan, el amor permanece, como nos dijo el apóstol Pablo, «no pasa nunca» (1 Co 13,8). Vivir las bienaventuranzas, pues, es hacer eterno lo que pasa. Es traer el cielo a la tierra.

Pero, ¿cómo practicamos las bienaventuranzas? Estas no nos piden que hagamos cosas extraordinarias, que realicemos acciones que están por encima de nuestras capacidades. Nos piden un testimonio cotidiano. Bienaventurado es el que vive con mansedumbre, el que practica la misericordia allí donde se encuentra, el que mantiene puro su corazón allí donde vive. Para convertirse en bienaventurado no es necesario ser un héroe de vez en cuando, sino un testigo todos los días. El testimonio es el camino para encarnar la sabiduría de Jesús. Así es como se cambia el mundo, no con el poder o con la fuerza, sino con las bienaventuranzas. Porque así lo hizo Jesús, viviendo hasta el final lo que había dicho al principio. Se trata de dar testimonio del amor de Jesús, aquella misma caridad que san Pablo describe de manera tan hermosa en la segunda lectura de hoy. Veamos cómo la presenta.

Primero dice que la caridad «es magnánima» (v. 4). No nos esperábamos este adjetivo. El amor parece sinónimo de bondad, de generosidad, de buenas obras, pero Pablo dice que la caridad es ante todo magnánima. Es una palabra que, en la Biblia, habla de la paciencia de Dios. A lo largo de la historia el hombre ha seguido traicionando la alianza con Él, cayendo en los pecados de siempre y el Señor, en lugar de cansarse y marcharse, siempre ha permanecido fiel, ha perdonado, ha comenzado de nuevo. La paciencia para comenzar de nuevo es la primera característica del amor, porque el amor no se indigna, sino que siempre vuelve a empezar. No se entristece, sino que da nuevas fuerzas; no se desanima, sino que sigue siendo creativo. Ante el mal no se rinde, no se resigna. Quien ama no se encierra en sí mismo cuando las cosas van mal, sino que responde al mal con el bien, recordando la sabiduría victoriosa de la cruz. El testigo de Dios actúa así, no es pasivo, ni fatalista, no vive a merced de las circunstancias, del instinto y del momento, sino que está siempre esperanzado, porque está cimentado en el amor que «siempre disculpa y confía, siempre espera y soporta» (v. 7).

Podemos preguntarnos: ¿Y yo cómo reacciono ante las situaciones que no van bien? Ante la adversidad hay siempre dos tentaciones. La primera es la huida. Escapar, dar la espalda, no querer saber más. La segunda es reaccionar con rabia, con la fuerza. Es lo que les ocurrió a los discípulos en Getsemaní; en su desconcierto, muchos huyeron y Pedro tomó la espada. Pero ni la huida ni la espada resolvieron nada. Jesús, en cambio, cambió la historia. ¿Cómo? Con la humilde fuerza del amor, con su testimonio paciente. Esto es lo que estamos llamados a hacer; es así como Dios cumple sus promesas.

Promesas. La sabiduría de Jesús, que se encarna en las bienaventuranzas, exige el testimonio y ofrece la recompensa, contenida en las promesas divinas. De hecho, vemos que a cada bienaventuranza sigue una promesa. Quien la vive poseerá el reino de los cielos, será consolado, será saciado, verá a Dios (cf. Mt 5,3-12). Las promesas de Dios garantizan una alegría sin igual y no defraudan. Pero, ¿cómo se cumplen? A través de nuestras debilidades. Dios hace bienaventurados a los que recorren el camino de su pobreza interior hasta el final. Este es el camino, no hay otro. Fijémonos en el patriarca Abraham. Dios le promete una gran descendencia, pero él y Sara son ancianos y no tienen hijos. Y es precisamente en su vejez paciente y confiada cuando Dios obra maravillas y les da un hijo. Veamos a Moisés. Dios le promete que liberará al pueblo de la esclavitud y por eso le pide que hable con el faraón. Moisés le dice que no es capaz de hablar, porque es tartamudo; sin embargo, Dios cumplirá la promesa a través de sus palabras. Fijémonos en la Virgen que, según lo establecido en la ley, no puede tener hijos, y es llamada a ser madre. Y veamos a Pedro, que niega al Señor, y Jesús lo llama para que confirme a sus hermanos. Queridos hermanos y hermanas, a veces podemos sentirnos incapaces, inútiles. Pero no hagamos caso, porque Dios quiere hacer maravillas precisamente a través de nuestras debilidades.

A Él le encanta comportarse así, y esta tarde, ocho veces nos ha dicho ţūb'ā [bienaventurados], para hacernos entender que con Él lo somos realmente. Claro, pasamos por pruebas, caemos a menudo, pero no debemos olvidar que, con Jesús, somos bienaventurados. Todo lo que el mundo nos quita no es nada comparado con el amor tierno y paciente con que el Señor cumple sus promesas. Querida hermana, querido hermano: Tal vez miras tus manos y te parecen vacías, quizás la desconfianza se insinúa en tu corazón y no te sientes recompensado por la vida. Si te sientes así, no temas; las bienaventuranzas son para ti, para ti que estás afligido, hambriento y sediento de justicia, perseguido. El Señor te promete que tu nombre está escrito en su corazón, en el cielo. Y hoy le doy gracias con ustedes y por ustedes, porque aquí, donde en tiempos remotos surgió la sabiduría, en los tiempos actuales han aparecido muchos testigos, que las crónicas a menudo pasan por alto, y que sin embargo son preciosos a los ojos de Dios; testigos que, viviendo las bienaventuranzas, ayudan a Dios a cumplir sus promesas de paz.

Mt 5,13-18: Vosotros sois la luz del mundo.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una vela para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 9 de febrero de 2020

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de hoy (cf. Mateo 5, 13-16), Jesús dice a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra [...]. Vosotros sois la luz del mundo» (vv. 13,14). Utiliza un lenguaje simbólico para indicar a los que tienen intención de seguirlo ciertos criterios de presencia y testimonio vivo en el mundo.

Primera imagen: la sal. La sal es el elemento que da sabor y conserva y preserva los alimentos de la corrupción. Por lo tanto, el discípulo está llamado a mantener alejados de la sociedad los peligros, los gérmenes corrosivos que contaminan la vida de las personas. Se trata de resistir a la degradación moral y el pecado, dando testimonio de los valores de honestidad y fraternidad, sin ceder a los halagos mundanos del arribismo, el poder y la riqueza. Es «sal» el discípulo que, a pesar de los fracasos diarios ―porque todos los tenemos―, se levanta del polvo de sus propios errores, comenzando de nuevo con coraje y paciencia, cada día, para buscar el diálogo y el encuentro con los demás. Es «sal» el discípulo que no busca el consentimiento y la alabanza, sino que se esfuerza por ser una presencia humilde y constructiva, en fidelidad a las enseñanzas de Jesús que vino al mundo no para ser servido, sino para servir. ¡Y hay mucha necesidad de esta actitud!

La segunda imagen que Jesús propone a sus discípulos es la de la luz: «Vosotros sois la luz del mundo». La luz dispersa la oscuridad y nos permite ver. Jesús es la luz que ha disipado las tinieblas, pero aún permanecen en el mundo y en las personas. Es la tarea del cristiano dispersarlas haciendo brillar la luz de Cristo y proclamando su Evangelio. Es una irradiación que también puede provenir de nuestras palabras, pero debe fluir sobre todo de nuestras «buenas obras» (v. 16). Un discípulo y una comunidad cristiana son luz en el mundo cuando encaminan a los demás hacia Dios, ayudando a cada uno a experimentar su bondad y misericordia. El discípulo de Jesús es luz cuando sabe vivir su fe fuera de los espacios estrechos, cuando ayuda a eliminar los prejuicios, a eliminar la calumnia y a llevar la luz de la verdad a situaciones viciadas por la hipocresía y la mentira. Hacer luz. Pero no mi luz, es la luz de Jesús: somos instrumentos para que la luz de Jesús llegue a todos.

Jesús nos invita a no tener miedo de vivir en el mundo, aunque a veces haya condiciones de conflicto y pecado en él. Frente a la violencia, la injusticia, la opresión, el cristiano no puede encerrarse en sí mismo o esconderse en la seguridad de su propio recinto; la Iglesia tampoco puede encerrarse en sí misma, no puede abandonar su misión de evangelización y servicio. Jesús, en la última cena, pidió al Padre que no sacara a los discípulos del mundo, que los dejara allí en el mundo, que los protegiera del espíritu del mundo. La Iglesia se prodiga con generosidad y ternura por los pequeños y los pobres: este no es el espíritu del mundo, esta es su luz, es la sal. La Iglesia escucha el grito de los últimos y de los excluidos, porque es consciente de que es una comunidad peregrina llamada a prolongar en la historia la presencia salvadora de Jesucristo.

Que la Santísima Virgen nos ayude a ser sal y luz en medio del pueblo, llevando la Buena Nueva a todos, con la vida y la palabra.

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo 5 de febrero de 2017

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En estos domingos la liturgia nos propone el llamado Discurso de la montaña, en el Evangelio de Mateo. Después de haber presentado el domingo pasado las Bienaventuranzas, hoy destaca las palabras de Jesús que describe la misión de sus discípulos en el mundo (cf. Mateo 5, 13-16). Él utiliza las metáforas de la sal y de la luz y sus palabras son dirigidas a los discípulos de cada época, por lo tanto también a nosotros.

Jesús nos invita a ser un reflejo de su luz, a través del testimonio de las buenas obras. Y dice: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mateo 5, 16). Estas palabras subrayan que nosotros somos reconocibles como verdaderos discípulos de Aquel que es la Luz del mundo, no en las palabras, sino de nuestras obras. De hecho, es sobre todo nuestro comportamiento que —en el bien y en el mal— deja un signo en los otros. Tenemos por tanto una tarea y una responsabilidad por el don recibido: la luz de la fe, que está en nosotros por medio de Cristo y de la acción del Espíritu Santo, no debemos retenerla como si fuera nuestra propiedad. Sin embargo estamos llamados a hacerla resplandecer en el mundo, a donarla a los otros mediante las buenas obras. ¡Y cuánto necesita el mundo de la luz del Evangelio que transforma, sana y garantiza la salvación a quien lo acoge! Esta luz debemos llevarla con nuestras buenas obras.

La luz de nuestra fe, donándose, no se apaga sino que se refuerza. Sin embargo puede disminuir si no la alimentamos con el amor y con las obras de caridad. Así la imagen de la luz se encuentra con la de la sal. La página evangélica, de hecho, nos dice que, como discípulos de Cristo, somos también «la sal de la tierra (v. 13)». La sal es un elemento que, mientras da sabor, preserva la comida de la alteración y de la corrupción —¡en la época de Jesús no había frigoríficos!—. Por lo tanto, la misión de los cristianos en la sociedad es la de dar “sabor” a la vida con la fe y el amor que Cristo nos ha donado, y al mismo tiempo tiene lejos los gérmenes contaminantes del egoísmo, de la envidia, de la maledicencia, etc. Estos gérmenes arruinan el tejido de nuestras comunidades, que deben, sin embargo, resplandecer como lugares de acogida, de solidaridad, de reconciliación. Para unirse a esta misión, es necesario que nosotros mismos seamos los primeros liberados de la degeneración que corrompe de las influencias mundanas, contrarias a Cristo y al Evangelio; y esta purificación no termina nunca, se hace continuamente, ¡se hace cada día!

CLAVE DE LECTURA 3

CLAUSURA DEL JUBILEO 800 DE LA ORDEN DE LOS PREDICADORES

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica de San Juan de Letrán
Sábado 21 de enero de 2017

 

La Palabra de hoy nos presenta dos escenarios humanos opuestos: por una parte el “carnaval” de la curiosidad mundana, por otra la glorificación del Padre mediante las obras buenas. Y nuestra vida se mueve siempre entre estos dos escenarios. Efectivamente son de todas las épocas, como demuestran las palabras de san Pablo dirigidas a Timoteo (cf. 2 Timoteo 4, 1-5). Y también santo Domingo con sus primeros hermanos, hace ochocientos años, se movía entre estos dos escenarios.

Pablo advierte a Timoteo que deberá anunciar el Evangelio en un contexto en el cual la gente busca siempre nuevos “maestros”, “fábulas”, doctrinas diversas, ideologías... «Prurientes auribus» (2 Timoteo 4, 3). Es el “carnaval” de la curiosidad mundana, de la seducción. Por ello el apóstol instruye a su discípulo usando también verbos fuertes: «insiste», «advierte», «regaña», «exhorta» y además «vigila», «soporta los sufrimientos» (vv. 2.5).

Es interesante ver como ya entonces, hace dos milenios, los apóstoles del Evangelio se encontraban ante este escenario, que en nuestros días se ha desarrollado mucho y globalizado a causa de la seducción del relativismo subjetivo.

La tendencia a la búsqueda de novedades propia del ser humano encuentra el ambiente ideal en la sociedad del aparentar, del consumo, en el cual a menudo se reciclan cosas viejas, pero lo importante es hacerlas aparecer como nuevas, atractivas, cautivadoras. También la verdad está trucada.

Nos movemos en la llamada “sociedad líquida”, sin puntos fijos, que ha perdido el norte, sin referencias sólidas y estables; en la cultura de lo efímero, del usar y tirar.

Ante este “carnaval” mundano resalta netamente el escenario opuesto, que encontramos en las palabras de Jesús que acabamos de escuchar: «glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mateo 5, 16). ¿Y cómo ocurre este pasaje de la superficialidad pseudo-festiva a la glorificación, que es verdadera fiesta? Sucede gracias a las obras buenas de los que, convirtiéndose en discípulos de Jesús, se han convertido en “sal” y “luz”. «Brille así vuestra luz delante de los hombres —dice Jesús— para que vean vuestras buenas obras» (Mateo 5, 16).

En medio del “carnaval” de ayer y de hoy, esta es la respuesta de Jesús y de la Iglesia, este es el apoyo sólido en medio del ambiente “líquido”: las obras buenas que podemos cumplir gracias a Cristo y a su Santo Espíritu, y que hacen nacer en el corazón el agradecimiento a Dios Padre, la alabanza, o al menos la maravilla y el interrogante: “¿Por qué”, “¿por qué esa persona se comporta así?”: es decir la inquietud del mundo ante el testimonio del Evangelio. Pero para que ocurra esta “sacudida” es necesario que la sal no pierda el sabor y la luz no se esconda (cf. Mateo 5, 13-15). Jesús lo dice muy claramente: si la sal pierde el sabor ya no sirve para nada. ¡Cuidado con la sal que pierde su sabor! ¡Cuidado con la Iglesia que pierde su sabor! ¡Cuidado con un sacerdote, con un consagrado, con una congregación que pierde su sabor!

Hoy nosotros damos gracias al Padre por la obra que santo Domingo, lleno de la luz y de la sal de Cristo, cumplió hace ochocientos años; una obra al servicio del Evangelio, predicado con la palabra y con la vida; una obra que, con la gracia del Espíritu Santo, ha hecho que muchos hombres y mujeres hayan sido ayudados a no perderse en medio del “carnaval” de la curiosidad mundana, sino que por el contrario hayan sentido el gusto de la sana doctrina, el gusto del Evangelio, y se hayan convertido, a su vez, en luz y sal, artesanos de obras buenas... y verdaderos hermanos y hermanas que glorifican a Dios y enseñan a glorificar a Dios con las buenas obras de la vida.

Mt 5,17-19: No he venido a abolir, sino a dar plenitud.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
- «No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud.
Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley.
El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos.
Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos.»

"Nuestro Dios está cerca y nos pide que estemos cerca unos de otros"

Miércoles, 18 de marzo de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

El tema de las dos Lecturas de hoy es la Ley (cf. Dt 4,1.5-9; Mt 5,17-19). La Ley que Dios da a su pueblo. La Ley que el Señor quiso darnos y que Jesús quiso llevar a la más alta perfección. Pero hay una cosa que llama la atención: la forma en que Dios da la Ley. Moisés dice: «En efecto, ¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor nuestro Dios siempre que lo invocamos?» (Dt 4,7). El Señor da la Ley a su pueblo con una actitud de cercanía. No se trata de prescripciones de un gobernante, que puede estar lejos, o de un dictador... No. Es la cercanía. Y nosotros sabemos por revelación que es una cercanía paternal, de un padre, que acompaña a su pueblo dándole el don de la Ley. El Dios cercano. «En efecto, ¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor nuestro Dios siempre que lo invocamos?».

Nuestro Dios es el Dios de la cercanía, es un Dios cercano, que camina con su pueblo. Esa imagen en el desierto, en el Éxodo: la nube, la columna de fuego para proteger al pueblo; Él camina con su pueblo. No es un Dios que deja las prescripciones escritas y dice: “Sigue adelante”. Hace las prescripciones, las escribe con sus propias manos en la piedra, se las da a Moisés, las entrega a Moisés, pero no deja las prescripciones y se va: camina, está cerca. “¿Qué nación tiene un Dios tan cercano?”. Es la cercanía. El nuestro es un Dios de la cercanía.

Y la primera respuesta del hombre, en las primeras páginas de la Biblia, son dos actitudes de no proximidad. Nuestra respuesta siempre es alejarnos, nos alejamos de Dios. Él se acerca y nosotros nos distanciamos. En esas dos primeras páginas, la primera actitud de Adán con su esposa, es esconderse: se esconden de la cercanía de Dios, se avergüenzan, porque han pecado, y el pecado nos lleva a escondernos, a no querer la cercanía (cf. Gn 3,8-10). Y muchas veces, [lleva] a hacer una teología sólo basada en un Dios juez, y por eso me escondo: tengo miedo. La segunda actitud, humana, a la propuesta de esta cercanía de Dios es matar. Matar al hermano. “No soy el guardián de mi hermano”  (cf. Gn 4,9).

Dos actitudes que borran toda proximidad. El hombre rechaza la cercanía de Dios, él quiere ser amo de las relaciones y la cercanía siempre trae consigo alguna debilidad. El “Dios cercano” se vuelve débil, y cuanto más cercano se hace, más débil parece. Cuando viene a nosotros, a habitar con nosotros, se hace hombre, uno de nosotros: se hace débil y lleva la debilidad hasta la muerte y la muerte más cruel, la muerte de los asesinos, la muerte de los más grandes pecadores. La proximidad humilla a Dios. Se humilla para estar con nosotros, para caminar con nosotros, para ayudarnos.

El “Dios cercano” nos habla de humildad. No es un “gran Dios”, no. Está cerca. Está en casa. Y esto lo vemos en Jesús, Dios hecho hombre, cercano hasta la muerte. Con sus discípulos: los acompaña, les enseña, los corrige con amor... Pensemos, por ejemplo, en la cercanía de Jesús a los angustiados discípulos de Emaús: estaban angustiados, estaban derrotados y Él se acerca a ellos lentamente, para hacerles comprender el mensaje de vida, de resurrección (cf. Lc 24,13-32).

Nuestro Dios está cerca y nos pide que estemos cerca unos de otros, que no nos alejemos unos de otros. Y en este momento de crisis por la pandemia que estamos viviendo, nos pide que manifestemos más esta cercanía, que la mostremos más. No podemos, quizás, acercarnos físicamente por miedo al contagio, pero sí podemos despertar en nosotros una actitud de cercanía entre nosotros: con la oración, con la ayuda, muchas formas de cercanía. ¿Y por qué deberíamos estar cerca el uno del otro? Porque nuestro Dios está cerca, quiso acompañarnos en la vida. Es el Dios de la cercanía. Por eso no somos personas aisladas: estamos cerca, porque la herencia que hemos recibido del Señor es la cercanía, es decir, el gesto de cercanía.

Pidamos al Señor la gracia de estar cerca unos de otros; no nos escondamos unos de otros; no nos lavemos las manos de los problemas de los demás, como hizo Caín: no. Juntos. Proximidad. Cercanía. «En efecto, ¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor nuestro Dios siempre que lo invocamos?».

Mt 5,20-26: Todo el que esté peleado con su hermano, será procesado.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Habéis oído que se dijo a los antiguos: "No matarás", y el que mate será procesado. Pero yo os digo: Todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano "imbécil", tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama "renegado", merece la condena del fuego. Por tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Con el que te pone pleito, procura arreglarte en seguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último cuarto.»
Mt 5,27-32: El que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-Habéis oído el mandamiento «no cometerás adulterio». Pues yo os digo: el que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior.
Si tu ojo derecho te hace caer, sácatelo y tíralo. Más te vale perder un miembro, que ser echado entero en el Abismo.
Si tu mano derecha te hace caer, córtatela y tírala, porque más te vale perder un miembro, que ir a parar entero al Abismo.
Está mandado: «El que se divorcie de su mujer, que le dé acta de repudio».
Pues yo os digo: el que se divorcie de su mujer -excepto en caso de prostitución- la induce al adulterio, y el que se case con la divorciada comete adulterio.
Mt 5,33-37: Yo os digo que no juréis en absoluto.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos.
-Sabéis que se mandó a los antiguos: «No jurarás en falso» y «Cumplirás tus votos al Señor».
Pues yo os digo que no juréis en absoluto: ni por el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra, que es estrado de sus pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del Gran Rey. Ni jures por tu cabeza, pues no puedes volver blanco o negro un solo pelo. A vosotros os basta decir sí o no. Lo que pasa de ahí viene del Maligno.

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 16 de febrero de 2020

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy (cf. Mateo 5, 17-37) está tomado del “Sermón de la Montaña” y trata el tema del cumplimiento de la Ley: cómo debo cumplir la Ley, cómo hacerlo. Jesús quiere ayudar a sus oyentes a tener un acercamiento justo a las prescripciones de los Mandamientos dados a Moisés, exhortándolos a estar disponibles para Dios que nos educa para la verdadera libertad y responsabilidad a través de la Ley. Se trata de vivirla como un instrumento de libertad. No olvidemos esto: vivir la Ley como un instrumento de libertad, que me ayude a ser más libre, que me ayude a no ser esclavo de las pasiones y el pecado. Pensemos en las guerras, pensemos en las consecuencias de las guerras, pensemos en esa niña que murió de frío en Siria anteayer. Tantas calamidades, tantas. Esto es el resultado de las pasiones, y la gente que hace la guerra no sabe cómo dominar sus pasiones. No cumplen con la ley. Cuando se cede a las tentaciones y pasiones, uno no es señor y protagonista de su vida, sino que se vuelve incapaz de manejarla con voluntad y responsabilidad.

El discurso de Jesús está estructurado en cuatro antítesis, expresadas con la fórmula «Habéis oído que se dijo... pues yo os digo». Estas antítesis se refieren a otras tantas situaciones de la vida cotidiana: el asesinato, el adulterios, el divorcios y el juramento. Jesús no suprime las prescripciones relativas a estas cuestiones, sino que explica su pleno significado e indica el espíritu en el que deben ser observadas. Nos anima a pasar de la observancia formal de la Ley a la observancia sustancial, aceptando la Ley en nuestros corazones, que es el centro de las intenciones, decisiones, palabras y gestos de cada uno de nosotros. Del corazón salen las buenas y las malas acciones.

Acogiendo la Ley de Dios en nuestros corazones entendemos que, cuando no amamos a nuestro prójimo, nos matamos de alguna manera a nosotros mismos y a los demás, porque el odio, la rivalidad y la división matan la caridad fraternal, que es la base de las relaciones interpersonales. Y esto se aplica a lo que he dicho sobre las guerras y también a las habladurías, porque el lenguaje mata. Aceptando la Ley de Dios en el corazón se entiende que los deseos deben ser guiados, porque no se puede tener todo lo que uno desea, y no es bueno ceder a sentimientos egoístas y posesivos. Cuando se acepta la Ley de Dios en el corazón, se comprende que hay que abandonar un estilo de vida de promesas rotas, así como pasar de la prohibición del perjurio a la decisión de no jurar en absoluto, asumiendo la actitud de plena sinceridad con todos.

Y Jesús es consciente de que no es fácil vivir los mandamientos de una manera tan completa. Por eso nos ofrece la ayuda de su amor: vino al mundo no sólo para cumplir la Ley, sino también para darnos su gracia, para que podamos realizar la voluntad de Dios, amándolo a Él y a nuestros hermanos y hermanas. ¡Todo, todo lo podemos hacer con la gracia de Dios! Así, la santidad no es otra cosa que guardar esta gratitud que Dios nos ha dado, esta gracia. Se trata de confiar y encomendarse a Él, a su Gracia, a esa gratitud que nos ha dado y coger la mano que nos tiende constantemente, para que nuestros esfuerzos y nuestro compromiso necesario puedan ser sostenidos por su ayuda, llena de bondad y misericordia.

Hoy Jesús nos pide que avancemos en el camino del amor que nos ha indicado y que comienza en el corazón. Éste es el camino que hay que seguir para vivir como cristianos. Que la Virgen María nos ayude a seguir el camino trazado por su Hijo, a alcanzar la verdadera alegría y a difundir la justicia y la paz por todas partes.

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo 12 de febrero de 2017

 

¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

La liturgia de hoy nos presenta otra página del Discurso de la montaña, que encontramos en el Evangelio de Mateo (cf. 5, 17-37). En este pasaje, Jesús quiere ayudar a quienes le escuchan para realizar una relectura de la ley mosaica. Lo que fue dicho en la antigua alianza era verdadero, pero no era todo: Jesús vino para dar cumplimiento y para promulgar de manera definitiva la ley de Dios, hasta la última iota (cf. 18). Él manifiesta las finalidades originarias y cumple los aspectos auténticos, y hace todo esto mediante su predicación y más aún al ofrecerse a sí mismo en la cruz. Así Jesús enseña cómo hacer plenamente la voluntad de Dios y usa esta palabra: con una “justicia superior” respecto a la de los escribas y fariseos (cf. 20). Una justicia animada por el amor, por la caridad, por la misericordia, y por lo tanto capaz de realizar la sustancia de los mandamientos, evitando el riesgo del formalismo. El formalismo: esto puedo, esto no puedo; hasta aquí puedo, hasta aquí no puedo... No: más, más. En particular, en el Evangelio de hoy Jesús examina tres aspectos, tres mandamientos: el homicidio, el adulterio y el juramento. Respecto al mandamiento “no matarás”, Él afirma que es violado no solo por el homicidio efectivo, sino también por esos comportamientos que ofenden la dignidad de la persona humana, comprendidas las palabras injuriosas (cf v. 22). Claro, estas palabras injuriosas no tienen la misma gravedad y culpabilidad del asesinato, pero se ponen en la misma línea, porque se dan las premisas y revelan la misma malevolencia. Jesús nos invita a no establecer una clasificación de las ofensas, sino a considerarlas todas dañinas, en cuanto son movidas por el intento de hacer el mal al próximo. Y Jesús pone el ejemplo. Insultar: nosotros estamos acostumbrados a insultar, es como decir “buenos días”. Y eso está en la misma línea del asesinato. Quien insulta al hermano, mata en su propio corazón a su hermano. Por favor, ¡no insultéis! No ganamos nada...

Otro cumplimiento es aportado a la ley matrimonial. El adulterio era considerado una violación del derecho de propiedad del hombre sobre la mujer. Jesús en cambio va a la raíz del mal. Así como se llega al homicidio a través de las injurias, las ofensas y los insultos, se llega al adulterio a través de las intenciones de posesión respecto a una mujer diversa de la propia mujer. El adulterio, como el hurto, la corrupción y todos los otros pecados, primero son concebidos en nuestra intimidad y, una vez cumplida en el corazón la elección equivocada, se ponen en práctica a través de un comportamiento concreto. Y Jesús dice: quien mira a una mujer que no es la propia con ánimo de posesión es un adúltero en su corazón, ha iniciado el camino hacia el adulterio. Pensemos un poco sobre esto: sobre los malos pensamientos que vienen en esta línea.

Jesús dice además a sus discípulos que no juren, en cuanto el juramento es señal de la inseguridad y de la doblez con la cual se desarrollan las relaciones humanas. Se instrumentaliza la autoridad de Dios para dar garantía a nuestras actividades humanas. Más bien estamos llamados a instaurar entre nosotros, en nuestras familias y en nuestras comunidades un clima de limpieza y de confianza recíproca, de manera que podemos ser considerados sinceros sin recurrir a intervenciones superiores para ser creídos. ¡La desconfianza y las sospechas recíprocas amenazan siempre la serenidad!

Que la Virgen María, que dona la escucha dócil y la obediencia alegre, nos ayude a acercarnos siempre más al Evangelio, para ser cristianos no “de fachada”, ¡sino de sustancia! Y esto es posible con la gracia del Espíritu Santo, que nos permite hacer todo con amor, y así cumplir plenamente la voluntad de Dios.

Mt 5,38-42: Yo os digo: No hagáis frente al que os agravia.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-Sabéis que está mandado: «Ojo por ojo, diente por diente». Pues yo os digo: No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñalo dos; a quien te pide, dale; y al que te pide prestado, no lo rehuyas.

Clave de Lectura

 ENCUENTRO DE REFLEXIÓN Y ESPIRITUALIDAD
“MEDITERRÁNEO FRONTERA DE PAZ”

VII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Bari, 23 de febrero de 2020

 

Jesús cita la antigua ley: «Ojo por ojo, diente por diente» (cf. Mt 5,38; Ex 21,24). Sabemos lo que significaba: a quien te quita algo, le quitarás lo mismo. En realidad, era un gran progreso, porque evitaba represalias peores: si alguien te ha hecho daño, le pagarás con la misma medida, no podrás hacerle algo peor. Que las controversias terminaran con un empate era ya un paso adelante. Sin embargo, Jesús va más allá, mucho más lejos: «Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia» (Mt 5,39). Pero, ¿cómo, Señor? Si alguien piensa mal de mí, si alguno me lastima, ¿no puedo pagarle con la misma moneda? “No”, dice Jesús. Nada de violencia, ninguna violencia.

Podríamos pensar que esta enseñanza de Jesús esconde una estrategia: al final, el malvado se dará por vencido. Pero no es este el motivo por el que Jesús pide que amemos incluso a los que nos hacen daño. Entonces, ¿cuál es la razón? Que el Padre, nuestro Padre, ama siempre a todos, aun cuando no es correspondido. Él «hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos» (v. 45). Y hoy, en la primera lectura, nos dice: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,2); en otras palabras: “Vivid como yo, buscad lo que yo busco”. Así lo hizo Jesús. No señaló con el dedo a los que lo condenaron injustamente y lo mataron de manera cruel, sino que les abrió los brazos en la cruz. Y perdonó a quienes lo crucificaron (cf. Lc 23,33-34).

Entonces, si queremos ser discípulos de Cristo, si queremos llamarnos cristianos, este es el camino, no hay otro. Amados por Dios, estamos llamados a amar; perdonados, a perdonar; tocados por el amor, a dar amor sin esperar a que comiencen los otros; salvados gratuitamente, a no buscar ningún beneficio en el bien que hacemos. Tú podrías decir: “¡Pero Jesús exagera! Incluso dice: «Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen» (Mt 5,44); habla así para llamar la atención, aunque tal vez en realidad no quiera decir eso”. En cambio, sí, quiere decir exactamente eso. Jesús aquí no usa paradojas, ni giros de palabras; es directo y claro. Cita la antigua ley y dice solemnemente: “Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos”. Son palabras intencionadas, palabras precisas.

Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen. Esta es la novedad cristiana. Es la diferencia cristiana. Rezar y amar: esto es lo que debemos hacer; y no sólo por los que nos aman, por los amigos, por nuestra gente. Porque el amor de Jesús no conoce límites ni barreras. El Señor nos pide la valentía de un amor sin cálculos. Porque la medida de Jesús es el amor sin medida. ¡Cuántas veces hemos descuidado lo que nos pide, actuando como todos los demás! Sin embargo, el mandamiento del amor no es una simple provocación, sino es el espíritu del Evangelio. Sobre el amor hacia todos no aceptamos excusas, no predicamos una cómoda prudencia. El Señor no fue prudente, no hizo concesiones, nos pide el extremismo de la caridad. Este es el único extremismo cristiano lícito: el extremismo del amor.

Amad a vuestros enemigos. Hoy nos haría bien, durante y después de la Misa, repetirnos a nosotros mismos estas palabras y aplicarlas a las personas que nos tratan mal, que nos molestan, que nos cuesta aceptar, que nos quitan la serenidad. Amad a vuestros enemigos. Nos haría bien preguntarnos también: “¿Qué me preocupa en la vida: mis enemigos, quien me aborrece, o amar?”. No te preocupes de la maldad de los demás, o del que piensa mal de ti. En cambio, comienza a transformar tu corazón por amor a Jesús. Porque quien ama a Dios no tiene enemigos en el corazón. El culto a Dios es lo opuesto a la cultura del odio. Y la cultura del odio se combate enfrentando el culto a la lamentación. ¡Cuántas veces nos quejamos por lo que no recibimos, por lo que está mal! Jesús sabe que muchas cosas están mal, que siempre habrá alguien que no nos quiera, e incluso alguien que nos perseguirá. Pero nos pide sólo que recemos y amemos. Esta es la revolución de Jesús, la más grande de la historia: la que pasa del odio al amor por el enemigo, del culto a la lamentación a la cultura del don. ¡Si pertenecemos a Jesús, este es el camino! No hay otro.

Es cierto, aunque podrías objetar: “Sí, comprendo la grandeza del ideal, pero la vida es otra cosa. Si amo y perdono, no sobrevivo en este mundo, donde prevalece la lógica de la fuerza y donde parece que todos piensan sólo en sí mismos”. Pero, entonces, ¿la lógica de Jesús es un fracaso? A los ojos del mundo Él es un perdedor, pero a los ojos de Dios es un ganador. En la segunda lectura, san Pablo nos recordaba: «Que nadie se engañe […]. Porque la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios» (1 Co 3,18-19). Dios ve más allá. Él sabe cómo ganar. Sabe que el mal sólo se puede vencer con el bien. Nos salvó así: no con la espada, sino con la cruz. Amar y perdonar es vivir como ganadores. En cambio, perderíamos si defendiéramos la fe con la fuerza. El Señor también nos repetiría a nosotros las palabras que dijo a Pedro en Getsemaní: «Mete la espada en la vaina» (Jn 18,11). En los Getsemaní de hoy, en nuestro mundo indiferente e injusto, donde parecería que se asiste a la agonía de la esperanza, el cristiano no puede comportarse como aquellos discípulos, que primero tomaron la espada y luego huyeron. No, la solución no es desenvainar la espada contra alguien, ni tampoco huir de los tiempos que nos toca vivir. La única solución es el camino de Jesús: el amor activo, el amor humilde, el amor «hasta el extremo» (Jn 13,1).

Queridos hermanos y hermanas: Hoy Jesús, con su amor sin límites, levanta el estandarte de nuestra humanidad. Podríamos preguntarnos, al fin de cuentas: “Y nosotros, ¿lo lograremos?”. Si la meta fuera imposible, el Señor no nos hubiera pedido que la alcanzáramos. Pero, solos es difícil; es una gracia que debemos implorar. Se necesita pedir a Dios la fuerza para amar, decirle: “Señor, ayúdame a amar, enséñame a perdonar. Solo no puedo hacerlo, te necesito”. Y también pedirle la gracia de ver a los demás no como obstáculos y complicaciones, sino como hermanos y hermanas a quienes amar. Con mucha frecuencia le pedimos ayuda y gracias para nosotros mismos, pero qué poco le imploramos para que sepamos amar. No le rogamos lo suficiente para aprender a vivir el espíritu del Evangelio, para ser cristianos de verdad. Sin embargo, «a la tarde te examinarán en el amor» (S. Juan de la Cruz, Dichos de luz y de amor, 60). Elijamos hoy el amor, aunque cueste, aunque vaya contra corriente. No nos dejemos condicionar por lo que piensan los demás, no nos conformemos con medias tintas. Acojamos el desafío de Jesús, el desafío de la caridad. Así seremos verdaderos cristianos y el mundo será más humano.

Mt 5,43-48: Amad a vuestros enemigos.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo.
Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.
Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y si saludáis sólo a vuestro hermano, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los paganos? Por tanto, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto.

CLAVE DE LECTURA

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo 19 de febrero de 2017

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de este domingo (Mateo 5, 38-48) —una de esas páginas que mejor expresan la “revolución” cristiana— Jesús muestra el camino de la verdadera justicia mediante la ley del amor que supera la de la venganza, es decir «ojo por ojo y diente por diente». Esta antigua regla imponía infligir a los trasgresores penas equivalentes a los daños causados: la muerte a quien había matado, la amputación a quien había herido a alguien, y así. Jesús no pide a sus discípulos sufrir el mal, es más, pide reaccionar, pero no con otro mal, sino con el bien. Solo así se rompe la cadena del mal: un mal lleva a otro mal, otro lleva a otro mal... Se rompe esta cadena de mal, y cambian realmente las cosas. De hecho el mal es un “vacío”, un vacío de bien, y un vacío no se puede llenar con otro vacío, sino solo con un “lleno”, es decir con el bien. La represalia no lleva nunca a la resolución de conflictos. “Tú me lo has hecho, yo te lo haré”: esto nunca resuelve un conflicto, y tampoco es cristiano.

Para Jesús el rechazo de la violencia puede conllevar también la renuncia a un derecho legítimo; y da algunos ejemplos: poner la otra mejilla, ceder el propio vestido y el propio dinero, aceptar otros sacrificios (cf vv. 39-42). Pero esta renuncia no quiere decir que las exigencias de la justicia sean ignoradas o contradichas; no, al contrario, el amor cristiano, que se manifiesta de forma especial en la misericordia, representa una realización superior de la justicia. Eso que Jesús nos quiere enseñar es la distinción que tenemos que hacer entre la justicia y la venganza. Distinguir entre justicia y venganza. La venganza nunca es justa. Se nos consiente pedir justicia; es nuestro deber practicar la justicia. Sin embargo se nos prohíbe vengarnos o fomentar de alguna manera la venganza, en cuanto expresión del odio y de la violencia. Jesús no quiere proponer una nueva ley civil, sino más bien el mandamiento del amor del prójimo, que implica también el amor por los enemigos: «Amad a vuestro enemigos y rogad por los que os persiguen» (v. 44). Y esto no es fácil. Esta palabra no debe ser entendida como aprobación del mal realizado por el enemigo, sino como invitación a una perspectiva superior, a una perspectiva magnánima, parecida a la del Padre celeste, el cual —dice Jesús— «que hace surgir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (v. 45). También el enemigo, de hecho, es una persona humana, creada como tal a imagen de Dios, si bien en el presente esta imagen se ve ofuscada por una conducta indigna.

Cuando hablamos de “enemigos” no tenemos que pensar en quién sabe qué personas diferentes y alejadas de nosotros; hablamos también de nosotros mismos, que podemos entrar en conflicto con nuestro prójimo, a veces con nuestros familiares. ¡Cuántas enemistadas en las familias, cuántas! Pensemos esto. Enemigos son también aquellos que hablan mal de nosotros, que nos calumnian y nos tratan injustamente. Y no es fácil digerir esto. A todos ellos estamos llamados a responder con el bien, que también tiene sus estrategias, inspiradas en el amor.

La Virgen María nos ayude a seguir a Jesús en este camino exigente, que realmente exalta la dignidad humana y nos hace vivir como hijos de nuestro Padre que está en los cielos. Nos ayude a practicar la paciencia, el diálogo, el perdón, y a ser así artesanos de comunión, artesanos de fraternidad en nuestra vida diaria, sobre todo en nuestra familia.

Mt 6,1-6.16-18: Tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial. Por tanto, cuando hagas limosna, no vayas tocando la trompeta por delante, como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; os aseguro que ya han recibido su paga.
Tú. en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo pagará.
Cuando recéis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta rezar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vea la gente. Os aseguro que ya han recibido su paga.
Cuando tú vayas a rezar, entra en tu cuarto, cierra la puerta y reza a tu Padre, que está en lo escondido, y tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará.
Cuando ayunéis, no andéis cabizbajos, como los farsantes que desfiguran su cara para hacer ver a la gente que ayunan. Os aseguro que ya han recibido su paga.
Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no la gente, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará.

Clave de lectura 1

Miércoles de ceniza, 26 de febrero de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

Comenzamos la Cuaresma recibiendo las cenizas: “Recuerda que eres polvo y al polvo volverás” (cf. Gn 3,19). El polvo en la cabeza nos devuelve a la tierra, nos recuerda que procedemos de la tierra y que volveremos a la tierra. Es decir, somos débiles, frágiles, mortales. Respecto al correr de los siglos y los milenios, estamos de paso; ante la inmensidad de las galaxias y del espacio, somos diminutos. Somos polvo en el universo. Pero somos el polvo amado por Dios. Al Señor le complació recoger nuestro polvo en sus manos e infundirle su aliento de vida (cf. Gn 2,7). Así que somos polvo precioso, destinado a vivir para siempre. Somos la tierra sobre la que Dios ha vertido su cielo, el polvo que contiene sus sueños. Somos la esperanza de Dios, su tesoro, su gloria.

La ceniza nos recuerda así el trayecto de nuestra existencia: del polvo a la vida. Somos polvo, tierra, arcilla, pero si nos dejamos moldear por las manos de Dios, nos convertimos en una maravilla. Y aún así, especialmente en las dificultades y la soledad, solamente vemos nuestro polvo. Pero el Señor nos anima: lo poco que somos tiene un valor infinito a sus ojos. Ánimo, nacimos para ser amados, nacimos para ser hijos de Dios.

Queridos hermanos y hermanas: Al comienzo de la Cuaresma, necesitamos caer en la cuenta de esto. Porque la Cuaresma no es el tiempo para cargar con moralismos innecesarios a las personas, sino para reconocer que nuestras pobres cenizas son amadas por Dios. Es un tiempo de gracia, para acoger la mirada amorosa de Dios sobre nosotros y, sintiéndonos mirados así, cambiar de vida. Estamos en el mundo para caminar de las cenizas a la vida. Entonces, no pulvericemos la esperanza, no incineremos el sueño que Dios tiene sobre nosotros. No caigamos en la resignación. Y te preguntas: “¿Cómo puedo confiar? El mundo va mal, el miedo se extiende, hay mucha crueldad y la sociedad se está descristianizando...”. Pero, ¿no crees que Dios puede transformar nuestro polvo en gloria?

La ceniza que nos imponen en nuestras cabezas sacude los pensamientos que tenemos en la mente. Nos recuerda que nosotros, hijos de Dios, no podemos vivir para ir tras el polvo que se desvanece. Una pregunta puede descender de nuestra cabeza al corazón: “Yo, ¿para qué vivo?”. Si vivo para las cosas del mundo que pasan, vuelvo al polvo, niego lo que Dios ha hecho en mí. Si vivo sólo para traer algo de dinero a casa y divertirme, para buscar algo de prestigio, para hacer un poco de carrera, vivo del polvo. Si juzgo mal la vida sólo porque no me toman suficientemente en consideración o no recibo de los demás lo que creo merecer, sigo mirando el polvo.

No estamos en el mundo para esto. Valemos mucho más, vivimos para mucho más: para realizar el sueño de Dios, para amar. La ceniza se posa sobre nuestras cabezas para que el fuego del amor se encienda en los corazones. Porque somos ciudadanos del cielo y el amor a Dios y al prójimo es el pasaporte al cielo, es nuestro pasaporte. Los bienes terrenos que poseemos no nos servirán, son polvo que se desvanece, pero el amor que damos —en la familia, en el trabajo, en la Iglesia, en el mundo— nos salvará, permanecerá para siempre.

La ceniza que recibimos nos recuerda un segundo camino, el opuesto, el que va de la vida al polvo. Miramos a nuestro alrededor y vemos polvo de muerte. Vidas reducidas a cenizas. Ruinas, destrucción, guerra. Vidas de niños inocentes no acogidos, vidas de pobres rechazados, vidas de ancianos descartados. Seguimos destruyéndonos, volviéndonos de nuevo al polvo. ¡Y cuánto polvo hay en nuestras relaciones! Miremos en nuestra casa, en nuestras familias: cuántos litigios, cuánta incapacidad para calmar los conflictos. ¡Qué difícil es disculparse, perdonar, comenzar de nuevo, mientras que reclamamos con tanta facilidad nuestros espacios y nuestros derechos! Hay tanto polvo que ensucia el amor y desfigura la vida. Incluso en la Iglesia, la casa de Dios, hemos dejado que se deposite tanto polvo, el polvo de la mundanidad.

Y mirémonos dentro, en el corazón: ¡cuántas veces sofocamos el fuego de Dios con las cenizas de la hipocresía! La hipocresía es la inmundicia que hoy en el Evangelio Jesús nos pide que eliminemos. De hecho, el Señor no dice sólo hacer obras de caridad, orar y ayunar, sino cumplir todo esto sin simulación, sin doblez, sin hipocresía (cf. Mt 6,2.5.16). Sin embargo, cuántas veces hacemos algo sólo para ser estimados, para aparentar, para alimentar nuestro ego. Cuántas veces nos decimos cristianos y en nuestro corazón cedemos sin problemas a las pasiones que nos esclavizan. Cuántas veces predicamos una cosa y hacemos otra. Cuántas veces aparentamos ser buenos por fuera y guardamos rencores por dentro. Cuánta doblez tenemos en nuestro corazón... Es polvo que ensucia, ceniza que sofoca el fuego del amor.

Necesitamos limpiar el polvo que se deposita en el corazón. ¿Cómo hacerlo? Nos ayuda la sincera llamada de san Pablo en la segunda lectura: “¡Dejaos reconciliar con Dios!”. Pablo no lo sugiere, lo pide: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5,20). Nosotros habríamos dicho: “¡Reconciliaos con Dios!”. Pero no, usa el pasivo: Dejaos reconciliar. Porque la santidad no es asunto nuestro, sino es gracia. Porque nosotros solos no somos capaces de eliminar el polvo que ensucia nuestros corazones. Porque sólo Jesús, que conoce y ama nuestro corazón, puede sanarlo. La Cuaresma es tiempo de curación.

Entonces, ¿qué debemos hacer? En el camino hacia la Pascua podemos dar dos pasos: el primero, del polvo a la vida, de nuestra frágil humanidad a la humanidad de Jesús, que nos sana. Podemos ponernos delante del Crucifijo, quedarnos allí, mirar y repetir: “Jesús, tú me amas, transfórmame... Jesús, tú me amas, transfórmame...”. Y después de haber acogido su amor, después de haber llorado ante este amor, se da el segundo paso, para no volver a caer de la vida al polvo. Se va a recibir el perdón de Dios, en la confesión, porque allí el fuego del amor de Dios consume las cenizas de nuestro pecado. El abrazo del Padre en la confesión nos renueva por dentro, limpia nuestro corazón. Dejémonos reconciliar para vivir como hijos amados, como pecadores perdonados, como enfermos sanados, como caminantes acompañados. Dejémonos amar para amar. Dejémonos levantar para caminar hacia la meta, la Pascua. Tendremos la alegría de descubrir que Dios nos resucita de nuestras cenizas.

CLAVE DE LECTURA 2

SANTA MISA, BENDICIÓN E IMPOSICIÓN DE LA CENIZA

HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO
Miércoles, 14 de febrero de 2018

 

 

El tiempo de Cuaresma es tiempo propicio para afinar los acordes disonantes de nuestra vida cristiana y recibir la siempre nueva, alegre y esperanzadora noticia de la Pascua del Señor. La Iglesia en su maternal sabiduría nos propone prestarle especial atención a todo aquello que pueda enfriar y oxidar nuestro corazón creyente.

Las tentaciones a las que estamos expuestos son múltiples. Cada uno de nosotros conoce las dificultades que tiene que enfrentar. Y es triste constatar cómo, frente a las vicisitudes cotidianas, se alzan voces que, aprovechándose del dolor y la incertidumbre, lo único que saben es sembrar desconfianza. Y si el fruto de la fe es la caridad —como le gustaba repetir a la Madre Teresa de Calcuta—, el fruto de la desconfianza es la apatía y la resignación. Desconfianza, apatía y resignación: esos demonios que cauterizan y paralizan el alma del pueblo creyente.

La Cuaresma es tiempo rico para desenmascarar éstas y otras tentaciones y dejar que nuestro corazón vuelva a latir al palpitar del Corazón de Jesús. Toda esta liturgia está impregnada con ese sentir y podríamos decir que se hace eco en tres palabras que se nos ofrecen para volver a «recalentar el corazón creyente»: Detentemira y vuelve.

Detente un poco de esa agitación, y de correr sin sentido, que llena el alma con la amargura de sentir que nunca se llega a ningún lado. Detente de ese mandamiento de vivir acelerado que dispersa, divide y termina destruyendo el tiempo de la familia, el tiempo de la amistad, el tiempo de los hijos, el tiempo de los abuelos, el tiempo de la gratuidad… el tiempo de Dios.

Detente un poco delante de la necesidad de aparecer y ser visto por todos, de estar continuamente en «cartelera», que hace olvidar el valor de la intimidad y el recogimiento.

Detente un poco ante la mirada altanera, el comentario fugaz y despreciante que nace del olvido de la ternura, de la piedad y la reverencia para encontrar a los otros, especialmente a quienes son vulnerables, heridos e incluso inmersos en el pecado y el error.

Detente un poco ante la compulsión de querer controlar todo, saberlo todo, devastar todo; que nace del olvido de la gratitud frente al don de la vida y a tanto bien recibido.

Detente un poco ante el ruido ensordecedor que atrofia y aturde nuestros oídos y nos hace olvidar del poder fecundo y creador del silencio.

Detente un poco ante la actitud de fomentar sentimientos estériles, infecundos, que brotan del encierro y la auto-compasión y llevan al olvido de ir al encuentro de los otros para compartir las cargas y sufrimientos.

Detente ante la vacuidad de lo instantáneo, momentáneo y fugaz que nos priva de las raíces, de los lazos, del valor de los procesos y de sabernos siempre en camino.

¡Detente para mirar y contemplar!

Mira los signos que impiden apagar la caridad, que mantienen viva la llama de la fe y la esperanza. Rostros vivos de la ternura y la bondad operante de Dios en medio nuestro.

Mira el rostro de nuestras familias que siguen apostando día a día, con mucho esfuerzo para sacar la vida adelante y, entre tantas premuras y penurias, no dejan todos los intentos de hacer de sus hogares una escuela de amor.

Mira el rostro interpelante de nuestros niños y jóvenes cargados de futuro y esperanza, cargados de mañana y posibilidad, que exigen dedicación y protección. Brotes vivientes del amor y de la vida que siempre se abren paso en medio de nuestros cálculos mezquinos y egoístas.

Mira el rostro surcado por el paso del tiempo de nuestros ancianos; rostros portadores de la memoria viva de nuestros pueblos. Rostros de la sabiduría operante de Dios.

Mira el rostro de nuestros enfermos y de tantos que se hacen cargo de ellos; rostros que en su vulnerabilidad y en el servicio nos recuerdan que el valor de cada persona no puede ser jamás reducido a una cuestión de cálculo o de utilidad.

Mira el rostro arrepentido de tantos que intentan revertir sus errores y equivocaciones y, desde sus miserias y dolores, luchan por transformar las situaciones y salir adelante.

Mira y contempla el rostro del Amor crucificado, que hoy desde la cruz sigue siendo portador de esperanza; mano tendida para aquellos que se sienten crucificados, que experimentan en su vida el peso de sus fracasos, desengaños y desilusión.

Mira y contempla el rostro concreto de Cristo crucificado por amor a todos y sin exclusión. ¿A todos? Sí, a todos. Mirar su rostro es la invitación esperanzadora de este tiempo de Cuaresma para vencer los demonios de la desconfianza, la apatía y la resignación. Rostro que nos invita a exclamar: ¡El Reino de Dios es posible!

Detente, mira y vuelveVuelve a la casa de tu Padre.

¡Vuelve!, sin miedo, a los brazos anhelantes y expectantes de tu Padre rico en misericordia (cf. Ef 2,4) que te espera.

¡Vuelve!, sin miedo, este es el tiempo oportuno para volver a casa; a la casa del Padre mío y Padre vuestro (cf. Jn 20,17). Este es el tiempo para dejarse tocar el corazón… Permanecer en el camino del mal es sólo fuente de ilusión y de tristeza. La verdadera vida es algo bien distinto y nuestro corazón bien lo sabe. Dios no se cansa ni se cansará de tender la mano (cf. Bula Misericordiae vultus, 19).

¡Vuelve!, sin miedo, a participar de la fiesta de los perdonados.

¡Vuelve!, sin miedo, a experimentar la ternura sanadora y reconciliadora de Dios. Deja que el Señor sane las heridas del pecado y cumpla la profecía hecha a nuestros padres: «Les daré un corazón nuevo y pondré en ustedes un espíritu nuevo: les arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne» (Ez 36,26).

¡Detente, mira y vuelve!

Mt 6,7-15: Vosotros rezad así.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-Cuando recéis no uséis muchas palabras como los paganos, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes que se lo pidáis. Vosotros rezad así:
Padre nuestro del cielo,
santificado sea tu nombre,
venga tu reino,
hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo,
danos hoy el pan nuestro,
perdónanos nuestras ofensas, pues nosotros hemos perdonado a los que nos han ofendido,
no nos dejes caer en tentación,
sino líbranos del maligno.
Porque si perdonáis a los demás sus culpas, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros. Pero si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas.

CLAVE DE LECTURA

PEREGRINACIÓN ECUMÉNICA DEL PAPA FRANCISCO
A GINEBRA CON OCASIÓN DEL 70 ANIVERSARIO DE LA FUNDACIÓN
DEL CONSEJO MUNDIAL DE IGLESIAS

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Palexpo (Ginebra)
Jueves, 21 de junio de 2018

 

 

Padre, pan, perdón. Tres palabras que nos regala el Evangelio de hoy. Tres palabras que nos llevan al corazón de la fe.

«Padre» —así comienza la oración—. Puede ir seguida de otras palabras, pero no se puede olvidar la primera, porque la palabra “Padre” es la llave de acceso al corazón de Dios; porque solo diciendo Padre rezamos en lenguaje cristiano. Rezamos “en cristiano”: no a un Dios genérico, sino a un Dios que es sobre todo Papá. De hecho, Jesús nos ha pedido que digamos «Padre nuestro que estás en el cielo», en vez de “Dios del cielo que eres Padre”. Antes de nada, antes de ser infinito y eterno, Dios es Padre.

De él procede toda paternidad y maternidad (cf. Ef 3,15). En él está el origen de todo bien y de nuestra propia vida. «Padre nuestro» es por tanto la fórmula de la vida, la que revela nuestra identidad: somos hijos amados. Es la fórmula que resuelve el teorema de la soledad y el problema de la orfandad. Es la ecuación que nos indica lo que hay que hacer: amar a Dios, nuestro Padre, y a los demás, nuestros hermanos. Es la oración del nosotros, de la Iglesia; una oración sin el yo y sin el mío, toda dirigida al  de Dios («tu nombre», «tu reino», «tu voluntad») y que se conjuga solo en la primera persona del plural: «Padre nuestro», dos palabras que nos ofrecen señales para la vida espiritual.

Así, cada vez que hacemos la señal de la cruz al comienzo de la jornada y antes de cada actividad importante, cada vez que decimos «Padre nuestro», renovamos las raíces que nos dan origen. Tenemos necesidad de ello en nuestras sociedades a menudo desarraigadas. El «Padre nuestro» fortalece nuestras raíces. Cuando está el Padre, nadie está excluido; el miedo y la incertidumbre no triunfan. Aflora la memoria del bien, porque en el corazón del Padre no somos personajes virtuales, sino hijos amados. Él no nos une en grupos que comparten los mismos intereses, sino que nos regenera juntos como familia.

No nos cansemos de decir «Padre nuestro»: nos recordará que no existe ningún hijo sin Padre y que, por tanto, ninguno de nosotros está solo en este mundo. Pero nos recordará también que no hay Padre sin hijos: ninguno de nosotros es hijo único, cada uno debe hacerse cargo de los hermanos de la única familia humana. Diciendo «Padre nuestro» afirmamos que todo ser humano nos pertenece, y frente a tantas maldades que ofenden el rostro del Padre, nosotros sus hijos estamos llamados a actuar como hermanos, como buenos custodios de nuestra familia, y a esforzarnos para que no haya indiferencia hacia el hermano, hacia ningún hermano: ni hacia el niño que todavía no ha nacido ni hacia el anciano que ya no habla, como tampoco hacia el conocido que no logramos perdonar ni hacia el pobre descartado. Esto es lo que el Padre nos pide, nos manda que nos amemos con corazón de hijos, que son hermanos entre ellos.

Pan. Jesús nos dice que pidamos cada día el pan al Padre. No hace falta pedir más: solo el pan, es decir, lo esencial para vivir. El pan es sobre todo la comida suficiente para hoy, para la salud, para el trabajo diario; la comida que por desgracia falta a tantos hermanos y hermanas nuestros. Por esto digo: ¡Ay de quien especula con el pan! El alimento básico para la vida cotidiana de los pueblos debe ser accesible a todos.

Pedir el pan cotidiano es decir también: “Padre, ayúdame a llevar una vida más sencilla”. La vida se ha vuelto muy complicada. Diría que hoy para muchos está como “drogada”: se corre de la mañana a la tarde, entre miles de llamadas y mensajes, incapaces de detenernos ante los rostros, inmersos en una complejidad que nos hace frágiles y en una velocidad que fomenta la ansiedad. Se requiere una elección de vida sobria, libre de lastres superfluos. Una elección contracorriente, como hizo en su tiempo san Luis Gonzaga, que hoy recordamos. La elección de renunciar a tantas cosas que llenan la vida, pero vacían el corazón. Hermanos y hermanas: Elijamos la sencillez, la sencillez del pan para volver a encontrar la valentía del silencio y de la oración, fermentos de una vida verdaderamente humana. Elijamos a las personas antes que a las cosas, para que surjan relaciones personales, no virtuales. Volvamos a amar la fragancia genuina de lo que nos rodea. Cuando era pequeño, en casa, si el pan se caía de la mesa, nos enseñaban a recogerlo rápidamente y a besarlo. Valorar lo sencillo que tenemos cada día, protegerlo: no usar y tirar, sino valorar y conservar.

Además, el «Pan de cada día», no lo olvidemos, es Jesús. Sin él no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5). Él es el alimento primordial para vivir bien. Sin embargo, a veces lo reducimos a una guarnición. Pero si él no es el alimento de nuestra vida, el centro de nuestros días, el respiro de nuestra cotidianidad, nada vale, todo es guarnición. Pidiendo el pan suplicamos al Padre y nos decimos cada día: sencillez de vida, cuidado del que está a nuestro alrededor, Jesús sobre todo y antes de nada.

Perdón. Es difícil perdonar, siempre llevamos dentro un poco de amargura, de resentimiento, y cuando alguien que ya habíamos perdonado nos provoca, el rencor vuelve con intereses. Pero el Señor espera nuestro perdón como un regalo. Nos debe hacer pensar que el único comentario original al Padre nuestro, el que hizo Jesús, se concentre sobre una sola frase: «Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas» (Mt 6,14-15). El único comentario que hace el Señor. El perdón es la cláusula vinculante del Padre nuestro. Dios nos libera el corazón de todo pecado, Dios perdona todo, todo, pero nos pide una cosa: que nosotros, al mismo tiempo, no nos cansemos de perdonar a los demás. Quiere que cada uno de nosotros otorgue una amnistía general a las culpas ajenas. Tendríamos que hacer una buena radiografía del corazón, para ver si dentro de nosotros hay barreras, obstáculos para el perdón, piedras que remover. Y entonces decir al Padre: “¿Ves este peñasco?, te lo confío y te ruego por esta persona, por esta situación; aun cuando me resulta difícil perdonar, te pido la fuerza para poder hacerlo”.

El perdón renueva, el perdón hace milagros. Pedro experimentó el perdón de Jesús y llegó a ser pastor de su rebaño; Saulo se convirtió en Pablo después de haber sido perdonado por Esteban; cada uno de nosotros renace como una criatura nueva cuando, perdonado por el Padre, ama a sus hermanos. Solo entonces introducimos en el mundo una verdadera novedad, porque no hay mayor novedad que el perdón, este perdón que cambia el mal en bien. Lo vemos en la historia cristiana. Perdonarnos entre nosotros, redescubrirnos hermanos después de siglos de controversias y laceraciones, cuánto bien nos ha hecho y sigue haciéndonos. El Padre es feliz cuando nos amamos y perdonamos de corazón (cf. Mt 18,35). Y entonces nos da su Espíritu. Pidamos esta gracia: no encerrarnos con un corazón endurecido, reclamando siempre a los demás, sino dar el primer paso, en la oración, en el encuentro fraterno, en la caridad concreta. Así seremos más semejantes al Padre, que ama sin esperar nada a cambio. Y él derramará sobre nosotros el Espíritu de la unidad.

Mt 6,24-34: No os agobiéis por el mañana.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
–«Nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero.
Por eso os digo: No estéis agobiados por la vida, pensando qué vais a comer o beber, ni por el cuerpo, pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido? Mi­rad a los pájaros: ni siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embar­go, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos?
¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?
¿Por qué os agobiáis por el vestido? Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos. Pues, si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se quema en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe? No andéis agobiados, pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los gentiles se afanan por esas cosas. Ya sabe vues­tro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso.
Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, por­que el mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus disgustos.»

CLAVE DE LECTURA

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo 26 de febrero de 2017

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La página evangélica del día de hoy (cf. Mateo 6, 24—34) es un fuerte reclamo a fiarse de Dios —no olvidar: fiarse de Dios— quien cuida de los seres vivientes en la creación. Él provee la comida para todos los animales, se preocupa de los lirios y de la hierva del campo (cf. vv. 26-28); su mirada benéfica y solícita vela cotidianamente en nuestra vida. Esta pasa bajo la angustia de muchas preocupaciones, que pueden quitar serenidad y equilibrio; pero esta angustia es a menudo inútil, porque no logra cambiar el curso de los acontecimientos. Jesús nos exhorta con insistencia a no preocuparnos del mañana (cf. vv. 25.28.31), recordando que por encima de todo está un Padre amoroso que no se olvida nunca de sus hijos: fiarse de Él no resuelve mágicamente los problemas, pero permite afrontarlos con el estado de ánimo adecuado, valientemente, soy valiente porque me fío de mi Padre que cuida de todo y que me quiere mucho.

Dios no es un ser lejano y anónimo: es nuestro refugio, la fuente de nuestra serenidad y de nuestra paz. Es la roca de nuestra salvación, a la que podemos aferrarnos con la certeza de no caer; ¡quien se aferra a Dios no cae nunca! Es nuestra defensa del mal siempre al acecho. Dios es para nosotros el gran amigo, el aliado, el padre, pero no siempre nos damos cuenta. No nos damos cuenta de que nosotros tenemos un amigo, un aliado, un padre que nos quiere, y preferimos apoyarnos en bienes inmediatos que nosotros podemos tocar, en bienes contingentes, olvidando, y a veces rechazando, el bien supremo, es decir, el amor paterno de Dios. ¡Sentirlo Padre en esta época de orfandad es muy importante! En este mundo huérfano, sentirlo Padre. Nosotros nos alejamos del amor de Dios cuando vamos hacia la búsqueda obsesiva de los bienes terrenos y de las riquezas, manifestando así un amor exagerado a estas realidades.

Jesús nos dice que esta búsqueda frenética es una ilusión y motivo de infelicidad. Y da a sus discípulos una regla de vida fundamental: «Buscad primero su Reino» (v. 33). Se trata de realizar el proyecto que Jesús ha anunciado en el Discurso de la montaña, fiándose de Dios que no decepciona —muchos amigos o muchos que nosotros creíamos amigos, nos han decepcionado; ¡Dios nunca decepciona—; trabajar como administradores fieles de los bienes que Él nos ha donado, también esos terrenos, pero sin “sobreactuar” como si todo, también nuestra salvación, dependiera solo de nosotros. Esta actitud evangélica requiere una elección clara, que el pasaje de hoy indica con precisión: «No podéis servir a Dios y al dinero» (v. 24). O el Señor, o los ídolos fascinantes pero ilusorios. Esta elección que estamos llamados a realizar repercute después en muchos de nuestros actos, programas y compromisos. Es una elección para hacer de forma neta y que hay que renovar continuamente, porque las tentaciones de reducir todo a dinero, placer y poder son apremiantes. Hay muchas tentaciones para esto.

Mientras que honorar a estos ídolos lleva a resultados tangibles aunque fugaces, elegir por Dios y por su Reino no siempre muestra inmediatamente sus frutos. Es una decisión que se toma en la esperanza y que deja a Dios la plena realización. La esperanza cristiana tiende al cumplimiento futuro de la promesa de Dios y no se detiene frente a ninguna dificultad, porque está fundada en la fidelidad de Dios, que nunca falta. Es fiel, es un padre fiel, es un amigo fiel, es un aliado fiel.

La Virgen María nos ayude a fiarnos del amor y la bondad del Padre celeste, a vivir en Él y con Él. Este es el presupuesto para superar los tormentos y las adversidades de la vida, y también las persecuciones como nos demuestra el testimonio de muchos hermanos y hermanas nuestros.

Mt 7,1-5: Sácate primero la viga del ojo.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-No juzguéis y no os juzgarán.
Porque os van a juzgar como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros.
¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?
¿Cómo puedes decirle a tu hermano: «Déjame que te saque la mota del ojo», teniendo una viga en el tuyo? Hipócrita: sácate primero la viga del ojo; entonces verás claro y podrás sacar la mota del ojo de tu hermano.
Mt 7,6.12-14: Tratad a los demás como queréis que ellos os traten.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos; las pisotearán y luego se volverán para destrozaros.
Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; en esto consiste la ley y los profetas.
Entrad por la puerta estrecha.
Ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ellos.
¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos.
Mt 7,15-20: Por sus frutos los conoceréis.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-Cuidado con los profetas falsos; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces.
Por sus frutos los conoceréis.
A ver, ¿acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos?
Los árboles sanos dan frutos buenos; los árboles dañados dan frutos malos.
Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos.
El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego.
Es decir, que por sus frutos los conoceréis.
Mt 11,25-30: Soy manso y humilde de corazón.
En aquel tiempo, exclamó Jesús:
-«Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.»

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 5 de julio de 2020

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El pasaje evangélico de este domingo (cfr Mt 11, 25-30) está dividido en tres partes: primero Jesús alza un himno de bendición y de agradecimiento al Padre, porque ha revelado a los pobres y a los sencillos el misterio del Reino de los cielos; después desvela la relación íntima y singular que hay entre Él y el Padre; y finalmente invita a acudir a Él y a seguirlo para encontrar alivio.

El primer lugar, Jesús alaba al Padre, porque ha ocultado los secretos de su Reino, de su verdad, «a sabios e inteligentes» (v. 25). Los llama así con un velo de ironía, porque presumen que son sabios, inteligentes, y por tanto tienen el corazón cerrado, muchas veces. La verdadera sabiduría también viene del corazón, no es solamente entender ideas: la verdadera sabiduría entra también en el corazón. Y si tú sabes muchas cosas pero tienes el corazón cerrado, tú no eres sabio. Jesús dice que los misterios de su Padre han sido revelados a los «pequeños», a los que se abren con confianza a su Palabra de salvación, abren el corazón a la Palabra de salvación, sienten la necesidad de Él y esperan todo de Él. El corazón abierto y confiado hacia el Señor.

Después, Jesús explica que ha recibido todo del Padre, y lo llama «mi Padre», para afirmar la unicidad de su relación con Él. De hecho, solo entre el Hijo y el Padre hay total reciprocidad: el uno conoce al otro, el uno vive en el otro. Pero esta comunión única es como una flor que brota, para revelar gratuitamente su belleza y su bondad. Y de aquí la invitación de Jesús: «Venid a mí…» (v. 28). Él quiere donar lo que toma del Padre. Quiere donarnos la verdad, y la verdad de Jesús es siempre gratuita: es un don, es el Espíritu Santo, la Verdad.

Como el Padre tiene una preferencia por los «pequeños», también Jesús se dirige a los «fatigados y sobrecargados». Es más, se pone Él mismo en medio de ellos, porque Él es el «manso y humilde de corazón» (v. 29), así dice que es. Como en la primera y en la tercera bienaventuranza, la de los humildes o pobres de espíritu; y la de los mansos (cfr Mt 5, 3-5): la mansedumbre de Jesús. Así Jesús, «manso y humilde», no es un modelo para los resignados ni simplemente una víctima, sino que es el Hombre que vive «de corazón» esta condición en plena trasparencia al amor del Padre, es decir al Espíritu Santo. Él es el modelo de los «pobres de espíritu» y de todos los otros “bienaventurados” del Evangelio, que cumplen la voluntad de Dios y testimonian su Reino.

Y después, Jesús dice que si vamos a Él encontraremos descanso: el «descanso» que Cristo ofrece a los cansados y oprimidos no es un alivio solamente psicológico o una limosna donada, sino la alegría de los pobres de ser evangelizados y constructores de la nueva humanidad. Este es el alivio: la alegría, la alegría que nos da Jesús. Es única, es la alegría que Él mismo tiene. Es un mensaje para todos nosotros, para todos los hombres de buena voluntad, que Jesús dirige todavía hoy en el mundo, que exalta a quien se hace rico y poderoso. Cuántas veces decimos: “¡Ah, quisiera ser como ese, como esa, que es rico, tiene mucho poder, no le falta nada!”. El mundo exalta al rico y poderoso, no importa con qué medios, y a veces pisando a la persona humana y su dignidad. Y esto lo vemos todos los días, los pobres pisados. Y es un mensaje para la Iglesia, llamada a vivir las obras de misericordia y a evangelizar a los pobres, a ser mansos, humildes. Así el Señor quiere que sea su Iglesia, es decir nosotros.

María, la más humilde y la más alta entre las criaturas, implore a Dios para nosotros la sabiduría del corazón, para que sepamos discernir sus signos en nuestra vida y ser partícipes de esos misterios que, ocultos a los soberbios, son revelados a los humildes.

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo 9 de julio de 2017

 

Queridos hermanos y hermanas:

¡Buenos días!

En el Evangelio de hoy Jesús dice: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso» (Mateo 11, 28). El Señor no reserva esta frase para alguien, sino que la dirige a “todos” los que están cansados y oprimidos por la vida. ¿Y quién puede sentirse excluido en esta invitación? Jesús sabe cuánto puede pesar la vida. Sabe que muchas cosas cansan al corazón: desilusiones y heridas del pasado, pesos que hay que cargar e injusticias que hay que soportar en el presente, incertidumbres y preocupaciones por el futuro.

Ante todo esto, la primera palabra de Jesús es una invitación a moverse y reaccionar: “venid”. El error, cuando las cosas van mal, es permanecer donde se está, tumbado ahí. Parece evidente, pero ¡qué difícil es reaccionar y abrirse! No es fácil. En los momentos oscuros surge de manera natural estar con uno mismo, pensar en cuánto sea injusta la vida, en cuánto son ingratos los demás y qué malo es el mundo y demás. Algunas veces hemos padecido esta fea experiencia. Pero así, cerrados dentro de nosotros, vemos todo negro. Entonces incluso llega a familiarizarse con la tristeza, que se hace de casa: esa tristeza que nos postra, es una cosa fea esta tristeza. Jesús en cambio quiere sacarnos fuera de estas “arenas movedizas” y por eso dice a cada uno: “¡ven!” —“¿Quién?”— “tú, tú, tú...”. La vía de salida está en la relación, en tender la mano y en levantar la mirada hacia quien nos ama de verdad.

Efectivamente salir solo no basta, es necesario saber dónde ir. Porque muchas metas son ilusorias: prometen descanso y distraen solo un poco, aseguran paz y dan diversión, dejando luego en la soledad de antes, son “fuegos artificiales”. Por eso Jesús indica dónde ir: “venid a mí”. Muchas veces, ante un peso de la vida o una situación que nos duele, intentamos hablar con alguien que nos escuche, con un amigo, con un experto... Es un gran bien hacer esto, ¡pero no olvidemos a Jesús! No nos olvidemos de abrirnos a Él y contarle la vida, encomendarle personas y situaciones. Quizás hay “zonas” de nuestra vida que nunca le hemos abierto a Él y que han permanecido oscuras, porque no han visto nunca la luz del Señor. Cada uno de nosotros tiene la propia historia. Y si alguien tiene esta zona oscura, buscad a Jesús, id a un misionero de la misericordia, id a un sacerdote, id... Pero id a Jesús, y contadle esto a Jesús. Hoy Él dice a cada uno: “¡Ánimo, no te rindas ante los pesos de la vida, no te cierres ante los miedos y los pecados, sino ven a mí!”. Él nos espera, nos espera siempre, no para resolvernos mágicamente los problemas, sino para hacernos fuertes en nuestros problemas. Jesús no nos quita los pesos de la vida, sino la angustia del corazón; no nos quita la cruz, sino que la lleva con nosotros. Y con Él cada peso se hace ligero (cf. v. 30) porque Él es el descanso que buscamos. Cuando en la vida entra Jesús, llega la paz, la que permanece en las pruebas, en los sufrimientos. Vayamos a Jesús, démosle nuestro tiempo, encontrémosle cada día en la oración, en un diálogo confiado y personal; familiaricemos con su Palabra, redescubramos sin miedo su perdón, saciémonos con su Pan de vida: nos sentiremos amados y consolados por Él. Es Él mismo quien lo pide, casi insistiendo. Lo repite una vez más al final del Evangelio de hoy: «Aprended de mí [...] y hallaréis descanso para vuestras almas» (v. 29). Aprendamos a ir hacia Jesús y, mientras que en los meses estivales buscamos un poco de descanso de lo que cansa al cuerpo, no olvidemos encontrar el verdadero descanso en el Señor. Nos ayude en esto la Virgen María nuestra Madre, que siempre cuida de nosotros cuando estamos cansados y oprimidos y nos acompaña a Jesús.

Mt 13,1-23: Salió el sembrador a sembrar.
Aquel día, salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. Y acudió a él tanta ente que tuvo que subirse a una barca; se sentó, y la gente se quedó de pie en la orilla. Les habló mucho rato en parábolas:
-«Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, un poco cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se lo comieron.
Otro poco cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y, como la tierra no era profunda, brotó en seguida; pero, en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó.
Otro poco cayó entre zarzas, que crecieron y lo ahogaron.
El resto cayó en tierra buena y dio grano: unos, ciento; otros, se­senta; otros, treinta.
El que tenga oídos que oiga.»
Se le acercaron los discípulos y le preguntaron:
-«¿Por qué les hablas en parábolas?»
El les contestó:
-«A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del reino de los cielos y a ellos no. Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni enten­der. Así se cumplirá en ellos la profecía de Isaías:
"Oiréis con los oídos sin entender;
miraréis con los ojos sin ver;
porque está embotado el corazón de este pueblo,
son duros de oído, han cerrado los ojos;
para no ver con los ojos, ni oír con los oídos,
ni entender con el corazón,
ni convertirse para que yo los cure."
¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vo­sotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron.
Vosotros oíd lo que significa la parábola del sembrador:
Si uno escucha la palabra del reino sin entenderla, viene el Malig­no y roba lo sembrado en su corazón. Esto significa lo sembrado al borde del camino.
Lo sembrado en terreno pedregoso significa el que la escucha y la acepta en seguida con alegría; pero no tiene raíces, es inconstante, y, en cuanto viene una dificultad o persecución por la palabra, sucumbe.
Lo sembrado entre zarzas significa el que escucha la palabra; pero los afanes de la vida y la seducción de las riquezas la ahogan y se que­da estéril. Lo sembrado en tierra buena significa el que escucha la palabra y la entiende; ése dará fruto y producirá ciento o sesenta o treinta por uno.»

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 12 de julio de 2020

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de este domingo (cfr. Mt 13,1-23) Jesús cuenta a una gran multitud la parábola —que todos conocemos bien— del sembrador, que lanza la semilla en cuatro tipos diferentes de terreno. La Palabra de Dios, representada por las semillas, no es una Palabra abstracta, sino que es Cristo mismo, el Verbo del Padre que se ha encarnado en el vientre de María. Por lo tanto, acoger la Palabra de Dios quiere decir acoger la persona de Cristo, el mismo Cristo.

Hay distintas maneras de recibir la Palabra de Dios. Podemos hacerlo como un camino, donde en seguida vienen los pájaros y se comen las semillas. Esta sería la distracción, un gran peligro de nuestro tiempo. Acosados por tantos chismorreos, por tantas ideologías, por las continuas posibilidades de distraerse dentro y fuera de casa, se puede perder el gusto del silencio, del recogimiento, del diálogo con el Señor, tanto como para arriesgar perder la fe, de no acoger la Palabra de Dios. Estamos viendo todo, distraídos por todo, por las cosas mundanas.

Otra posibilidad: podemos acoger la Palabra de Dios como un pedregal, con poca tierra. Allí la semilla brota en seguida, pero también se seca pronto, porque no consigue echar raíces en profundidad. Es la imagen de aquellos que acogen la Palabra de Dios con entusiasmo momentáneo pero que permanece superficial, no asimila la Palabra de Dios. Y así, ante la primera dificultad, pensemos en un sufrimiento, una turbación de la vida, esa fe todavía débil se disuelve, como se seca la semilla que cae en medio de las piedras.

Podemos, también —una tercera posibilidad de la que Jesús habla en la parábola—, acoger la Palabra de Dios como un terreno donde crecen arbustos espinosos. Y las espinas son el engaño de la riqueza, del éxito, de las preocupaciones mundanas… Ahí la Palabra crece un poco, pero se ahoga, no es fuerte, muere o no da fruto.

Finalmente —la cuarta posibilidad— podemos acogerla como el terreno bueno. Aquí, y solamente aquí la semilla arraiga y da fruto. La semilla que cae en este terreno fértil representa a aquellos que escuchan la Palabra, la acogen, la guardan en el corazón y la ponen en práctica en la vida de cada día.

La parábola del sembrador es un poco la “madre” de todas las parábolas, porque habla de la escucha de la Palabra. Nos recuerda que la Palabra de Dios es una semilla que en sí misma es fecunda y eficaz; y Dios la esparce por todos lados con generosidad, sin importar el desperdicio. ¡Así es el corazón de Dios! Cada uno de nosotros es un terreno sobre el que cae la semilla de la Palabra, ¡sin excluir a nadie! La Palabra es dada a cada uno de nosotros. Podemos preguntarnos: yo, ¿qué tipo de terreno soy? ¿Me parezco al camino, al pedregal, al arbusto? Pero, si queremos, podemos convertirnos en terreno bueno, labrado y cultivado con cuidado, para hacer madurar la semilla de la Palabra. Está ya presente en nuestro corazón, pero hacerla fructificar depende de nosotros, depende de la acogida que reservamos a esta semilla. A menudo estamos distraídos por demasiados intereses, por demasiados reclamos, y es difícil distinguir, entre tantas voces y tantas palabras, la del Señor, la única que hace libre. Por esto es importante acostumbrarse a escuchar la Palabra de Dios, a leerla. Y vuelvo, una vez más, a ese consejo: llevad siempre con vosotros un pequeño Evangelio, una edición de bolsillo del Evangelio, en el bolsillo, en el bolso… Y así, leed cada día un fragmento, para que estéis acostumbrados a leer la Palabra de Dios, y entender bien cuál es la semilla que Dios te ofrece, y pensar con qué tierra la recibo.

La Virgen María, modelo perfecto de tierra buena y fértil, nos ayude, con su oración, a convertirnos en terreno disponible sin espinas ni piedras, para que podamos llevar buenos frutos para nosotros y para nuestros hermanos.

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo 16 de julio de 2017

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Jesús, cuando hablaba, usaba un lenguaje simple y usaba también imágenes, que eran ejemplos tomados de la vida cotidiana, para poder ser comprendidos fácilmente por todos. Por esto le escuchaban encantados y apreciaban su mensaje que llegaba directo a su corazón; y no era ese lenguaje complicado de entender, el que usaban los doctores de la ley de la época, que no se entendía bien pero que estaba lleno de rigidez y alejaba a la gente.

Y con este lenguaje Jesús hacía entender el misterio del Reino de Dios; no era una teología complicada. Y un ejemplo es el que hoy lleva el Evangelio: la parábola del sembrador (Mateo 13, 1-23).

El sembrador es Jesús. Notamos que, con esta imagen, Él se presenta como uno que no se impone, sino que se propone; no nos atrae conquistándonos, sino donándose: echa la semilla. Él esparce con paciencia y generosidad su Palabra, que no es una jaula o una trampa, sino una semilla que puede dar fruto. ¿Y cómo puede dar fruto? Si nosotros lo acogemos.

Por ello la parábola se refiere sobre todo a nosotros: habla efectivamente del terreno más que del sembrador. Jesús efectúa, por así decir una “radiografía espiritual” de nuestro corazón, que es el terreno sobre el cual cae la semilla de la Palabra.

Nuestro corazón, como un terreno, puede ser bueno y entonces la Palabra da fruto —y mucho— pero puede ser también duro, impermeable. Ello ocurre cuando oímos la Palabra, pero nos es indiferente, precisamente como en una calle: no entra.

Entre el terreno bueno y la calle, el asfalto —si nosotros echamos una semilla sobre los “sanpietrini” no crece nada— sin embargo hay dos terrenos intermedios que, en distinta medida, podemos tener en nosotros. El primero, dice Jesús, es el pedregoso.

Intentemos imaginarlo: un terreno pedregoso es un terreno «donde no hay mucha tierra» (cf v. 5), por lo que la semilla germina, pero no consigue echar raíces profundas. Así es el corazón superficial, que acoge al Señor, quiere rezar, amar y dar testimonio, pero no persevera, se cansa y no “despega” nunca. Es un corazón sin profundidad, donde las piedras de la pereza prevalecen sobre la tierra buena, donde el amor es inconstante y pasajero. Pero quien acoge al Señor solo cuando le apetece, no da fruto.

Está luego el último terreno, el espinoso, lleno de zarzas que asfixian a las plantas buenas. ¿Qué representan estas zarzas? «La preocupación del mundo y la seducción de la riqueza» (v. 22), así dice Jesús, explícitamente. Las zarzas son los vicios que se pelean con Dios, que asfixian su presencia: sobre todo los ídolos de la riqueza mundana, el vivir ávidamente, para sí mismos, por el tener y por el poder. Si cultivamos estas zarzas, asfixiamos el crecimiento de Dios en nosotros. Cada uno puede reconocer a sus pequeñas o grandes zarzas, los vicios que habitan en su corazón, los arbustos más o menos radicados que no gustan a Dios e impiden tener el corazón limpio. Hay que arrancarlos, o la Palabra no dará fruto, la semilla no se desarrollará.

Queridos hermanos y hermanas, Jesús nos invita hoy a mirarnos por dentro: a dar las gracias por nuestro terreno bueno y a seguir trabajando sobre los terrenos que todavía no son buenos.

Preguntémonos si nuestro corazón está abierto a acoger con fe la semilla de la Palabra de Dios. Preguntémonos si nuestras piedras de la pereza son todavía numerosas y grandes; individuemos y llamemos por nombre a las zarzas de los vicios. Encontremos el valor de hacer una buena recuperación del suelo, una bonita recuperación de nuestro corazón, llevando al Señor en la Confesión y en la oración nuestras piedras y nuestras zarzas.

Haciendo así, Jesús, buen sembrador, estará feliz de cumplir un trabajo adicional: purificar nuestro corazón, quitando las piedras y espinas que asfixian la Palabra.

La Madre de Dios, que hoy recordamos con el título de Beata Virgen del Monte Carmelo, insuperable en el acoger la Palabra de Dios y en ponerla en práctica (cf. Lucas 8, 21), nos ayude a purificar el corazón y a custodiar la presencia del Señor.

Mt 13,24-43: Dejadlos crecer juntos hasta la siega.
En aquel tiempo, Jesús propuso otra parábola a la gente:
-«El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras la gente dormía, su enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. Enton­ces fueron los criados a decirle al amo:
"Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sa­le la cizaña?"
Él les dijo:
"Un enemigo lo ha hecho."
Los criados le preguntaron:
"¿Quieres que vayamos a arrancarla?"
Pero él les respondió:
"No, que, al arrancar la cizaña, podríais arrancar también el tri­go. Dejadlos crecer juntos hasta la siega y, cuando llegue la siega, diré a los segadores:
'Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero.'"»
Les propuso esta otra parábola:
-«El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno siembra en su huerta; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es mas alta que las hortalizas; se hace un arbusto más alto que las hortalizas, y vienen los pájaros a anidar en sus ramas.»
Les dijo otra parábola:
-«El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la ama­sa con tres medidas de harina, y basta para que todo fermente.»
Jesús expuso todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les exponía nada.
Así se cumplió el oráculo del profeta:
«Abriré mi boca diciendo parábolas, anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo.»
Luego dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle:
-«Acláranos la parábola de la cizaña en el campo.»
Él les contestó:
-«El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la ci­zaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles.
Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema, así será al fin del tiempo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y arrancarán de su reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga.»

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 19 de julio de 2020

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de hoy (cfr. Mt 13, 24-43) nos volvemos a encontrar a Jesús hablando a la multitud en parábolas sobre el Reino de los cielos. Me detengo solamente en la primera, la de la cizaña, a través de la cual nos hace conocer la paciencia de Dios, abriendo nuestro corazón a la esperanza.

Jesús cuenta que, en el campo en el que se ha sembrado la semilla buena, brota también la cizaña, un término que resume todas las malas hierbas, que infestan el terreno. Entre nosotros, podemos decir que también hoy el terreno está devastado por muchos herbicidas y pesticidas, que al final también hacen mal tanto a la hierba, como a la tierra y a la salud. Pero esto, entre paréntesis. Los siervos entonces van donde el amo para saber de dónde viene la cizaña, y él responde: «Algún enemigo ha hecho esto» (v. 28). ¡Porque nosotros hemos sembrado trigo bueno! Un enemigo, uno que hace la competencia, ha venido a hacer esto. Ellos quieren ir enseguida a arrancar la cizaña que está creciendo, sin embargo el amo dice que no, porque se corre el riesgo de arrancar juntas las malas hierbas —la cizaña— y el trigo. Es necesario esperar el momento de la cosecha: solo entonces se separan y la cizaña será quemada. Es también una historia de sentido común.

En esta parábola se puede leer una visión de la historia. Junto a Dios —el amo del campo— que esparce siempre y solo semilla buena, hay un adversario, que esparce la cizaña para obstaculizar el crecimiento del trigo. El amo actúa abiertamente, a la luz del sol, y su propósito es una buena cosecha; el otro, el adversario, sin embargo, aprovecha la oscuridad de la noche y obra por envidia, por hostilidad, para arruinar todo. El adversario tiene un nombre: es el diablo, el opositor de Dios por antonomasia. Su intención es obstaculizar la obra de salvación, para que el Reino de Dios sea obstaculizado por trabajadores injustos, sembradores de escándalos. De hecho, la buena semilla y la cizaña no representan el bien y el mal de forma abstracta, sino a nosotros los seres humanos, que podemos seguir a Dios o al diablo. Muchas veces, hemos escuchado que una familia que estaba en paz, después han comenzado las guerras, las envidias… Un barrio que estaba en paz, después han empezado cosas feas… Y nosotros estamos acostumbrados a decir: “Alguien ha venido ahí a sembrar cizaña”, o “esta persona de la familia, con los chismes, siembra cizaña”. Siempre es sembrar el mal lo que destruye. Y esto lo hace siempre el diablo o nuestra tentación: cuando caemos en la tentación de chismorrear para destruir a los otros.

