El apóstol Pedro
-«Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»
Pasando junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago. Jesús les dijo:
-«Venid conmigo y os haré pescadores de hombres.»
Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con él.
CLAVE DE LECTURA 1
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje evangélico de este domingo (cf. Mc 1,14-20) nos muestra el “paso del testigo” —por así decir— de Juan el Bautista a Jesús. Juan ha sido su precursor, le ha preparado el terreno y le ha preparado el camino: ahora Jesús puede iniciar su misión y anunciar la salvación ya presente: Él es la salvación. Su predicación se sintetiza en estas palabras: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio» (v. 15). Simplemente. Jesús no usaba medias palabras. Es un mensaje que nos invita a reflexionar sobre dos temas esenciales: el tiempo y la conversión.
En este texto del evangelista Marcos, hay que entender el tiempo como la duración de la historia de la salvación realizada por Dios; por tanto, el tiempo “cumplido” es aquel en el que esta acción salvífica llega a su culmen, a su plena actuación: es el momento histórico en el que Dios ha enviado al Hijo al mundo y su Reino se ha hecho más “cercano” que nunca. Se ha cumplido el tiempo de la salvación porque ha llegado Jesús.
Sin embargo, la salvación no es automática; la salvación es un don de amor, y como tal, ofrecido a la libertad humana. Siempre, cuando se habla de amor, se habla de libertad. Un amor sin libertad no es amor. Puede ser interés, puede ser miedo, muchas cosas. Pero el amor siempre es libre. Y, siendo libre, requiere una respuesta libre: requiere nuestra conversión. Es decir, se trata de cambiar de mentalidad. Esta es la conversión: cambiar de mentalidad y cambiar de vida, no seguir más los modelos del mundo, sino el de Dios, que es Jesús, como hizo Jesús y como Él nos enseñó. Es un cambio decisivo de visión y de actitud. De hecho, el pecado —sobre todo el pecado de la mundanidad, que es como el aire, está por todas partes— trajo al mundo una mentalidad que tiende a la afirmación de uno mismo contra los demás, e incluso contra Dios. Esto es curioso: ¿cuál es tu identidad? Muchas veces sentimos que en el espíritu del mundo se expresa la propia identidad con términos “contra”. En el espíritu del mundo es difícil expresar la propia identidad con términos positivos y de salvación. Se hace contra los demás y contra Dios. Y a este fin, la mentalidad del mundo, la mentalidad del pecado, no duda en usar el engaño y la violencia. El engaño y la violencia. Vemos lo que sucede con el engaño y la violencia: codicia, deseo de poder y no de servicio, guerras, explotación de la gente… Esta es la mentalidad del engaño, que ciertamente tiene su origen en el padre del engaño, el gran mentiroso, el diablo. Él es el padre de la mentira, así lo define Jesús.
A todo ello se opone el mensaje de Jesús, que nos invita a reconocernos necesitados de Dios y de su gracia; a mantener una actitud equilibrada frente a los bienes terrenos; a ser acogedores y humildes con todos; a conocernos y realizarnos a nosotros mismos mediante el encuentro y el servicio a los demás. Para cada uno de nosotros, el tiempo durante el que podemos acoger la redención es breve: es la duración de nuestra vida en este mundo. Es breve. Quizá parezca larga… Yo recuerdo que una vez fui a impartir los Sacramentos, la Unción de los enfermos, a un anciano muy bueno, muy bueno y él en ese momento, antes de recibir la Eucaristía y la Unción de los Enfermos, me dijo esta frase: “La vida se me ha pasado volando”; como diciendo: yo creía que era eterna, pero… “la vida se me ha pasado volando”. Así sentimos nosotros, los ancianos, la vida que se fue. Se va. Y la vida es un don del infinito amor de Dios, pero es también el tiempo de verificación de nuestro amor por Él. Por eso, cada momento, cada instante de nuestra existencia es un tiempo precioso para amar a Dios y para amar al prójimo, y así entrar en la vida eterna.
La historia de nuestra vida tiene dos ritmos: uno, medible, hecho de horas, días, años; el otro, compuesto por las estaciones de nuestro desarrollo: nacimiento, infancia, adolescencia, madurez, vejez, muerte. Cada tiempo, cada fase, tiene un valor proprio y puede ser momento privilegiado de encuentro con el Señor. La fe nos ayuda a descubrir el significado espiritual de estos tiempos: cada uno de ellos contiene una llamada especial del Señor, a la que podemos dar una respuesta positiva o negativa. En el Evangelio vemos como respondieron Simón, Andrés, Santiago y Juan: eran hombres maduros, tenían su trabajo de pescadores, tenían la vida en familia… Y, sin embargo, cuando Jesús pasó y los llamó, «enseguida dejaron las redes y lo siguieron» (Mc 1,18).
Queridos hermanos y hermanas, estemos atentos y no dejemos pasar a Jesús sin recibirlo. San Agustín decía: “Tengo miedo de Dios cuando pasa”. ¿Miedo de qué? De no reconocerlo, de no verlo de no acogerlo.
Que la Virgen María nos ayude a vivir cada día, cada momento, como tiempo de salvación en el que el Señor pasa y nos llama a seguirlo, cada uno según su propia vida. Y nos ayude a convertirnos de la mentalidad del mundo, esa de las fantasías del mundo que son fuegos artificiales, a la del amor y del servicio.
CLAVE DE LECTURA 2
SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica de San Pedro
III Domingo del Tiempo Ordinario, 24 de enero de 2021
[Homilía del Santo Padre, leída por Monseñor Rino Fisichella]
En este domingo de la Palabra escuchamos a Jesús que anuncia el Reino de Dios. Vemos qué y a quién lo dice.
Qué dice. Jesús comenzó a predicar así: «El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está llegando» (Mc 1,15). Dios está cerca, este es el primer mensaje. Su Reino ha bajado a la tierra. Dios no está —como muchas veces estamos tentados de pensar— allá arriba en los cielos, lejos, separado de la condición humana, sino que está con nosotros. El tiempo del distanciamiento terminó cuando en Jesús Dios se hizo hombre. Desde entonces, Dios está muy cerca; nunca se separará ni se cansará jamás de nuestra humanidad. Esta cercanía es el inicio del Evangelio, es lo que —resalta el texto— Jesús «decía» (v. 15): no lo dijo una vez y basta, lo decía, es decir lo repetía continuamente. “Dios está cerca” era el hilo conductor de su anuncio, el núcleo de su mensaje. Si este es el inicio y el estribillo de la predicación de Jesús, debe ser también la constante de la vida y del anuncio cristiano. Antes de nada, se necesita creer y anunciar que Dios se ha acercado a nosotros, que hemos sido agraciados, “misericordiados”. Antes de cualquier palabra nuestra sobre Dios está su Palabra para nosotros, que continúa diciéndonos: “No temas, estoy contigo. Estoy y estaré cerca de ti”.
La Palabra de Dios nos permite constatar esta cercanía, porque —dice el Deuteronomio— no está lejos de nosotros, sino que está cerca de nuestro corazón (cf. 30,14). Es antídoto contra el miedo de quedarnos solos ante la vida. De hecho, el Señor a través de su Palabra con-suela, es decir: está con quien está solo. Hablándonos, nos recuerda que estamos en su corazón, somos hermosos para sus ojos, estamos custodiados en las palmas de sus manos. La Palabra de Dios infunde esta paz, pero no deja en paz. Es una Palabra de consolación, pero también de conversión. «Conviértanse», dijo Jesús justo después de haber proclamado la cercanía de Dios. Porque con su cercanía terminó el tiempo en el que se toman las distancias de Dios y de los otros, terminó el tiempo en el que cada uno piensa sólo en sí mismo y sigue adelante por su cuenta. Esto no es cristiano, porque quien experimenta la cercanía de Dios no puede distanciarse del prójimo, no puede alejarlo con indiferencia. En este sentido, quien es asiduo a la Palabra de Dios recibe saludables cambios existenciales: descubre que la vida no es el tiempo para esconderse de los otros y protegerse a sí mismo, sino la ocasión para ir al encuentro de los demás en el nombre del Dios cercano. Así la Palabra, sembrada en el terreno de nuestro corazón, nos lleva a sembrar esperanza a través de la cercanía. Precisamente como hace Dios con nosotros.
Veamos ahora a quién habla Jesús. En primer lugar se dirigió a los pescadores de Galilea. Eran personas sencillas, que vivían del fruto de sus manos, trabajando duramente noche y día. No eran expertos en las Escrituras y no sobresalían seguramente por la ciencia y la cultura. Habitaban una región variopinta, con diferentes pueblos, etnias y cultos. Era el lugar más lejano de la pureza religiosa de Jerusalén, el más distante del corazón del país. Pero Jesús comienza desde allí, no desde el centro, sino desde la periferia; y lo hace para decirnos también a nosotros que nadie está al margen del corazón de Dios. Todos pueden recibir su Palabra y encontrarlo personalmente. Hay un hermoso detalle en el Evangelio a este propósito, cuando se hace notar que el anuncio de Jesús llegó «después» del de Juan (Mc 1,14). Es un después decisivo, que marca una diferencia: Juan acogía a la gente en el desierto, donde iban sólo aquellos que podían dejar los lugares donde vivían. Sin embargo, Jesús hablaba de Dios en el corazón de la sociedad, a todos, allí donde estuvieran. Y no hablaba en los horarios y tiempos establecidos. Hablaba «mientras caminaba por la orilla del lago» a los pescadores que «echaban las redes» (v. 16). Se dirigía a las personas en los lugares y tiempos más ordinarios. Esta es la fuerza universal de la Palabra de Dios, que alcanza a todos y a cada ámbito de la vida.
Pero la Palabra tiene también una fuerza particular, es decir, que incide también en cada uno de modo directo, personal. Los discípulos no olvidarán jamás las palabras que escucharon aquel día en la orilla del lago, cerca de la barca, de los familiares y de los compañeros, palabras que marcaron para siempre su vida. Jesús les dijo: «Vengan detrás de mí y los haré pescadores de hombres» (v. 17). No los atrajo con discursos elevados e inaccesibles, sino que hablaba sus vidas: a unos pescadores de peces les dijo que serán pescadores de hombres. Si les hubiera dicho: “Vengan detrás de mí y los haré apóstoles, serán enviados en el mundo y anunciarán el Evangelio con la fuerza del Espíritu, los matarán pero serán santos”, podemos imaginar que Pedro y Andrés le habrían respondido: “Gracias, más bien preferimos nuestras redes y nuestras barcas”. Sin embargo, Jesús los llama a partir de su vida: “Son pescadores, se convertirán en pescadores de hombres”. Tocados por esta frase, descubrirán paso a paso que vivir pescando peces era de poco valor, pero remar mar adentro desde la Palabra de Jesús es el secreto de la alegría. Así hace el Señor con nosotros, nos busca donde estamos, nos ama como somos y con paciencia acompaña nuestros pasos. Como a aquellos pescadores, nos espera en la orilla de la vida. Con su Palabra quiere hacernos cambiar de rumbo, para que dejemos de ir tirando y vayamos mar adentro en pos de Él.
Por esto, queridos hermanos y hermanas, no renunciemos a la Palabra de Dios. Es la carta de amor escrita para nosotros por Aquel que nos conoce como nadie más. Leyéndola, sentimos nuevamente su voz, vislumbramos su rostro, recibimos su Espíritu. La Palabra nos acerca a Dios; no la tengamos lejos. Llevémosla siempre con nosotros, en el bolsillo, en el teléfono; démosle un sitio digno en nuestras casas. Pongamos el Evangelio en un lugar donde nos recordemos abrirlo cada día, si es posible al inicio y al final de la jornada, de modo que entre tantas palabras que llegan a nuestros oídos llegue al corazón algún versículo de la Palabra de Dios. Para poder hacer esto, pidamos al Señor la fuerza de apagar la televisión y abrir la Biblia; de desconectar el móvil y abrir el Evangelio. En este Año litúrgico leemos el Evangelio de Marcos, el más sencillo y breve. ¿Por qué no leerlo incluso a solas, aunque sea un pequeño pasaje cada día? Nos hará sentir la cercanía del Señor y nos infundirá valor en el camino de la vida.
-« ¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.»
Jesús lo increpó:
-«Cállate y sal de él.»
El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos:
-«¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen.»
Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.
CLAVE DE LECTURA 1
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Biblioteca del Palacio Apostólico
Domingo, 31 de enero de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje evangélico de hoy (cf. Mc 1,21-28) relata un día típico del ministerio de Jesús, se trata concretamente de un sábado, día dedicado al descanso y la oración, la gente iba a la sinagoga. En la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús lee y comenta las Escrituras. Su manera de hablar atrae a los presentes, que quedan asombrados porque demuestra una autoridad diferente a la de los escribas (v. 22). Además, Jesús se revela poderoso también en las obras. Así es, cuando un hombre en la sinagoga se vuelve contra él, llamándole el Santo de Dios, Jesús reconoce el espíritu maligno, le ordena que salga de ese hombre y lo expulsa (vv. 23-26).
Aquí vemos los dos elementos característicos de la acción de Jesús: la predicación y la obra taumatúrgica de curación: predica y cura. Ambos aspectos se destacan en el pasaje del evangelista Marcos, pero el que más sobresale es el de la predicación; el exorcismo se presenta para confirmar su “autoridad” singular y su enseñanza. Jesús predica con autoridad propia, como alguien que tiene una doctrina que procede de sí mismo, y no como los escribas que repetían tradiciones anteriores y leyes recibidas. Repetían palabras, palabras, palabras, solo palabras —como cantaba la gran Mina—. Eran así: solo palabras. En Jesús, en cambio, la palabra tiene autoridad, Jesús tiene autoridad. Y esto toca el corazón. La enseñanza de Jesús tiene la misma autoridad de Dios que habla; de hecho, con una sola orden libera fácilmente al poseído del maligno y lo cura. ¿Por qué? Porque su palabra obra lo que dice. Porque es el profeta definitivo. Pero, ¿por qué digo esto, qué es el profeta definitivo? Recordemos la promesa de Moisés. Dice Moisés: “Después de mí, más adelante, vendrá un profeta como yo —¡como yo!— que os enseñará” (cf. Dt 18,15). Moisés anuncia a Jesús como el profeta definitivo. Por eso [Jesús] no habla con autoridad humana, sino con autoridad divina, porque tiene el poder de ser el profeta definitivo, es decir, el Hijo de Dios que nos salva, nos sana a todos.
El segundo aspecto, el de las curaciones, muestra que la predicación de Cristo tiene como objetivo vencer el mal presente en el hombre y en el mundo. Su palabra apunta directamente contra el reino de Satanás, lo pone en crisis y lo hace retroceder, obligándolo a dejar el mundo. El poseído —ese hombre poseído, obseso—, tras la orden del Señor, es liberado y transformado en una nueva persona. Además, la predicación de Jesús pertenece a una lógica opuesta a la del mundo y del maligno: sus palabras se revelan como la alteración de un orden equivocado de las cosas. El diablo presente en el poseído, de hecho, grita cuando Jesús se acerca: «¿Qué quieres tú con nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a arruinarnos?» (v. 24). Estas expresiones indican la total diferencia entre Jesús y Satanás: están en planos completamente diferentes; no hay nada en común entre ellos; son opuestos entre sí. Jesús, que tiene autoridad, que atrae a las personas con su autoridad, y también el profeta que libera, el profeta prometido que es el Hijo de Dios que sana. ¿Escuchamos las palabras autorizadas de Jesús? Siempre, no os olvidéis de llevar en el bolsillo o el bolso un pequeño Evangelio, para leerlo durante el día, para escuchar la palabra autorizada de Jesús. Y además, todos tenemos problemas, todos tenemos pecados, todos tenemos enfermedades espirituales. Pidamos a Jesús: “Jesús, tú eres el profeta, el Hijo de Dios, el que fue prometido para sanarnos. ¡Sáname!”. Pedir a Jesús la curación de nuestros pecados, de nuestros males.
La Virgen María guardó siempre en su corazón las palabras y los gestos de Jesús, y lo siguió con total disponibilidad y fidelidad. Que Ella nos ayude también a nosotros a escucharlo y seguirlo, para experimentar en nuestra vida los signos de su salvación.
CLAVE DE LECTURA 2
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
El Evangelio de este domingo (cf. Marcos 1, 21-28) forma parte de la narración más amplia conocida como la «jornada de Cafarnaún». En el centro del pasaje de hoy está el evento del exorcismo, a través del cual Jesús es presentado como profeta poderoso en palabras y en obras.
Él entra en la sinagoga de Cafarnaún en sábado y se pone a enseñar; las personas permanecen sorprendidas por sus palabras, porque no son palabras comunes, no se parecen a lo que escuchan normalmente. Los escribas, de hecho, enseñan pero sin tener una autoridad propia. Y Jesús enseña con autoridad. Jesús, sin embargo, enseña como uno que tiene autoridad, revelándose así como el Enviado de Dios, y no como un simple hombre que debe fundar la propia enseñanza solo sobre las tradiciones precedentes. Jesús tiene una autoridad plena. Su doctrina es nueva y el Evangelio dice que la gente comentaba: «Una doctrina nueva, expuesta con autoridad» (v. 27).
Al mismo tiempo, Jesús se revela poderoso también en las obras. En la sinagoga de Cafarnaún hay un hombre poseído por un espíritu inmundo, que se manifiesta gritando estas palabras: «¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios» (v. 24). El diablo dice la verdad: Jesús ha venido para destruir al diablo, para destruir al demonio, para vencerlo. Este espíritu inmundo conoce el poder de Jesús y proclama también la santidad. Jesús lo grita, diciéndole: «Cállate y sale de él» (v. 25). Estas pocas palabras de Jesús bastan para obtener la victoria de Satanás, el cual sale de ese hombre «agitándole violentamente», dice el Evangelio (v. 26).
Este hecho impresiona mucho a los presentes; todos se quedaron pasmados y se preguntan: «¿Qué es esto? […] Manda hasta a los espíritus inmundos y le obedecen» (v. 27). El poder de Jesús confirma la autoridad de su enseñanza. Él no pronuncia solo palabras, sino que actúa. Así manifiesta el proyecto de Dios con las palabras y con el poder de las obras. En el Evangelio, de hecho, vemos que Jesús, en su misión terrena, revela el amor de Dios tanto con la predicación como con innumerables gestos de atención y socorro a los enfermos, a los necesitados, a los niños, a los pecadores. Jesús es nuestro Maestro, poderoso en palabras y obras. Jesús nos comunica toda la luz que ilumina las calles, a veces oscuras, de nuestra existencia; nos comunica también la fuerza necesaria para superar las dificultades, las pruebas, las tentaciones. ¡Pensemos en la gran gracia que es para nosotros haber conocido a este Dios tan poderoso y bueno! Un maestro y un amigo, que nos indica el camino y nos cuida, especialmente cuando lo necesitamos.
Que la Virgen María, mujer de escucha, nos ayude a hacer silencio alrededor y dentro de nosotros, para escuchar, en el estruendo de los mensajes del mundo, la palabra con más autoridad que hay: la de su Hijo Jesús, que anuncia el sentido de nuestra existencia y nos libera de toda esclavitud, también de la del Maligno.
-«Todo el mundo te busca.»
Él les respondió:
-«Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido.»
Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios.
CLAVE DE LECTURA 1
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Plaza de San Pedro
Domingo, 7 de febrero de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
¡De nuevo en la plaza! El Evangelio de hoy (cf. Mc 1,29-39) presenta la sanación, por parte de Jesús, de la suegra de Pedro y después de otros muchos enfermos y sufrientes que se agolpaban junto a Él. La de la suegra de Pedro es la primera sanación física contada por Marcos: la mujer se encontraba en la cama con fiebre; la actitud y el gesto de Jesús con ella son emblemáticos: «Se acercó y, tomándola de la mano, la levantó» (v. 31), señala el Evangelista. Hay mucha dulzura en este sencillo acto, que parece casi natural: «La fiebre la dejó y ella se puso a servirles» (ibid.). El poder sanador de Jesús no encuentra ninguna resistencia; y la persona sanada retoma su vida normal, pensando enseguida en los otros y no en sí misma, y esto es significativo, ¡es signo de verdadera salud!
Ese día era un sábado. La gente del pueblo espera el anochecer y después, terminada la obligación del descanso, sale y lleva donde Jesús a todos los enfermos y los endemoniados. Y Él les sana, pero prohíbe a los demonios revelar que Él es el Cristo (cfr vv. 32-34). Desde el principio, por tanto, Jesús muestra su predilección por las personas que sufren en el cuerpo y en el espíritu: es una predilección de Jesús acercarse a las personas que sufren tanto en el cuerpo como en el espíritu. Es la predilección del Padre, que Él encarna y manifiesta con obras y palabras. Sus discípulos han sido testigos oculares, han visto esto y después lo han testimoniado. Pero Jesús no les ha querido solo espectadores de su misión: les ha involucrado, les ha enviado, les ha dado también a ellos el poder de sanar a los enfermos y de expulsar a los demonios (cf. Mt 10,1; Mc 6,7). Y esto ha proseguido sin interrupción en la vida de la Iglesia, hasta hoy. Y esto es importante. Cuidar de los enfermos de todo tipo no es para la Iglesia una “actividad opcional”, ¡no! No es algo accesorio, no. Cuidar de los enfermos de todo tipo forma parte integrante de la misión de la Iglesia, como lo era de la de Jesús. Y esta misión es llevar la ternura de Dios a la humanidad sufriente. Nos lo recordará dentro de pocos días, el 11 de febrero, la Jornada Mundial del Enfermo.
La realidad que estamos viviendo en todo el mundo a causa de la pandemia hace particularmente actual este mensaje, esta misión esencial de la Iglesia. La voz de Jacob, que resuena en la Liturgia de hoy, una vez más se hace intérprete de nuestra condición humana, tan alta en la dignidad —nuestra condición humana, altísima en la dignidad— y al mismo tiempo tan frágil. Frente a esta realidad, siempre surge en el corazón la pregunta: “¿por qué?”.
Y Jesús, Verbo Encarnado, responde a este interrogante no con una explicación —a este porqué somos tan altos en la dignidad y tan frágiles en la condición—, Jesús no responde a este porqué con una explicación, sino con una presencia de amor que se inclina, que toma de la mano y hace levantarse, como hizo con la suegra de Pedro (cf. Mc 1,31). Inclinarse para hacer que el otro se levante. No olvidemos que la única forma lícita de mirar a una persona de arriba hacia abajo es cuando tú tiendes la mano para ayudarla a levantarse. La única. Y esta es la misión que Jesús ha encomendado a la Iglesia. El Hijo de Dios manifiesta su Señorío no “de arriba hacia abajo”, no a distancia, sino inclinándose, tendiendo la mano; manifiesta su Señorío en la cercanía, en la ternura y en la compasión. Cercanía, ternura, compasión son el estilo de Dios. Dios se hace cercano y se hace cercano con ternura y con compasión. Cuántas veces en el Evangelio leemos, delante de un problema de salud o cualquier problema: “tuvo compasión”. La compasión de Jesús, la cercanía de Dios en Jesús es el estilo de Dios. El Evangelio de hoy nos recuerda también que esta compasión tiene sus raíces en la íntima relación con el Padre. ¿Por qué? Antes del alba y después del anochecer, Jesús se apartaba y permanecía solo para rezar (v. 35). De allí sacaba la fuerza para cumplir su ministerio, predicando y sanando.
Que la Virgen Santa nos ayude a dejarnos sanar por Jesús —siempre lo necesitamos, todos— para poder ser a nuestra vez testigos de la ternura sanadora de Dios.
CLAVE DE LECTURA 2
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo prosigue la descripción de una jornada de Jesús en Cafarnaúm, un sábado, fiesta semanal para los judíos (cf. Marcos 1, 21-39). Esta vez el evangelista Marcos destaca la relación entre la actividad taumatúrgica de Jesús y el despertar de la fe en las personas que encuentra. De hecho, con los signos de curación que realiza para los enfermos de todo tipo, el Señor quiere suscitar como respuesta la fe.
La jornada de Jesús en Cafarnaúm empieza con la sanación de la suegra de Pedro y termina con la escena de la gente de todo el pueblo que se agolpa delante de la casa donde Él se alojaba, para llevar a todos los enfermos. La multitud, marcada por sufrimientos físicos y miserias espirituales, constituye, por así decir, «el ambiente vital» en el que se realiza la misión de Jesús, hecha de palabras y de gestos que resanan y consuelan. Jesús no ha venido a llevar la salvación en un laboratorio; no hace la predicación de laboratorio, separado de la gente: ¡está en medio de la multitud! ¡En medio del pueblo! Pensad que la mayor parte de la vida pública de Jesús ha pasado en la calle, entre la gente, para predicar el Evangelio, para sanar las heridas físicas y espirituales. Es una humanidad surcada de sufrimientos, cansancios y problemas: a tal pobre humanidad se dirige la acción poderosa, liberadora y renovadora de Jesús. Así, en medio de la multitud hasta tarde, se concluye ese sábado. ¿Y qué hace después Jesús? Antes del alba del día siguiente, Él sale sin que le vean por la puerta de la ciudad y se retira a un lugar apartado a rezar. Jesús reza. De esta manera quita su persona y su misión de una visión triunfalista, que malinterpreta el sentido de los milagros y de su poder carismático. Los milagros, de hecho, son «signos», que invitan a la respuesta de la fe; signos que siempre están acompañados de palabras, que las iluminan; y juntos, signos y palabras, provocan la fe y la conversión por la fuerza divina de la gracia de Cristo.
La conclusión del pasaje de hoy (vv. 35-39) indica que el anuncio del Reino de Dios por parte de Jesús encuentra su lugar más propio en el camino. A los discípulos que lo buscan para llevarlo a la ciudad —los discípulos fueron a buscarlo donde Él rezaba y querían llevarlo de nuevo a la ciudad—, ¿qué responde Jesús? «Vayamos a otra parte, a los pueblos vecinos, para que también allí predique» (v. 38). Este ha sido el camino del Hijo de Dios y este será el camino de sus discípulos. Y deberá ser el camino de cada cristiano. El camino. Como lugar del alegre anuncio del Evangelio, pone la misión de la Iglesia bajo el signo del «ir», del camino, bajo el signo del «movimiento» y nunca de la quietud. Que la Virgen María nos ayude a estar abiertos a la voz del Espíritu Santo, que empuja a la Iglesia a poner cada vez más la propia tienda en medio de la gente para llevar a todos la palabra sanadora de Jesús, médico de las almas y de los cuerpos.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Las parábolas que hoy nos presenta la Liturgia —dos parábolas— se inspiran en la vida ordinaria, y revelan la mirada atenta de Jesús, que observa la realidad y, mediante pequeñas imágenes cotidianas, abre ventanas hacia el misterio de Dios y la historia humana. Jesús hablaba en un modo fácil de entender, hablaba con imágenes de la realidad, de la vida cotidiana. Así, nos enseña que incluso las cosas de cada día, esas que a veces parecen todas iguales y que llevamos adelante con distracción o cansancio, están habitadas por la presencia escondida de Dios, es decir, tienen un significado. Por tanto, necesitamos ojos atentos para saber “buscar y hallar a Dios en todas las cosas”.
Hoy Jesús compara el Reino de Dios, esto es, su presencia que habita el corazón de las cosas y del mundo, con el grano de mostaza, la semilla más pequeña que hay: es pequeñísima. Sin embargo, arrojada a la tierra, crece hasta convertirse en el árbol más grande (cf. Mc 4,31-32). Así hace Dios. A veces, el fragor del mundo y las muchas actividades que llenan nuestras jornadas nos impiden detenernos y vislumbrar cómo el Señor conduce la historia. Y sin embargo —asegura el Evangelio— Dios está obrando, como una pequeña semilla buena que silenciosa y lentamente germina. Y, poco a poco, se convierte en un árbol frondoso que da vida y reparo a todos. También la semilla de nuestras buenas obras puede parecer poca cosa; mas todo lo que es bueno pertenece a Dios y, por tanto, humilde y lentamente, da fruto. El bien —recordémoslo— crece siempre de modo humilde, de modo escondido, a menudo invisible.
Queridos hermanos y hermanas, con esta parábola Jesús quiere infundirnos confianza. De hecho, en muchas situaciones de la vida puede suceder que nos desanimemos al ver la debilidad del bien respecto a la fuerza aparente del mal. Y podemos dejar que el desánimo nos paralice cuando constatamos que nos hemos esforzado pero no hemos obtenido resultados y parece que las cosas nunca cambian. El Evangelio nos pide una mirada nueva sobre nosotros mismos y sobre la realidad; pide que tengamos ojos grandes que saben ver más allá, especialmente más allá de las apariencias, para descubrir la presencia de Dios que, como amor humilde, está siempre operando en el terreno de nuestra vida y en el de la historia.
Y esta es nuestra confianza, es esto lo que nos da fuerzas para seguir adelante cada día con paciencia, sembrando el bien que dará fruto. ¡Qué importante es esta actitud para salir bien de la pandemia! Cultivar la confianza de estar en las manos de Dios y, al mismo tiempo, esforzarnos todos por reconstruir y recomenzar, con paciencia y constancia.
También en la Iglesia puede arraigar la cizaña del desánimo, sobre todo cuando asistimos a la crisis de la fe y al fracaso de varios proyectos e iniciativas. Pero no olvidemos nunca que los resultados de la siembra no dependen de nuestras capacidades: dependen de la acción de Dios. A nosotros nos toca sembrar, y sembrar con amor, con esfuerzo, con paciencia. Pero la fuerza de la semilla es divina. Lo explica Jesús en la otra parábola de hoy: el campesino arroja la semilla y luego no sabe cómo produce fruto, porque es la semilla misma la que crece de manera espontánea, durante el día, por la noche, cuando él menos se lo espera (cf. vv. 26-29). Con Dios siempre hay esperanza de nuevos brotes, incluso en los terrenos más áridos.
Que María Santísima, la humilde sierva del Señor, nos enseñe a ver la grandeza de Dios que obra en las cosas pequeñas, y a vencer la tentación del desánimo: fiémonos de Él cada día.
-«El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega.»
Dijo también:
-« ¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas.»
Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.
Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban.
Se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua.
El estaba a popa, dormido sobre un almohadón. Lo despertaron, diciéndole:
«Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?»
Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago:
«¡Silencio, cállate!»
El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo:
- «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?»
Se quedaron espantados y se decían unos a otros:
«¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!»
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la liturgia de hoy se narra el episodio de la tempestad calmada por Jesús (Mc 4,35-41). La barca en la que los discípulos atraviesan el lago es asaltada por el viento y las olas y ellos temen hundirse. Jesús está con ellos en la barca, sin embargo, se queda en la popa durmiendo sobre un cabezal. Los discípulos, llenos de miedo, le gritan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38).
Y muchas veces también nosotros, asaltados por las pruebas de la vida, hemos gritado al Señor: “¿Por qué te quedas en silencio y no haces nada por mí?”. Sobre todo cuando parece que nos hundimos, porque el amor o el proyecto en el que habíamos puesto grandes esperanzas desvanece; o cuando estamos a merced de las persistentes olas de la ansiedad; o cuando nos sentimos sumergidos por los problemas o perdidos en medio del mar de la vida, sin ruta y sin puerto. O incluso, en los momentos en los que desaparece la fuerza para ir adelante, porque falta el trabajo o un diagnóstico inesperado nos hace temer por nuestra salud o la de un ser querido. Son muchos los momentos en los que nos sentimos en tempestad, nos sentimos casi acabados.
En estas situaciones y en muchas otras, también nosotros nos sentimos ahogados por el miedo y, como los discípulos, corremos el riesgo de perder de vista lo más importante. En la barca, de hecho, incluso si duerme, Jesús está, y comparte con los suyos todo lo que está sucediendo. Su sueño, por un lado nos sorprende, y por el otro nos pone a prueba. El Señor está ahí, presente; de hecho, espera —por así decir— que seamos nosotros los que le impliquemos, le invoquemos, le pongamos en el centro de lo que vivimos. Su sueño nos provoca el despertarnos. Porque, para ser discípulos de Jesús, no basta con creer que Dios está, que existe, sino que es necesario involucrarse con Él, es necesario también alzar la voz con Él. Escuchad esto: es necesario gritarle a Él. La oración, muchas veces, es un grito: “¡Señor, sálvame!”. Hoy, Día del Refugiado, estaba viendo en el programa “A sua immagine” (A su imagen), muchos que vienen en pateras y cuando se van a ahogar gritan: “¡Sálvanos!”. También en nuestra vida sucede lo mismo: “¡Señor, sálvanos!”, y la oración se convierte en un grito.
Hoy podemos preguntarnos: ¿cuáles son los vientos que se abaten sobre mi vida, cuáles son las olas que obstaculizan mi navegación y ponen en peligro mi vida espiritual, mi vida de familia, mi vida psíquica también? Digamos todo esto a Jesús, contémosle todo. Él lo desea, quiere que nos aferremos a Él para encontrar refugio de las olas anómalas de vida. El Evangelio cuenta que los discípulos se acercan a Jesús, le despiertan y le hablan (cfr. v. 38). Este es el inicio de nuestra fe: reconocer que solos no somos capaces de mantenernos a flote, que necesitamos a Jesús como los marineros a las estrellas para encontrar la ruta. La fe comienza por el creer que no bastamos nosotros mismos, con el sentir que necesitamos a Dios. Cuando vencemos la tentación de encerrarnos en nosotros mismos, cuando superamos la falsa religiosidad que no quiere incomodar a Dios, cuando le gritamos a Él, Él puede obrar maravillas en nosotros. Es la fuerza mansa y extraordinaria de la oración, que realiza milagros.