La intención de los siervos es la de eliminar enseguida el mal, es decir a las personas malvadas, pero el amo es más sabio, ve más lejos: estos deben saber esperar, porque soportar las persecuciones y las hostilidades forma parte de la vocación cristiana. El mal, por supuesto, debe ser rechazado, pero los malvados son personas con las que hay que tener paciencia. No se trata de esa tolerancia hipócrita que esconde ambigüedad, sino de la justicia mitigada por la misericordia. Si Jesús ha venido a buscar a los pecadores más que a los justos, a curar a los enfermos antes que a los sanos (cfr. Mt 9,12-13), también nuestra acción como sus discípulos debe estar dirigida no para suprimir a los malvados, sino para salvarlos. Y ahí, la paciencia.

El Evangelio de hoy presenta dos modos de actuar y de vivir la historia: por un lado, la mirada del amo, que ve lejos; por otro, la mirada de los siervos, que ven el problema. Los criados se preocupan por un campo sin malezas, el amo se preocupa por el buen trigo. El Señor nos invita a asumir su misma mirada, la que mira al buen trigo, que sabe custodiarlo también en las malas hierbas. No colabora bien con Dios quien se pone a la caza de los límites y de los defectos de los otros, sino más bien quien sabe reconocer el bien que crece silenciosamente en el campo de la Iglesia y de la historia, cultivándolo hasta la maduración. Y entonces será Dios, y solo Él, quien premie a los buenos y castigue a los malvados. La Virgen María nos ayude a comprender e imitar la paciencia de Dios, que no quiere que ninguno de sus hijos se pierda, que Él ama con amor de Padre.

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo 23 de julio de 2017

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La página evangélica de hoy propone tres parábolas con las cuales Jesús habla a las masas del Reino de Dios. Me detengo en la primera: la del grano bueno y la cizaña, que ilustra el problema del mal en el mundo y pone de relieve la paciencia de Dios (cf. Mateo 13, 24-30. 36-43). ¡Cuánta paciencia tiene Dios! También cada uno de nosotros puede decir esto: «¡Cuánta paciencia tiene Dios conmigo!». La narración se desarrolla en un campo con dos protagonistas opuestos.

Por una parte el dueño del campo que representa a Dios y esparce la semilla buena; por otra el enemigo que representa a Satanás y esparce la hierba mala. Con el pasar del tiempo, en medio del grano crece también la cizaña y ante este hecho el dueño y sus siervos tienen actitudes distintas. Los siervos querrían intervenir arrancando la cizaña; pero el dueño, que está preocupado sobre todo por salvar el grano, se opone diciendo: «no, no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo» (v. 29). Con esta imagen, Jesús nos dice que en este mundo el bien y el mal están tan entrelazados, que es imposible separarlos y extirpar todo el mal. Solo Dios puede hacer esto, y lo hará en el juicio final. Con sus ambigüedades y su carácter complejo, la situación presente es el campo de la libertad, el campo de la libertad de los cristianos, en el cual se cumple el difícil ejercicio del discernimiento entre el bien y el mal. Y en este campo se trata entonces de combinar, con gran confianza en Dios y en su providencia, dos actitudes aparentemente contradictorias: la decisión y la paciencia. La decisión es la de querer ser buen grano —todos lo queremos—, con todas nuestras fuerzas, y entonces alejarse del maligno y de sus seducciones. La paciencia significa preferir una Iglesia que es levadura en la pasta, que no teme ensuciarse las manos lavando las ropas de sus hijos, antes que una Iglesia de «puros», que pretende juzgar antes del tiempo quién está en el Reino y quién no.

El Señor, que es la Sabiduría encarnada, hoy nos ayuda a comprender que el bien y el mal no se pueden identificar con territorios definidos o determinados grupos humanos: «Estos son los buenos, estos son los malos». Él nos dice que la línea de frontera entre el bien y el mal pasa por el corazón de cada persona, pasa por el corazón de cada uno de nosotros, es decir: todos somos pecadores. Me gustaría preguntaros: «quien no es pecador levante la mano». ¡Nadie! Porque todos lo somos, todos somos pecadores. Jesucristo, con su muerte en la cruz y su resurrección, nos ha liberado de la esclavitud del pecado y nos da la gracia de caminar en una vida nueva; pero con el Bautismo nos ha dado también la Confesión, porque siempre necesitamos ser perdonados por nuestros pecados. Mirar siempre y solamente el mal que está fuera de nosotros, significa no querer reconocer el pecado que está también en nosotros.

Y luego Jesús nos enseña un modo diverso de mirar el campo del mundo, de observar la realidad. Estamos llamados a aprender los tiempos de Dios —que no son nuestros tiempos— y también la «mirada» de Dios: gracias al influjo benéfico de una trepidante espera, lo que era cizaña o parecía cizaña, puede convertirse en un producto bueno. Es la realidad de la conversión. ¡Es la perspectiva de la esperanza!

La Virgen María nos ayude a percibir en la realidad que nos rodea no solo la suciedad y el mal, sino también el bien y lo bonito; a desenmascarar la obra de Satanás, pero sobre todo a confiar en la acción de Dios que fecunda la historia.

 
Mt 13,44-52: Vende todo lo que tienes y compra el campo.
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
-«El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría' va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra. El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entendéis bien todo esto?»
Ellos le contestaron:
-«Sí.»
Él les dijo:
-«Ya veis, un escriba que entiende del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo. »

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 26 de julio de 2020

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo (cfr. Mt 13, 44-52) corresponde a los últimos versículos del capítulo que Mateo dedica a las parábolas del Reino de los cielos. El pasaje tiene tres parábolas apenas esbozadas y muy breves: la del tesoro escondido, la de la perla preciosa y la de la red lanzada al mar.

Me detengo en las dos primeras en las cuales el Reino de los cielos es comparado con dos realidades diferentes «preciosas», es decir el tesoro escondido en el campo y la perla de gran valor. La reacción del que encuentra la perla o el tesoro es prácticamente igual: el hombre y el mercader venden todo para comprar lo que más les importa. Con estas dos similitudes, Jesús se propone involucrarnos en la construcción del Reino de los cielos, presentando una característica esencial de la vida cristiana: se adhieren completamente al Reino aquellos que están dispuestos a jugarse todo, que son valientes. De hecho, tanto el hombre como el mercader de las dos parábolas venden todo lo que tienen, abandonando así sus seguridades materiales. De esto se entiende que la construcción del Reino exige no solo la gracia de Dios, sino también la disponibilidad activa del hombre. ¡Todo lo hace la gracia, todo! De nuestra parte solamente la disponibilidad a recibirla, no la resistencia a la gracia: la gracia hace todo pero es necesaria “mi” responsabilidad, “mi” disponibilidad.

Los gestos de ese hombre y del mercader que van en busca, privándose de los propios bienes, para comprar realidades más preciosas, son gestos decisivos, son gestos radicales, diría solamente de ida, no de ida y vuelta: son gestos de ida. Y, además, realizados con alegría porque ambos han encontrado el tesoro. Somos llamados a asumir la actitud de estos dos personajes evangélicos, convirtiéndonos también nosotros en buscadores sanamente inquietos del Reino de los cielos. Se trata de abandonar la carga pesada de nuestras seguridades mundanas que nos impiden la búsqueda y la construcción del Reino: el anhelo de poseer, la sed de ganancia y poder, el pensar solo en nosotros mismos.

En nuestros días, todos lo sabemos, la vida de algunos puede resultar mediocre y apagada porque probablemente no han ido a la búsqueda de un verdadero tesoro: se han conformado con cosas atractivas pero efímeras, de destellos brillantes pero ilusorios porque después dejan en la oscuridad. Sin embargo la luz del Reino no son fuegos artificiales, es luz: los fuegos artificiales duran solamente un instante, la luz del Reino nos acompaña toda la vida.

El Reino de los cielos es lo contrario de las cosas superfluas que ofrece el mundo, es lo contrario de una vida banal: es un tesoro que renueva la vida todos los días y la expande hacia horizontes más amplios. De hecho, quien ha encontrado este tesoro tiene un corazón creativo y buscador, que no repite sino que inventa, trazando y recorriendo caminos nuevos, que nos llevan a amar a Dios, a amar a los otros, a amarnos verdaderamente a nosotros mismos. El signo de aquellos que caminan en este camino del Reino es la creatividad, siempre buscando más. Y la creatividad es la que toma la vida y da la vida, y da, y da, y da… Siempre busca muchas maneras diferentes de dar la vida.

Jesús, Él que es el tesoro escondido y la perla de gran valor, no puede hacer otra cosa que suscitar la alegría, toda la alegría del mundo: la alegría de descubrir un sentido para la propia vida, la alegría de sentirla comprometida en la aventura de la santidad.

La Virgen Santa nos ayude a buscar cada día el tesoro del Reino de los cielos, para que en nuestras palabras y en nuestros gestos se manifieste el amor que Dios nos ha donado mediante Jesús.

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo 30 de julio de 2017

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El discurso de las parábolas de Jesús, que reúne siete parábolas en el capítulo 13 del Evangelio de Mateo, se concluye con las tres similares de hoy: el tesoro escondido (v. 44), la perla preciosa (v. 45-46) y la red de pesca (v. 47-48). Me detengo en las dos primeras que subrayan la decisión de los protagonistas de vender cualquier cosa para obtener eso que han descubierto. En el primer caso se trata de un campesino que casualmente tropieza con un tesoro escondido en el campo donde está trabajando. No siendo el campo de su propiedad debe adquirirlo si quiere poseer el tesoro: por tanto decide arriesgar todos sus bienes para no perder esa ocasión realmente excepcional. En el segundo caso encontramos un mercader de perlas preciosas; él, experto conocedor, ha identificado una perla de gran valor. También él decide apostar todo a esa perla, hasta el punto de vender todas las demás.

Estas similitudes destacan dos características respecto a la posesión del Reino de Dios: la búsqueda y el sacrificio. Es verdad que el Reino de Dios es ofrecido a todos —es un don, es un regalo, es una gracia— pero no está puesto a disposición en un plato de plata, requiere dinamismo: se trata de buscar, caminar, trabajar. La actitud de la búsqueda es la condición esencial para encontrar; es necesario que el corazón queme desde el deseo de alcanzar el bien precioso, es decir el Reino de Dios que se hace presente en la persona de Jesús. Es Él el tesoro escondido, es Él la perla de gran valor. Él es el descubrimiento fundamental, que puede dar un giro decisivo a nuestra vida, llenándola de significado.

Frente al descubrimiento inesperado, tanto el campesino como el mercader se dan cuenta de que tienen delante una ocasión única que no pueden dejar escapar, por lo tanto venden todo lo que poseen. La valoración del valor inestimable del tesoro, lleva a una decisión que implica también sacrificio, desapegos y renuncias. Cuando el tesoro y la perla son descubiertos, es decir cuando hemos encontrado al Señor, es necesario no dejar estéril este descubrimiento, sino sacrificar por ello cualquier otra cosa. No se trata de despreciar el resto, sino de subordinarlo a Jesús, poniéndole a Él en el primer lugar. La gracia en el primer lugar. El discípulo de Cristo no es uno que se ha privado de algo esencial; es uno que ha encontrado mucho más: ha encontrado la alegría plena que solo el Señor puede donar. Es la alegría evangélica de los enfermos sanados; de los pecadores perdonados; del ladrón al que se le abre la puerta al paraíso.

La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de aquellos que se encuentran con Jesús. Aquellos que se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría (cf. Exort. ap. Evangelii gaudium, 1). Hoy somos exhortados a contemplar la alegría del campesino y del mercader de las parábolas. Es la alegría de cada uno de nosotros cuando descubrimos la cercanía y la presencia consoladora de Jesús en nuestra vida. Una presencia que transforma el corazón y nos abre a la necesidad y a la acogida de los hermanos, especialmente de aquellos más débiles.

Rezamos, por intercesión de la Virgen María, para que cada uno de nosotros sepa testimoniar, con las palabras y los gestos cotidianos, la alegría de haber encontrado el tesoro del Reino de Dios, es decir el amor que el Padre nos ha donado mediante Jesús.

Mt 14,13-21: Comieron todos hasta quedar satisfechos.
En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan el Bautista, se marchó de allí en barca a un sitio tranquilo y apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos.
Al desembarcar vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle:
-Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer.
Jesús les replicó:
-No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer.
Ellos le replicaron:
-Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces.
Les dijo:
-Traédmelos.
Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.

CLAVE DE LECTURA

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 2 de agosto de 2020

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo nos presenta el milagro de la multiplicación de los panes (cfr Mt 14,13-21). La escena se desarrolla en un lugar desierto, donde Jesús se había retirado con sus discípulos. Pero la gente lo alcanza para escucharlo y hacerse curar: sus palabras y sus gestos sanan y dan esperanza. Al caer el sol, la multitud está todavía allí, y los discípulos, hombres prácticos, invitan a Jesús a despedirse de ellos para que puedan ir a buscar comida. Pero Él responde: «Dadles vosotros de comer» (v. 16). ¡Imaginamos las caras de los discípulos! Jesús sabe bien lo que va a hacer, pero quiere cambiar la actitud de ellos: no decir “despídete, que se las arreglen, que encuentren ellos algo de comer”, no, sino “¿qué nos ofrece la Providencia para compartir?”. Dos actitudes contrarias. Y Jesús quiere llevarles a la segunda actitud, porque la primera propuesta es la propuesta de un hombre práctico, pero no generosa: “despídete, que vayan a encontrar, que se las arreglen”. Jesús piensa de otra manera. Jesús, a través de esta situación, quiere educar a sus amigos de ayer y de hoy en la lógica de Dios. ¿Y cuál es la lógica de Dios que vemos aquí? La lógica del hacerse cargo del otro. La lógica de no lavarse las manos, la lógica de no mirar a otro lado. La lógica del hacerse cargo del otro. El “que se las arreglen” no entra en el vocabulario cristiano.

Apenas uno de los Doce dice, con realismo: «No tenemos aquí más que cinco panes y dos peces», Jesús responde: «Traédmelos acá» (vv. 17-18). Toma esa comida entre sus manos, levanta los ojos al cielo, pronuncia la bendición e inicia a partir y a dar las porciones a los discípulos para distribuirlas. Y esos panes y esos peces no terminan, basta y sobra para miles de personas.

Con ese gesto Jesús manifiesta su poder, pero no de forma espectacular, sino como señal de la caridad, de la generosidad de Dios Padre hacia sus hijos cansados y necesitados. Él está inmerso en la vida de su pueblo, comprende los cansancios, comprende los límites, pero no deja que ninguno se pierda o falte: nutre con su Palabra y dona alimento abundante para el sustento.

En este pasaje evangélico se percibe también la referencia a la Eucaristía, sobre todo donde describe la bendición, la fracción del pan, la entrega a los discípulos, la distribución a la gente (v. 19). Y cabe señalar el vínculo estrecho entre el pan eucarístico, alimento para la vida eterna, y el pan cotidiano, necesario para la vida terrena. Antes de ofrecerse a sí mismo al Padre como Pan de salvación, Jesús se preocupa por el alimento para aquellos que lo siguen y que, por estar con Él, se han olvidado de hacer provisiones. A veces se contrapone espíritu y materia, pero en realidad el espiritualismo, como el materialismo, es ajeno a la Biblia. No es un lenguaje de la Biblia.

La compasión, la ternura que Jesús ha mostrado respecto a la multitud no es sentimentalismo, sino la manifestación concreta del amor que se hace cargo de las necesidades de las personas. Y nosotros estamos llamados a acercarnos a la celebración eucarística con estas mismas actitudes de Jesús: en primer lugar compasión de las necesidades de los otros. Esta palabra que se repite en el Evangelio cuando Jesús ve un problema, una enfermedad o esta gente sin comida. “Tuvo compasión”. Compasión no es un sentimiento puramente material; la verdadera compasión es padecer con, tomar sobre nosotros los dolores de los otros. Quizá nos hará bien hoy preguntarnos: ¿yo tengo compasión? Cuando leo las noticias de las guerras, del hambre, de las pandemias, tantas cosas, ¿tengo compasión de esa gente? ¿Yo tengo compasión de la gente que está cerca de mí? ¿Soy capaz de padecer con ellos, o miro a otro lado o digo “que se las arreglen”? No olvidar esta palabra “compasión”, que es confianza en el amor providente del Padre y significa valiente compartir.

María Santísima nos ayude a recorrer el camino que el Señor nos indica en el Evangelio de hoy. Es el recorrido de la fraternidad, que es esencial para afrontar las pobrezas y los sufrimientos de este mundo, especialmente en este momento grave, y que nos proyecta más allá del mundo mismo, porque es un camino que inicia en Dios y a Dios vuelve.

Mt 15,21-28: Mujer, qué grande es tu fe.
En aquel tiempo, Jesús salió y se retiró al país de Tiro y Sidón.
Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle:
-Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.
El no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle:
-Atiéndela, que viene detrás gritando.
El les contestó:
-Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió de rodillas:
-Señor, socórreme.
El le contestó:
-No está bien echar a los perros el pan de los hijos.
Pero ella repuso:
-Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.
Jesús le respondió:
-Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.
En aquel momento quedó curada su hija.

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 16 de agosto de 2020

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo (cfr Mt 15, 21-28) describe el encuentro entre Jesús y una mujer cananea. Jesús está al norte de Galilea, en territorio extranjero, para estar con sus discípulos un poco alejado de las multitudes, que lo buscan cada vez más numerosos. Y entonces se acerca una mujer que implora ayuda para la hija enferma: «¡Ten piedad de mí, Señor!» (v. 22). Es el grito que nace de una vida marcada por el sufrimiento, por el sentido de impotencia de una madre que ve a la hija atormentada por el mal y no puede curarla. Jesús al principio la ignora, pero esta madre insiste, insiste, también cuando el Maestro dice a los discípulos que su misión está dirigida solamente a las «ovejas perdidas de la casa de Israel» (v. 24) y no a los paganos. Ella le sigue suplicando, y Él, a este punto, la pone a prueba citando un proverbio - parece casi un poco cruel esto - : «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos» (v. 26). Y la mujer enseguida, despierta, angustiada, responde: «Sí, Señor, pero también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos» (v. 27).

Con estas palabras esta madre demuestra haber intuido la bondad del Dios Altísimo, presente en Jesús, está abierta a toda necesidad de sus criaturas. Esta sabiduría plena de confianza toca el corazón de Jesús y le arrebata palabras de admiración: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas» (v. 28). ¿Cuál es la fe grande? La fe grande es aquella que lleva la propia historia, marcada también por las heridas, a los pies del Señor pidiéndole que la sane, que le dé sentido.

Cada uno de nosotros tiene su propia historia y no siempre es una historia limpia; muchas veces es una historia difícil, con muchos dolores, muchos problemas y muchos pecados. ¿Qué hago, yo, con mi historia? ¿La escondo? ¡No! Tenemos que llevarla delante del Señor: “¡Señor, si Tú quieres, puedes sanarme!” Esto es lo que nos enseña esta mujer, esta buena mujer: la valentía de llevar la propia historia de dolor delante de Dios, delante de Jesús; tocar la ternura de Dios, la ternura de Jesús. Hagamos, nosotros, la prueba de esta historia, de esta oración: cada uno que piense en la propia historia. Siempre hay cosas feas en una historia, siempre. Vamos donde Jesús, llamamos al corazón de Jesús y le decimos: “¡Señor, si Tú quieres, puedes sanarme!”. Y nosotros podremos hacer esto si tenemos delante de nosotros el rostro de Jesús, si nosotros entendemos cómo es el corazón de Cristo: un corazón que tiene compasión, que lleva sobre sí nuestros dolores, que lleva sobre sí nuestros pecados, nuestros errores, nuestros fracasos.

Pero es un corazón que nos ama así, como somos, sin maquillaje. “¡Señor, si Tú quieres, puedes sanarme!”. Y por esto es necesario entender a Jesús, tener familiaridad con Jesús. Y vuelvo siempre al consejo que os doy: llevar siempre un pequeño Evangelio de bolsillo y leed cada día un pasaje. Llevad el Evangelio: en el bolso, en el bolsillo y también en el móvil, para ver a Jesús. Y allí encontraréis a Jesús como Él es, como se presenta; encontraréis a Jesús que nos ama, que nos ama mucho, que nos quiere mucho. Recordad la oración: ¡Señor, si Tú quieres, puedes sanarme!”. Bonita oración. El Señor nos ayude, a todos nosotros, a rezar esta bonita oración que nos enseña una mujer pagana: no cristiana, ni judía, sino pagana.

La Virgen María interceda con su oración, para que crezca en cada bautizado la alegría de la fe y el deseo de comunicarla con el testimonio de una vida coherente, que nos dé la valentía de acercarnos a Jesús y decirle: ¡Señor, si Tú quieres, puedes sanarme!”.

CLAVE DE LECTURA 2

 PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo 20 de agosto de 2017

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy (Mateo 15, 21-28) nos presenta un singular ejemplo de fe en el encuentro de Jesús con una mujer cananea, una extranjera respecto a los judíos. La escena se desarrolla mientras Él está en camino hacia la ciudad de Tiro y Sidón, en el noroeste de Galilea: es aquí donde la mujer implora a Jesús que cure a su hija la cual —dice el Evangelio— «está malamente endemoniada» (v. 22).

El Señor, en un primer momento, parece no escuchar este grito de dolor, hasta el punto de suscitar la intervención de los discípulos que interceden por ella. El aparente distanciamiento de Jesús no desanima a esta madre, que insiste en su invocación. La fuerza interior de esta mujer, que permite superar todo obstáculo, hay que buscarla en su amor materno y en la confianza de que Jesús puede satisfacer su petición. Y esto me hace pensar en la fuerza de las mujeres. Con su fortaleza son capaces de obtener cosas grandes. ¡Hemos conocido muchas! Podemos decir que es el amor lo que mueve la fe y la fe, por su parte, se convierte en el premio del amor. El amor conmovedor por la propia hija la induce «a gritar: “¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David!”» (v. 22). Y la fe perseverante en Jesús le consiente no desanimarse ni siquiera ante su inicial rechazo; así la mujer «vino a postrarse ante Él y le dijo: “¡Señor, socórreme!”» (v. 25).

Al final, ante tanta perseverancia, Jesús permanece admirado, casi estupefacto, por la fe de una mujer pagana. Por tanto, accede diciendo: «“Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas”. Y desde aquel momento quedó curada su hija» (v. 28). Esta humilde mujer es indicada por Jesús como ejemplo de fe inquebrantable. Su insistencia en invocar la intervención de Cristo es para nosotros estímulo para no desanimarnos, para no desesperar cuando estamos oprimidos por las duras pruebas de la vida. El Señor no se da la vuelta ante nuestras necesidades y, si a veces parece insensible a peticiones de ayuda, es para poner a prueba y robustecer nuestra fe. Nosotros debemos continuar gritando como esta mujer: «¡Señor, ayúdame! ¡Señor ayúdame!». Así, con perseverancia y valor. Y esto es el valor que se necesita en la oración.

Este episodio evangélico nos ayuda a entender que todos tenemos necesidad de crecer en la fe y fortalecer nuestra confianza en Jesús. Él puede ayudarnos a encontrar la vía cuando hemos perdido la brújula de nuestro camino; cuando el camino no parece ya plano sino áspero y arduo; cuando es fatigoso ser fieles con nuestros compromisos. Es importante alimentar cada día nuestra fe, con la escucha atenta de la Palabra de Dios, con la celebración de los Sacramentos, con la oración personal como «grito» hacia Él —«Señor, ayúdame»—, y con actitudes concretas de caridad hacia el prójimo.

Encomendémonos al Espíritu Santo para que Él nos ayude a perseverar en la fe. El Espíritu infunde audacia en el corazón de los creyentes; da a nuestra vida y a nuestro testimonio cristiano la fuerza del convencimiento y de la persuasión; nos anima a vencer la incredulidad hacia Dios y la indiferencia hacia los hermanos. La Virgen María nos haga cada vez más conscientes de nuestra necesidad del Señor y de su Espíritu; nos obtenga una fe fuerte, plena de amor, y un amor que sabe hacerse súplica, súplica valiente a Dios.

Mt 21,1-11: Bendito el que viene en nombre del Señor.
Cuando se acercaban a Jerusalén y llegaron a Betfagé, junto al monte de los Olivos, Jesús mandó dos discípulos, diciéndoles:
-«Id a la aldea de enfrente, encontraréis en seguida una borrica atada con su pollino, desatadlos y traédmelos. Si alguien os dice algo, contestadle que el Señor los necesita y los devolverá pronto.»
Esto ocurrió para que se cumpliese lo que dijo el profeta:
«Decid a la hija de Sión: "Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila".»
Fueron los discípulos e hicieron lo que les había mandado Jesús: trajeron la borrica y el pollino, echaron encima sus mantos, y Jesús se montó. La multitud extendió sus mantos por el camino; algunos cortaban ramas de árboles y alfombraban la calzada. Y la gente que iba delante y detrás gritaba:
-«¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!»
Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada:
-«¿Quién es éste?»
La gente que venía con él decía:
-«Es Jesús, el Profeta de Nazaret de Galilea.»

CLAVE DE LECTURA

CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS Y DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Plaza de San Pedro
XXXII Jornada Mundial de la Juventud
Domingo 9 de abril de 2017

 

 

Esta celebración tiene como un doble sabor, dulce y amargo, es alegre y dolorosa, porque en ella celebramos la entrada del Señor en Jerusalén, aclamado por sus discípulos como rey, al mismo tiempo que se proclama solemnemente el relato del evangelio sobre su pasión. Por eso nuestro corazón siente ese doloroso contraste y experimenta en cierta medida lo que Jesús sintió en su corazón en ese día, el día en que se regocijó con sus amigos y lloró sobre Jerusalén.

Desde hace 32 años la dimensión gozosa de este domingo se ha enriquecido con la fiesta de los jóvenes: La Jornada Mundial de la Juventud, que este año se celebra en ámbito diocesano, pero que en esta plaza vivirá dentro de poco un momento intenso, de horizontes abiertos, cuando los jóvenes de Cracovia entreguen la Cruz a los jóvenes de Panamá.

El Evangelio que se ha proclamado antes de la procesión (cf. Mt 21,1-11) describe a Jesús bajando del monte de los Olivos montado en una borrica, que nadie había montado nunca; se hace hincapié en el entusiasmo de los discípulos, que acompañan al Maestro con aclamaciones festivas; y podemos imaginarnos con razón cómo los muchachos y jóvenes de la ciudad se dejaron contagiar de este ambiente, uniéndose al cortejo con sus gritos. Jesús mismo ve en esta alegre bienvenida una fuerza irresistible querida por Dios, y a los fariseos escandalizados les responde: «Os digo que, si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40).

Pero este Jesús, que justamente según las Escrituras entra de esa manera en la Ciudad Santa, no es un iluso que siembra falsas ilusiones, un profeta «new age», un vendedor de humo, todo lo contrario: es un Mesías bien definido, con la fisonomía concreta del siervo, el siervo de Dios y del hombre que va a la pasión; es el gran Paciente del dolor humano.

Así, al mismo tiempo que también nosotros festejamos a nuestro Rey, pensamos en el sufrimiento que él tendrá que sufrir en esta Semana. Pensamos en las calumnias, los ultrajes, los engaños, las traiciones, el abandono, el juicio inicuo, los golpes, los azotes, la corona de espinas... y en definitiva al via crucis, hasta la crucifixión.

Él lo dijo claramente a sus discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga» (Mt 16,24). Él nunca prometió honores y triunfos. Los Evangelios son muy claros. Siempre advirtió a sus amigos que el camino era ese, y que la victoria final pasaría a través de la pasión y de la cruz. Y lo mismo vale para nosotros. Para seguir fielmente a Jesús, pedimos la gracia de hacerlo no de palabra sino con los hechos, y de llevar nuestra cruz con paciencia, de no rechazarla, ni deshacerse de ella, sino que, mirándolo a él, aceptémosla y llevémosla día a día.

Y este Jesús, que acepta que lo aclamen aun sabiendo que le espera el «crucifige», no nos pide que lo contemplemos sólo en los cuadros o en las fotografías, o incluso en los vídeos que circulan por la red. No. Él está presente en muchos de nuestros hermanos y hermanas que hoy, hoy sufren como él, sufren a causa de un trabajo esclavo, sufren por los dramas familiares, por las enfermedades... Sufren a causa de la guerra y el terrorismo, por culpa de los intereses que mueven las armas y dañan con ellas. Hombres y mujeres engañados, pisoteados en su dignidad, descartados.... Jesús está en ellos, en cada uno de ellos, y con ese rostro desfigurado, con esa voz rota pide que se le mire, que se le reconozca, que se le ame.

No es otro Jesús: es el mismo que entró en Jerusalén en medio de un ondear de ramos de palmas y de olivos. Es el mismo que fue clavado en la cruz y murió entre dos malhechores. No tenemos otro Señor fuera de él: Jesús, humilde Rey de justicia, de misericordia y de paz.

Mt 21,28-32: Recapacitó y fue.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a ancianos del pueblo:
- «¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó primero y le dijo: "Hijo, ve hoy a trabajar en la viña." El le contestó: "No quiero." Pero después recapacitó y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: "Voy, señor. " Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre?»
Contestaron:
- «El primero.»
Jesús les dijo:
- «Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia, y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no recapacitasteis ni le creísteis.»

CLAVE DE LECTURA

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 27 de septiembre de 2020

 

 

Queridos hermanos y hermanas, en mi tierra se dice: “Al mal tiempo buena cara”. Con esta “buena cara” os digo: ¡buenos días!

Con su predicación sobre el Reino de Dios, Jesús se opone a una religiosidad que no involucra la vida humana, que no interpela la conciencia y su responsabilidad frente al bien y al mal. Lo demuestra también con la parábola de los dos hijos, que es propuesta en el Evangelio de Mateo (cfr. 21, 28-32). A la invitación del padre de ir a trabajar a la viña, el primer hijo responde impulsivamente “no, no voy”, pero después se arrepiente y va; sin embargo el segundo hijo, que enseguida responde “sí, sí papá”, en realidad no lo hace, no va. La obediencia no consiste en decir “sí” o “no”, sino siempre en actuar, en cultivar la viña, en realizar el Reino de Dios, en hacer el bien. Con este sencillo ejemplo, Jesús quiere superar una religión entendida solo como práctica exterior y rutinaria, que no incide en la vida y en las actitudes de las personas, una religiosidad superficial, solamente “ritual”, en el mal sentido de la palabra.

Los exponentes de esta religiosidad “de fachada”, que Jesús desaprueba, eran en aquella época «los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo» (Mt 21, 23), los cuales, según la admonición del Señor, en el Reino de Dios serán superados por los publicanos y las rameras (cfr. v. 31). Jesús les dice: “Los publicanos, es decir los pecadores, y las rameras llegan antes que vosotros al Reino de Dios”. Esta afirmación no debe inducir a pensar que hacen bien los que no siguen los mandamientos de Dios, los que no siguen la moral, y dicen: “Al fin y al cabo, ¡los que van a la Iglesia son peor que nosotros!”. No, esta no es la enseñanza de Jesús. Jesús no señala a los publicanos y las prostitutas como modelos de vida, sino como “privilegiados de la Gracia”. Y quisiera subrayar esta palabra “gracia”, la gracia, porque la conversión siempre es una gracia. Una gracia que Dios ofrece a todo aquel que se abre y se convierte a Él. De hecho, estas personas, escuchando su predicación, se arrepintieron y cambiaron de vida. Pensemos en Mateo, por ejemplo, San Mateo, que era un publicano, un traidor a su patria.

En el Evangelio de hoy, quien queda mejor es el primer hermano, no porque ha dicho «no» a su padre, sino porque después el “no” se ha convertido en un “sí”, se ha arrepentido. Dios es paciente con cada uno de nosotros: no se cansa, no desiste después de nuestro «no»; nos deja libres también de alejarnos de Él y de equivocarnos. ¡Pensar en la paciencia de Dios es maravilloso! Cómo el Señor nos espera siempre; siempre junto a nosotros para ayudarnos; pero respeta nuestra libertad. Y espera ansiosamente nuestro «sí», para acogernos nuevamente entre sus brazos paternos y colmarnos de su misericordia sin límites. La fe en Dios pide renovar cada día la elección del bien respecto al mal, la elección de la verdad respecto a la mentira, la elección del amor del prójimo respecto al egoísmo. Quien se convierte a esta elección, después de haber experimentado el pecado, encontrará los primeros lugares en el Reino de los cielos, donde hay más alegría por un solo pecador que se convierte que por noventa y nueve justos (cfr. Lc 15, 7).

Pero la conversión, cambiar el corazón, es un proceso, un proceso que nos purifica de las incrustaciones morales. Y a veces es un proceso doloroso, porque no existe el camino de la santidad sin alguna renuncia  y sin el combate espiritual. Combatir por el bien, combatir para no caer en la tentación, hacer por nuestra parte lo que podemos, para llegar a vivir en la paz y en la alegría de las Bienaventuranzas. El Evangelio de hoy cuestiona la forma de vivir la vida cristiana, que no está hecha de sueños y bonitas aspiraciones, sino de compromisos concretos, para abrirnos siempre a la voluntad de Dios y al amor hacia los hermanos. Pero esto, también el compromiso concreto más pequeño, no se puede hacer sin la gracia. La conversión es una gracia que debemos pedir siempre: “Señor dame la gracia de mejorar. Dame la gracia de ser un buen cristiano”.

Que María Santísima nos ayude a ser dóciles en la acción del Espíritu Santo. Él es quien derrite la dureza de los corazones y los dispone al arrepentimiento, para obtener la vida y la salvación prometidas por Jesús.

Mt 21,33-43.45-46: Este es el heredero: venid, lo mataremos.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo:
-«Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje. Llegado el tiempo de la vendimia, envió sus criados a los labradores, para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último les mandó a su hijo, diciéndose: "Tendrán respeto a mi hijo." Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: "Éste es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia." Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron. Y ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?»
Le contestaron:
-«Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a sus tiempos.»
Y Jesús les dice:
-«¿No habéis leído nunca en la Escritura: "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente"? Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos.»
Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír sus parábolas, comprendieron que hablaba de ellos. Y, aunque buscaban echarle mano, temieron a la gente, que lo tenía por profeta.

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo 8 de octubre de 2017

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La liturgia de este domingo nos propone la parábola de los viñadores, a los que el jefe confía la viña que había plantado y después se va (cf Mt 21, 33-43). Así se pone a prueba la lealtad de estos viñadores: la viña está confiada a ellos, que deben custodiarla, hacerla fructificar y entregar al jefe lo que se recoja. Llegado el tiempo de la vendimia, el jefe manda a sus siervos a recoger los frutos. Pero los viñadores asumen una actitud posesiva: no se consideran simples gestores, sino propietarios y se niegan a entregar lo que han recogido. Maltratan a los siervos hasta matarlos.

El jefe se muestra paciente con ellos: manda a otros siervos, más numerosos que los primeros, pero el resultado es el mismo. Al final, con paciencia, decide mandar a su propio hijo; pero aquellos viñadores, prisioneros de su comportamiento posesivo, matan también al hijo pensando que así habrían tenido la herencia.

Esta historia ilustra de manera alegórica los reproches que los profetas habían hecho sobre la historia de Israel. Es una historia que nos pertenece: se habla de la alianza que Dios quiso establecer con la humanidad y a la que también nos llamó a participar. Pero esta historia de alianza, como cada historia de amor, conoce sus momentos positivos, pero está marcada también por traiciones y desprecios.

Para hacer entender cómo Dios Padre responde a los desprecios opuestos a su amor y a su propuesta de alianza, el pasaje evangélico pone en boca del jefe de la viña una pregunta: «Cuando venga, pues, el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?» (v. 40). Esta pregunta subraya que la desilusión de Dios por el comportamiento perverso de los hombres no es la última palabra. Está aquí la gran novedad del cristianismo: un Dios que, incluso desilusionado por nuestros errores y nuestros pecados, no pierde su palabra, no se detiene y sobre todo ¡no se venga!

Hermanos y hermanas, ¡Dios no se venga! Dios ama, no se venga, nos espera para perdonarnos, para abrazarnos. A través de las «piedras de descarte» —y Cristo es la primera piedra que los constructores han descartado— a través de las situaciones de debilidad y de pecado, Dios continúa poniendo en circulación el «vino nuevo» de su viña, es decir, la misericordia: este es el vino nuevo de la viña del Señor: la misericordia. Hay solo un impedimento frente a la voluntad tenaz y tierna de Dios: nuestra arrogancia y nuestra presunción, ¡que se convierte en ocasiones en violencia! Frente a estas actitudes y donde no se producen frutos, la palabra de Dios conserva todo su poder de reproche y advertencia: «se os quitará el reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos» (v. 43).

La urgencia de responder con frutos de bien a la llamada del Señor, que nos llama a convertirnos en su viña, nos ayuda a entender qué hay de nuevo y de original en la fe cristiana. Esta no es tanto la suma de preceptos y de normas morales como, ante todo, una propuesta de amor que Dios, a través de Jesús hizo y continúa haciendo a la humanidad. Es una invitación a entrar en esta historia de amor, convirtiéndose en una viña vivaz y abierta, rica de frutos y de esperanza para todos. Una viña cerrada se puede convertir en salvaje y producir uva salvaje. Estamos llamados a salir de la viña para ponernos al servicio de los hermanos que no están con nosotros, para agitarnos y animarnos, para recordarnos que debemos ser la viña del Señor en cada ambiente, también en los más lejanos y desagradables.

Queridos hermanos y hermanas, invoquemos la intercesión de María Santísima, para que nos ayude a estar en todas partes, sobre todo en las periferias de la sociedad, la viña que el Señor ha plantado por el bien de todos y a llevar el vino nuevo de la misericordia del Señor.

Clave de lectura 2

"No olvidemos la gratuidad de la revelación"

Viernes, 13 de marzo de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

Ambas lecturas son una profecía de la Pasión del Señor. José vendido como esclavo por 20 siclos de plata, entregado a los paganos (cf. Gn 37,3-4.12-13.17-28). Y la parábola de Jesús, que claramente habla simbólicamente del asesinato del Hijo (cf. Mt 21,33-43.45). Esta historia de un hombre que poseía un pedazo de tierra, «plantó una viña allí —el cuidado con que lo hizo—, la cercó con un vallado, cavó un lagar en ella, construyó una torre —lo había hecho bien—,  luego la arrendó a unos viñadores y se fue lejos» (v. 33). Este es el pueblo de Dios. El Señor eligió ese pueblo, hay una elección de esa gente. Es el pueblo de la elección. También hay una promesa: “Sigue adelante. Tú eres mi pueblo”, una promesa hecha a Abraham. Y también hay una alianza con el pueblo en el Sinaí.  El pueblo debe conservar siempre en su memoria la elección, que es un pueblo elegido, la promesa para mirar hacia adelante con esperanza y la alianza para vivir la fidelidad cada día.

Pero en esta parábola sucede que cuando llegó el momento de cosechar los frutos, esta gente había olvidado que no eran los dueños: «Los viñadores se apoderaron de los siervos, y a uno lo golpearon, a otro lo mataron, a otro lo apedrearon. De nuevo envió otros siervos, más numerosos que los primeros, pero los trataron de la misma manera» (v. 35-36). Ciertamente Jesús muestra aquí —está hablando con los doctores de la ley— cómo trataron los doctores de la ley a los profetas. «Finalmente les envió a su propio hijo, pensando: “Respetarán a mi hijo”. Pero, al verlo, los viñadores se dijeron: “Este es el heredero: vamos a matarlo para quedarnos con su herencia”» (v. 37-38). Robaron la herencia, que era otra. Una historia de infidelidad, de infidelidad a la elección, de infidelidad a la promesa, de infidelidad a la alianza, que es un don. La elección, la promesa y la alianza son un don de Dios. Infidelidad al don de Dios. No comprender que era un don y tomarlos como propiedad. Esta gente se apropió del don y ha desvirtuado su naturaleza de don para convertirlo en su propiedad. Y el don que es riqueza, es apertura, es bendición, fue encerrado, enjaulado en una doctrina de leyes, muchas. Fue ideologizado. Y así el don ha perdido su naturaleza de don, ha terminado en una ideología. Sobre todo en una ideología moralista llena de preceptos, incluso ridícula porque se reduce a la casuística para todo. Se apropiaron del don. 

Este es el gran pecado. Es el pecado de olvidar que Dios se ha hecho don él mismo para nosotros, que Dios nos ha dado esto como un regalo y, olvidando esto, nos convertimos en dueños. Y la promesa ya no es promesa, la elección ya no es elección, la alianza se interpreta según “mi” opinión, ideologizada.

Aquí, en esta actitud, veo quizás el comienzo, en el Evangelio, del clericalismo, que es una perversión, que siempre reniega la elección gratuita de Dios, la alianza gratuita de Dios, la promesa gratuita de Dios. Se olvida la gratuidad de la revelación, se olvida que Dios se ha manifestado como don, se hizo don por nosotros y nosotros debemos darlo, hacerlo ver a los demás como don, no como una posesión nuestra. El clericalismo no es solo algo de nuestros días, la rigidez no es algo de nuestros días, ya existía en tiempos de Jesús. Luego Jesús continuará con la explicación de las parábolas —este es el capítulo 21—, seguirá adelante hasta llegar al capítulo 23 con la condena, donde se ve la ira de Dios contra los que toman el don como propiedad y reducen su riqueza a los caprichos ideológicos de su pensamiento.

Pidamos hoy al Señor la gracia de recibir el don como un regalo y de transmitir el don como un regalo, no como una propiedad, no de una manera sectaria, de una manera rígida, de una manera clericalista.

CLAVE DE LECTURA 3

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 4 de octubre de 2020

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de hoy (cf. Mt 21,33-43) Jesús, previendo su pasión y muerte, narra la parábola de los viñadores asesinos, para advertir a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo que están por emprender un camino errado. Tienen, en efecto, malas intenciones con él y buscan la manera de eliminarlo.

El relato alegórico describe a un propietario que, después de haber cuidado mucho su viña (cf. v. 33), tiene que ausentarse y se la arrenda a unos labradores. Luego, cuando llega el tiempo de la cosecha envía a algunos siervos a recoger los frutos; pero los viñadores los reciben a palos e incluso matan a algunos. El propietario manda a otros siervos, más numerosos, que, sin embargo reciben el mismo trato (cf. vv. 34-36). El colmo llega cuando el propietario decide enviar a su hijo: los viñadores no le tienen ningún respeto, al contrario, piensan que eliminándolo podrán adueñarse de la viña, y así lo matan también (cf. vv. 37-39).

La imagen de la viña es clara, representa al pueblo que el Señor ha elegido y formado con tanto cuidado; los siervos mandados por el propietario son los profetas, enviados por Dios, mientras que el hijo es una figura de Jesús. Y así como fueron rechazados los profetas, también Cristo fue rechazado y asesinado.

Al final del relato, Jesús pregunta a los jefes del pueblo: «Cuando venga, pues, el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?» (v. 40). Y ellos, llevados por la lógica del relato, pronuncian su propia condena: el dueño —dicen— castigará severamente a esos malvados y «arrendará la viña a otros labradores, que le paguen los frutos a su tiempo» (v. 41).

Con esta dura parábola, Jesús pone a sus interlocutores frente a su responsabilidad, y lo hace con extrema claridad. Pero no pensemos que esta advertencia valga solamente para los que rechazaron a Jesús en aquella época. Vale para todos los tiempos, incluido el nuestro. También hoy Dios espera los frutos de su viña de aquellos que ha enviado a trabajar en ella. A todos nosotros.

En cada época, los que tienen autoridad, cualquier autoridad, incluso en la Iglesia, en el pueblo de Dios pueden sentir la tentación de seguir su propio interés en lugar del de Dios. Y Jesús dice que la verdadera autoridad se cumple cuando se presta servicio, está en servir, no en explotar a los demás. La viña es del Señor, no nuestra. La autoridad es un servicio, y como tal debe ser ejercida, para el bien de todos y para la difusión del Evangelio. Es muy feo cuando en la Iglesia se ve que las personas que tienen autoridad buscan el proprio interés.

San Pablo, en la segunda lectura de la liturgia de hoy, nos dice cómo ser buenos obreros en la viña del Señor: todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta. (cf. Flp 4,8). Lo repito: todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta. Es la actitud de la autoridad y también la de cada uno de nosotros, porque cada uno de nosotros, en lo que le toca, tiene una cierta autoridad. Nos convertiremos así en una Iglesia cada vez más rica en frutos de santidad, daremos gloria al Padre que nos ama con infinita ternura, al Hijo que sigue dándonos la salvación, al Espíritu que abre nuestros corazones y nos impulsa hacia la plenitud del bien.

Nos dirigimos ahora a María Santísima, espiritualmente unidos a los fieles reunidos en el Santuario de Pompeya para la Súplica, y en octubre renovamos nuestro compromiso de rezar el santo Rosario.

Mt 22,1-14: A todos los que encontréis, convidadlos a la boda.
En aquel tiempo, volvió a hablar Jesús en parábolas a los sumos sacerdotes y a los senadores del pueblo, diciendo:
-El Reino de los Cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados encargándoles que les dijeran: tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Venid a la boda.
Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios, los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados:
-La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo:
-Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?
El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los camareros:
-Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos.

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 11 de octubre de 2020

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Con el relato de la parábola del banquete nupcial, del pasaje evangélico de hoy (cf. Mt 22, 1-14), Jesús perfila el proyecto que Dios ha pensado para la humanidad. El rey que «celebró el banquete de bodas de su hijo» (v.2) es la imagen del Padre que ha preparado para toda la familia humana una maravillosa fiesta de amor y comunión en torno a su Hijo unigénito. Hasta dos veces el rey envía a sus siervos a llamar a los invitados, pero estos rechazan la invitación, no quieren ir a la fiesta porque tienen otras cosas que hacer: el campo, los negocios. Muchas veces también nosotros anteponemos nuestros intereses y las cosas materiales al Señor que nos llama —y nos llama para una fiesta. Pero el rey de la parábola no quiere que la sala esté vacía, porque desea regalar los tesoros de su reino. Dice, pues, a los siervos: «Id a los cruces de los caminos y, a cuantos encontréis, invitadlos a la boda» (v.9). Así se comporta Dios: cuando es rechazado, en lugar de rendirse, relanza y manda llamar a todos los que están en los cruces de los caminos, sin excluir a nadie. Nadie está excluido de la casa de Dios.

El término original que utiliza el evangelista Mateo se refiere a los límites de los caminos, es decir, esos puntos donde terminan las calles de la ciudad y comienzan los senderos que conducen al campo, lejos de las zonas habitadas, donde la vida es precaria. A esta humanidad de las encrucijadas es a la que el rey de la parábola envía a sus siervos, con la certeza de encontrar personas dispuestas a sentarse a la mesa. Así, la sala del banquete se llena de “excluidos”, los que están “fuera”, de aquellos que nunca habían parecido dignos de asistir a una fiesta, a un banquete de bodas. Al contrario: el amo, el rey, dice a los mensajeros: “Llamad a todos, buenos y malos. ¡A Todos!”. Dios también llama a los malos. “No, soy malo, he hecho tantas...”.Te llama: “¡Ven, ven, ven!”. Y Jesús iba a almorzar con los publicanos, que eran los pecadores públicos, eran los malos. Dios no tiene miedo de nuestra alma herida por tantas maldades, porque nos ama, nos invita. Y la Iglesia está llamada a ir a las encrucijadas de hoy, es decir, a las periferias geográficas y existenciales de la humanidad, esos lugares marginales, esas situaciones en las que se encuentran acampados y viven fragmentos de humanidad sin esperanza. Se trata de no apoltronarse en las formas cómodas y habituales de evangelización y testimonio de la caridad, y de abrir las puertas de nuestro corazón y de nuestras comunidades a todos, porque el Evangelio no está reservado a unos pocos elegidos. También los que viven al margen, incluso los rechazados y despreciados por la sociedad, son considerados por Dios dignos de su amor. Él prepara su banquete para todos: justos y pecadores, buenos y malos, inteligentes e incultos. Ayer por la tarde logré llamar por teléfono a un anciano sacerdote italiano, misionero de la juventud en Brasil, pero siempre trabajando con los excluidos, con los pobres. Y vive su vejez en paz: quemó su vida con los pobres. Esta es nuestra Madre Iglesia, este es el mensajero de Dios que va a las encrucijadas.

Sin embargo, el Señor pone una condición: llevar el traje de boda. Y volvemos a la parábola. Cuando la sala está llena, llega el rey y saluda a los invitados de última hora, pero ve a uno de ellos sin el traje de boda, esa especie de chal que cada comensal recibía como regalo en la entrada. La gente iba como estaba vestida, como podía estar vestida, no iba con vestidos de gala. Pero a la entrada recibían  una especie de chal, un regalo. Ese hombre, al rechazar el regalo, se ha excluido a sí mismo: por lo que el rey no tiene otra opción que echarlo. Este hombre había aceptado la invitación, pero luego decidió que no significaba nada para él: era una persona autosuficiente, no tenía deseos de cambiar o de dejar que el Señor lo cambiase. El traje de boda —ese chal— simboliza la misericordia que Dios nos da gratuitamente, es decir, la gracia. Sin la gracia no se puede dar un paso adelante en la vida cristiana. Todo es gracia. No basta con aceptar la invitación a seguir al Señor, hay que estar dispuestos a un camino de conversión que cambia el corazón. El hábito de la misericordia, que Dios nos ofrece sin cesar, es un don gratuito de su amor, es precisamente la gracia. Y requiere ser acogido con asombro y alegría: “Gracias, Señor, por haberme dado este don”.

Que María Santísima nos ayude a imitar a los siervos de la parábola evangélica y salir de nuestros esquemas y estrechez de miras, anunciando a todos que el Señor nos invita a su banquete, para ofrecernos la gracia que salva, para darnos su don.

 

CLAVE DE LECTURA 2

SANTA MISA Y CANONIZACIÓN DE LOS BEATOS:
ANDRÉS DE SOVERAL, AMBROSIO FRANCISCO FERRO, MATEO MOREIRA Y 27 COMPAÑEROS,
CRISTÓBAL, JUAN Y ANTONIO, FAUSTINO MÍGUEZ, ÁNGEL DE ACRI

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Plaza de San Pedro
Domingo, 15 de octubre de 2017

 

La parábola que hemos escuchado nos habla del Reino de Dios como un banquete de bodas (cf. Mt 22,1-14). El protagonista es el hijo del rey, el esposo, en el que resulta fácil entrever a Jesús. En la parábola no se menciona nunca a la esposa, pero sí se habla de muchos invitados, queridos y esperados: son ellos los que llevan el vestido nupcial. Esos invitados somos nosotros, todos nosotros, porque el Señor desea «celebrar las bodas» con cada uno de nosotros. Las bodas inauguran la comunión de toda la vida: esto es lo que Dios desea realizar con cada uno de nosotros. Así pues, nuestra relación con Dios no puede ser sólo como la de los súbditos devotos con el rey, la de los siervos fieles con el amo, o la de los estudiantes diligentes con el maestro, sino, ante todo, como la relación de la esposa amada con el esposo. En otras palabras, el Señor nos desea, nos busca y nos invita, y no se conforma con que cumplamos bien los deberes u observemos sus leyes, sino que quiere que tengamos con él una verdadera comunión de vida, una relación basada en el diálogo, la confianza y el perdón.

Esta es la vida cristiana, una historia de amor con Dios, donde el Señor toma la iniciativa gratuitamente y donde ninguno de nosotros puede vanagloriarse de tener la invitación en exclusiva; ninguno es un privilegiado con respecto de los demás, pero cada uno es un privilegiado ante Dios. De este amor gratuito, tierno y privilegiado nace y renace siempre la vida cristiana. Preguntémonos si, al menos una vez al día, manifestamos al Señor nuestro amor por él; si nos acordamos de decirle cada día, entre tantas palabras: «Te amo Señor. Tú eres mi vida». Porque, si se pierde el amor, la vida cristiana se vuelve estéril, se convierte en un cuerpo sin alma, una moral imposible, un conjunto de principios y leyes que hay que mantener sin saber porqué. En cambio, el Dios de la vida aguarda una respuesta de vida, el Señor del amor espera una respuesta de amor. En el libro del Apocalipsis, se dirige a una Iglesia con un reproche bien preciso: «Has abandonado tu amor primero» (2,4). Este es el peligro: una vida cristiana rutinaria, que se conforma con la «normalidad», sin vitalidad, sin entusiasmo, y con poca memoria. Reavivemos en cambio la memoria del amor primero: somos los amados, los invitados a las bodas, y nuestra vida es un don, porque cada día es una magnífica oportunidad para responder a la invitación.

Pero el Evangelio nos pone en guardia: la invitación puede ser rechazada. Muchos invitados respondieron que no, porque estaban sometidos a sus propios intereses: «Pero ellos no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios», dice el texto (Mt 22,5). Una palabra se repite: sus; es la clave para comprender el motivo del rechazo. En realidad, los invitados no pensaban que las bodas fueran tristes o aburridas, sino que sencillamente «no hicieron caso»: estaban ocupados en sus propios intereses, preferían poseer algo en vez de implicarse, como exige el amor. Así es como se da la espalda al amor, no por maldad, sino porque se prefiere lo propio: las seguridades, la autoafirmación, las comodidades… Se prefiere apoltronarse en el sillón de las ganancias, de los placeres, de algún hobby que dé un poco de alegría, pero así se envejece rápido y mal, porque se envejece por dentro; cuando el corazón no se dilata, se cierra. Y cuando todo depende del yo ―de lo que me parece, de lo que me sirve, de lo que quiero― se acaba siendo personas rígidas y malas, se reacciona de mala manera por nada, como los invitados en el Evangelio, que fueron a insultar e incluso a asesinar (cf. v. 6) a quienes llevaban la invitación, sólo porque los incomodaban.

Entonces el Evangelio nos pregunta de qué parte estamos: ¿de la parte del yo o de la parte de Dios? Porque Dios es lo contrario al egoísmo, a la autorreferencialidad. Él ―nos dice el Evangelio―, ante los continuos rechazos que recibe, ante la cerrazón hacia sus invitados, sigue adelante, no pospone la fiesta. No se resigna, sino que sigue invitando. Frente a los «no», no da un portazo, sino que incluye aún a más personas. Dios, frente a las injusticias sufridas, responde con un amor más grande. Nosotros, cuando nos sentimos heridos por agravios y rechazos, a menudo nutrimos disgusto y rencor. Dios, en cambio, mientras sufre por nuestros «no», sigue animando, sigue adelante disponiendo el bien, incluso para quien hace el mal. Porque así actúa el amor; porque sólo así se vence el mal. Hoy este Dios, que no pierde nunca la esperanza, nos invita a obrar como él, a vivir con un amor verdadero, a superar la resignación y los caprichos de nuestro yo susceptible y perezoso.

El Evangelio subraya un último aspecto: el vestido de los invitados, que es indispensable. En efecto, no basta con responder una vez a la invitación, decir «sí» y ya está, sino que se necesita vestir un hábito, se necesita el hábito de vivir el amor cada día. Porque no se puede decir «Señor, Señor» y no vivir y poner en práctica la voluntad de Dios (cf. Mt 7,21). Tenemos necesidad de revestirnos cada día de su amor, de renovar cada día la elección de Dios. Los santos hoy canonizados, y sobre todo los mártires, nos señalan este camino. Ellos no han dicho «sí» al amor con palabras y por un poco de tiempo, sino con la vida y hasta el final. Su vestido cotidiano ha sido el amor de Jesús, ese amor de locura con que nos ha amado hasta el extremo, que ha dado su perdón y sus vestiduras a quien lo estaba crucificando. También nosotros hemos recibido en el Bautismo una vestidura blanca, el vestido nupcial para Dios. Pidámosle, por intercesión de estos santos hermanos y hermanas nuestros, la gracia de elegir y llevar cada día este vestido, y de mantenerlo limpio. ¿Cómo hacerlo? Ante todo, acudiendo a recibir el perdón del Señor sin miedo: este es el paso decisivo para entrar en la sala del banquete de bodas y celebrar la fiesta del amor con él.

Mt 22,15-21: Pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron:
-«Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no mi­ras lo que la gente sea. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar im­puesto al César o no?»
Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús:
-«Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto. »
Le presentaron un denario. Él les preguntó:
-«¿De quién son esta cara y esta inscripción?»
Le respondieron:
-«Del César.»
Entonces les replicó:
-«Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. »

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 18 de octubre de 2020

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo (cfr. Mt 22,15-21) nos muestra a Jesús afrontando la hipocresía de sus adversarios. Ellos le hacen muchos cumplidos al principio, muchos cumplidos, pero a continuación le plantean una pregunta insidiosa para ponerlo en una situación difícil y desacreditarlo ante el pueblo.

Le preguntan: «¿Es lícito pagar tributo —es decir pagar los impuestos— al César, o no?» (v. 17). En aquel tiempo, en Palestina, el dominio del imperio romano era mal tolerado —y se comprende, ¡eran invasores!—, también por motivos religiosos. Para la población, el culto al emperador, subrayado incluso por su imagen en las monedas, era una injuria al Dios de Israel. Los interlocutores de Jesús están convencidos de que no existen más respuestas a su pregunta: o “sí” o “no”. Estaban esperando, precisamente porque con esta pregunta estaban seguros de acorralar a Jesús y hacerlo caer en su trampa. Pero Él conoce su malicia y se libra de la trampa. Les pide que le muestren la moneda del tributo —la moneda de los impuestos—, la toma en sus manos y pregunta de quién es la imagen impresa. Ellos responden que es del César, es decir, del emperador. Entonces Jesús replica: «Pues dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (v. 21).

Y con esta respuesta, Jesús se sitúa por encima de la polémica. Jesús siempre más allá. Por una parte, reconoce que se debe pagar el tributo al César —también nosotros: hay que pagar los impuestos—, porque la imagen sobre la moneda es la suya; pero, sobre todo, recuerda que cada persona lleva en sí otra imagen —la llevamos en el corazón, en el alma—, la de Dios, y por tanto es a Él, y solo a Él, a quien cada uno debe la propia existencia, la propia vida.

En esta sentencia de Jesús no solo se encuentra el criterio para la distinción entre la esfera política y la religiosa, sino que de ella también emergen orientaciones claras para la misión de los creyentes de todos los tiempos, incluidos nosotros hoy. Pagar los impuestos es un deber de los ciudadanos, así como cumplir las leyes justas del Estado. Al mismo tiempo, es necesario afirmar la primacía de Dios en la vida humana y en la historia, respetando el derecho de Dios sobre todo lo que le pertenece.

De aquí deriva la misión de la Iglesia y de los cristianos: hablar de Dios y testimoniarlo a los hombres y a las mujeres del propio tiempo. Cada uno de nosotros, por el Bautismo, está llamado a ser presencia viva en la sociedad, animándola con el Evangelio y con la savia vital del Espíritu Santo. Se trata de esforzarse con humildad y con valor, dando la propia contribución a la edificación de la civilización del amor, en la que reinan la justicia y la fraternidad.

Que María Santísima nos ayude a todos a huir de cualquier hipocresía y a ser ciudadanos honestos y constructivos. Y que nos sostenga a nosotros, discípulos de Cristo, en la misión de testimoniar que Dios es el centro y el sentido de la vida.

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo 22 de octubre de 2017

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo (Mateo 22, 15-21) nos presenta un nuevo cara a cara con Jesús y sus opositores. El tema afrontado es el del tributo al César: una cuestión «espinosa», acerca de la legalidad o no de pagar los impuestos al emperador de Roma, al que estaba sometida Palestina en el tiempo de Jesús. Las posiciones eran diversas. Por lo tanto, la pregunta que hicieron los fariseos: «¿Es lícito pagar tributo al César o no?» (v. 17) constituye una trampa para el Maestro. De hecho, según cómo hubiera respondido, podría haber sido acusado de estar a favor o en contra de Roma.

Pero Jesús, también en este caso, responde con calma y aprovecha la pregunta maliciosa para dar una enseñanza importante, elevándose por encima de la polémica y de las formaciones opuestas. Dice a los fariseos: «Mostradme la moneda del tributo». Estos le presentan el dinero y Jesús, observando la moneda, pregunta: «¿De quién es esta imagen y la inscripción?». Los fariseos solo pueden responder: «De César». Entonces Jesús concluye: «Dad entonces al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (cf v. 19-21). Por un lado, al insinuar devolver al emperador lo que le pertenece, Jesús declara que pagar el impuesto no es un acto de idolatría, sino un acto debido a la autoridad terrenal; por el otro —y es aquí donde Jesús da el «golpe maestro»— reclamando el primado de Dios, pide que se le rinda lo que le espera como Señor de la vida del hombre y de la historia.

La referencia a la imagen de César, incisa en la moneda, dice que es justo sentirse ciudadanos del Estado de pleno título —con derechos y deberes—; pero simbólicamente hace pensar en otra imagen que está impresa en cada hombre: la imagen de Dios. Él es el Señor de todo y nosotros, que hemos sido creados «a su imagen» le pertenecemos ante todo a Él. Jesús planteó, a partir de la pregunta hecha por los fariseos, una interrogación más radical y vital para cada uno de nosotros, una interrogación que podemos hacernos: ¿a quién pertenezco yo? ¿A la familia, a la ciudad, a los amigos, a la escuela, al trabajo, a la política, al Estado? Sí, claro. Pero antes que nada —nos recuerda Jesús— tú perteneces a Dios. Esta es la pertenencia fundamental. Es Él quien te ha dado todo lo que eres y tienes. Y por lo tanto, nuestra vida, día a día, podemos y debemos vivirla en el reconocimiento de nuestra pertenencia fundamental y en el reconocimiento de corazón hacia nuestro Padre, que crea a cada uno de nosotros de forma singular, irrepetible, pero siempre según la imagen de su Hijo amado, Jesús. Es un misterio admirable. El cristiano está llamado a comprometerse concretamente con las realidades humanas y sociales sin contraponer «Dios» y «César»; contraponer a Dios y al César sería una actitud fundamentalista. El cristiano está llamado a comprometerse concretamente en las realidades terrenales, pero iluminándolas con la luz que viene de Dios. El confiarse de forma prioritaria a Dios y la esperanza en Él no comportan una huida de la realidad, sino restituir laboriosamente a Dios aquello que le pertenece. Por eso el creyente mira a la realidad futura, la de Dios, para vivir la vida terrenal con plenitud y responder con coraje a sus desafíos.

Que la Virgen María nos ayude a vivir siempre en conformidad con la imagen de Dios que llevamos en nosotros, dentro, dando también nuestra contribución a la construcción de la ciudad terrenal.

Mt 22,34-40: Amarás al Señor tu Dios y al prójimo como a ti mismo.
En aquel tiempo, los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se acercaron a Jesús y uno de ellos le preguntó para ponerlo a prueba:
-Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?
El le dijo:
-«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser».
Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él:
-«Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas.

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 25 de octubre de 2020

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la página evangélica de hoy (cfr. Mt 22, 34-40), un doctor de la Ley pregunta a Jesús cuál es «el mandamiento mayor» (v. 36), es decir el mandamiento principal de toda la Ley divina. Jesús responde sencillamente: «“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”» (v. 37). Y a continuación añade: «El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (v. 39).

La respuesta de Jesús retoma y une dos preceptos fundamentales, que Dios ha dado a su pueblo mediante Moisés (cfr Dt 6, 5; Lv 19, 18). Y así supera la trampa que le han tendido para «ponerle a prueba» (v. 35). Su interlocutor, de hecho, trata de llevarlo a la disputa entre los expertos de la Ley sobre la jerarquía de las prescripciones. Pero Jesús establece dos fundamentos esenciales para los creyentes de todos los tiempos, dos fundamentos esenciales de nuestra vida. El primero es que la vida moral y religiosa no puede reducirse a una obediencia ansiosa y forzada. Hay gente que trata de cumplir los mandamientos de forma ansiosa o forzada, y Jesús nos hace entender que la vida moral y religiosa no puede reducirse a una obediencia ansiosa y forzada, sino que debe tener como principio el amor. El segundo fundamento es que el amor debe tender juntos e inseparablemente hacia Dios y hacia el prójimo. Esta es una de las principales novedades de la enseñanza de Jesús y nos hace entender que no es verdadero amor de Dios el que no se expresa en el amor al prójimo; y, de la misma manera, no es verdadero amor al prójimo el que no se deriva de la relación con Dios.

Jesús concluye su respuesta con estas palabras: «De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (v. 40). Esto significa que todos los preceptos que el Señor ha dado a su pueblo deben ser puestos en relación con el amor de Dios y del prójimo. De hecho, todos los mandamientos sirven para realizar, para expresar ese doble amor indivisible. El amor por Dios se expresa sobre todo en la oración, en particular en la adoración. Nosotros descuidamos mucho la adoración a Dios. Hacemos la oración de acción de gracias, la súplica para pedir alguna cosa…, pero descuidamos la adoración. Adorar a Dios es precisamente el núcleo de la oración. Y el amor por el prójimo, que se llama también caridad fraterna, está hecho de cercanía, de escucha, de compartir, de cuidado del otro. Y muchas veces nosotros descuidamos el escuchar al otro porque es aburrido o porque me quita tiempo, o de llevarlo, acompañarlo en sus dolores, en sus pruebas… ¡Pero siempre encontramos tiempo para chismorrear, siempre! No tenemos tiempo para consolar a los afligidos, pero mucho tiempo para chismorrear. ¡Estad atentos! Escribe el apóstol Juan: «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn 4, 20). Así se ve la unidad de estos dos mandamientos.

En el Evangelio de hoy, una vez más, Jesús nos ayuda a ir a la fuente viva y que brota del Amor. Y tal fuente es Dios mismo, para ser amado totalmente en una comunión que nada ni nadie puede romper. Comunión que es un don para invocar cada día, pero también compromiso personal para que nuestra vida no se deje esclavizar por los ídolos del mundo. Y la verificación de nuestro camino de conversión y de santidad está siempre en el amor al prójimo. Esta es la verificación: si yo digo “amo a Dios” y no amo al prójimo, no va bien. La verificación de que yo amo a Dios es que amo al prójimo. Mientras haya un hermano o una hermana a la que cerremos nuestro corazón, estaremos todavía lejos del ser discípulos como Jesús nos pide. Pero su divina misericordia no nos permite desanimarnos, es más nos llama a empezar de nuevo cada día para vivir coherentemente el Evangelio.

Que la intercesión de María Santísima nos abra el corazón para acoger el “mayor mandamiento”, el doble mandamiento del amor, que resume toda la ley de Dios y de la que depende nuestra salvación.

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo 29 de octubre de 2017

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este domingo la liturgia nos presenta un pasaje evangélico breve, pero muy importante (cf. Mateo 22, 34-40). El evangelista Mateo cuenta que los fariseos se reúnen para poner a prueba a Jesús. Uno de ellos, un doctor de la ley, le dirige esta pregunta: «Maestro ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?» (v. 36). Es una pregunta insidiosa, porque en la ley de Moisés se mencionan más de seiscientos preceptos. ¿Cómo distinguir, entre todos esos, el gran mandamiento? Pero Jesús no duda y responde: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente». Y añade: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». (vv. 37.39)

Esta respuesta de Jesús no se da por sentada, porque, entre los múltiples preceptos de la ley judía, los más importantes eran los diez Mandamientos, comunicados directamente por Dios a Moisés, como condiciones del pacto de alianza con el Pueblo. Pero Jesús quiere hacer entender que sin el amor por Dios y por el prójimo no hay verdadera fidelidad a esta alianza con el Señor. Tú puedes hacer muchas cosas buenas, cumplir tantos preceptos, tantas cosas buenas, pero si tú no tienes amor, eso no sirve.

Lo confirma otro texto del Libro del Éxodo, llamado «código de la alianza», donde se dice que no se puede estar en la Alianza del Señor y maltratar a aquellos que gozan de su protección. Y, ¿quiénes son estos que gozan de su protección? Dice la Biblia: la viuda, el huérfano y el extranjero, el migrante, es decir las personas más solas e indefensas. (cf. Éxodo 11, 20-21). Respondiendo a aquellos fariseos que le habían preguntado, Jesús intenta también ayudarles a poner orden en su religiosidad, a reestablecer aquello que verdaderamente cuenta y aquello que es menos importante. Dice Jesús: «De estos dos mandamientos penden toda la ley y los profetas» (Mateo 22, 40). Son los más importantes y los demás dependen de estos dos. Y Jesús vivió precisamente así su vida: predicando y obrando aquello que verdaderamente cuenta y es esencial, es decir, el amor. El amor da impulso y fecundidad a la vida y al camino de fe: sin amor, tanto la vida como la fe permanecen estériles.

Aquello que Jesús propone en esta página evangélica es un ideal estupendo, que corresponde al deseo más auténtico de nuestro corazón. De hecho, hemos sido creados para amar y ser amados. Dios, que es amor, nos ha creado para hacernos partícipes de su vida, para ser amados por Él y para amarlo y para amar con Él a todas las demás personas. Este es el «sueño» de Dios para el hombre. Y para realizarlo necesitamos de su gracia, necesitamos recibir en nosotros la capacidad de amar que proviene de Dios mismo. Jesús se ofrece a nosotros en la Eucaristía precisamente por esto. En ella nosotros recibimos a Jesús en la expresión máxima de su amor, cuando Él se ofreció a sí mismo al Padre para nuestra salvación. Que la Virgen Santa nos ayude a acoger en nuestra vida el «gran mandamiento» del amor de Dios y del prójimo. De hecho, incluso si lo conocemos desde que éramos niños, no terminaremos nunca de convertirnos a ello y de ponerlo en práctica en las diversas situaciones en las que nos encontramos.

Mt 23,1-12: No hacen lo que dicen.
En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos diciendo:
-En la cátedra de Moisés se han sentado los letrados y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen.
Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar.
Todo lo que hacen es para que los vea la gente:
alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto;
les gustan los primeros puestos en los banquetes
y los asientos de honor en las sinagogas;
que les hagan reverencias por la calle
y que la gente los llame «maestro».
Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos.
Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo.
No os dejéis llamar jefes, porque uno solo es vuestro Señor, Cristo.
El primero entre vosotros será vuestro servidor.
El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.

CLAVE DE LECTURA

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo 5 de noviembre de 2017

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy (cf Mateo 23, 1-12) está ambientado en los últimos días de la vida de Jesús, en Jerusalén; días cargados de expectativas y también de tensiones. Por un lado Jesús dirige críticas severas a los escribas y a los fariseos, por otra deja importantes mandatos a los cristianos de todos los tiempos, por tanto también a nosotros.

Él dice a la multitud: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues, y observad todo lo que os digan». Esto significa que ellos tienen la autoridad de enseñar lo que es conforme a la Ley de Dios. Sin embargo, justo después, Jesús añade: «pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen» (v. 2-3). Hermanos y hermanas, un defecto frecuente en los que tienen una autoridad, tanto autoridad civil como eclesiástica, es el de exigir de los otros cosas, también justas, pero que ellos no ponen en práctica en primera persona. Tienen una doble vida. Dice Jesús: «Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas» (v. 4). Esta actitud es un mal ejercicio de la autoridad, que sin embargo debería tener su primera fuerza precisamente en el buen ejemplo.

La autoridad nace del buen ejemplo, para ayudar a los otros a practicar lo que es justo y necesario, sosteniéndoles en las pruebas que se encuentran en el camino del bien. La autoridad es una ayuda, pero si está mal ejercida, se convierte en opresiva, no deja crecer a las personas y crea un clima de desconfianza y de hostilidad, y lleva también a la corrupción.

Jesús denuncia abiertamente algunos comportamientos negativos de los escribas y de algunos fariseos: «quieren el primer puesto en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, que se les salude en las plazas» (v. 6-7).

Esta es la tentación que corresponde a la soberbia humana y que no siempre es fácil de vencer. Es la actitud de vivir solo por la apariencia.

Después Jesús les da mandatos a sus discípulos: «no os dejéis llamar “Rabbí”, porque uno solo es vuestro Maestro, y vosotros sois todos hermanos. […] Ni tampoco os dejéis llamar “Directores”, porque uno solo es vuestro Director: el Cristo. El mayor entre vosotros será vuestro servidor» (vv. 8-11).

Nosotros discípulos de Jesús no debemos buscar título de honor, de autoridad o de supremacía. Yo os digo que a mí personalmente me duele ver a personas que psicológicamente viven corriendo detrás de la vanidad de las condecoraciones. Nosotros, discípulos de Jesús, no debemos hacer esto, ya que entre nosotros debe haber una actitud sencilla y fraterna.

Todos somos hermanos y no debemos de ninguna manera dominar a los otros y mirarlos desde arriba. No. Todos somos hermanos. Si hemos recibido cualidades del Padre celeste, debemos ponerlas al servicio de los hermanos, y no aprovecharnos para nuestra satisfacción e interés personal. No debemos considerarnos superiores a los otros; la modestia es esencial para una existencia que quiere ser conforme a la enseñanza de Jesús, que es manso y humilde de corazón y ha venido no para ser servido sino para servir.

Que la Virgen María, «humilde y alta más que otra criatura» (Dante, Paraíso, XXXIII, 2), nos ayude, con su materna intercesión, a rehuir del orgullo y de la vanidad, y a ser mansos y dóciles al amor que viene de Dios, para el servicio de nuestros hermanos y para su alegría, que será también la nuestra.

Mt 24,37-44: Estad en vela para estar preparados.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Cuando venga el Hijo del hombre, pasará como en tiempo de Noé.
Antes del diluvio, la gente comía y bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre:
Dos hombres estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán y a otra la dejarán.
Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor.
Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa.
Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.»

CLAVE DE LECTURA

SANTA MISA PARA LA COMUNIDAD CATÓLICA CONGOLEÑA DE ROMA E ITALIA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Domingo, 1 de diciembre de 2019

 

 

Papa Francisco: Boboto [paz]

Asamblea: Bondeko [fraternidad]

Papa Francisco: Bondeko [fraternidad]

Asamblea: Esengo [alegría]

En las lecturas de hoy aparece a menudo un verbo, venir, presente tres veces en la primera lectura, mientras que el Evangelio concluye diciendo que «viene el Hijo del Hombre» (Mt 24,44). Jesús viene: el Adviento nos recuerda esta certeza ya desde el nombre, porque la palabra Adviento significa venida. El Señor viene: esta es la raíz de nuestra esperanza, la certeza de que entre las tribulaciones del mundo viene a nosotros el consuelo de Dios, un consuelo que no está hecho de palabras, sino de presencia, de su presencia que viene entre nosotros.

El Señor viene; hoy, primer día del año litúrgico, este anuncio marca nuestro punto de partida: sabemos que, más allá de cualquier acontecimiento favorable o contrario, el Señor no nos deja solos. Vino hace dos mil años y vendrá de nuevo al final de los tiempos, pero viene también hoy en mi vida, en tu vida. Sí, esta vida nuestra, con todos sus problemas, sus ansiedades e incertidumbres, es visitada por el Señor. He aquí la fuente de nuestra alegría: el Señor no se ha cansado y no se cansará nunca de nosotros, desea venir, visitarnos.

Hoy el verbo venir no se conjuga solo para Dios, sino también para nosotros. De hecho, en la primera lectura Isaías profetiza: «Pueblos numerosos vendrán y dirán: “Venid, subamos al monte del Señor”» (2,3). Mientras que el mal en la tierra se deriva del hecho de que cada uno sigue su propio camino sin los otros, el profeta ofrece una visión maravillosa: todos van juntos al monte del Señor. En el monte estaba el templo, la casa de Dios. Isaías nos transmite, pues, una invitación de Dios a su casa. Somos los invitados de Dios, y el que es invitado es esperado, deseado. “Venid ―dice Dios―, porque en mi casa hay lugar para todos. Venid, porque en mi corazón no hay un solo pueblo, sino todos los pueblos”.

Queridos hermanos y hermanas, habéis venido de lejos. Habéis dejado vuestros hogares, habéis dejado afectos y cosas queridas. Llegados aquí, encontrasteis acogida junto con dificultades e imprevistos. Pero para Dios, siempre sois bienvenidos. Para Él nunca somos extraños, sino hijos esperados. Y la Iglesia es la casa de Dios: aquí, por tanto, sentíos siempre en casa. Aquí venimos para caminar juntos hacia el Señor y realizar las palabras con las que termina la profecía de Isaías: «Vayamos, caminemos a la luz del Señor» (v. 5).

Pero a la luz del Señor, se pueden preferir las tinieblas del mundo. Al Señor que viene y a su invitación a ir a Él se le puede responder “no, no voy”. A menudo no se trata de un “no” directo, descarado, sino taimado, encubierto. Es el no del que Jesús nos advierte en el Evangelio, exhortándonos a no hacer como en los «días de Noé» (Mt 24,37). ¿Qué pasaba en los días de Noé? Sucedía que, mientras algo nuevo y perturbador estaba a punto de llegar, nadie hacía caso, porque todos pensaban sólo en comer y beber (cf. v. 38). En otras palabras, todos ellos limitaban sus vidas a sus propias necesidades, se contentaban con una vida chata, horizontal, sin empuje. No se esperaba a nadie, sólo la pretensión de tener algo para uno mismo, para consumir. Espera del Señor que viene, y no pretensión de tener nosotros algo que consumir. Esto es el consumismo.

El consumismo es un virus que mina la fe desde la raíz, porque te hace creer que la vida depende sólo de lo que tienes, y así te olvidas de Dios que viene a tu encuentro y de los que te rodean. El Señor viene, pero tú sigues los apetitos que te vienen; el hermano llama a tu puerta, pero te molesta porque trastoca tus planes ―y esta es la actitud egoísta del consumismo. En el Evangelio, cuando Jesús señala los peligros de la fe, no se preocupa de los enemigos poderosos, de la hostilidad y de las persecuciones. Todo esto ha sido, es y será, pero no debilita la fe. El verdadero peligro, en cambio, es lo que anestesia el corazón: es depender del consumo, es hacerse pesado y dejar que el corazón se olvide de las necesidades (cf. Lc 21, 34).

Entonces se vive de cosas y no sabe para qué; se tienen muchos bienes pero ya no se hace el bien; las casas se llenan de cosas pero se vacían de niños. Este es el drama de hoy: casas llenas de cosas pero vacías de niños, el invierno demográfico que estamos sufriendo. El tiempo se desperdicia con pasatiempos, pero no hay tiempo para Dios ni para los demás. Y cuando se vive para las cosas, las cosas nunca son suficientes, la codicia crece y los demás se vuelven obstáculos en la carrera y así se termina por sentirse amenazado y, siempre insatisfechos y enfadados, sube el nivel de odio. “Quiero más, quiero más, quiero más...”. Lo vemos hoy allí donde reina el consumismo: ¡cuánta violencia, incluso solamente verbal, cuánta rabia y deseo de buscar un enemigo a toda costa! Así, mientras el mundo está lleno de armas que causan muertes, no nos damos cuenta de que seguimos armando nuestros corazones con la rabia.

Jesús quiere despertarnos de todo esto. Lo hace con un verbo: «Velad» (Mt 24,42). “Estad preparados, velad”. Velar era tarea del centinela, que vigilaba despierto mientras todos dormían. Velar es no ceder al sueño que envuelve a todos. Para poder velar necesitamos tener una esperanza cierta: que la noche no durará siempre, que amanecerá pronto. Es lo mismo para nosotros: Dios viene y su luz iluminará hasta las tinieblas más espesas. Pero a nosotros hoy nos toca vigilar, velar: superar la tentación de que el sentido de la vida es acumular ―es una tentación, el sentido de la vida no es acumular―, nos toca a nosotros desenmascarar el engaño de que uno es feliz si tiene tantas cosas, resistir a las luces deslumbrantes del consumo, que brillarán en todas partes durante este mes, y creer que la oración y la caridad no son tiempo perdido, sino los tesoros más grandes.

Cuando abrimos nuestro corazón al Señor y a nuestros hermanos y hermanas, llega el precioso bien que las cosas no nos pueden dar y que Isaías anuncia en la primera lectura, la paz: «Forjarán de sus espadas azadones y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra» (Is 2,4). Son palabras que también nos hacen pensar en vuestro país. Hoy rezamos por la paz, gravemente amenazada en el Este del país, especialmente en los territorios de Beni y Minembwe, donde estallan los conflictos, alimentados también desde fuera, en el silencio cómplice de muchos. Conflictos alimentados por los que se enriquecen vendiendo armas.

Hoy recordáis a una bella figura, la beata Marie-Clémentine Anuarite Nengapeta, violentamente asesinada no sin antes decirle a su verdugo, como Jesús: «Te perdono, porque no sabes lo que haces». Pidamos por su intercesión que, en nombre de Dios-Amor y con la ayuda de las poblaciones vecinas, se renuncie a las armas, por un futuro que no sea ya de unos contra otros, sino de unos con otros, y se pase de una economía que se sirve de la guerra a una economía que sirve a la paz.

El Papa Francisco: El que tenga oídos para oír.

Asamblea: Oiga

El Papa Francisco: El que tenga corazón para asentir.

Asamblea: Asienta.


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 1 de diciembre de 2019.

Mt 25,1-13: ¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:
-El Reino de los Cielos se parecerá a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo.
Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas.
Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas.
El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron.
A medianoche se oyó una voz:
-«¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!»
Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas.
Y las necias dijeron a las sensatas:
-«Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas».
Pero las sensatas contestaron:
-«Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis».
Mientras iban a comprarlo llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas y se cerró la puerta.
Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo:
-«Señor, señor, ábrenos».
Pero él respondió:
-«Os lo aseguro: no os conozco».
Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora.

CLAVE DE LECTURA 1

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A TAILANDIA Y JAPÓN

SANTA MISA CON LOS JÓVENES

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Catedral de la Asunción, Bangkok
Viernes, 22 de noviembre de 2019

 

¡Salgamos al encuentro de Cristo el Señor que viene!

El evangelio que acabamos de escuchar nos invita a ponernos en movimiento y mirar al futuro para encontrarnos con lo más hermoso que nos quiere regalar: la venida definitiva de Cristo a nuestras vidas y a nuestro mundo. ¡Démosle la bienvenida en medio nuestro con inmensa alegría y amor, como sólo ustedes jóvenes lo pueden hacer! Antes que nosotros salgamos a buscarlo, sabemos que el Señor nos busca, viene a nuestro encuentro y nos llama desde la necesidad de una historia por hacer, por crear e inventar. Vamos hacia adelante con alegría porque sabemos que allí nos espera.

El Señor sabe que, por medio de ustedes, jóvenes, entra el futuro en estas tierras y en el mundo, y con ustedes cuenta para llevar adelante su misión hoy (cf. Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 174). Así como Dios tenía un plan para el pueblo elegido, también tiene un plan para cada uno de ustedes. Él es el primero en soñar con invitarnos a todos a un banquete que tenemos que preparar juntos, Él y nosotros, como comunidad: el banquete de su Reino en el que nadie podría quedar afuera.

El evangelio de hoy nos habla de diez jóvenes invitadas a mirar el futuro y formar parte de la fiesta del Señor. El problema fue que algunas de ellas no estaban preparadas para recibirlo; no porque se hayan quedado dormidas sino porque les faltó el aceite necesario, el combustible interior para mantener encendido el fuego del amor. Tenían un gran impulso y motivación, querían participar del llamado y la convocatoria del Maestro, pero con el tiempo se fueron apagando, se les fueron agotando las fuerzas y las ganas, y llegaron tarde. Una parábola de lo que nos puede suceder a todos los cristianos cuando, llenos de impulsos y de ganas, sentimos el llamado del Señor a tomar parte en su Reino y a compartir su alegría con los demás. Es frecuente que, frente a los problemas y obstáculos —que muchas veces son tantos, como cada uno de ustedes en su corazón lo sabe muy bien—; frente al sufrimiento de personas queridas, o a la impotencia de experimentar situaciones que parecen imposibles de ser cambiadas, entonces la incredulidad y la amargura pueden ganar espacio e infiltrarse silenciosamente en nuestros sueños, haciendo que se enfríe nuestro corazón, se pierda la alegría y que lleguemos tarde.

Por eso, me gustaría preguntarles: ¿Quieren mantener vivo el fuego capaz de iluminarlos en medio de la noche y en medio de las dificultades?, ¿quieren prepararse para responder al llamado del Señor?, ¿quieren estar listos para hacer su voluntad?

¿Cómo procurarse el aceite que los va a mantener en movimiento y los impulsa a buscar al Señor en cada situación?

Ustedes son herederos de una hermosa historia de evangelización que les fue transmitida como un tesoro sagrado. Esta hermosa catedral es testigo de la fe en Jesucristo que tuvieron sus antepasados: su fidelidad, profundamente arraigada, los impulsó a hacer buenas obras, a construir ese otro templo más hermoso todavía, compuesto de piedras vivas para poder llevar el amor misericordioso de Dios a todas las personas de su tiempo. Pudieron hacer esto porque estaban convencidos de lo que el profeta Oseas proclamó en la primera lectura de hoy: Dios les había hablado con ternura, los había abrazado con firme amor para siempre (cf. Os 2,16.21).

Queridos amigos, para que el fuego del Espíritu Santo no se apague, y puedan mantener viva la mirada y el corazón, es necesario estar bien arraigados en la fe de nuestros mayores: padres, abuelos y maestros. No para quedarse presos del pasado, sino para aprender a tener ese coraje capaz de ayudarnos a responder a las nuevas situaciones históricas. La de ellos fue una vida que resistió muchas pruebas y mucho sufrimiento. Pero en el camino, descubrieron que el secreto de un corazón feliz es la seguridad que encontramos cuando estamos anclados, enraizados en Jesús: enraizados en la vida de Jesús, en sus palabras, en su muerte y resurrección.

«A veces he visto árboles jóvenes, bellos, que elevaban sus ramas al cielo buscando siempre más, y parecían un canto de esperanza. Más adelante, después de una tormenta, los encontré caídos, sin vida. Porque tenían pocas raíces, habían desplegado sus ramas sin arraigarse bien en la tierra, y así sucumbieron ante los embates de la naturaleza. Por eso me duele ver que algunos les propongan a los jóvenes construir un futuro sin raíces, como si el mundo comenzara ahora. Porque es imposible que alguien crezca si no tiene raíces fuertes que ayuden a estar bien sostenido y agarrado a la tierra». Chicas y chicos: «Es muy fácil “volarse” cuando no hay desde donde agarrarse, de donde sujetarse» (Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 179).

Sin este firme sentido de arraigo, podemos quedar desconcertados por las “voces” de este mundo que compiten por nuestra atención. Muchas de estas voces son atractivas, propuestas bien maquilladas que al inicio parecen bellas e intensas, aunque con el tiempo solamente terminan dejando el vacío, el cansancio, la soledad y la desgana (cf. ibíd., 277), y van apagando esa chispa de vida que el Señor encendió un día en cada uno.

Queridos jóvenes: Ustedes son una nueva generación, con nuevas esperanzas, nuevos sueños y nuevas preguntas; seguramente también con algunas dudas, pero, arraigados en Cristo, los invito a mantener viva la alegría y a no tener miedo de mirar el futuro con confianza. Arraigados en Cristo, miren con alegría y miren con confianza. Esta situación nace de saberse buscados, encontrados y amados infinitamente por el Señor. La amistad cultivada con Jesucristo es el aceite necesario para iluminar el camino, vuestro camino, pero también el de todos los que los rodean: amigos, vecinos, compañeros de estudio y de trabajo, incluso el de aquellos que están en total desacuerdo con ustedes.

¡Salgamos al encuentro de Cristo el Señor que viene! No le tengan miedo al futuro ni se dejen achicar; por el contrario, sepan que ahí en el futuro el Señor los está esperando para preparar y celebrar la fiesta de su Reino.