Jesús, implorado por los discípulos, calma el viento y las olas. Y les plantea una pregunta, una pregunta que nos concierne también a nosotros: «¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?» (v. 40). Los discípulos se habían dejado llevar por el miedo, porque se habían quedado mirando las olas más que mirar a Jesús. Y el miedo nos lleva a mirar las dificultades, los problemas difíciles y no a mirar al Señor, que muchas veces duerme. También para nosotros es así: ¡cuántas veces nos quedamos mirando los problemas en vez de ir al Señor y dejarle a Él nuestras preocupaciones! ¡Cuántas veces dejamos al Señor en un rincón, en el fondo de la barca de la vida, para despertarlo solo en el momento de la necesidad! Pidamos hoy la gracia de una fe que no se canse de buscar al Señor, de llamar a la puerta de su Corazón. La Virgen María, que en su vida nunca dejó de confiar en Dios, despierte en nosotros la necesidad vital de encomendarnos a Él cada día.
-«Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva.»
Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba. Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacia doce años. Muchos médicos la hablan sometido a toda clase de tratamientos, y se habla gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que con sólo tocarle el vestido curaría. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias, y notó que su cuerpo estaba curado. Jesús, notando que habla salido fuerza de él, se volvió en seguida, en medio de la gente, preguntando:
-«¿Quién me ha tocado el manto?»
Los discípulos le contestaron:
-«Ves como te apretuja la gente y preguntas: "¿Quién me ha tocado? "»
Él seguía mirando alrededor, para ver quién había sido. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado, se le echó a los pies y le confesó todo. Él le dijo:
-«Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud.»
Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle:
-«Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?»
Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga:
-«No temas; basta que tengas fe.»
No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos. Entró y les dijo:
-«¿Qué estrépito y qué lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida.»
Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos y, con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y le dijo:
-«Talitha qum» (que significa: «Contigo hablo, niña, levántate»).
La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar; tenía doce años. Y se quedaron viendo visiones. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy en el Evangelio (cf. Mc 5,21-43) Jesús se tropieza con nuestras dos situaciones más dramáticas, la muerte y la enfermedad. De ellas libera a dos personas: una niña, que muere justo cuando su padre ha ido a pedir ayuda a Jesús; y una mujer, que desde hace muchos años tiene flujo de sangre. Jesús se deja tocar por nuestro dolor y nuestra muerte, y obra dos signos de curación para decirnos que ni el dolor ni la muerte tienen la última palabra. Nos dice que la muerte no es el final. Vence a este enemigo, del que solos no podemos liberarnos.
Centrémonos, sin embargo, en este momento en que la enfermedad sigue ocupando las primeras páginas, en el otro signo, la curación de la mujer. Más que su salud, eran sus afectos los que estaban comprometidos, ¿por qué?: tenía flujos de sangre y, por lo tanto, según la mentalidad de la época, era considerada impura. Era una mujer marginada, no podía tener relaciones estables, no podía tener un marido, no podía tener una familia y no podía tener relaciones sociales normales porque era impura. Una enfermedad que la hacía impura. Vivía sola, con el corazón herido. ¿Cuál es la peor enfermedad de la vida? ¿El cáncer?, ¿la tuberculosis? ¿la pandemia? No. La peor enfermedad de la vida es la falta de amor, es no poder amar. Esta pobre mujer estaba enferma, sí, de flujos de sangre, pero en consecuencia de falta de amor porque no podía hacer vida social con los demás. Y la curación que más importa es la de los afectos. Pero, ¿cómo encontrarla? Podemos pensar en nuestros afectos: ¿están enfermos o tienen buena salud? ¿Están enfermos? Jesús es capaz de curarlos.
La historia de esta mujer sin nombre —la llamamos así, “la mujer sin nombre”—, con la que todos podemos identificarnos, es ejemplar. El texto dice que había probado muchas curas, y «gastado todos sus bienes sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor» (v. 26). También nosotros, ¿cuántas veces nos arrojamos sobre remedios equivocados para saciar nuestra falta de amor? Pensamos que el éxito y el dinero nos hacen felices, pero el amor no se compra, es gratuito. Nos refugiamos en lo virtual, pero el amor es concreto. No nos aceptamos tal y como somos y nos escondemos detrás de los trucos del mundo exterior, pero el amor no es apariencia. Buscamos soluciones de magos y de gurús, sólo para encontrarnos sin dinero y sin paz, como aquella mujer. Ella, finalmente, elige a Jesús y se abalanza entre la multitud para tocar el manto, el manto de Jesús. Es decir, esa mujer busca el contacto directo, el contacto físico con Jesús. En esta época, especialmente, hemos comprendido lo importantes que son el contacto y las relaciones. Lo mismo ocurre con Jesús: a veces nos contentamos con observar algún precepto y repetir oraciones —muchas veces como loros— pero el Señor espera que nos encontremos con Él, que le abramos el corazón, que toquemos su manto como la mujer para sanar. Porque, al entrar en intimidad con Jesús, se curan nuestros afectos.
Esto es lo que quiere Jesús. Leemos, en efecto, que, no obstante estuviera apretujado por la muchedumbre, miraba a su alrededor para buscar a quien le había tocado, estrechado; los discípulos decían: “Pero mira que la muchedumbre te apretuja...” No. “¿Quien me ha tocado?” Es la mirada de Jesús: hay tanta gente, pero Él va en busca de un rostro y de un corazón lleno de fe. Jesús no mira al conjunto, como nosotros, mira a la persona. No se detiene ante las heridas y los errores del pasado, va más allá de los pecados y los prejuicios. Todos tenemos una historia, y cada uno de nosotros en secreto conoce bien las cosas malas de la suya. Pero Jesús las mira para curarlas. En cambio a nosotros nos gusta mirar lo malo de los demás... Cuántas veces, cuando hablamos caemos en el cotilleo que es hablar mal de los demás, "despellejar" a los demás. Pero mira qué horizonte de vida es ese. No como Jesús que mira siempre el modo de salvarnos, mira el hoy, la buena voluntad y no la mala historia que tenemos. Jesús va más allá de los pecados. Jesús va más allá de los prejuicios. No se queda en las apariencias, Jesús llega al corazón. Y la cura precisamente a ella, a la que habían rechazado todos. Con ternura la llama «hija» (v. 34) —el estilo de Jesús era la cercanía, la compasión y la ternura: “Hija...”— y alaba su fe, devolviéndole la confianza en sí misma.
Hermana, hermano, estás aquí, deja que Jesús mire y sane tu corazón. Yo también tengo que hacerlo: dejar que Jesús mire mi corazón y lo cure. Y si ya has sentido su mirada tierna sobre ti, imítalo, haz como Él. Mira a tu alrededor: verás que muchas personas que viven cerca de ti se sienten heridas y solas, necesitan sentirse amadas: da el paso. Jesús te pide una mirada que no se quede en las apariencias, sino que llegue al corazón; que no juzgue —terminemos de juzgar a lo demás—, Jesús nos pide una mirada que no juzgue sino que acoja. Abramos nuestro corazón para acoger a los demás. Porque sólo el amor sana la vida, solo el amor sana la vida. Que la Virgen, Consuelo de los afligidos, nos ayude a llevar una caricia a los heridos, a los heridos en el corazón que encontremos en nuestro camino. Y a no juzgar, a no juzgar la realidad personal, social, de los demás. Dios ama a todos. No juzguéis, dejad vivir a los demás y tratad de acercaros con amor.
-« ¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?»
Y esto les resultaba escandaloso. Jesús les decía:
-«No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.»
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.
-«Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa.»
Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio que leemos en la liturgia de este domingo (Mc 6,1-6) nos habla de la incredulidad de los paisanos de Jesús. Él, después de haber predicado en otros pueblos de Galilea, vuelve a Nazaret, donde había crecido con María y José; y, un sábado, se pone a enseñar en la sinagoga. Muchos, escuchándolo, se preguntan: “¿De dónde le viene toda esta sabiduría dada? Pero, ¿no es el hijo del carpintero y de María, es decir, de nuestros vecinos a los que conocemos bien?” (cfr. vv. 1-3). Delante de esta reacción, Jesús afirma una verdad que ha entrado a formar parte también de la sabiduría popular: «Un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio» (v. 4). Lo decimos muchas veces.
Detengámonos en la actitud de los paisanos de Jesús. Podemos decir que ellos conocen a Jesús, pero no lo reconocen. Hay diferencia entre conocer y reconocer. De hecho, esta diferencia nos hace entender que podemos conocer varias cosas de una persona, hacernos una idea, fiarnos de lo que dicen los demás, quizá de vez en cuando verla por el barrio, pero todo esto no basta. Se trata de un conocer diría ordinario, superficial, que no reconoce la unicidad de esa persona. Es un riesgo que todos corremos: pensamos que sabemos mucho de una persona, y lo peor es que la etiquetamos y la encerramos en nuestros prejuicios. De la misma manera, los paisanos de Jesús lo conocen desde hace treinta años y ¡piensan que lo saben todo! “¿Pero este no es el joven que hemos visto crecer, el hijo del carpintero y de María? ¿Pero de dónde le vienen estas cosas?”. La desconfianza. En realidad, no se han dado nunca cuenta de quién es realmente Jesús. Se detienen en la exterioridad y rechazan la novedad de Jesús.
Y aquí entramos precisamente en el núcleo del problema: cuando hacemos que prevalezca la comodidad de la costumbre y la dictadura de los prejuicios, es difícil abrirse a la novedad y dejarse sorprender. Nosotros controlamos, con la costumbre, con los prejuicios. Al final sucede que muchas veces, de la vida, de las experiencias e incluso de las personas buscamos solo confirmación a nuestras ideas y a nuestros esquemas, para nunca tener que hacer el esfuerzo de cambiar. Y esto puede suceder también con Dios, precisamente a nosotros creyentes, a nosotros que pensamos que conocemos a Jesús, que sabemos ya mucho sobre Él y que nos basta con repetir las cosas de siempre. Y esto no basta con Dios. Pero sin apertura a la novedad y sobre todo —escuchad bien— apertura a las sorpresas de Dios, sin asombro, la fe se convierte en una letanía cansada que lentamente se apaga y se convierte en una costumbre, una costumbre social. He dicho una palabra: el asombro. ¿Qué es el asombro? El asombro es precisamente cuando sucede el encuentro con Dios: “He encontrado al Señor”. Leemos en el Evangelio: muchas veces, la gente que encuentra a Jesús y lo reconoce, siente el asombro. Y nosotros, con el encuentro con Dios, tenemos que ir en este camino: sentir el asombro. Es como el certificado de garantía que ese encuentro es verdad, no es costumbre.
Al final, ¿por qué los paisanos de Jesús no lo reconocen y no creen en Él? ¿Por qué? ¿Cuál es el motivo? Podemos decir, en pocas palabras, que no aceptan el escándalo de la Encarnación. No lo conocen, este misterio de la Encarnación, pero no aceptan el misterio. No lo saben, pero el motivo es inconsciente y sienten que es escandaloso que la inmensidad de Dios se revele en la pequeñez de nuestra carne, que el Hijo de Dios sea el hijo del carpintero, que la divinidad se esconda en la humanidad, que Dios habite en el rostro, en las palabras, en los gestos de un simple hombre. He aquí el escándalo: la encarnación de Dios, su concreción, su “cotidianidad”. Y Dios se ha hecho concreto en un hombre, Jesús de Nazaret, se ha hecho compañero de camino, se ha hecho uno de nosotros. “Tú eres uno de nosotros”: decirlo a Jesús, ¡es una bonita oración! Y porque es uno de nosotros nos entiende, nos acompaña, nos perdona, nos ama mucho. En realidad, es más cómodo un dios abstracto, distante, que no se entromete en las situaciones y que acepta una fe lejana de la vida, de los problemas, de la sociedad. O nos gusta creer en un dios “de efectos especiales”, que hace solo cosas excepcionales y da siempre grandes emociones. Sin embargo, queridos hermanos y hermanas, Dios se ha encarnado: Dios es humilde, Dios es tierno, Dios está escondido, se hace cercano a nosotros habitando la normalidad de nuestra vida cotidiana. Y entonces, a nosotros nos sucede como a los paisanos de Jesús, corremos el riesgo de que, cuando pase, no lo reconozcamos. Vuelvo a decir una bonita frase de San Agustín: “Tengo miedo de Dios, del Señor, cuando pasa”. Pero, Agustín, ¿por qué tienes miedo? “Tengo miedo de no reconocerlo. Tengo miedo del Señor cuando pasa. Timeo Dominum transeuntem”. No lo reconocemos, nos escandalizamos de Él. Pensemos en cómo está nuestro corazón respecto a esta realidad.
Ahora, en la oración, pidamos a la Virgen, que ha acogido el misterio de Dios en la cotidianidad de Nazaret, tener ojos y corazón libres de los prejuicios y tener ojos abiertos al asombro: “¡Señor, haz que te encuentre!”. Y cuando encontramos al Señor se da este asombro. Lo encontramos en la normalidad: ojos abiertos a las sorpresas de Dios, a Su presencia humilde y escondida en la vida de cada día.
CLAVE DE LECTURA
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Policlínico « Agostino Gemelli »
Domingo, 11 de julio de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Me alegra poder mantener la cita dominical del Ángelus también aquí desde el Hospital Gemelli. Os doy las gracias a todos: he sentido vuestra cercanía y el apoyo de vuestras oraciones. Gracias de todo corazón. El Evangelio que se lee hoy en la Liturgia narra que los discípulos de Jesús, enviados por Él, «ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban» (Mc 6,13). Este "aceite" nos hace pensar también en el sacramento de la Unción de los enfermos, que da consuelo al espíritu y al cuerpo. Pero este "aceite" es también la escucha, la cercanía, la atención, la ternura de quien cuida a la persona enferma: es como una caricia que hace que nos sintamos mejor, que calma el dolor y anima. Todos nosotros, todos, necesitamos tarde o temprano, esta "unción", la cercanía y la ternura, y todos podemos dársela a alguien, con una visita, una llamada telefónica, una mano tendida a quien necesita ayuda. Recordemos que, en el protocolo del Juicio Final (Mateo, 25) una de las cosas que nos preguntarán será la cercanía a los enfermos.
En estos días de hospitalización, he experimentado una vez más lo importante que es un buen servicio sanitario, accesible a todos, como el que hay en Italia y en otros países. Un servicio sanitario gratuito que garantice un buen servicio accesible para todos. No debemos perder este bien tan precioso. ¡Tenemos que mantenerlo! Y para ello debemos esforzarnos todos, porque sirve a todos y requiere la contribución de todos. También en la Iglesia pasa a veces que alguna institución sanitaria, debido a una gestión inadecuada, no va bien económicamente, y el primer pensamiento que se nos ocurre es venderla. Pero la vocación, en la Iglesia, no es tener dinero, es hacer un servicio, y el servicio es siempre gratuito. No os olvidéis de esto: salvar las instituciones gratuitas.
Quiero expresar mi aprecio y mi aliento a los médicos, a los sanitarios y a todo el personal de este hospital y de otros hospitales. ¡Cuánto trabajan! Y recemos por todos los enfermos. Aquí hay algunos pequeños amigos enfermos... ¿por qué sufren los niños? Por qué sufren los niños es una pregunta que toca el corazón. Acompañarlos con la oración y rezar por todos los enfermos, especialmente por los que se encuentran en las condiciones más difíciles: que no se deje a nadie solo, que todos reciban la unción de la escucha, de la cercanía, de la ternura y del cuidado. Lo pedimos por intercesión de María, nuestra Madre, Salud de los Enfermos.
-«Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco.»
Porque eran tantos los que iban y venían que no encontraban tiempo ni para comer. Se fueron en barca a un sitio tranquilo y apartado. Muchos los vieron marcharse y los reconocieron; entonces de todas las aldeas fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron. Al desembarcar, Jesús vio una multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La actitud de Jesús que observamos en el Evangelio de la Liturgia de hoy (Mc 6,30-34) nos ayuda a comprender dos aspectos importantes de la vida. El primero es el descanso. A los Apóstoles que regresan de las fatigas de la misión y, con entusiasmo, se ponen a contar todo lo que han hecho, Jesús les dirige con ternura una invitación: «Venid vosotros solos a un lugar desierto, para descansar un poco» (v. 31). Les invita al descanso.