CLAVE DE LECTURA 2

CAPILLA PAPAL EN SUFRAGIO DE LOS CARDENALES Y OBISPOS FALLECIDOS DURANTE EL AÑO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Sábado, 3 de noviembre de 2018

 

Hemos escuchado en la parábola del Evangelio que las diez vírgenes «salieron al encuentro del esposo» (Mt 25,1). Para todos, la vida es una llamada continua a salir: del seno materno, de la casa donde nacimos, de la infancia a la juventud y de la juventud a la edad adulta, hasta que salgamos de este mundo.

También para los ministros del Evangelio la vida es una salida continua: de la casa de nuestra familia hacia donde la Iglesia nos envía, de un servicio a otro; estamos siempre de paso, hasta el paso final.

El Evangelio nos recuerda el sentido de esta continua salida que es la vida: ir al encuentro del esposo. Vivimos por ese anuncio que en el Evangelio resuena en la noche, y que podremos acoger plenamente en el momento de la muerte: «¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!» (v. 6). El encuentro con Jesús, Esposo que «amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5,25-26), da sentido y orientación a la vida. No hay otro. El final ilumina lo que precede. Y como la siembra se evalúa por la cosecha, así el camino de la vida se plantea a partir de la meta.

Entonces la vida, si es un camino en salida hacia el esposo, es el tiempo que se nos da para crecer en el amor. Vivir es una cotidiana preparación a las nupcias, un gran noviazgo. Preguntémonos: ¿Vivo como quien prepara el encuentro con el esposo? En el ministerio, ante todos los encuentros, las actividades que se organizan y las prácticas que se tramitan, no se debe olvidar el hilo conductor de toda la historia: la espera del esposo. El centro está en un corazón que ama al Señor. Solo así el cuerpo visible de nuestro ministerio estará sostenido por un alma invisible. Podemos comprender entonces lo que dice el apóstol Pablo en la segunda Lectura: «No nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; en efecto, lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno» (2 Co 4,18). No nos quedemos en las dinámicas terrenas, miremos más allá. Es verdad lo que dice la célebre expresión: «Lo esencial es invisible a los ojos». Lo esencial de la vida es escuchar la voz del esposo. Esta nos invita a que vislumbremos cada día al Señor que viene y a que transformemos cada actividad en una preparación para las bodas con él.

Nos lo recuerda el elemento que en el Evangelio es esencial para las vírgenes que esperan las nupcias: no el vestido, ni tampoco las lámparas, sino el aceite, custodiado en pequeños vasos.

Se evidencia una primera característica de este aceite: no es vistoso. Permanece escondido, no aparece, pero sin él no hay luz. ¿Qué nos sugiere esto? Que ante el Señor no cuentan las apariencias, sino el corazón (cf. 1 Sam 16,7). Lo que el mundo busca y ostenta —los honores, el poder, las apariencias, la gloria— pasa, sin dejar rastro. Tomar distancia de las apariencias mundanas es indispensable para prepararse para el cielo. Es necesario decir no a la “cultura del maquillaje”, que enseña a cuidar las formas externas. Sin embargo, debe purificarse y custodiarse el corazón, el interior del hombre, precioso a los ojos de Dios; no lo externo, que desaparece.

Después de esta primera característica —no ser vistoso sino esencial— hay un segundo aspecto del aceite: existe para ser consumido. Solo ilumina quemándose. Así es la vida: difunde luz solo si se consume, si se gasta en el servicio. El secreto de la vida es vivir para servir. El servicio es el billete que se debe presentar en la entrada de las bodas eternas. Lo que queda de la vida, ante el umbral de la eternidad, no es cuánto hemos ganado, sino cuánto hemos dado (cf. Mt 6,19-21; 1 Co 13,8). El sentido de la vida es dar respuesta a la propuesta de amor de Dios. Y la respuesta pasa a través del amor verdadero, del don de sí mismo, del servicio. Servir cuesta, porque significa gastarse, consumirse; pero, en nuestro ministerio, no sirve para vivir quien no vive para servir. Quien custodia demasiado la propia vida, la pierde.

Una tercera característica del aceite surge en el Evangelio de modo relevante: la preparación. El aceite se prepara con tiempo y se lleva consigo (cf. vv. 4.7). El amor es ciertamente espontáneo, pero no se improvisa. Precisamente en la falta de preparación está la imprudencia de las vírgenes que quedan fuera de las nupcias. Ahora es el tiempo de la preparación: en el momento presente, día tras día, el amor necesita ser alimentado. Pidamos la gracia para que se renueve cada día el primer amor con el Señor (cf. Ap 2,4), para no dejar que se apague. La gran tentación es conformarse con una vida sin amor, que es como un vaso vacío, como una lámpara apagada. Si no se invierte en amor, la vida se apaga. Los llamados a las bodas con Dios no pueden acomodarse a una vida sedentaria, siempre igual y horizontal, que va adelante sin ímpetu, buscando pequeñas satisfacciones y persiguiendo reconocimientos efímeros. Una vida desvaída, rutinaria, que se contenta con hacer su deber sin darse, no es digna del esposo.

Mientras rezamos por los cardenales y los obispos difuntos durante el año pasado, pidamos la intercesión de quien ha vivido sin querer aparentar, de quien ha servido de corazón, de quien se ha preparado día a día al encuentro con el Señor. Siguiendo el ejemplo de estos testigos, que gracias a Dios hay, y son muchos, no nos conformemos con una mirada furtiva a nuestro presente; deseemos más bien una mirada que vaya más allá, a las nupcias que nos esperan. Una vida atravesada por el deseo de Dios y entrenada en el amor estará preparada para entrar por siempre en la morada del Esposo. Y esto por siempre.

CLAVE DE LECTURA 3

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo 12 de noviembre de 2017

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este domingo, el Evangelio (cf Mateo 25, 1-13) nos indica las condiciones para entrar en el Reino de los cielos y lo hace con la parábola de las diez vírgenes: se trata de las jóvenes que estaban encargadas de acoger y acompañar al novio en la ceremonia de boda y, como en esa época era costumbre celebrar de noche, las mujeres estaban equipadas con lámparas. La parábola dice que cinco de estas vírgenes son prudentes y cinco son necias: de hecho, las prudentes llevaron con ellas el aceite para las lámparas, mientras que las necias no lo llevaron. El novio tarda en llegar y todas se adormilaron. A medianoche se anuncia la llegada del novio; entonces las vírgenes necias se dan cuenta de que no tenían aceite para las lámparas y se lo piden a las prudentes. Pero estas responden que no pueden dárselo, porque no habría suficiente para todas. Mientras las necias van en busca de aceite, llega el novio; las vírgenes prudentes entran con él en la sala del banquete y se cierra la puerta. Las cinco necias regresan demasiado tarde, llaman a la puerta, pero la respuesta es: «En verdad os digo que no os conozco» (v. 12) y se quedan fuera.

¿Qué quiere enseñarnos Jesús con esta parábola? Nos recuerda que debemos permanecer listos para el encuentro con Él. Muchas veces, en el Evangelio, Jesús insta a velar y lo hace también al final de este relato. Dice así: «Velad pues, porque no sabéis ni el día ni la hora» (v. 13). Pero con esta parábola nos dice que velar no significa solamente no dormir, sino estar preparados; de hecho, todas las vírgenes se duermen antes de que llegue el novio, pero al despertarse algunas están listas y otras no. Aquí está, por lo tanto, el significado de ser sabios y prudentes: se trata de no esperar al último momento de nuestra vida para colaborar con la gracia de Dios, sino de hacerlo ya ahora. Sería hermoso pensar un poco: un día será el último. Si fuera hoy, ¿cómo estoy preparado, preparada? Debo hacer esto y esto… prepararse como si fuera el último día: esto hace bien.

La lámpara es el símbolo de la fe que ilumina nuestra vida, mientras que el aceite es el símbolo de la caridad que alimenta y hace fecunda y creíble la luz de la fe. La condición para estar listos para el encuentro con el Señor no es solo la fe, sino una vida cristiana rica en amor y caridad hacia el prójimo. Si nos dejamos guiar por aquello que nos parece más cómodo, por la búsqueda de nuestros intereses, nuestra vida se vuelve estéril, incapaz de dar vida a los otros y no acumulamos ninguna reserva de aceite para la lámpara de nuestra fe; y ésta —la fe— se apagará en el momento de la venida del Señor o incluso antes. Si en cambio estamos vigilantes y buscamos hacer el bien, con gestos de amor, de compartir, de servicio al prójimo en dificultades, podemos estar tranquilos mientras esperamos la llegada del novio: el Señor podrá venir en cualquier momento, y tampoco el sueño de la muerte nos asusta, porque tenemos la reserva de aceite, acumulada con las obras buenas de cada día. La fe inspira a la caridad y la caridad custodia a la fe.

Que la Virgen María nos ayude a hacer nuestra fe cada vez más operante por medio de la caridad; para que nuestra lámpara pueda resplandecer ya aquí, en el camino terrenal y después para siempre, en la fiesta de bodas en el paraíso.

CLAVE DE LECTURA 4

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 8 de noviembre de 2020

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El pasaje evangélico de este domingo (Mt 25,1-13) nos invita a continuar la reflexión sobre la vida eterna que iniciamos con motivo de la Fiesta de Todos los Santos y la Conmemoración de los fieles difuntos. Jesús narra la parábola de las diez vírgenes invitadas a una fiesta de bodas, símbolo del Reino de los cielos.

En tiempos de Jesús existía la costumbre de que las bodas se celebraran de noche; por lo tanto, el cortejo de los invitados debía llevar lámparas encendidas. Algunas damas de honor son necias: toman las lámparas, pero no llevan consigo el aceite; las prudentes, en cambio, junto con las lámparas también llevan el aceite. El novio tarda, tarda en llegar y todas se adormentan. Cuando una voz advierte que el novio está llegando, las necias, en ese momento, se dan cuenta de que no tienen aceite para sus lámparas; se lo piden a las prudentes, que responden que no pueden darlo, porque no sería suficiente para todas. Mientras las necias van a comprar aceite, llega el novio. Las muchachas prudentes entran con él en el salón del banquete y se cierra la puerta. Las otras llegan demasiado tarde y son rechazadas.

Está claro que con esta parábola Jesús quiere decirnos que debemos estar preparados para el encuentro con Él. No solo para el encuentro final, sino también para los pequeños y grandes encuentros de cada día en vista de ese encuentro, para el cual no basta la lámpara de la fe, también se necesita el aceite de la caridad y de las buenas obras. La fe que verdaderamente nos une a Jesús es la que, como dice el apóstol Pablo, «actúa por la caridad» (Ga 5, 6). Ser sabios y prudentes significa no esperar hasta el último momento para corresponder a la gracia de Dios, sino hacerlo activamente de inmediato, empezar ahora. “Yo ... sí, luego me convertiré” — “¡Conviértete hoy! ¡Cambia tu vida hoy!” — “Sí, sí: mañana”. Y lo mismo dice mañana, y así nunca llegará. ¡Hoy! Si queremos estar preparados para el último encuentro con el Señor, debemos cooperar con él a partir de ahora y realizar buenas acciones inspiradas en su amor.

Sabemos que, lamentablemente, sucede que nos olvidamos de la meta de nuestra vida, es decir, la cita definitiva con Dios, perdiendo así el sentido de la espera y absolutizando el presente. Cuando uno absolutiza el presente, solo mira el presente, pierde el sentido de la espera, que es tan hermoso y tan necesario, y también nos saca de las contradicciones del momento. Esta actitud —cuando se pierde el sentido de la espera— excluye cualquier perspectiva del más allá: hacemos todo como si nunca tuviéramos que partir para la otra vida. Y entonces sólo nos preocupa poseer, destacar, tener una buena colocación... Y cada vez más. Si nos dejamos guiar por lo que nos parece más atractivo, por lo que me gusta, por la búsqueda de nuestros intereses, nuestra vida se vuelve estéril; no acumulamos ninguna reserva de aceite para nuestra lámpara, y se apagará antes del encuentro con el Señor. Debemos vivir el hoy, pero el hoy que va hacia el mañana, hacia ese encuentro, el hoy lleno de esperanza. Si, por el contrario, estamos atentos y hacemos el bien correspondiendo a la gracia de Dios, podemos esperar serenamente la llegada del novio. El Señor también puede venir mientras dormimos: esto no nos preocupa, porque tenemos la reserva de aceite acumulada con las buenas obras de cada día, acumulada con esa espera del Señor, que venga lo antes posible y que venga para llevarme con Él.

Invoquemos la intercesión de María Santísima, para que nos ayude a vivir, como hizo ella, una fe activa: esta es la lámpara luminosa con la que podemos atravesar la noche más allá de la muerte y alcanzar la gran fiesta de la vida.

Mt 25,14-30: Has sido fiel en lo poco, pasa al banquete de tu Señor.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:
-Un hombre que se iba al extranjero llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata, a otro dos a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó. El que recibió cinco talentos fue en seguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos. En cambio el que recibió uno, hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor. Al cabo de mucho tiempo volvió el señor de aquellos empleados y se puso a ajustar las cuentas con ellos. Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo:
-Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco.
Su señor le dijo:
-Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu Señor.
Se acercó luego el que había recibido dos talentos y dijo:
-Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos. Su señor le dijo:
Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor: como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor.
Finalmente se acercó el que había recibido un talento y dijo:
-Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces; tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo.
El señor le respondió:
-Eres un empleado negligente y holgazán, ¿con que sabías que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese empleado inútil echadlo fuera, a las tinieblas: allí será el llanto y el rechinar de dientes.

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo 19 de noviembre de 2017

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este penúltimo domingo del año litúrgico, el Evangelio nos presenta la parábola de los talentos (cf Mateo 25, 14-30). Un hombre, antes de partir de viaje, entrega a sus siervos unos talentos, que en aquel tiempo eran monedas de notable valor: a un siervo, cinco talentos; a otro, dos; a otro, uno, según la capacidad de cada uno. El siervo que recibió cinco talentos es emprendedor y les hace fructificar ganando otros cinco. De igual modo se comporta el siervo que había recibido dos y se procura otros dos. En cambio, el siervo que recibió uno, excava un agujero en la tierra y esconce la moneda de su patrón.

Es este el mismo siervo que explica al patrón, a su regreso, el motivo de su gesto, diciendo: «Señor, sé que eres un hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste. Por eso me dio miedo y fui y escondí en tierra tu talento». (vv. 24-25). Este siervo no tiene con su patrón una relación de confianza, sino que tiene miedo de él y esto lo bloquea. El miedo inmoviliza siempre y a menudo hace tomar decisiones equivocadas. El miedo desalienta de tomar iniciativas, induce a refugiarse en soluciones seguras y garantizadas y así termina por no hacer nada bueno. Para ir adelante y crecer en el camino de la vida no hay que tener miedo, hay que tener confianza.

Esta parábola nos hace entender lo importante que es tener una idea verdadera de Dios. No debemos pensar que Él es un patrón malo, duro y severo que quiere castigarnos. Si dentro de nosotros está esta imagen equivocada de Dios, entonces nuestra vida no podrá ser fecunda, porque viviremos en el miedo y este no nos conducirá a nada constructivo; de hecho, el miedo nos paraliza, nos autodestruye. Estamos llamados a reflexionar para descubrir cuál es verdaderamente nuestra idea de Dios. Ya en el Antiguo Testamento Él se reveló como «Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad» (Éxodo 34, 6). Y Jesús siempre nos ha mostrado que Dios no es un patrón severo e intolerante, sino un padre lleno de amor, de ternura, un padre lleno de bondad. Por lo tanto, podemos y debemos tener una inmensa confianza en Él.

Jesús nos muestra la generosidad y la premura del Padre de tantos modos: con su palabra, con sus gestos, con su acogida hacia todos, especialmente hacia los pecadores, los pequeños y los pobres —como hoy nos recuerda la I Jornada Mundial de los Pobres—; pero también con sus advertencias, que revelan su interés para que nosotros no desperdiciemos inútilmente nuestra vida. Es un signo, de hecho, de que Dios tiene una gran estima de nosotros: esta conciencia nos ayuda a ser personas responsables en cada una de nuestras acciones. Por lo tanto, la parábola de los talentos nos reclama a una responsabilidad personal y a una fidelidad que se convierte también en capacidad de caminar continuamente sobre caminos nuevos, sin «enterrar el talento», es decir, los dones que Dios nos ha confiado y sobre los que nos pedirá cuentas.

Que la Virgen Santa interceda por nosotros, con el fin de que permanezcamos fieles a la voluntad de Dios haciendo fructificar los talentos de los que nos ha dotado. Así seremos útiles a los demás y, en el último día, seremos acogidos por el Señor, que nos invitará a tomar parte de su alegría.

CLAVE DE LECTURA 2

JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario,

19 de noviembre de 2017

 

Tenemos la alegría de partir el pan de la Palabra, y dentro de poco de partir y recibir el Pan Eucarístico, que son alimento para el camino de la vida. Todos lo necesitamos, ninguno está excluido, porque todos somos mendigos de lo esencial, del amor de Dios, que nos da el sentido de la vida y una vida sin fin. Por eso hoy también tendemos la mano hacia Él para recibir sus dones.

La parábola del Evangelio nos habla precisamente de dones. Nos dice que somos destinatarios de los talentos de Dios, «cada cual según su capacidad» (Mt 25,15). En primer lugar, debemos reconocer que tenemos talentos, somos «talentosos» a los ojos de Dios. Por eso nadie puede considerarse inútil, ninguno puede creerse tan pobre que no pueda dar algo a los demás. Hemos sido elegidos y bendecidos por Dios, que desea colmarnos de sus dones, mucho más de lo que un papá o una mamá quieren para sus hijos. Y Dios, para el que ningún hijo puede ser descartado, confía a cada uno una misión.

En efecto, como Padre amoroso y exigente que es, nos hace ser responsables. En la parábola vemos que cada siervo recibe unos talentos para que los multiplique. Pero, mientras los dos primeros realizan la misión, el tercero no hace fructificar los talentos; restituye sólo lo que había recibido: «Tuve miedo —dice—, y fui y escondí tu talento en la tierra; mira, aquí tienes lo que es tuyo» (v. 25). Este siervo recibe como respuesta palabras duras: «Siervo malo y perezoso» (v. 26). ¿Qué es lo que no le ha gustado al Señor de él? Para decirlo con una palabra que tal vez ya no se usa mucho y, sin embargo, es muy actual, diría: la omisión. Lo que hizo mal fue no haber hecho el bien. Muchas veces nosotros estamos también convencidos de no haber hecho nada malo y así nos contentamos, presumiendo de ser buenos y justos. Pero, de esa manera corremos el riesgo de comportarnos como el siervo malvado: tampoco él hizo nada malo, no destruyó el talento, sino que lo guardó bien bajo tierra. Pero no hacer nada malo no es suficiente, porque Dios no es un revisor que busca billetes sin timbrar, es un Padre que sale a buscar hijos para confiarles sus bienes y sus proyectos (cf. v. 14). Y es triste cuando el Padre del amor no recibe una respuesta de amor generosa de parte de sus hijos, que se limitan a respetar las reglas, a cumplir los mandamientos, como si fueran asalariados en la casa del Padre (cf. Lc 15,17).

El siervo malvado, a pesar del talento recibido del Señor, el cual ama compartir y multiplicar los dones, lo ha custodiado celosamente, se ha conformado con preservarlo. Pero quien se preocupa sólo de conservar, de mantener los tesoros del pasado, no es fiel a Dios. En cambio, la parábola dice que quien añade nuevos talentos, ese es verdaderamente «fiel» (vv. 21.23), porque tiene la misma mentalidad de Dios y no permanece inmóvil: arriesga por amor, se juega la vida por los demás, no acepta el dejarlo todo como está. Sólo una cosa deja de lado: su propio beneficio. Esta es la única omisión justa.

La omisión es también el mayor pecado contra los pobres. Aquí adopta un nombre preciso: indiferencia. Es decir: «No es algo que me concierne, no es mi problema, es culpa de la sociedad». Es mirar a otro lado cuando el hermano pasa necesidad, es cambiar de canal cuando una cuestión seria nos molesta, es también indignarse ante el mal, pero no hacer nada. Dios, sin embargo, no nos preguntará si nos hemos indignado con razón, sino si hicimos el bien.

Entonces, ¿cómo podemos complacer al Señor de forma concreta? Cuando se quiere agradar a una persona querida, haciéndole un regalo, por ejemplo, es necesario antes de nada conocer sus gustos, para evitar que el don agrade más al que lo hace que al que lo recibe. Cuando queremos ofrecer algo al Señor, encontramos sus gustos en el Evangelio. Justo después del pasaje que hemos escuchado hoy, Él nos dice: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Estos hermanos más pequeños, sus predilectos, son el hambriento y el enfermo, el forastero y el encarcelado, el pobre y el abandonado, el que sufre sin ayuda y el necesitado descartado. Sobre sus rostros podemos imaginar impreso su rostro; sobre sus labios, incluso si están cerrados por el dolor, sus palabras: «Esto es mi cuerpo» (Mt 26,26). En el pobre, Jesús llama a la puerta de nuestro corazón y, sediento, nos pide amor. Cuando vencemos la indiferencia y en el nombre de Jesús nos prodigamos por sus hermanos más pequeños, somos sus amigos buenos y fieles, con los que él ama estar. Dios lo aprecia mucho, aprecia la actitud que hemos escuchado en la primera Lectura, la de la «mujer fuerte» que «abre sus manos al necesitado y tiende sus brazos al pobre» (Pr 31,10.20). Esta es la verdadera fortaleza: no los puños cerrados y los brazos cruzados, sino las manos laboriosas y tendidas hacia los pobres, hacia la carne herida del Señor.

Ahí, en los pobres, se manifiesta la presencia de Jesús, que siendo rico se hizo pobre (cf. 2 Co 8,9). Por eso en ellos, en su debilidad, hay una «fuerza salvadora». Y si a los ojos del mundo tienen poco valor, son ellos los que nos abren el camino hacia el cielo, son «nuestro pasaporte para el paraíso». Es para nosotros un deber evangélico cuidar de ellos, que son nuestra verdadera riqueza, y hacerlo no sólo dando pan, sino también partiendo con ellos el pan de la Palabra, pues son sus destinatarios más naturales. Amar al pobre significa luchar contra todas las pobrezas, espirituales y materiales.

Y nos hará bien acercarnos a quien es más pobre que nosotros, tocará nuestra vida. Nos hará bien, nos recordará lo que verdaderamente cuenta: amar a Dios y al prójimo. Sólo esto dura para siempre, todo el resto pasa; por eso, lo que invertimos en amor es lo que permanece, el resto desaparece. Hoy podemos preguntarnos: «¿Qué cuenta para mí en la vida? ¿En qué invierto? ¿En la riqueza que pasa, de la que el mundo nunca está satisfecho, o en la riqueza de Dios, que da la vida eterna?». Esta es la elección que tenemos delante: vivir para tener en esta tierra o dar para ganar el cielo. Porque para el cielo no vale lo que se tiene, sino lo que se da, y «el que acumula tesoro para sí» no se hace «rico para con Dios» (Lc 12,21). No busquemos lo superfluo para nosotros, sino el bien para los demás, y nada de lo que vale nos faltará. Que el Señor, que tiene compasión de nuestra pobreza y nos reviste de sus talentos, nos dé la sabiduría de buscar lo que cuenta y el valor de amar, no con palabras sino con hechos.

CLAVE DE LECTURA 3

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 15 de noviembre de 2020

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este penúltimo domingo del año litúrgico, el Evangelio nos presenta la famosa parábola de los talentos (cf. Mt 25, 14-30). Forma parte del discurso de Jesús sobre los últimos tiempos, que precede inmediatamente a su pasión, muerte y resurrección. La parábola —la hemos escuchado— cuenta de un rico señor que debe partir y, previendo una larga ausencia, encomienda sus bienes a tres de sus siervos: al primero le encomienda cinco talentos, al segundo dos, al tercero uno. Jesús especifica que la distribución se hace "según la capacidad de cada uno" (v. 15). Así hace el Señor con todos nosotros: nos conoce bien, sabe que no somos iguales y no quiere privilegiar a nadie en detrimento de otros, sino que encomienda a cada uno un capital de acuerdo con sus capacidades.

Durante la ausencia del amo, los dos primeros siervos se esforzaron hasta el punto de duplicar la suma que se les había encomendado. No así el tercer siervo, que esconde su talento en un hoyo: para evitar peligros, lo deja allí, a salvo de los ladrones, pero sin hacerlo fructífero. Llega el momento del regreso del amo, que pide cuentas a  sus siervos. Los dos primeros presentan el buen fruto de sus esfuerzos; han trabajado, y el amo los elogia, los recompensa y los invita a participar en su fiesta, en su alegría. El tercero, sin embargo, al darse cuenta de que está en falta, inmediatamente empieza a justificarse diciendo: «Señor, sé que eres un hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste, por lo cual tuve miedo, y fui y escondí tu talento bajo tierra; aquí tienes lo que es tuyo» (vv. 24-25). Se defiende de su pereza acusando a su amo de ser “duro”. Esta es una costumbre que también nosotros tenemos: muchas veces nos defendemos acusando a los demás. Pero ellos no tienen la culpa, la culpa es nuestra, el defecto es nuestro. Y este siervo acusa a los demás, acusa al amo, para justificarse. A menudo también nosotros hacemos lo mismo. Entonces el amo le recrimina: le llama siervo «malo y perezoso» (v. 26); hace que le quiten su talento y lo echen de su casa.

Esta parábola vale para todos pero, como siempre, especialmente para los cristianos. También hoy es muy actual, hoy que es la Jornada de los Pobres, en la que la Iglesia nos dice a los cristianos: “Tiende la mano al pobre, tiende tu mano al pobre”. No estás solo en la vida, hay gente que te necesita; no seas egoísta, tiende la mano al pobre.

Todos hemos recibido de Dios un “patrimonio” como seres humanos, una riqueza humana, del tipo que sea. Y como discípulos de Cristo, también hemos recibido la fe, el Evangelio, el Espíritu Santo, los sacramentos, y tantas otras cosas. Estos dones hay que emplearlos para hacer el bien, el bien en esta vida, como servicio a Dios y a los hermanos. Y hoy la Iglesia te dice, nos dice: “Utiliza lo que te ha dado Dios y mira a los pobres. Mira, hay muchos, también en nuestras ciudades, en el centro de nuestra ciudad, hay muchos. ¡Haz el bien!”.

A veces pensamos que ser cristianos es no hacer el mal. Y no hacer el mal es bueno. Pero no hacer el bien no es bueno. Tenemos que hacer el bien, salir de nosotros mismos y mirar, mirar a quienes tienen más necesidad. Hay mucha hambre, incluso en el corazón de nuestras ciudades, y tantas veces entramos en esa lógica de la indiferencia: el pobre está ahí y miramos para el otro lado. Tiende tu mano al pobre: es Cristo. Sí, algunos dicen: “Estos sacerdotes, estos obispos que hablan de los pobres, de los pobres… ¡Nosotros queremos que nos hablen de la vida eterna!”. Escuchad, hermano y hermana, los pobres están en el centro del Evangelio. Es Jesús quien nos ha enseñado a hablar a los pobres, es Jesús quien ha venido por los pobres. Tiende tu mano al pobre. Has recibido muchas cosas, ¿y dejas que tu hermano, tu hermana, muera de hambre?

Queridos hermanos y hermanas, que cada uno diga en su corazón esto que Jesús nos dice hoy, que repita en su corazón: “Tiende tu mano al pobre”. Y Jesús nos dice otra cosa: “Sabes, el pobre soy yo”. Jesús nos dice esto: “El pobre soy yo”.

La Virgen María recibió un gran don: Jesús; pero no se lo guardó para sí misma sino que se lo dio al mundo, a su pueblo. Aprendamos de ella a tender la mano a los pobres.

CLAVE DE LECTURA 4

JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica de Sam Pedro
XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, 15 de noviembre de 2020

 

La parábola que hemos escuchado tiene un comienzo, un desarrollo y un desenlace, que iluminan el principio, el núcleo y el final de nuestras vidas.

El comienzo. Todo inicia con un gran bien: el dueño no se guarda sus riquezas para sí mismo, sino que las da a los siervos; a uno cinco, a otro dos, a otro un talento, «a cada cual según su capacidad» (Mt 25,15). Se ha calculado que un único talento correspondía al salario de unos veinte años de trabajo: era un bien superabundante, que entonces era suficiente para toda una vida. Aquí está el comienzo: también para nosotros todo empezó con la gracia de Dios —todo, inicia siempre con la gracia, no con nuestras fuerzas— con la gracia de Dios, que es Padre y ha puesto tanto bien en nuestras manos, confiando a cada uno talentos diferentes. Somos portadores de una gran riqueza, que no depende de cuánto poseamos, sino de lo que somos: de la vida que hemos recibido, del bien que hay en nosotros, de la belleza irreemplazable que Dios nos ha dado, porque somos hechos a su imagen, cada uno de nosotros es precioso a sus ojos, cada uno de nosotros es único e insustituible en la historia. Así nos mira Dios, así nos trata Dios.

Qué importante es recordar esto: En demasiadas ocasiones, cuando miramos nuestra vida, vemos sólo lo que nos falta y nos quejamos de lo que no tenemos. Entonces cedemos a la tentación del “¡ojalá!”: ¡ojalá tuviera ese trabajo, ojalá tuviera esa casa, ojalá tuviera dinero y éxito, ojalá no tuviera ese problema, ojalá tuviera mejores personas a mi alrededor!... Pero la ilusión del “ojalá” nos impide ver lo bueno y nos hace olvidar los talentos que tenemos. Sí, tú no tienes aquello, pero tienes esto, y el “ojalá” hace que olvidemos esto. Pero Dios nos los ha confiado porque nos conoce a cada uno y sabe de lo que somos capaces; confía en nosotros, a pesar de nuestras fragilidades. También confió en aquel siervo que ocultó el talento: Dios esperaba que, a pesar de sus temores, también él utilizara bien lo que había recibido. En concreto, el Señor nos pide que nos comprometamos con el presente sin añoranza del pasado, sino en la espera diligente de su venida. Esa nostalgia fea, que es como un humor crudo, un humor negro que envenena el alma y hace que siempre mire hacia atrás, siempre a los demás, pero nunca a las propias manos, a las posibilidades de trabajo que el Señor nos ha dado, a nuestras condiciones, incluso a nuestra pobreza.

Así llegamos al centro de la parábola: es el trabajo de los sirvientes, es decir, el servicio. El servicio es también obra nuestra, el esfuerzo que hace fructificar nuestros talentos y da sentido a la vida: de hecho, no sirve para vivir el que no vive para servir. Necesitamos repetir esto, repetirlo muchas veces: No sirve para vivir el que no vive para servir. Debemos meditar esto: No sirve para vivir el que no vive para servir. ¿Pero cuál es el estilo de servicio? En el Evangelio, los siervos buenos son los que arriesgan. No son cautelosos y precavidos, no guardan lo que han recibido, sino que lo emplean. Porque el bien, si no se invierte, se pierde; porque la grandeza de nuestra vida no depende de cuánto acaparamos, sino de cuánto fruto damos. Cuánta gente pasa su vida acumulando, pensando en estar bien en vez de hacer el bien. ¡Pero qué vacía es una vida que persigue las necesidades, sin mirar a los necesitados! Si tenemos dones, es para ser nosotros dones para los demás. Y aquí, hermanos y hermanas, nos preguntamos: ¿Sigo las necesidades, solamente, o soy capaz de mirar a los que tienen necesitad? ¿A quién está necesitado? ¿Mi mano es así [abierta] o así [cerrada]?

Cabe destacar que los siervos que invierten, que arriesgan, son llamados «fieles» cuatro veces (vv. 21.23). Para el Evangelio no hay fidelidad sin riesgo. “Pero, Padre, ¿ser cristiano significa correr riesgos?” ― “Sí, queridos, arriesgar. Si no te arriesgas, terminarás como el tercer siervo: enterrando tus capacidades, tus riquezas espirituales y materiales, todo”. Arriesgar: no hay fidelidad sin riesgo. Ser fiel a Dios es gastar la vida, es dejar que los planes se trastoquen por el servicio. “Yo tengo este plan, pero si sirvo…”. Deja que se trastoque el plan, tú sirve”. Es triste cuando un cristiano juega a la defensiva, apegándose sólo a la observancia de las reglas y al respeto de los mandamientos. Esos cristianos “comedidos” que nunca dan un paso fuera de las normas, nunca, porque tienen miedo al riesgo. Y estos, permítanme la imagen, estos que se cuidan tanto que nunca se arriesgan, estos comienzan en la vida un proceso de momificación del alma, y terminan siendo momias. Esto no es suficiente, no basa observar las normas; la fidelidad a Jesús no se limita simplemente a no equivocarse; es negativo esto. Así pensaba el sirviente holgazán de la parábola: falto de iniciativa y creatividad, se escondió detrás de un miedo estéril y enterró el talento recibido. El dueño incluso lo calificó como «malo» (v. 26). A pesar de no haber hecho nada malo, pero tampoco nada bueno. Prefirió pecar por omisión antes de correr el riesgo de equivocarse. No fue fiel a Dios, que ama entregase totalmente; y le hizo la peor ofensa: devolverle el don recibido. “Tú me has dato esto, yo te doy esto”, nada más. En cambio, el Señor nos invita a jugárnosla generosamente, a vencer el miedo con la valentía del amor, a superar la pasividad que se convierte en complicidad. Hoy, en estos tiempos de incertidumbre, en estos tiempos de fragilidad, no desperdiciemos nuestras vidas pensando sólo en nosotros mismos, con esa actitud de indiferencia. No nos engañemos diciendo: «Hay paz y seguridad» (1 Ts 5,3). San Pablo nos invita a enfrentar la realidad, a no dejarnos contagiar por la indiferencia.

Entonces, ¿cómo podemos servir siguiendo la voluntad de Dios? El dueño le explica esto al sirviente infiel: «Debías haber llevado mi dinero a los prestamistas, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses» (v. 27). ¿Quiénes son los “prestamistas” para nosotros, capaces de conseguir un interés duradero? Son los pobres. No lo olviden: los pobres están en el centro del Evangelio; el Evangelio no puede ser entendido sin los pobres. Los pobres tienen la misma personalidad que Jesús, que siendo rico se despojó de todo, se hizo pobre, se hizo pecado, la pobreza más fea. Los pobres nos garantizan un rédito eterno y ya desde ahora nos permiten enriquecernos en el amor. Porque la mayor pobreza que hay que combatir es nuestra carencia de amor. La mayor pobreza para combatir es nuestra pobreza de amor. El Libro de los Proverbios alaba a una mujer laboriosa en el amor, cuyo valor es mayor que el de las perlas: debemos imitar a esta mujer que, según el texto, «tiende sus brazos al pobre» (Pr 31,20): esta es la mayor riqueza de esta mujer. Extiende tu mano a los necesitados, en lugar de exigir lo que te falta: de este modo multiplicarás los talentos que has recibido.

Se aproxima la Navidad, tiempo de celebraciones. Cuántas veces, la pregunta que mucha gente se hace es: “¿Qué puedo comprar? ¿Qué más puedo tener? Necesito ir a las tiendas a comprar”. Digamos la otra palabra, “¿Qué puedo dar a los demás?”, para ser como Jesús, que se dio a sí mismo y nació propiamente en aquel pesebre.

Llegamos así al final de la parábola: habrá quien tenga abundancia y quien haya desperdiciado su vida y permanecerá siendo pobre (cf. v. 29). Al final de la vida, en definitiva, se revelará la realidad: la apariencia del mundo se desvanecerá, según la cual el éxito, el poder y el dinero dan sentido a la existencia, mientras que el amor, lo que hemos dado, se revelará como la verdadera riqueza. Todo eso se desvanecerá, en cambio el amor emergerá. Un gran Padre de la Iglesia escribió: «Así es como sucede en la vida: después de que la muerte ha llegado y el espectáculo ha terminado, todos se quitan la máscara de la riqueza y la pobreza y se van de este mundo. Y se los juzga sólo por sus obras, unos verdaderamente ricos, otros pobres» (S. Juan Crisóstomo, Discursos sobre el pobre Lázaro, II, 3). Si no queremos vivir pobremente, pidamos la gracia de ver a Jesús en los pobres, de servir a Jesús en los pobres.

Me gustaría agradecer a tantos fieles siervos de Dios, que no dan de qué hablar sobre ellos mismos, sino que viven así, sirviendo. Pienso, por ejemplo, en D. Roberto Malgesini. Este sacerdote no hizo teorías; simplemente, vio a Jesús en los pobres y el sentido de la vida en el servicio. Enjugó las lágrimas con mansedumbre, en el nombre de Dios que consuela. En el comienzo de su día estaba la oración, para acoger el don de Dios; en el centro del día estaba la caridad, para hacer fructificar el amor recibido; en el final, un claro testimonio del Evangelio. Este hombre comprendió que tenía que tender su mano a los muchos pobres que encontraba diariamente porque veía a Jesús en cada uno de ellos. Hermanos y hermanas: Pidamos la gracia de no ser cristianos de palabras, sino en los hechos. Para dar fruto, como Jesús desea. Que así sea.

Mt 25,31-46: Se sentará en el trono de su gloria y separará a unos de otros.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los án­geles con él, se sentará en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las naciones.
Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras.
Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda.
Entonces dirá el rey a los de su derecha:
"Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino prepara­do para vosotros desde la creación del mundo.
Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me ves­tisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme."
Entonces los justos le contestarán:
"Señor, ¿cuando te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?»
Y el rey les dirá:
"Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis."
Y entonces dirá a los de su izquierda:
"Apartaos de mi, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis."
Entonces también éstos contestarán:
"Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o des­nudo, o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?"
Y él replicará:
"Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo."
Y éstos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna.»

CLAVE DE LECTURA 1

SOLEMNIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo 26 de noviembre de 2017

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este último domingo del año litúrgico celebramos la solemnidad de Cristo Rey del Universo. La suya es una majestad de guía, de servicio y también una majestad que al final de los tiempos se afirmará como juicio. Hoy tenemos delante de nosotros al Cristo como rey, pastor y juez, que muestra los criterios de pertenencia al Reino de Dios. Aquí están los criterios.

La página evangélica se abre con una visión grandiosa. Jesús, dirigiéndose a sus discípulos, dice: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria» (Mateo 25, 31). Se trata de la introducción solemne del relato del juicio universal. Después de haber vivido la existencia terrenal en humildad y pobreza, Jesús se presenta ahora en la gloria divina que le pertenece, rodeado por hileras angelicales. Toda la humanidad está convocada frente a Él y Él ejercita su autoridad separando a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras.

A aquellos que pone a su derecha les dice: «Venid, benditos de mi padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era forastero y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel y vinisteis a verme» (vv. 34-36). Los justos permanecen sorprendidos, porque no recuerdan haber encontrado nunca a Jesús y menos haberlo ayudado de aquel modo; pero Él declara: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (v. 40). Esta palabra no termina nunca de conmocionarnos, porque nos revela hasta qué punto llega el amor de Dios: hasta el punto de identificarse con nosotros, pero no cuando estamos bien, cuando estamos sanos y felices, no, sino cuando estamos necesitados. Y de este modo escondido Él se deja encontrar, nos tiende la mano como mendigo. Así Jesús revela el criterio decisivo de su juicio, es decir, el amor concreto por el prójimo en dificultad. Y así se revela el poder del amor, la majestad de Dios: solidario con quien sufre para suscitar por todas partes comportamientos y obras de misericordia.

La parábola del juicio continúa presentando al rey que aleja de sí a aquellos que durante su vida no están preocupados por las necesidades de los hermanos. También en este caso esos quedan sorprendidos y preguntan: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel y no te asistimos? (v. 44). Implícito: «¡Si te hubiéramos visto, seguramente te habríamos ayudado!». Pero el rey responderá: «En verdad os digo es que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo» (v. 45). Al final de nuestra vida seremos juzgados sobre el amor, es decir, sobre nuestro empeño concreto de amar y servir a Jesús en nuestros hermanos más pequeños y necesitados. Aquel mendigo, aquel necesitado que tiende la mano es Jesús; aquel enfermo al que debo visitar es Jesús; aquel preso es Jesús; aquel hambriento es Jesús. Pensemos en esto.

Jesús vendrá al final de los tiempos para juzgar a todas las naciones, pero viene a nosotros cada día, de tantos modos y nos pide acogerlo. Que la Virgen María nos ayude a encontrarlo y recibirlo en su Palabra y en la Eucaristía, y al mismo tiempo en los hermanos y en las hermanas que sufren el hambre, la enfermedad, la opresión, la injusticia. Puedan nuestros corazones acogerlo en el hoy de nuestra vida, para que seamos por Él acogidos en la eternidad de su Reino de luz y de paz.

CLAVE DE LECTURA 2

SANTA MISA EN CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Catacumbas de Priscila en la Vía Salaria, Roma
Sábado, 2 de noviembre de 2019

 

 

La celebración de la fiesta de todos los difuntos en una catacumba ―para mí es la primera vez en mi vida que entro en una catacumba, es una sorpresa― nos dice tantas cosas. Podemos pensar en la vida de aquellas personas, que tenían que esconderse, que tenían esta cultura de enterrar a los muertos y celebrar la Eucaristía aquí... Es un feo momento de la historia, pero que no ha sido superado: todavía hoy hay algunos. Hay tantos. Muchas catacumbas en otros países, donde incluso tienen que fingir que hay una fiesta o un cumpleaños para celebrar la Eucaristía, porque en ese lugar está prohibido hacerlo. Hoy también hay cristianos perseguidos más que en los primeros siglos, todavía más. Esto ―las catacumbas, la persecución, los cristianos― y estas lecturas me hacen pensar en tres palabras: identidad, lugar y esperanza.

La identidad de esta gente que se reunía aquí para celebrar la Eucaristía y alabar al Señor, es la misma que la de nuestros hermanos de hoy en muchos, tantos países donde ser cristiano es un crimen, está prohibido, no tienen derecho. La misma. La identidad es esta que hemos escuchado: son las Bienaventuranzas. La identidad del cristiano es ésta: las Bienaventuranzas. No hay otra. Si haces esto, si vives así, eres cristiano. “No, pero mira, yo pertenezco a esa asociación, a esa otra..., soy de este movimiento...”. Sí, sí, todo muy bonito; pero son fantasías frente a esta realidad. Tu carnet de identidad es este [indica el Evangelio], y si no lo tienes, los movimientos u otras pertenencias son inútiles. O vives así, o no eres cristiano. Simplemente. Lo dijo el Señor. “Sí, pero no es fácil, no sé cómo vivir así...”. Hay otro pasaje del Evangelio que nos ayuda a entenderlo mejor, y ese pasaje del Evangelio será también el “gran protocolo” por el que seremos juzgados. Es Mateo 25. Con estos dos pasajes del Evangelio, las Bienaventuranzas y el gran protocolo, mostraremos, viviendo esto, nuestra identidad como cristianos. Sin esto no hay identidad. Está la ficción de ser cristiano, pero no la identidad.

Esta es la identidad del cristiano. La segunda palabra: el lugar. Esa gente que venía aquí para esconderse, para estar seguros, incluso para enterrar a los muertos; y esa gente que hoy celebra la Eucaristía en secreto, en aquellos países donde está prohibido... Pienso en aquella monja en Albania que estaba en un campo de reeducación, en la época comunista, y estaba prohibido que los sacerdotes dieran los sacramentos, y esta monja, allí, bautizaba en secreto. La gente, los cristianos sabían que esta monja bautizaba y las madres se acercaban con el niño; pero ella no tenía un vaso, algo para poner agua.... Lo hacía con los zapatos: tomaba el agua del río y bautizaba con los zapatos. El lugar del cristiano está un poco por todas partes, no tenemos un lugar privilegiado en la vida. Algunos quieren tenerlo, son cristianos “calificados”. Pero corren el riesgo de quedarse con el “calificados” y dejar caer el “cristianos”. Los cristianos, ¿cuál es su lugar? «Las almas de los justos están en las manos de Dios» (Sab 3,1): el lugar del cristiano está en las manos de Dios, donde Él quiere. Las manos de Dios, que tienen llagas, que son las manos de su Hijo que quiso llevar consigo las llagas para enseñárselas al Padre e interceder por nosotros. El lugar del cristiano está en la intercesión de Jesús ante el Padre. En las manos de Dios. Y ahí estamos seguros, pase lo que pase, incluso la cruz. Nuestra identidad [indica el Evangelio] dice que seremos benditos si nos persiguen, si dicen de todo en nuestra contra; pero si estamos en las manos de Dios llagadas de amor, estamos seguros. Ese es nuestro lugar. Y hoy podemos preguntarnos: ¿Pero dónde me siento más seguro? ¿En las manos de Dios o con otras cosas, con otras certezas que “alquilamos” pero que al final caerán, que no tienen consistencia?

Estos cristianos, con este carnet de identidad, que vivían y viven en las manos de Dios, son hombres y mujeres de esperanza. Y esta es la tercera palabra que se me ocurre hoy: esperanza. Lo hemos escuchado en la segunda lectura: esa visión final donde todo es rehecho, donde todo es re-creado, esa patria donde todos iremos. Y para entrar no se necesitan cosas extrañas, no se necesitan actitudes sofisticadas: basta con mostrar el carnet de identidad: “Está bien, adelante”. Nuestra esperanza está en el cielo, nuestra esperanza está anclada allí y nosotros, con la cuerda en la mano, nos sostenemos mirando esa orilla del río que tenemos que cruzar.

Identidad: Bienaventuranzas y Mateo 25. Lugar: el lugar más seguro, en las manos de Dios, llagadas de amor. Esperanza, futuro: el ancla, allí, en la otra orilla, pero yo bien agarrado a la cuerda. Esto es importante, ¡siempre agarrados a la cuerda! Muchas veces sólo veremos la cuerda, ni siquiera el ancla, ni siquiera la otra orilla; pero tú, agárrate a la cuerda que llegarás a salvo.


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 2 de noviembre de 2019.

CLAVE DE LECTURA 3

SANTA MISA PARA LA ENTREGA DE LA CRUZ DE LA JMJ

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica de San Pedro, Altar de la Cátedra
Domingo de Cristo Rey, 22 de noviembre de 2020

 

Lo que acabamos de escuchar es la última página del Evangelio de Mateo previa a la Pasión: Jesús, antes de entregarnos su amor en la cruz, nos deja su última voluntad. Nos dice que el bien que hagamos a uno de sus hermanos más pequeños —hambrientos, sedientos, extranjeros, pobres, enfermos, encarcelados— se lo haremos a Él (cf. Mt 25,37-40). Así nos entrega el Señor la lista de los dones que desea para las bodas eternas con nosotros en el Cielo. Son las obras de misericordia, que transforman nuestra vida en eternidad. Cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Las pongo en práctica? ¿Hago algo por quien lo necesita? ¿O hago el bien sólo a los seres queridos y a los amigos? ¿Ayudo al que no me puede devolver? ¿Soy amigo de un pobre? Y así, tantas preguntas que podemos hacernos. “Yo estoy ahí”, te dice Jesús, “te espero ahí, donde no imaginas y donde quizás ni siquiera quieres mirar, ahí en los pobres”. Yo estoy ahí, donde el pensamiento dominante —según el cual la vida va bien si me va bien a mí— no muestra interés. Yo estoy ahí, dice Jesús también a ti, joven que buscas realizar los sueños de la vida.

Yo estoy ahí, le dijo Jesús a un joven soldado hace algunos siglos. Tenía dieciocho años y todavía no estaba bautizado. Un día vio a un pobre que pedía ayuda a la gente, pero no la recibía porque «todos pasaban de largo». Y aquel joven, «comprendió que, si los demás no tenían compasión, era porque el pobre le estaba reservado a él», para él. Pero no tenía nada consigo, sólo su capa militar. Entonces la rasgó por la mitad y dio una mitad al pobre, sufriendo las burlas de algunos a su alrededor. La noche siguiente tuvo un sueño: vio a Jesús, vestido con el trozo de la capa con que había cubierto al pobre. Y lo escuchó decir: «Martín me ha cubierto con este vestido» (cf. Sulpicio Severo, Vida de san Martín de Tours, III). San Martín era un joven que tuvo aquel sueño porque lo había vivido, aun sin saberlo, como los justos del Evangelio de hoy.

Queridos jóvenes, queridos hermanos y hermanas: No renunciemos a los sueños grandes.  No nos contentemos con lo que es debido. El Señor no quiere que recortemos los horizontes, no nos quiere aparcados al margen de la vida, sino en movimiento hacia metas altas, con alegría y audacia. No estamos hechos para soñar con las vacaciones o el fin de semana, sino para realizar los sueños de Dios en este mundo. Él nos ha hecho capaces de soñar para abrazar la belleza de la vida. Y las obras de misericordia son las obras más bellas de la vida. Las obras de misericordia van precisamente al centro de nuestros sueños grandes. Si tienes sueños de gloria verdadera, no de la gloria del mundo que va y viene, sino de la gloria de Dios, este es el camino. Lee el pasaje del Evangelio de hoy, y piensa en ello. Porque las obras de misericordia dan gloria a Dios más que cualquier otra cosa. Escuchar bien esto: las obras de misericordia dan gloria a Dios más que cualquier otra cosa. Al final seremos juzgados sobre las obras de misericordia.

Pero, ¿desde dónde se parte para realizar sueños grandes? De las grandes decisiones. El Evangelio de hoy también nos habla de esto. De hecho, en el momento del juicio final el Señor se basa en las decisiones que tomamos. Casi parece que no juzga: separa las ovejas de las cabras, pero ser buenos o malos depende de nosotros. Él sólo deduce las consecuencias de nuestras decisiones, las pone de manifiesto y las respeta. Entonces, la vida es el tiempo de las decisiones firmes, fundamentales, eternas. Elecciones banales conducen a una vida banal, elecciones grandes hacen grande la vida. En efecto, nosotros nos convertimos en lo que elegimos, para bien y para mal. Si elegimos robar nos volvemos ladrones, si elegimos pensar en nosotros mismos nos volvemos egoístas, si elegimos odiar nos volvemos furibundos, si elegimos pasar horas delante del móvil nos volvemos dependientes. Pero si optamos por Dios nos volvemos cada día más amados y si elegimos amar nos volvemos felices. Es así, porque la belleza de las decisiones depende del amor: no olvidar esto. Jesús sabe que si vivimos cerrados e indiferentes nos quedamos paralizados, pero si nos gastamos por los demás nos hacemos libres. El Señor de la vida nos quiere llenos de vida y nos da el secreto de la vida: esta se posee solamente entregándola. Y esta es una regla de vida: la vida se posee, ahora y eternamente, sólo dándola.

Es verdad que hay obstáculos que vuelven arduas las elecciones: a menudo el miedo, la inseguridad, los porqués sin respuesta, tantos porqués. Sin embargo, el amor nos pide que vayamos más allá, que no nos quedemos sujetos a los porqués de la vida, esperando que llegue una respuesta del Cielo. La respuesta ha llegado, es la mirada del Padre que nos ama y nos ha enviado el Hijo. No, el amor nos impulsa a pasar de los porqués al para quién, del por qué vivo al para quién vivo, del por qué me pasa esto al para quién puedo hacer el bien. ¿Para quién? No sólo para mí mismo: la vida ya está llena de decisiones que tomamos mirando nuestro beneficio, para tener un título de estudios, amigos, una casa, para satisfacer los propios intereses, los propios pasatiempos. Pero corremos el riesgo de que pasen los años pensando en nosotros mismos sin comenzar a amar. Manzoni nos da un hermoso consejo: «Se debería pensar más en hacer el bien que en estar bien; y así se acabaría estando mejor» (Los novios, cap. XXXVIII).

Pero no sólo las dudas y los porqués son los que debilitan las grandes elecciones generosas, hay muchos más obstáculos, todos los días. Está la fiebre del consumo, que narcotiza el corazón con cosas superfluas. Se encuentra la obsesión por la diversión, que parece el único modo para evadir los problemas, y en cambio sólo pospone los problemas. Hay una fijación en la reclamación de los propios derechos, olvidando el deber de ayudar. Y también está la gran ilusión sobre el amor, que parece algo que hay que vivir a fuerza de emociones, cuando amar es sobre todo: don, elección y sacrificio. Elegir, especialmente hoy, es no dejarse domesticar por la homogeneización, es no dejarse anestesiar por los mecanismos de consumo que desactivan la originalidad, es saber renunciar al aparentar y al mostrarse. Elegir la vida es luchar contra la mentalidad del usar y tirar y del todo y rápido, para conducir la existencia hacia la meta del Cielo, hacia los sueños de Dios. Elegir la vida es vivir, y nosotros hemos nacido para vivir, no para ir tirando. Esto ha dicho un joven como vosotros [el beato Pier Giorgio Frassati]: “Yo quiero vivir, no ir tirando”.

Muchas elecciones surgen cada día en el corazón. Quisiera darles un último consejo para que se entrenen a elegir bien. Si nos miramos dentro, vemos que a menudo nacen en nosotros dos preguntas distintas. Una es: ¿Qué me apetece hacer? Es una pregunta que con frecuencia engaña, porque insinúa que lo importante es pensar en uno mismo y seguir todos los deseos e impulsos que uno tiene. Sin embargo la pregunta que el Espíritu Santo sugiere al corazón es otra: no ¿qué me apetece hacer?, sino ¿qué te hace bien? Aquí está la elección de cada día: ¿Qué quiero hacer o qué me hace bien? De esta búsqueda interior pueden nacer elecciones banales o elecciones de vida, depende de nosotros. Miremos a Jesús, pidámosle la valentía de elegir lo que nos hace bien, para seguir sus huellas en el camino del amor, y encontrar la alegría. Para vivir, no para ir tirando.

CLAVE DE LECTURA 4

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 22 de noviembre de 2020

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy celebramos la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo, que cierra el año litúrgico, la gran parábola en la que se despliega el misterio de Cristo: todo el año litúrgico. Él es el Alfa y el Omega, el comienzo y el cumplimiento de la historia; y la liturgia de hoy se centra en el “omega”, es decir, en el destino final. El sentido de la historia se comprende teniendo ante nuestros ojos su culminación: el final es también el fin. Y esto es precisamente lo que hace Mateo, en el Evangelio de este domingo (25, 31-46), colocando el discurso de Jesús sobre el juicio universal en el epílogo de su vida terrenal: Él, a quien los hombres están a punto de condenar, es en realidad el juez supremo. En su muerte y resurrección, Jesús se mostrará como el Señor de la historia, el Rey del universo, el Juez de todo. Pero la paradoja cristiana es que el Juez no reviste una realeza temible, sino que es un pastor lleno de mansedumbre y misericordia.

En efecto, Jesús, en esta parábola del juicio final, utiliza la imagen del pastor. Toma las imágenes del profeta Ezequiel, que hablaba de la intervención de Dios en favor del pueblo, contra los malos pastores de Israel (cf. 34, 1-10). Aquellos habían sido crueles, explotadores, prefiriendo alimentarse ellos mismos en lugar del rebaño; por lo tanto, Dios mismo promete cuidar personalmente de su rebaño, defendiéndolo de las injusticias y los abusos. Esta promesa de Dios para su pueblo se cumplió plenamente en Jesucristo, el Pastor, precisamente Él es el Buen Pastor. También Él mismo dice de sí: «Yo soy el buen pastor» (Jn 10, 11.14).

En la página evangélica de hoy, Jesús se identifica no sólo con el rey pastor, sino también con las ovejas perdidas. Podríamos hablar de una “doble identidad”: el rey-pastor, Jesús, se identifica también con las ovejas, es decir, con los hermanos más pequeños y necesitados. Y así indica el criterio del juicio: se efectuará sobre la base del amor concreto dado o negado a estas personas, porque él mismo, el juez, está presente en cada una de ellas. Él es juez, Él es Dios-hombre, pero Él es también el pobre, Él está escondido, está presente en la persona de los pobres que Él menciona precisamente allí. Jesús dice: «En verdad os digo que cuanto hicisteis (o no hicisteis) a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí lo hicisteis (o no lo hicisteis)» (vv. 40.45). Seremos juzgados por el amor. El juicio será por el amor. No por el sentimiento, no: por las obras, por la compasión que se hace cercanía y ayuda solícita.

¿Yo me acerco a Jesús presente en la persona de los enfermos, de los pobres, de los que sufren, de los presos, de los que tienen hambre y sed de justicia? ¿Me acerco a Jesús presente allí? Esta es la pregunta de hoy.

El Señor, pues, en el fin del mundo, pasará revista a su rebaño, y lo hará no sólo del lado del pastor, sino también del lado de las ovejas, con las que se ha identificado. Y nos preguntará: “¿Has sido un poco pastor, como yo?”. “¿Has sido pastor mío, de mí, que estaba presente en esa gente necesitada, o has sido indiferente?”. Hermanos y hermanas, guardémonos de la lógica de la indiferencia, de lo que viene inmediatamente a la mente: mirar a otra parte cuando vemos un problema. Recordemos la parábola del Buen Samaritano. Aquel pobre hombre, herido por los bandidos, tirado en el suelo, entre la vida y la muerte, estaba allí solo. Pasó un sacerdote, lo vio, y se fue, miró hacia otro lado. Pasó un levita, lo vio y miró hacia otro lado. ¿Soy yo, ante mis hermanos y hermanas necesitados, tan indiferente como este sacerdote, como este levita, y miro a otra parte? Seré juzgado por esto: por cómo me acerqué, por cómo miré a Jesús presente en la necesidad. Esta es la lógica, y no lo digo yo, lo dice Jesús: “Lo que hicisteis a éste, a éste, a éste, me lo habéis hecho a mí. Y lo que no hicisteis a éste, a éste, a éste, a éste, a mí no lo hicisteis, porque yo estaba allí”. Qué Jesús nos enseñe esta lógica, esta lógica de cercanía, de acercarnos a Él, con amor, en la persona de los que más sufren.

Pidamos a la Virgen María que nos enseñe a reinar en el servir. Nuestra Señora, asunta al Cielo, recibió la corona real de su Hijo, porque lo siguió fielmente —es la primera discípula— en el camino del Amor. Aprendamos de ella a entrar desde ahora en el Reino de Dios, por la puerta del servicio humilde y generoso. Y volvamos a casa solamente con esta frase: “Yo estaba presente allí. ¡Gracias!” o si no “Te has olvidado de mí”.

Mt 26,14-25: El Hijo del hombre se va, como está escrito; pero, ¡ay del que va a entregarlo!
En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a los sumos sacerdotes y les propuso:
- «¿Qué estáis dispuestos a darme, si os lo entrego?»
Ellos se ajustaron con él en treinta monedas. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo.
El primer día de los Ázimos se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron:
- «¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?»
Él contestó:
- «Id a la ciudad, a casa de Fulano, y decidle: "El Maestro dice: Mi momento está cerca; deseo celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos."»
Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua.
Al atardecer se puso a la mesa con los Doce. Mientras comían dijo:
- «Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar.»
Ellos, consternados, se pusieron a preguntarle uno tras otro:
- «¿Soy yo acaso, Señor?»
Él respondió:
- «El que ha mojado en la misma fuente que yo, ése me va a entregar. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él; pero, ¡ay del que va a entregar al Hijo del hombre!; más le valdría no haber nacido.»
Entonces preguntó judas, el que lo iba a entregar:
- «¿Soy yo acaso, Maestro?»
Él respondió:
- «Tú lo has dicho.»

"Judas, ¿dónde estás?"

Miércoles, 8 de abril de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

El Miércoles Santo también se llama “miércoles de la traición”, el día en que se subraya en la Iglesia la traición de Judas. Judas vende al Maestro.

Cuando pensamos en el hecho de vender a la gente, nos viene a la mente el comercio hecho con los esclavos de África para llevarlos a América —una cosa antigua— luego el comercio, por ejemplo, de las jóvenes yazidíes vendidas al Daesh: pero es una cosa lejana, es una cosa... También hoy en día se vende gente. Todos los días. Hay Judas que venden a sus hermanos y hermanas: explotándolos en el trabajo, no pagando lo justo, no reconociendo los deberes... Es más, venden muchas veces lo más querido. Creo que para estar más cómodo un hombre es capaz de alejar a los padres y no verlos más; ponerlos protegidos en una residencia y no ir a verlos... vende. Hay un dicho muy común que, hablando de gente así, dice que “este es capaz de vender a su madre”: y la vende. Ahora están tranquilos, están alejados: “Cuídenlos ustedes...”.

Hoy en día el comercio de seres humanos es como el de otros tiempos: se hace. ¿Y esto por qué? Porque Jesús lo dijo. Él le dio al dinero un señorío. Jesús dijo: “No podéis servir a Dios y al dinero” (cf. Lc 16,13), dos señores. Es lo único que Jesús pone a un nivel, y cada uno de nosotros debe elegir: o sirves a Dios, y serás libre en la adoración y el servicio, o sirves al dinero, y serás esclavo del dinero. Esta es la opción; y mucha gente quiere servir a Dios y al dinero. Y esto no puede hacerse. Al final fingen que sirven a Dios para servir al dinero. Son los explotadores ocultos que socialmente son impecables, pero bajo la mesa comercian, incluso con la gente: no importa. La explotación humana consiste en vender al prójimo.

Judas se ha ido, pero ha dejado discípulos, que no son sus discípulos, sino del diablo. No sabemos cómo fue la vida de Judas. Un muchacho normal, tal vez, e incluso con inquietudes, porque el Señor lo llamó a ser discípulo. Él nunca logró serlo: no tenía boca de discípulo ni corazón de discípulo, como hemos leído en la primera Lectura. Era débil en el discipulado, pero Jesús lo amaba... Luego el Evangelio nos hace comprender que le gustaba el dinero: en casa de Lázaro, cuando María ungió los pies de Jesús con aquel perfume tan caro, hizo una reflexión y Juan subraya: “Pero no lo dice porque amaba a los pobres: porque era ladrón” (cf. Jn 12,6). El amor por el dinero lo había llevado fuera de las reglas: a robar, y de robar a traicionar hay un paso, pequeñito. Quien ama demasiado el dinero traiciona para tener más, siempre: es una regla, es un hecho comprobado. El Judas muchacho, quizás bueno, con buenas intenciones, termina siendo un traidor hasta el punto de ir al mercado a vender: “Fue donde los sumos sacerdotes y les dijo: «¿Qué me daréis, si os lo entrego?»” (cf. Mt 26,14). En mi opinión, este hombre estaba fuera de sí.

Una cosa que me llama la atención es que Jesús nunca le dice “traidor”; dice que será traicionado, pero no le dice a él “traidor”. Nunca dice: “Vete, traidor”. ¡Nunca! Es más, le llama: “Amigo”, y lo besa. El misterio de Judas: ¿cómo es el misterio de Judas? No sé... Don Primo Mazzolari lo explicó mejor que yo... Sí, me consuela contemplar aquel capitel de Vézelay: ¿cómo terminó Judas? No lo sé. Jesús amenaza con fuerza, aquí; amenaza con fuerza: “¡Ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le habría valido a ese hombre no haber nacido!” (cf. Mt 26,24). ¿Pero eso significa que Judas está en el infierno? No lo sé. Yo miro el capitel. Y escucho la palabra de Jesús: “Amigo”.

Pero esto nos hace pensar en otra cosa, que es más real, más que hoy: el diablo entró en Judas, fue el diablo quien lo llevó a este punto. ¿Y cómo terminó la historia? El diablo es un mal pagador. No es un pagador confiable. Te promete todo, te hace ver todo y al final te deja solo a ahorcarte en tu desesperación.

El corazón de Judas, inquieto, atormentado por la codicia y atormentado por el amor a Jesús —un amor que no ha logrado hacerse amor—, atormentado por esta niebla, vuelve a los sacerdotes pidiendo perdón, pidiendo salvación. “¿A nosotros, ¿qué? Tú verás...” (cf. Mt 27,4): el diablo habla así y nos deja en la desesperación.

Pensemos en tantos Judas institucionalizados en este mundo, que explotan a la gente. Y también pensemos en el pequeño Judas que cada uno de nosotros tiene dentro de sí a la hora de elegir: entre lealtad o interés. Cada uno de nosotros tiene la capacidad de traicionar, de vender, de elegir por el propio interés. Cada uno de nosotros tiene la posibilidad de dejarse atraer por el amor al dinero o a los bienes o al bienestar futuro. “Judas, ¿dónde estás?”. Pero la pregunta la hago a cada uno de nosotros: “Tú, Judas, el pequeño Judas que tengo dentro: ¿dónde estás?”.

Lc 4,16-21: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido.
En aquel tiempo, fue Jesús a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:
«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido.
Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista;
para dar libertad a los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor.»
Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirles:
- «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír.»

CLAVE DE LECTURA 1

SANTA MISA CRISMAL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Jueves Santo, 18 de abril de 2019

 

El Evangelio de Lucas que acabamos de escuchar nos hace revivir la emoción de aquel momento en el que el Señor hace suya la profecía de Isaías, leyéndola solemnemente en medio de su gente. La sinagoga de Nazaret estaba llena de parientes, vecinos, conocidos, amigos...  y no tanto. Y todos tenían los ojos fijos en Él. La Iglesia siempre tiene los ojos fijos en Jesucristo, el Ungido a quien el Espíritu envía para ungir al Pueblo de Dios.

Los evangelios nos presentan a menudo esta imagen del Señor en medio de la multitud, rodeado y apretujado por la gente que le acerca sus enfermos, le ruega que expulse los malos espíritus, escucha sus enseñanzas y camina con Él. «Mis ovejas oyen mi voz. Yo las conozco y ellas me siguen» (Jn 10,27-28).

El Señor nunca perdió este contacto directo con la gente, siempre mantuvo la gracia de la cercanía, con el pueblo en su conjunto y con cada persona en medio de esas multitudes. Lo vemos en su vida pública, y fue así desde el comienzo: el resplandor del Niño atrajo mansamente a pastores, a reyes y a ancianos soñadores como Simeón y Ana. También fue así en la Cruz; su Corazón atrae a todos hacia sí (cf. Jn 12,32): Verónicas, cireneos, ladrones, centuriones...

No es despreciativo el término “multitud”. Quizás en el oído de alguno, multitud pueda sonar a masa anónima, indiferenciada... Pero en el Evangelio vemos que cuando interactúan con el Señor —que se mete en ellas como un pastor en su rebaño— las multitudes se transforman. En el interior de la gente se despierta el deseo de seguir a Jesús, brota la admiración, se cohesiona el discernimiento.

Quisiera reflexionar con ustedes acerca de estas tres gracias que caracterizan la relación entre Jesús y la multitud.

La gracia del seguimiento

Dice Lucas que las multitudes «lo buscaban» (Lc 4,42) y «lo seguían» (Lc 14,25), “lo apretujaban”, “lo rodeaban” (cf. Lc 8,42-45) y «se juntaban para escucharlo» (Lc 5,15). El seguimiento de la gente va más allá de todo cálculo, es un seguimiento incondicional, lleno de cariño. Contrasta con la mezquindad de los discípulos cuya actitud con la gente raya en crueldad cuando le sugieren al Señor que los despida, para que se busquen algo para comer. Aquí, creo yo, empezó el clericalismo: en este querer asegurarse la comida y la propia comodidad desentendiéndose de la gente. El Señor cortó en seco esta tentación. «¡Denles ustedes de comer!» (Mc 6,37), fue la respuesta de Jesús; «¡háganse cargo de la gente!».

La gracia de la admiración

La segunda gracia que recibe la multitud cuando sigue a Jesús es la de una admiración llena de alegría. La gente se maravillaba con Jesús (cf. Lc 11,14), con sus milagros, pero sobre todo con su misma Persona. A la gente le encantaba saludarlo por el camino, hacerse bendecir y bendecirlo, como aquella mujer que en medio de la multitud le bendijo a su Madre.  Y el Señor, por su parte, se admiraba de la fe de la gente, se alegraba y no perdía oportunidad para hacerlo notar.

La gracia del discernimiento

La tercera gracia que recibe la gente es la del discernimiento. «La multitud se daba cuenta (a dónde se había ido Jesús) y lo seguía» (Lc 9,11). «Se admiraban de su doctrina, porque enseñaba con autoridad» (Mt 7,28-29; cf. Lc 5,26). Cristo, la Palabra de Dios hecha carne, suscita en la gente este carisma del discernimiento; no ciertamente un discernimiento de especialistas en cuestiones disputadas. Cuando los fariseos y los doctores de la ley discutían con Él, lo que discernía la gente era la autoridad de Jesús: la fuerza de su doctrina para entrar en los corazones y el hecho de que los malos espíritus le obedecieran; y que además, por un momento, dejara sin palabras a los que implementaban diálogos tramposos. La gente gozaba con esto. Sabía distinguir y gozaba.

Ahondemos un poco más en esta visión evangélica de la multitud. Lucas señala cuatro grandes grupos que son destinatarios preferenciales de la unción del Señor: los pobres, los prisioneros de guerra, los ciegos, los oprimidos. Los nombra en general, pero vemos después con alegría que, a lo largo de la vida del Señor, estos ungidos irán adquiriendo rostro y nombre propios. Así como la unción con el aceite se aplica en una parte y su acción benéfica se expande por todo el cuerpo, así el Señor, tomando la profecía de Isaías, nombra diversas “multitudes” a las que el Espíritu lo envía, siguiendo la dinámica de lo que podemos llamar una “preferencialidad inclusiva”: la gracia y el carisma que se da a una persona o a un grupo en particular redunda, como toda acción del Espíritu, en beneficio de todos.

Los pobres (ptochoi) son los que están doblados, como los mendigos que se inclinan para pedir. Pero también es pobre (ptochè) la viuda, que unge con sus dedos las dos moneditas que eran todo lo que tenía ese día para vivir. La unción de esa viuda para dar limosna pasa desapercibida a los ojos de todos, salvo a los de Jesús, que mira con bondad su pequeñez. Con ella el Señor puede cumplir en plenitud su misión de anunciar el evangelio a los pobres. Paradójicamente, la buena noticia de que existe gente así, la escuchan los discípulos. Ella, la mujer generosa, ni se enteró de que “había salido en el Evangelio” —es decir, que su gesto sería publicado en el Evangelio—: el alegre anuncio de que sus acciones “pesan” en el Reino y valen más que todas las riquezas del mundo, ella lo vive desde adentro, como tantas santas y santos “de la puerta de al lado”.

Los ciegos están representados por uno de los rostros más simpáticos del evangelio: el de Bartimeo (cf. Mc 10,46-52), el mendigo ciego que recuperó la vista y, a partir de ahí, solo tuvo ojos para seguir a Jesús por el camino. ¡La unción de la mirada! Nuestra mirada, a la que los ojos de Jesús pueden devolver ese brillo que solo el amor gratuito puede dar, ese brillo que a diario nos lo roban las imágenes interesadas o banales con que nos atiborra el mundo.

Para nombrar a los oprimidos (tethrausmenous), Lucas usa una expresión que contiene la palabra “trauma”. Ella basta para evocar la Parábola, quizás la preferida de Lucas, la del Buen Samaritano que unge con aceite y venda las heridas (traumata: Lc 10,34) del hombre que había sido molido a palos y estaba tirado al costado del camino. ¡La unción de la carne herida de Cristo! En esa unción está el remedio para todos los traumas que dejan a personas, a familias y a pueblos enteros fuera de juego, como excluidos y sobrantes, al costado de la historia.

Los cautivos son los prisioneros de guerra (aichmalotos), los que eran llevados a punta de lanza (aichmé). Jesús usará la expresión al referirse a la cautividad y deportación de Jerusalén, su ciudad amada (Lc 21,24). Hoy las ciudades se cautivan no tanto a punta de lanza sino con los medios más sutiles de colonización ideológica. Solo la unción de la propia cultura, amasada con el trabajo y el arte de nuestros mayores, puede liberar a nuestras ciudades de estas nuevas esclavitudes.

Viniendo a nosotros, queridos hermanos sacerdotes, no tenemos que olvidar que nuestros modelos evangélicos son esta “gente”, esta multitud con estos rostros concretos, a los que la unción del Señor realza y vivifica. Ellos son los que completan y vuelven real la unción del Espíritu en nosotros, que hemos sido ungidos para ungir. Hemos sido tomados de en medio de ellos y sin temor nos podemos identificar con esta gente sencilla. Cada uno de nosotros tiene su propia historia. Un poco de memoria nos hará mucho bien. Ellos son imagen de nuestra alma e imagen de la Iglesia. Cada uno encarna el corazón único de nuestro pueblo.

Nosotros, sacerdotes, somos el pobre y quisiéramos tener el corazón de la viuda pobre cuando damos limosna y le tocamos la mano al mendigo y lo miramos a los ojos. Nosotros, sacerdotes, somos Bartimeo y cada mañana nos levantamos a rezar rogando: «Señor, que pueda ver» (Lc 18,41). Nosotros, sacerdotes somos, en algún punto de nuestro pecado, el herido molido a palos por los ladrones. Y queremos estar, los primeros, en las manos compasivas del Buen Samaritano, para poder luego compadecer con las nuestras a los demás.

Les confieso que cuando confirmo y ordeno me gusta esparcir bien el crisma en la frente y en las manos de los ungidos. Al ungir bien uno experimenta que allí se renueva la propia unción. Esto quiero decir: no somos repartidores de aceite en botella. Somos ungidos para ungir. Ungimos repartiéndonos a nosotros mismos, repartiendo nuestra vocación y nuestro corazón. Al ungir somos reungidos por la fe y el cariño de nuestro pueblo. Ungimos ensuciándonos las manos al tocar las heridas, los pecados y las angustias de la gente; ungimos perfumándonos las manos al tocar su fe, sus esperanzas, su fidelidad y la generosidad incondicional de su entrega que muchas personas ilustradas consideran como una superstición.

El que aprende a ungir y a bendecir se sana de la mezquindad, del abuso y de la crueldad.

Recemos, queridísimos hermanos, metiéndonos con Jesús en medio de nuestra gente, es el puesto más hermoso. El Padre renueve en nosotros la efusión de su Espíritu de santidad y haga que nos unamos para implorar su misericordia para el pueblo que nos fue confiado y para el mundo entero. Así la multitud de las gentes, reunidas en Cristo, puedan llegar a ser el único Pueblo fiel de Dios, que tendrá su plenitud en el Reino (cf. Plegaria de ordenación de presbíteros).

CLAVE DE LECTURA 2

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD FRANCISCO A PANAMÁ CON OCASIÓN DE LA
XXXIV JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
(23-28 DE ENERO DE 2019)

SANTA MISA PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Campo San Juan Pablo II – Metro Park
Domingo, 27 de enero de 2019

 

 

«Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Entonces comenzó a decirles: Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír» (Lc 4,20-21).

Así el evangelio nos presenta el comienzo de la misión pública de Jesús. Lo hace en la sinagoga que lo vio crecer, rodeado de conocidos y vecinos y hasta quizá de alguna de sus “catequistas” de la infancia que le enseñó la ley. Momento importante en la vida del Maestro por el cual, el niño que se formó y creció en el seno de esa comunidad, se ponía de pie, tomaba la palabra para anunciar y poner en acto el sueño de Dios. Una palabra proclamada hasta entonces solo como promesa de futuro, pero que en boca de Jesús solo podía decirse en presente, haciéndose realidad: «Hoy se ha cumplido».

Jesús revela el ahora de Dios que sale a nuestro encuentro para convocarnos también a tomar parte en su ahora de «llevar la Buena Noticia a los pobres, la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia en el Señor» (cf. Lc 4,18-19). Es el ahora de Dios que con Jesús se hace presente, se hace rostro, carne, amor de misericordia que no espera situaciones ideales, situaciones perfectas para su manifestación, ni acepta excusas para su realización. Él es el tiempo de Dios que hace justa y oportuna cada situación y cada espacio. En Jesús se inicia y se hace vida el futuro prometido.

¿Cuándo? Ahora. Pero no todos los que allí lo escucharon se sintieron invitados o convocados. No todos los vecinos de Nazaret estaban preparados para creer en alguien que conocían y habían visto crecer y que los invitaba a poner en acto un sueño tan esperado. Es más, decían: “¿ Pero este no es el hijo de José?” (cf. Lc 4,22).

También a nosotros nos puede pasar lo mismo. No siempre creemos que Dios pueda ser tan concreto, tan cotidiano, tan cercano y tan real, y menos aún que se haga tan presente y actúe a través de alguien conocido como puede ser un vecino, un amigo, un familiar. No siempre creemos que el Señor nos pueda invitar a trabajar y a embarrarnos las manos junto a Él en su Reino de forma tan simple pero contundente. Cuesta aceptar que «el amor divino se haga concreto y casi experimentable en la historia con todas sus vicisitudes dolorosas y gloriosas» (Benedicto XVI, Audiencia general, 28 septiembre 2005).

Y no son pocas las veces que actuamos como los vecinos de Nazaret, que preferimos un Dios a la distancia: lindo, bueno, generoso, bien dibujadito pero distante y, sobre todo, un Dios que no incomode, un Dios “domesticado”. Porque un Dios cercano y cotidiano, un Dios amigo y hermano nos pide aprender de cercanías, de cotidianeidad y sobre todo de fraternidad. Él no quiso tener una manifestación angelical o espectacular, sino quiso regalarnos un rostro hermano y amigo, concreto, familiar. Dios es real porque el amor es real, Dios es concreto porque el amor es concreto. Y es precisamente esta «concreción del amor lo que constituye uno de los elementos esenciales de la vida de los cristianos» (cf. Benedicto XVI, Homilía, 1 marzo 2006).

Nosotros también podemos correr los mismos riesgos que los vecinos de Nazaret, cuando en nuestras comunidades el Evangelio se quiere hacer vida concreta y comenzamos a decir: “pero estos chicos, ¿no son hijos de María, José, no son hermanos de... son parientes de...? Estos, ¿no son los jovencitos que nosotros ayudamos a crecer…? Que se calle la boca, ¿cómo le vamos a creer? Ese de allá, ¿no era el que siempre rompía los vidrios con su pelota?”. Y lo que nació para ser profecía y anuncio del Reino de Dios termina domesticado y empobrecido. Querer domesticar la Palabra de Dios es tentación de todos los días.

E incluso a ustedes, queridos jóvenes, les puede pasar lo mismo cada vez que piensan que su misión, su vocación, que hasta su vida es una promesa pero solo para el futuro y nada tiene que ver con el presente. Como si ser joven fuera sinónimo de sala de espera de quien aguarda el turno de su hora. Y en el “mientras tanto” de esa hora, les inventamos o se inventan un futuro higiénicamente bien empaquetado y sin consecuencias, bien armado y garantizado y con todo “bien asegurado”. No queremos ofrecerles a ustedes un futuro de laboratorio. Es la “ficción” de alegría, no la alegría del hoy, del concreto, del amor. Y así con esta ficción de la alegría los “tranquilizamos”, los adormecemos para que no hagan ruido, para que no molesten mucho, para que no se pregunten ni nos pregunten, para que no se cuestionen ni nos cuestionen; y en ese “mientras tanto” sus sueños pierden vuelo, se vuelven rastreros, comienzan a dormirse y son “ensoñamientos” pequeños y tristes (cf. Homilía del Domingo de Ramos, 25 marzo 2018), tan solo porque consideramos o consideran que todavía no es su ahora; que son demasiado jóvenes para involucrarse en soñar y trabajar el mañana. Y así los seguimos procrastinando… Y ¿saben una cosa?, que a muchos jóvenes esto les gusta. Por favor, ayudémosle a que no les guste, a que se rebelen, a que quieran vivir el ahora de Dios.

Uno de los frutos del pasado Sínodo fue la riqueza de poder encontrarnos y, sobre todo, escucharnos. La riqueza de la escucha entre generaciones, la riqueza del intercambio y el valor de reconocer que nos necesitamos, que tenemos que esforzarnos en propiciar canales y espacios en los que involucrarse en soñar y trabajar el mañana ya desde hoy. Pero no aisladamente, sino juntos, creando un espacio en común. Un espacio que no se regala ni lo ganamos en la lotería, sino un espacio por el que también ustedes deben pelear. Ustedes jóvenes deben pelear por su espacio hoy, porque la vida es hoy. Nadie te puede prometer un día del mañana. Tu vida hoy, es hoy. Tu jugarte es hoy. Tu espacio es hoy. ¿Cómo estás respondiendo a esto?

Ustedes, queridos jóvenes, no son el futuro. Nos gusta decir: “Ustedes son el futuro…”. No, son el presente. No son el futuro de Dios, ustedes jóvenes son el ahora de Dios. Él los convoca, los llama en sus comunidades, los llama en sus ciudades para ir en búsqueda de sus abuelos, de sus mayores; a ponerse de pie junto a ellos, tomar la palabra y poner en acto el sueño con el que el Señor los soñó.

No mañana, ahora, porque allí , ahora, donde está tu tesoro está también tu corazón (cf. Mt 6,21); y aquello que los enamore conquistará no solo vuestra imaginación, sino que lo afectará todo. Será lo que los haga levantarse por la mañana y los impulse en las horas de cansancio, lo que les rompa el corazón y lo que les haga llenarse de asombro, de alegría y de gratitud. Sientan que tienen una misión y enamórense, que eso lo decidirá todo (cf. Pedro Arrupe, S.J., Nada es más práctico). Podremos tener todo, pero, queridos jóvenes, si falta la pasión del amor, faltará todo. ¡La pasión del amor hoy! ¡Dejemos que el Señor nos enamore y nos lleve hasta el mañana!

Para Jesús no hay un “mientras tanto” sino amor de misericordia que quiere anidar y conquistar el corazón. Él quiere ser nuestro tesoro, porque Jesús no es un “mientras tanto” en la vida o una moda pasajera, es amor de entrega que invita a entregarse.

Es amor concreto, de hoy, cercano, real; es alegría festiva que nace al optar y participar en la pesca milagrosa de la esperanza y la caridad, la solidaridad y la fraternidad frente a tanta mirada paralizada y paralizante por los miedos y la exclusión, la especulación y la manipulación.

Hermanos: El Señor y su misión no son un “mientras tanto” en nuestra vida, un algo pasajero, no son solo una Jornada Mundial de la Juventud, ¡son nuestra vida de hoy y caminando!

Todos estos días de forma especial ha susurrado como música de fondo el hágase de María. Ella no solo creyó en Dios y en sus promesas como algo posible, le creyó a Dios, se animó a decir “sí” para participar en este ahora del Señor. Sintió que tenía una misión, se enamoró y eso lo decidió todo. Que ustedes sientan que tienen una misión, se dejen enamorar y el Señor decidirá todo.

Y como sucedió en la sinagoga de Nazaret, el Señor, en medio nuestro, sus amigos y conocidos, vuelve a ponerse de pie, a tomar el libro y decirnos: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír» (Lc 4,21).

Queridos jóvenes, ¿quieren vivir la concreción de su amor? Que vuestro “sí” siga siendo la puerta de ingreso para que el Espíritu Santo nos regale un nuevo Pentecostés, a la Iglesia y al mundo. Que así sea.

CLAVE DE LECTURA 3

SANTA MISA CRISMAL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Jueves Santo

13 de abril de 2017

 

«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la Buena noticia a los pobres, me ha enviado a anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos» (Lc 4, 18). El Señor, Ungido por el Espíritu, lleva la Buena Noticia a los pobres. Todo lo que Jesús anuncia, y también nosotros, sacerdotes, es Buena Noticia. Alegre con la alegría evangélica: de quien ha sido ungido en sus pecados con el aceite del perdón y ungido en su carisma con el aceite de la misión, para ungir a los demás. Y, al igual que Jesús, el sacerdote hace alegre al anuncio con toda su persona. Cuando predica la homilía, —breve en lo posible— lo hace con la alegría que traspasa el corazón de su gente con la Palabra con la que el Señor lo traspasó a él en su oración. Como todo discípulo misionero, el sacerdote hace alegre el anuncio con todo su ser. Y, por otra parte, son precisamente los detalles más pequeños —todos lo hemos experimentado— los que mejor contienen y comunican la alegría: el detalle del que da un pasito más y hace que la misericordia se desborde en la tierra de nadie. El detalle del que se anima a concretar y pone día y hora al encuentro. El detalle del que deja que le usen su tiempo con mansa disponibilidad…

La Buena Noticia puede parecer una expresión más, entre otras, para decir «Evangelio»: como buena nueva o feliz anuncio. Sin embargo, contiene algo que cohesiona en sí todo lo demás: la alegría del Evangelio. Cohesiona todo porque es alegre en sí mismo.

La Buena Noticia es la perla preciosa del Evangelio. No es un objeto, es una misión. Lo sabe el que experimenta «la dulce y confortadora alegría de anunciar» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 10).

La Buena Noticia nace de la Unción. La primera, la «gran unción sacerdotal» de Jesús, es la que hizo el Espíritu Santo en el seno de María.

En aquellos días, la feliz noticia de la Anunciación hizo cantar el Magníficat a la Madre Virgen, llenó de santo silencio el corazón de José, su esposo, e hizo saltar de gozo a Juan en el seno de su madre Isabel.

Hoy, Jesús regresa a Nazaret, y la alegría del Espíritu renueva la Unción en la pequeña sinagoga del pueblo: el Espíritu se posa y se derrama sobre él ungiéndolo con oleo de alegría (cf. Sal 45,8).

La Buena Noticia. Una sola Palabra —Evangelio— que en el acto de ser anunciado se vuelve alegre y misericordiosa verdad.

Que nadie intente separar estas tres gracias del Evangelio: su Verdad —no negociable—, su Misericordia —incondicional con todos los pecadores— y su Alegría —íntima e inclusiva—. Verdad, misericordia y alegría: las tres juntas.

Nunca la verdad de la Buena Noticia podrá ser sólo una verdad abstracta, de esas que no terminan de encarnarse en la vida de las personas porque se sienten más cómodas en la letra impresa de los libros.

Nunca la misericordia de la Buena Noticia podrá ser una falsa conmiseración, que deja al pecador en su miseria porque no le da la mano para ponerse en pie y no lo acompaña a dar un paso adelante en su compromiso.

Nunca podrá ser triste o neutro el Anuncio, porque es expresión de una alegría enteramente personal: «La alegría de un Padre que no quiere que se pierda ninguno de sus pequeñitos» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 237). La alegría de Jesús al ver que los pobres son evangelizados y que los pequeños salen a evangelizar (cf. ibíd., 5).

Las alegrías del Evangelio —lo digo ahora en plural, porque son muchas y variadas, según el Espíritu tiene a bien comunicar en cada época, a cada persona en cada cultura particular— son alegrías especiales. Vienen en odres nuevos, esos de los que habla el Señor para expresar la novedad de su mensaje. Les comparto, queridos sacerdotes, queridos hermanos, tres íconos de odres nuevos en los que la Buena Noticia se conserva bien ―es necesario conservarla―, no se avinagra y se vierte abundantemente.

Un ícono de la Buena Noticia es el de las tinajas de piedra de las bodas de Caná (cf. Jn 2,6). En un detalle, espejan bien ese Odre perfecto que es —Ella misma, toda entera— Nuestra Señora, la Virgen María. Dice el Evangelio que «las llenaron hasta el borde» (Jn 2,7). Imagino yo que algún sirviente habrá mirado a María para ver si así ya era suficiente y habrá sido un gesto suyo el que los llevó a echar un balde más. María es el odre nuevo de la plenitud contagiosa. Queridos hermanos, sin la Virgen no podemos llevar adelante nuestro sacerdocio. «Ella es la esclavita del Padre que se estremece en la alabanza» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 286), Nuestra Señora de la prontitud, la que apenas ha concebido en su seno inmaculado al Verbo de vida, sale a visitar y a servir a su prima Isabel. Su plenitud contagiosa nos permite superar la tentación del miedo: ese no animarnos a ser llenados hasta el borde, y mucho más aún, esa pusilanimidad de no salir a contagiar de gozo a los demás. Nada de eso: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús» (Ibíd., 1)

El segundo ícono de la Buena Noticia que deseo compartir con vosotros es aquella vasija que —con su cucharón de madera—, al pleno sol del mediodía, portaba sobre su cabeza la Samaritana. Refleja bien una cuestión esencial: la de la concreción. El Señor —que es la Fuente de Agua viva— no tenía «con qué» sacar agua para beber unos sorbos. Y la Samaritana sacó agua de su vasija con el cucharón y sació la sed del Señor. Y la sació más con la confesión de sus pecados concretos. Agitando el odre de esa alma samaritana, desbordante de misericordia, el Espíritu Santo se derramó en todos los paisanos de aquel pequeño pueblo, que invitaron al Señor a hospedarse entre ellos.  

Un odre nuevo con esta concreción inclusiva nos lo regaló el Señor en el alma samaritana que fue Madre Teresa. Él llamó y le dijo: «Tengo sed», «pequeña mía, ven, llévame a los agujeros de los pobres. Ven, sé mi luz. No puedo ir solo. No me conocen, y por eso no me quieren. Llévame hasta ellos». Y ella, comenzando por uno concreto, con su sonrisa y su modo de tocar con las manos las heridas, llevó la Buena Noticia a todos. El modo de tocar las heridas con las manos: las caricias sacerdotales a los enfermos, a los desesperados. El sacerdote hombre de la ternura. Concreción y ternura.

El tercer ícono de la Buena Noticia es el Odre inmenso del Corazón traspasado del Señor: integridad mansa —humilde y pobre— que atrae a todos hacia sí. De él tenemos que aprender que anunciar una gran alegría a los muy pobres no puede hacerse sino de modo respetuoso y humilde hasta la humillación. Concreta, tierna y humilde: así la evangelización será alegre. No puede ser presuntuosa la evangelización. No puede ser rígida la integridad de la verdad, porque la verdad se ha hecho carne, se ha hecho ternura, se ha hecho niño, se ha hecho hombre, se ha hecho pecado en cruz (cf. 2 Co 5,21). El Espíritu anuncia y enseña «toda la verdad» (Jn 16,13) y no teme hacerla beber a sorbos. El Espíritu nos dice en cada momento lo que tenemos que decir a nuestros adversarios (cf. Mt 10,19) e ilumina el pasito adelante que podemos dar en ese momento. Esta mansa integridad da alegría a los pobres, reanima a los pecadores, hace respirar a los oprimidos por el demonio.

Queridos sacerdotes, que contemplando y bebiendo de estos tres odres nuevos, la Buena Noticia tenga en nosotros la plenitud contagiosa que transmite con todo su ser nuestra Señora, la concreción inclusiva del anuncio de la Samaritana, y la integridad mansa con que el Espíritu brota y se derrama, incansablemente, del Corazón traspasado de Jesús nuestro Señor.

CLAVE DE LECTURA 3

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 23 de enero de 2022

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de la Liturgia de hoy vemos a Jesús que inaugura su predicación (cf. Lc 4,14-21): es la primera predicación de Jesús. Se dirige a Nazaret, donde creció, y participa en la oración en la sinagoga. Se levanta a leer y, en el volumen del profeta Isaías, encuentra el pasaje sobre el Mesías, que proclama un mensaje de consolación y liberación para los pobres y los oprimidos (cf. Is 61,1-2). Terminada la lectura, «todos los ojos estaban fijos en él» (v. 20). Y Jesús inicia diciendo: «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (v. 21). Detengámonos en este hoy. Es la primera palabra de la predicación de Jesús contada en el Evangelio de Lucas. Pronunciada por el Señor, indica un “hoy” que atraviesa toda época y permanece siempre válido. La Palabra de Dios siempre es “hoy”. Empieza un “hoy”: cuando tú lees la Palabra de Dios, en tu alma empieza un “hoy”, si tú la comprendes bien. Hoy. La profecía de Isaías se remontaba a siglos antes, pero Jesús, «por la fuerza del Espíritu» (v. 14), la hace actual y, sobre todo, la lleva a cumplimiento e indica la forma de recibir la Palabra de Dios: hoy. No como una historia antigua, no: hoy. Hoy habla a tu corazón.

Los paisanos de Jesús están admirados por sus palabras. Incluso si, nublados por los prejuicios, no le creen, se dan cuenta de que su enseñanza es diferente de la de otros maestros (cf. v. 22): intuyen que en Jesús hay más. ¿El qué? Está la unción del Espíritu Santo. A veces, sucede que nuestras predicaciones y nuestras enseñanzas permanecen genéricas, abstractas, no tocan el alma y la vida de la gente. ¿Y por qué? Porque les falta la fuerza de este hoy, ese que Jesús “llena de sentido” con el poder del Espíritu es el hoy. Hoy te está hablando. Sí a veces se escuchan conferencias impecables, discursos bien construidos, pero que no mueven el corazón, y así todo queda como antes. También muchas homilías —lo digo con respeto, pero con dolor— son abstractas, y en vez de despertar el alma la duermen. Cuando los fieles empiezan a mirar el reloj —“¿cuándo terminará esto?”— duermen el alma. La predicación corre este riesgo: sin la unción del Espíritu empobrece la Palabra de Dios, cae en el moralismo o en conceptos abstractos; presenta el Evangelio con desapego, como si estuviera fuera del tiempo, lejos de la realidad. Y este no es el camino. Pero una palabra en la que no palpita la fuerza del hoy no es digna de Jesús y no ayuda a la vida de la gente. Por esto quien predica, por favor, es el primero que debe experimentar el hoy de Jesús, para así poderlo comunicar en el hoy de los otros. Y si quiere dar clases, conferencias, que lo haga, pero en otro lado, no en el momento de la homilía, donde debe dar la Palabra para que sacuda los corazones.

Queridos hermanos y hermanas, en este Domingo de la Palabra de Dios quisiera dar las gracias a los predicadores y los anunciadores del Evangelio que permanecen fieles a la Palabra que sacude el corazón, que permanecen fieles al “hoy”. Recemos por ellos, para que vivan el hoy de Jesús, la dulce fuerza de su Espíritu que vuelve viva la Escritura. La Palabra de Dios, de hecho, es viva y eficaz (cf. Hb 4,12), nos cambia, entra en nuestros asuntos, ilumina nuestra vida cotidiana, consuela y pone orden. Recordemos: la Palabra de Dios transforma una jornada cualquiera en el hoy en el que Dios nos habla. Entonces, tomemos el Evangelio en la mano, cada día un pequeño pasaje para leer y releer. Llevad en el bolsillo el Evangelio o en el bolso, para leerlo en el viaje, en cualquier momento y leerlo con calma. Con el tiempo descubriremos que esas palabras están hechas a propósito para nosotros, para nuestra vida. Nos ayudarán a acoger cada día con una mirada mejor, más serena, porque, cuando el Evangelio entra en el hoy, lo llena de Dios. Quisiera haceros una propuesta. En los domingos de este año litúrgico es proclamado el Evangelio de Lucas, el Evangelio de la misericordia. ¿Por qué no leerlo también personalmente, entero, un pequeño pasaje cada día? Un pequeño pasaje. Familiaricémonos con el Evangelio, ¡nos traerá la novedad y la alegría de Dios!

La Palabra de Dios es también el faro que guía el recorrido sinodal iniciado en toda la Iglesia. Mientras nos comprometemos a escucharnos unos a otros, con atención y discernimiento —porque no es hacer una encuesta de opiniones, no, sino discernir la Palabra, ahí—, escuchemos juntos la Palabra de Dios y el Espíritu Santo. Y que la Virgen nos conceda la constancia para nutrirnos cada día con el Evangelio.

 

Lc 4,24-30: Jesús, igual que Elías y Eliseo, no ha sido enviado únicamente a los judíos.
En aquel tiempo, dijo Jesús al pueblo en la sinagoga de Nazaret:
- «Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel había muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, más que a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio.»
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba.

CLAVE DE LECTURA

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 30 de enero de 2022

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la liturgia de hoy, el Evangelio narra la primera predicación de Jesús en su propio pueblo, Nazaret. El resultado es amargo: en lugar de recibir aprobación, Jesús encuentra incomprensión y también hostilidad (cf. Lc 4,21-30). Sus paisanos, más que una palabra de verdad, querían milagros, signos prodigiosos. El Señor no los realiza y ellos lo rechazan, porque dicen que ya lo conocen de pequeño: es hijo de José (cf. v. 22), etc. Así, Jesús pronuncia una frase que se ha convertido en proverbio para siempre: «Ningún profeta es bien recibido en su tierra» (v. 24).

Estas palabras revelan que el fracaso para Jesús no fue del todo inesperado. Conocía a su gente, conocía el corazón de los suyos, sabía el riesgo que corría, contaba con el rechazo. Así que podemos preguntarnos: pero si las cosas estaban así, si prevé el fracaso, ¿por qué va a su pueblo? ¿Por qué hacer el bien a personas que no están dispuestas a aceptarte? Es una pregunta que nos hacemos a menudo. Pero es una pregunta que nos ayuda a entender mejor a Dios. Ante nuestras cerrazones, Él no retrocede: no pone frenos a su amor. Ante nuestras cerrazones, Él sigue adelante. Vemos un reflejo de esto en aquellos padres que son conscientes de la ingratitud de sus hijos, pero no dejan de amarlos y hacerles el bien. Dios es así, pero a un nivel mucho más alto. Y hoy también nos invita a creer en el bien, a no escatimar esfuerzos para hacer el bien.

Sin embargo, en lo ocurrido en Nazaret encontramos algo más: la hostilidad hacia Jesús por parte de “los suyos” nos provoca: ellos no fueron acogedores... ¿Y nosotros? Para comprobarlo, veamos los modelos de acogida que propone Jesús hoy a sus paisanos y a nosotros. Son dos extranjeros: una viuda de Sarepta de Sidón y Naamán, el sirio. Ambos acogieron a los profetas: la primera a Elías, el segundo a Eliseo. Pero no fue una acogida fácil, sino que pasó por pruebas. La viuda acogió a Elías, a pesar de la hambruna y de que el profeta era perseguido (cf. 1 R 17,7-16), era un perseguido político religioso. Naamán, en cambio, a pesar de ser una persona de altísimo nivel, aceptó la petición del profeta Eliseo, que lo llevó a humillarse, a bañarse siete veces en un río (cf. 2 R 5,1-14), como si fuera un niño ignorante. La viuda y Naamán, en definitiva, aceptaron a través de la disponibilidad y la humildad. El modo de acoger a Dios es siempre estar dispuestos, acogerlo y ser humildes. La fe pasa por aquí: disponibilidad y humildad. La viuda y Naamán no rechazaron los caminos de Dios y sus profetas; fueron dóciles, no rígidos y cerrados.

Hermanos y hermanas, también Jesús recorre el camino de los profetas: se presenta como no nos lo esperamos. No lo encuentra quien busca milagros —si nosotros buscamos milagros no encontraremos a Jesús—, quien busca sensaciones nuevas, experiencias íntimas, cosas extrañas; quien busca una fe hecha de poder y signos externos. No, no lo encontrará. Solo lo encuentra, en cambio, quien acepta sus caminos y sus desafíos, sin quejas, sin sospechas, sin críticas ni caras largas. En otras palabras, Jesús te pide que lo acojas en la realidad cotidiana que vives; en la Iglesia de hoy, tal como es; en los que están cerca de ti cada día, en la concreción de los necesitados, en los problemas de tu familia, en los padres, en los hijos, los abuelos, acoger a Dios allí. Ahí está Él, invitándonos a purificarnos en el río de la disponibilidad, y en tantos y saludables baños de humildad. Se necesita humildad para encontrar a Dios, para dejarnos encontrar por Él.

Y nosotros, ¿somos acogedores, o nos parecemos a sus paisanos, que creían saberlo todo sobre Él? “Yo he estudiado teología, hice ese curso de catequesis... Lo sé todo sobre Jesús”. Sí, como un tonto... No hagas el tonto, tú no conoces a Jesús. Quizás, después de tantos años como creyentes, pensamos muchas veces que conocemos bien al Señor, con nuestras propias ideas y juicios. El riesgo es que nos acostumbremos, nos acostumbremos a Jesús. Y ¿cómo nos acostumbramos? Cerrándonos, cerrándonos a sus novedades, al momento en que Él llama a la puerta y te dice algo nuevo, quiere entrar en ti. Tenemos que salir de este permanecer fijos en nuestras posiciones. El Señor pide una mente abierta y un corazón sencillo. Y cuando una persona tiene una mente abierta, un corazón sencillo, tiene la capacidad de sorprenderse, de asombrarse. El Señor siempre nos sorprende, ésta es la belleza del encuentro con Jesús. Que la Virgen, modelo de humildad y disponibilidad, nos muestre el camino para acoger a Jesús.

 

"Dios actúa siempre en la simplicidad"

Lunes, 16 de marzo de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

En los dos textos que la Liturgia nos hace meditar hoy (cf. 2 Re 5,1-15; Lc 4,24-30), hay una actitud que atrae la atención, una actitud humana, pero no de buen espíritu: la indignación. La gente de Nazaret comenzó a escuchar a Jesús, les gustaba como hablaba, pero entonces alguien dijo: “Pero, ¿este, en qué universidad ha estudiado? ¡Este es el hijo de María y José, este era carpintero! ¿Qué viene a decirnos?” Y el pueblo se indignó. Entraron en esta indignación (cf. Lc 4,28). Y esta indignación los lleva a la violencia. Y a ese Jesús que admiraban al principio de la predicación lo arrojaron de la ciudad, y lo llevaron a la cima del monte para despeñarlo (cf. v. 29).

También Naamán —era un buen hombre este Naamán, abierto a la fe—, pero cuando el profeta le mandó uno a decirle que se bañara siete veces en el Jordán se indignó. Pero ¿por qué? «Yo me imaginaba que saldría en persona a verme y que, puesto en pie, invocaría al Señor, su Dios, y pasaría la mano sobre la parte enferma y me libraría de mi enfermedad. ¿Acaso los ríos de Damasco, el Abana y el Farfar, no valen más que todo el agua de Israel? ¿No podía yo bañarme en ellos y quedar limpio? Y dando media vuelta, se fue muy enojado» (2 Re 5,11-12). Con indignación.

También en Nazaret había gente buena; pero ¿qué hay detrás de esta gente buena que los lleva a esta actitud de indignación? Y en Nazaret peor: la violencia. Tanto la gente de la sinagoga de Nazaret como Naamán pensaban que Dios sólo se manifestaba en lo extraordinario, en las cosas fuera de lo común; que Dios no podía actuar en las cosas ordinarias de la vida, en la simplicidad. Despreciaban lo simple. Se indignaban, despreciaban las cosas simples. Y nuestro Dios nos hace entender que Él actúa siempre en la sencillez: en la sencillez de la casa de Nazaret, en la sencillez del trabajo cotidiano, en la sencillez de la oración... Las cosas sencillas. En cambio, el espíritu mundano nos lleva hacia la vanidad, hacia las apariencias...

Y ambos terminan en la violencia: Naamán era muy educado, pero le cierra la puerta en la cara al profeta y se va. La violencia, un gesto de violencia. La gente de la sinagoga comenzó a calentarse, a enfurecerse, y tomó la decisión de matar a Jesús, pero inconscientemente, y lo echaron afuera para despeñarlo. La indignación es una fea tentación que lleva a la violencia.

Hace unos días me mostraron en un teléfono móvil imágenes de la puerta de un edificio que estaba en cuarentena. Había una persona, un joven, que quería salir. Y el guardia le dijo que no podía. Y él le dio un puñetazo, con indignación, con desprecio: “¿Quién eres tú, ‘negro’, para impedirme que me vaya?”. La indignación es la actitud de los soberbios, pero de los soberbios con una fea pobreza de espíritu, los soberbios que viven sólo con la ilusión de ser más de lo que son. Es una “clase” espiritual, la gente que se indigna: de hecho, muchas veces estas personas necesitan estar indignadas, estar indignadas para sentirse persona.

También a nosotros nos puede suceder esto: “el escándalo farisaico”, lo llaman los teólogos, escandalizarme de cosas que son la sencillez de Dios, la sencillez de los pobres, la sencillez de los cristianos, como diciendo: “Pero este no es Dios. No, no. Nuestro Dios es más culto, es más sabio, es más importante. Dios no puede actuar con esta sencillez”. Y siempre la indignación te lleva a la violencia; tanto la violencia física como la violencia de las habladurías, que mata como la violencia física.

Pensemos en estos dos pasajes: la indignación de la gente en la sinagoga de Nazaret y la indignación de Naamán, porque no entendían la simplicidad de nuestro Dios.

Lc 6,17.20-26: Bienaventurados los pobres. Ay de vosotros, los ricos.
En aquel tiempo, Jesús bajó del monte con los Doce, se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón.
Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía:
«Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.
Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.
Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.
Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas.
Pero ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!
¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre!
¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis!
¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas».

CLAVE DE LECTURA

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 13 de febrero de 2022

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el centro del Evangelio de la Liturgia de hoy están las Bienaventuranzas (cf. Lc 6,20-23). Es interesante observar que Jesús, a pesar de estar rodeado de una gran multitud, las proclama volviéndose «hacia sus discípulos» (v. 20). Habla a los discípulos. Las Bienaventuranzas, de hecho, definen la identidad del discípulo de Jesús. Pueden sonar extrañas, casi incomprensibles para quien no es discípulo, pero si nos preguntamos cómo es un discípulo de Jesús, la respuesta es precisamente las Bienaventuranzas. Veamos la primera, que es la base de todas las demás: «Dichosos vosotros, los pobres, porque vuestro es el reino de Dios» (v. 20). Dichosos vosotros, los pobres. Dos cosas dice Jesús de los suyos: que son dichosos y que son pobres; es más, que son dichosos porque son pobres.

¿En qué sentido? En el sentido de que el discípulo de Jesús no encuentra su alegría en el dinero, en el poder, u otros bienes materiales, sino en los dones que recibe cada día de Dios: la vida, la creación, los hermanos y las hermanas, etc. Son dones de la vida. También los bienes que posee los comparte con gusto, porque vive en la lógica de Dios. Y ¿cuál es la lógica de Dios? La gratuidad. El discípulo ha aprendido a vivir en la gratuidad. Esta pobreza es también una actitud respecto el sentido de la vida, porque el discípulo de Jesús no cree que lo posee, que ya lo sabe todo, sino que sabe que debe aprender cada día. Y esta es una pobreza: el ser consciente de que debe aprender cada día. El discípulo de Jesús, porque tiene esta actitud, es una persona humilde y abierta, sin prejuicios ni rigidez.

Hay un bello ejemplo en el Evangelio del domingo pasado: Simón Pedro, pescador experto, acepta la invitación de Jesús de echar las redes a una hora inusual; y luego, lleno de asombro por la prodigiosa pesca, deja la barca y todas sus posesiones para seguir al Señor. Pedro demuestra ser dócil dejando todo, y así se convierte en discípulo. Sin embargo, quien está demasiado apegado a sus propias ideas y a las propias seguridades, casi nunca sigue realmente a Jesús. Lo sigue un poco, sólo en las cosas en las que “estoy de acuerdo con Él y Él está de acuerdo conmigo”, pero luego en otras no va. Y esto no es un discípulo. Y así cae en la tristeza. Se entristece porque las cuentas no cuadran, porque la realidad se escapa de sus esquemas mentales y se siente insatisfecho. El discípulo, en cambio, sabe cuestionarse, sabe buscar a Dios humildemente cada día, y eso le permite adentrarse en la realidad, acogiendo su riqueza y complejidad.

El discípulo, en otras palabras, acepta la paradoja de las Bienaventuranzas: estas declaran que es dichoso, es decir, feliz, quien es pobre, quien carece de tantas cosas y lo reconoce. Humanamente, se nos induce a pensar de otra manera: feliz es quien es rico, quien está lleno de bienes, quien recibe aplausos y es envidiado por muchos, quien tiene todas las seguridades. Pero este es un pensamiento mundano, no es el pensamiento de las Bienaventuranzas. Jesús, por el contrario, declara que el éxito mundano es un fracaso, ya que se basa en un egoísmo que infla y luego deja un vacío en el corazón. Ante la paradoja de las Bienaventuranzas, el discípulo se deja poner en crisis, consciente de que no es Dios quien debe entrar en nuestras lógicas, sino nosotros en las suyas. Y esto requiere de un camino, a veces fatigoso, pero siempre acompañado de alegría. Porque el discípulo de Jesús es alegre con la alegría que le viene de Jesús. Porque, no lo olvidemos, la primera palabra que Jesús dice es: bienaventurados; de ahí el nombre de las Bienaventuranzas. Este es el sinónimo del ser discípulos de Jesús. El Señor, al liberarnos de la esclavitud del egocentrismo, desencaja nuestras cerrazones, disuelve nuestra dureza y nos abre la verdadera felicidad, que a menudo se encuentra donde nosotros no pensamos. Es Él quien guía nuestra vida, no nosotros, con nuestras ideas preconcebidas o nuestras exigencias. Finalmente, el discípulo es aquel que se deja guiar por Jesús, que abre su corazón a Jesús, lo escucha y sigue su camino.

Entonces podemos preguntarnos —yo, cada uno de nosotros—: ¿tengo la disponibilidad del discípulo? ¿O me comporto con la rigidez de quien se siente cómodo, se siente bien y siente que ya ha llegado? ¿Me dejo "desencajar por dentro" por la paradoja de las Bienaventuranzas, o me mantengo dentro del perímetro de mis propias ideas? Y luego, con la lógica de las Bienaventuranzas, más allá de las penurias y dificultades, ¿siento la alegría de seguir a Jesús? Este es el rasgo más destacado del discípulo: la alegría del corazón. No lo olvidemos: la alegría del corazón. Esta es la piedra de toque para saber si una persona es un discípulo: ¿tiene alegría en su corazón? ¿Yo tengo alegría en mi corazón? Este es el punto.

Que la Virgen, la primera discípula del Señor, nos ayude a vivir como discípulos abiertos y alegres.

 

Lc 6,27-38: Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
–A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian.
Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.
Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen.
Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores con intención de cobrárselo.
¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada: tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos.
Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante.
La medida que uséis la usarán con vosotros.

 CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 20 de febrero de 2022 

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de la Liturgia de hoy Jesús da a sus discípulos algunas indicaciones fundamentales de vida. El Señor se refiere a las situaciones más difíciles, las que constituyen para nosotros el banco de pruebas, las que nos ponen frente a quien es nuestro enemigo y hostil, a quien busca siempre hacernos mal. En estos casos el discípulo de Jesús está llamado a no ceder al instinto y al odio, sino a ir más allá, mucho más allá. Ir más allá del instinto, ir más allá del odio. Jesús dice: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien» (Lc 6,27). Y aún más concreto: «Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra» (v. 29). Cuando nosotros escuchamos esto, nos parece que el Señor pide lo imposible. Y además ¿por qué amar a los enemigos? Si no se reacciona a los prepotentes, todo abuso tiene vía libre, y esto no es justo. ¿Pero es realmente así? ¿Realmente el Señor nos pide cosas imposibles, incluso injustas? ¿Es así?

Consideremos en primer lugar ese sentido de injusticia que advertimos en el “poner la otra mejilla”. Y pensemos en Jesús. Durante la pasión, en su injusto proceso delante del sumo sacerdote, en un momento dado recibe una bofetada por parte de uno de los guardias. ¿Y Él cómo se comporta? No lo insulta, no, dice al guardia: «Si he hablado mal, declara lo que está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18,23). Pide cuentas del mal recibido. Poner la otra mejilla no significa sufrir en silencio, ceder a la injusticia. Jesús con su pregunta denuncia lo que es injusto. Pero lo hace sin ira, sin violencia, es más, con gentileza. No quiere desencadenar una discusión, sino desactivar el rencor, esto es importante: apagar juntos el odio y la injusticia, tratando de recuperar al hermano culpable. Esto no es fácil, pero Jesús lo hizo y nos dice que lo hagamos nosotros también. Esto es poner la otra mejilla: la mansedumbre de Jesús es una respuesta más fuerte que el golpe que recibió. Poner la otra mejilla no es el repliegue del perdedor, sino la acción de quien tiene una fuerza interior más grande. Poner la otra mejilla es vencer al mal con el bien, que abre una brecha en el corazón del enemigo, desenmascarando lo absurdo de su odio. Y esta actitud, este poner la otra mejilla, no es dictado por el cálculo o por el odio, sino por el amor. Queridos hermanos y hermanas, es el amor gratuito e inmerecido que recibimos de Jesús el que genera en el corazón un modo de hacer semejante al suyo, que rechaza toda venganza. Nosotros estamos acostumbrados a las venganzas: “Me has hecho esto, yo te haré esto otro”, o a custodiar en el corazón este rencor, rencor que hace daño, destruye la persona.

Vamos a la otra objeción: ¿es posible que una persona llegue a amar a los propios enemigos? Si dependiera solo de nosotros, sería imposible. Pero recordemos que, cuando el Señor pide algo, quiere darlo. El Señor nunca nos pide algo que Él no nos dé antes. Cuando me dice que ame a los enemigos, quiere darme la capacidad de hacerlo. Sin esa capacidad nosotros no podremos, pero Él te dice “ama al enemigo” y te da la capacidad de amar. San Agustín rezaba así —escuchad qué hermosa oración—: Señor, «da lo que mandas y manda lo que quieras» (Confesiones, X, 29.40), porque me lo has dado antes. ¿Qué pedirle? ¿Qué es lo que a Dios le complace darnos? La fuerza de amar, que no es una cosa, sino que es el Espíritu Santo. La fuerza de amar es el Espíritu Santo, y con el Espíritu de Jesús podemos responder al mal con el bien, podemos amar a quien nos hace mal. Así hacen los cristianos. ¡Qué triste es cuando personas y pueblos orgullosos de ser cristianos ven a los otros como enemigos y piensan en hacer guerra! Es muy triste.

Y nosotros, ¿tratamos de vivir las invitaciones de Jesús? Pensemos en una persona que nos ha hecho mal. Cada uno piense en una persona. Es común que hayamos sufrido el mal de alguien, pensemos en esa persona. Quizá hay rencor dentro de nosotros. Entonces, a este rencor acercamos la imagen de Jesús, manso, durante el proceso, después de la bofetada. Y luego pidamos al Espíritu Santo que actúe en nuestro corazón. Finalmente recemos por esa persona: rezar por quien nos ha hecho mal (cfr. Lc 6,28). Nosotros, cuando nos han hecho algún mal, vamos enseguida a contarlo a los otros y nos sentimos víctimas. Parémonos, y recemos al Señor por esa persona, que lo ayude, y así desaparece este sentimiento de rencor. Rezar por quien nos ha tratado mal es lo primero para transformar el mal en bien. La oración. Que la Virgen María nos ayude a ser constructores de paz hacia todos, sobre todo hacia quien es hostil con nosotros y no nos gusta.

 

CLAVE DE LECTURA 2

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A MOZAMBIQUE, MADAGASCAR Y MAURICIO
(4-10 DE SEPTIEMBRE DE 2019)

SANTA MISA POR EL PROGRESO DE LOS PUEBLOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Estadio de Zimpeto, Maputo
Viernes, 6 de septiembre de 2019

 

Queridos hermanos y hermanas:

Hemos escuchado en el evangelio de Lucas un pasaje del sermón de la llanura. Después de elegir a sus discípulos y haber proclamado las bienaventuranzas, Jesús dice: «a vosotros los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos» (Lc 6,27). Una palabra dirigida también a nosotros hoy que lo escuchamos en este estadio.

Y lo dice con claridad, sencillez y firmeza señalando un sendero, un camino estrecho que necesita de algunas virtudes. Porque Jesús no es un idealista que desconoce la realidad, él está hablando del enemigo concreto, del enemigo real; el que ha descripto en la bienaventuranza anterior (6,22): de aquel que nos odia, excluye, insulta y proscribe como infame.

Muchos de vosotros todavía podéis contar en primera persona historias de violencia, odio y desencuentros; algunos en carne propia, otros de alguien conocido que ya no está, otros incluso por el miedo de que heridas del pasado se repitan e intenten borrar el camino recorrido de paz, como en Cabo Delgado.

Jesús no nos invita a un amor abstracto, etéreo o teórico, redactado en escritorios y para discursos. El camino que nos propone es el que Él recorrió primero, el que lo hizo amar a los que lo traicionaron y juzgaron injustamente, a los que lo habrían matado.

Es difícil hablar de reconciliación cuando las heridas causadas en tantos años de desencuentro están todavía frescas o invitar a dar ese paso de perdón que no significa ignorar el dolor o pedir que se pierda la memoria o los ideales (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 100). Aun así, Jesús invita a amar y a hacer el bien; que es mucho más que ignorar al que nos hizo daño o hacer el esfuerzo para que no se crucen nuestras vidas: es un mandato a una benevolencia activa, desinteresada y extraordinaria con respecto a quienes nos hirieron. Pero no se queda allí, también nos pide que los bendigamos y oremos por ellos; es decir, que nuestro decir sobre ellos sea un bien-decir, generador de vida y no de muerte, que pronunciemos sus nombres no para el insulto o la venganza sino para inaugurar un nuevo vínculo para la paz. La vara que el Maestro nos propone es alta.

Con esta invitación, Jesús quiere clausurar para siempre la práctica tan corriente —de ayer y de hoy— de ser cristianos y vivir bajo la ley del talión. No se puede pensar el futuro, construir una nación, una sociedad sustentada en la “equidad” de la violencia. No puedo seguir a Jesús si el orden que promuevo y vivo es el “ojo por ojo, diente por diente”.

Ninguna familia, ningún grupo de vecinos o una etnia, menos un país, tiene futuro si el motor que los une, convoca y tapa las diferencias es la venganza y el odio. No podemos ponernos de acuerdo y unirnos para vengarnos, para hacerle al que fue violento lo mismo que él nos hizo, para planificar ocasiones de desquite bajo formatos aparentemente legales. «Las armas y la represión violenta, más que aportar soluciones, crean nuevos y peores conflictos» (ibíd., 60). La “equidad” de la violencia siempre es un espiral sin salida y su costo es muy alto. Otro camino es posible porque es crucial no olvidar que nuestros pueblos tienen derecho a la paz. Vosotros tenéis derecho a la paz.

Para hacer más concreta su invitación y aplicable al día a día, Jesús propone una primera regla de oro al alcance de todos —«como queráis que la gente se porte con vosotros, de igual manera portaos con ella» (Lc 6,31)— y nos ayuda a descubrir qué es lo más importante de ese trato mutuo: amarnos, ayudarnos y prestar sin esperar nada a cambio.

“Amarnos”, nos dice Jesús; y Pablo lo traduce como “revestirnos de sentimientos de misericordia y de bondad”(cf. Col 3,12). El mundo desconocía —y sigue sin conocer— la virtud de la misericordia, de la compasión, al matar o abandonar a su suerte a discapacitados y ancianos, eliminar heridos y enfermos, o gozar con los sufrimientos de los animales. Tampoco practicaba la bondad, la amabilidad, que nos mueve a que el bien del prójimo sea tan querido como el propio.

Superar los tiempos de división y violencia supone no sólo un acto de reconciliación o la paz entendida como ausencia de conflicto, implica el compromiso cotidiano de cada uno de nosotros de tener una mirada atenta y activa que nos lleve a tratar a los demás con esa misericordia y bondad con la que queremos ser tratados; misericordia y bondad especialmente hacia aquellos que, por su condición, son rápidamente rechazados y excluidos. Se trata de una actitud de fuertes y no de débiles, una actitud de hombres y mujeres que descubren que no es necesario maltratar, denigrar o aplastar para sentirse importantes, sino al contrario. Y esta actitud es la fuerza profética que Jesucristo mismo nos enseñó al querer identificarse con ellos (cf. Mt 25,35-45) y mostrarnos que el servicio es el camino.

Mozambique es un territorio lleno de riquezas naturales y culturales, pero paradójicamente con una enorme cantidad de su población bajo la línea de pobreza. Y a veces pareciera que quienes se acercan bajo el supuesto deseo de ayudar, tienen otros intereses. Y es triste cuando esto se constata entre hermanos de la misma tierra que se dejan corromper; es muy peligroso aceptar que la corrupción sea el precio que tenemos que pagar ante la ayuda extranjera.

«No será así entre vosotros» (Mt 20,26; cf. vv. 26-28). Con sus palabras, Jesús nos impulsa a ser protagonistas de otro trato: el de su Reino. Aquí y ahora, semillas de alegría y esperanza, paz y reconciliación. Lo que el Espíritu viene a impulsar no es un activismo desbordante, sino, ante todo, una atención puesta en el otro, a reconocerlo y valorarlo como hermano hasta sentir su vida y su dolor como nuestra vida y nuestro dolor. Este es el mejor termómetro para descubrir todas las ideologías de cualquier tipo que intentan manipular a los pobres y a las situaciones de injusticia para el servicio de intereses políticos o personales (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 199). Sólo así seremos, allí donde nos encontremos, semillas e instrumentos de paz y reconciliación.

Queremos que reine la paz en nuestros corazones y en el palpitar de nuestro pueblo. Queremos un futuro de paz. Queremos «que la paz de Cristo reine en vuestros corazones» (Col 3,15), como bien lo decía la carta de san Pablo. Él utiliza un verbo que viene del campo de los deportes; es la palabra que se refiere al árbitro que decide las cosas discutibles: “que la paz de Cristo sea el árbitro en vuestros corazones”. Si la paz de Cristo es el árbitro en nuestros corazones, entonces, cuando los sentimientos estén en conflicto y nos sintamos impulsados ante dos sentidos opuestos, “juguémonos” por Cristo. La decisión de Cristo nos mantendrá en el camino del amor, en la senda de la misericordia, en la opción por los más pobres, en la preservación de la naturaleza. En el camino de la paz. Si Jesús es el árbitro entre las emociones conflictivas de nuestro corazón, entre las decisiones complejas de nuestro país, entonces Mozambique tiene un futuro de esperanza garantizado; entonces nuestro país cantará a Dios, dando gracias de corazón, con salmos, himnos y cantos inspirados (cf. Col 3,16).

Lc 6,39-45: Lo que rebosa del corazón, lo habla la boca.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola:
—«¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?
Un discípulo no es más que su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro.
¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano:
"Hermano, déjame que te saque la mota del ojo", sin fijarte en la viga que llevas en eltuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.
No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano.
Cada árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.
El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca.»

CLAVE DE LECTURA

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo, 27 de febrero de 2022

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de la liturgia de hoy, Jesús nos invita a reflexionar sobre nuestra mirada y sobre nuestro hablar. Mirada y hablar.

Ante todo, nuestra mirada. El riesgo que corremos, dice el Señor, es el de concentrarnos en mirar la brizna de paja en el ojo del hermano sin darnos cuenta de la viga que hay en el nuestro (cfr. Lc 6,41). En otras palabras, estamos muy atentos a los defectos de los demás, incluso a los que son pequeños como una brizna de paja, e ignoramos serenamente los nuestros otorgándoles poco peso. Es verdad lo que dice Jesús: encontramos siempre motivos para culpabilizar a los demás y justificarnos a nosotros mismos. Y muchas veces nos quejamos de las cosas que no funcionan en nuestra sociedad, en la Iglesia, en el mundo, sin cuestionarnos antes a nosotros mismos y sin comprometernos en primer lugar a cambiar —todo cambio fecundo, positivo, debe comenzar por nosotros mismos; de lo contrario, no habrá cambio—. Pero Jesús explica que haciendo esto nuestra mirada es ciega. Y si estamos ciegos no podemos pretender ser guías y maestros para los demás: de hecho, un ciego no puede guiar a otro ciego, dice el Señor (cfr. v. 39).

Queridos hermanos y hermanas, el Señor nos invita a limpiar nuestra mirada. En primer lugar, nos pide que miremos nuestro interior para reconocer nuestras miserias. Porque si no somos capaces de ver nuestros defectos, tenderemos siempre a exagerar los de los demás. En cambio, si reconocemos nuestros errores y nuestras miserias, se abre para nosotros la puerta de la misericordia. Y, después de que hayamos mirado nuestro interior, Jesús nos invita a mirar a los demás como lo hace Él —este es el secreto: mirar a los demás como lo hace Él—, que no ve antes que nada el mal sino el bien. Dios nos mira así: no ve en nosotros errores irremediables, sino que ve hijos que se equivocan. El punto de vista cambia: no se concentra en los errores, sino en los hijos que se equivocan. Dios distingue siempre la persona de sus errores. Salva siempre la persona. Cree siempre en la persona y está siempre dispuesto a perdonar los errores. Sabemos que Dios perdona siempre. Y nos invita a hacer lo mismo: a no buscar en los demás el mal, sino el bien.

Después de la mirada, Jesús nos invita hoy a reflexionar sobre nuestro modo de hablar. El Señor explica que «de la abundancia del corazón habla su boca» (v. 45). Es verdad, por el modo de hablar de alguien enseguida te das cuenta de lo que tiene en su corazón. Las palabras que usamos dicen la persona que somos. Sin embargo, a veces prestamos poca atención a nuestras palabras y las empleamos de modo superficial. Pero las palabras tienen un peso: nos permiten expresar pensamientos y sentimientos, dar voz a los miedos que sentimos y a los proyectos que queremos realizar, bendecir a Dios y a los demás. Lamentablemente, con la lengua también potemos alimentar los prejuicios, alzar barreras, agredir e incluso destruir; con la lengua podemos destruir a los hermanos: ¡las murmuraciones hieren y la calumnia puede ser más cortante que un cuchillo! Hoy en día, especialmente en el mundo digital, las palabras corren veloces; pero demasiadas vehiculan rabia y agresividad, alimentan noticias falsas y aprovechan los miedos colectivos para propagar ideas distorsionadas. Un diplomático, que fue Secretario General de las Naciones Unidas y ganó el premio Nobel de la Paz, dijo que “abusar de la palabra equivale a despreciar al ser humano” (D. Hammarskjöld, Marcas en el camino, Magnano BI 1992, 131).

Preguntémonos entonces qué tipo de palabras utilizamos: ¿palabras que expresan atención, respeto, comprensión, cercanía, compasión? ¿o más bien palabras cuya finalidad principal es hacernos quedar bien ante los demás? Y, además, ¿hablamos con mansedumbre o contaminamos el mundo esparciendo venenos: criticando, lamentándonos, alimentando la agresividad difusa?

Que la Virgen María, cuya humildad miró Dios, la Virgen del silencio a quien ahora rezamos, nos ayude a purificar nuestra mirada y nuestro modo de hablar.

 

VISITA PASTORAL DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN CRISPÍN DE VITERBO, EN LABARO

Domingo, 3 de marzo de 2019

Homilía durante la Celebración Eucarística

 

Hemos escuchado en el Evangelio cómo Jesús explica a la gente la sabiduría cristiana, con parábolas. Por ejemplo, un ciego no puede guiar a otro ciego; después, el discípulo no es más grande que el Maestro; luego, no hay un buen árbol que produzca un mal fruto. Y así, con estas parábolas, enseña a la gente.

Me gustaría centrarme en una, que no he repetido. Ahora la digo [lee]: «¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: “Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo”, no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? ¡Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano». Y con esto, el Señor quiere enseñarnos a no ir criticando a los demás, a no mirar los defectos de los demás: Mira primero los tuyos, tus defectos. “Pero, padre, ¡no tengo ninguno!” ― ¡Ah, enhorabuena! ¡Te aseguro que si no te das cuenta de que los tienes aquí, los encontrarás en el Purgatorio! Mejor verlos aquí.

Todos tenemos defectos, todos. Pero estamos acostumbrados, en parte por inercia, en parte por la fuerza de la gravedad del egoísmo, a mirar los defectos de los demás: Somos especialistas, todos, en esto. Enseguida encontramos los defectos de los demás. Y hablamos de ello. Porque hablar mal de los demás parece dulce, nos gusta. No, en esta parroquia tal vez no ocurra [risas], pero en otras partes es muy común. Siempre sucede así: “Ah, ¿cómo estás?” ― “Bien, bien, con este tiempo, estoy bien...” ― “¿Pero has visto a ese...?”. E inmediatamente [caemos en ello].

No sé si vosotros habéis escuchado estas cosas, pero es algo malo. Y no es nuevo: Ya se hacía en la época de Jesús. Es algo que, con el pecado original que tenemos, nos lleva a condenar a los demás, a condenar. E inmediatamente somos especialistas en encontrar las cosas malas de los demás, sin ver las nuestras. Y Jesús dice: “Tú condenas a ese por una cosa tan pequeña, y tienes cosas mucho más grandes, pero no las ves”. Y es cierto: nuestra maldad no nos parece tanta, porque estamos acostumbrados a no ver nuestros límites, a no a ver nuestras faltas, pero somos especialistas en ver las faltas de otros.

Y Jesús nos dice una palabra muy fea, muy fea: “Si vais por este camino, sois unos hipócritas”. Es feo decir hipócrita: Jesús se lo decía a los fariseos, a los doctores de la Ley, que decían una cosa y hacían otra. Hipócrita. Hipócrita significa uno que tiene un doble pensamiento, un doble juicio: Uno lo dice abiertamente y otro a escondidas, con el que condena a los demás. Es tener una doble manera de pensar, una doble manera de dejarse ver. Se muestran como personas buenas y perfectas, y por debajo condenan. Por eso Jesús se escapa de esta hipocresía y nos aconseja: “Es mejor que mires tus defectos y dejes vivir en paz a los demás. No te metas en la vida de los demás: Mira la tuya”.

Y esto no termina aquí: el chismorreo no termina con el chismorreo; el chismorreo va más allá, siembra discordia, siembra enemistad, siembra mal. Escuchadme, no exagero: Por la lengua comienzan las guerras. Tú, chismorreando de los demás, empiezas una guerra. Un paso hacia la guerra, una destrucción. Porque es lo mismo destruir al otro con la lengua que con una bomba atómica, es lo mismo. Tú destruyes. Y la lengua tiene el poder de destruir como una bomba atómica. Es muy potente. Y no lo digo yo: Lo dice el apóstol Santiago en su carta. Tomad la Biblia y miradlo. ¡Es muy poderosa! Es capaz de destruir. Y con los insultos, con el hablar mal de los demás, comienzan tantas guerras: guerras domésticas ―se empieza a gritar―, guerras en el vecindario, en el lugar de trabajo, en la escuela, en la parroquia... Por eso Jesús dice: “Antes de hablar de los demás, toma un espejo y mírate a ti mismo; mira tus faltas y avergüénzate de tenerlas. Y así te volverás mudo sobre los defectos de los demás”. “Es que, padre, muchas veces hay gente mala, que tiene tantos defectos...”. Pues, vale, sé valiente, sé valiente y díselo a la cara: “Eres malo, eres mala, porque estás haciendo esto y esto”. Díselo a la cara, no a la espalda, no por detrás. Díselo a la cara. “Pero no quiere escucharme”. Entonces díselo a quien pueda remediarlo, a quien pueda corregir, pero no lo digas como chismorreo, porque el chismorreo no resuelve nada, al contrario. Empeora las cosas y te lleva a la guerra.

[Dentro de poco] comenzaremos la Cuaresma: Sería muy bonito que cada uno de nosotros, en esta Cuaresma, reflexionase sobre esto. ¿Cómo me porto con la gente? ¿Cómo está mi corazón frente a la gente? ¿Soy un hipócrita, sonrío y luego critico y destruyo con mi lengua? Y si al final de la Cuaresma hubiéramos podido corregir esto un poco, y no ir siempre criticando a los demás por la espalda, os aseguro que la resurrección de Jesús se vería más hermosa, más grande entre nosotros... “Eh, padre, es muy difícil, porque me sale criticar a los demás”; lo puede decir cualquiera de nosotros, porque es un hábito que el diablo pone en nosotros. Es verdad, no es fácil. Pero hay dos medicamentos que ayudan mucho. En primer lugar, la oración. Si a ti te sale lo de “despellejar” a otro, lo de criticar a otro, reza por él, reza por ella y pide al Señor que resuelva ese problema y, a ti que te cierre la boca. Primer remedio: la oración. Sin oración no podemos hacer nada. Y en segundo lugar, hay otra medicina, que también es práctica como la oración: cuando sientas el deseo de hablar de alguien, te muerdes la lengua. ¡Fuerte! Porque así se te hinchará la lengua y no podrás hablar. [ríen] Es una medicina práctica, es muy práctica.

Pensad seriamente en lo que Jesús dice: “¿Por qué miras los defectos de los demás y no miras los tuyos, que son más grandes?”. Pensadlo bien. Pensad que este hábito tan feo es el comienzo de tantas desuniones, de tantas guerras domésticas, guerras en el vecindario, guerras en el lugar de trabajo, tantas enemistades. ¡Pensadlo! Y rezad al Señor, rezad para que nos dé la gracia de no hablar mal de los demás. ¡Y todos los días tened la dentadura lista para aplicar el segundo medicamento!

¡El Señor os bendiga!

Lc 11,47-54: Se pedirá cuenta de la sangre de los profetas, desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías.
En aquel tiempo, dijo el Señor:
-¡Ay de vosotros, que edificáis mausoleos a los profetas, después que vuestros padres los mataron!
Así sois testigos de lo que hicieron vuestros padres, y lo aprobáis; porque ellos los mataron y vosotros les edificáis sepulcros.
Por algo dijo la sabiduría de Dios: «Les enviaré profetas y apóstoles: a algunos los perseguirán y matarán»; y así a esta generación se le pedirá cuenta de la sangre de los profetas derramada desde la creación del mundo; desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías, que pereció entre el altar y el santuario.
Sí, os lo repito: se le pedirá cuenta a esta generación.
¡Ay de vosotros, juristas, que os habéis quedado con la llave del saber: vosotros que no habéis entrado y habéis cerrado el paso a los que intentaban entrar!
Al salir de allí, los letrados y fariseos empezaron a acosarlo y a tirarle de la lengua con muchas preguntas capciosas, para cogerlo con sus propias palabras.
Lc 12,1-7: Hasta los pelos de vuestra cabeza están contados.
En aquel tiempo, miles y miles de personas se agolpaban hasta pisarse unos a otros.
Jesús empezó a hablar, dirigiéndose primero a sus discípulos:
–Cuidado con la levadura de los fariseos, o sea, con su hipocresía.
Nada hay cubierto que no llegue a descubrirse, nada hay escondido que no llegue a saberse.
Por eso, lo que digáis de noche, se repetirá a pleno día, y lo que digáis al oído en el sótano, se pregonará desde la azotea.
A vosotros os digo, amigos míos: no tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden hacer más.
Os voy a decir a quién tenéis que temer: temed al que tiene poder para matar y después echar en el fuego. A ése tenéis que temer, os lo digo yo.
¿No se venden cinco gorriones por dos cuartos? Pues ni de uno solo se olvida Dios.
Hasta los pelos de vuestra cabeza están contados.
Por lo tanto, no tengáis miedo: no hay comparación entre vosotros y los gorriones.
Lc 13,10-17: A esta, que es hija de Abrahán, ¿no había que soltarla en sábado?
Un sábado, enseñaba Jesús en una sinagoga.
Había una mujer que desde hacía dieciocho años estaba enferma por causa de un espíritu, y andaba encorvada, sin poderse enderezar.
Al verla, Jesús la llamó y le dijo:
-Mujer, quedas libre de tu enfermedad.
Le impuso las manos, y enseguida se puso derecha.
Y glorificaba a Dios.
Pero el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús había curado en sábado, dijo a la gente:
-Seis días tenéis para trabajar: venid esos días a que os curen, y no los sábados.
Pero el Señor, dirigiéndose a él, dijo:
-Hipócritas: cualquiera de vosotros, ¿no desata del pesebre al buey o al burro, y lo lleva a abrevar, aunque sea sábado?
Y a ésta, que es hija de Abrahán, y que Satanás ha tenido atada dieciocho años, ¿no había que soltarla en sábado?
A estas palabras, sus enemigos quedaron abochornados, y toda la gente se alegraba de los milagros que hacía.
Lc 14,1-6: Si a uno se le cae al pozo el hijo o el buey, ¿no lo saca, aunque sea sábado?
Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban espiando.
Jesús se encontró delante un hombre enfermo de hidropesía y, dirigiéndose a los letrados y fariseos, preguntó:
-¿Es lícito curar los sábados, o no?
Ellos se quedaron callados.
Jesús, tocando al enfermo, lo curó y lo despidió.
Y a ellos les dijo:
-Sí a uno de vosotros se le cae al pozo el burro o el buey, ¿no lo saca enseguida, aunque sea sábado?
Y se quedaron sin respuesta.
Lc 14,25-33: El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío.
En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo:
-Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.
Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío.
Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla?
No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo:
«Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar.»
¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil?
Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz.
Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío.

CLAVE DE LECTURA

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A MOZAMBIQUE, MADAGASCAR Y MAURICIO
(4-10 DE SEPTIEMBRE DE 2019)

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Campo diocesano de Soamandrakizay, Antananarivo
Domingo, 8 de septiembre de 2019

 

El Evangelio nos dice que «mucha gente acompañaba a Jesús» (Lc 14,25). Como esas multitudes que se agrupaban a lo largo del camino de Jesús, muchos de vosotros habéis venido para acoger su mensaje y para seguirlo. Pero bien sabéis que el seguimiento de Jesús no es fácil. Vosotros no habéis descansado, y muchos habéis pasado la noche aquí. El evangelio de Lucas nos recuerda, en efecto, las exigencias de este compromiso.

Es importante evidenciar cómo estas exigencias se dan en el marco de la subida de Jesús a Jerusalén, entre la parábola del banquete donde la invitación está abierta a todos —especialmente para aquellos rechazados que viven en las calles y plazas, en el cruce de caminos—; y las tres parábolas llamadas de la misericordia, donde también se organiza fiesta cuando lo perdido es hallado, cuando quien parecía muerto es acogido, celebrado y devuelto a la vida en la posibilidad de un nuevo comenzar. Toda renuncia cristiana tiene sentido a la luz del gozo y la fiesta del encuentro con Jesucristo.

La primera exigencia nos invita a mirar nuestros vínculos familiares. La vida nueva que el Señor nos propone resulta incómoda y se transforma en sinrazón escandalosa para aquellos que creen que el acceso al Reino de los Cielos sólo puede limitarse o reducirse a los vínculos de sangre, a la pertenencia a determinado grupo, clan o cultura particular. Cuando el “parentesco” se vuelve la clave decisiva y determinante de todo lo que es justo y bueno se termina por justificar y hasta “consagrar” ciertas prácticas que desembocan en la cultura de los privilegios y la exclusión —favoritismos, amiguismos y, por tanto, corrupción—. La exigencia del Maestro nos lleva a levantar la mirada y nos dice: cualquiera que no sea capaz de ver al otro como hermano, de conmoverse con su vida y con su situación, más allá de su proveniencia familiar, cultural, social «no puede ser mi discípulo» (Lc 14,26). Su amor y entrega es una oferta gratuita por todos y para todos.

La segunda exigencia nos muestra lo difícil que resulta el seguimiento del Señor cuando se quiere identificar el Reino de los Cielos con los propios intereses personales o con la fascinación por alguna ideología que termina por instrumentalizar el nombre de Dios o la religión para justificar actos de violencia, segregación e incluso homicidio, exilio, terrorismo y marginación. La exigencia del Maestro nos anima a no manipular el Evangelio con tristes reduccionismos sino a construir la historia en fraternidad y solidaridad, en el respeto gratuito de la tierra y de sus dones sobre cualquier forma de explotación; animándonos a vivir el «diálogo como camino; la colaboración común como conducta; el conocimiento recíproco como método y criterio» (Documento sobre la fraternidad humana, Abu Dhabi, 4 febrero 2019); no cediendo a la tentación de ciertas doctrinas incapaces de ver crecer juntos el trigo y la cizaña en la espera del dueño de la mies (cf. Mt 13,24-30).

Y, por último, ¡qué difícil puede resultar compartir la vida nueva que el Señor nos regala cuando continuamente somos impulsados a justificarnos a nosotros mismos, creyendo que todo proviene exclusivamente de nuestras fuerzas y de aquello que poseemos Cuando la carrera por la acumulación se vuelve agobiante y abrumadora —como escuchamos en la primera lectura— exacerbando el egoísmo y el uso de medios inmorales! La exigencia del Maestro es una invitación a recuperar la memoria agradecida y reconocer que, más bien que una victoria personal, nuestra vida y nuestras capacidades son fruto de un regalo (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 55) tejido entre Dios y tantas manos silenciosas de personas de las cuales sólo llegaremos a conocer sus nombres en la manifestación del Reino de los Cielos.

Con estas exigencias, el Señor quiere preparar a sus discípulos a la fiesta de la irrupción del Reino de Dios liberándolos de ese obstáculo dañino, en definitiva, una de las peores esclavitudes: el vivir para sí. Es la tentación de encerrarse en pequeños mundos que termina dejando poco espacio para los demás: ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Muchos, al encerrarse, pueden sentirse “aparentemente” seguros, pero terminan por convertirse en personas resentidas, quejosas, sin vida. Esa no es la opción de una vida digna y plena, ese no es el deseo de Dios para nosotros, esa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 2).

En el camino hacia Jerusalén, el Señor, con estas exigencias, nos invita a levantar la mirada, a ajustar las prioridades y sobre todo a crear espacios para que Dios sea el centro y eje de nuestra vida.

Miremos nuestro entorno, ¡cuántos hombres y mujeres, jóvenes, niños sufren y están totalmente privados de todo! Esto no pertenece al plan de Dios. Cuán urgente es esta invitación de Jesús a morir a nuestros encierros, a nuestros individualismos orgullosos para dejar que el espíritu de hermandad —que surge del costado abierto de Jesucristo, de donde nacemos como familia de Dios— triunfe, y donde cada uno pueda sentirse amado, porque es comprendido, aceptado y valorado en su dignidad. «Ante la dignidad humana pisoteada, a menudo permanecemos con los brazos cruzados o con los brazos caídos, impotentes ante la fuerza oscura del mal. Pero el cristiano no puede estar con los brazos cruzados, indiferente, ni con los brazos caídos, fatalista: ¡no! El creyente extiende su mano, como lo hace Jesús con él» (Homilía con motivo de la Jornada Mundial de los Pobres, 18 noviembre 2018).

La Palabra de Dios que hemos escuchado nos invita a reanudar el camino y a atrevernos a dar ese salto cualitativo y adoptar esta sabiduría del desprendimiento personal como la base para la justicia y para la vida de cada uno de nosotros: porque juntos podemos darle batalla a todas esas idolatrías que llevan a poner el centro de nuestra atención en las seguridades engañosas del poder, de la carrera y del dinero y en la búsqueda patológica de glorias humanas.

Las exigencias que indica Jesús dejan de ser pesantes cuando comenzamos a gustar la alegría de la vida nueva que él mismo nos propone: la alegría que nace de saber que Él es el primero en salir a buscarnos al cruce de caminos, también cuando estábamos perdidos como aquella oveja o ese hijo pródigo. Que este humilde realismo es un realismo, un realismo cristiano— nos impulse a asumir grandes desafíos, y os dé las ganas de hacer de vuestro bello país un lugar donde el Evangelio se haga vida, y la vida sea para mayor gloria de Dios.

Decidámonos y hagamos nuestros los proyectos del Señor.

Lc 15,1-3.11-32: Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido.
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publica-nos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos:
- «Ése acoge a los pecadores y come con ellos.»
Jesús les dijo esta parábola:
-«Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte que me toca de la fortuna." El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de saciarse de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.
Recapacitando entonces, se dijo: "Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros."
Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo." Pero el padre dijo a sus criados: "Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."
Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: "Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud."
Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: "Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado." El padre le dijo: "Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."»

Clave de lectura 1

"Vivir en casa, pero no sentirse en casa"

Sábado, 14 de marzo de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

Hemos escuchado muchas veces este pasaje del Evangelio (cf. Lc 15,1-3.11-32). Jesús narra esta parábola en un contexto especial: «Acercábanse a él todos los publicanos y los pecadores para oírle. Y murmuraban los fariseos y los escribas, diciendo: “Este acoge a los pecadores y come con ellos” (vv. 1-2). Y Jesús les responde con esta parábola.

¿Qué es lo que dicen? La gente, los pecadores se acercan en silencio, no saben qué decir, pero su presencia dice muchas cosas, querían oír. ¿Qué dicen los doctores de la ley? Critican. “Murmuraban”, dice el Evangelio, tratando de anular la autoridad que Jesús tenía ante la gente. Esta es la gran acusación: “Come con los pecadores, es un impuro”. La parábola es, pues, un poco la explicación de este drama, de este problema. ¿Qué sienten estas personas? La gente siente la necesidad de salvación. La gente no sabe distinguir bien, intelectualmente: “Necesito encontrar a mi Señor, para que me llene”, necesita un guía, un pastor. Y la gente se acerca a Jesús porque ve en Él a un pastor, necesita ser ayudada para caminar en la vida. Siente esta necesidad. Los otros, los doctores tiene un sentimiento de suficiencia: “Nosotros hemos ido a la universidad, he hecho un doctorado, no, dos doctorados. Sé bien, muy bien, lo que dice la ley; de hecho conozco todas, todas, todas las explicaciones, todos los casos, todas las actitudes casuísticas”. Y tiene una actitud de suficiencia y desprecian a la gente, desprecian a los pecadores: el desprecio hacia los pecadores.

En la parábola, lo mismo, ¿qué dicen? El hijo le dice al padre: “Dame el dinero y me iré” (cf. v. 12). El padre da, pero no dice nada, porque es un padre, tal vez habría tenido el recuerdo de alguna travesura que hizo cuando era joven, pero no dice nada. Un padre sabe sufrir en silencio, un padre espera. Deja pasar los malos momentos. A veces, la actitud de un padre es “hacerse el tonto” ante los fracasos de sus hijos. El otro hijo le reprocha al padre: “Has sido injusto”.

¿Qué sienten las personas de la parábola? El muchacho siente el deseo de “comerse el mundo”, de ir más allá, de salir de casa, y quizás la vive como una prisión, y también tiene la suficiencia de decirle a su padre: “Dame lo que me corresponde”. Siente ánimo, fuerza. ¿Qué siente el padre? El padre siente dolor, ternura y mucho amor. Entonces cuando el hijo dice esa otra palabra: «Me levantaré —cuando vuelve en sí—, me levantaré y me iré a mi padre» (v.18), encuentra al padre que lo espera, lo ve de lejos (cf. v.20). Un padre que sabe esperar los tiempos de sus hijos. ¿Qué siente el hijo mayor? Dice el Evangelio: «Se indignó» (v. 28), siente desprecio. Y a veces indignarse es la única manera de sentirse digno de esas personas.

Estas son las cosas que se dicen en este pasaje del Evangelio, y las cosas que se sienten.

¿Pero cuál es el problema? El problema —empecemos por el hijo mayor— el problema es que estaba en casa, pero nunca se dio cuenta de lo que significaba vivir en casa: cumplía con sus deberes, hacía su trabajo, pero no entendía lo que era una relación de amor con el padre. Este hijo «se indignó y no quiso entrar» (v.28). “¿No es esta acaso mi casa?” — había pensado. Lo mismo que los doctores de la ley. “No hay orden. Vino este pecador y le hicieron una fiesta, ¿y yo qué?”. El padre dice la palabra clara: «Hijo, tú siempre estás conmigo y todas mis cosas son tuyas» (v. 31). Y de esto, el hijo no se había dado cuenta, vivía en casa como en un hotel, sin sentir esa paternidad... ¡Muchos “huéspedes” en la casa de la Iglesia que se creen los amos! Es interesante: el padre no dice una palabra al hijo que vuelve del pecado, solo lo besa, lo abraza y le hace una fiesta (cf. v. 20); a este [al mayor] en cambio tiene que explicárselo, para entrar en su corazón: su corazón estaba “blindado” por sus concepciones de la paternidad, de la filiación, del modo de vivir

Recuerdo que una vez un viejo y sabio sacerdote —un gran confesor, había sido misionero, un hombre que amaba mucho la Iglesia—,  hablando de un joven sacerdote que estaba muy seguro de sí mismo, muy creyente, que pensaba que valía, que tenía derechos en la Iglesia, decía: “Ruego que el Señor le ponga una cáscara de plátano y lo haga resbalar, eso le hará bien”. Como si dijera, suena como una blasfemia: “Le hará bien pecar porque necesitará pedir perdón y encontrará al Padre”.

Muchas cosas nos dice esta parábola del Señor que es la respuesta a los que le criticaban porque iba con los pecadores. Pero también muchos hoy en día critican, gente de la Iglesia, critican a los que se acercan a la gente necesitada, a la gente humilde, a la gente que trabaja, incluso a los que trabajan para nosotros. Que el Señor nos dé la gracia de entender cuál es el problema. El problema es vivir en casa pero no sentirse en casa, porque no hay relación de paternidad, de hermandad, sólo existe la relación de compañeros de trabajo.

CLAVE DE LECTURA 2

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A MARRUECOS
[30-31 DE MARZO DE 2019]

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Complejo deportivo Príncipe Mulay Abdallah (Rabat)
Domingo, 31 de marzo de 2019

 

«Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó» (Lc 15,20).

Así el evangelio nos pone en el corazón de la parábola que transparenta la actitud del padre al ver volver a su hijo: tocado en las entrañas no lo deja llegar a casa cuando lo sorprende corriendo a su encuentro. Un hijo esperado y añorado. Un padre conmovido al verlo regresar.

Pero no fue el único momento en que el padre corrió. Su alegría sería incompleta sin la presencia de su otro hijo. Por eso también sale a su encuentro para invitarlo a participar de la fiesta (cf. v. 28). Pero, parece que al hijo mayor no le gustaban las fiestas de bienvenida, le costaba soportar la alegría del padre, no reconoce el regreso de su hermano: «ese hijo tuyo» afirmó (v. 30). Para él su hermano sigue perdido, porque lo había perdido ya en su corazón.

En su incapacidad de participar de la fiesta, no sólo no reconoce a su hermano, sino que tampoco reconoce a su padre. Prefiere la orfandad a la fraternidad, el aislamiento al encuentro, la amargura a la fiesta. No sólo le cuesta entender y perdonar a su hermano, tampoco puede aceptar tener un padre capaz de perdonar, dispuesto a esperar y velar para que ninguno quede afuera, en definitiva, un padre capaz de sentir compasión.

En el umbral de esa casa parece manifestarse el misterio de nuestra humanidad: por un lado, estaba la fiesta por el hijo encontrado y, por otro, un cierto sentimiento de traición e indignación por festejar su regreso. Por un lado, la hospitalidad para aquel que había experimentado la miseria y el dolor, que incluso había llegado a oler y a querer alimentarse con lo que comían los cerdos; por otro lado, la irritación y la cólera por darle lugar a quien no era digno ni merecedor de tal abrazo.

Así, una vez más sale a la luz la tensión que se vive al interno de nuestros pueblos y comunidades, e incluso de nosotros mismos. Una tensión que desde Caín y Abel nos habita y que estamos invitados a mirar de frente: ¿Quién tiene derecho a permanecer entre nosotros, a tener un puesto en nuestras mesas y asambleas, en nuestras preocupaciones y ocupaciones, en nuestras plazas y ciudades? Parece continuar resonando esa pregunta fratricida: acaso ¿yo soy el guardián de mi hermano? (cf. Gn 4,9).

En el umbral de esa casa aparecen las divisiones y enfrentamientos, la agresividad y los conflictos que golpearán siempre las puertas de nuestros grandes deseos, de nuestras luchas por la fraternidad y para que cada persona pueda experimentar desde ya su condición y su dignidad de hijo.

Pero a su vez, en el umbral de esa casa brillará con toda claridad, sin elucubraciones ni excusas que le quiten fuerza, el deseo del Padre: que todos sus hijos tomen parte de su alegría; que nadie viva en condiciones no humanas como su hijo menor, ni en la orfandad, el aislamiento o en la amargura como el hijo mayor. Su corazón quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tm 2,4).

Es cierto, son tantas las circunstancias que pueden alimentar la división y la confrontación; son innegables las situaciones que pueden llevarnos a enfrentarnos y a dividirnos. No podemos negarlo. Siempre nos amenaza la tentación de creer en el odio y la venganza como formas legítimas de brindar justicia de manera rápida y eficaz. Pero la experiencia nos dice que el odio, la división y la venganza, lo único que logran es matar el alma de nuestros pueblos, envenenar la esperanza de nuestros hijos, destruir y llevarse consigo todo lo que amamos.

Por eso Jesús nos invita a mirar y contemplar el corazón del Padre. Sólo desde ahí podremos redescubrirnos cada día como hermanos. Sólo desde ese horizonte amplio, capaz de ayudarnos a trascender nuestras miopes lógicas divisorias, seremos capaces de alcanzar una mirada que no pretenda clausurar ni claudicar nuestras diferencias buscando quizás una unidad forzada o la marginación silenciosa. Sólo si cada día somos capaces de levantar los ojos al cielo y decir Padre nuestro podremos entrar en una dinámica que nos posibilite mirar y arriesgarnos a vivir no como enemigos sino como hermanos.

«Todo lo mío es tuyo» (Lc 15,31), le dice el padre a su hijo mayor. Y no se refiere tan sólo a los bienes materiales sino a ser partícipes también de su mismo amor y, de su misma compasión. Esa es la mayor herencia y riqueza del cristiano. Porque en vez de medirnos o clasificarnos por una condición moral, social, étnica o religiosa podamos reconocer que existe otra condición que nadie podrá borrar ni aniquilar ya que es puro regalo: la condición de hijos amados, esperados y celebrados por el Padre.

«Todo lo mío es tuyo», también mi capacidad de compasión, nos dice el Padre. No caigamos en la tentación de reducir nuestra pertenencia de hijos a una cuestión de leyes y prohibiciones, de deberes y cumplimientos. Nuestra pertenencia y nuestra misión no nacerá de voluntarismos, legalismos, relativismos o integrismos sino de personas creyentes que implorarán cada día con humildad y constancia: venga a nosotros tu Reino.

La parábola evangélica presenta un final abierto. Vemos al padre rogar a su hijo mayor que entre a participar de la fiesta de la misericordia. El evangelista no dice nada sobre cuál fue la decisión que este tomó. ¿Se habrá sumado a la fiesta? Podemos pensar que este final abierto está dirigido para que cada comunidad, cada uno de nosotros pueda escribirlo con su vida, con su mirada, y con su actitud hacia los demás. El cristiano sabe que en la casa del Padre hay muchas moradas, sólo quedan afuera aquellos que no quieren tomar parte de su alegría.

Queridos hermanos, queridas hermanas, quiero darles las gracias por el modo en que dan testimonio del evangelio de la misericordia en estas tierras. Gracias por los esfuerzos realizados para que sus comunidades sean oasis de misericordia. Los animo y los aliento a seguir haciendo crecer la cultura de la misericordia, una cultura en la que ninguno mire al otro con indiferencia ni aparte la mirada cuando vea su sufrimiento (cf. Carta ap. Misericordia et misera, 20). Sigan cerca de los pequeños y de los pobres, de los que son rechazados, abandonados e ignorados, sigan siendo signo del abrazo y del corazón del Padre.

Y que el Misericordioso y el Clemente — como lo invocan tan a menudo nuestros hermanos y hermanas musulmanes — los fortalezca y haga fecundas las obras de su amor.

CLAVE DE LECTURA 3

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD FRANCISCO A PANAMÁ CON OCASIÓN DE LA
XXXIV JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
(23-28 DE ENERO DE 2019)

LITURGIA PENITENCIAL CON LOS JÓVENES PRIVADOS DE LIBERTAD

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Centro de Cumplimiento de Menores Las Garzas de Pacora
Viernes, 25 de enero de 2019

 

«Este recibe a los pecadores y come con ellos» acabamos de escuchar en el evangelio (Lc 15,2). Y eso es lo que murmuraban algunos fariseos, escribas, doctores de la ley, bastante escandalizados, bastante molestos por el modo como se comportaba Jesús.

Con esa expresión pretendían descalificarlo, desvalorizarlo delante de todos, pero lo único que consiguieron fue señalar una de las actitudes de Jesús más comunes, más distintivas, más lindas: «Este recibe a los pecadores y come con ellos». Y todos somos pecadores, todos, y por eso nos recibe Jesús con cariño, a todos los que estamos acá, y si alguno no se siente pecador –de todos los que estamos aquí– sepa que Jesús no lo va a recibir, se pierde lo mejor.

Jesús no tiene miedo de acercarse a aquellos que, por un montón de razones, cargaban sobre sus espaldas con el odio social como eran los publicanos ―recordemos que los publicanos se enriquecían en base a saquear a su mismo pueblo; ellos provocaban mucha pero mucha indignación― o también tenían el odio social porque habían tenido algún error en su vida, errores y equivocaciones, alguna culpa, y así los llamaban pecadores. Jesús lo hace porque sabe que en el cielo hay más fiesta por uno solo de los que se equivocan, de los pecadores convertidos, que por noventa y nueve justos que permanecen bien (cf. Lc 15,7).

Y mientras esta gente se limitaba a murmurar o a indignarse porque Jesús se juntaba con la gente señalada por algún error social, algún pecado, y cerraban las puertas de la conversión, del diálogo con Jesús, Jesús se acerca y se compromete, Jesús pone en juego su reputación e invita siempre a mirar un horizonte capaz de hacer nueva la vida, de hacer nueva la historia. Todos, todos, tenemos un horizonte, todos. “Yo no lo tengo”, puede decir alguno. Abrí la ventana y lo vas a encontrar, abrí la ventana de tu corazón, abrí la ventana del amor que es Jesús y lo vas a encontrar. Todos tenemos un horizonte. Son dos miradas bien diferentes que se contraponen, la de Jesús y la de estos doctores de la ley. Una mirada estéril e infecunda ―la de la murmuración y el chisme, el que siempre está hablando mal de los otros y se siente justo― y otra que invita a la transformación y a la conversión ―que es la del Señor―, a una vida nueva como vos expresaste recién.

La mirada de la murmuración y del chisme

Y esto no es de aquella época, es de hoy también. Muchos no toleran y no les gusta esta opción de Jesús, es más, entre dientes al principio y con gritos al final, manifiestan su disgusto buscando desacreditar este comportamiento de Jesús y de todos los que están con él. No aceptan, rechazan esta opción de estar cerca y ofrecer nuevas oportunidades. Esta gente condena de una vez para siempre, descalifica de una vez para siempre y se olvidan que a los ojos de Dios ellos están descalificados y necesitan ternura, necesitan de amor y de comprensión, pero no lo quieren aceptar. Con la vida de la gente parece más fácil poner rótulos y etiquetas que congelan y estigmatizan no solo el pasado sino también el presente y el futuro de las personas. Les ponemos etiquetas a la gente: “este es así”, “este hizo esto, y ya está”, y tiene que cargar con eso por el resto de sus días. Así son esta gente que murmura –los chismosos–, son así. Y rótulos en definitiva, lo único que logran es dividir: acá están los buenos y allá están los malos; acá están los justos y allá los pecadores. Y eso Jesús no lo acepta, eso es la cultura del adjetivo, nos encanta adjetivar a la gente, nos encanta: “¿Vos cómo te llamas? Me llamo bueno”. No, ese es un adjetivo. ¿Cómo te llamás? ―ir al nombre de la persona―, ¿quién sos?, ¿qué hacés?, ¿qué ilusiones tenés?, ¿cómo siente tú corazón? A los chismosos no le interesa, buscan rápido una etiqueta para sacárselos de encima. La cultura del adjetivo que descalifica a las personas. Piensen en eso para no caer en esto que se nos ofrece tan fácilmente en la sociedad.

Esta actitud contamina todo porque levanta un muro invisible que hace creer que, marginando, separando, aislando, se resolverán mágicamente todos los problemas. Y cuando una sociedad o comunidad se permite esto y lo único que hace es cuchichear, chismear y murmurar, entra en un círculo vicioso de divisiones, reproches y condenas. Curioso, esta gente que no acepta a Jesús así, y lo que nos enseña Jesús, es gente que está peleada siempre entre ellos, se están condenando entre ellos, entre los que se llaman justos. Y además es una actitud de marginación y exclusión, de confrontación que le hace decir irresponsablemente como Caifás: «Mejor que se muera uno por el pueblo, y que no perezca la nación entera» (Jn 11,50). Mejor que estén guardados todos allí, que no vengan a molestar, nosotros queremos vivir tranquilos. Es duro esto y con esto se tuvo que enfrentar Jesús y con esto nos enfrentamos nosotros hoy. Normalmente el hilo se corta por la parte más fina: la de los pobres y la de los indefensos. Y son los que más sufren estas condenas sociales, que no permiten levantarse.

Qué dolor genera ver cuando una sociedad concentra sus energías más en murmurar e indignarse que en luchar y luchar para crear oportunidades y transformación.

La mirada de la conversión, la otra mirada

En cambio, todo el evangelio está marcado por esta otra mirada que no es nada más y nada menos que la que nace del corazón de Dios. Dios nunca te va a echar, Dios no echa a nadie, Dios te dice: “vení”. Dios te espera y te abraza y, si no sabés el camino, te va a buscar, como hizo este pastor con las ovejas. En cambio, la otra mirada rechaza. El Señor quiere hacer fiesta cuando ve a sus hijos que retornan a casa (cf. Lc 15,11-32). Y así lo testimonió Jesús manifestando hasta el extremo el amor misericordioso del Padre. Tenemos Padre –lo dijiste vos, me gustó esa confesión tuya–, tenemos Padre. Yo tengo un Padre que me quiere: cosa linda. Un amor, el de Jesús, que no tiene tiempo para murmurar, sino que busca romper el círculo de la crítica superflua e indiferente, neutra y aséptica. Te doy gracias Señor –decía aquel doctor de la Ley–, porque no soy como ese, no soy como ese. Estos, que creen que tienen el alma purificada diez veces en una ilusión de vida aséptica que no sirve para nada. Una vez le escuché decir a un campesino una cosa que me llegó: ¿El agua más pura cuál es? Sí, el agua destilada –decía él–. Usted sabe padre que cuando la tomo no tiene sabor a nada, así es la vida de los que están criticando y chismeando, y separándose de los demás: se sienten tan puros, tan asépticos, que no tienen sabor a nada; son incapaces de convocar a alguien; viven para cuidarse, para hacerse la cirugía estética en el alma y no para tender la mano a otros y ayudarlos a crecer, que es lo que hace Jesús, que acepta la complejidad de la vida y de cada situación; el amor de Jesús, el amor de Dios, el amor del Padre Dios –que dijiste vos–, es un amor que inaugura una dinámica capaz de inventar caminos, ofrecer oportunidades de integración y de transformación, oportunidades de sanación, perdón, y salvación. Y comiendo con los publicanos y los pecadores, Jesús rompe la lógica que separa, que excluye, que aísla, que divide falsamente entre “buenos y malos”. Y no lo hace por decreto o con buenas intenciones, tampoco con voluntarismos o sentimentalismo. ¿Cómo lo hace Jesús? Creando vínculos, vínculos capaces de posibilitar nuevos procesos; apostando y celebrando cada paso posible. Por eso Jesús cuando Mateo se convierte ―lo van a ver en el Evangelio―, no le dice: “Bueno, está bien, te felicito, vení conmigo”. No, le dice: “Hagamos fiesta en tu casa” e invita a todos sus amigos, que eran como Mateo condenados por la sociedad, a hacer fiesta. El chismoso, el que separa, no sabe hacer fiesta porque tiene el corazón amargado.

Crear vínculos, hacer fiesta, es lo que hace Jesús y de esa manera rompe con otra murmuración nada fácil de detectar y que “taladra los sueños” porque repite como susurro continuo: “No vas a poder, no vas a poder”. Cuántas veces ustedes la han sentido: “No vas a poder”. Cuidado, eso es como la polilla, que te va comiendo por dentro. Cuando vos sentís “no vas a poder”, date un cachetazo: “Sí, voy a poder y te lo voy a demostrar”. Es el cuchicheo interior, el chisme interior que aparece en quien, habiendo llorado su pecado y consciente de su error no cree que pueda cambiar. Y esto sucede cuando se cree interiormente que el que nació “publicano” tiene que morir “publicano”; y esto no es verdad, el Evangelio nos dice todo lo contrario. Once de los doce apóstoles eran pecadores pesados, porque cometieron el peor de los pecados: abandonaron a su Maestro, otros renegaron de él, otros se escaparon lejos. Traicionaron, los apóstoles, y Jesús les fue buscando uno a uno, y son los que cambiaron el universo. A ninguno se le ocurrió decir: “No vas a poder”, porque habiendo visto el amor de Jesús después de esa traición, “voy a poder porque vos me vas a dar la fuerza”. Cuidado con la polilla del “no vas a poder”, mucho cuidado.

Amigos: Cada uno de nosotros es mucho más que los rótulos que nos ponen, es mucho más que los adjetivos que nos quieren poner, es mucho más de la condena que nos impusieron. Y así Jesús nos enseña y nos lo invita a creer. La mirada de Jesús nos desafía a pedir y buscar ayuda para transitar los caminos de la superación. Hay veces que la murmuración parece ganar, pero no la crean, no la escuchen. Busquen y escuchen las voces que impulsan a mirar hacia delante y no las que los tiran abajo. Escuchen las voces que le abren la ventana y le hacen ver el horizonte: “Sí, pero está lejos”. “Pero vas a poder. Míralo bien y vas a poder”. A cada vez que viene la polilla con el “no vas a poder”, vos contestale desde adentro: “Voy a poder”, y miren el horizonte.

La alegría y la esperanza del cristiano ―de todos nosotros, y también del Papa― nace de haber experimentado alguna vez esta mirada de Dios que nos dice: “vos sos parte de mi familia y no te puedo dejar a la intemperie”, eso es lo que nos dice Dios a cada uno, porque Dios es Padre –lo dijiste vos–: “Vos sos parte de mi familia y no te voy a dejar a la intemperie, no te voy a dejar tirado en la cuneta, no, no puedo perderte en el camino ―nos dice Dios, a cada uno, con nombre y apellido―, yo estoy aquí contigo”. ¿Aquí? Sí, Señor. Esto es haber sentido como lo compartiste vos, Luis, que en aquellos momentos que parecía que todo se había acabado algo te dijo: “¡No! Todo no ha terminado”, porque tenés un propósito grande que te permite comprender que el Padre Dios estaba y está con todos nosotros y nos regala personas con las que caminar y ayudarnos a alcanzar nuevas metas.

Y así Jesús transforma la murmuración en fiesta y nos dice: “¡Alegráte conmigo, vamos a hacer fiesta!”. En la parábola del hijo pródigo –me gustó una vez que encontré una traducción–, dice que el padre cuando vio que el hijo ya volvía a la casa, dice: “Vamos a hacer fiesta”, y ahí empezó la fiesta. Y una traducción decía: “Y ahí empezó el baile”. La alegría, la alegría con que somos recibidos por Dios con el abrazo del Padre; empezó el baile.

Hermanos: Ustedes son parte de la familia, ustedes tienen mucho para compartir, ayúdennos a saber cuál es la mejor manera para estar y acompañar el proceso de transformación que, como familia, todos necesitamos.

Una sociedad se enferma cuando no es capaz de hacer fiesta por la transformación de sus hijos, una comunidad se enferma cuando vive de la murmuración aplastante, condenatoria e insensible, el chisme. Una sociedad es fecunda cuando logra generar dinámicas capaces de incluir e integrar, de hacerse cargo y luchar para crear oportunidades y alternativas que den nuevas posibilidades a sus hijos, cuando se ocupa en crear futuro con comunidad, educación y trabajo. Esa comunidad es sana. Y si bien puede experimentar la impotencia de no saber el cómo, no se rinde y lo vuelve a intentar. Y todos tenemos que ayudarnos para aprender, en comunidad, a encontrar estos caminos, a intentarlo de nuevo y a intentarlo de nuevo. Es una alianza que tenemos que animarnos a realizar: ustedes, chicos, chicas, los responsables de la custodia y las autoridades del Centro y el Ministerio, todos y sus familias, así como los agentes de Pastoral. Todos, peleen y peleen, pero no entre ustedes por favor, peleen, ¿para qué? para encontrar y buscar los caminos de inserción y de transformación. Y esto el Señor lo bendice, esto el Señor lo sostiene y esto el Señor lo acompaña.

En breve continuaremos con la celebración penitencial donde todos podremos experimentar la mirada del Señor, que no mira un adjetivo nunca, mira un nombre, mira a los ojos, mira el corazón, no mira un rótulo ni una condena, sino que mira hijos. Mirada de Dios que desmiente las descalificaciones y nos da la fuerza para crear esas alianzas necesarias que nos ayudan a todos a desmentir las murmuraciones, esas alianzas fraternas que permiten que nuestras vidas sean siempre una invitación a la alegría de la salvación, a la alegría de tener un horizonte adelante, a la alegría de la fiesta de hijo. Vayamos por este camino. Gracias.

Lc 16,19-31: Recibiste tus bienes, y Lázaro males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:
-Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día.
Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba.
Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas.
Sucedió que se murió el mendigo y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán.
Se murió también el rico y lo enterraron. Y estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno, y gritó:
-Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas.
Pero Abrahán le contestó:
-Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida y Lázaro a su vez males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces.
Y además entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros.
El rico insistió:
-Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento.
Abrahán le dice:
-Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen.
El rico contestó:
-No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán.
Abrahán le dijo:
-Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto.

"Para no caer en la indiferencia"

Jueves, 12 de marzo de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

Este relato de Jesús (cf. Lc 16,19-31) es muy claro; incluso puede parecer un cuento para niños: es muy sencillo. Con él Jesús no quiere referir solo una historia, sino indicar la posibilidad de que toda la humanidad viva así, nosotros también, todos, vivamos así.

Dos hombres, uno satisfecho, que sabía vestir bien, quizás buscaba a los mejores estilistas de su época para vestirse; vestía púrpura y lino fino. Y además vivía bien, todos los días banqueteaba espléndidamente. Era feliz así. No tenía preocupaciones. Tomaba alguna precaución, tal vez una pastilla contra el colesterol por los banquetes y la vida le iba bien. Estaba tranquilo.

En su puerta estaba un pobre: Lázaro se llamaba. El rico sabía que el pobre estaba allí, lo sabía, pero le parecía normal: “Yo disfruto y este... Así es la vida, allá se las componga”. Como mucho, quizás –el Evangelio no lo dice– a veces le mandaba algo, unas migas... Y así pasaba la vida de estos dos. Ambos pasaron por la ley de todos nosotros: morir. Murió el rico y murió Lázaro. Dice el Evangelio que Lázaro fue llevado al Cielo, con Abrahán, en el seno de Abrahán. Del rico solo dice: “Fue sepultado”. Punto. Y se acabó (cf. v. 22).

Hay dos cosas que llaman la atención: el hecho de que el rico supiera que ese pobre existía y que supiera su nombre. Pero no le importaba, le parecía normal. Tal vez el rico llevaba a cabo sus negocios que al final iban contra los pobres. Conocía muy bien, estaba informado sobre esta realidad. Y la segunda cosa que me impacta mucho es la palabra «grande abismo» (v. 26), que Abrahán dice al rico. “Entre nosotros y vosotros se abre un gran abismo, no podemos comunicar; no podemos pasar de aquí hasta allí”. Es el mismo abismo que existe entre el rico y Lázaro: el abismo no comenzó allí, el abismo comenzó aquí.

He reflexionado sobre cuál era el drama de este hombre: el drama de estar muy, muy informado, pero con el corazón cerrado. Las informaciones que tenía este hombre rico no llegaban a su corazón, no sabía conmoverse, no se podía conmover ante el drama de los demás. Ni siquiera llamar a uno de los jóvenes que servían a su mesa y decirle: “Llévale esto, o lo otro...”. El drama de la información que no baja hasta el corazón. También nos sucede a nosotros. Todos sabemos, porque lo hemos seguido en los noticiarios o lo hemos visto en los periódicos, cuántos niños pasan hambre hoy en el mundo; cuántos niños no tienen las medicinas necesarias; cuántos niños no pueden ir a la escuela. Continentes, con este drama: lo sabemos. “Ay, pobrecillos…”. Y continuamos. Esta información no desciende al corazón, y muchos de nosotros, muchos grupos de hombres y mujeres viven en este desapego entre lo que piensan, lo que saben y lo que sienten: el corazón está separado de la mente. Son indiferentes. Como el rico era indiferente al dolor de Lázaro. Es el abismo de la indiferencia.

En Lampedusa, cuando fui la primera vez, se me ocurrió esta expresión: la globalización de la indiferencia. Quizás hoy, aquí en Roma, estemos preocupados porque “parece ser que las tiendas están cerradas y yo tengo que ir a comprar; parece ser que no puedo dar mi paseo de todos los día; parece ser que...”. Preocupados por lo nuestro. Y nos olvidamos de los niños hambrientos, nos olvidamos de esa pobre gente que está en las fronteras de los países, buscando la libertad; estos migrantes forzosos que huyen del hambre y de la guerra y encuentran solamente una muralla, una muralla de hierro, una muralla de alambradas, una muralla que no los deja pasar. Sabemos que todo esto existe, pero no llega al corazón, no baja. Vivimos en la indiferencia: la indiferencia es este drama de estar bien informados, pero no sentir la realidad de los demás. Este es el abismo: el abismo de la indiferencia

Hay también otra cosa que llama la atención. Aquí sabemos el nombre del pobre, lo sabemos: Lázaro. También el rico lo sabía, porque cuando estaba en los infiernos le pide a Abrahán que le mande a Lázaro, lo reconoció, allí: “Manda a él” (cf. v. 24). Pero no sabemos el nombre del rico. El Evangelio no nos dice cómo se llamaba este señor. No tenía nombre. Había perdido el nombre. Tenía solamente los adjetivos de su vida: rico, poderoso... muchos adjetivos. Esto es lo que hace en nosotros el egoísmo: nos hace perder nuestra identidad real, nuestro nombre, y nos lleva a considerar solo los adjetivos. La mundanidad nos ayuda en esto. Hemos caído en la cultura de los adjetivos, donde tu valor es lo que tú posees, lo que tú puedes, pero no “cómo te llamas”: has perdido el nombre. La indiferencia conduce a esto: a perder el nombre. Somos solo “los ricos”, somos esto, somos lo otro. Somos los adjetivos.

Pidamos al Señor la gracia de no caer en la indiferencia, la gracia de que toda la información de los dolores humanos que tenemos, baje a nuestros corazones y nos mueva a hacer algo por los demás.

Lc 17,11-19: ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar Gloria a Dios?
En aquel tiempo, yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea.
Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían:
–Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.
Al verlos, les dijo:
–Id a presentaros a los sacerdotes.
Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias.
Este era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo:
–¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?
Y le dijo:
–Levántate, vete: tu fe te ha salvado.

CLAVE DE LECTURA

SANTA MISA Y CANONIZACIÓN DE LOS BEATOS:
JUAN ENRIQUE NEWMAN, JOSEFINA VANNINI,
MARÍA TERESA CHIRAMEL MANKIDIYAN, DULCE LOPES PONTES, MARGARITA BAYS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Plaza de San Pedro
Domingo, 13 de octubre de 2019

 

«Tu fe te ha salvado» (Lc 17,19). Es el punto de llegada del evangelio de hoy, que nos muestra el camino de la fe. En este itinerario de fe vemos tres etapas, señaladas por los leprosos curados, que invocancaminan y agradecen.