Haciendo esto, Jesús nos da una valiosa enseñanza. A pesar de que se alegra de ver a sus discípulos contentos por los prodigios de su predicación, no se alarga en felicitaciones y preguntas, sino que se preocupa de su cansancio físico e interior. ¿Y por qué hace esto? Porque quiere ponerles en guardia contra un peligro que está siempre al acecho, también para nosotros: el peligro de dejarse llevar por el frenesí del hacer, de caer en la trampa del activismo, en el que lo más importante son los resultados que obtenemos y el sentirnos protagonistas absolutos. Cuántas veces sucede también en la Iglesia: estamos atareados, vamos deprisa, pensamos que todo depende de nosotros y, al final, corremos el riesgo de descuidar a Jesús y ponernos siempre nosotros en el centro. Por eso Él invita a los suyos a reposar un poco en otro lugar, con Él. No se trata solo de descanso físico, sino también de descanso del corazón. Porque no basta “desconectar”, es necesario descansar de verdad. ¿Y esto cómo se hace? Para hacerlo, es preciso regresar al corazón de las cosas: detenerse, estar en silencio, rezar, para no pasar de las prisas del trabajo a las de las vacaciones. Jesús no se sustraía a las necesidades de la multitud, pero cada día, antes que nada, se retiraba en oración, en silencio, en la intimidad con el Padre. Su tierna invitación —descansad un poco— debería acompañarnos: guardémonos, hermanos y hermanas, del eficientismo, paremos la carrera frenética que dicta nuestras agendas. Aprendamos a detenernos, a apagar el teléfono móvil, a contemplar la naturaleza, a regenerarnos en el diálogo con Dios.
Sin embargo, el Evangelio narra que Jesús y los discípulos no pueden descansar como querían. La gente los encuentra y acude desde todas partes. Entonces el Señor se compadece. He aquí el segundo aspecto: la compasión, que es el estilo de Dios. El estilo de Dios es cercanía, compasión y ternura. Cuántas veces, en el Evangelio, en la Biblia, encontramos esta frase: “Tuvo compasión”.
Conmovido, Jesús se dedica a la gente y comienza a enseñar (cfr. vv. 33-34). Parece una contradicción, pero en realidad no lo es. De hecho, solo el corazón que no se deja secuestrar por la prisa es capaz de conmoverse, es decir, de no dejarse llevar por sí mismo y por las cosas que tiene que hacer, y de darse cuenta de los demás, de sus heridas, de sus necesidades. La compasión nace de la contemplación. Si aprendemos a descansar de verdad, nos hacemos capaces de compasión verdadera; si cultivamos una mirada contemplativa, llevaremos adelante nuestras actividades sin la actitud rapaz de quien quiere poseer y consumir todo; si nos mantenemos en contacto con el Señor y no anestesiamos la parte más profunda de nuestro ser, las cosas que hemos de hacer no tendrán el poder de dejarnos sin aliento y devorarnos. Necesitamos —escuchad esto—, necesitamos una “ecología del corazón” compuesta de descanso, contemplación y compasión. ¡Aprovechemos el tiempo estivo para ello! Nos ayuda mucho.
Y ahora, recemos a la Virgen, que cultivó el silencio, la oración y la contemplación, y que se conmueve siempre con ternura por nosotros, sus hijos.
-«¿Quién dice la gente que soy yo?»
Ellos le contestaron:
-«Unos, Juan Bautista; otros, Ellas; y otros, uno de los profetas.»
Él les preguntó:
-«Y vosotros, ¿quién decís que soy?»
Pedro le contestó:
-«Tú eres el Mesías.»
Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y empezó a instruirlos:
-«El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.»
Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro:
-«¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!»
CLAVE DE LECTURA
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Domingo, 16 de septiembre de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el pasaje evangélico de hoy (cf. Marcos 8, 27-35) vuelve la pregunta que atraviesa todo el Evangelio de Marcos: ¿Quién es Jesús? Pero esta vez es Jesús mismo quien la hace a los discípulos, ayudándolos gradualmente a afrontar el interrogativo sobre su identidad. Antes de interpelarlos directamente, a los Doce, Jesús quiere escuchar de ellos qué piensa de Él la gente y sabe bien que los discípulos son muy sensibles a la popularidad del Maestro. Por eso, pregunta: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» (v. 27) De ahí emerge que Jesús es considerado por el pueblo como un gran profeta. Pero, en realidad, a Él no le interesan los sondeos de las habladurías de la gente. Tampoco acepta que sus discípulos respondan a sus preguntas con fórmulas prefabricadas, citando a personajes famosos de la Sagrada Escritura, porque una fe que se reduce a las fórmulas es una fe miope.
El Señor quiere que sus discípulos de ayer y de hoy establezcan con Él una relación personal, y así lo acojan en el centro de sus vidas. Por este motivo los exhorta a ponerse con toda la verdad ante sí mismos y les pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. 29). Jesús, hoy, nos vuelve a dirigir esta pregunta tan directa y confidencial a cada uno de nosotros: «¿Tú quién dices que soy? ¿Vosotros quién decís que soy? ¿Quién soy yo para ti?». Cada uno de nosotros está llamado a responder, en su corazón, dejándose iluminar por la luz que el Padre nos da para conocer a su Hijo Jesús. Y puede sucedernos a nosotros lo mismo que le sucedió a Pedro, y afirmar con entusiasmo: «Tú eres el Cristo».
Cuando Jesús les dice claramente aquello que dice a los discípulos, es decir, que su misión se cumple no en el amplio camino del triunfo, sino en el arduo sendero del Siervo sufriente, humillado, rechazado y crucificado, entonces puede sucedernos también a nosotros como a Pedro, y protestar y rebelarnos porque eso contrasta con nuestras expectativas, con las expectativas mundanas. En esos momentos, también nosotros nos merecemos el reproche de Jesús: «¡Quítate de mi vista, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (v. 33).
Hermanos y hermanas, la profesión de fe en Jesucristo no puede quedarse en palabras, sino que exige una auténtica elección y gestos concretos, de una vida marcada por el amor de Dios, de una vida grande, de una vida con tanto amor al prójimo. Jesús nos dice que, para seguirle, para ser sus discípulos, se necesita negarse a uno mismo (cf. v. 34), es decir, los pretextos del propio orgullo egoísta y cargar con la cruz. Después da a todos una regla fundamental. ¿Y cuál es esta regla? «Quien quiera salvar su vida, la perderá». A menudo, en la vida, por muchos motivos, nos equivocamos de camino, buscando la felicidad solo en las cosas o en las personas a las que tratamos como cosas. Pero la felicidad la encontramos solamente cuando el amor, el verdadero, nos encuentra, nos sorprende, nos cambia. ¡El amor cambia todo! Y el amor puede cambiarnos también a nosotros, a cada uno de nosotros. Lo demuestran los testimonios de los santos.
Que la Virgen María, que ha vivido su fe siguiendo fielmente a su Hijo Jesús, nos ayude también a nosotros a caminar en su camino, gastando generosamente nuestra vida por Él y por los hermanos.
-«Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Estaban asustados, y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube:
-«Éste es mi Hijo amado; escuchadlo.» De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:
-«No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Esto se les quedó grabado, y discutían qué querría decir aquello de «resucitar de entre los muertos». Le preguntaron:
-« ¿Por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Ellas? »
Les contestó él:
-«Elías vendrá primero y lo restablecerá todo. Ahora, ¿por qué está escrito que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado? Os digo que Ellas ya ha venido, y han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito»
CLAVE DE LECTURA 1
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Plaza de San Pedro
Domingo, 28 de febrero de 2021
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
Este segundo domingo de Cuaresma nos invita a contemplar la transfiguración de Jesús en el monte, ante tres discípulos (cf. Mc 9,2-10). Poco antes, Jesús había anunciado que, en Jerusalén, sufriría mucho, sería rechazado y condenado a muerte. Podemos imaginar lo que debió ocurrir en el corazón de sus amigos, de sus amigos íntimos, sus discípulos: la imagen de un Mesías fuerte y triunfante entra en crisis, sus sueños se hacen añicos, y la angustia los asalta al pensar que el Maestro en el que habían creído sería ejecutado como el peor de los malhechores. Y precisamente en ese momento, con esa angustia del alma, Jesús llama a Pedro, Santiago y Juan y los lleva consigo a la montaña.
Dice el Evangelio: «Los llevó a un monte» (v. 2). En la Biblia el monte siempre tiene un significado especial: es el lugar elevado, donde el cielo y la tierra se tocan, donde Moisés y los profetas vivieron la extraordinaria experiencia del encuentro con Dios. Subir al monte es acercarse un poco a Dios. Jesús sube con los tres discípulos y se detienen en la cima del monte. Aquí, Él se transfigura ante ellos. Su rostro radiante y sus vestidos resplandecientes, que anticipan la imagen de Resucitado, ofrecen a estos hombres asustados la luz, la luz de la esperanza, la luz para atravesar las tinieblas: la muerte no será el fin de todo, porque se abrirá a la gloria de la Resurrección. Jesús, pues, anuncia su muerte, los lleva al monte y les muestra lo que sucederá después, la Resurrección.
Como exclamó el apóstol Pedro (cf. v. 5), es bueno estar con el Señor en el monte, vivir esta "anticipación" de luz en el corazón de la Cuaresma. Es una invitación para recordarnos, especialmente cuando atravesamos una prueba difícil —y muchos de vosotros sabéis lo que es pasar por una prueba difícil—, que el Señor ha resucitado y no permite que la oscuridad tenga la última palabra.
A veces pasamos por momentos de oscuridad en nuestra vida personal, familiar o social, y tememos que no haya salida. Nos sentimos asustados ante grandes enigmas como la enfermedad, el dolor inocente o el misterio de la muerte. En el mismo camino de la fe, a menudo tropezamos cuando nos encontramos con el escándalo de la cruz y las exigencias del Evangelio, que nos pide que gastemos nuestra vida en el servicio y la perdamos en el amor, en lugar de conservarla para nosotros y defenderla. Necesitamos, entonces, otra mirada, una luz que ilumine en profundidad el misterio de la vida y nos ayude a ir más allá de nuestros esquemas y más allá de los criterios de este mundo. También nosotros estamos llamados a subir al monte, a contemplar la belleza del Resucitado que enciende destellos de luz en cada fragmento de nuestra vida y nos ayuda a interpretar la historia a partir de la victoria pascual.
Pero tengamos cuidado: ese sentimiento de Pedro de que “es bueno estarnos aquí” no debe convertirse en pereza espiritual. No podemos quedarnos en el monte y disfrutar solos de la dicha de este encuentro. Jesús mismo nos devuelve al valle, entre nuestros hermanos y a nuestra vida cotidiana. Debemos guardarnos de la pereza espiritual: estamos bien, con nuestras oraciones y liturgias, y esto nos basta. ¡No! Subir al monte no es olvidar la realidad; rezar nunca es escapar de las dificultades de la vida; la luz de la fe no es para una bella emoción espiritual. No, este no es el mensaje de Jesús. Estamos llamados a vivir el encuentro con Cristo para que, iluminados por su luz, podamos llevarla y hacerla brillar en todas partes. Encender pequeñas luces en el corazón de las personas; ser pequeñas lámparas del Evangelio que lleven un poco de amor y esperanza: ésta es la misión del cristiano.
Recemos a María Santísima para que nos ayude a acoger con asombro la luz de Cristo, a guardarla y a compartirla.
CLAVE DE LECTURA 2
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Domingo, 25 de febrero de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio hoy, segundo domingo de Cuaresma, nos invita a contemplar la transfiguración de Jesús (cf. Marcos 9, 2-10).
Este episodio está ligado a lo que sucedió seis días antes, cuando Jesús había desvelado a sus discípulos que en Jerusalén debería «sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitado a los tres días» (Marcos 8, 31).
Este anuncio había puesto en crisis a Pedro y a todo el grupo de discípulos, que rechazaban la idea de que Jesús terminara rechazado por los jefes del pueblo y después matado.
Ellos, de hecho, esperaban a un Mesías poderoso, fuerte, dominador; en cambio, Jesús se presenta como humilde, como manso, siervo de Dios, siervo de los hombres, que deberá entregar su vida en sacrificio, pasando por el camino de la persecución, del sufrimiento y de la muerte.
Pero, ¿cómo poder seguir a un Maestro y Mesías cuya vivencia terrenal terminaría de ese modo? Así pensaban ellos. Y la respuesta llega precisamente de la transfiguración. ¿Qué es la transfiguración de Jesús? Es una aparición pascual anticipada.
Jesús toma consigo a los tres discípulos Pedro, Santiago y Juan y «los lleva, a ellos solos, a parte, a un monte alto» (Marcos 9, 2); y allí, por un momento, les muestra su gloria, gloria de Hijo de Dios.
Este evento de la transfiguración permite así a los discípulos afrontar la pasión de Jesús de un modo positivo, sin ser arrastrados. Lo vieron como será después de la pasión, glorioso.
Y así Jesús les prepara para la prueba. La transfiguración ayuda a los discípulos, y también a nosotros, a entender que la pasión de Cristo es un misterio de sufrimiento, pero es sobre todo un regalo de amor, de amor infinito por parte de Jesús.
El evento de Jesús transfigurándose sobre el monte nos hace entender mejor también su resurrección. Para entender el misterio de la cruz es necesario saber con antelación que el que sufre y que es glorificado no es solamente un hombre, sino el Hijo de Dios, que con su amor fiel hasta la muerte nos ha salvado. El padre renueva así su declaración mesiánica sobre el Hijo, ya hecha en la orilla del Jordán después del bautismo y exhorta: «Escuchadle» (v. 7).
Los discípulos están llamados a seguir al Maestro con confianza, con esperanza, a pesar de su muerte; la divinidad de Jesús debe manifestarse precisamente en la cruz, precisamente en su morir «de aquel modo», tanto que el evangelista Marcos pone en la boca del centurión la profesión de fe: «Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios» (15, 39). Nos dirigimos ahora en oración a la Virgen María, la criatura humana transfigurada interiormente por la gracia de Cristo. Nos encomendamos confiados a su maternal ayuda para proseguir con fe y generosidad el camino de la Cuaresma.
-«¿De qué discutís?»
Uno le contestó:
-«Maestro, te he traído a mi hijo; tiene un espíritu que no le deja hablar y, cuando lo agarra, lo tira al suelo, echa espumarajos, rechina los dientes y se queda tieso. He pedido a tus discípulos que lo echen, y no han sido capaces.»
Él les contestó:
-«¡Gente sin fe! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo.»
Se lo llevaron. El espíritu, en cuanto vio a Jesús, retorció al niño; cayó por tierra y se revolcaba, echando espumarajos. Jesús preguntó al padre:
-«¿Cuánto tiempo hace que le pasa esto?»
Contestó él:
-«Desde pequeño. Y muchas veces hasta lo ha echado al fuego y al agua, para acabar con él. Si algo puedes, ten lástima de nosotros y ayúdanos.»
Jesús replicó:
-«¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe.»
Entonces el padre del muchacho gritó:
-«Tengo fe, pero dudo; ayúdame.»
Jesús, al ver que acudía gente, increpó al espíritu inmundo, diciendo:
-«Espíritu mudo y sordo, yo te lo mando: Vete y no vuelvas a entrar en él.»
Gritando y sacudiéndolo violentamente, salió. El niño se quedó como un cadáver, de modo que la multitud decía que estaba muerto. Pero Jesús lo levantó, cogiéndolo de la mano, y el niño se puso en pie. Al entrar en casa, sus discípulos le preguntaron a solas:
-«¿Por qué no pudimos echarlo nosotros?»
Él les respondió:
-«Esta especie sólo puede salir con oración.»
-«El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará.»
Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle. Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó:
-«¿De qué discutíais por el camino?»
Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo:
-«Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.»
Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
-«El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.»
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de la liturgia de hoy (Mc 9,30-37) nos cuenta que, de camino a Jerusalén, los discípulos de Jesús discutían sobre quién «era el más grande entre ellos» (v. 34). Entonces Jesús les habló de forma contundente, que también se aplica a nosotros hoy: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos» (v. 35). Si quieres ser el primero, tienes que ir al final de la fila, ser el último y servir a todos. Con esta frase lapidaria, el Señor inaugura una inversión: da un vuelco a los criterios que marcan lo que realmente cuenta. El valor de una persona ya no depende del papel que desempeña, del éxito que tiene, del trabajo que hace, del dinero que tiene en el banco; no, no depende de eso; la grandeza y el éxito, a los ojos de Dios, tienen otro rasero: se miden por el servicio. No por lo que se tiene, sino por lo que se da. ¿Quieres sobresalir? Sirve. Este es el camino.
Hoy en día la palabra “servicio” parece un poco descolorida, desgastada por el uso. Pero en el Evangelio tiene un significado preciso y concreto. Servir no es una expresión de cortesía: es hacer como Jesús, que, resumiendo su vida en pocas palabras, dijo que había venido «no a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45). Así dijo el Señor. Por eso, si queremos seguir a Jesús, debemos recorrer el camino que Él mismo ha trazado, el camino del servicio. Nuestra fidelidad al Señor depende de nuestra disponibilidad a servir. Y esto cuesta, lo sabemos, porque “sabe a cruz”. Pero a medida que crecemos en el cuidado y la disponibilidad hacia los demás, nos volvemos más libres por dentro, más parecidos a Jesús. Cuanto más servimos, más sentimos la presencia de Dios. Sobre todo cuando servimos a los que no tienen nada que devolvernos, los pobres, abrazando sus dificultades y necesidades con la tierna compasión: y ahí descubrimos que a su vez somos amados y abrazados por Dios.