En primer lugar, invocar. Los leprosos se encontraban en una condición terrible, no sólo por sufrir la enfermedad que, incluso en la actualidad, se combate con mucho esfuerzo, sino por la exclusión social. En tiempos de Jesús eran considerados inmundos y en cuanto tales debían estar aislados, al margen (cf. Lv 13,46). De hecho, vemos que, cuando acuden a Jesús, “se detienen a lo lejos” (cf. Lc 17,12). Pero, aun cuando su situación los deja a un lado, dice el evangelio que invocan a Jesús «a gritos» (v. 13). No se dejan paralizar por las exclusiones de los hombres y gritan a Dios, que no excluye a nadie. Es así como se acortan las distancias, como se vence la soledad: no encerrándose en sí mismos y en las propias aflicciones, no pensando en los juicios de los otros, sino invocando al Señor, porque el Señor escucha el grito del que está solo.

Como esos leprosos, también nosotros necesitamos ser curados, todos. Necesitamos ser sanados de la falta de confianza en nosotros mismos, en la vida, en el futuro; de tantos miedos; de los vicios que nos esclavizan; de tantas cerrazones, dependencias y apegos: al juego, al dinero, a la televisión, al teléfono, al juicio de los demás. El Señor libera y cura el corazón, si lo invocamos, si le decimos: “Señor, yo creo que puedes sanarme; cúrame de mis cerrazones, libérame del mal y del miedo, Jesús”. Los leprosos son los primeros, en este evangelio, en invocar el nombre de Jesús. Después lo harán también un ciego y un malhechor en la cruz: gente necesitada invoca el nombre de Jesús, que significa Dios salva. Llaman a Dios por su nombre, de modo directo, espontáneo. Llamar por el nombre es signo de confianza, y al Señor le gusta. La fe crece así, con la invocación confiada, presentando a Jesús lo que somos, con el corazón abierto, sin esconder nuestras miserias. Invoquemos con confianza cada día el nombre de Jesús: Dios salva. Repitámoslo: es rezar, decir “Jesús” es rezar. La oración es la puerta de la fe, la oración es la medicina del corazón.

La segunda palabra es caminar. Es la segunda etapa.. En el breve evangelio de hoy aparece una decena de verbos de movimiento. Pero, sobre todo, impacta el hecho de que los leprosos no se curan cuando están delante de Jesús, sino después, al caminar: «Mientras iban de camino, quedaron limpios», dice el Evangelio (v. 14). Se curan al ir a Jerusalén, es decir, cuando afrontan un camino en subida. Somos purificados en el camino de la vida, un camino que a menudo es en subida, porque conduce hacia lo alto. La fe requiere un camino, una salida, hace milagros si salimos de nuestras certezas acomodadas, si dejamos nuestros puertos seguros, nuestros nidos confortables. La fe aumenta con el don y crece con el riesgo. La fe avanza cuando vamos equipados de la confianza en Dios. La fe se abre camino a través de pasos humildes y concretos, como humildes y concretos fueron el camino de los leprosos y el baño en el río Jordán de Naamán (cf. 2 Re 5,14-17). También es así para nosotros: avanzamos en la fe con el amor humilde y concreto, con la paciencia cotidiana, invocando a Jesús y siguiendo hacia adelante.

Hay otro aspecto interesante en el camino de los leprosos: avanzan juntos. «Iban» y «quedaron limpios», dice el evangelio (v. 14), siempre en plural: la fe es también caminar juntos, nunca solos. Pero, una vez curados, nueve se van y sólo uno vuelve a agradecer. Entonces Jesús expresa toda su amargura: «Los otros nueve, ¿dónde están?» (v. 17). Casi parece que pide cuenta de los otros nueve al único que regresó. Es verdad, es nuestra tarea —de nosotros que estamos aquí para “celebrar la Eucaristía”, es decir, para agradecer—, es nuestra tarea hacernos cargo del que ha dejado de caminar, de quien ha perdido el rumbo: todos nosotros somos protectores de nuestros hermanos alejados. Somos intercesores para ellos, somos responsables de ellos, estamos llamados a responder y preocuparnos por ellos. ¿Quieres crecer en la fe? Tú, que hoy estás aquí, ¿quieres crecer en la fe? Hazte cargo de un hermano alejado, de una hermana alejada.

Invocar, caminar y agradecer: es la última etapaSólo al que agradece Jesús le dice: «Tu fe te ha salvado» (v. 19). No sólo está sano, sino también salvado. Esto nos dice que la meta no es la salud, no es el estar bien, sino el encuentro con Jesús. La salvación no es beber un vaso de agua para estar en forma, es ir a la fuente, que es Jesús. Sólo Él libra del mal y sana el corazón, sólo el encuentro con Él salva, hace la vida plena y hermosa. Cuando encontramos a Jesús, el “gracias” nace espontáneo, porque se descubre lo más importante de la vida, que no es recibir una gracia o resolver un problema, sino abrazar al Señor de la vida. Y esto es lo más importante de la vida: abrazar al Señor de la vida.

Es hermoso ver que ese hombre sanado, que era un samaritano, expresa la alegría con todo su ser: alaba a Dios a grandes gritos, se postra, agradece (cf. vv. 15-16). El culmen del camino de fe es vivir dando gracias. Podemos preguntarnos: nosotros, que tenemos fe, ¿vivimos la jornada como un peso a soportar o como una alabanza para ofrecer? ¿Permanecemos centrados en nosotros mismos a la espera de pedir la próxima gracia o encontramos nuestra alegría en la acción de gracias? Cuando agradecemos, el Padre se conmueve y derrama sobre nosotros el Espíritu Santo. Agradecer no es cuestión de cortesía, de buenos modales, es cuestión de fe. Un corazón que agradece se mantiene joven. Decir: “Gracias, Señor” al despertarnos, durante el día, antes de irnos a descansar es el antídoto al envejecimiento del corazón, porque el corazón envejece y se malacostumbra. Así también en la familia, entre los esposos: acordarse de decir gracias. Gracias es la palabra más sencilla y beneficiosa.

Invocar, caminar, agradecer. Hoy damos gracias al Señor por los nuevos santos, que han caminado en la fe y ahora invocamos como intercesores. Tres son religiosas y nos muestran que la vida consagrada es un camino de amor en las periferias existenciales del mundo. Santa Margarita Bays, en cambio, era una costurera y nos revela qué potente es la oración sencilla, la tolerancia paciente, la entrega silenciosa. A través de estas cosas, el Señor ha hecho revivir en ella, en su humildad, el esplendor de la Pascua. Es la santidad de lo cotidiano, a la que se refiere el santo Cardenal Newman cuando dice: «El cristiano tiene una paz profunda, silenciosa y escondida que el mundo no ve. […] El cristiano es alegre, sencillo, amable, dulce, cortés, sincero, sin pretensiones, […] con tan pocas cosas inusuales o llamativas en su porte que a primera vista fácilmente se diría que es un hombre corriente» (Parochial and Plain Sermons, V,5). Pidamos ser así, “luces amables” en medio de la oscuridad del mundo. Jesús, «quédate con nosotros y así comenzaremos a brillar como brillas Tú; a brillar para servir de luz a los demás» (Meditations on Christian Doctrine, VII,3). Amén.

Lc 17,20-25: El Reino de Dios está dentro de vosotros.
En aquel tiempo, a unos fariseos que le preguntaban cuándo iba a llegar el reino de Dios, Jesús les contestó:
–El reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí; porque mirad, el reino de Dios está dentro de vosotros.
Dijo a sus discípulos:
–Llegará un tiempo en que desearéis vivir un día con el Hijo del Hombre, y no podréis.
Si os dicen que está aquí o está allí, no os vayáis detrás.
Como el fulgor del relámpago brilla de un horizonte a otro, así será el Hijo del Hombre en su día.
Pero antes tiene que padecer mucho y ser reprobado por esta generación.
Lc 18,9-14: El publicano bajó a su casa justificado, y el fariseo no.
En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola:
-«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: "¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo."
El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador."
Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»

CLAVE DE LECTURA

SANTA MISA DE CLAUSURA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

27 de octubre de 2019

 

La Palabra de Dios nos ayuda hoy a rezar mediante tres personajes: en la parábola de Jesús rezan el fariseo y el publicano, en la primera lectura se habla de la oración del pobre.

1. La oración del fariseo comienza así: «Oh Dios, te agradezco». Es un buen inicio, porque la mejor oración es la de acción de gracias, es la de alabanza. Pero enseguida vemos el motivo de ese agradecimiento: «porque no soy como los demás hombres» (Lc 18,11). Y, además, explica el motivo: porque ayuna dos veces a la semana, cuando entonces la obligación era una vez al año; paga el diezmo de todo lo que tiene, cuando lo establecido era sólo en base a los productos más importantes (cf. Dt 14,22 ss.). En definitiva, presume porque cumple unos preceptos particulares de manera óptima. Pero olvida el más grande: amar a Dios y al prójimo (cf. Mt 22,36-40). Satisfecho de su propia seguridad, de su propia capacidad de observar los mandamientos, de los propios méritos y virtudes, sólo está centrado en sí mismo. El drama de este hombre es que no tiene amor. Pero, como dice san Pablo, incluso lo mejor, sin amor, no sirve de nada (cf. 1 Co 13). Y sin amor, ¿cuál es el resultado? Que al final, más que rezar, se elogia a sí mismo. De hecho, no le pide nada al Señor, porque no siente que tiene necesidad o que debe algo, sino que cree que se le debe a él. Está en el templo de Dios, pero practica otra religión, la religión del yo. Y tantos grupos “ilustrados”, “cristianos católicos”, van por este camino.

Y además de olvidar a Dios, olvida al prójimo, es más, lo desprecia. Es decir, para él no tiene un precio, no tiene un valor. Se considera mejor que los demás, a quienes llama, literalmente, “los demás, el resto” (“loipoi”Lc 18,11). Son “el resto”, son los descartados de quienes hay que mantenerse a distancia. ¡Cuántas veces vemos que se cumple esta dinámica en la vida y en la historia! Cuántas veces quien está delante, como el fariseo respecto al publicano, levanta muros para aumentar las distancias, haciendo que los demás estén más descartados aún. O también considerándolos inferiores y de poco valor, desprecia sus tradiciones, borra su historia, ocupa sus territorios, usurpa sus bienes. ¡Cuánta presunta superioridad que, también hoy se convierte en opresión y explotación –lo hemos visto en el Sínodo cuando hablábamos de la explotación de la creación, de la gente, de los habitantes de la Amazonía, de la trata de personas, del comercio de las personas! Los errores del pasado no han bastado para dejar de expoliar y causar heridas a nuestros hermanos y a nuestra hermana tierra: lo hemos visto en el rostro desfigurado de la Amazonia. La religión del yo sigue, hipócrita con sus ritos y “oraciones” —tantos son católicos, se confiesan católicos, pero se han olvidado de ser cristianos y humanos—, olvidando que el verdadero culto a Dios pasa a través del amor al prójimo. También los cristianos que rezan y van a Misa el domingo están sujetos a esta religión del yo. Podemos mirarnos dentro y ver si también nosotros consideramos a alguien inferior, descartable, aunque sólo sea con palabras. Recemos para pedir la gracia de no considerarnos superiores, de creer que tenemos todo en orden, de no convertirnos en cínicos y burlones. Pidamos a Jesús que nos cure de hablar mal y lamentarnos de los demás, de despreciar a nadie: son cosas que no agradan a Dios. Y hoy providencialmente nos acompañan en esta Misa no solo los indígenas de la Amazonía: también los más pobres de las sociedades desarrolladas, los hermanos y hermanas enfermos de la Comunidad del Arca. Están con nosotros, en primera fila.

2. Pasamos a la otra oración. La oración del publicano, en cambio, nos ayuda a comprender qué es lo que agrada a Dios. Él no comienza por sus méritos, sino por sus faltas; ni por sus riquezas, sino por su pobreza. No se trata de una pobreza económica —los publicanos eran ricos e incluso ganaban injustamente, a costa de sus connacionales— sino que siente una pobreza de vida, porque en el pecado nunca se vive bien. Ese hombre que se aprovecha de los demás se reconoce pobre ante Dios y el Señor escucha su oración, hecha sólo de siete palabras, pero también de actitudes verdaderas. En efecto, mientras el fariseo está delante en pie (cf. v. 11), el publicano permanece a distancia y “no se atreve ni a levantar los ojos al cielo”, porque cree que el cielo existe y es grande, mientras que él se siente pequeño. Y “se golpea el pecho” (cf. v. 13), porque en el pecho está el corazón. Su oración nace precisamente del corazón, es transparente; pone delante de Dios el corazón, no las apariencias. Rezar es dejar que Dios nos mire por dentro –es Dios el que me mira cuando rezo–, sin fingimientos, sin excusas, sin justificaciones. Muchas veces nos hacen reír los arrepentimientos llenos de justificaciones. Más que un arrepentimiento parece una autocanonización. Porque del diablo vienen la opacidad y la falsedad –estas son las justificaciones–, de Dios la luz y la verdad, la trasparencia de mi corazón. Queridos Padres y Hermanos sinodales: Ha sido hermoso y les estoy muy agradecido, por haber dialogado durante estas semanas con el corazón, con sinceridad y franqueza, exponiendo ante Dios y los hermanos las dificultades y las esperanzas.

Hoy, mirando al publicano, descubrimos de nuevo de dónde tenemos que volver a partir: del sentirnos necesitados de salvación, todos. Es el primer paso de la religión de Dios, que es misericordia hacia quien se reconoce miserable. En cambio, la raíz de todo error espiritual, como enseñaban los monjes antiguos, es creerse justos. Considerarse justos es dejar a Dios, el único justo, fuera de casa. Es tan importante esta actitud de partida que Jesús nos lo muestra con una comparación paradójica, poniendo juntos en la parábola a la persona más piadosa y devota de aquel tiempo, el fariseo, y al pecador público por excelencia, el publicano. Y el juicio se invierte: el que es bueno pero presuntuoso fracasa; a quien es desastroso pero humilde Dios lo exalta. Si nos miramos por dentro con sinceridad, vemos en nosotros a los dos, al publicano y al fariseo. Somos un poco publicanos, por pecadores, y un poco fariseos, por presuntuosos, capaces de justificarnos a nosotros mismos, campeones en justificarnos deliberadamente. Con los demás, a menudo funciona, pero con Dios no. Con Dios el maquillaje no funciona. Recemos para pedir la gracia de sentirnos necesitados de misericordia, interiormente pobres. También para eso nos hace bien estar a menudo con los pobres, para recordarnos que somos pobres, para recordarnos que sólo en un clima de pobreza interior actúa la salvación de Dios.

3. Llegamos así a la oración del pobre, de la primera lectura. Esta, dice el Eclesiástico, «atraviesa las nubes» (35,17). Mientras la oración de quien presume ser justo se queda en la tierra, aplastada por la fuerza de gravedad del egoísmo, la del pobre sube directamente hacia Dios. El sentido de la fe del Pueblo de Dios ha visto en los pobres “los porteros del cielo”: ese sensus fidei que faltaba en la declaración [del fariseo]. Ellos son los que nos abrirán, o no, las puertas de la vida eterna; precisamente ellos que no se han considerado como dueños en esta vida, que no se han puesto a sí mismos antes que a los demás, que han puesto sólo en Dios su propia riqueza. Ellos son iconos vivos de la profecía cristiana.

En este Sínodo hemos tenido la gracia de escuchar las voces de los pobres y de reflexionar sobre la precariedad de sus vidas, amenazadas por modelos de desarrollo depredadores. Y, sin embargo, aun en esta situación, muchos nos han testimoniado que es posible mirar la realidad de otro modo, acogiéndola con las manos abiertas como un don, habitando la creación no como un medio para explotar sino como una casa que se debe proteger, confiando en Dios. Él es Padre y, dice también el Eclesiástico, «escucha la oración del oprimido» (v. 16). Y cuántas veces, también en la Iglesia, las voces de los pobres no se escuchan, e incluso son objeto de burlas o son silenciadas por incómodas. Recemos para pedir la gracia de saber escuchar el grito de los pobres: es el grito de esperanza de la Iglesia. El grito de los pobres es el grito de esperanza de la Iglesia. Haciendo nuestro su grito, también nuestra oración, estamos seguros, atravesará las nubes.

Lc 19,1-10: El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.
En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad.
Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí.
Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo:
-Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa.
El bajó en seguida, y lo recibió muy contento.
Al ver ésto, todos murmuraban diciendo:
-Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.
Pero Zaqueo se puso en pie, y dijo al Señor:
-Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más.
Jesús le contestó:
-Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán.
Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.

CLAVE DE LECTURA

VISITA PASTORAL DEL SANTO PADRE FRANCISCO A ALBANO (ITALIA)

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Plaza Pía
Domingo, 21 de septiembre de 2019

 

El episodio que hemos escuchado tiene lugar en Jericó, la famosa ciudad destruida en tiempos de Josué que, según la Biblia, no debería haber sido reconstruida (cf. Gs 6): debería haber sido “la ciudad olvidada”. Pero Jesús, dice el Evangelio, “entra y cruza” Jericó (cf. Lc 19,1). Y en esta ciudad, que está por debajo del nivel del mar, no teme llegar al nivel más bajo, representado por Zaqueo. Era un publicano, de hecho, el «jefe de los publicanos», es decir, de aquellos judíos odiados por la gente que recaudaban impuestos para el Imperio Romano. Era «rico» (v. 2) y es fácil ver cómo había llegado a serlo: a costa de sus paisanos, explotando a sus paisanos. A sus ojos, Zaqueo era el peor, el insalvable. Pero no a los ojos de Jesús, que lo llama por su nombre, Zaqueo, que significa “Dios se acuerda”. En la ciudad olvidada, Dios se acuerda del mayor pecador.

El Señor, en primer lugar, se acuerda de nosotros. Él no nos olvida, no nos pierde de vista a pesar de los obstáculos que pueden alejarnos de Él. Obstáculos que no faltaron en el caso de Zaqueo: su baja estatura, física y moral, pero también su vergüenza, por la que intentaba ver a Jesús escondido entre las ramas del árbol, probablemente con la esperanza de no ser visto. Y luego las crítica externas: en la ciudad por aquel encuentro «todos murmuraban» (v. 7) ―pero creo que en Albano sea lo mismo: se murmura... Límites, pecados, vergüenza, chismes y prejuicios: ningún obstáculo hace que Jesús olvide lo esencial, el hombre al que amar y salvar.

¿Qué nos dice este Evangelio en el aniversario de vuestra catedral? Que toda iglesia, que la Iglesia con mayúscula, existe para mantener vivo en el corazón de los hombres el recuerdo de que Dios los ama. Existe para decir a cada uno, incluso al más lejano: “Tú eres amado y llamado por Jesús por tu nombre; Dios no te olvida, se preocupa por ti”. Queridos hermanos y hermanas, como Jesús, no tengáis miedo de “cruzar” vuestra ciudad, de ir a los más olvidados, a los que están escondidos detrás de las ramas de la vergüenza, del miedo, de la soledad, para decirles: “Dios se acuerda de vosotros”.

Me gustaría subrayar una segunda acción de Jesús. Además de acordarse, de reconocer a Zaqueo, Él anticipa. Lo vemos en el entrecruzarse de miradas con Zaqueo. Él «trataba de ver quién era Jesús» (v. 3). Es interesante que Zaqueo no sólo trataba de ver a Jesús, sino de ver quién era Jesús: es decir, de comprender qué tipo de maestro era, cuál era su rasgo distintivo. Y lo descubre no cuando mira a Jesús, sino cuando Jesús lo mira. Porque mientras Zaqueo trata de verlo, Jesús lo ve primero; antes de que Zaqueo hable, Jesús le habla; antes de invitar a Jesús, Jesús viene a su casa. Así es Jesús: el que nos ve primero, el que nos ama primero, el que nos acoge primero. Cuando descubrimos que su amor nos anticipa, que nos llega antes que nada, la vida cambia. Querido hermano, querida hermana, si como Zaqueo buscas un sentido a la vida, pero no lo encuentras, te echas a perder con “sustitutos del amor”, como la riqueza, la carrera, el placer, alguna dependencia, déjate mirar por Jesús. Sólo con Jesús descubrirás que siempre has sido amado y descubrirás la vida. Te sentirás tocado en tu interior por la ternura invencible de Dios, que conmueve y mueve el corazón. Así fue para Zaqueo y para cada uno de nosotros, cuando descubrimos el “primero” de Jesús: Jesús que nos anticipa, que nos mira primero, que nos habla primero, que nos espera primero.

Como Iglesia, preguntémonos si Jesús viene primero: ¿viene primero Él o nuestra agenda? ¿viene primero Él o nuestras estructuras? Toda conversión nace de una anticipación de la misericordia, nace de la ternura de Dios que nos roba el corazón. Si todo lo que hacemos no parte de la mirada de misericordia de Jesús, corremos el riesgo de mundanizar la fe, de complicarla, de llenarla de muchos contornos: argumentos culturales, visiones eficaces, opciones políticas, elecciones de partido... Pero se olvida lo esencial, la sencillez de la fe, lo primero: el encuentro vivo con la misericordia de Dios. Si este no es el centro, si no es el principio y el final de todas nuestras actividades, corremos el riesgo de dejar a Dios “fuera de casa”, es decir, en la iglesia, que es su casa, pero no con nosotros. La invitación de hoy es: déjate “misericordiar” por  Dios. Él viene con su misericordia.

Para custodiar el "primero" de Dios, nos sirve de ejemplo Zaqueo. Jesús lo ve primero porque se había subido a un sicómoro. Es un gesto que requiere coraje, impulso, imaginación: no se ven muchos adultos trepando a los árboles; lo hacen los niños, es algo que se hace de niños, todos lo hemos hecho. Zaqueo ha superado su vergüenza y, en cierto modo, ha vuelto a ser niño. Es importante para nosotros volver a ser sencillos, abierto. Para custodiar el “primero” de Dios, que es su misericordia, no hay que ser cristianos complicados, que elaboran mil teorías y se dispersan en busca de respuestas en la red, sino que hay que ser como niños. Ellos necesitan padres y amigos: también nosotros necesitamos a Dios y a los demás. No nos bastamos a nosotros mismos, necesitamos desenmascarar nuestra autosuficiencia, superar nuestros cierres, volvernos pequeños por dentro, sencillos y entusiastas, llenos de impulso hacia Dios y de amor al prójimo.

Me gustaría destacar una última acción de Jesús, que nos hace sentir como en casa. Dice a Zaqueo: «Conviene que hoy me quede yo en tu casa» (v. 5). En tu casa. Zaqueo, que se sentía ajeno a su ciudad, regresa a su casa como una persona amada. Y, amado por Jesús, redescubre a los que están cerca de él y dice: «Daré la mitad de mis bienes a los pobres y, si en algo defraudé a alguien ― y este hombre había robado tanto, ― le devuelvo cuatro veces más» (v. 8). La ley de Moisés pedía la restitución añadiendo el quíntuplo (cf. Lv 5,24), Zaqueo da cuatro veces más: va más allá de la ley porque ha encontrado el amor. Sintiéndose como en casa, abrió la puerta al prójimo.

¡Qué hermoso sería que nuestros vecinos y conocidos sintieran la Iglesia como su casa! Desafortunadamente, sucede que nuestras comunidades se vuelvan ajenas a tantos y poco atractivas. A veces nosotros también estamos tentados a crear círculos cerrados, lugares íntimos entre los elegidos. Nos sentimos elegidos, nos sentimos élite... Pero hay muchos hermanos y hermanas que tienen nostalgia de casa, que no tienen el valor de acercarse, tal vez porque no se sintieron acogidos; tal vez porque conocieron a un sacerdote que los trató mal o los echó, o quiso que pagasen por los sacramentos ―algo muy feo― y se alejaron. El Señor desea que su Iglesia sea una casa entre las casas, una tienda acogedora donde cada hombre, viandante de la existencia, se encuentre con Él, que vino a habitar entre nosotros (cf. Jn 1,14).

Hermanos y hermanas, que la Iglesia sea el lugar donde nunca miremos a los demás desde arriba, sino, como Jesús con Zaqueo, desde abajo. Recordad que el único momento en el que es lícito mirar a una persona de arriba a abajo es para ayudarla a levantarse, de lo contrario no es lícito. Sólo en ese momento: mirarla así, porque ha caído. No miremos nunca a la gente como jueces, siempre como hermanos. No somos inspectores de la vida de los demás, sino promotores del bien de todos. Y para ser promotores del bien de todos, algo que ayuda mucho es dejar la lengua quieta: no chismorrear de los demás. Pero a veces, cuando digo estas cosas, oigo a la gente decir: “Padre, mire, está mal, pero me sale así, porque veo algo y me dan ganas de criticarlo”. Sugiero una buena medicina para esto ―aparte de la oración―; la medicina efectiva es: muérdete la lengua. Se te hinchará en la boca y no podrás hablar.

«El hijo del hombre ―concluye el Evangelio― ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10). Si evitamos a los que nos parecen perdidos, no somos de Jesús. Pidamos la gracia de salir al encuentro de cada uno como un hermano y de no ver en nadie un enemigo. Y si nos han hecho daño devolvamos bien. Los discípulos de Jesús no son esclavos de los males del pasado, sino que, perdonados por Dios, hacen como Zaqueo: sólo piensan en el bien que pueden hacer. Demos gratuitamente, amemos a los pobres y a los que no tienen que devolvernos: seremos ricos a los ojos de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, espero que vuestra catedral, como toda iglesia, sea el lugar donde cada uno de vosotros se sienta recordado por el Señor, anticipado por su misericordia y acogido en casa. Para que ocurra lo más hermoso en la Iglesia: alegrarse porque la salvación ha entrado en la vida (cf. v. 9). Que así sea.


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 21 de septiembre de 2019.

Lc 19,28-40: Bendito el que viene en nombre del Señor.
En aquel tiempo, Jesús iba hacia Jerusalén, marchando a la cabeza. Al acercarse a Betfagé y Betania, junto al monte llamado de los Olivos, mandó a dos discípulos diciéndoles:
-Id a la aldea de enfrente: al entrar encontraréis un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta: «¿por qué lo desatáis?», contestadle: «el Señor lo necesita.»
Ellos fueron y lo encontraron como les había dicho. Mientras desataban el borrico, los dueños les preguntaron:
-¿Por qué desatáis el borrico?
Ellos contestaron:
-El Señor lo necesita.
Se lo llevaron a Jesús, lo aparejaron con sus mantos, y le ayudaron a montar.
Según iba avanzando, la gente alfombraba el camino con los mantos.
Y cuando se acercaba ya la bajada del monte de los Olivos, la masa de los discípulos, entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a gritos por todos los milagros que habían visto, diciendo:
¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor!
Paz en el cielo y gloria en lo alto.
Algunos fariseos de entre la gente le dijeron:
-Maestro reprende a tus discípulos.
El replicó:
-Os digo, que si estos callan, gritarán las piedras.

CLAVE DE LECTURA 1

CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS Y DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Plaza de San Pedro
XXXIV Jornada Mundial de la Juventud
Domingo, 14 de abril de 2019

 

Las aclamaciones de la entrada en Jerusalén y la humillación de Jesús. Los gritos de fiesta y el ensañamiento feroz. Este doble misterio acompaña cada año la entrada en la Semana Santa, en los dos momentos característicos de esta celebración: la procesión con las palmas y los ramos de olivo, al principio, y luego la lectura solemne de la narración de la Pasión.

Dejemos que esta acción animada por el Espíritu Santo nos envuelva, para obtener lo que hemos pedido en la oración: acompañar con fe a nuestro Salvador en su camino y tener siempre presente la gran enseñanza de su Pasión como modelo de vida y de victoria contra el espíritu del mal.

Jesús nos muestra cómo hemos de afrontar los momentos difíciles y las tentaciones más insidiosas, cultivando en nuestros corazones una paz que no es distanciamiento, no es impasividad o creerse un superhombre, sino que es un abandono confiado en el Padre y en su voluntad de salvación, de vida, de misericordia; y, en toda su misión, pasó por la tentación de “hacer su trabajo” decidiendo él el modo y desligándose de la obediencia al Padre. Desde el comienzo, en la lucha de los cuarenta días en el desierto, hasta el final en la Pasión, Jesús rechaza esta tentación mediante la confianza obediente en el Padre.

También hoy, en su entrada en Jerusalén, nos muestra el camino. Porque en ese evento el maligno, el Príncipe de este mundo, tenía una carta por jugar: la carta del triunfalismo, y el Señor respondió permaneciendo fiel a su camino, el camino de la humildad.

El triunfalismo trata de llegar a la meta mediante atajos, compromisos falsos. Busca subirse al carro del ganador. El triunfalismo vive de gestos y palabras que, sin embargo, no han pasado por el crisol de la cruz; se alimenta de la comparación con los demás, juzgándolos siempre como peores, con defectos, fracasados... Una forma sutil de triunfalismo es la mundanidad espiritual, que es el mayor peligro, la tentación más pérfida que amenaza a la Iglesia (De Lubac). Jesús destruyó el triunfalismo con su Pasión.

El Señor realmente compartió y se regocijó con el pueblo, con los jóvenes que gritaban su nombre aclamándolo como Rey y Mesías. Su corazón gozaba viendo el entusiasmo y la fiesta de los pobres de Israel. Hasta el punto que, a los fariseos que le pedían que reprochara a sus discípulos por sus escandalosas aclamaciones, él les respondió: «Os digo que, si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40). Humildad no significa negar la realidad, y Jesús es realmente el Mesías, el Rey.

Pero al mismo tiempo, el corazón de Cristo está en otro camino, en el camino santo que solo él y el Padre conocen: el que va de la «condición de Dios» a la «condición de esclavo», el camino de la humillación en la obediencia «hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,6-8). Él sabe que para lograr el verdadero triunfo debe dejar espacio a Dios; y para dejar espacio a Dios solo hay un modo: el despojarse, el vaciarse de sí mismo. Callar, rezar, humillarse. Con la cruz no se puede negociar, o se abraza o se rechaza. Y con su humillación, Jesús quiso abrirnos el camino de la fe y precedernos en él.

Tras él, la primera que lo ha recorrido fue su madre, María, la primera discípula. La Virgen y los santos han tenido que sufrir para caminar en la fe y en la voluntad de Dios. Ante los duros y dolorosos acontecimientos de la vida, responder con fe cuesta «una particular fatiga del corazón» (cf. S. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris Mater, 17). Es la noche de la fe. Pero solo de esta noche despunta el alba de la resurrección. Al pie de la cruz, María volvió a pensar en las palabras con las que el Ángel le anunció a su Hijo: «Será grande [...]; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Lc 1,32-33). En el Gólgota, María se enfrenta a la negación total de esa promesa: su Hijo agoniza sobre una cruz como un criminal. Así, el triunfalismo, destruido por la humillación de Jesús, fue igualmente destruido en el corazón de la Madre; ambos supieron callar.

Precedidos por María, innumerables santos y santas han seguido a Jesús por el camino de la humildad y la obediencia. Hoy, Jornada Mundial de la Juventud, quiero recordar a tantos santos y santas jóvenes, especialmente a aquellos “de la puerta de al lado”, que solo Dios conoce, y que a veces a él le gusta revelarnos por sorpresa. Queridos jóvenes, no os avergoncéis de mostrar vuestro entusiasmo por Jesús, de gritar que él vive, que es vuestra vida. Pero al mismo tiempo, no tengáis miedo de seguirlo por el camino de la cruz. Y cuando sintáis que os pide que renunciéis a vosotros mismos, que os despojéis de vuestras seguridades, que os confiéis por completo al Padre que está en los cielos, entonces alegraos y regocijaos. Estáis en el camino del Reino de Dios.

Aclamaciones de fiesta y furia feroz; el silencio de Jesús en su Pasión es impresionante. Vence también a la tentación de responder, de ser “mediático”. En los momentos de oscuridad y de gran tribulación hay que callar, tener el valor de callar, siempre que sea un callar manso y no rencoroso. La mansedumbre del silencio hará que parezcamos aún más débiles, más humillados, y entonces el demonio, animándose, saldrá a la luz. Será necesario resistirlo en silencio, “manteniendo la posición”, pero con la misma actitud que Jesús. Él sabe que la guerra es entre Dios y el Príncipe de este mundo, y que no se trata de poner la mano en la espada, sino de mantener la calma, firmes en la fe. Es la hora de Dios. Y en la hora en que Dios baja a la batalla, hay que dejarlo hacer. Nuestro puesto seguro estará bajo el manto de la Santa Madre de Dios. Y mientras esperamos que el Señor venga y calme la tormenta (cf. Mc 4,37-41), con nuestro silencioso testimonio en oración, nos damos a nosotros mismos y a los demás razón de nuestra esperanza (cf. 1 P 3,15). Esto nos ayudará a vivir en la santa tensión entre la memoria de las promesas, la realidad del ensañamiento presente en la cruz y la esperanza de la resurrección.

CLAVE DE LECTURA 2

CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS Y DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Plaza de San Pedro
XXXIII Jornada Mundial de la Juventud

Domingo, 25 de marzo de 2018

 

Jesús entra en Jerusalén. La liturgia nos invitó a hacernos partícipes y tomar parte de la alegría y fiesta del pueblo que es capaz de gritar y alabar a su Señor; alegría que se empaña y deja un sabor amargo y doloroso al terminar de escuchar el relato de la Pasión. Pareciera que en esta celebración se entrecruzan historias de alegría y sufrimiento, de errores y aciertos que forman parte de nuestro vivir cotidiano como discípulos, ya que logra desnudar los sentimientos contradictorios que también hoy, hombres y mujeres de este tiempo, solemos tener: capaces de amar mucho… y también de odiar ―y mucho―; capaces de entregas valerosas y también de saber «lavarnos las manos» en el momento oportuno; capaces de fidelidades pero también de grandes abandonos y traiciones.

Y se ve claro en todo el relato evangélico que la alegría que Jesús despierta es motivo de enojo e irritación en manos de algunos.

Jesús entra en la ciudad rodeado de su pueblo, rodeado por cantos y gritos de algarabía. Podemos imaginar que es la voz del hijo perdonado, la del leproso sanado o el balar de la oveja perdida, que resuenan a la vez con fuerza en ese ingreso. Es el canto del publicano y del impuro; es el grito del que vivía en los márgenes de la ciudad. Es el grito de hombres y mujeres que lo han seguido porque experimentaron su compasión ante su dolor y su miseria… Es el canto y la alegría espontánea de tantos postergados que tocados por Jesús pueden gritar: «Bendito el que llega en nombre del Señor». ¿Cómo no alabar a Aquel que les había devuelto la dignidad y la esperanza? Es la alegría de tantos pecadores perdonados que volvieron a confiar y a esperar. Y estos gritan. Se alegran. Es la alegría.

Esta alegría y alabanza resulta incómoda y se transforma en sinrazón escandalosa para aquellos que se consideran a sí mismos justos y «fieles» a la ley y a los preceptos rituales[1]. Alegría insoportable para quienes han bloqueado la sensibilidad ante el dolor, el sufrimiento y la miseria. Muchos de estos piensan: «¡Mira que pueblo más maleducado!». Alegría intolerable para quienes perdieron la memoria y se olvidaron de tantas oportunidades recibidas. ¡Qué difícil es comprender la alegría y la fiesta de la misericordia de Dios para quien quiere justificarse a sí mismo y acomodarse! ¡Qué difícil es poder compartir esta alegría para quienes solo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros![2]

Y así nace el grito del que no le tiembla la voz para gritar: «¡Crucifícalo!». No es un grito espontáneo, sino el grito armado, producido, que se forma con el desprestigio, la calumnia, cuando se levanta falso testimonio. Es el grito que nace cuando se pasa del hecho a lo que se cuenta, nace de lo que se cuenta. Es la voz de quien manipula la realidad y crea un relato a su conveniencia y no tiene problema en «manchar» a otros para salirse con la suya. Esto es un falso relato. El grito del que no tiene problema en buscar los medios para hacerse más fuerte y silenciar las voces disonantes. Es el grito que nace de «trucar» la realidad y pintarla de manera tal que termina desfigurando el rostro de Jesús y lo convierte en un «malhechor». Es la voz del que quiere defender la propia posición desacreditando especialmente a quien no puede defenderse. Es el grito fabricado por la «tramoya» de la autosuficiencia, el orgullo y la soberbia que afirma sin problemas: «Crucifícalo, crucifícalo».

Y así se termina silenciando la fiesta del pueblo, derribando la esperanza, matando los sueños, suprimiendo la alegría; así se termina blindando el corazón, enfriando la caridad. Es el grito del «sálvate a ti mismo» que quiere adormecer la solidaridad, apagar los ideales, insensibilizar la mirada… el grito que quiere borrar la compasión, ese «padecer con», la compasión, que es la debilidad de Dios.

Frente a todos estos titulares, el mejor antídoto es mirar la cruz de Cristo y dejarnos interpelar por su último grito. Cristo murió gritando su amor por cada uno de nosotros; por jóvenes y mayores, santos y pecadores, amor a los de su tiempo y a los de nuestro tiempo. En su cruz hemos sido salvados para que nadie apague la alegría del evangelio; para que nadie, en la situación que se encuentre, quede lejos de la mirada misericordiosa del Padre. Mirar la cruz es dejarse interpelar en nuestras prioridades, opciones y acciones. Es dejar cuestionar nuestra sensibilidad ante el que está pasando o viviendo un momento de dificultad. Hermanos y hermanas: ¿Qué mira nuestro corazón? ¿Jesucristo sigue siendo motivo de alegría y alabanza en nuestro corazón o nos avergüenzan sus prioridades hacia los pecadores, los últimos, los olvidados?

Y a ustedes, queridos jóvenes, la alegría que Jesús despierta en ustedes es para algunos motivo de enojo y también de irritación, ya que un joven alegre es difícil de manipular. ¡Un joven alegre es difícil de manipular!

Pero existe en este día la posibilidad de un tercer grito: «Algunos fariseos de entre la gente le dijeron: Maestro, reprende a tus discípulos» y él responde: «Yo les digo que, si éstos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,39-40).

Hacer callar a los jóvenes es una tentación que siempre ha existido. Los mismos fariseos increpan a Jesús y le piden que los calme y silencie.

Hay muchas formas de silenciar y de volver invisibles a los jóvenes. Muchas formas de anestesiarlos y adormecerlos para que no hagan «ruido», para que no se pregunten y cuestionen. «¡Estad callados!». Hay muchas formas de tranquilizarlos para que no se involucren y sus sueños pierdan vuelo y se vuelvan ensoñaciones rastreras, pequeñas, tristes.

En este Domingo de ramos, festejando la Jornada Mundial de la Juventud, nos hace bien escuchar la respuesta de Jesús a los fariseos de ayer y de todos los tiempos, también a los de hoy: «Si ellos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40).

Queridos jóvenes: Está en ustedes la decisión de gritar, está en ustedes decidirse por el Hosanna del domingo para no caer en el «crucifícalo» del viernes... Y está en ustedes no quedarse callados. Si los demás callan, si nosotros los mayores y responsables  ―tantas veces corruptos― callamos, si el mundo calla y pierde alegría, les pregunto: ¿Ustedes gritarán?

Por favor, decídanse antes de que griten las piedras.
 

 


[1] Cf. R. Guardini, El Señor, 383.

[2] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 94.

Lc 21,5-19: Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.
En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo:
-Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido.
Ellos le preguntaron:
-Maestro, ¿cuándo va a ser éso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?
El contestó:
-Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usando mi nombre diciendo: «Yo soy» o bien «el momento está cerca»; no vayáis tras ellos.
Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico.
Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida.
Luego les dijo:
-Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre.
Habrá también espantos y grandes signos en el cielo.
Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a los tribunales y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre: así tendréis ocasión de dar testimonio.
Haced propósito de no preparar vuestra defensa: porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro.
Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa de mi nombre.
Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá: con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.

CLAVE DE LECTURA

JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, 17 de noviembre de 2019

 

 

En el evangelio de hoy, Jesús sorprende a sus contemporáneos, y también a nosotros. En efecto, justo cuando se alababa el magnífico templo de Jerusalén, dice que «no quedará piedra sobre piedra» (Lc 21,6). ¿Por qué estas palabras hacia una institución tan sagrada, que no era sólo un edificio, sino un signo religioso único, una casa para Dios y para el pueblo creyente? ¿Por qué profetizar que la sólida certeza del pueblo de Dios se derrumbaría? ¿Por qué el Señor deja al final que se desmoronen las certezas, cuando el mundo las necesita cada vez más?

Busquemos respuestas en las palabras de Jesús. Él nos dice hoy que casi todo pasará. Casi todo, pero no todo. En este penúltimo domingo del Tiempo Ordinario, Él explica que lo que se derrumba, lo que pasa son las cosas penúltimas, no las últimas: el templo, no Dios; los reinos y los asuntos de la humanidad, no el hombre. Pasan las cosas penúltimas, que a menudo parecen definitivas, pero no lo son. Son realidades grandiosas, como nuestros templos, y espantosas, como terremotos, signos en el cielo y guerras en la tierra (cf. vv. 10-11). A nosotros nos parecen hechos de primera página, pero el Señor los pone en segunda página. En la primera queda lo que no pasará jamás: el Dios vivo, infinitamente más grande que cada templo que le construimos, y el hombre, nuestro prójimo, que vale más que todas las crónicas del mundo. Entonces, para ayudarnos a comprender lo que importa en la vida, Jesús nos advierte acerca de dos tentaciones.

La primera es la tentación de la prisa, del ahora mismo. Para Jesús no hay que ir detrás de quien dice que el final está cerca, que «está llegando el tiempo» (v. 8). Es decir, que no hay que prestar atención a quien difunde alarmismos y alimenta el miedo del otro y del futuro, porque el miedo paraliza el corazón y la mente. Sin embargo, cuántas veces nos dejamos seducir por la prisa de querer saberlo todo y ahora mismo, por el cosquilleo de la curiosidad, por la última noticia llamativa o escandalosa, por las historias turbias, por los chillidos del que grita más fuerte y más enfadado, por quien dice “ahora o nunca”. Pero esta prisa, este todo y ahora mismo, no viene de Dios. Si nos afanamos por el ahora mismo, olvidamos al que permanece para siempre: seguimos las nubes que pasan y perdemos de vista el cielo. Atraídos por el último grito, no encontramos más tiempo para Dios y para el hermano que vive a nuestro lado. ¡Qué verdad es esta hoy! En el afán de correr, de conquistarlo todo y rápidamente, el que se queda atrás molesta y se considera como descarte. Cuántos ancianos, niños no nacidos, personas discapacitadas, pobres considerados inútiles. Se va de prisa, sin preocuparse que las distancias aumentan, que la codicia de pocos acrecienta la pobreza de muchos.

Jesús, como antídoto a la prisa propone hoy a cada uno la perseverancia: «con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (v. 19). Perseverancia es seguir adelante cada día con los ojos fijos en aquello que no pasa: el Señor y el prójimo. Por esto, la perseverancia es el don de Dios con que se conservan todos los otros dones (cf. San Agustín, De dono perseverantiae, 2,4). Pidamos por cada uno de nosotros y por nosotros como Iglesia para perseverar en el bien, para no perder de vista lo importante.

Hay un segundo engaño del que Jesús nos quiere alejar, cuando dice: «Muchos vendrán en mi nombre, diciendo: “Yo soy” […]; no vayáis tras ellos» (v. 8). Es la tentación del yo. El cristiano, como no busca el ahora mismo sino el siempre, no es entonces un discípulo del yo, sino del . Es decir, no sigue las sirenas de sus caprichos, sino el reclamo del amor, la voz de Jesús. ¿Y cómo se distingue la voz de Jesús? “Muchos vendrán en mi nombre”, dice el Señor, pero no han de seguirse. No basta la etiqueta “cristiano” o “católico” para ser de Jesús. Es necesario hablar la misma lengua de Jesús, la del amor, la lengua del tú. No habla la lengua de Jesús quien dice yo, sino quien sale del propio yo. Y, sin embargo, cuántas veces, aun al hacer el bien, reina la hipocresía del yo: hago lo correcto, pero para ser considerado bueno; doy, pero para recibir a cambio; ayudo, pero para atraer la amistad de esa persona importante. De este modo habla la lengua del yo. La Palabra de Dios, en cambio, impulsa a un «amor no fingido» (Rm 12,9), a dar al que no tiene para devolvernos (cf. Lc 14,14), a servir sin buscar recompensas y contracambios (cf. Lc 6,35). Entonces podemos preguntarnos: ¿Ayudo a alguien de quien no podré recibir? Yo, cristiano, ¿tengo al menos un pobre como amigo?

Los pobres son preciosos a los ojos de Dios porque no hablan la lengua del yo; no se sostienen solos, con las propias fuerzas, necesitan alguien que los lleve de la mano. Nos recuerdan que el Evangelio se vive así, como mendigos que tienden hacia Dios. La presencia de los pobres nos lleva al clima del Evangelio, donde son bienaventurados los pobres en el espíritu (cf. Mt 5,3). Entonces, más que sentir fastidio cuando oímos que golpean a nuestra puerta, podemos acoger su grito de auxilio como una llamada a salir de nuestro propio yo, acogerlos con la misma mirada de amor que Dios tiene por ellos. ¡Qué hermoso sería si los pobres ocuparan en nuestro corazón el lugar que tienen en el corazón de Dios! Estando con los pobres, sirviendo a los pobres, aprendemos los gustos de Jesús, comprendemos qué es lo que permanece y qué es lo que pasa.

Volvemos así a las preguntas iniciales. Entre tantas cosas penúltimas, que pasan, el Señor quiere recordarnos hoy la última, que quedará para siempre. Es el amor, porque «Dios es amor» (1 Jn 4,8), y el pobre que pide mi amor me lleva directamente a Él. Los pobres nos facilitan el acceso al cielo; por eso el sentido de la fe del Pueblo de Dios los ha visto como los porteros del cielo. Ya desde ahora son nuestro tesoro, el tesoro de la Iglesia, porque nos revelan la riqueza que nunca envejece, la que une tierra y cielo, y por la cual verdaderamente vale la pena vivir: el amor.

«Con el “corazón desnudo”»

Sábado, 21 de marzo de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

Esa Palabra del Señor que escuchamos ayer: “Vuelve, vuelve a casa” (cf. Os 14,2); en el mismo libro del profeta Oseas encontramos también la respuesta: «Vengan, volvamos al Señor» (Os 6, 1). Es la respuesta cuando ese “vuelve a casa” toca el corazón: «Volvamos al Señor: Él nos ha desgarrado y nos curará. Nos ha golpeado y nos vendará. [...] Apresurémonos a conocer al Señor, su venida es tan segura como el amanecer» (Os 6,1.3). La confianza en el Señor es segura: «Vendrá a nosotros como la lluvia del otoño, como la lluvia de la primavera que fecunda la tierra» (v. 3). Y con esta esperanza el pueblo comienza el viaje de regreso al Señor. Y una de las maneras, de las formas de encontrar al Señor es la oración. Oremos al Señor, volvamos a Él.

En el Evangelio (cf. Lc 18,9-14) Jesús nos enseña cómo orar. Hay dos hombres, uno presuntuoso que va a rezar, pero para decir que es bueno, como si le dijera a Dios: “Mira, soy muy bueno: si necesitas algo, dímelo, yo resolveré tu problema”. Así se dirige a Dios. Presunción. Tal vez hacía todo lo que decía la Ley, lo dice: «Ayuno dos veces a la semana, pago los diezmos por todo lo que tengo» (v. 12)…  “Soy bueno”. Esto nos recuerda a otros dos hombres. Nos recuerda al hijo mayor de la parábola del hijo pródigo, cuando le dice a su padre: “Yo, que soy tan bueno, no tengo fiesta, y a éste, que es un desgraciado, le haces una fiesta...”. Presuntuoso (cf. Lc 15,29-30). El otro, cuya historia hemos escuchado en estos días, es aquel hombre rico, un hombre sin nombre, pero rico, incapaz de tener un nombre, pero era rico, no le importaba la miseria de los demás (cf. Lc 16,19-21). Son estos los que tienen seguridad en sí mismos o en el dinero o el poder…

Luego está el otro, el publicano, que no se pone delante del altar, no, se queda lejos. «Deteniéndose a distancia, ni siquiera se atrevió a levantar los ojos al cielo, pero se golpeó el pecho diciendo: “Oh Dios, ten piedad de este pecador”» (Lc 18,13). También esto nos lleva al recuerdo del hijo pródigo: se dio cuenta de los pecados que había cometido, de las cosas malas que había hecho; él también se golpeó el pecho: “Volveré a mi padre y [le diré]: padre, he pecado”. Humillación (cf. Lc 15,17-19). Nos recuerda a ese otro hombre, el mendigo Lázaro, a la puerta del rico, que vivió su miseria ante la presunción de ese señor (cf. Lc 16,20-21). Siempre esta combinación de personas en el Evangelio.

En este caso, el Señor nos enseña cómo rezar, cómo acercarnos, cómo debemos acercarnos  al Señor: con humildad. Hay una hermosa imagen en el himno litúrgico de la fiesta de san Juan Bautista. Dice que el pueblo iba al Jordán para recibir el bautismo, “alma y pies desnudos”: rezar con el alma desnuda, sin maquillaje, sin disfrazarse con sus propias virtudes. Él, lo leemos al principio de la misa, perdona todos los pecados, pero necesita que le muestre mis pecados, con mi desnudez. Rezar así, desnudos, con el corazón desnudo, sin tapujos, sin siquiera tener confianza en lo que he aprendido sobre la manera de rezar... Rezar, tú y yo, cara a cara, el alma desnuda. Esto es lo que el Señor nos enseña. En cambio, cuando vamos al Señor un poco demasiado seguros de nosotros mismos, caemos en la presunción de este [fariseo] o del hijo mayor o de ese hombre rico a quien no le faltaba nada. Tendremos nuestra confianza en otra parte. “Yo voy al encuentro del Señor..., quiero ir allí, para ser educado... y le hablo de tú, prácticamente...”. Este no es el camino. El camino es rebajarse. Rebajarse. El camino es la realidad. Y el único hombre aquí, en esta parábola, que entendió la realidad, fue el publicano: “Tú eres Dios y yo soy un pecador”.  Esa es la realidad. Pero digo que soy un pecador no con la  boca: con el corazón. Sentirse pecador.

No olvidemos lo que el Señor nos enseña: justificarse es soberbia, es un orgullo, es exaltarse a sí mismo. Es disfrazarse de lo que no soy. Y las miserias permanecen dentro. El fariseo se justificaba a sí mismo. Es necesario confesar los pecados directamente, sin justificarlos, sin decir: “Pero, no, yo hice esto, pero no fue culpa mía...”. El alma desnuda. El alma desnuda.

Que el Señor nos enseñe a entender esto, esta actitud para comenzar la oración. Cuando empecemos a rezar con nuestras justificaciones, con nuestras certezas, no será una oración: será hablar con el espejo. En cambio, cuando empezamos la oración con la verdadera realidad —“soy un pecador, soy un pecadora”— es un buen paso adelante para dejarnos mirar por el Señor. Que Jesús nos enseñe esto.

Jn 2,13-22: Hablaba del templo de su cuerpo.
Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo:
–«Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.»
Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora.»
Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron:
–«¿Qué signos nos muestras para obrar así?»
Jesús contestó:
–«Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.»
Los judíos replicaron:
–«Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?»
Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 4 de marzo de 2018

 

¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

El Evangelio de hoy presenta, en la versión de Juan, el episodio en el que Jesús expulsa a los vendedores del templo de Jerusalén (cf. Juan 2, 13-25). Él hizo este gesto ayudándose con un látigo, volcó las mesas y dijo: «No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado» (v. 16). Esta acción decidida, realizada en proximidad de la Pascua, suscitó gran impresión en la multitud y la hostilidad de las autoridades religiosas y de los que se sintieron amenazados en sus intereses económicos. Pero, ¿cómo debemos interpretarla? Ciertamente no era una acción violenta, tanto es verdad que no provocó la intervención de los tutores del orden público: de la policía. ¡No! Sino que fue entendida como una acción típica de los profetas, los cuales a menudo denunciaban, en nombre de Dios, abusos y excesos. La cuestión que se planteaba era la de la autoridad. De hecho los judíos preguntaron a Jesús: «¿Qué señal nos muestras para obrar así?» (v. 18), es decir ¿qué autoridad tienes para hacer estas cosas? Como pidiendo la demostración de que Él actuaba en nombre de Dios. Para interpretar el gesto de Jesús de purificar la casa de Dios, sus discípulos usaron un texto bíblico tomado del salmo 69: «El celo por tu casa me devorará» (v. 17); así dice el salmo: «pues me devora el celo de tu casa». Este salmo es una invocación de ayuda en una situación de extremo peligro a causa del odio de los enemigos: la situación que Jesús vivirá en su pasión. El celo por el Padre y por su casa lo llevará hasta la cruz: su celo es el del amor que lleva al sacrificio de sí, no el falso que presume de servir a Dios mediante la violencia. De hecho, el «signo» que Jesús dará como prueba de su autoridad será precisamente su muerte y resurrección: «Destruid este santuario —dice— y en tres días lo levantaré» (v. 19). Y el evangelista anota: «Él hablaba del Santuario de su cuerpo» (v. 21). Con la Pascua de Jesús inicia el nuevo culto en el nuevo templo, el culto del amor, y el nuevo templo es Él mismo.

La actitud de Jesús contada en la actual página evangélica, nos exhorta a vivir nuestra vida no en la búsqueda de nuestras ventajas e intereses, sino por la gloria de Dios que es el amor. Somos llamados a tener siempre presentes esas palabras fuertes de Jesús: «No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado» (v. 16). Es muy feo cuando la Iglesia se desliza hacia esta actitud de hacer de la casa de Dios un mercado. Estas palabras nos ayudan a rechazar el peligro de hacer también de nuestra alma, que es la casa de Dios, un lugar de mercado que viva en la continua búsqueda de nuestro interés en vez de en el amor generoso y solidario. Esta enseñanza de Jesús es siempre actual, no solamente para las comunidades eclesiales, sino también para los individuos, para las comunidades civiles y para toda la sociedad. Es común, de hecho, la tentación de aprovechar las buenas actividades, a veces necesarias, para cultivar intereses privados, o incluso ilícitos. Es un peligro grave, especialmente cuando instrumentaliza a Dios mismo y el culto que se le debe a Él, o el servicio al hombre, su imagen. Por eso Jesús esa vez usó «las maneras fuertes», para sacudirnos de este peligro mortal. Que la Virgen María nos sostenga en el compromiso de hacer de la Cuaresma una buena ocasión para reconocer a Dios como único Señor de nuestra vida, quitando de nuestro corazón y de nuestras obras todo tipo de idolatría.

CLAVE DE LECTURA 2

SANTA MISA EN LA FIESTA DE LA DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE SAN JUAN DE LETRÁN

Sábado, 9 de noviembre de 2019

 

Oración de los fieles que el Santo Padre rezó ante una lápida dedicada a los pobres fuera de la Basílica de San Juan de Letrán

Por los millones de niños rotos por las dentelladas del hambre que han perdido sus sonrisas pero que todavía quieren amar.

Por los millones de jóvenes que, sin razón alguna para creer o existir, buscan en vano un futuro en este mundo insensato.

Te rogamos, Padre, envía obreros a tu mies.

Por los millones de hombres, de mujeres, de niños, cuyos corazones laten todavía con fuerza para luchar, cuyo espíritu se rebela contra el destino injusto que se les ha impuesto, cuya valentía requiere el derecho a una dignidad inestimable.

Te rogamos, Padre, envía obreros a tu mies.

Por los millones de niños, mujeres y hombres que no quieren maldecir, sino amar y rezar, trabajar y unirse, para que nazca una tierra solidaria. Una tierra, nuestra tierra, donde cada hombredé lo mejor de sí mismo antes de morir.

Te rogamos, Padre, envía obreros a tu mies.

Para que todos los que oran sientan que Dios los escucha y reciban recibir de Él la fuerza para eliminar la miseria de una humanidad hecho a imagen suya.

Te rogamos, Padre, envía obreros a tu mies.


 

Homilía

Esta tarde, en esta celebración de la Dedicación, me gustaría tomar de la Palabra de Dios tres versículos para daros, para que los hagáis objeto de meditación y oración.

El primero está dirigido a todos, a toda la comunidad diocesana de Roma. Es el versículo del Salmo Responsorial: «Un río y sus canales alegran la ciudad de Dios» (46,5). Los cristianos que viven en esta ciudad son como el río que fluye del templo: traen una Palabra de vida y esperanza capaz de fecundar los desiertos de los corazones, como el arroyo descrito en la visión de Ezequiel (cf. cap. 47) fecunda el desierto de Arabá y sanea las aguas saladas y sin vida del Mar Muerto. Lo importante es que la corriente de agua salga del templo y se dirija a tierras de aspecto hostil. La ciudad no puede por menos que alegrarse cuando ve a los cristianos convertirse en anunciadores alegres, decididos a compartir con los demás los tesoros de la Palabra de Dios y a trabajar por el bien común. La tierra, que parecía destinada para siempre a la sequía, revela un potencial extraordinario: se convierte en un jardín con árboles siempre verdes y hojas y frutos de poder medicinal. Ezequiel explica por qué es tan fecunda: «Esta agua viene del santuario» (47,12). ¡Dios es el secreto de esta nueva fuerza de vida!

¡Ojalá el Señor se regocije al vernos en movimiento, dispuestos a escuchar con el corazón a sus pobres que claman a Él! ¡Qué la Madre Iglesia de Roma experimente el consuelo de ver una vez más la obediencia y el coraje de sus hijos, llenos de entusiasmo por este nuevo tiempo de evangelización! Encontrar a los demás, dialogar con ellos, escucharlos con humildad, gratuidad y pobreza de corazón... Os invito a vivir todo esto no como un esfuerzo pesado, sino con ligereza espiritual: en lugar de dejarse atrapar por el ansia de actuar es más importante que ampliéis vuestra percepción para captar la presencia y la acción de Dios en la ciudad. Es una contemplación que nace del amor.

A vosotros, sacerdotes, quiero dedicar un versículo de la segunda lectura, de la Primera Carta a los Corintios: «Nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo» (3,11). Esta es vuestra tarea, el corazón de vuestro ministerio: ayudar a la comunidad a permanecer siempre a los pies del Señor para escuchar su palabra; mantenerla alejada de toda mundanidad, de los malos compromisos; custodiar el fundamento y la raíz santa del edificio espiritual; defenderla de los lobos rapaces, de aquellos que quieren desviarla del camino del Evangelio. Como Pablo, vosotros también sois “arquitectos sabios” (cf. 3,10), sabios porque sabéis bien que cualquier otra idea o realidad que queramos poner en la base de la Iglesia en lugar del Evangelio, podría garantizarnos quizás un mayor éxito, quizás una gratificación inmediata, ¡pero implicaría inevitablemente el derrumbe, el derrumbe de todo el edificio espiritual!

Desde que soy obispo de Roma he conocido más de cerca a muchos de vosotros, queridos sacerdotes: he admirado la fe y el amor al Señor, la cercanía a las personas y la generosidad en el cuidado de los pobres. Conocéis los barrios de la ciudad como ningún otro y guardáis en vuestros corazones los rostros, las sonrisas y las lágrimas de tanta gente. Habéis dejado de lado los contrastes ideológicos y los protagonismos personales para dar cabida a lo que Dios os pide. El realismo de los que tienen los pies en la tierra y saben “cómo son las cosas en este mundo” no os ha impedido volar alto con el Señor y soñar en grande. ¡Que Dios os bendiga! ¡Qué la alegría de la intimidad con Él sea la recompensa más verdadera por todo el bien que hacéis cada día!

Y finalmente un versículo para vosotros, miembros de los equipos pastorales, que estáis aquí para recibir un mandato especial del Obispo. No podía por menos que escogerlo del Evangelio (Jn 2,13-22), donde Jesús se comporta de forma divinamente provocativa. Para poder sacudir la estupidez de los hombres y conducirlos a cambios radicales, a veces Dios opta por actuar con fuerza, para romper una situación. Jesús, con su acción, quiere producir un cambio de ritmo, una inversión de ruta. Muchos santos han tenido el mismo estilo: algunos de sus comportamientos, incomprensibles para la lógica humana, fueron el resultado de intuiciones suscitadas por el Espíritu y pretendían provocar a sus contemporáneos y ayudarles a comprender que «mis pensamientos no son vuestros pensamientos», dice Dios a través del profeta Isaías» (55,8).

Para comprender bien el episodio evangélico de hoy, debemos subrayar un detalle importante. Los cambistas estaban en el patio de los paganos, el lugar accesible a los no judíos. Este mismo patio se había transformado en un mercado. Pero Dios quiere que su templo sea una casa de oración para todos los pueblos (cf. Is 56,7). De ahí la decisión de Jesús de derribar las mesas de cambio de moneda y expulsar a los animales. Esta purificación del santuario era necesaria para que Israel redescubriera su vocación: ser una luz para todos los pueblos, un pequeño pueblo elegido para servir a la salvación que Dios quiere dar a todos. Jesús sabe que esta provocación le costará cara... Y cuando le preguntan: «¿Qué señal nos muestras para obrar así?» (v. 18), el Señor responde diciendo: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (v. 19).

Y este es precisamente el versículo que quiero daros esta noche, equipo pastoral. Se os ha confiado la tarea de ayudar a vuestras comunidades y a los agentes de pastoral a llegar a todos los habitantes de la ciudad, descubriendo nuevos caminos para encontrar a los que están lejos de la fe y de la Iglesia. Pero, al hacer este servicio, lleváis con vosotros esta conciencia, esta confianza: no hay corazón humano en el que Cristo no quiera y no pueda renacer. En nuestras existencias de pecadores a menudo nos distanciamos del Señor y apagamos el Espíritu. Destruimos el templo de Dios que es cada uno de nosotros. Sin embargo, esta no es nunca una situación definitiva: ¡al Señor le bastan tres días reconstruir su templo dentro de nosotros!

Nadie, no importa cuán herido por el mal, es condenado en esta tierra a estar separado para siempre de Dios. De una manera a menudo misteriosa pero real, el Señor abre nuevos destellos en nuestros corazones, deseos de verdad, bondad y belleza, que dan cabida a la evangelización. A veces se puede encontrar desconfianza y hostilidad: no hay que dejarse bloquear, sino mantener la convicción de que Dios tarda tres días en resucitar a su Hijo en el corazón del hombre. Es también la historia de algunos de nosotros: ¡conversiones profundas, fruto de la acción imprevisible de la gracia! Pienso en el Concilio Vaticano II: «Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual» (Constitución pastoral Gaudium et spes, 22).

¡Qué el Señor nos dé a experimentar todo esto en nuestra acción evangelizadora! ¡Qué crezcamos en la fe en el misterio pascual y nos asociemos a su “celo” por nuestra casa! ¡Buen camino!


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 9 de noviembre de 2019.

 

Jn 3,1-8: El que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios.
Había un fariseo llamado Nicodemo, jefe judío. Éste fue a ver a Jesús de noche y le dijo:
- «Rabí, sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro; porque nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él.»
Jesús le contestó:
- «Te lo aseguro, el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios.»
Nicodemo le pregunta:
- «¿Cómo puede nacer un hombre, siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer? »
Jesús le contestó:
- «Te lo aseguro, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu. No te extrañes de que te haya dicho: "Tenéis que nacer de nuevo"; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.»

"Nacer del Espíritu"

Lunes, 20 de abril de 2020

Homilía del Papa Francisco

Este hombre, Nicodemo, es un jefe de los judíos, un hombre prestigioso; sintió la necesidad de ir donde Jesús. Fue por la noche, porque tenía que tomar precauciones, ya que los que iban a hablar con Jesús no eran bien vistos (cf. Jn 3,2). Es un fariseo justo, porque no todos los fariseos son malos: no, no; también había fariseos justos. Este es un fariseo justo. Sintió la inquietud, porque es un hombre que había leído a los profetas y sabía que lo que Jesús estaba haciendo había sido anunciado por los profetas. Sintió la inquietud y fue a hablar con Jesús. «Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro» (v.2): es una confesión, hasta cierto punto. «Porque nadie puede realizar los signos que tú realizas, si Dios no está con él» (v.2). Y se para. Separa antes del “por tanto”. Si digo esto... por tanto... Y Jesús respondió. Respondió misteriosamente, como no se lo esperaba Nicodemo. Respondió con esa figura del nacimiento: «si uno no nace de lo alto, no puede ver el Reino de Dios» (v. 3). Y Nicodemo, se siente confundido, no entiende y toma ad litteram la respuesta de Jesús: pero ¿cómo puede uno nacer si es un adulto, una persona mayor?” (cf. v. 4). Nacer de lo alto, nacer del Espíritu. Es el salto que debe dar la confesión de Nicodemo y él no sabe cómo hacerlo. Porque el Espíritu es imprevisible. La definición del Espíritu que Jesús da aquí es interesante: «El viento sopla donde quiere, y oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (v. 8), es decir, libre. Una persona que se deja llevar de una parta y de otra parte por el Espíritu Santo: esta es la libertad del Espíritu. Y quienquiera que haga esto es una persona dócil, y aquí estamos hablando de la docilidad al Espíritu.

Ser cristiano no es sólo cumplir los mandamientos: hay que cumplirlos, eso es cierto; pero si te detienes ahí, no eres un buen cristiano. Ser un buen cristiano es dejar que el Espíritu entre en ti y te lleve, te lleve donde quiera. En nuestra vida cristiana muchas veces nos detenemos como Nicodemo, ante el “por tanto”, no sabemos qué paso dar, no sabemos cómo hacerlo o no tenemos la confianza en Dios para dar este paso y dejar entrar al Espíritu. Nacer de nuevo es dejar que el Espíritu entre en nosotros y que sea el Espíritu quien me guíe y no yo, y aquí: libre, con esta libertad del Espíritu que nunca sabrás dónde acabarás.

Los apóstoles, que estaban en el Cenáculo, cuando vino el Espíritu salieron a predicar con ese valor, esa franqueza (cf. Hch 2,1-13)... no sabían que esto iba a suceder; y lo hicieron, porque los guiaba el Espíritu. El cristiano no debe nunca detenerse sólo en el cumplimiento de los Mandamientos: hay que cumplirlos, pero hay que ir más allá, hacia este nuevo nacimiento que es el nacimiento en el Espíritu, que le da la libertad del Espíritu.

Esto es lo que le pasó a esta comunidad cristiana de la primera Lectura, después de que Juan y Pedro volvieran de ese interrogatorio que tuvieron con los sacerdotes. Fueron a ver a sus hermanos, en esta comunidad, y reportaron lo que los jefes de los sacerdotes y los ancianos les habían dicho. Y la comunidad, cuando oyó esto, todos juntos, se asustaron un poco (cf. Hch 4,23). ¿Y qué hicieron? Rezaron. No se detuvieron en las medidas de precaución, “no, hagamos esto ahora, vayamos un poco más tranquilos...”: no. Rezar. Dejar que sea el Espíritu quien les diga qué hacer. Levantaron sus voces a Dios diciendo: «¡Señor!» (v. 24) y rezaron. Esta hermosa oración de un momento oscuro, de un momento en el que tienen que tomar decisiones y no saben qué hacer. Quieren nacer del Espíritu, abren sus corazones al Espíritu: que sea Él quien lo diga... Y piden: “Señor, Herodes y Poncio Pilato con los gentiles y los pueblos de Israel se han aliado contra tu Espíritu Santo y contra Jesús” (cf. v.27), cuentan la historia y dicen: “¡Señor, haz algo!”. «Y ahora, Señor, ten en cuenta sus amenazas —las del grupo de sacerdotes— y concede a tus siervos proclamar tu palabra con toda franqueza» (v.29) piden la franqueza, la valentía, de no tener miedo: «extiende tu mano para realizar curaciones, signos y prodigios por el nombre de tu santo siervo Jesús» (v,30).  «Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos: todos quedaron llenos del Espíritu Santo y proclamaban la palabra de Dios con franqueza» (v.31). Un segundo Pentecostés ocurrió aquí.

Ante las dificultades, ante una puerta cerrada, que no sabían cómo avanzar, van al Señor, abren sus corazones y el Espíritu viene y les da lo que necesitan y salen a predicar, con valentía, y adelante. Esto es nacer del Espíritu, esto es no pararse en el “por tanto”, en el “por tanto” de las cosas que siempre he hecho, en el “por tanto”  del después de los Mandamientos, en el “por tanto” después de las costumbres religiosas: ¡no! Esto es nacer de nuevo. ¿Y cómo se prepara uno para nacer de nuevo? A través de la oración. La oración es lo que abre la puerta al Espíritu y nos da esta libertad, esta franqueza, este coraje del Espíritu Santo. Que nunca sabrás dónde te va a llevar. Pero es el Espíritu.

Que el Señor nos ayude a estar siempre abiertos al Espíritu, porque es Él quien nos llevará adelante en nuestra vida de servicio al Señor.

Jn 4,5-42: Un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.
En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Si­car, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el ma­nantial de Jacob.
Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía.
Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice:
-«Dame de beber.»
Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida.
La samaritana le dice:
-«¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana? »
Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.
Jesús le contestó:
-«Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva. »
La mujer le dice:
-«Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?»
Jesús le contestó:
-«El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.»
La mujer le dice:
-«Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que ve­nir aquí a sacarla.»
Él le dice:
-«Anda, llama a tu marido y vuelve.»
La mujer le contesta:
-«No tengo marido.»
Jesús le dice:
-«Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad.»
La mujer le dice:
-«Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron cul­to en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén.»
Jesús le dice:
-«Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salva­ción viene de los judíos.
Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así. Dios es espíritu, y los que le dan culto soy deben hacerlo en espíritu y verdad.»
La mujer le dice:
-«Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo. »
Jesús le dice:
-«Soy yo, el que habla contigo.»
En esto llegaron sus discípulos y se extrañaban de que estuviera ha­blando con una mujer, aunque ninguno le dijo: «¿Qué le preguntas o de qué le hablas? »
La mujer entonces dejó su cántaro, se fue al pueblo y dijo a la gente:
-«Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será éste el Mesías?»
Salieron del pueblo y se pusieron en camino adonde estaba él.
Mientras tanto sus discípulos le insistían:
-«Maestro, come.»
Él les dijo:
-«Yo tengo por comida un alimento que vosotros no conocéis.»
Los discípulos comentaban entre ellos:
-«¿Le habrá traído alguien de comer?»
Jesús les dice:
-«Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra.
¿No decís vosotros que faltan todavía cuatro meses para la cose­cha? Yo os digo esto: Levantad los ojos y contemplad los campos, que están ya dorados para la siega; el segador ya está recibiendo sala­rio y almacenando fruto para la vida eterna: y así, se alegran lo mis­mo sembrador y segador.
Con todo, tiene razón el proverbio: Uno siembra y otro siega. Yo os envié a segar lo que no habéis sudado. Otros sudaron, y vosotros recogéis el fruto de sus sudores.»
En aquel pueblo muchos samaritanos creyeron en él por el testi­monio que había dado la mujer: «Me ha dicho todo lo que he hecho.»
Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se que­dara con ellos. Y se quedó allí dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer:
-«Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo.»

Clave de lectura 1

"Dirigirse al Señor con nuestra verdad"

Domingo, 15 de marzo de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

El Evangelio (cf. Jn 4,5-42) nos hace conocer un diálogo, un diálogo histórico —no es una parábola, esto ha sucedido— de un encuentro de Jesús con una mujer, con una pecadora.

Es la primera vez en el Evangelio que Jesús declara su identidad. Y se la declara a una pecadora que tuvo el coraje de decirle la verdad: “Los que he tenido no han sido maridos míos” (cf. vv. 16-18). Y luego con el mismo argumento fue a anunciar a Jesús: “Venid, tal vez es el Mesías porque me dijo todo lo que he hecho” (cf. v. 29). No fue con argumentos teológicos —como quería quizás en el diálogo con Jesús: “En este monte, en el otro monte...” (cf. v. 20)— fue con su verdad. Y su verdad es lo que la santifica, la justifica, es lo que el Señor usa, su verdad, para proclamar el Evangelio: no se puede ser discípulo de Jesús sin nuestra propia verdad, lo que somos. No se puede ser discípulo de Jesús sólo con los argumentos: “En esta monte, en el otro...”. Esta mujer tuvo el coraje de dialogar con Jesús —porque estos dos pueblos no dialogaban entre sí (cf. v. 9)—; tuvo el coraje de interesarse en la propuesta de Jesús, en esa agua, porque sabía que tenía sed. Tuvo el coraje de confesar sus debilidades, sus pecados; es más, tuvo el coraje de usar su propia historia como garantía de que él era un profeta. «Me dijo todo lo que hice» (v. 29).

El Señor siempre quiere un diálogo con transparencia, sin ocultar las cosas, sin dobles intenciones: “Yo soy así”. Y así le hablo al Señor, como soy, con mi verdad. Y así, desde mi verdad, por el poder del Espíritu Santo, encuentro la verdad: que el Señor es el Salvador, el que vino a salvarme y a salvarnos.

Este diálogo tan transparente entre Jesús y la mujer termina con esa confesión de la realidad mesiánica de Jesús y con la conversión de ese gente [de Samaria], con ese “campo” que el Señor vio “amarillear”, que vino a él porque era el tiempo de la siega (cf. v. 35).

Que el Señor nos dé la gracia de rezar siempre con la verdad, de acudir al Señor con mi verdad, no con la verdad de los demás, no con verdades destiladas en argumentos: Es verdad, he tenido cinco maridos, esta es mi verdad (cf. vv. 17-18).

Clave de lectura 2

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD FRANCISCO A PANAMÁ CON OCASIÓN DE LA
XXXIV JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
(23-28 DE ENERO DE 2019)

SANTA MISA CON LA DEDICACIÓN DEL ALTAR DE LA CATEDRAL BASÍLICA
DE SANTA MARÍA LA ANTIGUA CON SACERDOTES, CONSAGRADOS Y MOVIMIENTOS LAICALES

HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Sábado, 26 de enero de 2019

 

 

En primer lugar, quiero felicitar al Señor Arzobispo, que por primera vez después de casi siete años puede encontrarse con su esposa, con esta iglesia, viuda provisoria durante todo este tiempo. Y felicitar a la viuda que deja de ser viuda hoy, con el encuentro con su esposo. También quiero agradecer a todos los que hicieron posible esto: las autoridades y a todo el pueblo de Dios, todo lo que hicieron para que el Señor Arzobispo pudiera encontrarse con su pueblo, no en casa prestada sino en la suya ¡Muchas gracias!

En el programa estaba previsto que esta ceremonia –por falta de tiempo– tuviera dos significados: la consagración del altar y el encuentro con sacerdotes, religiosas, religiosos, laicos consagrados. Así que, lo que voy a decir va a estar un poco en esta línea, pensando en los sacerdotes, en las religiosas, los religiosos, los laicos consagrados, sobre todo que trabajan en esta Iglesia particular.

«Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía. Una mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: “Dame de beber”» (Jn 4,6-7).

El evangelio que hemos escuchado no duda en presentarnos a Jesús cansado de caminar. Al mediodía, cuando el sol se hace sentir con toda su fuerza y poder, lo encontramos junto al pozo. Necesitaba calmar y saciar la sed, refrescar sus pasos, recuperar fuerzas para poder continuar con su misión.

Los discípulos vivieron en primera persona lo que significaba la entrega y disponibilidad del Señor para llevar la Buena Nueva a los pobres, vendar los corazones heridos, proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, consolar a los que estaban de duelo, proclamar el año de gracia a todos (cf. Is 61,1-3). Son todas situaciones que te toman la vida, te toman la energía; y “no ahorraron” en regalarnos tantos momentos importantes en la vida del Maestro donde también nuestra humanidad pueda encontrar una palabra de Vida.

Fatigado del camino

Es relativamente fácil para nuestra imaginación, compulsivamente productivista, contemplar y entrar en comunión con la actividad del Señor, pero no siempre sabemos o podemos contemplar y acompañar las “fatigas del Señor”, como si esto no fuera cosa de Dios. El Señor se fatigó y en esa fatiga encuentran espacio tantos cansancios de nuestros pueblos y de nuestra gente, de nuestras comunidades y de todos aquellos que están cansados y agobiados (cf. Mt 11,28).

Las causas y motivos que pueden provocar la fatiga del camino en nosotros sacerdotes, consagradas, consagrados, miembros de movimientos laicales son múltiples: desde largas horas de trabajo que dejan poco tiempo para comer, descansar, rezar y estar en familia, hasta “tóxicas” condiciones laborales y afectivas que llevan al agotamiento y agrietan el corazón; desde la simple y cotidiana entrega hasta el peso rutinario de quien no encuentra el gusto, el reconocimiento o el sustento necesario para hacer frente al día a día; desde habituales y esperables situaciones complicadas hasta estresantes y angustiantes horas de presión. Toda una gama de peso a soportar.

Sería imposible tratar de abarcar todas las situaciones que resquebrajan la vida de los consagrados, pero en todas sentimos la necesidad urgente de encontrar un pozo que pueda calmar y saciar la sed, el cansancio del camino. Todas reclaman, como grito silencioso, un pozo desde donde volver a empezar.

De un tiempo a esta parte no son pocas las veces que parece haberse instalado en nuestras comunidades una sutil especie de fatiga, que no tiene nada que ver con la fatiga del Señor. Y aquí tenemos que estar atentos. Se trata de una tentación que podríamos llamar el cansancio de la esperanza. Ese cansancio que surge cuando ―como en el evangelio― el sol cae como plomo y vuelve fastidiosas las horas, y lo hace con una intensidad tal que no deja avanzar ni mirar hacia adelante. Como si todo se volviera confuso. No me refiero aquí a la «peculiar fatiga del corazón» (cf. Carta enc. Redemptoris Mater, 17; Exhort. apost. Evangelii Gaudium, 287) de quienes “hechos trizas” por la entrega al final del día logran expresar una sonrisa serena y agradecida; sino a esa otra fatiga, la que nace de cara al futuro cuando la realidad “cachetea” y pone en duda las fuerzas, los recursos y la viabilidad de la misión en este mundo tan cambiante y cuestionador.

Es un cansancio paralizante. Nace de mirar para adelante y no saber cómo reaccionar ante la intensidad y perplejidad de los cambios que como sociedad estamos atravesando. Estos cambios parecieran cuestionar no solo nuestras formas de expresión y compromiso, nuestras costumbres y actitudes ante la realidad, sino que ponen en duda, en muchos casos, la viabilidad misma de la vida religiosa en el mundo de hoy. E incluso la velocidad de esos cambios puede llevar a inmovilizar toda opción y opinión y, lo que supo ser significativo e importante en otros tiempos parece que ya no tiene lugar.

Hermanas y hermanos, el cansancio de la esperanza nace al constatar una Iglesia herida por su pecado y que tantas veces no ha sabido escuchar tantos gritos en los que se escondía el grito del Maestro: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46).

Y así podemos acostumbrarnos a vivir con una esperanza cansada frente al futuro incierto y desconocido, y esto deja espacio a que se instale un gris pragmatismo en el corazón de nuestras comunidades. Todo aparentemente parecería proceder con normalidad, pero en realidad la fe se desgasta, se degenera. Comunidades y presbiterios desilusionados con la realidad que no entendemos o que creemos que no tiene ya lugar para nuestra propuesta, podemos darle “ciudadanía” a una de las peores herejías posibles para nuestra época: pensar que el Señor y nuestras comunidades no tienen ya nada que decir ni aportar en este nuevo mundo que se está gestando (cf. Exhort. apost. Evangelii Gaudium, 83). Y entonces sucede que lo que un día surgió para ser sal y luz del mundo termina ofreciendo su peor versión.

Dame de beber

Las fatigas del camino acontecen y se hacen sentir. Gusten o no gusten están, y es bueno tener la misma valentía que tuvo el Maestro para decir: «dame de beber». Como le sucedió a la Samaritana y nos puede suceder a cada uno de nosotros, no queremos calmar la sed con cualquier agua sino con ese «manantial que brotará hasta la vida eterna» (Jn 4,14). Sabemos, como bien lo sabía la Samaritana que cargaba desde hacía años los cántaros vacíos de amores fallidos, que no cualquier palabra puede ayudar a recuperar las fuerzas y la profecía en la misión. No cualquier novedad, por muy seductora que parezca, puede aliviar la sed. Sabemos, como bien lo sabía ella, que tampoco el conocimiento religioso, la justificación de determinadas opciones y tradiciones pasadas o novedades presentes, nos hacen siempre fecundos y apasionados «adoradores espíritu y en verdad» (Jn 4,23).

Dame de beber es lo que pide el Señor y es lo que nos pide que digamos nosotros. Y al decirlo, le abrimos la puerta a nuestra cansada esperanza para volver sin miedo al pozo fundante del primer amor, cuando Jesús pasó por nuestro camino, nos miró con misericordia, y nos eligió y nos pidió seguirlo; al decirlo recuperamos la memoria de aquel momento en el que sus ojos se cruzaron con los nuestros, el momento en que nos hizo sentir que nos amaba, que me amaba, y no solo de manera personal, también como comunidad (cf. Homilía en la Vigilia Pascual, 19 abril 2014). Poder decir “dame de beber” es volver sobre nuestros pasos y, en fidelidad creativa, escuchar cómo el Espíritu no engendró una obra puntual, un plan de pastoral o una estructura a organizar sino que, por medio de tantos “santos de la puerta de al lado” ―entre los cuales encontramos padres y madres fundadores de institutos seculares, obispos, párrocos que supieron poner fundamento a sus comunidades―, a través de esos santos de la puerta de al lado, regaló vida y oxígeno a un contexto histórico y determinado que parecía asfixiar y aplastar toda esperanza y dignidad.

“Dame de beber” significa animarse a dejarse purificar, a rescatar la parte más auténtica de nuestros carismas fundantes ―que no solo se reducen a la vida religiosa sino a la Iglesia toda― y ver de qué forma se pueden expresar hoy. Se trata no solo de mirar con agradecimiento el pasado sino de ir en búsqueda de las raíces de su inspiración y dejar que resuenen nuevamente con fuerza entre nosotros (cf. Papa Francisco - Fernando Prado, La fuerza de la vocación, 42).

“Dame de beber” significa reconocer que necesitamos que el Espíritu nos transforme en mujeres y hombres memoriosos de un encuentro y de un paso, del paso salvífico de Dios. Y con confianza, así como lo hizo ayer, lo seguirá haciendo mañana: «ir a las raíces nos ayuda sin lugar a dudas a vivir el presente, y a vivirlo sin miedo. Tenemos necesidad de vivir sin miedo respondiendo a la vida con la pasión de estar empeñados con la historia, inmersos en las cosas. Con pasión de enamorados» (cf. ibíd., 44).

La esperanza cansada será sanada y gozará de esa «particular fatiga del corazón» cuando no tema volver al lugar del primer amor y logre encontrar, en las periferias y desafíos que hoy se nos presentan, el mismo canto, la misma mirada que suscitó el canto y la mirada de nuestros mayores. Así evitaremos el riesgo de partir desde nosotros mismos y abandonaremos la cansadora auto-compasión para encontrar los ojos con los que Cristo hoy nos sigue buscando, nos sigue mirando, nos sigue llamando e invitando a la misión, como lo hizo en aquel primer encuentro, el encuentro del primer amor.

 

CLAVE DE LECTURA 3

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Biblioteca del Palacio Apostólico
Domingo, 15 de marzo de 2020

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este momento está finalizando en Milán la misa que el Señor Arzobispo está celebrando para los enfermos, médicos, enfermeros y voluntarios. El Señor Arzobispo está cerca de su pueblo y también cerca de Dios en la oración. Me viene a la mente la fotografía de la semana pasada: él solo sobre el tejado del Duomo rezando a Nuestra Señora. Querría dar las gracias a todos los sacerdotes, la creatividad de los sacerdotes. Me llegan muchas noticias desde Lombardía sobre su creatividad… Es cierto, Lombardía está muy afectada. Hay sacerdotes que piensan en mil maneras de estar cerca del pueblo, para que el pueblo no se sienta abandonado; sacerdotes con el celo apostólico que han entendido bien que en este tiempo de pandemia no se puede ser como el don Abundio (el sacerdote miedoso y pusilánime de Los Novios de Alejandro Manzoni, n.de la r). Muchas gracias a vosotros, sacerdotes.

El pasaje evangélico de este domingo, el tercero de la Cuaresma, presenta el encuentro de Jesús con una mujer samaritana (cf. Juan 4, 5-42). Está en camino con sus discípulos y se detienen ante un pozo en Samaria. Los samaritanos eran considerados herejes por los judíos y eran muy despreciados y tratados como ciudadanos de segunda clase. Jesús está cansado, sediento. Una mujer viene a buscar agua y Él le pide: «Dame de beber» (v. 7). De este modo, rompiendo toda barrera, comienza un diálogo en el que revela a aquella mujer el misterio del agua viva, esto es, del Espíritu Santo, don de Dios. En efecto, a la reacción de sorpresa de la mujer Jesús responde: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva» (v. 10).

En el centro de este diálogo está el agua. Por un lado, el agua como elemento esencial para la vida, que sacia la sed del cuerpo y sostiene la vida. Por el otro, el agua como símbolo de la gracia divina, que da la vida eterna. En la tradición bíblica Dios es la fuente de agua viva –como se dice en los Salmos, en los profetas–: alejarse de Dios, la fuente de agua viva, y de su Ley, conduce a la peor sequía. Esta es la experiencia del pueblo de Israel en el desierto. En el largo camino hacia la libertad, ellos, ardiendo de sed, protestan contra Moisés y Dios porque no hay agua. Entonces, por voluntad de Dios, Moisés hace brotar agua de una roca, como signo de la providencia de Dios que acompaña a su pueblo y le da vida (cf. Éxodo 17, 1-7).

Y el apóstol Pablo interpreta esa roca como un símbolo de Cristo. Dice: “Y la roca es Cristo” (cf. 1 Corintios, 10,4). Es la misteriosa figura de su presencia en medio del pueblo de Dios que camina. Porque Cristo es el Templo del que, según la visión de los profetas, brota el Espíritu Santo, es decir, el agua viva que purifica y da vida. Aquellos que tienen sed de salvación pueden saciarla gratuitamente en Jesús, y el Espíritu Santo se convertirá en él o ella en una fuente de vida plena y eterna. La promesa de agua viva que Jesús hizo a la mujer samaritana se hizo realidad en su Pascua: “sangre y agua” brotaron de su costado atravesado (Juan 19, 34). Cristo, Cordero inmolado y resucitado, es la fuente de la que mana el Espíritu Santo, que perdona los pecados y regenera la nueva vida.

Este don es también la fuente del testimonio. Como la samaritana, quien encuentra a Jesús vivo siente la necesidad de decírselo a los demás, para que todos lleguen a confesar que Jesús «es verdaderamente el salvador del mundo» (Juan 4, 42), como dijeron más tarde los paisanos de esa mujer. También nosotros, engendrados a una nueva vida a través del Bautismo, estamos llamados a dar testimonio de la vida y la esperanza que hay en nosotros. Si nuestra búsqueda y nuestra sed encuentran en Cristo la satisfacción plena, manifestaremos que la salvación no está en las “cosas” de este mundo, que al final llevan a la sequía, sino en Aquél que nos ha amado y nos ama siempre: Jesús nuestro Salvador, en el agua viva que Él nos ofrece.

Que María Santísima nos ayude a cultivar el deseo de Cristo, la fuente de agua viva, la única que puede saciar la sed de vida y de amor que llevamos en nuestros corazones.

CLAVE DE LECTURA 4

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

III Domingo de Cuaresma

19 de marzo de 2017

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo, el tercero de Cuaresma, nos presenta el diálogo de Jesús con la samaritana (cf. Juan 4, 5-42). El encuentro tiene lugar mientras Jesús atravesaba Samaria, región entre Judea y Galilea, habitada por gente que los judíos despreciaban, considerándoles cismáticos y heréticos. Pero precisamente esta población será una de las primeras en adherir a la predicación cristiana de los apóstoles. Mientras que los discípulos van al pueblo a buscar comida, Jesús se queda junto un pozo y pide a una mujer, que había ido allí para recoger agua, que le dé de beber. Y de esta petición comienza un diálogo. «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?». Jesús responde: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: “dame de beber”, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva […] el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna» (vv. 10-14).

Ir al pozo por agua es cansado y aburrido; ¡sería bonito tener a disposición una fuente brotando! Pero Jesús habla de un agua diferente. Cuando la mujer se da cuenta que el hombre con el que está hablando es un profeta, le confía la propia vida y le plantea cuestiones religiosas. Su sed de afecto y de vida plena no ha sido apagada por los cinco maridos que ha tenido, es más, ha experimentado desilusiones y engaños. Por eso la mujer queda impresionada del gran respeto que Jesús tiene por ella cuando Él le habla incluso de la verdadera fe, como relación con Dios Padre «en espíritu y verdad», entonces intuye que ese hombre podría ser el Mesías y Jesús —algo rarísimo— lo confirma: «yo soy, el que está hablando» (v. 26). Él dice que es el Mesías a una mujer que tenía una vida tan desordenada.

Queridos hermanos, el agua que dona la vida eterna ha sido derramada en nuestros corazones en el día de nuestro Bautismo; entonces Dios nos ha transformado y llenado de su gracia. Pero puede darse que este gran don lo hemos olvidado, o reducido a un mero dato personal; y quizá vamos en busca de “pozos” cuyas aguas no nos sacian. Cuando olvidamos el agua verdadera, buscamos pozos que no tienen aguas limpias. ¡Entonces este Evangelio es precisamente para nosotros! No solo para la samaritana, para nosotros. Jesús nos habla como a la samaritana. Cierto, nosotros ya lo conocemos, pero quizá todavía no lo hemos encontrado personalmente. Sabemos quién es Jesús, pero quizá no lo hemos encontrado personalmente, hablando con Él, y no lo hemos reconocido todavía como nuestro Salvador. Este tiempo de Cuaresma es una buena ocasión para acercarse a Él, encontrarlo en la oración en un diálogo de corazón a corazón, hablar con Él, escucharle; es una buena ocasión para ver su rostro también en el rostro de un hermano y de una hermana que sufre. De esta forma podemos renovar en nosotros la gracia del Bautismo, saciar nuestra sed en la fuente de la Palabra de Dios y de su Espíritu Santo; y así descubrir también la alegría de convertirse en artífices de reconciliación e instrumentos de paz en la vida cotidiana.

La Virgen María nos ayude a recurrir constantemente a la gracia, a esa agua que mana de la roca que es Cristo Salvador, para que podamos profesar con convicción nuestra fe y anunciar con alegría las maravillas del amor de Dios, misericordioso y fuente de todo bien.

Jn 4,43-54: Curación del hijo del funcionario real de Cafarnaúm. Y creyó él con toda su familia.
En aquel tiempo, salió Jesús de Samaria para Galilea. Jesús mismo había hecho esta afirmación: «Un profeta no es estimado en su propia patria.» Cuando llegó a Galilea, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían ido a la fiesta. Fue Jesús otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había un funcionario real que tenía un hijo enfermo en Cafarnaún. Oyendo que Jesús había llegado de Judea a Galilea, fue a verle, y le pedía que bajase a curar a su hijo que estaba muriéndose. Jesús le dijo:
- «Como no veáis signos y prodigios, no creéis.»
El funcionario insiste:
- «Señor, baja antes de que se muera mi niño.»
Jesús le contesta:
- «Anda, tu hijo está curado.»
El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Iba ya bajando, cuando sus criados vinieron a su encuentro diciéndole que su hijo estaba curado. Él les preguntó a qué hora había empezado la mejoría. Y le contestaron:
- «Hoy a la una lo dejó la fiebre.»
El padre cayó en la cuenta de que ésa era la hora cuando Jesús le había dicho: «Tu hijo está curado.» Y creyó él con toda su familia. Este segundo signo lo hizo Jesús al llegar de Judea a Galilea.

"Debemos rezar con fe, perseverancia y valentía"

Lunes, 23 de marzo de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

Este padre pide salud para su hijo (cf. Jn 4,43-54). El Señor reprocha un poco a todos, pero también a él: «Si no ven signos y prodigios, ustedes no creen». (cf. v. 48). El funcionario, en lugar de callar y estar en silencio, se adelanta y le dice: «Señor, baja antes que se muera mi hijo» (v. 49). Y Jesús le respondió: «Ve, tu hijo vive» (v. 50).

Existen tres cosas que se necesitan para hacer una verdadera oración. La primera es la fe: “Si no tienen fe...” Y muchas veces, la oración es sólo oral, de boca, pero no viene de la fe del corazón, o es una fe débil... Pensemos en otro padre, el del hijo endemoniado, cuando Jesús respondió: “Todo es posible para el que cree”; el padre, como dice claramente: “Yo creo, pero aumenta mi fe” (cf. Mc 9,23-24). La fe en la oración. Rezar con fe, tanto cuando rezamos fuera [de un lugar de culto], como cuando venimos aquí y el Señor está ahí: pero ¿tengo fe o es un hábito? Tengamos cuidado en la oración: no caigamos en el hábito sin la conciencia de que el Señor está ahí, que estoy hablando con el Señor y que Él es capaz de resolver el problema. La primera condición para la verdadera oración es la fe.

La segunda condición que el mismo Jesús nos enseña es la perseverancia. Algunos piden pero la gracia no llega: no tienen esta perseverancia, porque en el fondo no la necesitan, o no tienen fe. Y el mismo Jesús nos enseña la parábola de ese señor que va donde el vecino a pedir pan a medianoche: la perseverancia para llamar a la puerta (cf. Lc 11,5-8). O la viuda, con el juez injusto: e insiste e insiste e insiste: es la perseverancia (cf. Lc 18,1-8). La fe y la perseverancia van juntas, porque si tienes fe, es seguro de que el Señor te dará lo que pidas. Y si el Señor te hace esperar, llama, llama, al final el Señor da la gracia. Pero el Señor no se comporta así para hacerse el interesante o porque piense “mejor que espere”, no. Lo hace por nuestro propio bien, para que tomemos las cosas en serio. Tomar en serio la oración, no como los papagayos: bla, bla, bla, bla, bla y nada más. El mismo Jesús nos reprocha: “No sean como los gentiles que creen en la eficacia de la oración por su mucha palabrería, muchas palabras” (cf. Mt 6,7-8). No. Es la perseverancia. Es la fe.

Y la tercera cosa que Dios quiere en la oración es la valentía. Alguien puede pensar: ¿se necesita valor para rezar y estar ante el Señor? Se necesita. El coraje de estar ahí pidiendo y yendo adelante, casi, casi—no quiero decir herejía—, pero casi como amenazando al Señor. El coraje de Moisés ante Dios cuando Dios quiso destruir al pueblo y hacerlo jefe de otro pueblo. Dice: “No. Yo con el pueblo” (cf. Es 32,7-14). Coraje. El coraje de Abraham, cuando negocia la salvación de Sodoma: “¿Y si fueran 30, y si fueran 25, y si fueran 20...?”: ahí, valentía (cf. Gn 18,22-33). Esta virtud de la valentía, es muy necesaria. No sólo para las acciones apostólicas, sino también para la oración.

Fe, perseverancia y valentía. En estos días en que es necesario rezar, rezar más, pensemos si rezamos de esta manera: con fe en que el Señor puede intervenir, con perseverancia y con valor. El Señor no decepciona, no decepciona. Nos hace esperar, se toma su tiempo, pero no nos decepciona. Fe, perseverancia y valor.

Jn 5,1-3.5-16: El agua que sana de la piscina de Betesda. Cristo cura al enfermo en sábado.
En aquel tiempo, se celebraba una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Hay en Jerusalén, junto a la puerta de las ovejas, una piscina que llaman en hebreo Betesda. Ésta tiene cinco soportales, y allí estaban echados muchos enfermos, ciegos, cojos, paralíticos. Estaba también allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo. Jesús, al verlo echado, y sabiendo que ya llevaba mucho tiempo, le dice:
- «¿Quieres quedar sano?»
El enfermo le contestó:
- «Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado.»
Jesús le dice:
- «Levántate, toma tu camilla y echa a andar.»
Y al momento el hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar. Aquel día era sábado, y los judíos dijeron al hombre que había quedado sano:
- «Hoy es sábado, y no se puede llevar la camilla.»
Él les contestó:
- «El que me ha curado es quien me ha dicho: Toma tu camilla y echa a andar.»
Ellos le preguntaron:
- «¿Quién es el que te ha dicho que tomes la camilla y eches a andar?»
Pero el que había quedado sano no sabía quién era, porque Jesús, aprovechando el barullo de aquel sitio, se había alejado. Más tarde lo encuentra Jesús en el templo y le dice:
- «Mira, has quedado sano; no peques más, no sea que te ocurra algo peor.»
Se marchó aquel hombre y dijo a los judíos que era Jesús quien lo había sanado. Por esto los judíos acosaban a Jesús, porque hacía tales cosas en sábado.

"La enfermedad de la acedia y el agua que nos regenera"

Martes, 24 de marzo de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

La liturgia de hoy nos hace reflexionar sobre el agua, el agua como símbolo de salvación, porque es un medio de salvación, pero el agua también es un medio de destrucción: pensemos en el Diluvio... Pero en estas lecturas, el agua es para la salvación.

En la primera Lectura (cf. Ez 47,1-9.12), es agua que lleva a la vida, que cura las aguas del mar, un agua nueva que cura. Y en el Evangelio (cf. Jn 5,1-16), la piscina, esa piscina donde iban los enfermos, llena de agua, para curarse, porque se decía que de vez en cuando las aguas se movían, como si fuera un río, porque un ángel bajaba del cielo para moverlas, y el primero, o los primeros, que se arrojaban al agua, se curaban. Y muchos enfermos yacían allí: «una multitud de enfermos, ciegos, cojos y lisiados» (v. 3), esperando la curación, que el agua se moviese

Había un hombre que estaba enfermo desde hacía treinta y ocho años. Treinta y ocho años allí, esperando la curación. Hace pensar, ¿no? Es un poco demasiado... porque un hombre que quiere curarse se las arregla para tener a alguien que le ayude, se mueve, es un poco rápido, incluso un poco astuto... Pero éste, treinta y ocho años allí, hasta el punto de que no se sabe si está enfermo o muerto... «Jesús, al verlo tendido», y sabiendo la realidad, que estaba allí desde hacía mucho tiempo, «le preguntó: “¿Quieres curarte?”» (v. 6). Y la respuesta es interesante: no dice que sí, se lamenta. ¿De la enfermedad? No. «Respondió el enfermo: “Señor, no tengo a nadie que me sumerja en la piscina cuando el agua comienza a agitarse. Y en tanto que yo llego —estoy por tomar la decisión de ir— otro baja antes que yo”» (v. 7). Un hombre que siempre llega con retraso. Jesús le dice: «Levántate, toma tu camilla y anda» (v.8). «Y al instante quedó sano  aquel hombre» (v. 9).

Nos hace pensar la actitud de este hombre. ¿Estaba enfermo? Sí, tal vez tenía alguna parálisis, pero parece que podía caminar un poco. Pero estaba enfermo en su corazón, estaba enfermo en su alma, estaba enfermo de pesimismo, estaba enfermo de tristeza, estaba enfermo de pereza. Esta es la enfermedad de este hombre: “Sí, quiero vivir, pero...”, se quedaba allí. Y su respuesta no es: “¡Sí, quiero curarme!”. No, es quejarse: “Los otros llegan antes, siempre los otros”. La respuesta a la oferta de sanación de Jesús es una queja contra los demás. Y así, treinta y ocho años, lamentándose de los demás. Y no haciendo nada para sanar.

Era un sábado: hemos oído lo que hicieron los doctores de la Ley (vv. 10-13). Pero la clave es el encuentro con Jesús después. «Jesús lo encontró en el Templo y le dijo: “Mira, has sido curado; no vuelvas a pecar, no sea que te acaezca algo peor» (v. 14). El hombre estaba en pecado, pero no estaba allí porque había hecho uno grande, no: el pecado de sobrevivir y lamentarse de la vida de los demás; el pecado de la tristeza que es la semilla del diablo, de esa incapacidad de tomar una decisión sobre la propia vida, y mirar la vida de los demás para lamentarse. No para criticarlos: para lamentarse. “Ellos llegan antes, yo soy la víctima de esta vida”: los lamentos, respiran lamentos estas personas.

Si hacemos una comparación con el ciego de nacimiento que escuchamos el domingo pasado (cf. Jn cap. 9): ¡con cuánta alegría, con cuánta decisión había acogido la sanación, y también con cuánta decisión fue a discutir con los doctores de la Ley! Este [el paralítico] solo fue e informó: “Sí, es aquel” (cf. v. 15). Punto. Sin compromiso con la vida... Me hace pensar en tantos de nosotros, en tantos cristianos que viven en este estado de pereza, incapaces de hacer nada, pero quejándose de todo. Y la pereza es un veneno, es una niebla que rodea el alma y no la hace vivir. Y también es una droga porque si la pruebas a menudo, te gusta. Y terminas siendo un “triste-adicto”, un “perezoso-adicto”... Es como el aire que respiras. Y este es un pecado bastante habitual entre nosotros: tristeza, pereza, no quiero decir melancolía, pero se acerca.

Nos hará bien releer este capítulo 5 de Juan para ver cómo es esta enfermedad en la que podemos caer. El agua está para salvarnos. “Pero no puedo salvarme a mí mismo”  – “¿Por qué?” – “Porque la culpa es de los demás”. Y me quedo treinta y ocho años allí... Jesús me curó: pero no se ve la reacción de los demás que se curan, que toman la camilla y bailan, cantan, dan gracias, se lo dicen a todo el mundo. No: él sigue así. Los otros le dicen que no debe hacer así, y él dice: “Aquel que me curó me dijo que sí”, y sigue. Y luego, en lugar de ir a Jesús, darle las gracias y todo, informa: “Fue aquel”. Una vida gris, pero gris de este espíritu maligno que es pereza, tristeza, melancolía.

Pensemos en el agua, en esa agua que es un símbolo de nuestra fuerza, de nuestra vida, el agua que Jesús usó para regenerarnos, el bautismo. Y pensemos también en nosotros, si uno de nosotros está en el peligro de caer en esta pereza, en este pecado “neutral”: el pecado del neutro es éste, ni blanco ni negro, no se sabe qué es. Y este es un pecado que el diablo puede usar para aniquilar nuestra vida espiritual y también nuestras vidas como personas.  Que el Señor nos ayude a entender lo feo y lo malo que es este pecado.

Jn 6,22-29: Trabajad no por el alimento que perece sino por el alimento que perdura para la vida eterna.
Después que Jesús hubo saciado a cinco mil hombres, sus discípulos lo vieron caminando sobre el lago.
Al día siguiente, la gente que se había quedado al otro lado del lago notó que allí no había habido más que una lancha y que Jesús no había embarcado con sus discípulos, sino que sus discípulos se habían marchado solos.
Entretanto, unas lanchas de Tiberíades llegaron cerca del sitio, donde hablan comido el pan sobre el que el Señor pronunció la acción de gracias. Cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron:
- «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?»
Jesús les contestó:
- «Os lo aseguro, me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a éste lo ha sellado el Padre, Dios.»
Ellos le preguntaron:
- «Y, ¿qué obras tenemos que hacer para trabajar en lo que Dios quiere?»
Respondió Jesús:
- «La obra que Dios quiere es ésta: que creáis en el que él ha enviado.»

CLAVE DE LECTURA

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 5 de agosto de 2018

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En estos últimos domingos, la liturgia nos ha mostrado la imagen cargada de ternura de Jesús que va al encuentro de la multitud y de sus necesidades. En el pasaje evangélico de hoy (cf. Juan 6, 24-35) la perspectiva cambia: es la multitud, hambrienta de Jesús, quien se pone nuevamente a buscarle, va al encuentro de Jesús. Pero a Jesús no le basta que la gente lo busque, quiere que la gente lo conozca; quiere que la búsqueda de Él y el encuentro con Él vayan más allá de la satisfacción inmediata de las necesidades materiales.

Jesús ha venido a traernos algo más, a abrir nuestra existencia a un horizonte más amplio respecto a las preocupaciones cotidianas del nutrirse, del vestirse, de la carrera, etc. Por eso, dirigido a la multitud, exclama: «Vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado» (v. 26).

Así estimula a la gente a dar un paso adelante, a preguntarse sobre el significado del milagro, y no solo a aprovecharse. De hecho, ¡la multiplicación de los panes y de los peces es un signo del gran don que el Padre ha hecho a la humanidad y que es Jesús mismo!

Él, verdadero «pan de la vida» (v. 35), quiere saciar no solamente los cuerpos sino también las almas, dando el alimento espiritual que puede satisfacer el hambre profunda. Por esto invita a la multitud a procurarse no la comida que no dura, sino esa que permanece para la vida eterna (cf. v. 27). Se trata de un alimento que Jesús nos dona cada día: su Palabra, su Cuerpo, su Sangre.

La multitud escucha la invitación del Señor, pero no comprende el sentido —como nos sucede muchas veces también a nosotros— y le preguntan: «¿qué hemos de hacer para llevar a cabo las obras de Dios?» (v. 28).

Los que escuchan a Jesús piensan que Él les pide cumplir los preceptos para obtener otros milagros como ese de la multiplicación de los panes. Es una tentación común, esta, de reducir la religión solo a la práctica de las leyes, proyectando sobre nuestra relación con Dios la imagen de la relación entre los siervos y su amo: los siervos deben cumplir las tareas que el amo les ha asignado, para tener su benevolencia. Esto lo sabemos todos.

Por eso la multitud quiere saber de Jesús qué acciones debe hacer para contentar a Dios. Pero Jesús da una respuesta inesperada: «La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado» (v. 29). Estas palabras están dirigidas, hoy, también a nosotros: la obra de Dios no consisten tanto en el «hacer» cosas, sino en el «creer» en Aquel que Él ha mandado. Esto significa que la fe en Jesús nos permite cumplir las obras de Dios. Si nos dejamos implicar en esta relación de amor y de confianza con Jesús, seremos capaces de realizar buenas obras que perfumen a Evangelio, por el bien y las necesidades de los hermanos.

El Señor nos invita a no olvidar que, si es necesario preocuparse por el pan, todavía más importante es cultivar la relación con Él, reforzar nuestra fe en Él que es el «pan de la vida», venido para saciar nuestra hambre de verdad, nuestra hambre de justicia, nuestra hambre de amor.

Que la Virgen María, en el día en el que recordamos la dedicación de la Basílica de Santa María Mayor en Roma, la Salus populi romani, nos sostenga en nuestro camino de fe y nos ayude a abandonarnos con alegría al diseño de Dios sobre nuestra vida.

 
Jn 6,35-40: Ésta es la voluntad del Padre: que todo el que ve al Hijo tenga vida eterna.
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
- «Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed; pero, como os he dicho, me habéis visto y no creéis.
Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré afuera, porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado.
Ésta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día.
Ésta es la voluntad de mi Padre:'que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.»

CLAVE DE LECTURA 1

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A BULGARIA Y MACEDONIA DEL NORTE
[5-7 DE MAYO DE 2019]

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Plaza Macedonia, Skopie
Martes, 7 de mayo de 2019

 

«El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás» (Jn 6,35), nos ha dicho el Señor hace un instante.

En el Evangelio, se concentra alrededor de Jesús una muchedumbre que tenía todavía delante de los ojos la multiplicación de los panes. Uno de esos momentos que quedaron grabados en los ojos y en el corazón de la primera comunidad de discípulos. Fue una fiesta… la fiesta de descubrir la abundancia y solicitud de Dios para con sus hijos, hermanados en el partir y compartir el pan. Imaginemos por unos instantes esa muchedumbre. Algo había cambiado. Por unos momentos, esas personas sedientas y silenciosas que seguían a Jesús en busca de una palabra fueron capaces de tocar con sus manos y sentir en sus cuerpos el milagro de la fraternidad, que es capaz de saciar y hacer abundar.

El Señor vino para darle vida al mundo y lo hace desafiando la estrechez de nuestros cálculos, la mediocridad de nuestras expectativas y la superficialidad de nuestros intelectualismos; cuestiona nuestras miradas y certezas invitándonos a pasar a un horizonte nuevo que abre espacio a una renovada forma de construir la realidad. Él es el Pan vivo bajado del cielo, «el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás».

Esa muchedumbre descubrió que el hambre de pan también tenía otros nombres: hambre de Dios, hambre de fraternidad, hambre de encuentro y de fiesta compartida.

Nos hemos acostumbrado a comer el pan duro de la desinformación y hemos terminado presos del descrédito, las etiquetas y la descalificación; hemos creído que el conformismo saciaría nuestra sed y hemos acabado bebiendo de la indiferencia y la insensibilidad; nos hemos alimentado con sueños de esplendor y grandeza y hemos terminado comiendo distracción, encierro y soledad; nos hemos empachado de conexiones y hemos perdido el sabor de la fraternidad. Hemos buscado el resultado rápido y seguro y nos vemos abrumados por la impaciencia y la ansiedad. Presos de la virtualidad hemos perdido el gusto y el sabor de la realidad.

Digámoslo con fuerza y sin miedo: tenemos hambre, Señor. Tenemos hambre, Señor, del pan de tu Palabra capaz de abrir nuestros encierros y soledades. Tenemos hambre, Señor, de fraternidad para que la indiferencia, el descrédito, la descalificación no llenen nuestras mesas y no tomen el primer puesto en nuestro hogar. Tenemos hambre, Señor, de encuentros donde tu Palabra sea capaz de elevar la esperanza, despertar la ternura, sensibilizar el corazón abriendo caminos de transformación y conversión.

Tenemos hambre, Señor, de experimentar como aquella muchedumbre la multiplicación de tu misericordia, capaz de romper estereotipos y partir y compartir la compasión del Padre hacia toda persona, especialmente hacia aquellos de los que nadie se ocupa, que están olvidados o despreciados. Digámoslo con fuerza y sin miedo, tenemos hambre de pan, Señor, del pan de tu palabra y del pan de la fraternidad.

En unos instantes, nos pondremos en movimiento, iremos hacia la mesa del altar a alimentarnos con el Pan de Vida, siguiendo el mandato del Señor: «El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás» (Jn 6,35). Es lo único que el Señor nos pide: venid. Nos invita a ponernos en marcha, en movimiento, en salida. Nos exhorta a caminar hacia Él para hacernos partícipes de su misma vida y de su misma misión. “Venid”, nos dice el Señor: un venir que no significa solamente trasladarse de un lugar a otro sino la capacidad de dejarnos mover, transformar por su Palabra en nuestras opciones, sentimientos, prioridades para aventurarnos a cumplir sus mismos gestos y hablar con su mismo lenguaje, «el lenguaje del pan que dice ternura, compañerismo, entrega generosa a los demás»[1], amor concreto y palpable porque es cotidiano y real.

En cada eucaristía, el Señor se parte y reparte y nos invita también a nosotros a partirnos y repartirnos con Él y ser parte de ese milagro multiplicador que quiere llegar y tocar todos los rincones de esta ciudad, de este país, de esta tierra con un poco de ternura y compasión.

Hambre de pan, hambre de fraternidad, hambre de Dios. Qué bien lo entendía esto Madre Teresa, que quiso fundamentar su vida sobre dos pilares: Jesús encarnado en la Eucaristía y Jesús encarnado en los pobres. Amor que recibimos, amor que damos. Dos pilares inseparables que marcaron su camino, la pusieron en movimiento buscando saciar su hambre y sed. Fue al Señor y en el mismo acto fue hacia su hermano despreciado, no amado, solo y olvidado, fue a su hermano y encontró el rostro del Señor… porque sabía que el «amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios»[2], y ese amor fue el único capaz de saciar su hambre.

Hermanos: Hoy el Señor Resucitado sigue caminando entre nosotros, allí donde acontece y se juega la vida cotidiana. Conoce nuestras hambres y nos vuelve a decir: «El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás» (Jn 6,35). Animémonos unos a otros a ponernos de pie y a experimentar la abundancia de su amor, dejemos que sacie nuestra hambre y sed en el sacramento del altar y en el sacramento del hermano.

CLAVE DE LECTURA 2

CAPILLA PAPAL EN SUFRAGIO DE LOS CARDENALES Y OBISPOS FALLECIDOS DURANTE EL AÑO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Lunes, 4 de noviembre de 2019

 

Las lecturas que hemos escuchado nos recuerdan que hemos venido al mundo para resucitar: no hemos nacido para la muerte, sino para la resurrección. Como escribe en la segunda lectura san Pablo, ya desde ahora «somos ciudadanos del cielo» (Flp 3,20) y, como dice Jesús en el Evangelio, resucitaremos en el último día (cf. Jn 6,40). Y es también la idea de la resurrección la que sugiere a Judas Macabeo en la primera lectura una obra de gran rectitud y nobleza (2M 12,43). También hoy nosotros podemos preguntarnos: ¿Qué me sugiere la idea de la resurrección? ¿Cómo respondo a mi llamada a resucitar?

Una primera indicación nos la ofrece Jesús, que en el Evangelio de hoy dice: «Al que venga a mí no lo echaré afuera» (Jn 6,37). Esta es su invitación: «Venid a mí» (Mt 11,28). Ir a Jesús, el que vive, para vacunarse contra la muerte, contra el miedo a que todo termine. Ir a Jesús: puede parecer una exhortación espiritual obvia y genérica. Pero probemos a hacerla concreta, haciéndonos preguntas como estas: Hoy, en el trabajo que he tenido entre manos en la oficina, ¿me he acercado al Señor? ¿Lo he convertido en ocasión de diálogo con Él? ¿Y con las personas que he encontrado, he acudido a Jesús, las he llevado a Él en la oración? ¿O he hecho todo más bien encerrándome en mis pensamientos, alegrándome solo de lo que me salía bien y lamentándome de lo que me salía mal? ¿En definitiva, vivo yendo al Señor o doy vueltas sobre mí mismo? ¿Cuál es la dirección de mi camino? ¿Busco solo causar buena impresión, conservar mi puesto, mi tiempo, mi espacio, o voy al Señor?

La frase de Jesús es desconcertante: El que viene a mí no lo echaré afuera. Está afirmando la expulsión del cristiano que no va a Él. Para el que cree no hay término medio: no se puede ser de Jesús y girar sobre sí mismos. Quien es de Jesús vive en salida hacia Él.

La vida es toda una salida: del seno materno para venir a la luz, de la infancia para entrar en la adolescencia, de la adolescencia hacia la vida adulta y así sucesivamente, hasta la salida de este mundo. Hoy, mientras rezamos por nuestros hermanos Cardenales y Obispos, que han salido de esta vida para ir al encuentro del Resucitado, no podemos olvidar la salida más importante y más difícil, que da sentido a todas las demás: la de nosotros mismos. Sólo saliendo de nosotros mismos abrimos la puerta que lleva al Señor. Pidamos esa gracia: “Señor, deseo ir a Ti, a través de los caminos y de los compañeros de viaje de cada día. Ayúdame a salir de mi mismo, para ir a tu encuentro, tú que eres la vida”.

Quiera expresar una segunda idea, referida a la resurrección, tomada de la primera Lectura, del noble gesto realizado por Judas Macabeo por los difuntos. Allí está escrito que él lo hizo porque consideraba «que a los que habían muerto piadosamente les estaba reservado un magnífico premio» (2M 12,45). Es decir, son los sentimientos de piedad los que generan un magnífico premio. La piedad hacia los demás abre de par en par las puertas de la eternidad. Inclinarse sobre los necesitados para servirlos es entrar en la antesala del paraíso. Si, como recuerda san Pablo, «la caridad no pasa nunca» (1 Co 13,8), entonces ella es precisamente el puente que une la tierra al cielo. Podemos así preguntarnos si estamos avanzando sobre este puente: ¿me dejo conmover por la situación de alguno que está en necesidad? ¿Sé llorar por el que sufre? ¿Rezo por aquellos a los que nadie recuerda? ¿Ayudo a alguno que no tiene con qué devolverme el favor? No es buenismo, no es caridad trivial, son preguntas de vida, cuestiones de resurrección.

Finalmente, un tercer estímulo en vista de la resurrección. Lo tomo de los Ejercicios Espirituales, en los que san Ignacio sugiere que, antes de tomar una decisión importante, hay que imaginarse en la presencia de Dios al final de los tiempos. Esa es la cita que no se puede posponer, el punto de llegada de todos, de todos nosotros. Entonces, cada elección de vida afrontada en esa perspectiva está bien orientada, porque más cerca de la resurrección, que es el sentido y la finalidad de la vida. Igual que el momento de salir se calcula por el lugar de llegada, igual que la semilla se juzga por la cosecha, así la vida se juzga bien a partir de su final, de su fin. San Ignacio escribe: «Considerando cómo me hallaré el día del juicio, pensar cómo entonces querría haber deliberado acerca la cosa presente; y la regla que entonces querría haber tenido, tomarla agora» (Ejercicios Espirituales, 187). Puede ser un ejercicio útil para ver la realidad con los ojos del Señor y no solo con los nuestros; para tener una mirada proyectada hacia el futuro, hacia la resurrección, y no sólo sobre el hoy que pasa; para tomar decisiones que tengan el sabor de la eternidad, el gusto del amor.

¿Salgo de mí para ir cada día hacia el Señor? ¿Tengo sentimientos y gestos de piedad con los necesitados? ¿Tomo las decisiones importantes en la presencia de Dios? Dejémonos provocar al menos por uno de estos tres estímulos. Estaremos más en sintonía con el deseo de Jesús en el Evangelio de hoy: no perder nada de cuanto el Padre le ha dado (cf. Jn 6,39). En medio de tantas voces del mundo que nos hacen perder el sentido de la existencia, sintonicémonos con la voluntad de Jesús, resucitado y vivo: haremos del momento presente un alba de resurrección.

Jn 6,51-58: Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
– «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Disputaban los judíos entre sí:
– «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»
Entonces Jesús les dijo:
– «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hom­bre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resu­citaré en el último día.
Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera be­bida.
El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.
El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mi.
Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vues­tros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.»
de este pan vivirá para siempre.»

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 19 de agosto de 2018

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El pasaje evangélico de este domingo (cf. Juan 6, 51-58) nos introduce en la segunda parte del discurso que hizo Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, después de haber dado de comer a una gran multitud con cinco panes y dos peces: la multiplicación de los panes. Él se presenta como «el pan vivo, bajado del cielo», el pan que da la vida eterna, y añade: «el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo» (v. 51). Este pasaje es decisivo, y de hecho provoca la reacción de los que están escuchando, que se ponen a discutir entre ellos: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» (v. 52). Cuando el signo del pan compartido lleva a su verdadero significado, es decir, el don de sí hasta el sacrificio, emerge la incomprensión, emerge incluso el rechazo de Aquel que poco antes se quería llevar al triunfo. Recordemos que Jesús ha tenido que esconderse porque queríamos hacerlo rey.

Jesús prosigue: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (v. 53). Aquí junto a la carne aparece también la sangre. Carne y sangre en el lenguaje bíblico expresan la humanidad concreta. La gente y los mismos discípulos instituyen que Jesús les invita a entrar en comunión con Él, a «comer» a Él, su humanidad para compartir con Él el don de la vida para el mundo. ¡Mucho más que triunfos y espejismos exitosos! Es precisamente el sacrificio de Jesús lo que se dona a sí mismo por nosotros.

Este pan de vida, sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, viene a nosotros donado gratuitamente en la mesa de la eucaristía. En torno al altar encontramos lo que nos alimenta y nos sacia la sed espiritualmente hoy y para la eternidad. Cada vez que participamos en la santa misa, en un cierto sentido, anticipamos el cielo en la tierra, porque del alimento eucarístico, el Cuerpo y la Sangre de Jesús, aprendemos qué es la vida eterna. Esta es vivir por el Señor: «el que me coma vivirá por mí» (v. 57), dice el Señor. La eucaristía nos moldea para que no vivamos solo por nosotros mismos, sino por el Señor y por los hermanos. La felicidad y la eternidad de la vida dependen de nuestra capacidad de hacer fecundo el amor evangélico que recibimos en la eucaristía.

Jesús, como en aquel tiempo, también hoy nos repite a cada uno: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (v. 53). Hermanos y hermanas, no se trata de una comida material, sino de un pan vivo y vivificante, que comunica la vida misma de Dios. Cuando hacemos la comunión recibimos la vida misma de Dios. Para tener esta vida es necesario nutrirse del Evangelio y del amor de los hermanos. Frente a la invitación de Jesús a nutrirnos con su Cuerpo y su Sangre, podremos sentir la necesidad de discutir y de resistir, como hicieron los que escuchaban de los que habla el Evangelio de hoy. Esto sucede cuando nos cuesta mucho modelar nuestra existencia sobre la de Jesús, y actuar según sus criterios y no según los criterios del mundo. Nutriéndonos con este alimento podemos entrar en plena sintonía con Cristo, como sus sentimientos, con sus comportamientos. Esto es muy importante: ir a misa y comunicarse, porque recibir la comunión es recibir este Cristo vivo, que nos transforma dentro y nos prepara para el cielo.

Que la Virgen María sostenga nuestro propósito de hacer comunión con Jesucristo, nutriéndonos de su eucaristía, para convertirnos a su vez en pan partido por los hermanos.

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo 18 de junio de 2017

 

 

¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

En Italia y en muchos países se celebra en este domingo la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo, se usa a menudo el nombre en latín: Corpus Domini o Corpus Christi. Cada domingo la comunidad eclesial se reúne alrededor de la Eucaristía, sacramento instituido por Jesús en la Última cena. Aun así, cada año tenemos la alegría de celebrar la fiesta dedicada a este Misterio central de la fe, para expresar en plenitud nuestra adoración a Cristo que se dona como alimento y bebida de salvación.

La página evangélica de hoy, de san Juan, es una parte del discurso sobre el “pan de vida” (cf 6, 51-58). Jesús afirma: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo […] El pan que yo voy a dar, es mi carne por la vida del mundo» (v. 51). Él quiere decir que el Padre lo ha mandado al mundo como alimento de vida eterna, y que por esto Él se sacrificará a sí mismo, su carne. De hecho Jesús, en la cruz, donó su cuerpo y derramó su sangre. El Hijo del hombre crucificado es el verdadero Cordero pascual, que hace salir de la esclavitud del pecado y sostiene en el camino hacia la tierra prometida. La Eucaristía es sacramento de su carne dada para hacer vivir el mundo; quien se nutre con este alimento permanece en Jesús y vive para Él. Parecerse a Jesús significa ser en Él, convertirse en hijos en el Hijo.

En la Eucaristía Jesús, como hizo con los discípulos de Emaús, se acerca a nosotros, peregrinos en la historia, para alimentar en nosotros la fe, la esperanza y la caridad; para consolarnos en las pruebas; para sostenernos en el compromiso por la justicia y la paz. Esta presencia solidaria del Hijo de Dios está por todos lados: en las ciudades y en los campos, en el norte y en el sur del mundo, en los países de tradición cristiana y en los de primera evangelización. Y en la Eucaristía Él se ofrece a sí mismo como fuerza espiritual para ayudarnos y poner en práctica su mandamiento —amarnos como Él nos ha amado—, construyendo comunidades acogedoras y abiertas a las necesidades de todos, especialmente de las personas más frágiles, pobres y necesitadas.

Alimentarnos con Jesús Eucaristía significa también abandonarnos con confianza a Él y dejarnos guiar por Él. Se trata de acoger a Jesús en lugar del propio “yo”. De esta forma, el amor gratuito recibido por Jesús en la comunión eucarística, con la obra del Espíritu Santo alimenta el amor por Dios y por los hermanos y las hermanas que encontramos en el camino de cada día. Alimentados con el Cuerpo de Cristo, nosotros nos hacemos cada vez más y concretamente el Cuerpo místico de Cristo. Nos lo recuerda el apóstol Pablo: «La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Corintios 10, 16-17). La Virgen María, que siempre ha estado unida a Jesús Pan de vida, nos ayude a redescubrir la belleza de la Eucaristía, a alimentarnos con fe, para vivir en comunión con Dios y con los hermanos.

Jn 7,37-39: Manarán torrentes de agua viva.
El último día, el más solemne de las fiestas, Jesús, en pie, gritaba:
- «El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí, que beba. Como dice la Escritura: de sus entrañas manarán torrentes de agua viva.»

Decía esto refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él. Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado.

CLAVE DE LECTURA

VIGILIA DE PENTECOSTÉS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Plaza de San Pedro
Sábado, 8 de junio de 2019

 

También esta noche, víspera del último día del tiempo de Pascua, fiesta de Pentecostés, Jesús está entre nosotros y proclama en voz alta: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura, de su seno correrán ríos de agua viva» (Jn 7,37-38).

Es “el río de agua viva del Espíritu Santo” que brota del seno de Jesús, de su costado atravesado por la lanza y que lava y fecunda a la Iglesia, esposa mística representada por María, la nueva Eva, al pie de la cruz.

El Espíritu Santo brota del seno de la misericordia de Jesús Resucitado, llena nuestro seno con una «medida buena, apretada, remecida hasta rebasar»  de misericordia (cf. Lc 6,38) y nos transforma en Iglesia-seno de misericordia, es decir, en una “madre de corazón abierto”  para todos. ¡Cuánto me gustaría que la gente que vive en Roma reconociera a la Iglesia, que nos reconociera por este más de misericordia, no por otras cosas, por este más de humanidad y de ternura, que tanto se necesitan! Nos sentiríamos como en casa, en la “casa materna”, donde siempre se es bienvenido y donde siempre se puede volver.

Este pensamiento sobre la maternidad de la Iglesia me recuerda que hace 75 años, el 11 de junio de 1944, el Papa Pío XII hizo un acto especial de acción de gracias y súplica a la Virgen María para la protección de la ciudad de Roma. Lo hizo en la iglesia de San Ignacio, donde habían llevado la venerada imagen de Nuestra Señora del Divino Amor. El Amor Divino es el Espíritu Santo, que brota del Corazón de Cristo. Él es la “roca espiritual” que acompaña al pueblo de Dios en el desierto, para que, sacando de ella el agua viva, sacie su sed a lo largo del camino (cf. 1Co 10,4). En la zarza que no se consume, imagen de la Virgen María y Madre, está el Cristo resucitado que nos habla, nos comunica el fuego del Espíritu Santo, nos invita a descender en medio del pueblo para escuchar su grito, nos envía a abrir el paso a caminos de libertad que llevan a tierras prometidas por Dios.

Lo sabemos: también en nuestros días hay quien intenta construir “una ciudad y una torre que lleguen hasta el cielo” (cf. Gn 11,4). Son proyectos humanos, también los nuestros, puestos al servicio de un “yo” cada vez más grande, hacia un cielo en el que ya no hay lugar para Dios. Dios deja que lo hagamos durante algún tiempo, para que podamos experimentar hasta qué punto del mal y de la tristeza podemos llegar sin Él… Pero el Espíritu de Cristo, Señor de la historia, no ve el momento de tirarlo todo por la borda, para hacernos empezar de nuevo. Siempre somos un poco “cortos” de vista y de corazón; abandonados a nosotros mismos, acabamos perdiendo el horizonte; llegamos a convencernos de que lo hemos entendido todo, de que hemos tenido en cuenta todas las variables, de que hemos previsto qué va a pasar y cómo va a pasar… Son todas construcciones nuestras que se imaginan que tocarán el cielo. En cambio el Espíritu irrumpe en el mundo desde las alturas, desde el seno de Dios, allí donde el Hijo fue generado, y hace nuevas todas las cosas.

¿Qué celebramos hoy, todos juntos, en esta ciudad nuestra que es Roma? Celebramos la primacía del Espíritu, que nos hace enmudecer ante lo imprevisible del designio de Dios, y después desbordar de alegría. ¡Entonces era esto lo que Dios guardaba en su seno para nosotros! :este camino de la Iglesia, este paso, este Éxodo, esta llegada a la tierra prometida, la ciudad-Jerusalén, de las puertas siempre abiertas para todos, donde las diferentes lenguas del hombre se componen en la armonía del Espíritu, porque el Espíritu es la armonía.

Y si pensamos en los dolores del parto, entendemos que nuestro gemido, el del pueblo que vive en esta ciudad y el gemido de toda la creación no son más que el gemido mismo del Espíritu: es el parto del nuevo mundo. Dios es el Padre y la madre, Dios es la partera, Dios es el gemido, Dios es el Hijo engendrado en el mundo y nosotros, la Iglesia, estamos al servicio de este parto. No al servicio de nosotros mismos, no al servicio de nuestra ambiciones, de tantos sueños de poder, no: al servicio de esto que Dios hace, de estas maravillas que Dios hace.

«Si el orgullo y la presunta superioridad moral no ofuscan nuestro oído, nos daremos cuenta de que bajo el grito de tanta gente no hay nada más que un auténtico gemido del Espíritu Santo. Es el Espíritu quien nos impulsa una vez más a no contentarnos, a intentar volver a partir; es el Espíritu quien nos salvará de toda “reorganización” diocesana (Discurso al congreso diocesano, 9 de mayo de 2019). El peligro reside en estas ganas de confundir la novedad del Espíritu con un método de “reorganizar” todoo. No, este no es el Espíritu de Dios. El Espíritu de Dios trastoca todo y nos hace recomenzar, no desde el principio, sino desde un nuevo camino.

Dejémonos llevar, pues, de la mano del Espíritu e ir en medio del corazón de la ciudad para escuchar su grito, su gemido. Dios dijo a Moisés que este grito escondido del Pueblo ha llegado hasta Él: Él lo ha escuchado, ha visto la opresión y el sufrimiento... Y ha decidido intervenir enviando a Moisés a suscitar y alimentar el sueño de libertad de los israelitas y a revelarles que este sueño es su propia voluntad: hacer de Israel un pueblo libre, su Pueblo, vinculado a Él por una alianza de amor, llamado a testimoniar la fidelidad del Señor ante todas las gentes.

Pero para que Moisés pueda llevar a cabo su misión, Dios quiere que “baje” con él en medio de los israelitas. El corazón de Moisés debe volverse como el de Dios, atento y sensible a los sufrimientos y a los sueños de los hombres, a lo que gritan a escondidas cuando levantan las manos al Cielo, porque ya no tienen ningún agarradero en la tierra. Es el gemido del Espíritu, y Moisés debe escuchar no con el oído, sino con el corazón. Hoy nos pide a nosotros, los cristianos, que aprendamos a escuchar con el corazón. Y el Maestro de esta escucha es el Espíritu. Abrir el corazón para que Él nos enseñe a escuchar con el corazón. Abrirlo.

Y para escuchar el grito de la ciudad de Roma, necesitamos también que el Señor nos lleve de la mano y nos haga “bajar”, bajar de nuestros puestos, bajar entre los hermanos que viven en nuestra ciudad, para escuchar su necesidad de salvación, el grito que llega hasta Él y que normalmente no oímos. No se trata de explicar cosas intelectuales, ideológicas. Me entristezco cuando veo a una Iglesia que cree que es fiel al Señor, que cree que se actualiza cuando busca caminos meramente funcionales, caminos que no vienen del Espíritu de Dios. Esa Iglesia no sabe bajar y si no baja no es el Espíritu el que manda, Se trata de abrir los ojos y los oídos, pero sobre todo el corazón, de escuchar con el corazón. Entonces nos pondremos de verdad en camino. Entonces sentiremos dentro de nosotros el fuego de Pentecostés, que nos impulsa a gritar a los hombres y mujeres de esta ciudad que su esclavitud ha terminado y que Cristo es el camino que conduce a la ciudad del Cielo. Para ello hace falta fe, hermanos y hermanas. Pidamos hoy el don de la fe para ir por este camino.


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 8 de junio de 2019.

Jn 7,40-53: El pueblo se pregunta quién es Jesús.
En aquel tiempo, algunos de entre la gente, que habían oído los discursos de Jesús, decían:
- «Éste es de verdad el profeta.»
Otros decían:
- «Éste es el Mesías.»
Pero otros decían:
- «¿Es que de Galilea va a venir el Mesías? ¿No dice la Escritura que el Mesías vendrá del linaje de David, y de Belén, el pueblo de David?»
Y así surgió entre la gente una discordia por su causa.
Algunos querían prenderlo, pero nadie le puso la mano encima.
Los guardias del templo acudieron a los sumos sacerdotes y fariseos, y éstos les dijeron:
- «¿Por qué no lo habéis traído?»
Los guardias respondieron:
- «Jamás ha hablado nadie como ese hombre.»
Los fariseos les replicaron:
- «¿También vosotros os habéis dejado embaucar? ¿Hay algún jefe o fariseo que haya creído en él? Esa gente que no entiende de la Ley son unos malditos.»
Nicodemo, el que había ido en otro tiempo a visitarlo y que era fariseo, les dijo:
_«¿Acaso nuestra ley permite juzgar a nadie sin escucharlo primero y averiguar lo que ha hecho?»
Ellos le replicaron:
- «¿También tú eres galileo? Estudia y verás que de Galilea no salen profetas.»
Y se volvieron cada uno a su casa.

"El pueblo de Dios sigue a Jesús y no se cansa"

Sábado, 28 de marzo de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

“Y cada uno regresó a su casa” (Jn 7,53): después de la discusión y todo esto, cada uno volvió a sus convicciones. Hay una ruptura en el pueblo: el pueblo que sigue a Jesús lo escucha —no se da cuenta de cuánto tiempo pasa escuchándolo, porque la Palabra de Jesús entra en sus corazones— y el grupo de doctores de la Ley que a priori rechazan a Jesús porque no obra según la ley, según ellos. Son dos grupos de personas. El pueblo que ama a Jesús, lo sigue y el grupo de intelectuales de la Ley, los líderes de Israel, los líderes del pueblo. Se ve claramente cuando “los guardias volvieron donde los sumos sacerdotes y éstos les preguntaron: “¿Por qué no lo habéis traído?”, y respondieron los guardias: “Nunca un hombre ha hablado así”. Pero los fariseos les respondieron: “¿Vosotros también os habéis dejado engañar? ¿Acaso ha creído en él algún líder de los fariseos? Pero esa gente que no conoce la Ley son unos malditos” (Jn 7, 45—49). Este grupo de doctores de la Ley, la élite, siente desprecio por Jesús. Pero también, desprecian al pueblo, “esa gente”, que es ignorante, que no sabe nada. El santo pueblo fiel de Dios cree en Jesús, lo sigue, y este pequeño grupo de élite, los Doctores de la Ley, se separa del pueblo y no recibe a Jesús. ¿Pero cómo es posible, si estos eran ilustres, inteligentes, habían estudiado? Tenían un gran defecto: habían perdido la memoria de su pertenencia a un pueblo.

El pueblo de Dios sigue a Jesús... no pueden explicar por qué, pero lo sigue y llega al corazón, y no se cansa. Pensemos en el día de la multiplicación de los panes: pasaron todo el día con Jesús, hasta el punto de que los apóstoles le dicen a Jesús: “Despide a la gente para que vayan a comprar algo para comer” (cf. Mc 6,36). Incluso los apóstoles guardaban distancia, no lo consideraban, no los despreciaban, pero no los consideraban al pueblo de Dios. “Que vayan a comer”. La respuesta de Jesús: “Dadles vosotros de comer” (cf. Mc 6,37). Los devuelve al pueblo.

Esta ruptura entre la élite de los líderes religiosos y el pueblo es una tragedia que viene de lejos. Pensemos también, en el Antiguo Testamento, en la actitud de los hijos de Elí en el templo: se servían del pueblo de Dios; y si el pueblo iba a cumplir la Ley, alguno de ellos un poco ateo, decía: “Son supersticiosos”. Desprecio hacia el pueblo. El desprecio hacia la gente que “no es educada como nosotros que hemos estudiado, que sabemos...”. En cambio, el pueblo de Dios tiene una gran gracia: su sentido del olfato. El olfato de saber dónde está el Espíritu. Es un pecador, como nosotros: es un pecador. Pero posee ese olfato para conocer los caminos de la salvación.

El problema de las élites, de los clérigos de élite como estos, es que habían perdido la memoria de su pertenencia al pueblo de Dios; se habían vuelto sofisticados, pasaron a otra clase social, se sintieron líderes. Es el clericalismo, que ya existía. “¿Pero cómo es que —he oído en estos días—, cómo es que estas monjas, estos sacerdotes que están sanos van donde los pobres a alimentarlos, y pueden contagiarse con el coronavirus? ¡Pero dígale a la madre superiora que no deje salir a las monjas, dígale al obispo que no deje salir a los sacerdotes! ¡Son para los sacramentos! ¡Que provea el gobierno a darles de comer!”. De eso se habla en estos días: el mismo argumento. “Es gente de segunda clase: nosotros somos la clase dirigente, no debemos ensuciarnos las manos con los pobres”.

Muchas veces pienso: son buenas personas —sacerdotes, monjas— que no tienen el valor de ir a servir a los pobres. Falta algo. Lo que le faltaba a esta gente, a los doctores de la ley. Perdieron su memoria, perdieron lo que Jesús sentía en su corazón: que eran parte de su pueblo. Han perdido la memoria de lo que Dios le dijo a David: “Te saqué de la grey”. Han perdido la memoria de ser parte de la grey.

Y estos, cada uno regresó a su casa (cf. Jn 7,53). Una ruptura. Nicodemo, que algo intuía —era un hombre inquieto, quizás no muy valiente, demasiado diplomático, pero inquieto— había hablado con Jesús, pero...,  era fiel en lo podía; trata de mediar y citando la Ley, dice: “¿Acaso nuestra Ley juzga a un hombre sin haberle antes oído y sin saber lo que hace?” (Jn 7, 51). Le respondieron, pero no contestaron a la pregunta sobre la Ley: “¿También tú eres de Galilea? Estudia —eres un ignorante— y verás que de Galilea no sale ningún profeta” (Jn 7,52). Y así terminaron la historia.

Pensemos también hoy en tantos hombres y mujeres cualificados para el servicio de Dios que son buenos y van a servir al pueblo; tantos sacerdotes que no se separan del pueblo. Anteayer recibí una fotografía de un sacerdote, un párroco de montaña, de muchos pequeños pueblos, en un lugar donde nieva, y con la nieve llevaba la custodia a los pequeños pueblos para dar la bendición. No le importaba la nieve, no le importaba el ardor que el frío le hacía sentir en sus manos en contacto con el metal del ostensorio: sólo le importaba llevar a Jesús a la gente.

Pensemos, cada uno de nosotros, de qué lado estamos, si estamos en el medio, un poco indecisos, si estamos con el sentimiento del pueblo de Dios, el pueblo fiel de Dios que no puede fallar: tienen esa infallibilitas in credendo. Y pensemos en la élite que se separa del pueblo de Dios, en ese clericalismo. Y quizás el consejo que Pablo da a su discípulo, el obispo, el joven obispo, Timoteo, nos sirva a todos: “Acuérdate de tu madre y de tu abuela” (cf. 2 Tim 1,5) Acuérdate de tu madre y de tu abuela. Si Pablo aconsejó esto fue porque conocía bien el peligro al que conducía este sentido de élite en nuestro liderazgo.

Jn 8,1-11: El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.
En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.
Los letrados y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
-Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices ?.
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.
Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
-El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oirlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos, hasta el último.
Y quedó solo Jesús, y la mujer en medio, de pie.
Jesús se incorporó y le preguntó:
-Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado?
Ella contestó:
-Ninguno, Señor.
Jesús dijo:
-Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.

CLAVE DE LECTURA

CELEBRACIÓN DE LA PENITENCIA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica Vaticana
Viernes, 29 de marzo de 2019

 

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia» (In Io. Ev. tract. 33,5). Así encuadra san Agustín el final del Evangelio que hemos escuchado recientemente. Se fueron los que habían venido para arrojar piedras contra la mujer o para acusar a Jesús siguiendo la Ley. Se fueron, no tenían otros intereses. En cambio, Jesús se queda. Se queda, porque se ha quedado lo que es precioso a sus ojos: esa mujer, esa persona. Para él, antes que el pecado está el pecador. Yo, tú, cada uno de nosotros estamos antes en el corazón de Dios: antes que los errores, que las reglas, que los juicios y que nuestras caídas. Pidamos la gracia de una mirada semejante a la de Jesús, pidamos tener el enfoque cristiano de la vida, donde antes que el pecado veamos con amor al pecador, antes que los errores a quien se equivoca, antes que la historia a la persona.

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia». Para Jesús, esa mujer sorprendida en adulterio no representa un parágrafo de la Ley, sino una situación concreta en la que implicarse. Por eso se queda allí, en silencio. Y mientras tanto realiza dos veces un gesto misterioso: «escribe con el dedo en el suelo» (Jn 8,6.8). No sabemos qué escribió, y quizás no es lo más importante: el Evangelio resalta el hecho de que el Señor escribe. Viene a la mente el episodio del Sinaí, cuando Dios había escrito las tablas de la Ley con su dedo (cf. Ex 31,18), tal como hace ahora Jesús. Más tarde Dios, por medio de los profetas, prometió que no escribiría más en tablas de piedra, sino directamente en los corazones (cf. Jr 31,33), en las tablas de carne de nuestros corazones (cf. 2 Co 3,3). Con Jesús, misericordia de Dios encarnada, ha llegado el momento de escribir en el corazón del hombre, de dar una esperanza cierta a la miseria humana: de dar no tanto leyes exteriores, que a menudo dejan distanciados a Dios y al hombre, sino la ley del Espíritu, que entra en el corazón y lo libera. Así sucede con esa mujer, que encuentra a Jesús y vuelve a vivir. Y se marcha para no pecar más (cf. Jn 8,11). Jesús es quien, con la fuerza del Espíritu Santo, nos libra del mal que tenemos dentro, del pecado que la Ley podía impedir, pero no eliminar.

Sin embargo, el mal es fuerte, tiene un poder seductor: atrae, cautiva. Para apartarse de él no basta nuestro esfuerzo, se necesita un amor más grande. Sin Dios no se puede vencer el mal: solo su amor nos conforta dentro, solo su ternura derramada en el corazón nos hace libres. Si queremos la liberación del mal hay que dejar actuar al Señor, que perdona y sana. Y lo hace sobre todo a través del sacramento que estamos por celebrar. La confesión es el paso de la miseria a la misericordia, es la escritura de Dios en el corazón. Allí leemos que somos preciosos a los ojos de Dios, que él es Padre y nos ama más que nosotros mismos.

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia». Solo ellos. Cuántas veces nos sentimos solos y perdemos el hilo de la vida. Cuántas veces no sabemos ya cómo recomenzar, oprimidos por el cansancio de aceptarnos. Necesitamos comenzar de nuevo, pero no sabemos desde dónde. El cristiano nace con el perdón que recibe en el Bautismo. Y renace siempre de allí: del perdón sorprendente de Dios, de su misericordia que nos restablece. Solo sintiéndonos perdonados podemos salir renovados, después de haber experimentado la alegría de ser amados plenamente por el Padre. Solo a través del perdón de Dios suceden cosas realmente nuevas en nosotros. Volvamos a escuchar una frase que el Señor nos ha dicho por medio del profeta Isaías: «Realizo algo nuevo» (Is 43,18). El perdón nos da un nuevo comienzo, nos hace criaturas nuevas, nos hace ser testigos de la vida nueva. El perdón no es una fotocopia que se reproduce idéntica cada vez que se pasa por el confesionario. Recibir el perdón de los pecados a través del sacerdote es una experiencia siempre nueva, original e inimitable. Nos hace pasar de estar solos con nuestras miserias y nuestros acusadores, como la mujer del Evangelio, a sentirnos liberados y animados por el Señor, que nos hace empezar de nuevo.

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia». ¿Qué hacer para dejarse cautivar por la misericordia, para superar el miedo a la confesión? Escuchemos de nuevo la invitación de Isaías: «¿No lo reconocéis?» (Is 43,18). Reconocer el perdón de Dios es importante. Sería hermoso, después de la confesión, quedarse como aquella mujer, con la mirada fija en Jesús que nos acaba de liberar: Ya no en nuestras miserias, sino en su misericordia. Mirar al Crucificado y decir con asombro: “Allí es donde han ido mis pecados. Tú los has cargado sobre ti. No me has apuntado con el dedo, me has abierto los brazos y me has perdonado otra vez”. Es importante recordar el perdón de Dios, recordar la ternura, volver a gustar la paz y la libertad que hemos experimentado. Porque este es el corazón de la confesión: no los pecados que decimos, sino el amor divino que recibimos y que siempre necesitamos. Sin embargo, nos puede asaltar una duda: “no sirve confesarse, siempre cometo los mismos pecados”. Pero el Señor nos conoce, sabe que la lucha interior es dura, que somos débiles y propensos a caer, a menudo reincidiendo en el mal. Y nos propone comenzar a reincidir en el bien, en pedir misericordia. Él será quien nos levantará y convertirá en criaturas nuevas. Entonces reemprendamos el camino desde la confesión, devolvamos a este sacramento el lugar que merece en nuestra vida y en la pastoral.

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia». También nosotros vivimos hoy en la confesión este encuentro de salvación: nosotros, con nuestras miserias y nuestro pecado; el Señor, que nos conoce, nos ama y nos libera del mal. Entremos en este encuentro, pidiendo la gracia de redescubrirlo.

Clave de lectura 2

"Fiarse de la misericordia de Dios"

Lunes, 30 de marzo de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

En el Salmo Responsorial rezamos: “El Señor es mi pastor, nada me falta. En verdes pastos me hace reposar. Me conduce a fuentes tranquilas y allí reparo mis fuerzas. Me guía por cañadas seguras haciendo honor a su nombre. Aunque fuese por valle tenebroso, ningún mal temería, pues tú vienes conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan” (Sal 23,1-4). 

Esta es la experiencia de estas dos mujeres, cuya historia leímos en las dos Lecturas. Una mujer inocente, falsamente acusada, calumniada, y una mujer pecadora. Ambas condenadas a muerte. La inocente y la pecadora. Algunos Padres de la Iglesia vieron en estas mujeres una figura de la Iglesia: santa, pero con hijos pecadores. Decían en una hermosa expresión latina: “La Iglesia es la casta meretriz”, la santa con los hijos pecadores.

Ambas mujeres estaban desesperadas, humanamente desesperadas. Pero Susana confía en Dios. También hay dos grupos de personas, de hombres; ambos al servicio de la Iglesia: los jueces y los maestros de la Ley. No eran clérigos, pero estaban al servicio de la Iglesia, en el tribunal y en la enseñanza de la Ley. Diferentes. Los primeros, los que acusaron a Susana, eran corruptos: el juez corrupto, la figura emblemática de la historia. También en el Evangelio, Jesús retoma, en la parábola de la viuda insistente, al juez corrupto que no creía en Dios y no se preocupaba por los demás. Los corruptos. Los doctores de la ley no eran corruptos, sino hipócritas.

Y de estas mujeres, una cayó en manos de hipócritas y la otra en manos de corruptos: no había salida. Aunque fuese por valle tenebroso, ningún mal temería, pues tú vienes conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan”. Ambas mujeres iban por un valle tenebroso, estaban allí: un valle tenebroso, hacia la muerte. La primera confía explícitamente en Dios y el Señor interviene. La segunda, pobrecita, sabe que es culpable, afeada su conducta ante de todo el pueblo —porque el pueblo estaba presente en ambas situaciones—, el Evangelio no lo dice, pero seguramente rezaba en su interior, pedía ayuda.

¿Qué hace el Señor con esta gente? Salva a la mujer inocente, le hace justicia. Perdona a la mujer pecadora. A los jueces corruptos los condena; a los hipócritas los ayuda a convertirse, y ante el pueblo dice: “Sí, ¿de verdad? El primero de vosotros que esté sin pecados, que tire la primera piedra” (cf. Jn 8,7), y uno tras otro se van. Tiene algo de ironía, el Apóstol Juan, aquí: “Ellos, al oír estas palabras, se fueron retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos” (Jn 8,9). Les deja un poco de tiempo para que se arrepientan; a los corruptos no los perdona, simplemente porque los corruptos son incapaces de pedir perdón, ha ido más allá. Se ha cansado... no, no está cansado: no es capaz. La corrupción también le ha quitado la capacidad que todos tenemos de avergonzarnos, de pedir perdón. No, el corrupto está seguro, sigue adelante, destruye, explota a la gente, como a esta mujer, todo, todo... sigue adelante. Se pone en el lugar de Dios.

Y el Señor responde a estas mujeres. A Susana la libera de estos corruptos, la hace seguir adelante, y a la otra: “Tampoco yo te condeno. Vete, y no vuelvas a pecar” (Jn 8,11). La deja ir. Y esto, ante del pueblo. En el primer caso, el pueblo alaba al Señor; en el segundo caso, el pueblo aprende. Aprende cómo es la misericordia de Dios.

Cada uno de nosotros tiene sus propias historias. Cada uno de nosotros tiene sus propios pecados. Y si no se los recuerda, que piense un poco: los encontrará. Agradece a Dios si los encuentras, porque si nos los encuentras, eres un corrupto. Todos tenemos nuestros pecados. Miremos al Señor que hace justicia pero es tan misericordioso. No nos avergoncemos de estar en la Iglesia: avergoncémonos de ser pecadores. La Iglesia es la madre de todos. Agradezcamos a Dios que no seamos corruptos, que somos pecadores. Y cada uno de nosotros, mirando cómo actúa Jesús en estos casos, confíe en la misericordia de Dios. Y rece, confiando en la misericordia de Dios, pida el perdón. “Porque Dios me guía por cañadas seguras haciendo honor a su nombre. Aunque pase por un valle tenebroso, el valle del pecado, ningún mal temería, pues tú vienes conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan” (cf. Sal 23,4).

Jn 8,31-42: Si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos que habían creído en él:
- «Si os mantenéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.»
Le replicaron:
- «Somos linaje de Abrahán y nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: "Seréis libres"?»
Jesús les contestó:
- «Os aseguro que quien comete pecado es esclavo. El esclavo no se queda en la casa para siempre, el hijo se queda para siempre. Y si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres. Ya sé que sois linaje de Abrahán; sin embargo, tratáis de matarme, porque no dais cabida a mis palabras. Yo hablo de lo que he visto junto a mi Padre, pero vosotros hacéis lo que le habéis oído a vuestro padre.»
Ellos replicaron:
- «Nuestro padre es Abrahán.»
Jesús les dijo:
- «Si fuerais hijos de Abrahán, haríais lo que hizo Abrahán. Sin embargo, tratáis de matarme a mi, que os he hablado de la verdad que le escuché a Dios, y eso no lo hizo Abrahán. Vosotros hacéis lo que hace vuestro padre.»
Le replicaron:
- «Nosotros no somos hijos de prostitutas; tenemos un solo padre: Dios.»
Jesús les contestó:
-«Si Dios fuera vuestro padre, me amaríais, porque yo salí de Dios, y aquí estoy. Pues no he venido por mi cuenta, sino que él me envió.»

"Permanecer en el Señor"

Miércoles, 1 de abril de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

En estos días, la Iglesia nos hace oír el capítulo octavo de Juan: hay una discusión muy fuerte entre Jesús y los doctores de la Ley. Y sobre todo, se  trata de mostrar la propia identidad: Juan trata de acercarnos a esa lucha por aclarar la identidad, tanto la de Jesús como la de los doctores. Jesús los pone en un rincón mostrándoles sus contradicciones. Y ellos, al final, no encuentran otra salida que el insulto: es una de las páginas más tristes, es una blasfemia. Insultan a Nuestra Señora, la Virgen Santa

Pero hablando de identidad, Jesús dijo a los judíos que habían creído, les aconsejó: “Si permanecéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos” (Jn 8,31). Vuelve esa palabra tan querida por el Señor que la repetirá muchas veces, y luego en la cena: permanecer. “Permanece en mí”. Permanece en el Señor. No dice: “Estudia bien, aprende bien los argumentos”, esto lo da por sentado. Y va a lo más importante, lo que es más peligroso para la vida, si no se hace: permanecer. “Permaneced en mi palabra” (Jn 8,31). Y los que permanecen en la palabra de Jesús tienen su propia identidad cristiana. ¿Y cuál es? “Seréis verdaderamente mis discípulos” (Jn 8,31). La identidad cristiana no es un papel que dice “yo soy cristiano”, una carta de identidad: no. Es el discipulado. Tú, si permaneces en el Señor, en la Palabra del Señor, en la vida del Señor, serás un discípulo. Si no te quedas, serás uno que simpatiza con la doctrina, que sigue a Jesús como un hombre que hace tanta caridad, es muy bueno, que tiene los valores correctos, pero el discipulado es la verdadera identidad del cristiano.

Y será el discipulado el que nos dará la libertad: el discípulo es un hombre libre porque permanece en el Señor. Y ¿qué significa “permanece en el Señor”? Dejarse guiar por el Espíritu Santo. El discípulo se deja guiar por el Espíritu, por eso el discípulo es siempre un hombre de tradición y novedad, es un hombre libre. Libre. Nunca sujeto a ideologías, a doctrinas dentro de la vida cristiana, doctrinas que pueden discutirse... permanece en el Señor, es el Espíritu que inspira. Cuando le cantamos al Espíritu, le decimos que es un huésped del alma (cf. Himno Veni, Sancte Spirítus), que habita en nosotros. Pero esto, sólo si permanecemos en el Señor.

Le pido al Señor que nos haga conocer esta sabiduría para que permanezcamos en Él y nos haga conocer esa familiaridad con el Espíritu: el Espíritu Santo nos da la libertad. Y esta es la unción. El que permanece en el Señor es un discípulo, y el discípulo es un ungido, un ungido por el Espíritu, que ha recibido la unción del Espíritu y la lleva adelante. Este es el camino que Jesús nos muestra para la libertad y también para la vida. Y el discipulado es la unción que reciben los que permanecen en el Señor.

Que el Señor nos haga comprender esto que no es fácil: porque los doctores no lo entendieron, no se entiende sólo con la cabeza; se entiende con la cabeza y el corazón, esta sabiduría de la unción del Espíritu Santo que nos hace discípulos.

Jn 9,1–41: Fue, se lavó y volvió con vista.
En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento.
Y sus discípulos le preguntaron:
-«Maestro, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?»
Jesús contestó:
-«Ni éste pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios. Mientras es de día, tenemos que hacer las obras del que me ha enviado; viene la noche, y nadie podrá hacerlas. Mien­tras estoy en el mundo, soy la luz del mundo.»
Dicho esto, escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo:
-«Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado).»
Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban:
-«¿No es ése el que se sentaba a pedir?»
Unos decían:
-«El mismo.»
Otros decían:
-«No es él, pero se le parece.»
Él respondía:
-«Soy yo.»
Y le preguntaban:
-«¿Y cómo se te han abierto los ojos?»
Él contestó:
-«Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé, y empecé a ver. »
Le preguntaron:
-«¿Dónde está él?»
Contestó:
-«No sé.»
Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista.
Él les contestó:
-«Me puso barro en los ojos, me lavé, y veo.»
Algunos de los fariseos comentaban:
-«Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado.»
Otros replicaban:
-«¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?»
Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego:
-«Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?»
Él contestó:
-«Que es un profeta.»
Pero los judíos no se creyeron que aquél había sido ciego y había recibido la vista, hasta que llamaron a sus padres y le preguntaron:
-«¿Es éste vuestro hijo, de quien decís vosotros que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?»
Sus padres contestaron:
-«Sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego; pero cómo ve ahora, no lo sabemos nosotros, y quién le ha abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos. Preguntádselo a él, que es mayor y puede explicarse.»
Sus padres respondieron así porque tenían miedo a los judíos; por­ que los judíos ya habían acordado excluir de la sinagoga a quien re­ conociera a Jesús por Mesías. Por eso sus padres dijeron: «Ya es mayor, preguntádselo a él.»
Llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron: «Confiésalo ante Dios: nosotros sabemos que ese hombre es un pecador. »
Contestó él:
-«Si es un pecador, no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo.»
Le preguntan de nuevo:
-¿«Qué te hizo, cómo te abrió los ojos?»
Les contestó:
-«Os lo he dicho ya, y no me habéis hecho caso; ¿para qué que­réis oírlo otra vez?; ¿también vosotros queréis haceros discípulos suyos?»
Ellos lo llenaron de improperios y le dijeron:
-«Discípulo de ése lo serás tú; nosotros somos discípulos de Moi­sés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero ése no sabe­mos de dónde viene.»
Replicó él:
-«Pues eso es lo raro: que vosotros no sabéis de dónde viene y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es religioso y hace su voluntad. Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder.»
Le replicaron:
-«Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lec­ciones a nosotros?»
Y lo expulsaron. Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo:
-«¿Crees tú en el Hijo del hombre?»
El contestó:
-«¿Y quién es, Señor, para que crea en él?»
Jesús le dijo:
-«Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es.»
Él dijo:
-«Creo, Señor.»
Y se postró ante él.
Jesús añadió:
-«Para un juicio he venido yo a este mundo; para que los que no ven vean, y los que ven queden ciegos. »
Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le preguntaron:
-«¿También nosotros estamos ciegos?»
Jesús les contestó:
-«Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado, pero como decís que veis, vuestro pecado persiste.»

Clave de lectura 1

"Qué sucede cuando pasa Jesús"

Domingo, 22 de marzo de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

Este pasaje del Evangelio de Juan (cf. 9,1-41) habla por sí mismo. Es un anuncio de Jesucristo y también una catequesis. Me gustaría mencionar una cosa. San Agustín tiene una frase que siempre me llama la atención: “Temo a Cristo cuando pasa”. “Timeo Dominum transeuntem”. “Temo que Cristo pase” — “¿Pero por qué temes al Señor?” — “Temo que no me daré cuenta de que es el Cristo y dejaré que pase de largo”. Una cosa está clara: en presencia de Jesús los verdaderos sentimientos del corazón, las verdaderas actitudes florecen: salen. Es una gracia, y por eso Agustín tenía miedo de dejarlo pasar sin darse cuenta de que estaba pasando.

Aquí está claro: pasa, cura a un ciego y estalla el escándalo. Y entonces sale lo mejor y lo peor de la gente. El ciego... asombra la sabiduría del ciego, cómo responde. Estaba acostumbrado a moverse con las manos, tenía olfato para el peligro, tenía olfato para las cosas peligrosas que podían hacerle resbalar. Y se mueve como un ciego. Con un argumento claro y preciso, y luego también usa la ironía y se da ese lujo.

Los doctores de la ley conocían todas las leyes: todas, todas. Pero eran inamovibles. No entendieron que Dios estaba pasando. Eran rígidos, apegados a sus hábitos: el mismo Jesús lo dice en el Evangelio: apegados a los hábitos. Y si para preservar estos hábitos tenían que hacer una injusticia, no era un problema porque los hábitos decían que esto no era justicia; y esa rigidez los llevaba a hacer injusticias. Ese sentimiento de cerrazón surge ante Cristo.

Sólo esto: les aconsejo a todos que tomen el Evangelio de hoy, capítulo 9 del Evangelio de Juan, y lo lean, en casa, con tranquilidad. Una, dos veces, para entender bien lo que sucede cuando Jesús pasa: que los sentimientos salen. Para entender bien lo que nos dice Agustín: Temo que el Señor pase, que no me dé cuenta y no lo reconozca. Y no me convierta. No lo olvides: lee hoy una, dos, tres veces, todo el tiempo que quieras, el capítulo 9 de Juan.

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Biblioteca del Palacio Apostólico
Domingo, 22 de marzo de 2020

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El tema de la luz ocupa el centro de la liturgia de este cuarto domingo de Cuaresma. El Evangelio (cfr. Juan 9,1-41) nos cuenta el episodio de un hombre ciego de nacimiento, al que Jesús le devuelve la vista. Este signo milagroso es la confirmación de la declaración de Jesús que dice de Sí mismo: «Soy la luz del mundo» (v. 5), la luz que ilumina nuestras tinieblas. Así es Jesús, irradia su luz en dos niveles, uno físico y uno espiritual: primero, el ciego recibe la vista de los ojos y, luego, es conducido a la fe en el «Hijo del hombre» (v. 35), es decir, en Jesús. Es un itinerario. Sería bonito que hoy tomaseis todos vosotros el Evangelio de San Juan, capítulo nueve, y leyeseis este pasaje: es tan bello y nos hará tanto bien leerlo otra vez, o incluso dos veces. Los prodigios que Jesús lleva a cabo no son gestos espectaculares, sino que tienen la finalidad de conducir a la fe a través de un camino de transformación interior.

Los doctores de la ley —que estaban allí, un grupo de ellos— se obstinan en no admitir el milagro, y hacen preguntas maliciosas al hombre curado. Pero él los desconcierta con la fuerza de la realidad: «Sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo» (v. 25). Entre la desconfianza y la hostilidad de los que lo rodean y lo interrogan incrédulos, él recorre un itinerario que lo lleva poco a poco a descubrir la identidad de Aquél que le ha abierto los ojos y a confesar su fe en Él. Al principio cree que es un profeta (cfr. v. 17); luego lo reconoce como a alguien que viene de Dios (cfr. v. 33); finalmente, lo acepta como el Mesías y se postra ante Él (cfr. vv. 36-38). Ha entendido que, dándole la vista, Jesús ha “manifestado las obras de Dios” (cfr. v. 3).

¡Ojalá tengamos nosotros esta experiencia! Con la luz de la fe, aquel que era ciego descubre su nueva identidad. Es, ahora, una “nueva criatura”, capaz de ver su vida y el mundo que lo rodea con una nueva luz, porque ha entrado en comunión con Cristo, ha entrado en otra dimensión. Ya no es un mendigo marginado por la comunidad; ya no es esclavo de la ceguera y los prejuicios. Su camino de iluminación es una metáfora del camino de liberación del pecado al que estamos llamados. El pecado es como un oscuro velo que cubre nuestro rostro y nos impide ver con claridad tanto a nosotros como al mundo; el perdón del Señor quita esta capa de sombra y tiniebla y nos da una nueva luz. Que la Cuaresma que estamos viviendo sea un tiempo oportuno y valioso para acercarnos al Señor, pidiendo su misericordia, en las diversas formas que nos propone la Madre Iglesia.

El ciego curado, que ahora ve, sea con los ojos del cuerpo que con los del alma, es una imagen de cada bautizado que, inmerso en la Gracia, ha sido arrebatado a las tinieblas y puesto bajo la luz de la fe. Pero no es suficiente recibir la luz: hay que convertirse en luz. Cada uno de nosotros está llamado a acoger la luz divina para manifestarla con toda su vida. Los primeros cristianos, los teólogos de los primeros siglos, decían que la comunidad de los cristianos, es decir, la Iglesia, es el “misterio de la luna”, porque daba luz pero no era una luz propia, era la luz que recibía de Cristo. Nosotros también debemos ser el “misterio de la luna”: dar la luz recibida del sol, que es Cristo, el Señor. San Pablo nos lo recuerda hoy: «Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad» (Efesios 5, 8-9). La semilla de la nueva vida puesta en nosotros en el Bautismo es como la chispa de un fuego, que a los primeros que purifica es a nosotros, quemando el mal que llevamos en el corazón, y nos permite que brillemos e iluminemos con la luz de Jesús.

Que María Santísima nos ayude a imitar al hombre ciego del Evangelio, para que así podamos inundarnos con la luz de Cristo y encaminarnos con Él por el camino de la salvación.

CLAVE DE LECTURA 3

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

IV Domingo de Cuaresma

26 de marzo de 2017

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el centro del Evangelio de este cuarto domingo de Cuaresma se encuentran Jesús y un hombre ciego desde el nacimiento (cf Juan 9, 1-41). Cristo le devuelve la vista y obra este milagro con una especie de rito simbólico: primero mezcla la tierra con la saliva y la unta en los ojos del ciego; luego le ordena ir a lavarse en la piscina de Siloé. Ese hombre va, se lava, y se aclara la vista. Era ciego desde el nacimiento. Con este milagro Jesús se manifiesta y se manifiesta a nosotros como luz del mundo; y el ciego de nacimiento nos representa a cada uno de nosotros, que hemos sido creados para conocer a Dios, pero a causa del pecado somos como ciegos, necesitamos una luz nueva; todos necesitamos una luz nueva: la de la fe, que Jesús nos ha donado. Efectivamente ese ciego del Evangelio aclarando la vista se abre al misterio de Cristo. Jesús le pregunta: «¿Tú crees en el Hijo del hombre?» (v. 35). «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?», responde el ciego sanado (v. 36): «Creo, Señor» y se postró ante Jesús (v. 37).

Este episodio nos lleva a reflexionar sobre nuestra fe, nuestra fe en Cristo, el Hijo de Dios, y al mismo tiempo se refiere también al Bautismo, que es el primer sacramento de la fe: el sacramento que nos hace “venir a la luz”, mediante el renacimiento del agua y del Espíritu Santo; así como le sucede al ciego de nacimiento, al cual se le abren los ojos después de haberse lavado en el agua de la piscina de Siloé. El ciego de nacimiento sanado nos representa cuando no nos damos cuenta de que Jesús es la luz, es «la luz del mundo», cuando miramos a otro lado, cuando preferimos confiar en pequeñas luces, cuando nos tambaleamos en la oscuridad. El hecho de que ese ciego no tenga un nombre nos ayuda a reflejarnos con nuestro rostro y nuestro nombre en su historia. También nosotros hemos sido “iluminados” por Cristo en el Bautismo, y por ello estamos llamados a comportarnos como hijos de la luz. Y comportarse como hijos de la luz exige un cambio radical de mentalidad, una capacidad de juzgar hombres y cosas según otra escala de valores, que viene de Dios. El sacramento del Bautismo, efectivamente, exige la elección de vivir como hijos de la luz y caminar en la luz. Si ahora os preguntase: “¿Creéis que Jesús es el Hijo de Dios? ¿Creéis que puede cambiaros el corazón? ¿Creéis que puede hacer ver la realidad como la ve Él, no como la vemos nosotros? ¿Creéis que Él es la luz, nos da la verdadera luz?” ¿Qué responderíais? Que cada uno responda en su corazón.

¿Qué significa tener la verdadera luz, caminar en la luz? Significa ante todo abandonar las luces falsas: la luz fría y fatua del prejuicio contra los demás, porque el prejuicio distorsiona la realidad y nos carga de rechazo contra quienes juzgamos sin misericordia y condenamos sin apelo. ¡Este es el pan de todos los días! Cuando se chismorrea sobre los demás, no se camina en la luz, se camina en las sombras. Otra falsa luz, porque es seductora y ambigua, es la del interés personal: si valoramos hombres y cosas en base al criterio de nuestra utilidad, de nuestro placer, de nuestro prestigio, no somos fieles la verdad en las relaciones y en las situaciones. Si vamos por este camino del buscar solo el interés personal, caminamos en las sombras.

La Virgen Santa, que en primer lugar acogió a Jesús, luz del mundo, nos obtenga la gracia de acoger nuevamente en esta Cuaresma la luz de la fe, redescubriendo el don inestimable del Bautismo, que todos nosotros hemos recibido. Y que esta nueva iluminación nos transforme en las actitudes y en las acciones, para ser también nosotros, a partir de nuestra pobreza, de nuestras pequeñeces, portadores de un rayo de la luz de Cristo.

Jn 10,1-10: Yo soy la puerta de las ovejas.
En aquel tiempo, dijo Jesús:
-«Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el guarda, y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas, camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz; a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños.»
Jesús les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió Jesús:
-«Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mi son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante.»

Claves de lectura 1

"La mansedumbre y la ternura del Buen Pastor"

Domingo, 3 de mayo de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

La Primera Carta del apóstol Pedro, que hemos escuchado, es un paso de serenidad (cf. 2,20-25). Habla de Jesús. Dice: «Llevó nuestros pecados en su propio cuerpo sobre el madero, para que muertos a los pecados, vivamos para la justicia; con cuyas heridas fuisteis sanados. Porque erais como ovejas descarriadas, mas ahora retornasteis al pastor y guardián de vuestras almas» (vv. 24-25).

Jesús es el pastor —así lo ve Pedro— que viene a salvar, a salvar a las ovejas descarriadas: éramos nosotros. Y en el Salmo 22 que leímos después de esta lectura, repetimos: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (v.1). La presencia del Señor como pastor, como pastor del rebaño. Y Jesús, en el capítulo 10 de Juan, que hemos leído, se presenta como el pastor. Es más, no sólo el pastor, sino la “puerta” por la que se entra en el rebaño (cf. v.7). Todos los que vinieron y no entraron por esa puerta eran ladrones y bandidos o querían aprovecharse del rebaño: los falsos pastores. Y en la historia de la Iglesia ha habido muchos de estos que explotaban el rebaño. No les interesaba la grey, sino sólo hacer carrera o la política o el dinero. Pero el rebaño los conoce, siempre los ha conocido e iba buscando a Dios por sus caminos.

Pero cuando hay un buen pastor que hace avanzar, hay un rebaño que sigue adelante. El buen pastor escucha al rebaño, conduce al rebaño, cura al rebaño. Y la grey sabe distinguir entre los pastores, no se equivoca: el rebaño confía en el buen Pastor, confía en Jesús. Sólo el pastor que se parece a Jesús da confianza al rebaño, porque Él es la puerta. El estilo de Jesús debe ser el estilo del pastor, no hay otro. Pero además Jesús, el buen pastor, como dice Pedro en la primera lectura, «padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas. Él no cometió pecado, ni se halló engaño en su boca. Cuando era insultado, no respondía con insultos, cuando era maltratado, no prorrumpía en amenazas» (1P 2,21-23). Era manso. Uno de los signos del buen Pastor es la mansedumbre. El buen pastor es manso. Un pastor que no es manso no es un buen pastor. Tiene algo escondido, porque la mansedumbre se muestra tal cual es, sin defenderse. Es más, el pastor es tierno, tiene esa ternura de la cercanía, conoce a las ovejas una a una por su nombre y cuida de cada una como si fuera la única, hasta el punto de que cuando llegan a casa después de una jornada de trabajo, cansado, se da cuenta de que le falta una, sale a trabajar otra vez para buscarla y [encontrarla] la lleva consigo, la lleva sobre sus hombros (cf. Lc 15,4-5). Este es el buen pastor, este es Jesús, este es quien nos acompaña a todos en el camino de la vida. Y esta idea del pastor, esta idea del rebaño y las ovejas, es una idea pascual. La Iglesia en la primera semana de Pascua canta ese hermoso himno para los recién bautizados: “Estos son los corderos recién nacidos”, el himno que oído al comienzo de la Misa. Es una idea de comunidad, de ternura, de bondad, de mansedumbre. Es la Iglesia que quiere Jesús, y Él cuida de esta Iglesia.

Este domingo es un hermoso domingo, es un domingo de paz, es un domingo de ternura, de mansedumbre, porque nuestro Pastor nos cuida. “El Señor es mi pastor, nada me falta” (Sal 22,1).

Clave de lectura 2

PAPA FRANCISCO

REGINA CAELI
Domingo, 3 de mayo de 2020

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El cuarto domingo de Pascua, que celebramos hoy, está dedicado a Jesús el Buen Pastor. El Evangelio nos dice: «las ovejas escuchan su voz; y a sus ovejas las llama una por una» (Juan 10,3). El Señor nos llama por nuestro nombre, nos llama porque nos ama. Pero también dice el Evangelio que hay otras voces que no debemos seguir: las de los extraños, ladrones y salteadores que quieren el mal de las ovejas.

Estas diferentes voces resuenan dentro de nosotros. Está la voz de Dios, que habla amablemente a la conciencia, y está la voz tentadora que conduce al mal. ¿Cómo podemos reconocer la voz del buen Pastor de la del ladrón, cómo podemos distinguir la inspiración de Dios de la sugerencia del maligno? Uno puede aprender a diferenciar estas dos voces: hablan dos idiomas diferentes, es decir, tienen formas opuestas de llegar a nuestros corazones. Hablan diferentes idiomas. Así como sabemos distinguir un idioma de otro, también podemos distinguir la voz de Dios y la voz del Maligno. La voz de Dios nunca obliga: Dios se propone, no se impone. En cambio, la voz maligna seduce, asalta, fuerza: despierta ilusiones deslumbrantes, emociones tentadoras, pero pasajeras. Al principio halaga, nos hace creer que somos todopoderosos, pero luego nos deja vacíos por dentro y nos acusa: “No vales nada”. La voz de Dios, en cambio, nos corrige, con tanta paciencia, pero siempre nos anima, nos consuela: siempre alimenta la esperanza. La voz de Dios es una voz que tiene un horizonte; en cambio, la voz del maligno te pone contra la pared, te arrincona.

Hay otra diferencia. La voz del enemigo nos distrae del presente y quiere que nos centremos en los miedos del futuro o en la tristeza del pasado —el enemigo no quiere el presente —: nos devuelve la amargura, los recuerdos de las injusticias sufridas, de los que nos han hecho daño..., tantos malos recuerdos. En cambio, la voz de Dios habla al presente: “Ahora puedes hacer el bien, ahora puedes practicar la creatividad del amor, ahora puedes renunciar a los pesares y remordimientos que mantienen tu corazón cautivo”. Nos anima, nos hace avanzar, pero habla al presente: ahora.

Reitero: las dos voces plantean diferentes preguntas en nuestro interior. La que viene de Dios nos dice: “¿Qué es bueno para mí?”. En cambio, el tentador insistirá en otra pregunta: “¿Qué me apetece hacer?”. Qué me apetece: la voz del mal siempre gira en torno al ego, a sus pulsiones, a sus necesidades, al todo y ahora. Es como los caprichos de los niños: todo y ahora. La voz de Dios, en cambio, nunca promete alegría a bajo precio: nos invita a ir más allá de nuestro ego para encontrar el verdadero bien, la paz. Recordemos: el mal nunca nos da paz, causa frenesí primero y deja amargura tras de sí. Así es el estilo del mal.

La voz de Dios y la del tentador, en definitiva, hablan en diferentes “ambientes”: el enemigo prefiere la oscuridad, la falsedad, el chismorreo; por el contrario, el Señor ama la luz del sol, la verdad, la transparencia sincera. El enemigo nos dirá: “Enciérrate en ti mismo, porque nadie te entiende ni te escucha, ¡no te fíes!”. El bien, contrariamente, nos invita a abrirnos, a ser claros y a confiar en Dios y en los demás. Queridos hermanos y hermanas: en este tiempo, muchos pensamientos y preocupaciones nos llevan a volver a adentrarnos en nosotros mismos. Prestemos atención a las voces que llegan a nuestros corazones. Preguntémonos de dónde vienen. Pidamos la gracia de reconocer y seguir la voz del buen Pastor, que nos saca del redil del egoísmo y nos guía hacia los pastos de la verdadera libertad. Que Nuestra Señora, Madre del Buen Consejo, guíe y acompañe nuestro discernimiento.

CLAVE DE LECTURA 3

PAPA FRANCISCO

REGINA COELI

Domingo 7 de mayo de 2017

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de este domingo, (cf. Juan 10, 1-10), llamado “el domingo del buen pastor”, Jesús se presenta con dos imágenes que se complementan la una con la otra. La imagen del pastor y la imagen de la puerta del redil.

El rebaño, que somos todos nosotros, tiene como casa un redil que sirve como refugio, donde las ovejas viven y descansan después de las fatigas del camino. Y el redil tiene un recinto con una puerta, donde hay un guardián.

Al rebaño se acercan distintas personas: está quien entra en el recinto pasando por la puerta y quien «sube por otro lado» (v. 1).