Precisamente para ilustrarlo, Jesús después de haber hablado de la primacía del servicio, hace un gesto. Hemos visto que los gestos de Jesús son más fuertes que las palabras que usa. Y ¿cuál es el gesto? Toma un niño y lo coloca en medio de los discípulos, en el centro, en el lugar más importante (cf. v. 36). El niño, en el Evangelio, no simboliza tanto la inocencia como la pequeñez. Porque los pequeños, como los niños, dependen de los demás, de los adultos, necesitan recibir. Jesús abraza a ese niño y dice que quien recibe a un pequeño, a un niño, lo recibe a Él (cf. v. 37). Esto es, en primer lugar, a quién servir: a los que necesitan recibir y no tienen nada que devolver. Servir a los que necesitan recibir y no tienen para devolver. Acogiendo a los que están en los márgenes, desatendidos, acogemos a Jesús, porque Él está ahí. Y en un pequeño, en un pobre al que servimos, también nosotros recibimos el tierno abrazo de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, interpelados por el Evangelio, preguntémonos: yo, que sigo a Jesús, ¿me intereso por los más abandonados? ¿O, como los discípulos aquel día, busco la gratificación personal? ¿Entiendo la vida como una competición para abrirme un hueco a costa de los demás, o creo que sobresalir es servir? Y, concretamente: ¿dedico tiempo a algún “pequeño”, a una persona que no tiene medios para corresponder? ¿Me ocupo de alguien que no puede devolverme el favor, o sólo de mis familiares y amigos? Son preguntas que podemos hacernos.
Que la Virgen María, humilde sierva del Señor, nos ayude a comprender que servir no nos disminuye, sino que nos hace crecer. Y que hay más alegría en dar que en recibir (cf. Hch 20,35).
CLAVE DE LECTURA 2
VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A LITUANIA, LETONIA Y ESTONIA
[22-25 DE SEPTIEMBRE DE 2018]
SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Parque Santakos de Kaunas, Lituania
Domingo, 23 de septiembre de 2018
San Marcos dedica toda una parte de su evangelio a la enseñanza de los discípulos. Pareciera que Jesús, a mitad de camino hacia Jerusalén, quiso que los suyos volvieran a elegir sabiendo que ese seguimiento suponía momentos de prueba y de dolor. El evangelista relata ese período de la vida de Jesús recordando que en tres ocasiones él anunció su pasión; ellos expresaron tres veces su desconcierto y resistencia, y el Señor en las tres oportunidades quiso dejarles una enseñanza. Nosotros acabamos de escuchar la segunda de esas tres secuencias (cf. Mc 9,30-37).
La vida cristiana siempre pasa por momentos de cruz, y a veces parecen interminables. Las generaciones pasadas habrán dejado grabado a fuego el tiempo de la ocupación, la angustia de los que eran llevados, la incertidumbre de los que no volvían, la vergüenza de la delación, de la traición. El libro de la Sabiduría nos habla acerca del justo perseguido, aquel que sufre ultrajes y tormentos por el solo hecho de ser bueno (cf. 2,10-20). Cuántos de vosotros podríais relatar en primera persona, o en la historia de algún familiar, este mismo pasaje que hemos leído. Cuántos también habéis visto tambalear vuestra fe porque no apareció Dios para defenderos; porque el hecho de permanecer fieles no bastó para que él interviniera en vuestra historia. Kaunas sabe de esto; Lituania entera lo puede testimoniar con un escalofrío ante la sola mención de Siberia, o los guetos de Vilna y de Kaunas, entre otros; y puede decir al unísono con el apóstol Santiago, en el fragmento de su carta que hemos escuchado: ambicionan, matan, envidian, combaten y hacen la guerra (cf. 4,2).
Pero los discípulos no querían que Jesús les hablase de dolor y cruz, no quieren saber nada de pruebas y angustias. Y san Marcos recuerda que se interesaban por otras cosas, que volvían a casa discutiendo quién era el mayor. Hermanos: el afán de poder y de gloria constituye el modo más común de comportarse de quienes no terminan de sanar la memoria de su historia y, quizás por eso mismo, tampoco aceptan esforzarse en el trabajo del presente. Y entonces se discute sobre quién brilló más, quién fue más puro en el pasado, quién tiene más derecho a tener privilegios que los otros. Y así negamos nuestra historia, «que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 96). Es una actitud estéril y vanidosa, que renuncia a implicarse en la construcción del presente al perder el contacto con la realidad sufrida de nuestro pueblo fiel. No podemos ser como esos “expertos” espirituales, que solo juzgan desde afuera y se entretienen en un continuo hablar sobre “lo que habría que hacer” (cf. ibíd.).
Jesús, sabiendo lo que sentían, les propone un antídoto a estas luchas de poder y al rechazo del sacrificio; y, para darle solemnidad a lo que va a decir, se sienta como un Maestro, los llama, y realiza un gesto: pone a un niño en el centro; un niñito que generalmente se ganaba los mendrugos haciendo los mandados que nadie quería hacer. ¿A quién pondrá en el medio hoy, aquí, en esta mañana de domingo? ¿Quiénes serán los más pequeños, los más pobres entre nosotros, aquellos que tenemos que acoger a cien años de nuestra independencia? ¿Quién no tiene nada para devolvernos, para hacer gratificante nuestro esfuerzo y nuestras renuncias? Quizás son las minorías étnicas de nuestra ciudad, o aquellos desocupados que deben emigrar. Tal vez son los ancianos solos, o los jóvenes que no encuentran sentido a la vida porque perdieron sus raíces. “En medio” significa equidistante, para que nadie se pueda hacer el distraído, ninguno pueda argumentar que “es responsabilidad de otro”, porque “yo no lo vi” o “estoy más lejos”. Sin protagonismos, sin querer ser los aplaudidos o los primeros. Allá, en la ciudad de Vilna, le tocó al río Vilna aportar su caudal y perder su nombre ante el Neris; acá, es el mismo Neris el que pierde su nombre aportando su caudal al Nemunas. De eso se trata, de ser una Iglesia “en salida”, de no tener miedo a salir y entregarnos aun cuando parezca que nos disolvemos, de perder en pos de los más pequeños, de los olvidados, de aquellos que habitan en las periferias existenciales. Pero sabiendo que ese salir implicará también en ocasiones un detener el paso, dejar de lado ansiedades y urgencias, para saber mirar a los ojos, escuchar y acompañar al que se quedó al borde del camino. A veces tocará comportarse como el padre del hijo pródigo, que se queda a la puerta esperando su regreso, para abrirle apenas llegue (cf. ibíd., 46); y otras, como los discípulos que tienen que aprender que cuando se recibe a un pequeño es al mismo Jesús a quien se recibe.
Porque por eso estamos hoy acá, ansiosos de recibir a Jesús: en su palabra, en la eucaristía, en los pequeños. Recibirlo para que él reconcilie nuestra memoria y nos acompañe en un presente que nos sigue apasionando por sus desafíos, por los signos que nos deja, para que lo sigamos como discípulos, porque no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en el corazón de los discípulos de Cristo, y así sentimos como nuestros los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y afligidos (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. ap. Gaudium et spes, 1). Por eso, y porque como comunidad nos sentimos verdadera e íntimamente solidarios del género humano —de esta ciudad y de toda Lituania— y de su historia (cf. ibíd.), queremos entregar la vida en el servicio y en la alegría, y así hacer saber a todos que Cristo Jesús es nuestra única esperanza.
-Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?
Jesús le contestó:
-¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios.
Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.
El replicó:
-Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño.
Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo:
-Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres -así tendrás un tesoro en el cielo-, y luego sígueme.
A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico.
Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos:
-¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios!
Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió:
-Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el Reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios.
Ellos se espantaron y comentaban:
-Entonces, ¿quién puede salvarse?
Jesús se les quedó mirando y les dijo:
-Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La liturgia de hoy nos propone el encuentro entre Jesús y un hombre que «tenía muchos bienes» (Mc 10, 22) y que ha pasado a la historia como “el joven rico” (cf. Mt 19, 20-22). No sabemos su nombre. En realidad, el Evangelio de Marcos habla de él como «uno», sin mencionar su edad ni nombre, para sugerir que todos podemos vernos en ese hombre, como en un espejo. Su encuentro con Jesús, de hecho, nos permite hacer un test sobre la fe. Leyendo esto me hago un test sobre mi fe.
Esta persona comienza con una pregunta: «¿Qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?» (v. 17). Fijémonos en los verbos que usa: he de hacer – para tener. Esta es su religiosidad: un deber, un hacer para tener; “hago algo para conseguir lo que necesito”. Pero esta es una relación comercial con Dios, un do ut des. La fe, en cambio, no es un rito frío y mecánico, un “debo-hago- obtengo”. Es una cuestión de libertad y amor. La fe es cuestión de libertad, es cuestión de amor. Y aquí tenemos la primera pregunta del test: ¿qué es la fe para mí? Si es principalmente un deber o una moneda de cambio, estamos muy mal encaminados, porque la salvación es un don y no un deber, es gratuita y no se puede comprar. Lo primero que hay que hacer es deshacerse de una fe comercial y mecánica, que insinúa la falsa imagen de un Dios contable, un Dios controlador, no un padre. Y muchas veces en la vida podemos vivir esta relación de fe “comercial”: hago esto para que Dios me dé esto.
Jesús —segundo pasaje— ayuda a ese hombre ofreciéndole el verdadero rostro de Dios. Y así — dice el texto— «fijando en él su mirada, le amó» (v. 21): ¡esto es Dios! Aquí es donde nace y renace la fe: no de un deber, no de algo que hay que hacer o pagar, sino de una mirada de amor que ha de ser acogida. De este modo la vida cristiana resulta hermosa, si no se basa en nuestras capacidades y nuestros proyectos, sino que se basa en la mirada de Dios. Tu fe, mi fe ¿está cansada? ¿Quieres revitalizarla? Busca la mirada de Dios: ponte en adoración, déjate perdonar en la Confesión, párate ante el Crucifijo. En definitiva, déjate amar por Él. Este es el comienzo de la fe: dejarse amar por Él, que es padre.
Después de la pregunta y la mirada hay —tercer y último pasaje— una invitación de Jesús, que le dice: «Solo una cosa te falta». ¿Qué le faltaba a ese hombre rico? El don, la gratuidad: «Vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres» (v. 21). Esto es lo que quizás también nos falta a nosotros. A menudo hacemos lo mínimo indispensable, mientras que Jesús nos invita a hacer lo máximo posible. ¡Cuántas veces nos conformamos con los deberes —los preceptos, alguna oración y muchas cosas así—, mientras Dios, que nos da la vida, nos pide impulsos de vida! En el Evangelio de hoy se ve claramente este paso del deber al don; Jesús comienza recordando los mandamientos: «No mates, no cometas adulterio, no robes ...» etc. (v. 19), y llega a la propuesta positiva: “¡Ve, vende, da, sígueme! (cf. v. 21). La fe no puede limitarse a los noes, porque la vida cristiana es un sí, un sí de amor.
Queridos hermanos y hermanas, una fe sin don, una fe sin gratuidad es una fe incompleta, es una fe débil, una fe enferma. Podríamos compararla con un alimento rico y nutritivo que carece de sabor, o con un partido más o menos bien jugado pero sin goles: no, no va bien, falta “la sal”. Una fe sin don, sin gratuidad, sin obras de caridad al final nos entristece: como aquel hombre que, aunque mirado con amor por el mismo Jesús, volvió a casa «entristecido» y «apenado» (v. 22) . Hoy podemos preguntarnos: “¿Cuál es la situación de mi fe? ¿La vivo como algo mecánico, como una relación de deber o de interés con Dios? ¿Me acuerdo de alimentarla dejando que Jesús me mire y me ame?”. Dejarse mirar y amar por Jesús; dejar que Jesús nos mire, nos ame. “Y, atraído por Él, ¿correspondo con gratuidad, con generosidad, con todo el corazón?
Que la Virgen María, que dijo un sí total a Dios, un sí sin peros —no es fácil decir sí sin peros: la Virgen lo hizo, un sí sin peros—, nos haga gustar la belleza de hacer de la vida un don.
CLAVE DE LECTURA 2
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Plaza de San Pedro
Domingo, 14 de octubre de 2018
La segunda lectura nos ha dicho que «la palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo» (Hb 4,12). Es así: la palabra de Dios no es un conjunto de verdades o una edificante narración espiritual; no, es palabra viva, que toca la vida, que la transforma. Allí, Jesús en persona, que es la palabra viva de Dios, nos habla al corazón.
El Evangelio, en concreto, nos invita a encontrarnos con el Señor, siguiendo el ejemplo de «uno» que «se le acercó corriendo» (cf. Mc 10,17). Podemos identificarnos con ese hombre, del que no se dice el nombre en el texto, como para sugerir que puede representar a cada uno de nosotros. Le pregunta a Jesús cómo «heredar la vida eterna» (v. 17). Él pide la vida para siempre, la vida en plenitud: ¿quién de nosotros no la querría? Pero, vemos que la pide como una herencia para poseer, como un bien que hay que obtener, que ha de conquistarse con las propias fuerzas. De hecho, para conseguir este bien ha observado los mandamientos desde la infancia y para lograr el objetivo está dispuesto a observar otros; por esto pregunta: «¿Qué debo hacer para heredar?».
La respuesta de Jesús lo desconcierta. El Señor pone su mirada en él y lo ama (cf. v. 21). Jesús cambia la perspectiva: de los preceptos observados para obtener recompensas al amor gratuito y total. Aquella persona hablaba en términos de oferta y demanda, Jesús le propone una historia de amor. Le pide que pase de la observancia de las leyes al don de sí mismo, de hacer por sí mismo a estar con él. Y le hace una propuesta de vida «tajante»: «Vende lo que tienes, dáselo a los pobres […] y luego ven y sígueme» (v. 21). Jesús también te dice a ti: «Ven, sígueme». Ven: no estés quieto, porque para ser de Jesús no es suficiente con no hacer nada malo. Sígueme: no vayas detrás de Jesús solo cuando te apetezca, sino búscalo cada día; no te conformes con observar los preceptos, con dar un poco de limosna y decir algunas oraciones: encuentra en él al Dios que siempre te ama, el sentido de tu vida, la fuerza para entregarte.
Jesús sigue diciendo: «Vende lo que tienes y dáselo a los pobres». El Señor no hace teorías sobre la pobreza y la riqueza, sino que va directo a la vida. Él te pide que dejes lo que paraliza el corazón, que te vacíes de bienes para dejarle espacio a él, único bien. Verdaderamente, no se puede seguir a Jesús cuando se está lastrado por las cosas. Porque, si el corazón está lleno de bienes, no habrá espacio para el Señor, que se convertirá en una cosa más. Por eso la riqueza es peligrosa y –dice Jesús–, dificulta incluso la salvación. No porque Dios sea severo, ¡no! El problema está en nosotros: el tener demasiado, el querer demasiado, ahoga, ahoga nuestro corazón y nos hace incapaces de amar. De ahí que san Pablo nos recuerde que «el amor al dinero es la raíz de todos los males» (1 Tm 6,10). Lo vemos: donde el dinero se pone en el centro, no hay lugar para Dios y tampoco para el hombre.
Jesús es radical. Él lo da todo y lo pide todo: da un amor total y pide un corazón indiviso. También hoy se nos da como pan vivo; ¿podemos darle a cambio las migajas? A él, que se hizo siervo nuestro hasta el punto de ir a la cruz por nosotros, no podemos responderle solo con la observancia de algún precepto. A él, que nos ofrece la vida eterna, no podemos darle un poco de tiempo sobrante. Jesús no se conforma con un «porcentaje de amor»: no podemos amarlo al veinte, al cincuenta o al sesenta por ciento. O todo o nada.
Queridos hermanos y hermanas, nuestro corazón es como un imán: se deja atraer por el amor, pero solo se adhiere por un lado y debe elegir entre amar a Dios o amar las riquezas del mundo (cf. Mt 6,24); vivir para amar o vivir para sí mismo (cf. Mc 8,35). Preguntémonos de qué lado estamos. Preguntémonos cómo va nuestra historia de amor con Dios. ¿Nos conformamos con cumplir algunos preceptos o seguimos a Jesús como enamorados, realmente dispuestos a dejar algo para él? Jesús nos pregunta a cada uno personalmente, y a todos como Iglesia en camino: ¿somos una Iglesia que solo predica buenos preceptos o una Iglesia-esposa, que por su Señor se lanza a amar? ¿Lo seguimos de verdad o volvemos sobre los pasos del mundo, como aquel personaje del Evangelio? En resumen, ¿nos basta Jesús o buscamos las seguridades del mundo? Pidamos la gracia de saber dejar por amor del Señor: dejar riquezas, dejar nostalgias de puestos y poder, dejar estructuras que ya no son adecuadas para el anuncio del Evangelio, los lastres que entorpecen la misión, los lazos que nos atan al mundo. Sin un salto hacia adelante en el amor, nuestra vida y nuestra Iglesia se enferman de «autocomplacencia egocéntrica» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 95): se busca la alegría en cualquier placer pasajero, se recluye en la murmuración estéril, se acomoda a la monotonía de una vida cristiana sin ímpetu, en la que un poco de narcisismo cubre la tristeza de sentirse imperfecto.