El primero es el pastor, el segundo un extraño, que no ama a las ovejas, quiere entrar por otros intereses. Jesús se identifica con el primero y manifiesta una relación de familiaridad con las ovejas, expresada a través de la voz, con la que las llama y que ellas reconocen y siguen (cf. v. 3). Él las llama para conducirlas fuera, a los pastos verdes donde encuentran buen alimento.

La segunda imagen con la que Jesús se presenta es la de la «puerta de las ovejas» (v. 7). De hecho dice: «Yo soy la puerta: si uno entra por mí, estará a salvo» (v. 9), es decir tendrá vida y la tendrá en abundancia (cf. v. 10).

Cristo, Buen Pastor, se ha convertido en la puerta de la salvación de la humanidad, porque ha ofrecido la vida por sus ovejas. Jesús, pastor bueno y puerta de las ovejas, es un jefe cuya autoridad se expresa en el servicio, un jefe que para mandar dona la vida y no pide a los otros que la sacrifiquen.

De un jefe así podemos fiarnos, como las ovejas que escuchan la voz de su pastor porque saben que con él se va a pastos buenos y abundantes. Basta una señal, un reclamo y ellas siguen, obedecen, se ponen en camino guiadas por la voz de aquel que escuchan como presencia amiga, fuerte y dulce a la vez, que guía, protege, consuela y sana.

Así es Cristo para nosotros. Hay una dimensión de la experiencia cristiana que quizá dejamos un poco en la sombra: la dimensión espiritual y afectiva.

El sentirnos unidos por un vínculo especial al Señor como las ovejas a su pastor. A veces racionalizamos demasiado la fe y corremos el riesgo de perder la percepción del timbre de esa voz, de la voz de Jesús buen pastor, que estimula y fascina.

Como sucedió a los dos discípulos de Emaús, que ardía su corazón mientras el Resucitado hablaba a lo largo del camino. Es la maravillosa experiencia de sentirse amados por Jesús. Haceos una pregunta: “¿Yo me siento amado por Jesús? ¿Yo me siento amada por Jesús?”. Para Él no somos nunca extraños, sino amigos y hermanos. Sin embargo, no es siempre fácil distinguir la voz del pastor bueno. Estad atentos.

Está siempre el riesgo de estar distraídos por el estruendo de muchas otras voces.

Hoy somos invitados a no dejarnos desviar por las falsas sabidurías de este mundo, sino a seguir a Jesús, el Resucitado, como única guía segura que da sentido a nuestra vida.

En esta Jornada Mundial de oración por las vocaciones —en particular por las vocaciones sacerdotales, para que el Señor nos mande buenos pastores— invocamos a la Virgen María: Ella acompañe a los diez nuevos sacerdotes que he ordenado hace poco.

He pedido a cuatro de ellos de la diócesis de Roma que se asomen para dar la bendición junto a mí.

La Virgen sostenga con su ayuda a cuantos son llamados por Él, para que estén preparados y sean generosos en el seguir su voz.

Jn 10,11-18: El buen pastor da la vida por las ovejas.
En aquel tiempo, dijo Jesús:
-«Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas.
Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas.
Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor.
Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre.»

CLAVE DE LECTURA

PAPA FRANCISCO

REGINA CAELI

Plaza de San Pedro
Domingo, 25 de abril de 2021

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este cuarto domingo de Pascua, llamado domingo del Buen Pastor, el Evangelio (Jn 10,11-18) presenta a Jesús como el verdadero pastor, que defiende, conoce y ama a sus ovejas.

A Él, Buen Pastor, se opone el “asalariado”, a quien no le importan las ovejas, porque no son suyas. Hace este trabajo solo por la paga, y no se preocupa de defenderlas: cuando llega el lobo huye y las abandona (cfr vv. 12-13). Jesús, sin embargo, pastor verdadero, nos defiende siempre, nos salva en muchas situaciones difíciles, situaciones peligrosas, mediante la luz de su palabra y la fuerza de su presencia, que nosotros experimentamos siempre y, si queremos escuchar, todos los días.

El segundo aspecto es que Jesús, pastor bueno, conoce - el primer aspecto: defiende, el segundo: conoce - a sus ovejas y las ovejas le conocen a Él (v. 14). ¡Qué bonito y consolador es saber que Jesús nos conoce a cada uno, que no somos anónimos para Él, que nuestro nombre le es conocido! Para Él no somos “masa”, “multitud”, no. Somos personas únicas, cada uno con la propia historia, [y Él] nos conoce a cada uno con la propia historia, cada uno con el propio valor, tanto como criatura como redimido por Cristo. Cada uno de nosotros puede decir: ¡Jesús me conoce! Es verdad, es así: Él nos conoce como nadie más. Solo Él sabe qué hay en nuestro corazón, las intenciones, los sentimientos más escondidos. Jesús conoce nuestras fortalezas y nuestras debilidades, y está siempre preparado para cuidar de nosotros, para sanar las llagas de nuestros errores con la abundancia de su misericordia. En Él se realiza plenamente la imagen del pastor del pueblo de Dios, que habían delineado los profetas: Jesús se preocupa por sus ovejas, las reúne, venda la que está herida, cura la que está enferma. Así podemos leerlo en el Libro del profeta Ezequiel (cfr Ez 34,11-16).

Por tanto, Jesús Buen Pastor defiende, conoce, y sobre todo ama a sus ovejas. Y por esto da la vida por ellas (cfr Jn 10,15). El amor por las ovejas, es decir por cada uno de nosotros, le lleva a morir en la cruz, porque esta es la voluntad del Padre, que nadie se pierda. El amor de Cristo no es selectivo, abraza a todos. Nos lo recuerda Él mismo en el Evangelio de hoy, cuando dice: «También tengo otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor» (Jn 10,16). Estas palabras dan fe de su inquietud universal: Él es pastor de todos. Jesús quiere que todos puedan recibir el amor del Padre y encontrar a Dios.

Y la Iglesia está llamada a llevar adelante esta misión de Cristo. Además de los que frecuentan nuestras comunidades, hay muchas personas, la mayoría, que lo hacen solo en casos particulares o nunca. Pero no por esto no son hijos de Dios: el Padre confía todos a Jesús Buen Pastor, que ha dado la vida por todos.

Hermanos y hermanas, Jesús defiende, conoce y ama a todos nosotros. María Santísima nos ayude a acoger y seguir nosotros los primeros al Buen Pastor, para cooperar con alegría a su misión.
Jn 10,22-30: Yo y el Padre somos uno.
Se celebraba en Jerusalén la fiesta de la Dedicación del templo. Era invierno, y Jesús se paseaba en el templo por el pórtico de Salomón. Los judíos, rodeándolo, le preguntaban:
- «¿Hasta cuando nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente.»
Jesús les respondió:
- «Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, ésas dan testimonio de mi. Pero vosotros no creéis, porque no sois ovejas mías. Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno.»

Claves de lectura

"Actitudes que impiden conocer a Cristo"

Martes, 5 de mayo de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

Jesús estaba en el templo, era la fiesta de la Dedicación (cf. Jn 10,22-30). Entonces «los judíos lo rodearon y le preguntaron: “¿Hasta cuándo vas a tenernos en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente”» (v. 24). Estos hacían perder la paciencia y con cuanta docilidad «Jesús les respondió: “Ya os lo he dicho, pero no me creéis”» (v. 25). E insistían:  “Pero ¿eres tú? ¿Eres tú?” — “Sí, os lo he dicho, pero no me creéis”. «Pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas» (v. 26). Y esto, quizás, nos suscita una duda: yo creo y formo parte de las ovejas de Jesús. Pero si Jesús nos dijera: “Vosotros no podéis creer porque no formáis parte”: ¿hay una fe previa al encuentro con Jesús? ¿Cuál es este formar parte de la fe de Jesús? ¿Qué es lo que me detiene ante la puerta que es Jesús?

Hay actitudes previas a la confesión de Jesús. También para nosotros, que estamos en la grey de Jesús. Hay como “antipatías previas” que no nos dejan progresar en el conocimiento del Señor. La primera de todas son las riquezas. También muchos de nosotros, que hemos entrado por la puerta del Señor, luego nos paramos y no seguimos adelante porque somos prisioneros de las riquezas. El Señor fue muy duro con las riquezas, muy duro, muy duro. A tal punto que dijo que era más fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja que un rico entrase en el reino de los cielos (cf. Mt 19,24). Es duro, esto. Las riquezas son un impedimento para seguir adelante. ¿Debemos acaso caer en el pauperismo? No. Pero no hay que ser esclavos de las riquezas, no hay que vivir para las riquezas, porque las riquezas son un señor, son el señor de este mundo y no podemos servir a dos señores (cf. Lc 16,13). Y las riquezas nos paran.

Otra cosa que impide avanzar en el conocimiento de Jesús, en la pertenencia de Jesús, es la rigidez: la rigidez de corazón. También la rigidez en la interpretación de la Ley. Jesús les reprocha a los fariseos, a los doctores de la Ley esta rigidez (cf. Mt 23,1-36). Que no es fidelidad: la fidelidad es siempre un don a Dios; la rigidez es una seguridad para mí mismo. Me acuerdo de una vez que entraba en la parroquia y una señora —una señora buena— se acerca y me dice: “Padre, un consejo... — “Dígame” —“La semana pasada, sábado, no ayer, el otro sábado, fuimos con la familia a una boda con Misa. Era sábado por la tarde, y hemos pensado que con esta Misa cumplíamos el precepto dominical. Pero luego, al volver a casa, he pensado que las Lecturas de esa Misa no eran las del domingo. Y así me he dado cuenta de que estoy en pecado mortal porque el domingo no fui a Misa, fui el sábado pero a una Misa que no era verdadera, porque las Lecturas no eran verdaderas”. La rigidez... Y la señora pertenecía a un movimiento eclesial. Rigidez. Esto nos aleja de la sabiduría de Jesús, de la sabiduría de Jesús; te quita la libertad. Y muchos pastores hacen crecer esta rigidez en los corazones de los fieles; y esta rigidez no nos hace entrar por la puerta de Jesús (cf. Jn 10,7): es más importante observar la ley como está escrita, o como yo la interpreto, que la libertad de ir adelante siguiendo a Jesús.

Otra cosa que no nos deja progresar en el conocimiento de Jesús es la acedia. Esa pereza... Pensemos en aquel hombre de la piscina. 38 años allí (cf. Jn 5, 1-9). La acedia. Nos quita la voluntad de seguir adelante y todo es un “sí, pero... no, ahora no, mejor que no...”, que te conduce a la tibieza y te vuelve tibio. La acedia es otra cosa que nos impide seguir adelante.

Y otra que es bastante fea es la actitud clericalista. El clericalismo suplanta a Jesús. Dice: “No, esto debe ser así, así y así...”  — “Pero, el Maestro…” — “Deja en paz al Maestro: esto es así, así y así, y se no haces así y así, tú no puedes entrar”. Un clericalismo que quita la libertad de la fe de los creyentes. Esta es una enfermedad fea en la Iglesia: la actitud clericalista.

Luego, otra cosa que nos impide seguir adelante, entrar para conocer a Jesús y confesar a Jesús es el espíritu mundano. Cuando la observancia de la fe, la práctica de la fe termina en mundanidad. Y todo es mundano. Pensemos en la celebración de algunos sacramentos en algunas parroquias: ¡cuánta mundanidad hay! Y la gracia de la presencia de Jesús no es bien entendida.

Estas son las actitudes que nos impiden formar parte de las ovejas de Jesús. Somos “ovejas” tras todas estas cosas: riquezas, acedia, rigidez, mundanidad, clericalismo, modos, ideologías, formas de vida. Falta la libertad. Y no se puede seguir a Jesús sin la libertad. “Pero a veces la libertad va más allá y uno resbala”. Sí, es verdad. Es verdad. Podemos resbalar caminando en libertad. Pero es peor resbalar antes de empezar a caminar, con estas cosas que nos impiden empezar a caminar.

Que el Señor nos ilumine para ver si dentro de nosotros hay libertad para pasar por la puerta que es Jesús e ir más allá para convertirnos en grey, para convertirnos en ovejas de su grey.

Jn 11,1-45: Yo soy la resurrección y la vida.
En aquel tiempo, un cierto Lázaro, de Betania, la aldea de María y de Marta, su hermana, había caído enfermo. María era la que un­gió al Señor con perfume y le enjugó los pies con su cabellera; el en­fermo era su hermano Lázaro.
Las hermanas mandaron recado a Jesús, diciendo:
-«Señor, tu amigo está enfermo.»
Jesús, al oírlo, dijo:
-«Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.»
Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba.
Sólo entonces dice a sus discípulos:
-«Vamos otra vez a Judea.»
Los discípulos le replican:
-«Maestro, hace poco intentaban apedrearte los judíos, ¿y vas a volver allí?»
Jesús contestó:
-«¿No tiene el día doce horas? Si uno camina de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si camina de noche, tropieza, porque le falta la luz.»
Dicho esto, añadió:
-«Lázaro, nuestro amigo, está dormido; voy a despertarlo.»
Entonces le dijeron sus discípulos:
-«Señor, si duerme, se salvará.»
Jesús se refería a su muerte; en cambio, ellos creyeron que hablaba del sueño natural.
Entonces Jesús les replicó claramente:
-«Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de que no hayamos estado allí, para que creáis. Y ahora vamos a su casa.»
Entonces Tomás, apodado el Mellizo, dijo a los demás discípulos:
-«Vamos también nosotros y muramos con él.»
Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Be­tania distaba poco de Jerusalén: unos tres kilómetros"; y muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María, para darles el pésame por su hermano. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús:
-«Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.»
Jesús le dijo:
-«Tu hermano resucitará.»
Marta respondió:
-«Sé que resucitará en la resurrección del último día.»
Jesús le dice:
-«Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siem­pre. ¿Crees esto?»
Ella le contestó:
-«Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.»
Y dicho esto, fue a llamar a su hermana María, diciéndole en voz baja:
-«El Maestro está ahí y te llama.»
Apenas lo oyó, se levantó y salió adonde estaba él; porque Jesús no había entrado todavía en la aldea, sino que estaba aún donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con ella en casa conso­lándola, al ver que María se levantaba y salía deprisa, la siguieron, pensando que iba al sepulcro a llorar allí. Cuando llegó María adon­de estaba Jesús, al verlo se echó a sus pies diciéndole:
-«Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano.»
Jesús, viéndola llorar a ella y viendo llorar a los judíos que la acom­pañaban, sollozó y, muy conmovido, preguntó:
-«¿Dónde lo habéis enterrado?»
Le contestaron:
-«Señor, ven a verlo.»
Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban:
-«¡Cómo lo quería!»
Pero algunos dijeron:
-«Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?»
Jesús, sollozando de nuevo, llega al sepulcro. Era una cavidad cu­bierta con una losa.
Dice Jesús:
-«Quitad la losa.»
Marta, la hermana del muerto, le dice:
-«Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días.»
Jesús le dice:
-«¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?»
Entonces quitaron la losa.
Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo:
-«Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para haya que crean que tú me has enviado. »
Y dicho esto, gritó con voz potente:
-«Lázaro, ven afuera.»
El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario.
Jesús les dijo:
-«Desatadlo y dejadlo andar.»
Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.

Clave de lectura 1

"El domingo del llanto"

Domingo, 29 de marzo de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

Jesús tenía amigos. Amaba a todos, pero tenía amigos con los cuales tenía una relación especial, como se hace con los amigos, de más amor, de más confianza... Y muchas, muchas veces se quedaba en casa de estos hermanos: Lázaro, Marta, María... Y Jesús sintió dolor por la enfermedad y la muerte de su amigo. Llegó a la tumba y, se conmovió profundamente y muy turbado, preguntó: “¿Dónde lo habéis puesto?” (Jn 11,34). Y Jesús estalló en lágrimas. Jesús, Dios, pero hombre, lloró. En otra ocasión en el Evangelio se dice que Jesús lloró: cuando lloró por Jerusalén (Lc 19,41-42). ¡Y con cuanta ternura llora Jesús! Llora desde el corazón, llora con amor, llora con los suyos que lloran. El llanto de Jesús. Tal vez, lloró otras veces en la vida —no lo sabemos— ciertamente en el Huerto de los Olivos. Pero Jesús llora por amor, siempre.

Se conmueve profundamente y muy turbado lloró. Cuántas veces hemos escuchado en el Evangelio esta emoción de Jesús, con esa frase que se repite: “Viendo, tuvo compasión” (cf. Mt 9,36; Mt 14,14). Jesús no puede mirar a la gente y no sentir compasión. Sus ojos miran con el corazón; Jesús ve con sus ojos, pero ve con su corazón y es capaz de llorar.

Hoy, ante un mundo que sufre tanto, ante tanta gente que sufre las consecuencias de esta pandemia, me pregunto: ¿soy capaz de llorar, como seguramente lo habría hecho Jesús y lo hace ahora? ¿Mi corazón se parece al de Jesús? Y si es demasiado duro, si bien soy capaz de hablar, de hacer el bien, de ayudar, pero mi corazón no entra, no soy capaz de llorar, debo pedir esta gracia al Señor: Señor, que yo llore contigo, que llore con tu pueblo que en este momento sufre. Muchos lloran hoy. Y nosotros, desde este altar, desde este sacrificio de Jesús, de Jesús que no se avergonzó de llorar, pedimos la gracia de llorar. Que hoy sea para todos nosotros como el domingo del llanto.

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Biblioteca del Palacio Apostólico
Domingo, 29 de marzo de 2020

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma es el de la Resurrección de Lázaro (cf. Juan 11, 1-45). Lázaro era el hermano de Marta y María; eran muy amigos de Jesús. Cuando Jesús llegó a Betania, Lázaro llevaba ya cuatro días muerto; Marta corrió al encuentro del Maestro y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano» (v. 21). Jesús le responde: «Tu hermano resucitará» (v. 23); y añade: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá» (v. 25). Jesús se muestra como el Señor de la vida, el que es capaz de dar vida incluso a los muertos. Luego llegan María y otras personas, todas en lágrimas, y entonces Jesús —dice el Evangelio— «se conmovió interiormente y [...] se echó a llorar» (vv. 33, 35). Con esta amargura en su corazón, va al sepulcro, da gracias al Padre que siempre le escucha, hace abrir la tumba y grita con fuerte voz: «¡Lázaro, sal fuera!». (v. 43). Y Lázaro salió «atado de pies y manos con vendas, y envuelto el rostro en un sudario» (v. 44).

Aquí sentimos claramente que Dios es vida y da vida, pero asume el drama de la muerte. Jesús podría haber evitado la muerte de su amigo Lázaro, pero quiso hacer suyo nuestro dolor por la muerte de nuestros seres queridos y, sobre todo, quiso mostrar el dominio de Dios sobre la muerte. En este pasaje del Evangelio vemos que la fe del hombre y la omnipotencia de Dios, el amor de Dios, se buscan y, finalmente, se encuentran. Es como un doble camino: la fe del hombre y la omnipotencia del amor de Dios se buscan y finalmente se encuentran. Lo vemos en el grito de Marta y María y todos nosotros con ellas: “¡Si hubieras estado aquí!...”. Y la respuesta de Dios no es un discurso, no, la respuesta de Dios al problema de la muerte es Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida... ¡Tened fe! En medio del llanto seguid teniendo fe, aunque la muerte parezca haber vencido. ¡Quitad la piedra de vuestro corazón! Que la Palabra de Dios devuelva la vida allí donde hay muerte”.

También hoy nos repite Jesús: “Quitad la piedra”: Dios no nos ha creado para la tumba, nos ha creado para la vida, bella, buena, alegre. Pero «por envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sabiduría 2, 24), dice el libro de la Sabiduría, y Jesucristo ha venido a liberarnos de sus lazos.

Por lo tanto, estamos llamados a quitar las piedras de todo lo que sabe a muerte: por ejemplo, la hipocresía con la que vivimos la fe es la muerte; la crítica destructiva hacia los demás es la muerte; la ofensa, la calumnia, son la muerte; la marginación de los pobres es la muerte. El Señor nos pide que quitemos estas piedras de nuestros corazones, y la vida volverá a florecer a nuestro alrededor. Cristo vive, y quien lo acoge y se adhiere a Él entra en contacto con la vida. Sin Cristo, o fuera de Cristo, no sólo no hay vida, sino que se recae en la muerte.

La resurrección de Lázaro es también un signo de la regeneración que tiene lugar en el creyente a través del Bautismo, con la plena inserción en el Misterio Pascual de Cristo. Gracias a la acción y al poder del Espíritu Santo, el cristiano es una persona que camina en la vida como una nueva criatura: una criatura para la vida y que camina hacia la vida.

Que la Virgen María nos ayude a ser tan compasivos como su Hijo Jesús, que hizo suyo nuestro dolor. Que cada uno de nosotros esté cerca de los que están en la prueba, convirtiéndose para ellos en un reflejo del amor y la ternura de Dios, que libra de la muerte y hace vencer la vida.

CLAVE DE LECTURA 3

VISITA PASTORAL DEL PAPA FRANCISCO A CARPI Y MIRANDOLA

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE *

Plaza de los Mártires (Carpi)
V Domingo de Cuaresma

2 de abril de 2017

 

Las Lecturas de hoy nos hablan del Dios de la vida, que vence a la muerte. Detengámonos, en particular, en el último de los signos milagrosos que Jesús hace antes de su Pascua, en el sepulcro de su amigo Lázaro.

Allí todo parece terminado: la tumba está cerrada con una gran piedra; alrededor hay solo llanto y desolación. También Jesús está conmovido por el misterio dramático de la pérdida de una persona querida: “Se conmovió profundamente” y estaba “muy turbado” (Jn 11, 33). Después “estalló en llanto” (v. 35) y fue al sepulcro, dice el Evangelio, “conmoviéndose nuevamente” (v. 38). Este es el corazón de Dios: lejano del mal pero cercano a quien sufre; no hace desaparecer el mal mágicamente, sino que con-padece el sufrimiento, lo hace propio y lo transforma habitándolo.

Notamos, sin embargo que, en medio de la desolación general por la muerte de Lázaro, Jesús no se deja llevar por el desánimo. Aun sufriendo Él mismo, pide que se crea firmemente; no se encierra en el llanto, sino que, conmovido se pone en camino hacia el sepulcro. No se deja capturar del ambiente emotivo resignado que lo circunda, sino que reza con confianza y dice: “Padre, te doy gracias” (v. 41). Así, en el misterio del sufrimiento, frente al cual el pensamiento y el progreso se aplastan como moscas en los cristales, Jesús nos da ejemplo de cómo comportarnos: no huye del sufrimiento, que pertenece a esta vida, pero no se deja aprisionar por el pesimismo.

En torno al sepulcro se lleva así un gran encuentro-desencuentro. Por una parte está la gran desilusión, la precariedad de nuestra vida mortal que, atravesada por la angustia de la muerte, experimenta a menudo la derrota, una oscuridad interior que parece insuperable. Nuestra alma, creada para la vida, sufre sintiendo que su sed eterna de bien es oprimida por un mal antiguo y oscuro. Por una parte, la derrota del sepulcro. Pero por la otra, está la esperanza que vence la muerte y el mal y que tiene un nombre; la esperanza se llama: Jesús. Él no trae un poco de bienestar o algún remedio para alargar la vida, sino que proclama: “Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en mí, aunque muera, vivirá” (v. 25). Por esto dice: “quitad la piedra”(v. 39) y grita a Lázaro con voz fuerte: “Sal” (v. 43).

Queridos hermanos y hermanas, también nosotros estamos invitados a decidir de qué parte estar. Se puede estar de la parte del sepulcro o se puede estar de la parte de Jesús. Hay quienes se dejan encerrar por la tristeza y quienes se abren a la esperanza. Hay quienes se quedan atrapados en las ruinas de la vida, y quienes, como vosotros, con la ayuda de Dios, reconstruyen con paciente esperanza.

Frente a los grandes porqués de la vida tenemos dos caminos: quedarnos mirando melancólicamente los sepulcros de ayer y de hoy, o acercar a Jesús a nuestros sepulcros. Sí, porque cada uno de nosotros ya tiene un pequeño sepulcro, alguna zona un poco muerta dentro del corazón: una herida, un mal sufrido o realizado, un rencor que no da tregua, un remordimiento que regresa constantemente, un pecado que no se consigue superar. Identifiquemos hoy estos nuestros pequeños sepulcros que tenemos dentro e invitemos allí a Jesús. Es extraño, pero a menudo preferimos estar solos en las grutas oscuras que llevamos dentro, en vez de invitar a Jesús; estamos tentados de buscarnos siempre a nosotros mismos, rumiando y hundiéndonos en la angustia, lamiéndonos las heridas, en lugar de ir a Él, que nos dice: "Venid a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo os aliviaré." (Mt 11:28). No nos dejemos aprisionar por la tentación de quedarnos solos y desesperanzados quejándonos de lo que nos sucede; no cedamos a la lógica inútil del miedo que no lleva a ninguna parte, repitiendo resignados que todo está mal y nada es como antes. Esta es la atmósfera del sepulcro; el Señor, en cambio, quiere abrir el camino de la vida, el del encuentro con Él, de la confianza en Él, de la resurrección del corazón. El camino del "Levántate", ¡levántate, sal!, esto es lo que nos dice el Señor, y Él está a nuestro lado para hacerlo.

Escuchamos, pues, dirigidas a cada uno de nosotros, las palabras de Jesús a Lázaro: "¡Sal!"; sal del atasco de la tristeza sin esperanza; desata las vendas de miedo que obstruyen el camino; los lazos de las debilidades y de las inquietudes que te bloquean; repite que Dios desata los nudos. Siguiendo a Jesús aprendemos a no atar nuestras vidas en torno a los problemas que se enredan: siempre habrá problemas, siempre, y, cuando resolvemos uno, siempre, llega otro. Podemos, sin embargo, encontrar una nueva estabilidad, y esta estabilidad es precisamente Jesús, esta estabilidad se llama Jesús, que es la resurrección y la vida: con él la alegría habita en el corazón, renace la esperanza, el dolor se transforma en paz, el temor, en confianza, la prueba, en ofrenda de amor. Y aunque los pesos no faltarán, siempre estará su mano que levanta, su Palabra que alienta y nos dice a todos, a cada uno de nosotros: "¡Sal! ¡Ven a mí! ". Nos dice a todos: no tengáis miedo.

También a nosotros, hoy como entonces, Jesús nos dice: "Quítate la piedra". Por muy pesado que sea el pasado, grande el pecado, fuerte la vergüenza, nunca bloqueemos el ingreso del Señor. Quitemos ante El la piedra que le impide entrar: este es el tiempo favorable para remover nuestro pecado, nuestro apego a las vanidades del mundo, el orgullo que nos bloquea el alma. Tantas enemistades entre nosotros, en las familias, tantas cosas... y este es el tiempo favorable para remover todas estas cosas.

Visitados y liberados por Jesús, pidamos la gracia de ser testigos de vida en este mundo que tiene sed de ello, testigos que suscitan y resucitan la esperanza de Dios en los corazones cansados ​​y abrumados por la tristeza. Nuestro anuncio es la alegría del Señor viviente, que aún hoy dice, como a Ezequiel: "Yo voy a abrir vuestras tumbas, os haré salir de ellas, y os haré volver, pueblo mío, a la tierra de Israel" (Ez 37,12).

 


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede

Jn 11,45-57: Para reunir a los hijos de Dios dispersos.
En aquel tiempo, muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.
Pero algunos acudieron a los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús.
Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron el Sanedrín y dijeron:
- «¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos. Si lo dejamos seguir, todos creerán en él, y vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación.»
Uno de ellos, Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo:
- «Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera.»
Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos.
Y aquel día decidieron darle muerte. Por eso Jesús ya no andaba públicamente con los judíos, sino que se retiró a la región vecina al desierto, a una ciudad llamada Efraín, y pasaba allí el tiempo con los discípulos.
Se acercaba la Pascua de los judíos, y muchos de aquella región subían a Jerusalén, antes de la Pascua, para purificarse. Buscaban a Jesús y, estando en el templo, se preguntaban:
- «¿Qué os parece? ¿No vendrá a la fiesta?»
Los sumos sacerdotes y fariseos habían mandado que el que se enterase de dónde estaba les avisara para prenderlo.

"El proceso de la tentación"

Sábado, 4 de abril de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

Hacía tiempo que los doctores de la ley, incluso los sumos sacerdotes, estaban inquietos porque sucedían cosas extrañas en el país. Primero ese Juan, que al final lo dejaron estar porque era un profeta, bautizaba allí y la gente iba, pero no había otras consecuencias. Luego llegó este Jesús, señalado por Juan. Empezó a hacer señales, milagros, pero sobre todo empezó a hablarle a la gente y la gente lo entendía, lo seguía, y no siempre observaba la ley, y esto los inquietaba mucho. “Este es un revolucionario, un revolucionario pacífico... Este atrae al pueblo, el pueblo lo sigue...” (cf. Jn 11,47-48). Y estas ideas les llevaron a hablar entre ellos: “Mira, a mí esto no me gusta... eso otro...”, y así entre ellos tenían este tema de conversación, de preocupación también. Luego algunos fueron a él para ponerlo a la prueba, y siempre el Señor tenía una respuesta clara que a ellos, los doctores de la ley, no se les había ocurrido. Pensemos en esa mujer casada siete veces, viuda siete veces: “Pero en el cielo, ¿de cuál de estos maridos será esposa?” (cf. Lc 20,33). Él respondió claramente y ellos se fueron un poco avergonzados por la sabiduría de Jesús y otras veces se marcharon humillados, como cuando quisieron apedrear a esa señora adúltera y Jesús dijo al final: “Los que estén sin pecado tiren la primera piedra” (cf. Jn  8,7) y dice el Evangelio que se marcharon, empezando por los ancianos, humillados en ese momento. 

Esto hacia crecer esta conversación entre ellos: “Debemos hacer algo, esto no está bien...”. Luego enviaron a los soldados a buscarlo y volvieron diciendo: “No pudimos atraparlo porque este hombre habla como nadie”... “Ustedes también se dejaron engañar” (cf. Jn 7,45-49): enojados porque ni siquiera los soldados pudieron atraparlo. Y también, después de la resurrección de Lázaro —lo hemos oído hoy— muchos judíos iban allí a ver a las hermanas de Lázaro, pero algunos iban allí para ver bien qué había sucedido y referirlo, y algunos de ellos fueron y les dijeron a los fariseos lo que Jesús había hecho (cf. Jn 11,45). Otros creían en Él. Y esos que fueron, los charlatanes de todos los tiempos, que viven llevando las habladurías... fueron a informarles. En ese momento, ese grupo que se había formado de doctores de la ley hizo una reunión formal: “Esto es muy peligroso y tenemos que tomar una decisión. ¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos —reconocen los milagros—; si le dejamos continuar así, todos creerán en él, es un peligro, el pueblo irá tras él, se separará de nosotros” —el pueblo no estaba con ellos —. “Vendrán los romanos y destruirán nuestro templo y nuestra nación” (cf. Jn 11,48). En esto había parte de verdad, pero no toda, era una justificación, porque habían encontrado un equilibrio con el ocupador, pero odiaban al ocupador romano, aunque políticamente habían encontrado un equilibrio. Así que hablaban entre ellos. Uno de ellos, Caifás —era el más radical—, era sumo sacerdote dijo: “¿No se dan cuenta de que les conviene que un solo hombre muera por el pueblo, y no que se arruine toda la nación?” (cf. Jn 11,50). Era el sumo sacerdote e hizo la propuesta: “Eliminémosle”. Y Juan dice: “Pero esto no lo dijo por sí mismo, sino que, como era sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús debía morir por la nación... A partir, pues, de aquel día decidieron matarlo” (cf. Jn 11,51-53). Fue un proceso, un proceso que comenzó con pequeñas inquietudes en tiempos de Juan el Bautista y luego terminó en esta sesión de los doctores de la ley y los sacerdotes. Era un proceso que crecía, un proceso que estaba bien seguro de la decisión que tenían que tomar, pero nadie lo había dicho tan claramente: “Hay que eliminar a este”.

Este modo de proceder de los doctores de la ley es precisamente una figura de cómo actúa la tentación en nosotros, porque detrás de ella estaba obviamente el diablo que quería destruir a Jesús y la tentación en nosotros generalmente actúa así: comienza con poco, con un deseo, una idea, crece, contagia a otros y, al final se justifica. Estos son los tres pasos de la tentación del diablo en nosotros, y aquí están los tres pasos que hizo la tentación del diablo en la persona del doctor de la ley. Empezó con poco, pero creció, creció, luego contagió a otros, tomó cuerpo y al final se justificó: “Es necesario que uno muera por el pueblo” (cf. Jn 11,50), la justificación total. Y todos se fueron a casa tranquilamente. Dijeron: “Esta es la decisión que teníamos que tomar”. Y todos nosotros, cuando somos vencidos por la tentación, terminamos tranquilos, porque hemos encontrado una justificación para este pecado, para esta actitud pecaminosa, para esta vida que no está de acuerdo con la ley de Dios. Deberíamos tener el hábito de ver este proceso de tentación en nosotros. Ese proceso que hace cambiar nuestros corazones del bien al mal, que nos lleva por el camino en bajada. Algo que crece, crece lentamente, luego contagia a otros y al final se justifica. Es difícil que las tentaciones nos lleguen de golpe, el diablo es astuto. Y sabe cómo tomar este camino, lo tomó para llegar a la condena de Jesús. Cuando nos encontramos en un pecado, en una caída, sí, debemos ir y pedir perdón al Señor, es lo primero que debemos hacer, pero luego debemos decir: “¿Cómo llegué a caer? ¿Cómo comenzó este proceso en mi alma? ¿Cómo creció? ¿A quién he contagiado? ¿Y cómo al final me he justificado para caer?”.

La vida de Jesús es siempre un ejemplo para nosotros y las cosas que le sucedieron a Jesús son cosas que nos sucederán, las tentaciones, las justificaciones, las personas buenas que están a nuestro alrededor y tal vez no las sentimos, y las malas personas, en el momento de la tentación, tratamos de acercarnos a ellos para hacer crecer la tentación. Pero no lo olvidemos nunca: siempre, detrás de un pecado, detrás de una caída, hay una tentación que empezó pequeña, que ha crecido, que ha contagiado y al final encuentro una justificación para caer. Que el Espíritu Santo nos ilumine en este conocimiento interior.

Jn 12,1-11: Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura.
Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa.
María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume.
Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dice:
- «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres?»
Esto lo dijo, no porque le importasen los pobres, sino porque era un ladrón; y como tenía la bolsa llevaba lo que iban echando. Jesús dijo:
- «Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis.»
Una muchedumbre de judíos se enteró de que estaba allí y fueron, no sólo por Jesús, sino también para ver a Lázaro, al que había resucitado de entre los muertos.
Los sumos sacerdotes decidieron matar también a Lázaro, porque muchos judíos, por su causa, se les iban y creían en Jesús.

"Buscar a Jesús en el pobre"

Lunes, 6 de abril de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

Este pasaje termina con una observación: “Los sumos sacerdotes decidieron dar muerte también a Lázaro, porque a causa de él muchos judíos se les iban y creían en Jesús” (Jn 12,10-11). El otro día vimos los pasos de la tentación: la seducción inicial, la ilusión, luego crece —segundo paso— y el tercero, crece, se contagia y se justifica. Pero hay otro paso: sigue adelante, no se detiene. Para ellos no era suficiente condenar a muerte a Jesús, sino que ahora también a Lázaro, porque era un testigo de vida.

Pero hoy me gustaría detenerme en una palabra de Jesús. Seis días antes de Pascua —estamos a las puertas de la Pasión— María hace este gesto de contemplación: Marta servía —como en el otro pasaje— y María abre la puerta a la contemplación. Y Judas piensa en el dinero y piensa en los pobres, pero “no porque le preocuparan los pobres, sino porque era ladrón y, como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella” (Jn 12,6). Esta historia del administrador infiel es siempre actual, siempre los hay, incluso a alto nivel: pensemos en algunas organizaciones caritativas o humanitarias que tienen tantos empleados, tantos, que tienen una estructura muy rica en personas y al final el cuarenta por ciento llega a los pobres, porque el sesenta por ciento es para pagar el sueldo a tanta gente. Es una forma de quitarles el dinero a los pobres. Pero la respuesta es Jesús. Y aquí quiero detenerme: “Porque pobres siempre tendréis con vosotros” (Jn 12,8). Es una verdad: “pobres siempre tendréis con vosotros”. Los pobres existen. Hay muchos: están los pobres que vemos, pero esta es la parte más pequeña; la gran cantidad de pobres son los que no vemos: los pobres escondidos. Y no los vemos porque entramos en esta cultura de indiferencia que es negacionista y negamos: “No, no hay muchos, no se ven; bueno, está ese caso, pero...”, siempre disminuyendo la realidad de los pobres. Pero hay muchos, muchos.

Aunque no entremos en esta cultura de la indiferencia, existe la costumbre de ver a los pobres como adornos de una ciudad: sí, están ahí, como estatuas; sí, están ahí, se pueden ver; sí, esa viejecita mendigando, ese otro... Pero como si fuera algo normal. Es parte de la decoración de la ciudad tener gente pobre. Pero la gran mayoría son pobres víctimas de las políticas económicas, de las políticas financieras. Algunas estadísticas recientes lo resumen de esta manera: hay mucho dinero en manos de unos pocos y mucha pobreza en muchos. Y esta es la pobreza de tantas personas que son víctimas de la injusticia estructural de la economía mundial. Y hay muchos pobres que se avergüenzan porque no llegan a fin de mes; muchos pobres de la clase media, que van a la Cáritas a escondidas y a escondidas piden y sienten vergüenza. Los pobres son muchos más que los ricos; muchos más... Y lo que dice Jesús es cierto: “Porque pobres siempre tendréis con vosotros”. ¿Pero yo los veo? ¿Soy consciente de esta realidad? Sobre todo de la realidad escondida, los que se avergüenzan de decir que no llegan a fin de mes.

Recuerdo que en Buenos Aires me dijeron que el edificio de una fábrica abandonada, vacía durante años, estaba habitado por unas quince familias que habían llegado en esos últimos meses. Fui allí. Eran familias con niños y cada uno había ocupado una parte de la fábrica abandonada para vivir. Reparé que cada familia tenía muebles buenos, muebles de clase media, y televisión. Acabaron allí porque no podían pagar el alquiler. Los nuevos pobres que tienen que dejar la casa porque no pueden pagar el alquiler, van allí. Es la injusticia de la organización económica o financiera la que los lleva allí. Y hay muchos, muchos, y nos encontraremos con ellos en el juicio. La primera pregunta que nos hará Jesús es: “¿Cómo te ha ido con los pobres? ¿Les has dado de comer? Cuando estaba en prisión, ¿lo has visitado? En el hospital, ¿lo fuiste a ver? ¿Ayudaste a la viuda, al huérfano? Porque yo estaba allí”. Y por eso seremos juzgados. No seremos juzgados por el lujo o los viajes que hayamos hecho o la importancia social que hayamos tenido. Seremos juzgados por nuestra relación con los pobres. Pero si yo, hoy, ignoro a los pobres, los dejo de lado, creo que no existen, el Señor me ignorará el día del juicio. Cuando Jesús dice: “Porque pobres siempre tendréis con vosotros”, quiere decir: “Yo siempre estaré con vosotros en los pobres. Estaré presente ahí”. Y esto no es ser comunista, es el centro del Evangelio: seremos juzgados por esto.

Jn 12,44-50: Yo he venido al mundo como luz.
En aquel tiempo, Jesús dijo, gritando:
- «El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado. Y el que me ve a mí ve al que me ha enviado. Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas.
Al que oiga mis palabras y no las cumpla yo no lo juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no acepta mis palabras tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he pronunciado, ésa lo juzgará en el último día. Porque yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. Y sé que su mandato es vida eterna. Por tanto, lo que yo hablo lo hablo como me ha encargado el Padre.»

Clave de lectura

“Tener el valor de ver nuestras tinieblas
para que la luz del Señor entre y nos salve”

Miércoles, 6 de mayo de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

Este pasaje del Evangelio de Juan (cf. Jn 12, 44-50) nos muestra la intimidad que hay entre Jesús y el Padre. Jesús hacía lo que el Padre le decía. Por eso dice: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado» (v. 44). Luego concreta su misión. «Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga entre tinieblas» (v. 46). Se presenta como luz, la misión de Jesús es iluminar: la luz. Él mismo ha dicho: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12). El profeta Isaías había profetizado esta luz: «El pueblo que caminaba en las tinieblas vio una gran luz» (Mt 4,16 y cf. Is 9,1). La promesa de la luz que iluminará al pueblo. También la misión de los apóstoles es llevar la luz. Pablo se lo dijo al rey Agripa: “Fui elegido para iluminar, para llevar esta luz —que no es mía, es de otro— pero para llevar la luz” (cf. Hch 26,18). Es la misión de Jesús: llevar la luz. Y la misión de los apóstoles es llevar la luz de Jesús. Iluminar. Porque el mundo estaba en tinieblas.

Pero el drama de la luz de Jesús es que ha sido rechazada. Lo dice Juan claramente al principio del Evangelio: “Vino a los suyos, mas los suyos no lo recibieron. Amaban más las tinieblas que la luz” (cf. Jn 1,9-11). Acostumbrarse a las tinieblas, vivir en las tinieblas: no saben aceptar la luz, no pueden; son esclavos de las tinieblas. Y esta será la continua lucha de Jesús: iluminar, llevar la luz que hace ver las cosas como están, como son; hace ver la libertad, hace ver la verdad, muestra el camino por el que ir, con la luz de Jesús.

Pablo vivió esta experiencia del paso de las tinieblas a la luz, cuando el Señor lo encontró en el camino de Damasco. Se quedó ciego. Ciego. La luz del Señor lo cegó. Y luego, tras pasar unos días, con el bautismo recobró la luz (cf. Hch 9,1-19). Tuvo esa experiencia de pasar de las tinieblas, en que vivía, a la luz. Es también nuestro paso, que sacramentalmente recibimos en el bautismo: por esto el bautismo se llamaba en los primeros siglos, la Iluminación (cf. San Justino, Apologia, 1, 61, 12), porque te daba la luz, te “hacía entrar”. Por eso en la ceremonia del Bautismo damos un cirio encendido, una candela encendida al padre y a la madre, para que el niño, la niña, sea iluminado, sea iluminada.

Jesús trae la luz. Pero el pueblo, la gente, su pueblo lo ha rechazado. Está tan acostumbrado a las tinieblas que la luz lo deslumbra, no sabe caminar (cf. Jn 1,10-11). Y este es el drama de nuestro pecado: el pecado nos ciega y no podemos soportar la luz. Tenemos los ojos enfermos. Y Jesús lo dice claramente en el Evangelio de Mateo: “Si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará malo. Si tu ojo ve solamente las tinieblas, ¿cuánta oscuridad habrá en ti?” (cf. Mt 6,22-23). Las tinieblas… Y la conversión es pasar de las tinieblas a la luz.

¿Qué es lo que hace enfermar los ojos, los ojos de la fe? Nuestros ojos están enfermos: ¿cuáles son las cosas que “los debilitan”, que los ciegan? Los vicios, el espíritu mundano, la soberbia. Los vicios que “te derrumban” y también estas tres cosas —los vicios, la soberbia, el espíritu mundano—  te llevan a asociarte con los otros para permanecer seguro en las tinieblas. Hablamos a menudo de mafias: es esto. Pero hay “mafias espirituales”, hay “mafias domésticas”, siempre, buscar a otro para ocultarse y permanecer en las tinieblas. No es fácil vivir en la luz. La luz nos hace ver muchas cosas feas dentro de nosotros que no queremos ver: los vicios, los pecados... Pensemos en nuestros vicios, pensemos en nuestra soberbia, pensemos en nuestro espíritu mundano: todo esto nos ciega, nos aleja de la luz de Jesús.

Pero si comenzamos a pensar en estas cosas, no encontraremos un muro, no, encontraremos una salida, porque Jesús mismo dice que Él es la luz, y también: “Vine al mundo no para condenar al mundo, sino para salvar al mundo” (cf. Jn 12,46-47). Jesús mismo, la luz, dice: “Ten valor: déjate iluminar, déjate ver por lo que tienes dentro, porque soy yo quien te lleva adelante, para salvarte. No te condeno. Yo te salvo” (cf. v. 47). El Señor nos salva de nuestras tinieblas interiores, de las tinieblas de la vida cotidiana, de la vida social, de la vida política, de la vida nacional, internacional... Hay muchas tinieblas interiores. Y el Señor nos salva. Pero nos pide que las veamos primero; tener el valor de ver nuestras tinieblas para que la luz del Señor entre y nos salve.

No tengamos miedo del Señor: es muy bueno, es manso, está cerca de nosotros. Vino a salvarnos. No tengamos miedo de la luz de Jesús.

Jn 13,1-15: Los amó hasta el extremo.
Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los su­yos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.
Estaban cenando, ya el diablo le había metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de Simón, que lo entregara, y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido.
Llegó a Simón Pedro, y éste le dijo:
-«Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?»
Jesús le replicó:
-«Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprende­rás más tarde.»
Pedro le dijo:
-«No me lavarás los pies jamás.»
Jesús le contestó:
-«Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo.»
Simón Pedro le dijo:
«Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza.»
Jesús le dijo:
-«Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, por­que todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos. »
Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: «No todos es­táis limpios.»
Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo:
-«¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me lla­máis "el Maestro" y "el Señor", y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis.»

CLAVE DE LECTURA 1

SANTA MISA IN COENA DOMINI

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Centro Penitenciario de Velletri, Roma
Jueves Santo, 18 de abril de 2019

 

Os saludo a todos y gracias por vuestra acogida.

Hace algunos días recibí una hermosa carta de parte de algunos de vosotros que no estarán aquí hoy, pero decían cosas muy bonitas y les agradezco lo que escribieron.

En esta oración estoy muy cerca de todos: los que están aquí y los que no están.

Escuchemos lo que hizo Jesús. Es interesante. El Evangelio dice: “Sabiendo Jesús que el Padre lo había dejado todo  en sus manos”, es decir, Jesús tenía todo el poder, todo. Y luego, empieza a  lavarles los pies. Era algo que hacían los esclavos en aquellos tiempos porque no había asfalto en las calles y la gente, cuando llegaba tenía polvo en los pies; cuando se llegaba a una casa de visita o para almorzar, había esclavos que lavaban los pies. Y Jesús hace este gesto: lava los pies. Hace un gesto de esclavo: Él, que tenía todo el poder, Él, que era el Señor, hace el gesto de esclavo. Y luego aconseja a todos: “Haced este gesto también entre vosotros”. En otras palabras, servíos unos a otros, sed hermanos en el servicio, no en la ambición, como alguien que domina al otro o que pisotea al otro no, sed hermanos en el servicio. ¿Necesitas algo, un servicio? Te lo hago yo.  Esto es fraternidad. La fraternidad es humilde, siempre: está al servicio. Y yo haré este gesto: la Iglesia quiere que el Obispo lo haga todos los años, una vez al año, al menos el Jueves Santo, para imitar el gesto de Jesús y también para dar  buen ejemplo incluso a sí mismo, porque el obispo no es el más importante, pero debe ser el que más sirve. Y cada uno de nosotros debe ser el servidor de los demás.

Esta es la regla de Jesús y la regla del Evangelio: la regla del servicio, no del dominio, de hacer el mal, de humillar a otros. ¡Servicio! Una vez, cuando los apóstoles discutían entre ellos sobre “quién es más importante entre nosotros”, Jesús tomó a un niño y dijo: “El niño”. Si vuestro corazón no es el corazón de un niño, no seréis mis discípulos”. Corazón de  niño, sencillo, humilde pero servidor. Y añade algo interesante que podemos vincular con este gesto de hoy. Dice: “Tened cuidado: los líderes de las naciones dominan, pero entre vosotros no debe ser así. El más grande debe servir al más pequeño. El que se siente más grande debe ser servidor”.  También todos nosotros debemos ser servidores. Es cierto que en la vida hay problemas: discutimos entre nosotros... pero esto debe ser algo que pase, algo pasajero, porque en nuestros corazones siempre debe haber para servir al otro, para estar al servicio de los otros.

Y que este gesto que hago hoy sea para todos nosotros un gesto que nos ayude a ser más servidores unos de otros, más amigos, más hermanos en el servicio. Con estos sentimientos, continuamos la celebración con el lavatorio de los pies.

 


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 18 de abril de 2019.

CLAVE DE LECTURA 2

SANTA MISA IN COENA DOMINI

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Cárcel de “Regina Coeli”, Roma
Jueves Santo, 29 de marzo de 2018

 

 

Jesús termina su discurso diciendo: «Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Juan 13, 15). Lavar los pies. Los pies, en esa época, eran lavados por los esclavos. La gente recorría el camino, no había asfalto, no había «sanpietrini»; en aquel tiempo había polvo en el camino y la gente se manchaba los pies. Y en la entrada de la casa estaban los esclavos que lavaban los pies. Era un trabajo por esclavos. Pero era un servicio: un servicio hecho de esclavos. Y Jesús quiere hacer este servicio, para darnos un ejemplo de cómo nosotros debemos servirnos los unos a los otros.

Una vez, cuando estaban en camino, dos de los discípulos que querían hacer carrera, habían pedido a Jesús ocupar puestos importantes, uno a la derecha y otro a la izquierda (cf. Marcos 10, 35-45). Y Jesús los miró con amor —Jesús miraba siempre con amor— y dijo: «No sabéis lo que pedís» (v. 38). Los jefes de las naciones —dice Jesús— mandan, se hacen servir, y ellos están bien (cf. v. 42). Pensemos en esa época de los reyes, de los emperadores tan crueles, que se hacían servir por los esclavos... Pero entre vosotros —dice Jesús— no debe ser lo mismo: quien manda debe servir. Vuestro jefe debe ser vuestro servidor (cf. v. 43). Jesús da la vuelta a la costumbre histórica, cultural de esa época —también esta de hoy —aquel que manda, para ser un buen jefe, sea donde sea, debe servir. Yo pienso muchas veces —no en este tiempo porque cada uno todavía está vivo y tiene la oportunidad de cambiar de vida y no podemos juzgar, pero pensemos en la historia— si muchos reyes, emperadores, jefes de Estado hubieran entendido esta enseñanza de Jesús y en vez de mandar, ser crueles, matar gente, hubieran hecho esto, ¡cuántas guerras no se hubieran hecho! El servicio: realmente hay gente que no facilita esta actitud, gente soberbia, gente odiosa, gente que quizá nos desea el mal; pero nosotros estamos llamados a servirles más. Y también hay gente que sufre, que está descartada por la sociedad, al menos por un periodo, y Jesús va ahí a decirles: Tú eres importante para mí. Jesús viene a servirnos, y la señal que Jesús nos sirve hoy aquí, en la cárcel de Regina Coeli, es que ha querido elegir a doce de vosotros, como los doce apóstoles, para lavar los pies. Jesús arriesga sobre cada uno de nosotros. Sabed esto: Jesús se llama Jesús, no se llama Poncio Pilato. Jesús no sabe lavarse las manos: ¡solamente sabe arriesgar! Mirad esta imagen tan bonita: Jesús arrodillado entre las espinas, arriesgando herirse para tomar la oveja perdida.

Hoy yo, que soy pecador como vosotros, pero represento a Jesús, soy embajador de Jesús. Hoy, cuando yo me arrodillo delante de cada uno de vosotros, pensad: «Jesús ha arriesgado en este hombre, un pecador, para venir a mí y decirme que me ama». Este es el servicio, este es Jesús: no nos abandona nunca, no se cansa nunca de perdonarnos. Nos ama mucho. ¡Mirad cómo arriesga Jesús! Y así, con estos sentimientos, vamos adelante con esta ceremonia que es simbólica. Antes de darnos su cuerpo y su sangre, Jesús arriesga por cada uno de nosotros, y arriesga en el servicio porque nos ama mucho.

* * *

Durante el rito litúrgico, en el momento del intercambio de la paz, el Pontífice pronunció las siguientes palabras:

Y ahora, todos nosotros —estoy seguro que todos nosotros— tenemos ganas de estar en paz con todos. Pero en nuestro corazón muchas veces hay sentimientos encontrados. Es fácil estar en paz con aquellos a los que queremos y con los que nos hacen el bien; pero no es fácil estar en paz con aquellos que nos han hecho mal, que no nos quieren, con los cuales estamos en enemistad. En silencio, un momento, que cada uno piense en aquellos que nos quieren y aquellos que nosotros queremos, y también que cada uno piense en aquellos que no nos quieren y también en aquellos que no queremos y también —es más— en aquellos de los que queremos vengarnos. Y pedimos al Señor, en silencio, la gracia de dar a todos, buenos y malos, el don de la paz.


Al finalizar la visita a la prisión, el Pontífice, respondiendo a los saludos de la directora del penitenciario y de un detenido, pronunció estas palabras:

Tú has hablado de una mirada nueva: renovar la mirada... Esto hace bien, porque a mi edad, por ejemplo, vienen las cataratas, y no se ve bien la realidad: el año próximo deberemos operar. Pues así sucede con el alma: el trabajo de la vida, el cansancio, los errores, las desilusiones oscurecen la mirada, la mirada del alma. Y por esto, eso que tú has dicho es verdad: aprovechar las oportunidades para renovar la mirada. Y como dije en la plaza de San Pedro durante la audiencia general de ayer, en muchos pueblos, pero también en mi tierra, cuando se escuchan las campanas de la Resurrección del Señor, las madres, las abuelas llevan a los niños a lavarse los ojos para que tengan la mirada de la esperanza del Cristo resucitado. No os canséis nunca de renovar la mirada. De hacer esa operación de cataratas al alma, cotidiana. Pero siempre renovar la mirada. Es un bonito esfuerzo.

Todos vosotros conocéis la botella de vino a la mitad: si yo miro la mitad vacía, es fea la vida, es fea, pero si miro la mitad llena, todavía tengo para beber. La mirada que abre a la esperanza, palabra que tú has dicho y también ella [la directora] ha dicho; y ella la ha repetido varias veces. No se puede concebir una prisión como esta sin esperanza. Aquí, los huéspedes están para aprender o hacer crecer el «sembrar esperanza»: no hay ninguna pena justa —¡justa!— sin que esté abierta a la esperanza. Una pena que no esté abierta a la esperanza no es cristiana, ¡no es humana!

Están las dificultades en la vida, las cosas feas, la tristeza. Uno piensa en los suyos, piensa en la madre, en el padre, la mujer, el marido, los hijos... es fea, esa tristeza. Pero no dejarse desanimar: no, no. Yo estoy aquí, pero para reinsertarme, renovado o renovada. Y esta es la esperanza. Sembrar esperanza. Siempre, siempre. Vuestro trabajo es este: ayudar a sembrar la esperanza de la reinserción, y esto nos hará bien a todos. Siempre. Toda pena debe estar abierta al horizonte de la esperanza. Por esto, no es ni humana ni cristiana la pena de muerte. Toda pena debe estar abierta a la esperanza, a la reinserción, también para dar la experiencia vivida por el bien de las otras personas.

Agua de resurrección, mirada nueva, esperanza: esto os deseo. Sé que vosotros huéspedes habéis trabajado mucho para preparar esta visita, también blanquear las paredes: os doy las gracias. Es para mí una señal de benevolencia y de acogida, y os doy las gracias. Estoy cerca de vosotros, rezo por vosotros, y vosotros rezad por mí y no os olvidéis: el agua que hace la mirada nueva, y la esperanza.

CLAVE DE LECTURA 3

SANTA MISA IN COENA DOMINI

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO*

Cárcel de Paliano (Frosinone)
Jueves Santo

13 de abril de 2017

 

Jesús estaba cenando con los suyos en la última cena y, dice el Evangelio: “Sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre”. Sabía que lo habían traicionado y que Judas lo habría entregado esa misma noche. “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Dios ama así: hasta el extremo. Y da la vida por cada uno de nosotros, y se enorgullece de ello y lo quiere así porque El tiene amor: “Amar hasta el extremo” . No es fácil, porque todos nosotros somos pecadores, todos tenemos límites, defectos, tantas cosas. Todos sabemos amar, pero no somos como Dios que ama sin mirar las consecuencias, hasta el extremo. Y nos da el ejemplo: para enseñarlo, Él que era “el jefe”, que era Dios, lava los pies a sus discípulos. Lavar los pies era una costumbre de entonces, antes de los almuerzos y de las cenas, porque no había asfalto y la gente andaba entre el polvo. Por lo tanto, uno de los gestos para recibir a una persona en casa, y también a la hora de comer, era lavarle los pies. Era tarea de los esclavos, de los que estaban esclavizados, pero Jesús invierte esa regla y lo hace Él. Simón no quería, pero Jesús le explicó que tenía que ser así, que Él había venido al mundo para servir, para servirnos, para hacerse esclavo por nosotros, para dar su vida por nosotros, para amar hasta el extremo.

Hoy, en la calle, mientras llegaba , había gente que saludaba: Viene el Papa, el jefe. El jefe de la Iglesia… ¡El jefe de la Iglesia es Jesús, seamos serios! El Papa es la figura de Jesús y yo quisiera hacer lo mismo que hizo Él. En esta celebración, el párroco lava los pies a los fieles. Hay una inversión: el que parece más grande debe hacer un trabajo de esclavo, pero para sembrar amor. Para sembrar amor entre nosotros. Yo no os digo hoy que os lavéis los pies unos a otros: sería una broma. Pero el símbolo, la figura, sí: os diré que si podéis dar una ayuda, prestar un servicio, aquí en la cárcel, al compañero o a la compañera, lo hagáis.

Porque esto es amor, es como lavar los pies. Es ser siervo de los demás. Una vez los discípulos discutían entre ellos sobre quién era el más grande, el más importante, Y Jesús dice: “El que quiera ser importante, debe hacerse el más pequeño y el servidor de todos”. Y es lo que hizo Él, esto es lo que hace Dios con nosotros: nos sirve. Es el siervo. ¡A todos nosotros, que somos pobre gente, a todos! Pero Él es grande, Él es bueno. Y nos ama así como somos. Por eso, durante esta ceremonia pensemos en Dios, en Jesús. No es una ceremonia folclórica: es un gesto para recordar lo que nos dio Jesús. Después de esto, tomó el pan y nos dio su Cuerpo. Tomó el cáliz con el vino y nos dio su Sangre. Así es el amor de Dios. Hoy, pensemos solamente en el amor de Dios.


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede

Jn 13,16-20: El que recibe a mi enviado me recibe a mí.
Cuando Jesús acabó de lavar los pies a sus discípulos, les dijo:
- «Os aseguro, el criado no es más que su amo, ni el enviado es más que el que lo envía. Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros si lo ponéis en práctica. No lo digo por todos vosotros; yo sé bien a quiénes he elegido, pero tiene que cumplirse la Escritura: "El que compartía mi pan me ha traicionado." Os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis que yo soy.
Os lo aseguro: El que recibe a mi enviado me recibe a mí; e1 que a mí me recibe, recibe al que me ha enviado.»
Jn 14,1-6: Yo soy el camino, y la verdad y la vida.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
- «Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, «estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.»
Tomás le dice:
- «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?»
Jesús le responde:
- «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí.»

CLAVE DE LECTURA

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A RUMANÍA
(31 DE MAYO - 2 DE JUNIO DE 2019)

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Santuario de Sumuleu-Ciuc
Sábado, 1 de junio de 2019

 

Con alegría y agradecimiento a Dios, me encuentro hoy con vosotros, queridos hermanos y hermanas, en este querido Santuario mariano, rico de historia y de fe, donde como hijos venimos a encontrarnos con nuestra Madre y a reconocernos como hermanos. Los santuarios, lugares casi “sacramentales” de una Iglesia hospital de campaña, guardan la memoria del pueblo fiel que en medio de sus tribulaciones no se cansa de buscar la fuente de agua viva donde refrescar la esperanza. Son lugares de fiesta y celebración, de lágrimas y petición. Venimos a los pies de la Madre, sin muchas palabras, a dejarnos mirar por ella y que con su mirada nos lleve a aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6).

No lo hacemos de cualquier manera, somos peregrinos. Aquí, cada año, el sábado de Pentecostés, peregrináis para honrar el voto de vuestros antepasados y para fortalecer la fe en Dios y la devoción a la Virgen, representada en su imponente talla. Esta peregrinación anual pertenece a la herencia de la Transilvania, pero honra de forma conjunta las tradiciones religiosas rumanas y húngaras, en la que participan también fieles de otras confesiones, y es un símbolo de diálogo, unidad y fraternidad; una llamada a recuperar los testimonios de fe hecha vida y de vida hecha esperanza. Peregrinar es saber que venimos como pueblo a nuestra casa. Es saber que tenemos conciencia de ser pueblo. Un pueblo cuya riqueza son sus mil rostros, mil culturas, lenguas y tradiciones; el santo Pueblo fiel de Dios que con María peregrina cantando la misericordia del Señor. Si en Caná de Galilea, María intercedió ante Jesús para que realizara el primer milagro, en cada santuario vela e intercede no sólo ante su Hijo sino también ante cada uno de nosotros para que no nos dejemos robar la fraternidad por las voces y las heridas que alimentan la división y fragmentación. Los complejos y tristes acontecimientos del pasado no se deben olvidar o negar, pero tampoco pueden constituir un obstáculo o un motivo para impedir una anhelada convivencia fraterna. Peregrinar significa sentirse convocados e impulsados a caminar juntos pidiéndole al Señor la gracia de transformar viejos y actuales rencores y desconfianzas en nuevas oportunidades para la comunión; es desinstalarse de nuestras seguridades y comodidades en la búsqueda de una nueva tierra que el Señor nos quiere regalar. Peregrinar es el desafío de descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de no tener miedo a mezclarnos, encontrarnos y ayudarnos. Peregrinar es participar de esa marea algo caótica que puede convertirse en una verdadera experiencia de fraternidad, caravana siempre solidaria para construir la historia (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 87). Peregrinar es mirar no tanto lo que podría haber sido —y no fue—, sino todo aquello que nos está esperando y no podemos dilatar más. Es creerle al Señor que viene y que está en medio de nosotros promoviendo e impulsando la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de verdad y justicia (cf. ibíd., 71). Peregrinar es el compromiso de luchar para que los rezagados de ayer, sean los protagonistas del mañana, y los protagonistas de hoy no se vuelvan los rezagados del mañana. Y esto, hermanos y hermanas, requiere el trabajo artesanal de tejer juntos el futuro. Por eso estamos aquí para decir juntos: Madre enséñanos a hilvanar el futuro. 

Peregrinar a este santuario nos hace volver la mirada a María y al misterio de la elección de Dios. Ella, una muchacha de Nazaret, pequeña localidad de Galilea, en la periferia del imperio romano y también en la periferia de Israel, con su “sí” fue capaz de poner en marcha la revolución de la ternura (cf. ibíd., 88). El misterio de la elección de Dios que pone sus ojos en lo débil para confundir a los fuertes nos impulsa y anima también a nosotros a decir sí, como ella, como María, para transitar los senderos de la reconciliación.

Hermanos y hermanas, no olvidemos: al que arriesga, el Señor no lo defrauda. Caminemos y caminemos juntos, arriesguemos, dejando que sea el Evangelio la levadura que lo impregne todo y regale a nuestros pueblos la alegría de la salvación, en la unidad y en la fraternidad.

Jn 14,7-14: Quien me ha visto a mí ha visto al Padre.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
- «Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto.»
Felipe le dice:
- «Señor, muéstranos al Padre y nos basta.»
Jesús le replica:
- «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: "Muéstranos al Padre"? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace sus obras. Creedme: yo estoy en el Padre, y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre; y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré.»
Jn 14,15-21: Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

-«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque vive con vosotros y está con vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, y vosotros conmigo y yo con vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él.»

Clave de lectura 1

"El Espíritu Santo nos recuerda el acceso al Padre"

Domingo, 17 de mayo de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

Al despedirse de los discípulos (cf. Jn 14,15-21), Jesús les tranquiliza, les da paz, con una promesa: «No os dejaré huérfanos» (v. 18). Los defiende de ese dolor, de ese sentimiento doloroso, de la orfandad. Hoy en el mundo hay un gran sentimiento de orfandad: muchos tienen muchas cosas, pero falta el Padre. Y esto se repite en la historia de la humanidad: cuando falta el Padre, falta algo y siempre existe el deseo de encontrar, de reencontrar al Padre, también en los mitos antiguos. Pensemos en los mitos de Edipo, de Telémaco, de muchos otros: siempre buscando al Padre que falta. Hoy podemos decir que vivimos en una sociedad donde falta el Padre, un sentimiento de orfandad que afecta la pertenencia y la fraternidad.

Por eso Jesús promete: «Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito» (v. 16). “Yo me voy —dice Jesús—, pero vendrá otro y os enseñará el acceso al Padre. Os recordará el acceso al Padre”. El Espíritu Santo no viene para “hacer clientes propios”; viene para señalar el acceso al Padre, para recordar el acceso al Padre, lo que Jesús ha abierto, lo que Jesús ha mostrado. No existe una espiritualidad solo del Hijo, solo del Espíritu Santo: el centro es el Padre. El Hijo es el enviado del Padre y regresa al Padre. El Espíritu Santo es enviado por el Padre para recordar y enseñar el acceso al Padre.

Solo con esta conciencia de hijos que no son huérfanos podemos vivir en paz entre nosotros. Las guerras, tanto las guerras pequeñas como las grandes, tienen siempre una dimensión de orfandad: falta el Padre que haga la paz. Por eso, cuando Pedro anima a la primera comunidad a que responda a la gente del porqué son cristianos (cf. 1P 3,15-18), le dice: «Pero hacedlo con dulzura y respeto. Mantened una buena conciencia» (v. 16), es decir, la mansedumbre que da el Espíritu Santo. El Espíritu Santo nos enseña esta mansedumbre, esta dulzura de los hijos del Padre. El Espíritu Santo no nos enseña a insultar. Y una de las consecuencias del sentimiento de orfandad es el insulto, las guerras, porque si no hay Padre no hay hermanos, se pierde la hermandad. Son —esta dulzura, respeto, mansedumbre—, son actitudes de pertenencia, de pertenencia a una familia que está segura de tener un Padre.

«Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito» (Jn 14,16) que os recordará el acceso al Padre, os recordará que tenemos un Padre que es el centro de todo, el origen de todo, la unidad de todos, la salvación de todos porque envió a su Hijo para salvarnos a todos. Y ahora envía al Espíritu Santo para recordarnos el acceso a Él, al Padre, y esta paternidad, esta actitud fraterna de mansedumbre, dulzura, paz.

Pidamos al Espíritu Santo que nos recuerde siempre, siempre, este acceso al Padre, que nos recuerde que tenemos un Padre, y a esta civilización —que tiene un gran sentimiento de orfandad— le dé la gracia de encontrar al Padre, el Padre que da sentido a toda la vida y hace que los hombres sean una familia.

Clave de lectura 2

PAPA FRANCISCO

REGINA CAELI

Domingo, 17 de mayo de 2020

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo (cf. Juan 14, 15-21) presenta dos mensajes: el cumplimiento de los mandamientos y la promesa del Espíritu Santo.

Jesús vincula el amor a Él con el cumplimiento de los mandamientos, y en esto insiste en su discurso de despedida: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (v. 15); «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama» (v. 21). Jesús nos pide que le amemos, pero explica: este amor no se agota en un deseo de Él, o en un sentimiento, no, requiere la disponibilidad a seguir su camino, es decir, la voluntad del Padre. Y esta se resume en el mandamiento del amor mutuo —el primer amor [en la actuación]— dado por el mismo Jesús: «Que os améis unos a otros; como yo os he amado» (Juan 13, 34). No dijo: “Amadme como os he amado”, sino “amaos recíprocamente como yo os he amado”. Nos ama sin pedirnos nada a cambio. El amor de Jesús es un amor gratuito, nunca nos pide nada a cambio. Y quiere que este amor gratuito suyo se convierta en la forma concreta de vida entre nosotros: esta es su voluntad.

Para ayudar a los discípulos a recorrer este camino, Jesús promete que rogará al Padre que envíe «otro Paráclito» (v. 16), es decir, un Consolador, un Defensor que tome su lugar y les dé la inteligencia para escuchar y el valor para observar sus palabras. Este es el Espíritu Santo, que es el don del amor de Dios que desciende al corazón del cristiano. Después de que Jesús muriera y resucitara, su amor se da a aquellos que creen en Él y son bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. El Espíritu mismo los guía, los ilumina, los fortalece, para que cada uno pueda caminar en la vida, incluso en medio de la adversidad y la dificultad, en las alegrías y las penas, permaneciendo en el camino de Jesús. Esto es posible precisamente permaneciendo dócil al Espíritu Santo, de modo que, a través de su presencia activa, no sólo consuele sino que transforme los corazones, abriéndolos a la verdad y al amor.

Frente la experiencia del error y del pecado —por la que todos pasamos—, el Espíritu Santo nos ayuda a no sucumbir y nos hace acoger y vivir plenamente el sentido de las palabras de Jesús: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (v. 15). Los mandamientos no se nos han dado como una especie de espejo en el que vemos reflejadas nuestras miserias e incoherencias. No, no son así. La Palabra de Dios se nos da como Palabra de vida, que transforma el corazón, la vida, que renueva, que no juzga para condenar, sino que cura y tiene como fin el perdón. La misericordia de Dios es así. Una palabra que ilumina nuestros pasos. ¡Y todo esto es obra del Espíritu Santo! Es el Don de Dios, es Dios mismo, que nos ayuda a ser personas libres, personas que quieren y saben amar, personas que han comprendido que la vida es una misión para proclamar las maravillas que el Señor realiza en aquellos que confían en Él.

Que la Virgen María, modelo de la Iglesia que sabe escuchar la Palabra de Dios y acoger el don del Espíritu Santo, nos ayude a vivir el Evangelio con alegría, sabiendo que el Espíritu nos sostiene, fuego divino que caldea nuestros corazones e ilumina nuestros pasos.

CLAVE DE LECTURA 3

PAPA FRANCISCO

REGINA COELI

Domingo 21 de mayo de 2017

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy (cf. Juan 14, 15-21), continuación del domingo pasado, nos lleva a ese momento conmovedor y dramático que es la Última cena de Jesús con sus discípulos. El evangelista Juan recoge de boca y del corazón del Señor sus últimas enseñanzas, antes de la pasión y de la muerte. Jesús promete a sus amigos, en ese momento triste, oscuro, que, después de Él, recibirán «otro Paráclito» (v. 16). Esta palabra significa otro “Abogado”, otro Defensor, otro Consolador: «el Espíritu de la verdad» (v. 17); y añade: «no os dejaré huérfanos: volveré a vosotros» (v. 18). Estas palabras transmiten la alegría de una nueva venida de Cristo: Él, resucitado y glorificado, vive en el Padre y, al mismo tiempo, viene a nosotros en el Espíritu Santo. Y en esta su nueva venida se revela nuestra unión con Él y con el Padre: «comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (v. 20).

Meditando estas palabras de Jesús, nosotros hoy percibimos ser el Pueblo de Dios en comunión con el Padre y con Jesús mediante el Espíritu Santo. En este misterio de comunión, la Iglesia encuentra la fuente inagotable de la propia misión, que se realiza mediante el amor. Jesús dice en el Evangelio de hoy: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama, y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él» (v. 21). Es el amor que nos introduce en el conocimiento de Jesús, gracias a la acción de este “Abogado” que Jesús nos ha enviado, es decir el Espíritu Santo. El amor a Dios y al prójimo es el mandamiento más grande del Evangelio. El Señor hoy nos llama a corresponder generosamente a la llamada evangélica, al amor, poniendo a Dios en el centro de nuestra vida y dedicándonos al servicio de los hermanos, especialmente a los más necesitados de apoyo y consuelo.

Si existe una actitud que nunca es fácil, no se da por descontado tampoco para una comunidad cristiana, es precisamente la de saberse amar, de quererse en el ejemplo del Señor y con su gracia. A veces los contrastes, el orgullo, las envidias, las divisiones dejan la marca también en el rostro bello de la Iglesia. Una comunidad de cristianos debería vivir en la caridad de Cristo, y sin embargo es precisamente allí que el maligno “mete la pata” y nosotros a veces nos dejamos engañar. Y quienes lo pagan son las personas espiritualmente más débiles. Cuántas de ellas —y vosotros conocéis algunas— cuántas de ellas se han alejado porque no se han sentido acogidas, no se han sentido comprendidas, no se han sentido amadas. Cuántas personas se han alejado, por ejemplo de alguna parroquia o comunidad por el ambiente de chismorreos, de celos, de envidias que han encontrado ahí. También para un cristiano saber amar no es nunca un dato adquirido una vez para siempre; cada día se debe empezar de nuevo, se debe ejercitar porque nuestro amor hacia los hermanos y las hermanas que encontramos se haga maduro y purificado por esos límites o pecados que lo hacen parcial, egoísta, estéril e infiel. Cada día se debe aprender el arte de amar. Escuchad esto: cada día se debe aprender el arte de amar, cada día se debe seguir con paciencia la escuela de Cristo, cada día se debe perdonar y mirar a Jesús, y esto, con la ayuda de este “Abogado”, de este Consolador que Jesús nos ha enviado que es el Espíritu Santo.

La Virgen María, perfecta discípula de su Hijo y Señor, nos ayude a ser cada vez más dóciles al Paráclito, al Espíritu de verdad, para aprender cada día a amarnos como Jesús nos ha amado.

Jn 14,21-26: El Defensor que enviará el Padre os lo enseñará todo.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
- «El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él.»
Le dijo judas, no el Iscariote:
- «Señor, ¿qué ha sucedido para que te reveles a nosotros y no al mundo?»
Respondió Jesús y le dijo:
- «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.
El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.
Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.»

Clave de lectura 1

"El Espíritu nos enseña todo, nos introduce en el misterio, nos hace recordar y discernir"

Lunes, 11 de mayo de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

El pasaje del Evangelio de hoy está [tomado de] la despedida de Jesús en la Cena (cf. Jn 14, 21-26). El Señor termina con estos versículos: «Os he dicho estas cosas estando entre vosotros. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (vv. 25-26). Es la promesa del Espíritu Santo; el Espíritu Santo que habita en nosotros y que el Padre y el Hijo envían. “El Padre enviará mi nombre”, dijo Jesús, para acompañarnos en la vida. Y lo llaman Paráclito. Esta es la tarea del Espíritu Santo. En griego, el Paráclito es el que sostiene, el que acompaña para que no te caigas, te mantiene firme, está cerca de ti para sostenerte. Y el Señor nos ha prometido este apoyo, que es Dios como Él: es el Espíritu Santo. ¿Qué hace el Espíritu Santo en nosotros? El Señor nos lo dice: «os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (v. 26). Enseñar y recordar. Esta es la tarea del Espíritu Santo.

Nos enseña: nos enseña el misterio de la fe, nos enseña a entrar en el misterio, a entender el misterio un poco más. Nos enseña la doctrina de Jesús y nos enseña cómo desarrollar nuestra fe sin cometer errores, porque la doctrina crece, pero siempre en la misma dirección: crece en la comprensión. Y el Espíritu nos ayuda a crecer en la comprensión de la fe, a comprenderla más, a comprender lo que dice la fe. La fe no es estática; la doctrina no es estática: crece. Crece como crecen los árboles, siempre los mismos, pero más grandes, con fruta, pero siempre igual, en la misma dirección. Y el Espíritu Santo evita que la doctrina cometa errores, evita que permanezca parada, sin crecer en nosotros. Nos enseñará lo que Jesús nos ha enseñado, desarrollará en nosotros la comprensión de lo que Jesús nos ha enseñado, hará que la doctrina del Señor crezca en nosotros hasta la madurez.

Y otra cosa que dice Jesús que hace el Espíritu Santo es recordar: «Os recordará todo lo que yo os he dicho» (v. 26). El Espíritu Santo es como la memoria, nos despierta: “Acuérdate de eso, acuérdate de lo otro”... Nos mantiene despiertos, siempre despiertos en las cosas del Señor y también nos hace recordar nuestra vida: “Piensa en aquel momento, piensa en cuándo encontraste al Señor, piensa en cuándo lo dejaste”.

Una vez oí decir que una persona rezaba ante el Señor así: “Señor, soy el mismo que de niño, de joven, tenía estos sueños. Luego, seguí caminos equivocados. Ahora me has llamado”. Yo soy el mismo: esta es la memoria del Espíritu Santo en nuestra propia vida. Te lleva a la memoria de la salvación, a la memoria de lo que Jesús te ha enseñado, pero también a la memoria de tu propia vida. Y esto me ha hecho pensar —lo que dijo ese hombre— en una buena manera de orar, mirando al Señor: “Soy el mismo. He andando mucho, he cometido muchos errores, pero soy el mismo y tú me amas”. La memoria del camino de la vida.

Y el Espíritu Santo nos guía en esta memoria; nos guía para discernir, para discernir lo que tengo que hacer ahora, cuál es el camino correcto y cuál es el equivocado, también en las pequeñas decisiones. Si le pedimos la luz al Espíritu Santo, Él nos ayudará a discernir para tomar las decisiones correctas, las pequeñas de cada día y las más grandes. Es quien nos acompaña, nos apoya en el discernimiento.

Por lo tanto, el Espíritu que enseña: nos enseñará todo, es decir, hará crecer la fe, nos introducirá en el misterio; el Espíritu que nos recuerda: nos recuerda la fe, nos recuerda nuestra vida; es el Espíritu que en esta enseñanza y en este recuerdo nos enseña a discernir las decisiones que debemos tomar. Y los Evangelios le dan un nombre, al Espíritu Santo —sí, Paráclito, porque te sostiene, pero otro nombre más hermoso—: es el Don de Dios. El Espíritu es el Don de Dios. El Espíritu es realmente el Don. No os dejaré solos, os enviaré un Paráclito que os sostendrá y os ayudará a seguir adelante, a recordar, discernir y crecer. El don de Dios es el Espíritu Santo.

Que el Señor nos ayude a guardar este Don que nos dio en el Bautismo y que todos tenemos dentro.

CLAVE DE LECTURA 2

SANTA MISA DE APERTURA DE LA XV ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCESCO

Miércoles, 3 de octubre de 2018

 

 

«El Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho» (Jn 14,26).

De esta forma tan sencilla, Jesús les ofrece a sus discípulos la garantía que acompañará toda la obra misionera que les será encomendada: el Espíritu Santo será el primero en custodiar y mantener siempre viva y actuante la memoria del Maestro en el corazón de los discípulos. Él es quien hace que la riqueza y hermosura del Evangelio sea fuente de constante alegría y novedad.

Al iniciar este momento de gracia para toda la Iglesia, en sintonía con la Palabra de Dios, pedimos con insistencia al Paráclito que nos ayude a hacer memoria y a reavivar esas palabras del Señor que hacían arder nuestro corazón (cf. Lc 24,32). Ardor y pasión evangélica que engendra el ardor y la pasión por Jesús. Memoria que despierte y renueve en nosotros la capacidad de soñar y esperar. Porque sabemos que nuestros jóvenes serán capaces de profecía y de visión en la medida que nosotros, ya mayores o ancianos, seamos capaces de soñar y así contagiar y compartir esos sueños y esperanzas que anidan en el corazón (cf. Jl 3,1).

Que el Espíritu nos dé la gracia de ser Padres sinodales ungidos con el don de los sueños y de la esperanza para que podamos, a su vez, ungir a nuestros jóvenes con el don de la profecía y la visión; que nos dé la gracia de ser memoria operante, viva, eficaz, que de generación en generación no se deja asfixiar ni aplastar por los profetas de calamidades y desventuras ni por nuestros propios límites, errores y pecados, sino que es capaz de encontrar espacios para encender el corazón y discernir los caminos del Espíritu. Con esta actitud de dócil escucha de la voz del Espíritu, hemos venido de todas partes del mundo. Hoy, por primera vez, están también aquí con nosotros dos hermanos obispos de China Continental. Démosles nuestra afectuosa bienvenida: gracias a su presencia, la comunión de todo el Episcopado con el Sucesor de Pedro es aún más visible.

Ungidos en la esperanza comenzamos un nuevo encuentro eclesial capaz de ensanchar horizontes, dilatar el corazón y transformar aquellas estructuras que hoy nos paralizan, nos apartan y alejan de nuestros jóvenes, dejándolos a la intemperie y huérfanos de una comunidad de fe que los sostenga, de un horizonte de sentido y de vida (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 49).

La esperanza nos interpela, moviliza y rompe el conformismo del «siempre se hizo así» y nos pide levantarnos para mirar de frente el rostro de nuestros jóvenes y las situaciones en las que se encuentran. La misma esperanza nos pide trabajar para revertir las situaciones de precariedad, exclusión y violencia a las que están expuestos nuestros muchachos.

Nuestros jóvenes, fruto de muchas de las decisiones que se han tomado en el pasado, nos invitan a asumir junto a ellos el presente con mayor compromiso y luchar contra todas las formas que obstaculizan sus vidas para que se desarrollen con dignidad. Ellos nos piden y reclaman una entrega creativa, una dinámica inteligente, entusiasta y esperanzadora, y que no los dejemos solos en manos de tantos mercaderes de muerte que oprimen sus vidas y oscurecen su visión.

Esta capacidad de soñar juntos que el Señor hoy nos regala como Iglesia, reclama, como nos decía san Pablo en la primera lectura, desarrollar entre nosotros una actitud definida: «No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás» (Flp 2,4).  E inclusive apunta más alto al pedir que con humildad consideremos estimar a los demás superiores a nosotros mismos (cf. v. 3). Con este espíritu intentaremos ponernos a la escucha los unos de los otros para discernir juntos lo que el Señor le está pidiendo a su Iglesia. Y esto nos exige estar alertas y velar para que no domine la lógica de autopreservación y autorreferencialidad que termina convirtiendo en importante lo superfluo y haciendo superfluo lo importante. El amor por el Evangelio y por el pueblo que nos fue confiado nos pide ampliar la mirada y no perder de vista la misión a la que nos convoca para apuntar a un bien mayor que nos beneficiará a todos. Sin esta actitud, vanos serán todos nuestros esfuerzos.

El don de la escucha sincera, orante y con el menor número de prejuicios y presupuestos nos permitirá entrar en comunión con las diferentes situaciones que vive el Pueblo de Dios. Escuchar a Dios, hasta escuchar con él el clamor del pueblo; escuchar al pueblo, hasta respirar en él la voluntad a la que Dios nos llama (cf. Discurso durante el encuentro para la familia, 4 octubre 2014).

Esta actitud nos defiende de la tentación de caer en posturas «eticistas» o elitistas, así como de la fascinación por ideologías abstractas que nunca coinciden con la realidad de nuestros pueblos (cf. J. M. Bergoglio, Meditaciones para religiosos, 45-46).

Hermanos y hermanas: Pongamos este tiempo bajo la materna protección de la Virgen María. Que ella, mujer de la escucha y la memoria, nos acompañe a reconocer las huellas del Espíritu para que, «sin demora» (cf. Lc 1,39), entre sueños y esperanzas, acompañemos y estimulemos a nuestros jóvenes para que no dejen de profetizar.

Padres sinodales:

Muchos de nosotros éramos jóvenes o comenzábamos los primeros pasos en la vida religiosa al finalizar el Concilio Vaticano II. A los jóvenes de aquellos años les fue dirigido el último mensaje de los padres conciliares. Lo que escuchamos de jóvenes nos hará bien volverlo repasar en el corazón recordando las palabras del poeta: «Que el hombre mantenga lo que de niño prometió» (F. Hölderlin).

Así nos hablaron los Padres conciliares: «La Iglesia, durante cuatro años, ha trabajado para rejuvenecer su rostro, para responder mejor a los designios de su fundador, el gran viviente, Cristo, eternamente joven. Al final de esa impresionante “reforma de vida” se vuelve a vosotros. Es para vosotros los jóvenes, sobre todo para vosotros, porque la Iglesia acaba de alumbrar en su Concilio una luz, luz que alumbrará el porvenir. La Iglesia está preocupada porque esa sociedad que vais a constituir respete la dignidad, la libertad, el derecho de las personas, y esas personas son las vuestras […]

En el nombre de este Dios y de su hijo, Jesús, os exhortamos a ensanchar vuestros corazones a las dimensiones del mundo, a escuchar la llamada de vuestros hermanos y a poner ardorosamente a su servicio vuestras energías. Luchad contra todo egoísmo. Negaos a dar libre curso a los instintos de violencia y de odio, que engendran las guerras y su cortejo de males. Sed generosos, puros, respetuosos, sinceros. Y edificad con entusiasmo un mundo mejor que el de vuestros mayores» (Pablo VIMensaje a los jóvenes, con ocasión de la clausura del Concilio Vaticano II, 8 diciembre 1965).

Padres sinodales: la Iglesia los mira con confianza y amor.

Jn 14,27-31a: Mi paz os doy.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
- «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: "Me voy y vuelvo a vuestro lado." Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.
Ya no hablaré mucho con vosotros, pues se acerca el Príncipe de este mundo; no es que él tenga poder sobre mí, pero es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que lo que el Padre me manda yo lo hago.»

Clave de lectura

"Cómo da la paz el mundo y cómo la da el Señor"

Martes, 12 de mayo de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

El Señor antes de irse saluda a los suyos y da el don de la paz (cf. Jn 14,27-31), la paz del Señor: «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo» (v. 27). No se trata de la paz universal, esa paz sin guerras que todos nosotros deseamos que haya siempre, sino la paz del corazón, la paz del alma, la paz que cada uno de nosotros tiene dentro. Y el Señor la da, pero —subraya — «no os la doy como la da el mundo» (v. 27). ¿Cómo da la paz el mundo y cómo la da el Señor? ¿Son paces diferentes? Sí.

El mundo te da la “paz interior” —estamos hablando de esta, la paz de tu vida, ese vivir con el “corazón en paz”—, te da la paz interior como una posesión tuya, como algo que es tuyo y te aísla de los demás, te mantiene en ti, es una adquisición tuya: tengo la paz. Y tú, sin darte cuenta, te encierras en esa paz, es una paz un poco para ti, para cada uno; es una paz “sola”, es una paz que te hace estar tranquilo, incluso feliz. Y en esta tranquilidad, en esta felicidad te adormece un poco, te anestesia y hace que te quedes contigo mismo con cierta tranquilidad. Es un poco egoísta: la paz para mí, encerrada en mí. Así es como el mundo da la paz (cf. v. 27). Y es una paz cara, porque tienes que cambiar constantemente los “instrumentos de paz”: cuando algo te entusiasma, cuando una cosa te da paz, luego se acaba y tienes que encontrar otra... Es cara porque es provisional y estéril.

En cambio, la paz que Jesús da es otra cosa. Es una paz que te pone en movimiento, no te aísla, te pone en movimiento, te hace ir hacia los demás, crea comunidad, crea comunicación. La paz del mundo es cara, la de Jesús es gratuita, es gratis; es un don del Señor, la paz del Señor. Es fecunda, siempre te hace avanzar.

Un ejemplo del Evangelio que me hace pensar en cómo es la paz del mundo es aquel señor que tenía los graneros llenos y la cosecha del año se presentaba abundante, así que pensó: “Tendré que construir otros almacenes, otros graneros para almacenar todo esto y luego estaré tranquilo..., es mi tranquilidad, con esto puedo vivir tranquilo”. “Necio, le dice Dios, esta noche morirás” (cf. Lc 12,13-21). Es una paz inmanente que no te abre la puerta al más allá. En cambio, la paz del Señor está abierta adonde él ha ido, está abierta al Cielo, está abierta al Paraíso. Es una paz fecunda que se abre y porta a otros contigo al Paraíso.