Así sucedió para ese hombre, que –cuenta el Evangelio– «se marchó triste» (v. 22). Se había aferrado a los preceptos y a sus muchos bienes, no había dado su corazón. Y aunque se encontró con Jesús y recibió su mirada amorosa, se marchó triste. La tristeza es la prueba del amor inacabado. Es el signo de un corazón tibio. En cambio, un corazón desprendido de los bienes, que ama libremente al Señor, difunde siempre la alegría, esa alegría tan necesaria hoy. El santo Papa Pablo VI escribió: «Es precisamente en medio de sus dificultades cuando nuestros contemporáneos tienen necesidad de conocer la alegría, de escuchar su canto» (Exhort. ap. Gaudete in Domino, 9). Jesús nos invita hoy a regresar a las fuentes de la alegría, que son el encuentro con él, la valiente decisión de arriesgarnos a seguirlo, el placer de dejar algo para abrazar su camino. Los santos han recorrido este camino.
Pablo VI lo hizo, siguiendo el ejemplo del Apóstol del que tomó su nombre. Al igual que él, gastó su vida por el Evangelio de Cristo, atravesando nuevas fronteras y convirtiéndose en su testigo con el anuncio y el diálogo, profeta de una Iglesia extrovertida que mira a los lejanos y cuida de los pobres. Pablo VI, aun en medio de dificultades e incomprensiones, testimonió de una manera apasionada la belleza y la alegría de seguir totalmente a Jesús. También hoy nos exhorta, junto con el Concilio del que fue sabio timonel, a vivir nuestra vocación común: la vocación universal a la santidad. No a medias, sino a la santidad. Es hermoso que junto a él y a los demás santos y santas de hoy, se encuentre Monseñor Romero, quien dejó la seguridad del mundo, incluso su propia incolumidad, para entregar su vida según el Evangelio, cercano a los pobres y a su gente, con el corazón magnetizado por Jesús y sus hermanos. Lo mismo puede decirse de Francisco Spinelli, de Vicente Romano, de María Catalina Kasper, de Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús y también del gran muchacho abrucense-napolitano, Nuncio Sulprizio: el joven santo, valiente, humilde, que supo encontrar a Jesús en el sufrimiento, el silencio y en la entrega de sí mismo. Todos estos santos, en diferentes contextos, han traducido con la vida la palabra de hoy, sin tibieza, sin cálculos, con el ardor de arriesgarse y de dejar. Hermanos y hermanas, que el Señor nos ayude a imitar sus ejemplos.
-Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.
Jesús dijo:
-Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más -casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones-, y en la edad futura, vida eterna.
Muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros.
-«En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán.
Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte.
Aprended de esta parábola de la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán, aunque el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre.»
CLAVE DE LECTURA
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Domingo, 18 de noviembre de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el pasaje evangélico de este domingo (cf. Mc 13, 24-32), el Señor quiere instruir a sus discípulos sobre los eventos futuros. No se trata principalmente de un discurso sobre el fin del mundo, sino que es una invitación a vivir bien el presente, a estar atentos y siempre preparados para cuando nos pidan cuentas de nuestra vida. Jesús dice: «Por esos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas irán cayendo del cielo» (versículos 24-25). Estas palabras nos hacen pensar en la primera página del Libro de Génesis, la historia de la creación: el sol, la luna, las estrellas, que desde el principio del tiempo brillan en su orden y dan luz, signo de vida, aquí están descritas en su decadencia, mientras caen en la oscuridad y el caos, signo del fin. En cambio, la luz que brillará en ese último día será única y nueva: será la del Señor Jesús que vendrá en gloria con todos los santos. En ese encuentro finalmente veremos su rostro a la plena luz de la Trinidad; un rostro radiante de amor, ante el cual todo ser humano también aparecerá en su verdad total.
La historia de la humanidad, como la historia personal de cada uno de nosotros, no puede entenderse como una simple sucesión de palabras y hechos que no tienen sentido. Tampoco se puede interpretar a la luz de una visión fatalista, como si todo estuviera ya preestablecido de acuerdo con un destino que resta todo espacio de libertad, impidiendo tomar decisiones que son el resultado de una elección verdadera. En el Evangelio de hoy, más bien, Jesús dice que la historia de los pueblos y de los individuos tiene una meta y una meta que debe alcanzarse: el encuentro definitivo con el Señor. No sabemos el tiempo ni las formas en que sucederá; el Señor ha reiterado que «nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo ni el Hijo» (v. 32). Todo se guarda en el secreto del misterio del Padre. Sin embargo, sabemos un principio fundamental con el que debemos enfrentarnos: «El cielo y la tierra pasarán, dice Jesús, pero mis palabras no pasarán"» (v. 31). El verdadero punto crucial es este. En ese día, cada uno de nosotros tendrá que entender si la Palabra del Hijo de Dios ha iluminado su existencia personal, o si le ha dado la espalda, prefiriendo confiar en sus propias palabras. Será más que nunca el momento en el que nos abandonemos definitivamente al amor del Padre y nos confiemos a su misericordia.
¡Nadie puede escapar de este momento, ninguno de nosotros! La astucia, que a menudo utilizamos en nuestro comportamiento para avalar la imagen que queremos ofrecer, será inútil; de la misma manera, el poder del dinero y de los medios económicos con los que pretendemos, con presunción, que compramos todo y a todos, ya no se podrá utilizar. No tendremos con nosotros nada más que lo que hemos logrado en esta vida creyendo en su Palabra: el todo y la nada de lo que hemos vivido o dejado de hacer. Solo llevaremos con nosotros lo que hemos dado.
Invoquemos la intercesión de la Virgen María, para que la constatación de nuestra temporalidad en la tierra y de nuestros límite no nos haga caer en la angustia, sino que nos llame a la responsabilidad con nosotros mismos, con nuestro prójimo, con el mundo entero.
- «Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento.
Es igual que un hombre que se fue de viaje y dejó su casa, y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara.
Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos.
Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!»
CLAVE DE LECTURA 1
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica de San Pedro, Altar de la Cátedra
Primer Domingo de Adviento, 29 de noviembre de 2020
Las lecturas de hoy sugieren dos palabras clave para el tiempo de Adviento: cercanía y vigilancia. La cercanía de Dios y nuestra vigilancia. Mientras el profeta Isaías dice que Dios está cerca de nosotros, Jesús en el Evangelio nos invita a vigilar esperando en Él.
Cercanía. Isaías comienza tuteando a Dios: «¡Tú eres nuestro padre!» (63,16), y continúa: «Nunca se oyó [...] que otro dios fuera de ti actuara así a favor de quien espera en él» (64,3). Vienen a la mente las palabras del Deuteronomio: ¿Quién «está tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros, siempre que lo invocamos?» (4,7). El Adviento es el tiempo para hacer memoria de la cercanía de Dios, que ha descendido hasta nosotros. Pero el profeta supera esto y le pide a Dios que se acerque más: «¡Ojalá rasgaras los cielos y descendieras!» (Is 63,19). Lo hemos pedido también en el Salmo: “Vuelve, visítanos, ven a salvarnos” (cf. Sal 79,15.3). “Dios mío, ven en mi auxilio” es a menudo el comienzo de nuestra oración: el primer paso de la fe es decirle al Señor que lo necesitamos, necesitamos su cercanía.
Es también el primer mensaje del Adviento y del Año Litúrgico, reconocer que Dios está cerca, y decirle: “¡Acércate más!”. Él quiere acercarse a nosotros, pero se ofrece, no se impone. Nos corresponde a nosotros decir sin cesar: “¡Ven!”. Nos corresponde a nosotros, es la oración del adviento ¡Ven! El Adviento nos recuerda que Jesús vino a nosotros y volverá al final de los tiempos, pero nos preguntamos: ¿De qué sirven estas venidas si no viene hoy a nuestra vida? Invitémoslo. Hagamos nuestra la invocación propia del Adviento: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20). Con esta invocación termina el Apocalipsis: «Ven, Señor Jesús». Podemos decirla al principio de cada día y repetirla a menudo, antes de las reuniones, del estudio, del trabajo y de las decisiones que debemos tomar, en los momentos más importantes y en los difíciles: Ven, Señor Jesús. Una oración breve, pero que nace del corazón. Digámosla en este tiempo de Adviento, repitámosla: «Ven, Señor Jesús».
De este modo, invocando su cercanía, ejercitaremos nuestra vigilancia. El Evangelio de Marcos nos propuso hoy la parte final del último discurso de Jesús, que se concentra en una sola palabra: “¡Vigilen!”. El Señor la repite cuatro veces en cinco versículos (cf. Mc 13,33-35.37). Es importante estar vigilantes, porque un error de la vida es el perderse en mil cosas y no percatarse de Dios. San Agustín decía: «Timeo Iesum transeuntem» (Sermones, 88,14,13), “Tengo miedo de que Jesús pase y no me dé cuenta”. Atraídos por nuestros intereses― todos los días experimentamos esto ―y distraídos por tantas vanidades, corremos el riesgo de perder lo esencial. Por eso hoy el Señor repite «a todos: ¡estén vigilantes!» (Mc 13,37). Vigilen, estén atentos.
Pero, si debemos vigilar, esto quiere decir que es de noche. Sí, ahora no vivimos en el día, sino en la espera del día, en medio de la oscuridad y los trabajos. Llegará el día cuando estemos con el Señor. Vendrá, no nos desanimemos. Pasará la noche, aparecerá el Señor; Él, que murió en la cruz por nosotros, nos juzgará. Estar vigilantes es esperar esto, es no dejarse llevar por el desánimo, y esto se llama vivir en la esperanza. Así como antes de nacer nos esperaban quienes nos amaban, ahora nos espera el Amor mismo. Y si nos esperan en el Cielo, ¿por qué vivir con pretensiones terrenales? ¿Por qué agobiarse por alcanzar un poco de dinero, fama, éxito, todas cosas efímeras? ¿Por qué perder el tiempo quejándose de la noche mientras nos espera la luz del día? ¿Por qué buscar “padrinos” para obtener una promoción y ascender, promocionarnos para hacer carrera? Todo pasa. Estén vigilantes, dice el Señor.
Mantenerse despiertos no es fácil, al contrario, es algo muy difícil. Por la noche es natural dormir. No lo lograron los discípulos de Jesús, a quienes Él les había pedido que velaran “al atardecer, a medianoche, al canto del gallo, de madrugada” (cf. v. 35). Y precisamente a esas horas no estuvieron vigilantes. Al atardecer, en la última cena, traicionaron a Jesús; por la noche se durmieron; al canto del gallo lo negaron; de madrugada dejaron que lo condenaran a muerte. No estuvieron vigilantes. Se quedaron dormidos. Pero sobre nosotros puede caer el mismo sopor. Hay un sueño peligroso: el sueño de la mediocridad. Llega cuando olvidamos nuestro primer amor y seguimos adelante por inercia, preocupándonos sólo por tener una vida tranquila. Pero sin impulsos de amor a Dios, sin esperar su novedad, nos volvemos mediocres, tibios, mundanos. Y esto carcome la fe, porque la fe es lo opuesto a la mediocridad: es el ardiente deseo de Dios, es la valentía perseverante para convertirse, es valor para amar, es salir siempre adelante. La fe no es agua que apaga, sino fuego que arde; no es un calmante para los que están estresados, sino una historia de amor para los que están enamorados. Por eso Jesús odia la tibieza más que cualquier otra cosa (cf. Ap 3,16). Se ve el desprecio de Dios por los tibios.
Y entonces, ¿cómo podemos despertarnos del sueño de la mediocridad? Con la vigilancia de la oración. Rezar es encender una luz en la noche. La oración nos despierta de la tibieza de una vida horizontal, eleva nuestra mirada hacia lo alto, nos sintoniza con el Señor. La oración permite que Dios esté cerca de nosotros; por eso, nos libra de la soledad y nos da esperanza. La oración oxigena la vida: así como no se puede vivir sin respirar, tampoco se puede ser cristiano sin rezar. Y hay mucha necesidad de cristianos que velen por los que duermen, de adoradores, de intercesores que día y noche lleven ante Jesús, luz del mundo, las tinieblas de la historia. Hay necesidad de adoradores. Hemos perdido un poco el sentido de la adoración, de estar en silencio ante el Señor, adorando. Ésta es la mediocridad, la tibieza.
Hay también un segundo sueño interior: el sueño de la indiferencia. El que es indiferente ve todo igual, como de noche, y no le importa quién está cerca. Cuando sólo giramos alrededor de nosotros mismos y de nuestras necesidades, indiferentes a las de los demás, la noche cae en el corazón. El corazón se vuelve oscuro. Comenzamos rápido a quejarnos de todo, luego sentimos que somos víctimas de los otros y al final hacemos complots de todo. Quejas, victimismo y complots. Es una cadena. Hoy parece que esta noche ha caído sobre muchos, que exigen sólo para sí mismos y se desinteresan de los demás.
¿Cómo podemos despertar de este sueño de indiferencia? Con la vigilancia de la caridad. Para llevar luz a aquel sueño de la mediocridad, de la tibieza, está la vigilancia de la oración. Para despertarnos de este sueño de la indiferencia está la vigilancia de la caridad. La caridad es el corazón palpitante del cristiano. Así como no se puede vivir sin el latido del corazón, tampoco se puede ser cristiano sin caridad. Algunos piensan que sentir compasión, ayudar, servir sea algo para perdedores; en realidad es la apuesta segura, porque ya está proyectada hacia el futuro, hacia el día del Señor, cuando todo pasará y sólo quedará el amor. Es con obras de misericordia que nos acercamos al Señor. Se lo pedimos hoy en la oración colecta: «Aviva en tus fieles […] el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene, acompañados por las buenas obras». El deseo de salir al encuentro de Cristo con las buenas obras. Jesús viene y el camino para ir a su encuentro está señalado: son las obras de caridad.
Queridos hermanos y hermanas, rezar y amar, he aquí la vigilancia. Cuando la Iglesia adora a Dios y sirve al prójimo, no vive en la noche. Aunque esté cansada y abatida, camina hacia el Señor. Invoquémoslo: Ven, Señor Jesús, te necesitamos. Acércate a nosotros. Tú eres la luz: despiértanos del sueño de la mediocridad, despiértanos de la oscuridad de la indiferencia. Ven, Señor Jesús, haz que nuestros corazones que ahora están distraídos estén vigilantes: haznos sentir el deseo de rezar y la necesidad de amar.
CLAVE DE LECTURA 2
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
I Domingo de Adviento
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy comenzamos el camino de Adviento, que culminará en la Navidad. El Adviento es el tiempo que se nos da para acoger al Señor que viene a nuestro encuentro, también para verificar nuestro deseo de Dios, para mirar hacia adelante y prepararnos para el regreso de Cristo. Él regresará a nosotros en la fiesta de Navidad, cuando haremos memoria de su venida histórica en la humildad de la condición humana; pero Él viene dentro de nosotros cada vez que estamos dispuestos a recibirlo, y vendrá de nuevo al final de los tiempos «para juzgar a los vivos y a los muertos». Por eso debemos estar siempre alerta y esperar al Señor con la esperanza de encontrarlo. La liturgia de hoy nos habla precisamente del sugestivo tema de la vigilia y de la espera. En el Evangelio (Marcos 13, 33-37) Jesús nos exhorta a estar atentos y a vigilar para estar listos para recibirlo en el momento del regreso. Nos dice: «Estad atentos y vigilad, porque ignoráis cuándo será el momento [...] No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos». (vv. 33-36).
La persona que está atenta es la que, en el ruido del mundo, no se deja llevar por la distracción o la superficialidad, sino que vive de modo pleno y consciente, con una preocupación dirigida en primer lugar a los demás. Con esta actitud nos damos cuenta de las lágrimas y las necesidades del prójimo, y podemos percibir también sus capacidades y sus cualidades humanas y espirituales. La persona mira después al mundo, tratando de contrarrestar la indiferencia y la crueldad que hay en él y alegrándose de los tesoros de belleza que también existen y que deben ser custodiados. Se trata de tener una mirada de comprensión para reconocer tanto las miserias y las pobrezas de los individuos y de la sociedad, como para reconocer la riqueza escondida en las pequeñas cosas de cada día, precisamente allí donde el Señor nos ha colocado.
La persona vigilante es la que acoge la invitación a velar, es decir, a no dejarse abrumar por el sueño del desánimo, la falta de esperanza, la desilusión; y al mismo tiempo rechaza la llamada de tantas vanidades de las que está el mundo lleno y detrás de las cuales, a veces, se sacrifican tiempo y serenidad personal y familiar. Es la experiencia dolorosa del pueblo de Israel, narrada por el profeta Isaías: Dios parecía haber dejado vagar a su pueblo, fuera de sus caminos (cf. 63, 17), pero esto era el resultado de la infidelidad del mismo pueblo (cf. 64, 4b). También nosotros nos encontramos a menudo en esta situación de infidelidad a la llamada del Señor: Él nos muestra el camino bueno, el camino de la fe, el camino del amor, pero nosotros buscamos la felicidad en otra parte.
Estar atentos y vigilantes son las premisas para no seguir «vagando fuera de los caminos del Señor», perdidos en nuestros pecados y nuestras infidelidades; estar atentos y alerta, son las condiciones para permitir a Dios irrumpir en nuestras vidas, para restituirle significado y valor con su presencia llena de bondad y de ternura. Que María Santísima, modelo de espera de Dios e icono de vigilancia, nos guíe hacia su Hijo Jesús, reavivando nuestro amor por él.
«País de Zabulón y país de Neftalí,
camino del mar, al otro lado del Jordán,
Galilea de los gentiles.
El pueblo que habitaba en tinieblas
vio una luz grande;
a los que habitaban en tierra y sombras de muerte,
una luz les brilló.»
Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo:
-«Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos.»
Pasando junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores.
Les dijo:
-«Venid y seguidme, y os, haré pescadores de hombres.»
Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron.
Y, pasando adelante, vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también.
Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.
Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo.
CLAVE DE LECTURA 1
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy (cf. Mateo 4, 12-23) nos presenta el comienzo de la misión pública de Jesús. Esto ocurrió en Galilea, un área periférica con respecto a Jerusalén, y a la que se miraba con recelo por su mezcla con los paganos. Nada bueno ni nuevo se esperaba de esa región; en cambio, fue allí donde Jesús, que había crecido en Nazaret de Galilea, comenzó su predicación.
Proclama el núcleo de su enseñanza resumido en el llamamiento: «Convertíos, porque el Reino de los Cielos está cerca» (v. 17). Esta proclamación es como un poderoso rayo de luz que atraviesa la oscuridad y penetra la niebla, y evoca la profecía de Isaías que se lee en la noche de Navidad: «El pueblo que andaba a oscuras vio una luz intensa. Sobre los que vivían en tierra de sombras brilló una luz» (9, 1). Con la venida de Jesús, luz del mundo, Dios Padre mostró a la humanidad su cercanía y amistad. Nos las dio libremente más allá de nuestros méritos. La cercanía y la amistad de Dios no son mérito nuestro: son un don gratuito de Dios. Debemos cuidar este don.
La llamada a la conversión, que Jesús dirige a todos los hombres de buena voluntad, se comprende plenamente a la luz del acontecimiento de la manifestación del Hijo de Dios, sobre el que hemos meditado los últimos domingos. Muchas veces es imposible cambiar de vida, abandonar el camino del egoísmo, del mal, abandonar el camino del pecado porque el compromiso de conversión se centra sólo en uno mismo y en las propias fuerzas, y no en Cristo y su Espíritu. Pero nuestra fidelidad al Señor no puede reducirse a un esfuerzo personal, no. Creer esto también sería un pecado de soberbia. Nuestra fidelidad al Señor no puede reducirse a un esfuerzo personal, sino que debe expresarse en una apertura confiada de corazón y mente para recibir la Buena Nueva de Jesús. ¡Es esto – la Palabra de Jesús, la Buena Nueva de Jesús, el Evangelio – lo que cambia el mundo y los corazones! Estamos llamados, por lo tanto, a confiar en la palabra de Cristo, a abrirnos a la misericordia del Padre y a dejarnos transformar por la gracia del Espíritu Santo.
Aquí es donde comienza el verdadero camino de la conversión. Justamente como sucedió con los primeros discípulos: el encuentro con el divino Maestro, con su mirada, con su palabra, les dio el impulso para seguirlo, para cambiar su vida concretamente sirviendo al Reino de Dios.
El encuentro sorprendente y decisivo con Jesús inició el camino de los discípulos, transformándolos en anunciadores y testigos del amor de Dios por su pueblo. Siguiendo el ejemplo de estos primeros anunciadores y mensajeros de la Palabra de Dios, que cada uno de nosotros pueda moverse sobre las huellas del Salvador, para ofrecer esperanza a los que tienen sed de ella.
Que la Virgen María, a quien nos dirigimos en esta oración del Ángelus, sostenga estas intenciones y las confirme con su intercesión materna.
CLAVE DE LECTURA 2
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy (cf. Mateo 4, 12-23) narra el inicio de la predicación de Jesús en Galilea. Él deja Nazaret, una aldea de las montañas, y se establece en Cafarnaúm, un centro importante a orillas del lago, habitado en su mayor parte por paganos, punto de cruce entre el Mediterráneo y el interior mesopotámico. Esta elección indica que los destinatarios de su predicación no son sólo sus compatriotas, sino todos los que llegan a la cosmopolita «Galilea de los gentiles» (v 15; cf. Isaías 8, 23): así se llamaba. Vista desde la capital Jerusalén, aquella tierra es geográficamente periférica y religiosamente impura, porque estaba llena de paganos, por la mezcla con quienes no pertenecían a Israel. Ciertamente de Galilea no se esperaban grandes cosas para la historia de la salvación. Y sin embargo, justamente desde allí — justo desde allí— se difunde aquella “luz” sobre la cual hemos meditado los domingos pasados: la luz de Cristo. Se difunde precisamente desde la periferia. El mensaje de Jesús reproduce el del Bautista, proclamando el «Reino de los Cielos» (v. 17). Este Reino no conlleva la instauración de un nuevo poder político, sino el cumplimiento de la alianza entre Dios y su pueblo, que inaugurará un periodo de paz y de justicia. Para estrechar este pacto de alianza con Dios, cada uno está llamado a convertirse, transformando su propio modo de pensar y de vivir. Esto es importante: convertirse no solo es cambiar la manera de vivir, sino también el modo de pensar. Es una transformación del pensamiento. No se trata de cambiar la ropa, ¡sino las costumbres! Lo que diferencia a Jesús de Juan Bautista es el estilo y el método. Jesús elige ser un profeta itinerante. No se queda esperando a la gente, sino que se dirige a su encuentro. ¡Jesús está siempre en la calle! Sus primeras salidas misioneras tienen lugar alrededor del lago de Galilea, en contacto con la muchedumbre, en particular con los pescadores. Allí Jesús no sólo proclama la llegada del Reino de Dios, sino que busca compañeros que se asocien a su misión de salvación. En este mismo lugar encuentra dos parejas de hermanos: Simón y Andrés, Santiago y Juan; les llama diciendo: «Venid conmigo y los haré pescadores de hombres» (v. 19). La llamada les llega en plena actividad de cada día: el Señor se nos revela no de manera extraordinaria o asombrosa, sino en la cotidianidad de nuestra vida. Ahí debemos encontrar al Señor; y ahí Él se revela, hace sentir su amor a nuestro corazón; y ahí —con este diálogo con Él en la cotidianidad de nuestra vida— cambia nuestro corazón. La respuesta de los cuatro pescadores es rápida e inmediata: «al instante, dejando las redes, le siguieron» (v. 20). Sabemos efectivamente que habían sido discípulos del Bautista y que, gracias a su testimonio, ya habían empezado a creer en Jesús como el Mesías (cf. Juan 1, 35-42).
Nosotros, cristianos de hoy en día, tenemos la alegría de proclamar y testimoniar nuestra fe, porque hubo ese primer anuncio, porque existieron esos hombres humildes y valientes que respondieron generosamente a la llamada de Jesús. A orillas del lago, en una tierra impensable, nació la primera comunidad de discípulos de Cristo. Que la conciencia de estos inicios suscite en nosotros el deseo de llevar la palabra, el amor y la ternura de Jesús a todo contexto, incluso a aquel más dificultoso y resistente. ¡Llevar la Palabra a todas las periferias! Todos los espacios del vivir humano son terreno al que arrojar las semillas del Evangelio, para que dé frutos de salvación.
Que la Virgen María nos ayude con su maternal intercesión a responder con alegría a la llamada de Jesús, a ponernos al servicio del Reino de Dios.
-Mi hija acaba de morir. Pero ven tú, ponle la mano en la cabeza, y vivirá.
Jesús lo siguió con sus discípulos.
Entretanto, una mujer que sufría flujos de sangre desde hacía doce años, se le acercó por detrás y le tocó el borde del manto, pensando que con sólo tocarle el manto se curaría.
Jesús se volvió, y al verla le dijo:
-¡Animo, hija! Tu fe te ha curado.
Y en aquel momento quedó curada la mujer.
Jesús llegó a casa del personaje y, al ver a los flautistas y el alboroto de la gente, dijo:
-¡Fuera! La niña no está muerta, está dormida.
Se reían de él.
Cuando echaron a la gente, entró él, cogió a la niña de la mano, y ella se puso en pie.
La noticia se divulgó por toda aquella comarca.
CLAVE DE LECTURA
CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON MOTIVO DEL ANIVERSARIO DE LA VISITA A LAMPEDUSA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Altar de la Cátedra, Basílica de San Pedro
Lunes, 8 de julio de 2019
Hoy la Palabra de Dios nos habla de salvación y liberación.
Salvación. Durante su viaje desde Berseba a Jarán, Jacob decide detenerse y descansar en un lugar solitario. Tuvo un sueño en el que vio una escalera apoyada en la tierra y cuya cima tocaba el cielo (cf. Gn 28,10-22). La escalera, por la que los ángeles de Dios subían y bajaban, representa la unión entre lo divino y lo humano, que se cumplió históricamente en la encarnación de Cristo (cf. Jn 1,51), una ofrenda amorosa de revelación y salvación por parte del Padre. La escalera es una alegoría de la iniciativa divina que precede a todo movimiento humano. Es la antítesis de la torre de Babel, construida por hombres que con sus propias fuerzas querían alcanzar el cielo para convertirse en dioses. En este caso, por el contrario, es Dios quien “baja”, es el Señor quien se revela a sí mismo, es Dios quien salva. Y el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, cumple la promesa de que el Señor y la humanidad se pertenezcan mutuamente, en el signo de un amor encarnado y misericordioso que da la vida en abundancia.
Frente a esta revelación, Jacob realiza un acto de entrega al Señor, que se traduce en un compromiso de reconocimiento y adoración que marca un momento esencial en la historia de la salvación. Le pide al Señor que lo proteja en el difícil viaje que tendrá que proseguir y dice: «El Señor será mi Dios» (Gn 28,21).
Como un eco de las palabras del patriarca, hemos repetido en el Salmo: «Dios mío, confío en ti». Él es nuestro refugio y fortaleza, nuestro escudo y armadura, ancla en los momentos de prueba. El Señor es refugio para los fieles que lo invocan en la tribulación. Por lo demás, precisamente en estas situaciones es donde nuestra oración se vuelve más pura, cuando nos damos cuenta de que las seguridades que ofrece el mundo valen poco y no nos queda más que Dios. Sólo Dios abre el Cielo al que vive en la tierra. Sólo Dios salva.
Y este confiar de modo total y extremo es lo que une al jefe de la sinagoga y a la mujer enferma en el Evangelio (cf. Mt 9,18-26). Son episodios de liberación. Ambos se acercan a Jesús para obtener de él lo que ningún otro les puede dar: la liberación de la enfermedad y la muerte. Por una parte, tenemos a la hija de una de las autoridades de la ciudad; por otra, tenemos a una mujer que padece una enfermedad que la convierte en una excluida, una marginada, una persona impura. Pero Jesús no hace distinciones: la liberación se concede generosamente en ambos casos. La necesidad coloca a las dos, a la mujer y a la niña, entre esos “últimos” que hay que amar y levantar.
Jesús revela a sus discípulos la necesidad de una opción preferencial por los últimos, que han de ser puestos en el primer lugar en el ejercicio de la caridad. Son muchas las pobrezas de hoy; como escribió san Juan Pablo II, los «“pobres”, en las múltiples dimensiones de la pobreza, son los oprimidos, los marginados, los ancianos, los enfermos, los pequeños y cuantos son considerados y tratados como los “últimos” en la sociedad» (Exhort. ap. Vita consecrata, 82).
En este sexto aniversario de mi visita a Lampedusa, pienso en los “últimos” que todos los días claman al Señor, pidiendo ser liberados de los males que los afligen. Son los últimos engañados y abandonados para morir en el desierto; son los últimos torturados, maltratados y violados en los campos de detención; son los últimos que desafían las olas de un mar despiadado; son los últimos dejados en campos de una acogida que es demasiado larga para ser llamada temporal. Son sólo algunos de los últimos que Jesús nos pide que amemos y ayudemos a levantarse. Desafortunadamente, las periferias existenciales de nuestras ciudades están densamente pobladas por personas descartadas, marginadas, oprimidas, discriminadas, abusadas, explotadas, abandonadas, pobres y sufrientes. En el espíritu de las Bienaventuranzas, estamos llamados a consolarlas en sus aflicciones y a ofrecerles misericordia; a saciar su hambre y sed de justicia; a que sientan la paternidad premurosa de Dios; a mostrarles el camino al Reino de los Cielos. ¡Son personas, no se trata sólo de cuestiones sociales o migratorias! “No se trata sólo de migrantes”, en el doble sentido de que los migrantes son antes que nada seres humanos, y que hoy son el símbolo de todos los descartados de la sociedad globalizada.
Aparece como algo natural el retomar la imagen de la escalera de Jacob. En Jesucristo, la conexión entre la tierra y el cielo es segura y accesible para todos. Pero subir los escalones de esta escalera requiere compromiso, esfuerzo y gracia. Hay que ayudar a los más débiles y vulnerables. Me gusta pensar, entonces, que podríamos ser nosotros aquellos ángeles que suben y bajan, tomando bajo el brazo a los pequeños, los cojos, los enfermos, los excluidos: los últimos, que de otra manera se quedarían atrás y verían sólo las miserias de la tierra, sin descubrir ya desde este momento algún resplandor del cielo.
Esta es, hermanos y hermanas, una gran responsabilidad, de la que nadie puede estar exento si queremos llevar a cabo la misión de salvación y liberación a la que el mismo Señor nos ha llamado a colaborar. Sé que muchos de vosotros, que habéis llegado hace tan sólo unos meses, ya estáis ayudando a los hermanos y hermanas que han venido recientemente. Quiero agradeceros este hermoso signo de humanidad, gratitud y solidaridad.
—No tengáis miedo a los hombres porque nada hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse.
Lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que os digo al oído pregonadlo desde la azotea.
No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. ¿No se venden un par de gorriones por unos cuartos? y, sin embargo, ni uno sólo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo, no hay comparación entre vosotros y los gorriones.
Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo.
CLAVE DE LECTURA 1
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (cf. Mateo 10, 26-33) recoge la invitación que Jesús dirige a sus discípulos a no tener miedo, a ser fuertes y confiados ante los desafíos de la vida, advirtiéndoles de las adversidades que les esperan. El pasaje de hoy forma parte del discurso misionero con el que el Maestro prepara a los Apóstoles para la primera experiencia de proclamar el Reino de Dios. Jesús les exhorta con insistencia a “no tener miedo”. El miedo es uno de los enemigos peores de nuestra vida cristiana, y Jesús exhorta: “No tengáis miedo”, “no tengáis miedo”. Y Jesús describe tres situaciones concretas a las que se enfrentarán.
Ante todo, la primera, la hostilidad de los que quieren silenciar la Palabra de Dios, edulcorándola, aguándola o acallando a los que la anuncian. En este caso, Jesús anima a los Apóstoles a difundir el mensaje de salvación que les ha confiado. Por el momento, Él lo ha transmitido con cautela, casi en secreto, en el pequeño grupo de los discípulos. Pero tendrán que decir “a la luz día”, esto es, abiertamente, y anunciar “desde las azoteas” —así dice Jesús—, es decir, públicamente, su Evangelio.
La segunda dificultad con la que se encontrarán los misioneros de Cristo es la amenaza física en su contra, o sea, la persecución directa contra ellos, incluso hasta el punto de que los maten. Esta profecía de Jesús se ha cumplido en todas las épocas: es una realidad dolorosa, pero atestigua la fidelidad de los testigos. ¡Cuántos cristianos son perseguidos aún hoy en día en todo el mundo! Sufren por el Evangelio con amor, son los mártires de nuestros días. Y podemos decir con seguridad que son más que los mártires de los primeros tiempos: muchos mártires, solo por ser cristianos.A estos discípulos de ayer y de hoy que sufren persecución, Jesús les recomienda: «no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma» (v. 28). No hay que temer a los que intentan extinguir la fuerza evangelizadora mediante la arrogancia y la violencia. De hecho, no pueden hacer nada contra el alma, es decir, contra la comunión con Dios: nadie puede quitársela a los discípulos, porque es un regalo de Dios. El único temor que debe tener el discípulo es el de perder este don divino, la cercanía, la amistad con Dios, renunciando a vivir según el Evangelio y procurándose así la muerte moral, que es el efecto del pecado.