Creo que nos ayudará pensar un poco en ¿cuál es mi paz, dónde encuentro paz? ¿En las cosas, en el bienestar, en los viajes —pero ahora, hoy no se puede viajar—, en las posesiones, en muchas cosas, o encuentro la paz como don del Señor? ¿Tengo que pagar la paz o la recibo gratis del Señor? ¿Cómo es mi paz? ¿Me enfado cuando me falta algo? Esta no es la paz del Señor. Esta es una de las pruebas. ¿Estoy tranquilo en mi paz, “me duermo”? No es del Señor. ¿Estoy en paz y quiero comunicarla a los demás y llevar algo adelante? ¡Esa es la paz del Señor! Incluso en los momentos malos y difíciles, ¿permanece esa paz en mí? Es del Señor. Y la paz del Señor es fecunda también para mí porque está llena de esperanza, es decir, mira al Cielo.

Ayer —perdonen si digo estas cosas, pero son cosas de la vida que me hacen bien—, ayer recibí una carta de un sacerdote, un buen sacerdote, bueno, y me decía que hablo poco del cielo, que debería hablar más. Y tiene razón, tiene razón. Es por esto por lo que hoy he querido subrayar  que la paz, esta que Jesús nos da, es una paz para ahora y para el futuro. Es comenzar a vivir el Cielo, con la fecundidad del Cielo. No es anestesia. La otra, sí: te anestesias con las cosas del mundo y cuando la dosis de esta anestesia termina tomas otra y otra y otra... Esta [de Jesús] es una paz definitiva, fecunda también y contagiosa. No es narcisista, porque siempre mira al Señor. La otra te mira a ti, es un poco narcisista.

Que el Señor nos dé esta paz llena de esperanza, que nos hace fecundos, nos hace comunicativos con los demás, que crea comunidad y que siempre mira a la paz definitiva del Paraíso.

Jn 15,1-8: El que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
- «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador.
A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca,
y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto.
Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado;
permaneced en mí, y yo en vosotros.
Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí.
Yo soy la vid, vosotros los sarmientos;
el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante;
porque sin mí no podéis hacer nada.
Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden.
Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros,
pediréis lo que deseáis, y se realizará.
Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.»

Clave de lectura 1

“El permanecer recíproco entre la vid y los sarmientos”

Miércoles, 13 de mayo de 2020

Homilía del Papa Francisco

 

El Señor vuelve sobre el “permanecer en Él”, y nos dice: “La vida cristiana es permanecer en mí”. Permanecer. Y utiliza aquí la imagen de la vid y de los sarmientos permanecen en la vid (cf. Jn 15,1-8). Y este permanecer no es un permanecer pasivo, un adormecimiento en el Señor: esto sería quizás un “sueño beatífico”, pero no es eso. Este permanecer es un permanecer activo, y también es un permanecer recíproco. ¿Por qué? Porque Él dice: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (v. 4). Él también permanece en nosotros, no sólo nosotros en Él. Es una permanencia recíproca. En otra parte dice: Yo y el Padre «vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). Es un misterio, pero un misterio de vida, un hermoso misterio. Esta permanencia recíproca. También con el ejemplo de los sarmientos: es cierto, los sarmientos sin la vid no pueden hacer nada porque la savia no circula, necesitan la savia para crecer y dar fruto; pero también el árbol, la vid necesita sarmientos, porque los frutos no están unidos al árbol, a la vid. Es una necesidad recíproca, es una permanencia recíproca para dar fruto.

Y esta es la vida cristiana. Es verdad, la vida cristiana es cumplir los mandamientos (cf. Ex 20,1-11), y esto debe hacerse. La vida cristiana es ir por el camino de las bienaventuranzas (cf. Mt 5,1-13), y esto debe hacerse. La vida cristiana es llevar a cabo las obras de misericordia, como el Señor nos enseña en el Evangelio (cf. Mt 25,35-36), y esto debe hacerse. Pero es también más: es esta permanencia recíproca. Sin Jesús no podemos hacer nada, como los sarmientos sin la vid. Y Él —me permita el Señor decirlo— sin nosotros parece que no puede hacer nada, porque el fruto lo da el sarmiento, no el árbol, la vid. En esta comunidad, en esta intimidad del “permanecer” que es fecunda, el Padre y Jesús permanecen en mí y yo permanezco en Ellos.

¿Y cuál es —se me ocurre decir— la “necesidad” que tiene el árbol de la vid de los sarmientos? Es dar frutos. ¿Qué  “necesidad” —por así decir, con un poco de audacia—, qué “necesidad”  tiene Jesús de nosotros? El testimonio. Cuando en el Evangelio dice que nosotros somos luz, dice: “Brille vuestra luz, para que los hombres «vean vuestras buenas obras y alaben a vuestro Padre» (Mt 5,16)”. Es decir, el testimonio es la necesidad que tiene Jesús de nosotros. Dar testimonio de su nombre, porque la fe, el Evangelio crece por el testimonio. Esto es un modo misterioso: después de haber pasado la Pasión, Jesús glorificado en el cielo necesita nuestro testimonio para hacer crecer, para anunciar, para que la Iglesia crezca. Y este es el misterio recíproco del “permanecer”. Él, el Padre y el Espíritu permanecen en nosotros, y nosotros permanecemos en Jesús.

Nos hará bien pensar y reflexionar sobre esto: permanecer en Jesús; y Jesús permanece en nosotros. Permanecer en Jesús para tener la savia, la fuerza, para tener la justificación, la gratuidad, para tener la fecundidad. Y Él permanece en nosotros para darnos la fuerza de [dar] fruto (cf. Jn 5,15), para darnos la fuerza del testimonio con el que la Iglesia crece.

Me hago una pregunta: ¿cómo es la relación entre Jesús que permanece en mí y yo que permanece en Él? Es una relación de intimidad, una relación mística, una relación sin palabras. “¡Pero padre, pero esto es para los místicos!”. No: esto es para todos nosotros. Con pequeños pensamientos: “Señor, sé que estás conmigo: dame la fuerza y haré lo que me digas”. Ese diálogo de intimidad con el Señor. El Señor está presente, el Señor está presente en nosotros, el Padre está presente en nosotros, el Espíritu está presente en nosotros; permanecen en nosotros. Pero yo debo permanecer en Ellos...

Que el Señor nos ayude a comprender, a sentir esta mística del permanecer en la que Jesús insiste tanto, tanto, tanto. Muchas veces, cuando hablamos de la vid y los sarmientos, nos detenemos en la figura, en el oficio del agricultor, del Padre: que lo [el sarmiento] que da fruto lo corta, es decir, lo poda, y lo que no da fruto lo arranca y lo tira (cf. Jn 15, 1-2). Es cierto que hace esto, pero eso no es todo, no. Hay más. Esta es la ayuda: las pruebas, las dificultades de la vida, incluso las correcciones que el Señor nos hace. Pero no nos detengamos aquí. Entre la vid y los sarmientos se da este permanecer íntimo. Los sarmientos, nosotros, necesitamos la savia, y la vid necesita los frutos, el testimonio.

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

REGINA COELI

Domingo, 29 de abril de 2018

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La Palabra de Dios, también este quinto Domingo de Pascua, continúa indicándonos el camino y las condiciones para ser comunidad del Señor Resucitado. El pasado Domingo se puso de relieve la relación entre el creyente y Jesús Buen Pastor. Hoy el Evangelio nos propone el momento en el que Jesús se presenta como la vid verdadera y nos invita a permanecer unidos a Él para llevar mucho fruto (cf. Juan 15, 1-8). La vid es una planta que forma un todo con el sarmiento; y los sarmientos son fecundos únicamente cuando están unidos a la vid. Esta relación es el secreto de la vida cristiana y el evangelista Juan la expresa con el verbo «permanecer», que en el pasaje de hoy se repite siete veces. «Permaneced en mí» dice el Señor; permanecer en el Señor.

Se trata de permanecer en el Señor para encontrar el valor de salir de nosotros mismos, de nuestras comodidades, de nuestros espacios restringidos y protegidos, para adentrarnos en el mar abierto de las necesidades de los demás y dar un respiro amplio a nuestro testimonio cristiano en el mundo. Este coraje de salir de sí mismos y de adentrarse en las necesidades de los demás, nace de la fe en el Señor Resucitado y de la certeza de que su Espíritu acompaña nuestra historia. Uno de los frutos más maduros que brota de la comunión con Cristo es, de hecho, el compromiso de caridad hacia el prójimo, amando a los hermanos con abnegación de sí, hasta las últimas consecuencias, como Jesús nos amó. El dinamismo de la caridad del creyente no es fruto de estrategias, no nace de solicitudes externas, de instancias sociales o ideológicas, sino del encuentro con Jesús y del permanecer en Jesús. Él es para nosotros la vida de la que absorbemos la savia, es decir, la «vida» para llevar a la sociedad una forma diferente de vivir y de brindarse, lo que pone en el primer lugar a los últimos.

Cuando somos íntimos con el Señor, como son íntimos y unidos entre sí la vid y los sarmientos, somos capaces de dar frutos de vida nueva, de misericordia, de justicia y de paz, que derivan de la Resurrección del Señor. Es lo que hicieron los santos, aquellos que vivieron en plenitud la vida cristiana y el testimonio de la caridad, porque eran verdaderos sarmientos de la vid del Señor. Pero para ser santos «no es necesario ser obispos, sacerdotes, religiosas o religiosos […] Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra» (Gaudete et Exsultate, 14). Todos nosotros estamos llamados a ser santos; debemos ser santos con esta riqueza que recibimos del Señor resucitado. Cada actividad —el trabajo, el descanso, la vida familiar y social, el ejercicio de las responsabilidades políticas, culturales y económicas— cada actividad, pequeña o grande, si se vive en unión con Jesús y con actitud de amor y de servicio, es una ocasión para vivir en plenitud el Bautismo y la santidad evangélica.

Que nos sea de ayuda María, Reina de los santos y modelo de perfecta comunión con su Hijo divino. Que nos enseñe Ella a permanecer en Jesús, como sarmientos a la vid y a no separarnos nunca de su amor. Nada, de hecho, podemos sin Él, porque nuestra vida es Cristo vivo, presente en la Iglesia y en el mundo.

CLAVE DE LECTURA 3

PAPA FRANCISCO

REGINA CAELI

Plaza de San Pedro
Domingo, 2 de mayo de 2021

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de este quinto domingo de Pascua (Jn 15,1-8), el Señor se presenta como la vid verdadera y habla de nosotros como los sarmientos que no pueden vivir sin permanecer unidos a Él. Y dice así: «Yo soy la vid, ustedes los sarmientos» (v. 5). No hay vid sin sarmientos, y viceversa. Los sarmientos no son autosuficientes, sino que dependen totalmente de la vid, que es la fuente de su existencia.

Jesús insiste en el verbo “permanecer”. Lo repite siete veces en el pasaje del Evangelio de hoy. Antes de dejar este mundo e ir al Padre, Jesús quiere asegurar a sus discípulos que pueden seguir unidos a él. Dice: «Permanezcan en mí y yo en ustedes» (v. 4). Este permanecer no es una permanencia pasiva, un “adormecerse” en el Señor, dejándose mecer por la vida. No, no. No es esto. El “permanecer en Él”, el permanecer en Jesús que nos propone es una permanencia activa, y también recíproco. ¿Por qué? Porque sin la vid los sarmientos no pueden hacer nada, necesitan la savia para crecer y dar fruto; pero también la vid necesita los sarmientos, porque los frutos no brotan del tronco del árbol. Es una necesidad recíproca, es una permanencia recíproca para dar fruto. Nosotros permanecemos en Jesús y Jesús permanece en nosotros.

En primer lugar, lo necesitamos a Él. El Señor quiere decirnos que antes de la observancia de sus mandamientos, antes de las bienaventuranzas, antes de las obras de misericordia, es necesario estar unidos a Él, permanecer en Él. No podemos ser buenos cristianos si no permanecemos en Jesús. Y, en cambio, con Él lo podemos todo (cf. Flp 4,13). Con él lo podemos todo.

Pero también Jesús, como la vid con los sarmientos, nos necesita. Tal vez nos parezca audaz decir esto, por lo que debemos preguntarnos: ¿en qué sentido Jesús necesita de nosotros? Él necesita de nuestro testimonio. El fruto que, como sarmientos, debemos dar es el testimonio de nuestra vida cristiana. Después de que Jesús subió al Padre, es tarea de los discípulos, es tarea nuestra, seguir anunciando el Evangelio con la palabra y con obras. Y los discípulos —nosotros, discípulos de Jesús— lo hacen dando testimonio de su amor: el fruto que hay que dar es el amor. Unidos a Cristo, recibimos los dones del Espíritu Santo, y así podemos hacer el bien al prójimo, hacer el bien a la sociedad, a la Iglesia. Por sus frutos se reconoce el árbol. Una vida verdaderamente cristiana da testimonio de Cristo.

¿Y cómo podemos lograrlo? Jesús nos dice: «Si permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y se les concederá» (v. 7). También esto es audaz: la seguridad de que aquello que nosotros pidamos se nos concederá. La fecundidad de nuestra vida depende de la oración. Podemos pedir que pensemos como Él, actuar como Él, ver el mundo y las cosas con los ojos de Jesús. Y así, amar a nuestros hermanos y hermanas, empezando por los más pobres y sufrientes, como Él lo hizo, y amarlos con Su corazón y dar en el mundo frutos de bondad, frutos de caridad, frutos de paz.  

Encomendémonos a la intercesión de la Virgen María. Ella permaneció siempre unida a Jesús y dio mucho fruto. Que Ella nos ayude a permanecer en Cristo, en su amor, en su palabra, para dar testimonio del Señor resucitado en el mundo.

Jn 15,9-11: Permaneced en mi amor, para que vuestra alegría llegue a plenitud.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
- «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo;
permaneced en mi amor.
Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor;
lo mismo que yo he guardado
los mandamientos de mi Padre
y permanezco en su amor.
Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros,
y vuestra alegría llegue a plenitud.»

CLAVE DE LECTURA 1

PAPA FRANCISCO

REGINA COELI

Domingo, 6 de mayo de 2018

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este tiempo pascual, la Palabra de Dios continúa indicándonos estilos de vida coherentes para ser la comunidad del Resucitado. Entre estos, el Evangelio de hoy presenta el mandato de Jesús: «Permaneced en mi amor» (Juan 15, 9): permanecer en el amor de Jesús. Habitar en la corriente del amor de Dios, tomar demora estable, es la condición para hacer que nuestro amor no pierda por el camino su ardor y su audacia. También nosotros, como Jesús y en Él, debemos acoger con gratitud el amor que viene del Padre y permanecer en este amor, tratando de no separarnos con el egoísmo y el pecado. Es un programa arduo pero no imposible.

Primero es importante tomar conciencia de que el amor de Cristo no es un sentimiento superficial, no, es una actitud fundamental del corazón, que se manifiesta en el vivir como Él quiere. Jesús, de hecho, afirma: «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (v. 10). El amor se realiza en la vida de cada día, en las actitudes, en las acciones; de otra manera es solamente algo ilusorio. Son palabras, palabras, palabras: eso no es el amor. El amor es concreto, cada día. Jesús nos pide cumplir sus mandamientos, que se resumen en esto: «que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (v. 12).

¿Cómo hacer para que este amor que el Señor resucitado nos dona pueda ser compartido por los demás? En más de una ocasión Jesús ha indicado quién es el otro a quien hay que amar, no con palabras, sino con los hechos. Es aquel que encuentro en mi camino y que, con su rostro y su historia, me interpela; es aquel que, con su misma presencia, me impulsa a salir de mis intereses y de mis seguridades; es aquel que espera mi disponibilidad a escuchar y a hacer una parte de camino juntos. Disponibilidad hacia cada hermano y hermana, sea quien sea y en cualquier situación que se encuentre, empezando por quien está cerca de mí en la familia, en la comunidad, en el trabajo, en la escuela... De esta manera, yo permanezco unido a Jesús, su amor puede alcanzar al otro y atraerlo a sí, a su amistad. Y este amor por los demás no se puede reservar a momentos excepcionales, sino que se debe convertir en la constante de nuestra existencia. Es por esto que somos llamados, por ejemplo, a cuidar de los ancianos como un tesoro precioso y con amor, incluso si crean problemas económicos y dificultades, pero debemos cuidarlos. Es por esto que a los enfermos, también si están en la última etapa, debemos dar toda la asistencia posible. Por eso los no nacidos deben ser siempre acogidos; por esto, en definitiva, la vida debe ser siempre tutelada desde la concepción hasta su ocaso natural. Y esto es amor. Nosotros somos amados por Dios en Jesucristo, que nos pide amarnos como Él nos ama. Pero eso no podemos hacerlo si no tenemos en nosotros su mismo Corazón.

La eucaristía, a la cual estamos llamados a participar cada domingo, tiene el fin de formar en nosotros el Corazón de Cristo, de tal forma que toda nuestra vida sea guiada por sus actitudes generosas. Que la Virgen María nos ayude a permanecer en el amor de Jesús y a crecer en el amor hacia todos, especialmente los más débiles, para corresponder plenamente a nuestra vocación cristiana.

CLAVE DE LECTURA 2

PAPA FRANCISCO

REGINA CAELI

Plaza de San Pedro
Domingo, 9 de mayo de 2021

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de este domingo (Jn 15,9-17), Jesús, después de haberse comparado a Sí mismo con la vid y a nosotros con los sarmientos, explica cuál es el fruto que dan quienes permanecen unidos a Él: este fruto es el amor. Retoma una vez más el verbo clave: permanecer. Nos invita a permanecer en su amor para que su alegría esté en nosotros y nuestra alegría sea plena (vv. 9-11). Permanecer en el amor de Jesús.

Nos preguntamos: ¿cuál es este amor en el que Jesús nos dice que permanezcamos para tener su alegría? ¿Cuál es este amor? Es el amor que tiene origen en el Padre, porque «Dios es amor» (1Jn 4,8). Este amor de Dios, del Padre, fluye como un río en el Hijo Jesús, y a través de Él llega a nosotros, sus criaturas. De hecho, Él dice: «Como el Padre me ama, así os amo yo a vosotros» (Jn 15,9). El amor que Jesús nos dona es el mismo con el que el Padre lo ama a Él: amor puro, incondicionado, amor gratuito. No se puede comprar, es gratuito. Donándonoslo, Jesús nos trata como amigos —con este amor—, dándonos a conocer al Padre, y nos involucra en su misma misión por la vida del mundo.

Y además, podemos preguntarnos: ¿qué hemos de hacer para permanecer en este amor? Dice Jesús: «Si cumplís mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (v. 10). Jesús resumió sus mandamientos en uno solo, este: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (v. 12). Amar como ama Jesús significa ponerse al servicio, al servicio de los hermanos, tal como hizo Él al lavar los pies de los discípulos. Significa también salir de uno mismo, desprenderse de las propias seguridades humanas, de las comodidades mundanas, para abrirse a los demás, especialmente a quienes tienen más necesidad. Significa ponerse a disposición con lo que somos y lo que tenemos. Esto quiere decir amar no de palabra, sino con obras.

Amar como Cristo significa decir no a otros “amores” que el mundo nos propone: amor al dinero —quien ama el dinero no ama como ama Jesús—, amor al éxito, a la vanidad, al poder… Estos caminos engañosos de “amor” nos alejan del amor al Señor y nos llevan a ser cada vez más egoístas, narcisistas, prepotentes. La prepotencia conduce a una degeneración del amor, a abusar de los demás, a hacer sufrir a la persona amada. Pienso en el amor enfermo que se transforma en violencia —¡y cuántas mujeres son víctimas de la violencia hoy en día!—. Esto no es amor. Amar como ama el Señor quiere decir apreciar a la persona que está a nuestro lado y respetar su libertad, amarla como es, no como nosotros queremos que sea, como es,  gratuitamente. En definitiva, Jesús nos pide que permanezcamos en su amor, que habitemos en su amor, no en nuestras ideas, no en el culto a nosotros mismos. Quien habita en el culto de sí mismo, habita en el espejo: siempre está mirándose. Jesús nos pide que abandonemos la pretensión de dirigir y controlar a los demás. No debemos controlarlos, sino servirlos. Abrir el corazón a los demás: esto es amor, donarnos a ellos.

Queridos hermanos y hermanas, ¿a dónde conduce este permanecer en el amor del Señor? ¿A dónde nos conduce? Nos lo ha dicho Jesús: «Para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea plena» (v. 11). El Señor quiere que la alegría que Él posee, porque está en comunión total con el Padre, esté también en nosotros en cuanto unidos a Él. La alegría de sabernos amados por Dios a pesar de nuestras infidelidades nos hace afrontar con fe las pruebas de la vida, nos hace atravesar las crisis para salir de ellas siendo mejores. Ser verdaderos testigos consiste en vivir esta alegría, porque la alegría es el signo característico del verdadero cristiano. El verdadero cristiano no es triste, tiene siempre esa alegría dentro, incluso en los malos momentos.

Que la Virgen María nos ayude a permanecer en el amor de Jesús y a crecer en el amor hacia todos testimoniando la alegría del Señor resucitado.

Jn 15,12-17: Esto os mando: que os améis unos a otros.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
- «Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado.
Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando.
Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.
No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure.
De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros.»
Jn 15,18-21: No sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
- «Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros.
Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia.
Recordad lo que os dije: "No es el siervo más que su amo. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra."
Y todo eso lo harán con vosotros a causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió.»

CLAVE DE LECTURA

LITURGIA DE LA PALABRA CON LA COMUNIDAD DE SANT’EGIDIO,
 EN MEMORIA DE LOS “NUEVOS MÁRTIRES” DE LOS SIGLOS XX Y XXI

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica de San Bartolomé en la Isla Tiberina
Sábado 22 de abril de 2017

 

 

Hemos venido como peregrinos a esta basílica de San Bartolomé de la Isla Tiberina, donde la historia antigua del martirio se une a la memoria de nuevos mártires, de muchos cristianos asesinados por las locas ideologías del siglo pasado —y también hoy— y asesinados sólo por ser discípulos de Jesús.

El recuerdo de estos testigos heroicos antiguos y recientes nos confirma en la conciencia de que la Iglesia es Iglesia si es Iglesia de mártires. Y los mártires son aquellos que, como nos ha recordado el Libro del Apocalipsis, «esos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y la han blanqueado con la sangre del Cordero» (7, 14). Estos han tenido la gracia de confesar a Jesús hasta el final, hasta la muerte. Ellos sufren, ellos dan la vida, y nosotros recibimos la bendición de Dios por su testimonio. Y hay también muchos mártires escondidos, esos hombres y esas mujeres fieles a la fuerza mansa del amor, a la voz del Espíritu Santo, que en la vida de cada día buscan ayudar a los hermanos y amar a Dios sin reservas. Si miramos bien, la causa de cada persecución es el odio: el odio del príncipe de este mundo hacia los que han sido salvados y redimidos por Jesús con su muerte y con su resurrección. En el pasaje del Evangelio que hemos escuchado (cf. Juan 15, 12-19) Jesús usa una palabra fuerte y que asusta: la palabra “odio”. Él, que es el maestro del amor, al cual le gustaba tanto hablar de amor, habla de odio. Pero Él quería siempre llamar a las cosas por su nombre. Y nos dice: «¡No os asustéis! El mundo os odiará; pero sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí».

Jesús nos ha elegido y nos ha rescatado, por un don gratuito de su amor. Con su muerte y resurrección nos ha rescatado del poder del mundo, del poder del diablo, del poder del príncipe de este mundo. Y el origen del odio es este: ya que nosotros somos salvados por Jesús, y el príncipe del mundo esto no lo quiere, él nos odia y suscita la persecución, que desde los tiempos de Jesús y de la Iglesia naciente continúa hasta nuestros días. ¡Cuántas comunidades cristianas hoy son objeto de persecución! ¿Por qué? A causa del odio del espíritu del mundo.

Cuántas veces, en momentos difíciles de la historia, se ha escuchado decir: “Hoy la patria necesita héroes”. El mártir puede ser pensado como un héroe, pero lo fundamental del mártir es que ha sido un “salvado”: es la gracia de Dios, no la valentía, lo que nos hace mártires. Hoy, de la misma manera se nos puede preguntar: “¿Qué necesita la Iglesia hoy?”. Mártires, testigos, es decir santos de todos los días. Porque la Iglesia la llevan adelante los santos. Los santos: sin ellos, la Iglesia no puede ir adelante. La Iglesia necesita santos de todos los días, los de la vida ordinaria, llevada adelante con coherencia; pero también aquellos que tienen el valor de aceptar la gracia de ser testigos hasta el final, hasta la muerte. Todos aquellos son la sangre viva de la Iglesia. Son los testigos que llevan adelante la Iglesia; aquellos que demuestran que Jesús ha resucitado, que Jesús está vivo, y lo demuestran con la coherencia de vida y con la fuerza del Espíritu Santo que han recibido como don.

Yo quisiera, hoy, añadir un icono más, a esta iglesia. Una mujer. No sé el nombre. Pero ella nos mira desde el cielo. Estaba en Lesbos, saludaba a los refugiados y encontré a un hombre de treinta años, con tres niños. Me miró y me dijo: “Padre, yo soy musulmán. Mi mujer era cristiana. Llegaron los terroristas a nuestro país, nos miraron y nos peguntaron nuestra religión y la vieron a ella con el crucifijo, y le dijeron que lo tirara al suelo. Ella no lo hizo y la degollaron delante de mí. ¡Nos queríamos mucho!”. Este es el icono que traigo como regalo aquí. No sé si ese hombre está todavía en Lesbos o ha conseguido ir a otra parte. No sé si ha sido capaz de salir de ese campo de concentración, porque los campos de refugiados —muchos— son de concentración, por la masa de gente que es dejada allí. Y los pueblos generosos que les acogen deben llevar adelante también este peso, porque los acuerdos internacionales parece que son más importantes que los derechos humanos. Y este hombre no tenía rencor: él, musulmán, tenía esta cruz del dolor llevada adelante sin rencor. Se refugiaba en el amor de la mujer, salvada por el martirio.

Recordar estos testimonios de la fe y rezar en este lugar es un gran don. Es un don para la comunidad de San Egidio, para la Iglesia en Roma, para todas las comunidades cristianas de esta ciudad, y para muchos peregrinos. La herencia viva de los mártires nos dona hoy a nosotros paz y unidad. Estos nos enseñan que, con la fuerza del amor, con la mansedumbre, se puede luchar contra la prepotencia, la violencia, la guerra y se puede realizar con paciencia la paz. Y entonces podemos rezar así: Oh Señor, haznos dignos testigos del Evangelio y de tu amor; infunde tu misericordia sobre la humanidad; renueva tu Iglesia, protege a los cristianos perseguidos, concede pronto la paz al mundo entero. A ti, Señor, la gloria y a nosotros, Señor, la vergüenza (cf. Daniel 9, 7).


 

Tras el encuentro con los refugiados, el Papa añadió:

Un palabra para saludar, y para agradeceros todo lo que nos dais. Muchas gracias. El Señor os bendiga.

Para finalizar el encuentro, delante de la basílica, el Pontífice concluyó:

Os doy las gracias por la presencia y por la oración en esta iglesia de los mártires. Pensemos en la crueldad, la crueldad que hoy se cierne sobre tanta gente; la explotación de la gente... La gente que llega en pateras y después se queda ahí, en los países generosos como Italia y Grecia que les acogen, pero después los tratados internacionales no dejan... Si en Italia se acogieran dos, dos inmigrantes por municipio, habría sitio para todos. Y esta generosidad del sur, de Lampedusa, de Sicilia, de Lesbos, pueda contagiar un poco al norte.

Es verdad: somos una civilización que no tiene hijos, pero cerramos la puerta a los inmigrantes. Esto se llama suicidio. ¡Recemos!

Jn 15,26-16,4a: El Espíritu de la verdad dará testimonio de mí.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
- «Cuando venga el Defensor, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo.
Os he hablado de esto, para que no tambaleéis. Os excomulgarán de la sinagoga; más aún, llegará incluso una hora cuando el que os dé muerte pensará que da culto a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí.
Os he hablado de esto para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que yo os lo había dicho.»

CLAVE DE LECTURA

SANTA MISA DE LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica de San Pedro - Altar de la Cátedra
Domingo, 23 de mayo de 2021

 

 

«Cuando venga el Paráclito, a quien yo les enviaré desde mi Padre» (Jn 15,26). Con estas palabras Jesús promete a los discípulos el Espíritu Santo, el don definitivo, el don de los dones. Habla de él usando una expresión particular, misteriosa: Paráclito. Acojamos hoy esta palabra, que no es fácil de traducir porque encierra varios significados. Paráclito quiere decir esencialmente dos cosas: Consolador Abogado.

1. El Paráclito es el Consolador. Todos nosotros, especialmente en los momentos difíciles como el que estamos atravesando, debido a la pandemia, buscamos consolaciones. Pero frecuentemente recurrimos sólo a las consolaciones terrenas, que desaparecen pronto, son consolaciones del momento. Jesús nos ofrece hoy la consolación del cielo, el Espíritu, la «fuente del mayor consuelo» (Secuencia); ¿Cuál es la diferencia? Las consolaciones del mundo son como los analgésicos, que dan un alivio momentáneo, pero no curan el mal profundo que llevamos dentro. Evaden, distraen, pero no curan de raíz. Calman superficialmente, en el ámbito de los sentidos y difícilmente en el del corazón. Porque sólo quien nos hace sentir amados tal y como somos da paz al corazón. El Espíritu Santo, el amor de Dios actúa así: «entra hasta el fondo del alma», pues como Espíritu obra en nuestro espíritu. Visita lo más íntimo del corazón como «dulce huésped del alma» (ibíd.). Es la ternura misma de Dios, que no nos deja solos; porque estar con quien está solo es ya consolar.

Hermana, hermano, si adviertes la oscuridad de la soledad, si llevas dentro un peso que sofoca la esperanza, si tienes en el corazón una herida que quema, si no encuentras una salida, ábrete al Espíritu Santo. Él, escribía san Buenaventura, «lleva mayor consolación donde hay mayor tribulación, no como hace el mundo que en la prosperidad consuela y adula, y en la adversidad se burla y condena» (Sermón en la octava de la Ascensión). Eso hace el mundo, eso hace sobre todo el espíritu enemigo, el diablo. Primero nos halaga y nos hace sentir invencibles ―los halagos del diablo que hacen crecer la vanidad―, después nos echa por tierra y nos hace sentir inadecuados. Juega con nosotros. Hace todo lo posible para que caigamos, mientras que el Espíritu del Resucitado quiere realzarnos. Miremos a los Apóstoles: estaban solos esa mañana, estaban solos y perdidos, tenían las puertas cerradas por el miedo, vivían en el temor y ante sus ojos estaban todas sus debilidades y sus fracasos, sus pecados; habían renegado a Jesucristo. Los años pasados con Jesús no los habían cambiado, seguían siendo los mismos. Después recibieron el Espíritu y todo cambió, los problemas y los defectos siguieron siendo los mismos, pero, sin embargo, ya no los temían porque tampoco temían a quienes les querían hacer daño. Se sentían consolados interiormente y querían difundir la consolación de Dios. Los que antes estaban atemorizados, ahora sólo temen no dar testimonio del amor recibido. Jesús les había profetizado: «el Espíritu […] dará testimonio de mí. Y también ustedes darán testimonio» (Jn 15,26-27).

Y demos un paso hacia adelante.También nosotros estamos llamados a dar testimonio en el Espíritu Santo, a ser paráclitos, es decir consoladores. Sí, el Espíritu nos pide que demos forma a su consolación. ¿Cómo podemos hacerlo? No con grandes discursos, sino haciéndonos próximos; no con palabras de circunstancia, sino con la oración y la cercanía. Recordemos que la cercanía, la compasión y la ternura son el estilo de Dios, siempre. El Paráclito dice a la Iglesia que hoy es el tiempo de la consolación. Es el tiempo del gozoso anuncio del Evangelio más que de la lucha contra el paganismo. Es el tiempo de llevar la alegría del Resucitado, no de lamentarnos por el drama de la secularización. Es el tiempo para derramar amor sobre el mundo, sin amoldarse a la mundanidad. Es el tiempo de testimoniar la misericordia más que de inculcar reglas y normas. ¡Es el tiempo del Paráclito! Es el tiempo de la libertad del corazón, en el Paráclito.

2. El Paráclito, además, es el Abogado. En el contexto histórico de Jesús, el abogado no desarrollaba sus funciones como hoy, más que hablar en lugar del imputado, normalmente estaba junto a él y le sugería al oído los argumentos para defenderse. Así hace el Paráclito, «el Espíritu de la Verdad» (v. 26), que no nos remplaza, sino que nos defiende de las falsedades del mal inspirándonos pensamientos y sentimientos. Lo hace con delicadeza, sin forzarnos. Se propone, pero no se impone. El espíritu de la falsedad, el maligno, por el contrario, trata de obligarnos, quiere hacernos creer que siempre estamos obligados a ceder a las sugestiones malignas y a las pulsiones de los vicios. Intentemos ahora acoger tres sugerencias típicas del Paráclito, de nuestro Abogado. Son tres antídotos básicos contra sendas tentaciones, hoy muy extendidas.

El primer consejo del Espíritu Santo es “vive el presente”. El presente, no el pasado o el futuro. El Paráclito afirma la primacía del hoy contra la tentación de paralizarnos por las amarguras y las nostalgias del pasado, como también de concentrarnos en las incertidumbres del mañana y dejarnos obsesionar por los temores del porvenir. El Espíritu nos recuerda la gracia del presente. No hay otro tiempo mejor para nosotros. Ahora, justo donde nos encontramos, es el momento único e irrepetible para hacer el bien, para hacer de la vida un don. ¡Vivamos el presente!

Asimismo, el Paráclito aconseja: “busca el todo”. El todo, no la parte. El Espíritu no plasma individuos cerrados, sino que nos constituye como Iglesia en la multiforme variedad de carismas, en una unidad que no es nunca uniformidad. El Paráclito afirma la primacía del conjunto. Es en el conjunto, en la comunidad, donde el Espíritu prefiere actuar y llevar la novedad. Miremos a los Apóstoles. Eran muy distintos. Entre ellos, por ejemplo, estaba Mateo, publicano que había colaborado con los romanos, y Simón, llamado el Zelota, que se oponía a ellos. Había ideas políticas opuestas, visiones del mundo muy diferentes. Pero cuando recibieron el Espíritu aprendieron a no dar la primacía a sus puntos de vista humanos, sino al todo de Dios. Hoy, si escuchamos al Espíritu, no nos centraremos en conservadores y progresistas, tradicionalistas e innovadores, derecha e izquierda. Si estos son los criterios, quiere decir que en la Iglesia se olvida el Espíritu. El Paráclito impulsa a la unidad, a la concordia, a la armonía en la diversidad. Nos hace ver como partes del mismo cuerpo, hermanos y hermanas entre nosotros. ¡Busquemos el todo! El enemigo quiere que la diversidad se transforme en oposición, y por eso la convierte en ideologías. Hay que decir “no” a las ideologías y “sí” al todo.

Y finalmente, el tercer gran consejo: “Pon a Dios antes que tu yo”. Es el paso decisivo de la vida espiritual, que no es una serie de méritos y de obras nuestras, sino humilde acogida de Dios. El Paráclito afirma el primado de la gracia. Sólo si nos vaciamos de nosotros mismos dejamos espacio al Señor; sólo si nos abandonamos en Él nos encontramos a nosotros mismos; sólo como pobres en el espíritu seremos ricos de Espíritu Santo. Esto vale también para la Iglesia. No salvamos a nadie, ni siquiera a nosotros mismos con nuestras propias fuerzas. Si ponemos en primer lugar nuestros proyectos, nuestras estructuras y nuestros planes de reforma caeremos en el pragmatismo, en el eficientismo, en el horizontalismo, y no daremos fruto. Los “ismos” son ideologías que dividen, que separan. La Iglesia no es una organización humana ―es humana, pero no es sólo una organización humana―, la Iglesia es el templo del Espíritu Santo. Jesús ha traído el fuego del Espíritu a la tierra y la Iglesia se reforma con la unción, con la gratuidad de la unción de la gracia, con la fuerza de la oración, con la alegría de la misión, con la belleza cautivadora de la pobreza. ¡Pongamos a Dios en el primer lugar!

Espíritu Santo, Espíritu Paráclito, consuela nuestros corazones. Haznos misioneros de tu consolación, paráclitos de misericordia para el mundo. Abogado nuestro, dulce consejero del alma, haznos testigos del hoy de Dios, profetas de unidad para la Iglesia y la humanidad, apóstoles fundados sobre tu gracia, que todo lo crea y todo lo renueva. Amén.

Jn 16,5-11: Si no me voy, no vendrá a vosotros el Defensor.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
- «Ahora me voy al que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta: "¿Adónde vas?" Sino que, por haberos dicho esto, la tristeza os ha llenado el corazón. Sin embargo, lo que os digo es la verdad: os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Defensor. En cambio, si me voy, os lo enviaré.
Y cuando venga, dejará convicto al mundo con la prueba de un pecado., de una justicia, de una condena. De un pecado, porque no creen en mí; de una justicia, porque me voy al Padre, y no me veréis; de una condena, porque el Príncipe de este mundo está condenado.»
Jn 16,12-15: El Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad plena.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
- «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir.
El me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando.
Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará.»

CLAVE DE LECTURA

VISITA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LAS ZONAS AFECTADAS POR EL TERREMOTO DE 2016 EN LA DIÓCESIS DE CAMERINO-SANSEVERINO MARCHE

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Plaza Cavour, Camerino
Domingo, 16 de junio de 2019

 

«¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes?» hemos rezado en el Salmo (8, 5). Me han venido a la mente estas palabras pensando en vosotros. Ante lo que habéis visto y sufrido, ante casas derrumbadas y edificios reducidos a escombros, surge esta pregunta: ¿Qué es el hombre? ¿Qué es, si lo que levanta puede colapsar en un instante? ¿Qué es, si su esperanza puede terminar en escombros? ¿Qué es el hombre? La respuesta parece venir de la continuación de la oración: ¿qué es el hombre para que de él te acuerdes? De nosotros, tal y como somos, con nuestras debilidades, Dios se acuerda. En la incertidumbre que sentimos fuera y dentro, el Señor nos da una certeza: nos recuerda. Él re-cuerda, es decir, regresa con su corazón a nosotros, porque se preocupa por nosotros. Y mientras aquí abajo muchas cosas se olvidan rápidamente, Dios no nos deja en el olvido. Nadie es despreciable en sus ojos, cada uno tiene un valor infinito para Él: somos pequeños bajo el cielo e impotentes cuando la tierra tiembla, pero para Dios somos más valiosos que cualquier otra cosa.

Recuerdo es una palabra clave para la vida. Pidamos la gracia de recordar cada día que no somos olvidados por Dios, que somos sus hijos amados, únicos e irremplazables: recordarlo nos da la fuerza para no rendirnos ante los reveses de la vida. Recordemos cuánto valemos, frente a la tentación de entristecernos y continuar moviendo ese peor que parece no acabar nunca. Los malos recuerdos llegan, incluso cuando no pensamos en ellos; pero pagan mal: solo dejan melancolía y nostalgia. ¡Pero qué difícil es liberarse de los malos recuerdos! Es válido aquel dicho por el cual era más fácil para Dios sacar a Israel de Egipto que a Egipto del corazón de Israel. Para liberar el corazón del pasado que regresa, de los recuerdos negativos que nos aprisionan, de las añoranzas que lo paralizan, se necesita a alguien que nos ayude a llevar el peso que tenemos dentro. Hoy Jesús nos dice: «no podéis con ello» (cf. Jn 16,12). ¿Y qué hace frente a nuestra debilidad? No nos quita las cargas, como nos gustaría a nosotros, que siempre estamos buscando soluciones rápidas y superficiales; no, el Señor nos da al Espíritu Santo. Lo necesitamos porque él es el Consolador, el que no nos deja solos bajo las cargas de la vida. Es Él quien transforma nuestra memoria de esclavos en memoria libre, las heridas del pasado en recuerdos de salvación. Él hace en nosotros lo que hizo por Jesús: sus llagas, esas feas heridas talladas por el mal, se han convertido por el poder del Espíritu Santo en canales de misericordia, heridas luminosas en las que brilla el amor de Dios, un amor que eleva, que resucita. Esto es lo que hace el Espíritu Santo cuando lo invitamos a nuestras heridas. Él unge los malos recuerdos con el bálsamo de la esperanza, porque el Espíritu Santo es el reconstructor de la esperanza.

Esperanza. ¿Qué esperanza es esta? No es una esperanza pasajera. Las esperanzas terrenales son fugaces, siempre tienen fecha de caducidad: están hechas de ingredientes terrosos, que tarde o temprano se estropean. La del Espíritu es una esperanza duradera. No caduca, porque se basa en la fidelidad de Dios. La esperanza del Espíritu tampoco es optimismo. Nace más en profundidad, reaviva en el fondo del corazón la certeza de ser preciosos porque somos amados. Infunde la confianza de no estar solos. Es una esperanza que deja dentro paz y alegría, sin importar lo que pase fuera. Es una esperanza que tiene raíces fuertes, que ninguna tormenta de la vida puede arrancar. Es una esperanza, dice San Pablo hoy, que «no falla» (Rm 5, 5) —¡la esperanza no defrauda!—, que da la fuerza para superar todas las tribulaciones (cf. vv. 2-3). Cuando estamos atribulados o heridos, y vosotros sabéis bien lo que significa estar atribulados, heridos, somos propensos a «anidar» alrededor de nuestra tristeza y nuestros miedos. El Espíritu, en cambio, nos libera de nuestros nidos, nos hace volar, nos revela el maravilloso destino para el cual nacimos. El Espíritu nos alimenta con esperanza viva. Invitadle. Pidámosle que venga a nosotros y se acercará. ¡Ven, Espíritu Consolador! Ven y danos algo de luz, danos el sentido de esta tragedia, danos la esperanza que no defrauda. ¡Ven, Espíritu Santo!

Proximidad es la tercera y última palabra que me gustaría compartir con vosotros. Hoy celebramos la Santísima Trinidad. La Trinidad no es un enigma teológico, sino el espléndido misterio de la cercanía de Dios. La Trinidad nos dice que no tenemos un Dios solitario en el cielo, distante e indiferente; no, él es Padre que nos dio a su Hijo, que se hizo hombre como nosotros, y que, para estar aún más cerca de nosotros, para ayudarnos a llevar las cargas de la vida, nos envía su propio Espíritu. Él, que es Espíritu, entra en nuestro espíritu y así nos consuela desde dentro, nos trae la ternura de Dios. Con Dios, la carga de la vida no permanece sobre nuestros hombros: el Espíritu, a quien nombramos cada vez que hacemos la señal de la cruz, justo cuando nos tocamos los hombros, viene a darnos fuerza, a alentarnos, a soportar los pesos. En efecto, es un especialista en resucitar, levantar, reconstruir. Se necesita más fuerza para reparar que para construir, para recomenzar que para comenzar, para reconciliarse que para llevarse bien. Esta es la fuerza que Dios nos da. Por eso el que se acerca a Dios no se abate, sale adelante: comienza de nuevo, intenta de nuevo, reconstruye. También sufre, pero se las arregla para volver a empezar, para intentarlo de nuevo, para reconstruir.

Queridos hermanos y hermanas, hoy he venido simplemente para estar cerca de vosotros. Estoy aquí para rezar con vosotros a Dios que se acuerda de nosotros, para que nadie se olvide de quién está en problemas. Ruego al Dios de la esperanza, para que lo que es inestable en la tierra no sacuda la certeza que tenemos dentro. Ruego al Dios Cercano, que despierte gestos concretos de proximidad. Han pasado casi tres años y el riesgo es que, después de la primera participación emocional y mediática, la atención disminuya y las promesas caigan en el olvido, aumentando la frustración de los que ven que el territorio se despuebla cada vez más. El Señor, en cambio, empuja a recordar, a reparar, a reconstruir y a hacerlo juntos, sin olvidar nunca a los que sufren.

¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? Dios que se acuerda de nosotros, Dios que sana nuestros recuerdos heridos ungiéndolos con esperanza, Dios que está cerca de nosotros para levantarnos desde dentro, este Dios nos ayuda a ser constructores del bien, consoladores de corazones. Cada uno puede hacer un poco de bien, sin esperar a que otros comiencen. «Empiezo yo, empiezo yo, empiezo yo»: tiene que decirlo cada uno. Cada uno puede consolar a alguien, sin esperar a que se resuelvan sus problemas. Incluso cargando con mi cruz, trato de acercarme para consolar a otros. ¿Qué es el hombre? Es tu gran sueño, Señor, del que siempre te acuerdas. El hombre es tu gran sueño, Señor, del que siempre te acuerdas. No es fácil entenderlo en estas circunstancias, Señor. Los hombres se olvidan de nosotros, no recuerdan esta tragedia. Pero tú, Señor, no te olvidas. El hombre es tu gran sueño Señor, del que siempre te acuerdas. Señor, haz que también nosotros nos acordemos de que estamos en el mundo para dar esperanza y cercanía, porque somos tus hijos, “Dios de toda consolación” (2 Co 1, 3).

Jn 16,16-20: Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
- «Dentro de poco ya no me veréis, pero poco más tarde me volveréis a ver.»
Comentaron entonces algunos discípulos:
- «¿Qué significa eso de "dentro de poco ya no me veréis, pero poco más tarde me volveréis a ver", y eso de "me voy con el Padre"?»
Y se preguntaban:
- «¿Qué significa ese "poco"? No entendemos lo que dice.»
Comprendió Jesús que querían preguntarle y les dijo:
- «¿Estáis discutiendo de eso que os he dicho: "Dentro de poco ya no me veréis, pero poco más tarde me volveréis a ver"? Pues sí, os aseguro que lloraréis y os lamentaréis vosotros, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría.»
Jn 16,20-23a: Nadie os quitará vuestra alegría.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 
- «Os aseguro que lloraréis y os lamentaréis vosotros, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre. También vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría. Ese día no me preguntaréis nada.»
Jn 16,23b-28: El Padre os quiere, porque vosotros me queréis y creéis.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
- «Yo os aseguro, si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará.
Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa. Os he hablado de esto en comparaciones; viene la hora en que ya no hablaré en comparaciones, sino que os hablaré del Padre claramente.
Aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os quiere, porque vosotros me queréis y creéis que yo salí de Dios.
Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre.»
Jn 16,29-33: Tened valor: yo he vencido al mundo.
En aquel tiempo, dijeron los discípulos a Jesús: 
- «Ahora sí que hablas claro y no usas comparaciones. Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que saliste de Dios.»
Les contestó Jesús: 
- «¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre. Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo.»
Jn 17,1-11a: Padre, glorifica a tu Hijo.
En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo:
«Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a los que le confiaste. Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, he coronado la obra que me encomendaste. Y ahora, Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti, antes que el mundo existiese. 
He manifestado tu nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado. Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por éstos que tú me diste, y son tuyos. Sí, todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti.»
Jn 17,20-26: Que sean completamente uno.
En aquel tiempo, levantando los ojos al cielo, Jesús dijo:
- Padre santo:
no sólo por ellos ruego,
sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos,
para que todos sean uno,
como tú, Padre, en mí y yo en ti,
que ellos también lo sean en nosotros,
para que el mundo crea que tú me has enviado.
También les di a ellos la gloria que me diste,
para que sean uno,
como nosotros somos uno:
yo en ellos y tú en mí,
para que sean completamente uno,
de modo que el mundo sepa que tú me has enviado
y los has amado como me has amado a mí.
Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo,
donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste,
porque me amabas antes de la fundación del mundo.
Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido,
y éstos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer
y les daré a conocer tu Nombre, para que el amor que me tenías
esté en ellos, como también yo estoy en ellos.

CLAVE DE LECTURA

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD FRANCISCO A CHILE Y PERÚ
(15-22 DE ENERO DE 2018)

SANTA MISA POR EL PROGRESO DE LOS PUEBLOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Aeródromo Maquehue, Temuco
Miércoles, 17 de enero de 2018

 

 

«Mari, Mari» (Buenos días)

«Küme tünngün ta niemün» (La paz esté con ustedes) (Lc 24,36).

Doy gracias a Dios por permitirme visitar esta linda parte de nuestro continente, la Araucanía: Tierra bendecida por el Creador con la fertilidad de inmensos campos verdes, con bosques cuajados de imponentes araucarias —el quinto elogio realizado por Gabriela Mistral a esta tierra chilena—[1], sus majestuosos volcanes nevados, sus lagos y ríos llenos de vida. Este paisaje nos eleva a Dios y es fácil ver su mano en cada criatura. Multitud de generaciones de hombres y mujeres han amado y aman este suelo con celosa gratitud. Y quiero detenerme y saludar de manera especial a los miembros del pueblo Mapuche, así como también a los demás pueblos originarios que viven en estas tierras australes: rapanui (Isla de Pascua), aymara, quechua y atacameños, y tantos otros.

Esta tierra, si la miramos con ojos de turistas, nos dejará extasiados, pero luego seguiremos nuestro rumbo sin más; y acordándonos de los lindos paisajes, pero si nos acercamos a su suelo lo escucharemos cantar: «Arauco tiene una pena que no la puedo callar, son injusticias de siglos que todos ven aplicar»[2].

En este contexto de acción de gracias por esta tierra y por su gente, pero también de pena y dolor, celebramos la Eucaristía. Y lo hacemos en este aeródromo de Maquehue, en el cual tuvieron lugar graves violaciones de derechos humanos. Esta celebración la ofrecemos por todos los que sufrieron y murieron, y por los que cada día llevan sobre sus espaldas el peso de tantas injusticias. Y recordando estas cosas nos quedamos un instante en silencio ante tanto dolor y tanta injusticia. La entrega de Jesús en la cruz carga con todo el pecado y el dolor de nuestros pueblos, un dolor para ser redimido.

En el Evangelio que hemos escuchado, Jesús ruega al Padre para que «todos sean uno» (Jn 17,21). En una hora crucial de su vida se detiene a pedir por la unidad. Su corazón sabe que una de las peores amenazas que golpea y golpeará a los suyos y a la humanidad toda será la división y el enfrentamiento, el avasallamiento de unos sobre otros. ¡Cuántas lágrimas derramadas! Hoy nos queremos agarrar a esta oración de Jesús, queremos entrar con Él en este huerto de dolor, también con nuestros dolores, para pedirle al Padre con Jesús: que también nosotros seamos uno; no permitas que nos gane el enfrentamiento ni la división.

Esta unidad clamada por Jesús, es un don que hay que pedir con insistencia por el bien de nuestra tierra y de sus hijos. Y es necesario estar atentos a posibles tentaciones que pueden aparecer y «contaminar desde la raíz» este don que Dios nos quiere regalar y con el que nos invita a ser auténticos protagonistas de la historia. ¿Cuáles son esas tentaciones?

1. Los falsos sinónimos

Una de las principales tentaciones a enfrentar es confundir unidad con uniformidad. Jesús no le pide a su Padre que todos sean iguales, idénticos; ya que la unidad no nace ni nacerá de neutralizar o silenciar las diferencias. La unidad no es un simulacro ni de integración forzada ni de marginación armonizadora. La riqueza de una tierra nace precisamente de que cada parte se anime a compartir su sabiduría con los demás. No es ni será una uniformidad asfixiante que nace normalmente del predominio y la fuerza del más fuerte, ni tampoco una separación que no reconozca la bondad de los demás. La unidad pedida y ofrecida por Jesús reconoce lo que cada pueblo, cada cultura está invitada a aportar en esta bendita tierra. La unidad es una diversidad reconciliada porque no tolera que en su nombre se legitimen las injusticias personales o comunitarias. Necesitamos de la riqueza que cada pueblo tenga para aportar, y dejar de lado la lógica de creer que existen culturas superiores o culturas inferiores. Un bello «chamal» requiere de tejedores que sepan el arte de armonizar los diferentes materiales y colores; que sepan darle tiempo a cada cosa y a cada etapa. Se podrá imitar industrialmente, pero todos reconoceremos que es una prenda sintéticamente compactada. El arte de la unidad necesita y reclama auténticos artesanos que sepan armonizar las diferencias en los «talleres» de los poblados, de los caminos, de las plazas y paisajes. No es un arte de escritorio la unidad, ni tan solo de documentos, es un arte de la escucha y del reconocimiento. En eso radica su belleza y también su resistencia al paso del tiempo y de las inclemencias que tendrá que enfrentar.

La unidad que nuestros pueblos necesitan reclama que nos escuchemos, pero principalmente que nos reconozcamos, que no significa tan sólo «recibir información sobre los demás… sino recoger lo que el Espíritu ha sembrado en ellos como un don también para nosotros»[3]. Esto nos introduce en el camino de la solidaridad como forma de tejer la unidad, como forma de construir la historia; esa solidaridad que nos lleva a decir: nos necesitamos desde nuestras diferencias para que esta tierra siga siendo bella. Es la única arma que tenemos contra la «deforestación» de la esperanza. Por eso pedimos: Señor, haznos artesanos de unidad.

Otra tentación puede venir de la consideración de cuáles son las armas de la unidad.

2. Las armas de la unidad

La unidad, si quiere construirse desde el reconocimiento y la solidaridad, no puede aceptar cualquier medio para lograr este fin. Existen dos formas de violencia que más que impulsar los procesos de unidad y reconciliación terminan amenazándolos. En primer lugar, debemos estar atentos a la elaboración de «bellos» acuerdos que nunca llegan a concretarse. Bonitas palabras, planes acabados, sí —y necesarios—, pero que al no volverse concretos terminan «borrando con el codo, lo escrito con la mano». Esto también es violencia, ¿y por qué? porque frustra la esperanza.

En segundo lugar, es imprescindible defender que una cultura del reconocimiento mutuo no puede construirse en base a la violencia y destrucción que termina cobrándose vidas humanas. No se puede pedir reconocimiento aniquilando al otro, porque esto lo único que despierta es mayor violencia y división. La violencia llama a la violencia, la destrucción aumenta la fractura y separación. La violencia termina volviendo mentirosa la causa más justa. Por eso decimos «no a la violencia que destruye», en ninguna de sus dos formas.

Estas actitudes son como lava de volcán que todo arrasa, todo quema, dejando a su paso sólo esterilidad y desolación. Busquemos, en cambio, y no nos cansemos de buscar el diálogo para la unidad. Por eso decimos con fuerza: Señor, haznos artesanos de unidad.

Todos nosotros que, en cierta medida, somos pueblo de la tierra (Gn 2,7) estamos llamados al Buen vivir (Küme Mongen) como nos los recuerda la sabiduría ancestral del pueblo Mapuche. ¡Cuánto camino a recorrer, cuánto camino para aprender! Küme Mongen, un anhelo hondo que brota no sólo de nuestros corazones, sino que resuena como un grito, como un canto en toda la creación. Por eso hermanos, por los hijos de esta tierra, por los hijos de sus hijos digamos con Jesús al Padre: que también nosotros seamos uno; Señor, haznos artesanos de unidad.


[1] Gabriela Mistral, Elogios de la tierra de Chile.

[2] Violeta Parra, Arauco tiene una pena.

[3] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 246.

 

Jn 18,33b-37: Tú lo dices: soy rey.
En aquel tiempo, dijo Pilato a Jesús:
- «¿Eres tú el rey de los judíos?»
Jesús le contestó:
- «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?»
Pilato replicó:
- «¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?»
Jesús le contestó:
- «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí.»
Pilato le dijo:
- «Conque, ¿tú eres rey?»
Jesús le contestó:
- «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.»

CLAVE DE LECTURA

PAPA FRANCISCO

ÁNGELUS

Domingo, 25 de noviembre de 2018

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La solemnidad de Jesucristo Rey del universo, que celebramos hoy, se coloca al final del año litúrgico y recuerda que la vida de la creación no avanza de forma aleatoria, sino que procede hacia una meta final: la manifestación definitiva de Cristo, Señor de la historia y de toda la creación. La conclusión de la historia será su reino eterno. El pasaje evangélico de hoy (cf. Juan 18, 33b-37) nos habla de este reino, el reino de Cristo, el reino de Jesús, relatando la situación humillante en la que se encontró Jesús después de ser arrestado en el Getsemaní: atado, insultado, acusado y conducido frente a las autoridades de Jerusalén. Y después, es presentado al procurador romano, como uno que atenta contra el poder político, para convertirse en el rey de los judíos. Pilato entonces hace su petición y en un interrogatorio le pregunta al menos dos veces si Él era un rey (cf. vv. 33b.37).

Y Jesús en primer lugar responde que su reino «no es de este mundo» (v. 36). después afirma: «sí, como dices, soy Rey» (v.37). Es evidente, por toda su vida, que Jesús no tiene ambiciones políticas. Recordemos que tras la multiplicación de los panes, la gente, entusiasmada por el milagro, quería proclamarlo rey para que derrotara al poder romano y restableciese el reino de Israel. Pero, para Jesús, el reino es otra cosa y no se alcanza con revueltas, con violencia ni con la fuerza de las armas. Por eso, se retiró solo al monte a rezar (cf. Juan 6, 5-15). Ahora, respondiendo a Pilato, le hace notar que sus discípulos no han combatido para defenderlo. Dice: «Si mi reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos» (v. 36). Jesús quiere hacer entender que por encima del poder político hay otro mucho más grande que no se obtiene con medios humanos. Él vino a la tierra para ejercer este poder, que es el amor, para dar testimonio de la verdad (cf. v. 37). Se trata de la verdad divina que, en definitiva, es el mensaje esencial del Evangelio: «Dios es amor» y quiere establecer en el mundo su reino de amor, de justicia y de paz. Este es el Reino del que Jesús es Rey, y que se extiende hasta el final de los tiempos.

La historia enseña que los reinos fundados sobre el poder de las armas y sobre la prevaricación son frágiles y antes o después terminan quebrando. Pero el Reino de Dios se fundamenta sobre el amor y se radica en los corazones, ofreciendo a quien lo acoge paz, libertad y plenitud de vida. Todos nosotros queremos paz, queremos libertad, queremos plenitud. ¿Cómo se consigue? Basta con que dejes que el amor de Dios se radique en el corazón y tendrás paz, libertad y tendrás plenitud

Jesús hoy nos pide que dejemos que Él se convierta en nuestro rey. Un Rey que, con su palabra, con su ejemplo y con su vida inmolada en la Cruz, nos ha salvado de la muerte, e indica —este rey— el camino al hombre perdido, da luz nueva a nuestra existencia marcada por la duda, por el miedo y por la prueba de cada día. Pero no debemos olvidar que el reino de Jesús no es de este mundo. Él dará un sentido nuevo a nuestra vida, en ocasiones sometida a dura prueba también por nuestros errores y nuestros pecados, solamente con la condición de que nosotros no sigamos las lógicas del mundo y de sus «reyes».

Que la Virgen María nos ayude a acoger a Jesús como rey de nuestra vida y a difundir su reino, dando testimonio a la verdad que es el amor.

Lc 23,35-43: Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.
En aquel tiempo, las autoridades y el pueblo hacían muecas a Jesús, diciendo:
-A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido.
Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo:
-Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.
Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: ESTE ES EL REY DE LOS JUDIOS.
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:
-¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.
Pero el otro lo increpaba:
-¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada.
Y decía:
-Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.
Jesús le respondió:
-Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.

Clave de lectura

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A TAILANDIA Y JAPÓN

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo
Estadio de Béisbol, Nagasaki
Domingo, 24 de noviembre de 2019

 

 

«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42).

En este último domingo del año litúrgico unimos nuestras voces a la del malhechor que, crucificado junto con Jesús, lo reconoció y lo proclamó rey. Allí, en el momento menos triunfal y glorioso, bajo los gritos de burlas y humillación, el bandido fue capaz de alzar la voz y realizar su profesión de fe. Son las últimas palabras que Jesús escucha y, a su vez, son las últimas palabras que Él dirige antes de entregarse al Padre: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43). El pasado tortuoso del ladrón parece, por un instante, cobrar un nuevo sentido: acompañar de cerca el suplicio del Señor; y este instante no hace más que corroborar la vida del Señor: ofrecer siempre y en todas partes la salvación. El calvario, lugar de desconcierto e injusticia, donde la impotencia y la incomprensión se encuentran acompañadas por el murmullo y cuchicheo indiferente y justificador de los burlones de turno ante la muerte del inocente, se transforma, gracias a la actitud del buen ladrón, en una palabra de esperanza para toda la humanidad. Las burlas y los gritos de sálvate a ti mismo frente al inocente sufriente no serán la última palabra; es más, despertarán la voz de aquellos que se dejen tocar el corazón y se decidan por la compasión como auténtica forma para construir la historia.

Hoy aquí queremos renovar nuestra fe y nuestro compromiso; conocemos bien la historia de nuestras fallas, pecados y limitaciones, al igual que el buen ladrón, pero no queremos que eso sea lo que determine o defina nuestro presente y futuro. Sabemos que no son pocas las veces que podemos caer en la atmósfera comodona del grito fácil e indiferente del “sálvate a ti mismo”, y perder la memoria de lo que significa cargar con el sufrimiento de tantos inocentes. Estas tierras experimentaron, como pocas, la capacidad destructora a la que puede llegar el ser humano. Por eso, como el buen ladrón, queremos vivir ese instante donde poder levantar nuestras voces y profesar nuestra fe en la defensa y en el servicio del Señor, el Inocente sufriente. Queremos acompañar su suplicio, sostener su soledad y abandono, y escuchar, una vez más, que la salvación es la palabra que el Padre nos quiere ofrecer a todos: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».

Salvación y certeza que testimoniaron valientemente con su vida san Pablo Miki y sus compañeros, así como los miles de mártires que jalonan vuestro patrimonio espiritual. Queremos caminar sobre sus huellas, queremos andar sobre sus pasos para profesar con valentía que el amor dado, entregado y celebrado por Cristo en la cruz, es capaz de vencer sobre todo tipo de odio, egoísmo, burla o evasión; es capaz de vencer sobre todo pesimismo inoperante o bienestar narcotizante, que termina por paralizar cualquier buena acción y elección. Nos lo recordaba el Concilio Vaticano II: lejos están de la verdad quienes sabiendo que nosotros no tenemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos la futura, piensan que por ello podemos descuidar nuestros deberes terrenos, no advirtiendo que, precisamente, por esa misma fe profesada estamos obligados a realizarlos de una manera tal que den cuenta y transparenten la nobleza de la vocación con la que hemos sido llamados (cf. Const. past. Gaudium et spes, 43).

Nuestra fe es en el Dios de los Vivientes. Cristo está vivo y actúa en medio nuestro, conduciéndonos a todos hacia la plenitud de vida. Él está vivo y nos quiere vivos. Cristo es nuestra esperanza (cf. Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 1). Lo imploramos cada día: venga a nosotros tu Reino, Señor. Y al hacerlo queremos también que nuestra vida y nuestras acciones se vuelvan una alabanza. Si nuestra misión como discípulos misioneros es la de ser testigos y heraldos de lo que vendrá, no podemos resignarnos ante el mal y los males, sino que nos impulsa a ser levadura de su Reino dondequiera que estemos: familia, trabajo, sociedad; nos impulsa a ser una pequeña abertura en la que el Espíritu siga soplando esperanza entre los pueblos. El Reino de los cielos es nuestra meta común, una meta que no puede ser sólo para el mañana, sino que la imploramos y la comenzamos a vivir hoy, al lado de la indiferencia que rodea y que silencia tantas veces a nuestros enfermos y discapacitados, a los ancianos y abandonados, a los refugiados y trabajadores extranjeros: todos ellos sacramento vivo de Cristo, nuestro Rey (cf. Mt 25,31-46); porque «si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse» (S. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 49).

Aquel día, en el Calvario, muchas voces callaban, tantas otras se burlaban, tan sólo la del ladrón fue capaz de alzarse y defender al inocente sufriente; toda una valiente profesión de fe. En cada uno de nosotros está la decisión de callar, burlar o profetizar. Queridos hermanos: Nagasaki lleva en su alma una herida difícil de curar, signo del sufrimiento inexplicable de tantos inocentes; víctimas atropelladas por las guerras de ayer pero que siguen sufriendo hoy en esta tercera guerra mundial a pedazos. Alcemos nuestras voces aquí en una plegaria común por todos aquellos que hoy están sufriendo en su carne este pecado que clama al cielo, y para que cada vez sean más los que, como el buen ladrón, sean capaces de no callar ni burlarse, sino con su voz profetizar un reino de verdad y justicia, de santidad y gracia, de amor y de paz.

Lc 24,13-35: Lo reconocieron al partir el pan.
Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos, pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.
Él les dijo:
-«¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?»
Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó:
-«¿Eres tú el único forastero de Jerusalén, que no sabes lo que ha pasado allí estos días?»
Él les preguntó:
-«¿Qué?
Ellos le contestaron:
-«Lo de Jesús de Nazaret, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; como lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves: hace ya dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado: pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron.»
Entonces Jesús les dijo:
- «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?»
Y, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura.
Ya cerca de la aldea donde iban, el hizo ademán de seguir adelante; pero ellos le apremiaron, diciendo:
«Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída.»
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció.
Ellos comentaron:
- «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?»
Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo:
- «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.»
Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

CLAVE DE LECTURA

PAPA FRANCISCO

REGINA CAELI

Biblioteca del Palacio Apostólico
Domingo, 23 de abril de 2020

 

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy, ambientado en el día de Pascua, cuenta el episodio de los dos discípulos de Emaús (cf. Lucas 24, 13-35). Es una historia que comienza y finaliza en camino. De hecho, narra el viaje de ida de los discípulos que, tristes por el epílogo de la historia de Jesús, abandonan Jerusalén y regresan a casa, a Emaús, caminando alrededor de once kilómetros. Es un viaje que tiene lugar durante el día, con gran parte del viaje cuesta abajo. Luego tiene lugar el viaje de regreso: otros once kilómetros, pero recorridos al caer la noche, con parte del viaje cuesta arriba después de la fatiga del viaje de ida y todo el día. Dos viajes: uno fácil durante el día y el otro agotador por la noche. Sin embargo, el primero tiene lugar en la tristeza, el segundo en la alegría. En el primero está el Señor caminando a su lado, pero no lo reconocen; en el segundo ya no lo ven, pero lo sienten cerca de ellos. En el primero están desanimados y desesperanzados; en el segundo corren para llevar a los demás la buena noticia del encuentro con Jesús Resucitado.

Los dos diferentes caminos de aquellos primeros discípulos nos dicen, a los discípulos de Jesús de hoy, que en la vida tenemos ante nosotros dos direcciones opuestas: hay un camino de los que, como aquellos dos del principio, se dejan paralizar por las desilusiones de la vida y siguen tristemente; y hay un camino de los que no se ponen a sí mismos y sus problemas en primer lugar, sino a Jesús que nos visita, y a los hermanos que esperan que nos ocupemos de ellos. Este es el punto de inflexión: dejar de orbitar alrededor de uno mismo, de las decepciones del pasado, de los ideales no realizados, de las muchas cosas malas que han sucedido en la vida de uno. Tantas veces nos dejamos llevar por ese dar vueltas y vueltas... Déjalo  y sigue adelante con la mirada puesta en la realidad más grande y verdadera de la vida: Jesús está vivo, Jesús me ama. Esta es la mayor realidad. Y puedo hacer algo por los demás. ¡Es una hermosa realidad, positiva, solar, bella! La inversión de marcha es ésta: pasar de los pensamientos en torno a mí mismo a la realidad de mi Dios; pasar —con otro juego de palabras— del “si” al “sí”. Del “si” al “sí”. ¿Qué significa eso? “Si Él nos hubiera liberado, si Dios me hubiera escuchado, si la vida hubiera sido como yo quería, si tuviera esto y aquello...”, en tono de queja. Este “si” no ayuda, no es fecundo, no nos ayuda ni a nosotros ni a los demás. Aquí están nuestros “si”, similares a los de los dos discípulos... Pero pasan al sí: “sí, el Señor está vivo, camina con nosotros. Sí, ahora, y no mañana, nos ponemos en marcha de nuevo para anunciarlo”. “Sí, puedo hacer esto para que la gente sea más feliz, para que la gente sea mejor, para ayudar a tanta gente. Sí, sí, puedo”. Del si al sí, de las quejas a la alegría y a la paz, porque cuando nos quejamos, no estamos en la alegría; estamos grises, grises, ese aire gris de tristeza. Y eso ni siquiera nos ayuda a crecer bien. De si a sí, de la queja a la alegría del servicio.

Este cambio de paso, de yo a Dios, del si al sí, ¿cómo ocurrió en los discípulos? Encontrándose con Jesús: los dos de Emaús primero le abren su corazón; luego le escuchan explicar las Escrituras; luego le invitan a su casa. Son tres pasos que también nosotros podemos dar en nuestras casas: primero, abrir el corazón a Jesús, confiándole las cargas, las dificultades, las desilusiones de la vida, confiándole los “si”; y luego, segundo paso, escuchar a Jesús, tomar el Evangelio en mano, leyendo hoy mismo este pasaje, en el capítulo veinticuatro del Evangelio de Lucas; tercero, rezar a Jesús, con las mismas palabras de aquellos discípulos: “Señor, «quédate con nosotros». (v. 29). Señor, quédate conmigo. Señor, quédate con todos nosotros, porque te necesitamos para encontrar el camino. Y sin ti es de noche”.

Queridos hermanos y hermanas, en la vida siempre estamos en camino. Y nos convertimos en aquello hacia lo que vamos. Escojamos el camino de Dios, no el camino del ego; el camino del sí, no el camino del si. Descubriremos que no hay ningún imprevisto, no hay cuesta arriba, no hay ninguna noche que no se pueda afrontar con Jesús. Que Nuestra Señora, Madre del Camino, que al aceptar la Palabra hizo de toda su vida un “sí” a Dios, nos muestre el camino.

Lc 24,35-48: Así estaba escrito: el Mesías padecerá y resucitará de entre los muertos al tercer día.
En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.
Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice:
- «Paz a vosotros.»
Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. El les dijo:
- «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.»
Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo:
- «¿Tenéis ahí algo de comer?»
Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo:
- «Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse.»
Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió:
-«Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.
Vosotros sois testigos de esto.»

CLAVE DE LECTURA

PAPA FRANCISCO

REGINA CAELI

Plaza de San Pedro
Domingo, 18 de abril de 2021

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este tercer domingo de Pascua, volvemos a Jerusalén, al Cenáculo, como guiados por los dos discípulos de Emaús, que habían escuchado con gran emoción las palabras de Jesús en el camino y luego lo reconocieron «al partir el pan» (Lc 24, 35). Ahora, en el Cenáculo, Cristo resucitado se presenta en medio del grupo de discípulos y los saluda: «¡La paz con vosotros!» (v. 36). Pero estaban asustados y creían «ver un espíritu », así dice el Evangelio (v. 37). Entonces Jesús les muestra las llagas de su cuerpo y dice: «Mirad mis manos y mis pies —las llagas—; soy yo mismo. Palpadme» (v. 39). Y para convencerlos, les pide comida y la come ante su mirada atónita (cf. vv. 41-42).

Hay un detalle aquí en esta descripción. El Evangelio dice que los apóstoles “por la gran alegría no acababan de creerlo”. Tal era la alegría que tenían que no podían creer que fuera verdad. Y un segundo detalle: estaban atónitos, asombrados, asombrados porque el encuentro con Dios siempre te lleva al asombro: va más allá del entusiasmo, más allá de la alegría, es otra experiencia. Y estos estaban alegres, pero una alegría que les hacía pensar: pero no, ¡esto no puede ser verdad!.... Es el asombro de la presencia de Dios. No olvidéis esto estado de ánimo, que es tan hermoso.

Este pasaje evangélico se caracteriza por tres verbos muy concretos, que en cierto sentido reflejan nuestra vida personal y comunitaria: mirartocar y comer. Tres acciones que pueden dar la alegría de un verdadero encuentro con Jesús vivo.

Mirar. “Mirad mis manos y mis pies” —dice Jesús. Mirar no es solo ver, es más, también implica intención, voluntad. Por eso es uno de los verbos del amor. La madre y el padre miran a su hijo, los enamorados se miran recíprocamente; el buen médico mira atentamente al paciente... Mirar es un primer paso contra la indiferencia, contra la tentación de volver la cara hacia otro lado ante las dificultades y sufrimientos ajenos. Mirar. Y yo, ¿veo o miro a Jesús?

El segundo verbo es tocar. Al invitar a los discípulos a palparle, para que constaten que no es un espíritu —¡palpadme! —, Jesús les indica a ellos y a nosotros que la relación con él y con nuestros hermanos no puede ser “a distancia”, no existe un cristianismo a distancia, no existe un cristianismo solo a nivel de la mirada. El amor pide mirar y también pide cercanía, pide el contacto, compartir la vida. El buen samaritano no solo miró al hombre que encontró medio muerto en el camino: se detuvo, se inclinó, curó sus heridas, lo tocó, lo subió a su montura y lo llevó a la posada. Y lo mismo ocurre con Jesús: amarlo significa entrar en una comunión de vida, una comunión con él.

Y pasamos al tercer verbo, comer, que expresa bien nuestra humanidad en su indigencia más natural, es decir, la necesidad de nutrirnos para vivir. Pero comer, cuando lo hacemos juntos, en familia o con amigos, también se convierte en expresión de amor, expresión de comunión, de fiesta... ¡Cuántas veces los Evangelios nos muestran a Jesús que vive esta dimensión convival! Incluso como Resucitado, con sus discípulos. Hasta el punto de que el banquete eucarístico se ha convertido en el signo emblemático de la comunidad cristiana. Comer juntos el cuerpo de Cristo: este es el centro de la vida cristiana.

Hermanos y hermanas, este pasaje del Evangelio nos dice que Jesús no es un “espíritu”, sino una Persona viva; que Jesús cuando se acerca a nosotros nos llena de alegría, hasta el punto de no creer, y nos deja asombrados, con ese asombro que solo da la presencia de Dios, porque Jesús es una Persona viva. Ser cristianos no es ante todo una doctrina o un ideal moral, es una relación viva con él, con el Señor Resucitado: lo miramos, lo tocamos, nos alimentamos de él y, transformados por su amor, miramos, tocamos y nutrimos a los demás como hermanos y hermanas. Que la Virgen María nos ayude a vivir esta experiencia de gracia.

Transformar la fuerza del miedo en fuerza de la caridad

Papa Francisco, Homilía en la Santa Misa de Nochebuena, 24 de diciembre de 2017

«María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre porque no había lugar para ellos en el albergue» (Lc 2,7). De esta manera, simple pero clara, Lucas nos lleva al corazón de esta noche santa: María dio a luz, María nos dio la Luz. Un relato sencillo para sumergirnos en el acontecimiento que cambia para siempre nuestra historia. Todo, en esa noche, se volvía fuente de esperanza.

Vayamos unos versículos atrás. Por decreto del emperador, María y José se vieron obligados a marchar. Tuvieron que dejar su gente, su casa, su tierra y ponerse en camino para ser censados. Una travesía nada cómoda ni fácil para una joven pareja en situación de dar a luz: estaban obligados a dejar su tierra. En su corazón iban llenos de esperanza y de futuro por el niño que vendría; sus pasos en cambio iban cargados de las incertidumbres y peligros propios de aquellos que tienen que dejar su hogar.

Y luego se tuvieron que enfrentar quizás a lo más difícil: llegar a Belén y experimentar que era una tierra que no los esperaba, una tierra en la que para ellos no había lugar.

Y precisamente allí, en esa desafiante realidad, María nos regaló al Enmanuel. El Hijo de Dios tuvo que nacer en un establo porque los suyos no tenían espacio para él. «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). Y allí…, en medio de la oscuridad de una ciudad, que no tiene ni espacio ni lugar para el forastero que viene de lejos, en medio de la oscuridad de una ciudad en pleno movimiento y que en este caso pareciera que quiere construirse de espaldas a los otros, precisamente allí se enciende la chispa revolucionaria de la ternura de Dios. En Belén se generó una pequeña abertura para aquellos que han perdido su tierra, su patria, sus sueños; incluso para aquellos que han sucumbido a la asfixia que produce una vida encerrada.

En los pasos de José y María se esconden tantos pasos. Vemos las huellas de familias enteras que hoy se ven obligadas a marchar. Vemos las huellas de millones de personas que no eligen irse sino que son obligados a separarse de los suyos, que son expulsados de su tierra. En muchos de los casos esa marcha está cargada de esperanza, cargada de futuro; en muchos otros, esa marcha tiene solo un nombre: sobrevivencia. Sobrevivir a los Herodes de turno que para imponer su poder y acrecentar sus riquezas no tienen ningún problema en cobrar sangre inocente.

María y José, los que no tenían lugar, son los primeros en abrazar a aquel que viene a darnos carta de ciudadanía a todos. Aquel que en su pobreza y pequeñez denuncia y manifiesta que el verdadero poder y la auténtica libertad es la que cubre y socorre la fragilidad del más débil.

Esa noche, el que no tenía lugar para nacer es anunciado a aquellos que no tenían lugar en las mesas ni en las calles de la ciudad. Los pastores son los primeros destinatarios de esta buena noticia. Por su oficio, eran hombres y mujeres que tenían que vivir al margen de la sociedad. Las condiciones de vida que llevaban, los lugares en los cuales eran obligados a estar, les impedían practicar todas las prescripciones rituales de purificación religiosa y, por tanto, eran considerados impuros. Su piel, sus vestimentas, su olor, su manera de hablar, su origen los delataba. Todo en ellos generaba desconfianza. Hombres y mujeres de los cuales había que alejarse, a los cuales temer; se los consideraba paganos entre los creyentes, pecadores entre los justos, extranjeros entre los ciudadanos. A ellos (paganos, pecadores y extranjeros) el ángel les dice: «No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor» (Lc 2,10-11).

Esa es la alegría que esta noche estamos invitados a compartir, a celebrar y a anunciar. La alegría con la que a nosotros, paganos, pecadores y extranjeros Dios nos abrazó en su infinita misericordia y nos impulsa a hacer lo mismo.

La fe de esa noche nos mueve a reconocer a Dios presente en todas las situaciones en las que lo creíamos ausente. Él está en el visitante indiscreto, tantas veces irreconocible, que camina por nuestras ciudades, en nuestros barrios, viajando en nuestros metros, golpeando nuestras puertas.

Y esa misma fe nos impulsa a dar espacio a una nueva imaginación social, a no tener miedo a ensayar nuevas formas de relación donde nadie tenga que sentir que en esta tierra no tiene lugar. Navidad es tiempo para transformar la fuerza del miedo en fuerza de la caridad, en fuerza para una nueva imaginación de la caridad. La caridad que no se conforma ni naturaliza la injusticia sino que se anima, en medio de tensiones y conflictos, a ser «casa del pan», tierra de hospitalidad. Nos lo recordaba san Juan Pablo II: «¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!» (Homilía en la Misa de inicio de Pontificado, 22 octubre 1978)

En el niño de Belén, Dios sale a nuestro encuentro para hacernos protagonistas de la vida que nos rodea. Se ofrece para que lo tomemos en brazos, para que lo alcemos y abracemos. Para que en él no tengamos miedo de tomar en brazos, alzar y abrazar al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al preso (cf. Mt 25,35-36). «¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!». En este niño, Dios nos invita a hacernos cargo de la esperanza. Nos invita a hacernos centinelas de tantos que han sucumbido bajo el peso de esa desolación que nace al encontrar tantas puertas cerradas. En este Niño, Dios nos hace protagonistas de su hospitalidad.

Conmovidos por la alegría del don, pequeño Niño de Belén, te pedimos que tu llanto despierte nuestra indiferencia, abra nuestros ojos ante el que sufre. Que tu ternura despierte nuestra sensibilidad y nos mueva a sabernos invitados a reconocerte en todos aquellos que llegan a nuestras ciudades, a nuestras historias, a nuestras vidas. Que tu ternura revolucionaria nos convenza a sentirnos invitados, a hacernos cargo de la esperanza y de la ternura de nuestros pueblos.

Vemos a Jesús en los niños de Oriente Medio

Papa Francisco, Mensaje Urbi et Orbi Navidad 2017, 25 de diciembre de 2017

Queridos hermanos y hermanas, feliz Navidad.

Jesús nació de María Virgen en Belén. No nació por voluntad humana, sino por el don de amor de Dios Padre, que «tanto amó al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).

Este acontecimiento se renueva hoy en la Iglesia, peregrina en el tiempo: en la liturgia de la Navidad, la fe del pueblo cristiano revive el misterio de Dios que viene, que toma nuestra carne mortal, que se hace pequeño y pobre para salvarnos. Y esto nos llena de emoción, porque la ternura de nuestro Padre es inmensa.

Los primeros que vieron la humilde gloria del Salvador, después de María y José, fueron los pastores de Belén. Reconocieron la señal que los ángeles les habían dado y adoraron al Niño. Esos hombres humildes pero vigilantes son un ejemplo para los creyentes de todos los tiempos, los cuales, frente al misterio de Jesús, no se escandalizan por su pobreza, sino que, como María, confían en la palabra de Dios y contemplan su gloria con mirada sencilla. Ante el misterio del Verbo hecho carne, los cristianos de todas partes confiesan, con las palabras del evangelista Juan: «Hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (1,14).

Por esta razón, mientras el mundo se ve azotado por vientos de guerra y un modelo de desarrollo ya caduco sigue provocando degradación humana, social y ambiental, la Navidad nos invita a recordar la señal del Niño y a que lo reconozcamos en los rostros de los niños, especialmente de aquellos para los que, como Jesús, «no hay sitio en la posada» (Lc 2,7).

Vemos a Jesús en los niños de Oriente Medio, que siguen sufriendo por el aumento de las tensiones entre israelíes y palestinos. En este día de fiesta, invoquemos al Señor pidiendo la paz para Jerusalén y para toda la Tierra Santa; recemos para que entre las partes implicadas prevalezca la voluntad de reanudar el diálogo y se pueda finalmente alcanzar una solución negociada, que permita la coexistencia pacífica de dos Estados dentro de unas fronteras acordadas entre ellos y reconocidas a nivel internacional. Que el Señor sostenga también el esfuerzo de todos aquellos miembros de la Comunidad internacional que, movidos de buena voluntad, desean ayudar a esa tierra martirizada a encontrar, a pesar de los graves obstáculos, la armonía, la justicia y la seguridad que anhelan desde hace tanto tiempo.

Vemos a Jesús en los rostros de los niños sirios, marcados aún por la guerra que ha ensangrentado ese país en estos años. Que la amada Siria pueda finalmente volver a encontrar el respeto por la dignidad de cada persona, mediante el compromiso unánime de reconstruir el tejido social con independencia de la etnia o religión a la que se pertenezca. Vemos a Jesús en los niños de Irak, que todavía sigue herido y dividido por las hostilidades que lo han golpeado en los últimos quince años, y en los niños de Yemen, donde existe un conflicto en gran parte olvidado, con graves consecuencias humanitarias para la población que padece el hambre y la propagación de enfermedades.

Vemos a Jesús en los niños de África, especialmente en los que sufren en Sudán del Sur, en Somalia, en Burundi, en la República Democrática del Congo, en la República Centroafricana y en Nigeria.

Vemos a Jesús en todos los niños de aquellas zonas del mundo donde la paz y la seguridad se ven amenazadas por el peligro de las tensiones y de los nuevos conflictos. Recemos para que en la península coreana se superen los antagonismos y aumente la confianza mutua por el bien de todo el mundo. Confiamos Venezuela al Niño Jesús para que se pueda retomar un diálogo sereno entre los diversos componentes sociales por el bien de todo el querido pueblo venezolano. Vemos a Jesús en los niños que, junto con sus familias, sufren la violencia del conflicto en Ucrania, y sus graves repercusiones humanitarias, y recemos para que, cuanto antes, el Señor conceda la paz a ese querido país.

Vemos a Jesús en los niños cuyos padres no tienen trabajo y con gran esfuerzo intentan ofrecer a sus hijos un futuro seguro y pacífico. Y en aquellos cuya infancia fue robada, obligados a trabajar desde una edad temprana o alistados como soldados mercenarios sin escrúpulos.

Vemos a Jesús en tantos niños obligados a abandonar sus países, a viajar solos en condiciones inhumanas, siendo fácil presa para los traficantes de personas. En sus ojos vemos el drama de tantos emigrantes forzosos que arriesgan incluso sus vidas para emprender viajes agotadores que muchas veces terminan en una tragedia. Veo a Jesús en los niños que he encontrado durante mi último viaje a Myanmar y Bangladesh, y espero que la comunidad internacional no deje de trabajar para que se tutele adecuadamente la dignidad de las minorías que habitan en la Región. Jesús conoce bien el dolor de no ser acogido y la dificultad de no tener un lugar donde reclinar la cabeza. Que nuestros corazones no estén cerrados como las casas de Belén.

Queridos hermanos y hermanas:

También a nosotros se nos ha dado una señal de Navidad: «Un niño envuelto en pañales…» (Lc 2,12). Como la Virgen María y san José, y los pastores de Belén, acojamos en el Niño Jesús el amor de Dios hecho hombre por nosotros, y esforcémonos, con su gracia, para hacer que nuestro mundo sea más humano, más digno de los niños de hoy y de mañana.

Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado
San Andrés de Creta, obispo
Sermón 1: PG 97, 806-810
Cristo es el fin de la ley: él nos hace pasar de la esclavitud de esta ley a la libertad del espíritu. La ley tendía hacia él como a su complemento; y él, como supremo legislador, da cumplimiento a su misión, transformando en espíritu la letra de la ley. De este modo, hacía que todas las cosas lo tuviesen a él por cabeza. La gracia es la que da vida a la ley y, por esto, es superior a la misma, y de la unión de ambas resulta un conjunto armonioso, conjunto que no hemos de considerar como una mezcla, en la cual alguno de los dos elementos citados pierda sus características propias, sino como una transmutación divina, según la cual todo lo que había de esclavitud en la ley se cambia en suavidad y libertad, de modo que, como dice el Apóstol, no vivamos ya esclavizados por lo elemental del mundo, ni sujetos al yugo y a la esclavitud de la ley.
Éste es el compendio de todos los beneficios que Cristo nos ha hecho; ésta es la revelación del designio amoroso de Dios: su anonadamiento, su encarnación y la consiguiente divinización del hombre. Convenía, pues, que esta fulgurante y sorprendente venida de Dios a los hombres fuera precedida de algún hecho que nos preparara a recibir con gozo el gran don de la salvación. Y éste es el significado de la fiesta que hoy celebramos, ya que el nacimiento de la Madre de Dios es el exordio de todo este cúmulo de bienes, exordio que hallará su término y complemento en la unión del Verbo con la carne que le estaba destinada. El día de hoy nació la Virgen; es luego amamantada y se va desarrollando; y es preparada para ser la Madre de Dios, rey de todos los siglos.
Un doble beneficio nos aporta este hecho: nos conduce a la verdad y nos libera de una manera de vivir sujeta a la esclavitud de la letra de la ley. ¿De qué modo tiene lugar esto? Por el hecho de que la sombra se retira ante la llegada de la luz, y la gracia sustituye a la letra de la ley por la libertad del espíritu. Precisamente la solemnidad de hoy representa el tránsito de un régimen al otro, en cuanto que convierte en realidad lo que no era más que símbolo y figura, sustituyendo lo antiguo por lo nuevo.
Que toda la creación, pues, rebose de contento y contribuya a su modo a la alegría propia de este día. Cielo y tierra se aúnen en esta celebración, y que la festeje con gozo todo lo que hay en el mundo y por encima del mundo. Hoy, en efecto, ha sido construido el santuario creado del Creador de todas las cosas, y la creación, de un modo nuevo y más digno, queda dispuesta para hospedar en sí al supremo Hacedor.