El tercer tipo de desafío al que los Apóstoles deberán enfrentarse lo identifica Jesús en el sentimiento, que algunos experimentarán, de que el mismo Dios los ha abandonado, permaneciendo distante y en silencio. También en este caso nos exhorta a no tener miedo, porque, aunque pasemos por estos y otros escollos, la vida de los discípulos está firmemente en manos de Dios, que nos ama y nos cuida. Son como las tres tentaciones: edulcorar el Evangelio, aguarlo; la segunda, la persecución; y la tercera, la sensación de que Dios nos ha dejado solos. También Jesús sufrió esta prueba en el huerto de los olivos y en la cruz: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”, dice Jesús. A veces sentimos esta aridez espiritual; no tenemos que tenerle miedo.El Padre nos cuida porque nuestro valor es grande a sus ojos. Lo importante es la franqueza, es la valentía del testimonio de fe: “reconocer a Jesús ante los hombres” y seguir adelante obrando el bien.
Que María Santísima, modelo de confianza y abandono en Dios en momentos de adversidad y peligro, nos ayude a no ceder nunca al desánimo, sino a encomendarnos siempre a Él y a su gracia, porque la gracia de Dios es siempre más poderosa que el mal.
CLAVE DE LECTURA 2
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Evangelio de hoy (cf. Mateo 10, 26-33) el Señor Jesús, después de haber llamado y enviado de misión a sus discípulos, les instruye y les prepara para afrontar las pruebas y las persecuciones que deberán encontrar. Ir de misión no es hacer turismo, y Jesús advierte a los suyos: «No les tengáis miedo. Pues no hay nada encubierto que no haya de saberse […]. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz. […] Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma» (vv. 26-28). Pueden matar solamente el cuerpo, no tienen el poder de matar el alma: de estos no tengáis miedo. El envío en misión de parte de Jesús no garantiza a los discípulos el éxito, así como no les pone a salvo de fracasos y sufrimientos. Ellos deben tener en cuenta tanto la posibilidad del rechazo, como la de la persecución. Esto asusta un poco, pero es la verdad.
El discípulo está llamado a adaptar su propia vida a Cristo, que fue perseguido por los hombres, conoció el rechazo, el abandono y la muerte en la cruz. ¡No existe la misión cristiana caracterizada por la tranquilidad! Las dificultades y las tribulaciones forman parte de la obra de evangelización, y nosotros estamos llamados a encontrar en ellas la ocasión para verificar la autenticidad de nuestra fe y de nuestra relación con Jesús. Debemos considerar estas dificultades como la posibilidad para ser todavía más misioneros y para crecer en esa confianza hacia Dios, nuestro Padre, que no abandona a sus hijos en la hora de la tempestad. Ante las dificultades del testimonio cristiano en el mundo, no somos olvidados nunca, sino siempre acompañados por el cuidado atento del Padre. Por ello, en el Evangelio de hoy, Jesús tranquiliza tres veces a sus discípulos diciendo: «¡No tengáis miedo!».
También en nuestros días, hermanos y hermanas, la persecución contra los cristianos está presente. Nosotros rezamos por nuestros hermanos y hermanas que son perseguidos, y alabamos a Dios porque, no obstante ello, siguen dando testimonio con valor y fidelidad de su fe. Su ejemplo nos ayuda a no dudar en tomar posición a favor de Cristo dando testimonio de Él valientemente en las situaciones de cada día, incluso en contextos aparentemente tranquilos. En efecto, una forma de prueba puede ser incluso la ausencia de hostilidades y de tribulaciones. Además de como «ovejas en medio de los lobos», el Señor, también en nuestro tiempo, nos manda como centinelas en medio de la gente que no quiere ser despertada del torpor mundano, que ignora las palabras de Verdad del Evangelio, construyéndose unas propias verdades efímeras. Y si nosotros vamos o vivimos en estos contextos y decimos las Palabras del Evangelio, esto molesta y no nos mirarán bien.
Pero en todo esto el Señor sigue diciéndonos, como decía a los discípulos de su tiempo: “¡No tengáis miedo!”. No olvidemos esta palabra: siempre, cuando nosotros tenemos alguna tribulación, alguna persecución, alguna cosa que nos hace sufrir, escuchamos la voz del Señor en el corazón: “¡No tengáis miedo! ¡No tener miedo, ve adelante! ¡Yo estoy contigo!”. No tengáis miedo de quien se ríe de vosotros y os maltrata, y no tengáis miedo de quien os ignora o “delante” os honora pero “detrás” combate el Evangelio. Hay muchos que delante nos sonríen, pero luego, por detrás, combaten el Evangelio. Todos les conocemos. Jesús no nos deja solos porque somos preciosos para Él. Por esto no nos deja solos: cada uno de nosotros es precioso para Jesús, y Él nos acompaña. La Virgen María, modelo de humilde y valiente adhesión a la Palabra de Dios, nos ayude a entender que en el testimonio de la fe no cuentan los éxitos, sino la fidelidad a Cristo, reconociendo en cualquier circunstancia, incluso en las más problemáticas, el don inestimable de ser sus discípulos misioneros.
—El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es
digno de mí; y el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no
es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno
de mí.
El que encuentre su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará.
El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado.
El que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá paga de justo.
El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro.
CLAVE DE LECTURA 1
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este domingo, el Evangelio (cf. Mateo 10, 37-42) expresa con fuerza la invitación a vivir plenamente y sin vacilación nuestra fidelidad al Señor. Jesús pide a sus discípulos que tomen en serio las exigencias del Evangelio, incluso cuando esto requiere sacrificio y esfuerzo.
Lo primero que les exige a quienes le siguen es poner el amor a Él por encima del amor familiar. Dice: «El que ama a su padre o a su madre, […] a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (v. 37). Jesús ciertamente no pretende subestimar el amor a los padres y a los hijos, pero sabe que los lazos de parentesco, si se ponen en primer lugar, pueden desviar del verdadero bien. Lo vemos: ciertas corrupciones en los gobiernos se dan precisamente porque el amor por la parentela es mayor que el amor por la patria y ponen en los cargos a los parientes. Lo mismo con Jesús: cuando el amor [por los familiares] es mayor que [el amor por] Él, no va bien. Todos podríamos dar muchos ejemplos a este respecto. Sin mencionar las situaciones en las que los lazos familiares se mezclan con elecciones opuestas al Evangelio. Cuando, por el contrario, el amor a los padres y a los hijos está animado y purificado por el amor del Señor, entonces se hace plenamente fecundo y produce frutos de bien en la propia familia y mucho más allá de ella. En este sentido, dice Jesús la frase. Recordemos también cómo reprende Jesús a los doctores de la ley que privan a sus padres de lo necesario con el pretexto de dárselo al altar, de dárselo a la Iglesia (cf. Mc 7,8-13). ¡Los reprende! El verdadero amor a Jesús requiere verdadero amor a los padres, a los hijos, pero si primero buscamos el interés familiar, esto siempre nos lleva por el camino equivocado.
Luego dice Jesús a sus discípulos: «El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí» (v. 38). Se trata de seguirlo por el camino que Él mismo ha recorrido, sin buscar atajos. No hay amor verdadero sin cruz, es decir, sin un precio a pagar en persona. Y lo dicen muchas madres, muchos padres que se sacrifican tanto por sus hijos y soportan verdaderos sacrificios, cruces, porque aman. Y si se lleva con Jesús, la cruz no da miedo, porque Él siempre está a nuestro lado para apoyarnos en la hora de la prueba más dura, para darnos fuerza y coraje. Tampoco es necesario inquietarse por preservar la vida, con una actitud temerosa y egoísta. Jesús amonesta: «El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí —es decir, por amor, por amor a Jesús, por amor al prójimo, por servir a los demás—, la encontrará» (v. 39). Es la paradoja del Evangelio. Pero también tenemos, gracias a Dios, muchos ejemplos. Lo vemos en estos días. ¡Cuánta gente, cuánta gente lleva cruces para ayudar a otros! Se sacrifica para ayudar a quienes lo necesitan en esta pandemia. Pero, siempre con Jesús, se puede hacer. La plenitud de la vida y la alegría se encuentra al entregarse por el Evangelio y por los hermanos, con apertura, aceptación y benevolencia.
De este modo, podemos experimentar la generosidad y la gratitud de Dios. Nos lo recuerda Jesús: «Quien a vosotros acoge, a mí me acoge […]. Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños […] no perderá su recompensa» (vv. 40; 42). La generosa gratitud de Dios Padre tiene en cuenta hasta el más pequeño gesto de amor y de servicio prestado a nuestros hermanos. En estos días, un sacerdote me contó que se había conmovido porque un niño de la parroquia se le acercó y le dijo: “Padre, estos son mis ahorros, una cosa pequeña, es para sus pobres, para aquellos que hoy lo necesitan a causa de la pandemia”. ¡Pequeña cosa, pero grande! Es una gratitud contagiosa que nos ayuda a cada uno de nosotros a mostrar gratitud hacia aquellos que se preocupan por nuestras necesidades. Cuando alguien nos ofrece un servicio, no debemos pensar que todo no es debido. No, muchos servicios se realizan de forma gratuita. Pensad en el voluntariado, que es una de las mejores cosas que tiene la sociedad italiana. Los voluntarios... ¡Y cuántos de ellos dejaron sus vidas en esta pandemia! Se hace por amor, simplemente por servicio. La gratitud, el reconocimiento, es en primer lugar una señal de buenos modales, pero también es una característica distintiva del cristiano. Es un simple pero genuino signo del reino de Dios, que es el reino del amor gratuito y generoso.
Que María Santísima, que amó a Jesús más que a su propia vida y lo siguió hasta la cruz, nos ayude a ponernos siempre ante Dios con el corazón abierto, dejando que su Palabra juzgue nuestro comportamiento y nuestras opciones.
CLAVE DE LECTURA 2
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia nos presenta las últimas frases del discurso misionero del capítulo 10 del Evangelio de Mateo (cf. 10, 37), con el cual Jesús instruye a los doce apóstoles en el momento en el que, por primera vez les envía en misión a las aldeas de Galilea y Judea. En esta parte final Jesús subraya dos aspectos esenciales para la vida del discípulo misionero: el primero, que su vínculo con Jesús es más fuerte que cualquier otro vínculo; el segundo, que el misionero no se lleva a sí mismo, sino a Jesús, y mediante él, el amor del Padre celestial. Estos dos aspectos están conectados, porque cuanto más está Jesús en el centro del corazón y de la vida del discípulo, más “transparente” es este discípulo ante su presencia. Van juntos, los dos.
«El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí...» (v. 37), dice Jesús. El afecto de un padre, la ternura de una madre, la dulce amistad entre hermanos y hermanas, todo esto, aun siendo muy bueno y legítimo, no puede ser antepuesto a Cristo. No porque Él nos quiera sin corazón y sin gratitud, al contrario, es más, sino porque la condición del discípulo exige una relación prioritaria con el maestro. Cualquier discípulo, ya sea un laico, una laica, un sacerdote, un obispo: la relación prioritaria. Quizás la primera pregunta que debemos hacer a un cristiano es: «¿Pero tú te encuentras con Jesús? ¿Tú rezas a Jesús?». La relación. Se podría casi parafrasear el Libro del Génesis: Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a Jesucristo, y se hacen una sola cosa (cf. Génesis 2, 24). Quien se deja atraer por este vínculo de amor y de vida con el Señor Jesús, se convierte en su representante, en su “embajador”, sobre todo con el modo de ser, de vivir. Hasta el punto en que Jesús mismo, enviando a sus discípulos en misión, les dice: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado» (Mateo 10, 40). Es necesario que la gente pueda percibir que para ese discípulo Jesús es verdaderamente “el Señor”, es verdaderamente el centro de su vida, el todo de la vida. No importa si luego, como toda persona humana, tiene sus límites y también sus errores —con tal de que tenga la humildad de reconocerlos—; lo importante es que no tenga el corazón doble —y esto es peligroso. Yo soy cristiano, soy discípulo de Jesús, soy sacerdote, soy obispo, pero tengo el corazón doble. No, esto no va.
No debe tener el corazón doble, sino el corazón simple, unido; que no tenga el pie en dos zapatos, sino que sea honesto consigo mismo y con los demás. La doblez no es cristiana. Por esto Jesús reza al Padre para que los discípulos no caigan en el espíritu del mundo. O estás con Jesús, con el espíritu de Jesús, o estás con el espíritu del mundo. Y aquí nuestra experiencia de sacerdotes nos enseña una cosa muy bonita, una cosa muy importante: es precisamente esta acogida del santo pueblo fiel de Dios, es precisamente ese «vaso de agua fresca» (v. 42) del cual habla el Señor hoy en el Evangelio, dado con fe afectuosa, ¡que te ayuda a ser un buen sacerdote! Hay una reciprocidad también en la misión: si tú dejas todo por Jesús, la gente reconoce en ti al Señor; pero al mismo tiempo te ayuda a convertirte cada día a Él, a renovarte y purificarte de los compromisos y a superar las tentaciones. Cuanto más cerca esté un sacerdote del pueblo de Dios, más se sentirá próximo a Jesús, y un sacerdote cuanto más cercano sea a Jesús, más próximo se sentirá al pueblo de Dios.
La Virgen María experimentó en primera persona qué significa amar a Jesús separándose de sí misma, dando un nuevo sentido a los vínculos familiares, a partir de la fe en Él. Con su materna intercesión, nos ayude a ser libres y felices misioneros del Evangelio.
Y, después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba allí solo.
Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. De madrugada se les acercó Jesús, andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma.
Jesús les dijo en seguida:
-«¡Animo, soy yo, no tengáis miedo!»
Pedro le contestó:
«Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua. »
Él le dijo:
-«Ven.»
Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua, acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó:
-«Señor, sálvame.»
En seguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo:
-«¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?»
En cuanto subieron a la barca, amainó el viento.
Los de la barca se postraron ante él, diciendo:
-«Realmente eres Hijo de Dios.»
CLAVE DE LECTURA
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje evangélico de este domingo (cfr Mt 14, 22-33) narra cuando Jesús camina sobre las aguas del lago en tempestad. Después de haber dado de comer a la multitud con cinco panes y dos peces – como vimos el domingo pasado –, Jesús ordena a los discípulos subir a la barca y volver a la otra orilla. Él se despide de la gente y después sube a la colina, solo, para rezar. Se sumerge en la comunión con el Padre.
Durante la travesía nocturna del lago, la barca de los discípulos se queda bloqueada por una repentina tormenta de viento. Esto es habitual, en el lago. A un cierto punto, vieron a alguien que caminaba sobre las aguas que iba hacia ellos. Se turbaron pensando que era un fantasma y gritaron por el miedo. Jesús les tranquiliza: «¡Ánimo!, que soy yo; no temáis». Pedro entonces - Pedro, que estaba tan decidido - responde «Señor, si eres tú, mándame ir donde ti sobre las aguas». Un desafío. Y Jesús le dice: «¡Ven!». Pedro baja de la barca y da algunos pasos; después el viento y las olas le asustan y empieza a hundirse. «¡Señor, sálvame!», grita, y Jesús le agarra de la mano y le dice: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?».
Esta historia es una invitación a abandonarnos con confianza en Dios en todo momento de nuestra vida, especialmente en el momento de la prueba y la turbación. Cuando sentimos fuerte la duda y el miedo parece que nos hundimos, en los momentos difíciles de la vida, donde todo se vuelve oscuro, no tenemos que avergonzarnos de gritar, como Pedro: «¡Señor, sálvame!» (v. 30). Llamar al corazón de Dios, al corazón de Jesús: «¡Señor, sálvame!». ¡Es una bonita oración! Podemos repetirla muchas veces: «¡Señor, sálvame!». Y el gesto de Jesús, que enseguida tiende su mano y agarra la de su amigo, debe ser contemplado durante mucho tiempo: Jesús es esto, Jesús hace esto, Jesús es la mano del Padre que nunca nos abandona; la mano fuerte y fiel del Padre, que quiere siempre y solo nuestro bien. Dios no es el gran ruido, Dios no es el huracán, no es el incendio, no es el terremoto - como recuerda hoy también la historia del profeta Elías –; Dios es la brisa ligera - literalmente dice así: el “susurro de una brisa suave”- que no se impone sino que pide escuchar (cfr 1 Re 19,11-13). Tener fe quiere decir, en medio de la tempestad, tener el corazón dirigido a Dios, a su amor, a su ternura de Padre. Jesús quería enseñar esto a Pedro y a los discípulos, y también hoy a nosotros. En los momentos oscuros, en los momentos de tristeza, Él sabe bien que nuestra fe es pobre - todos nosotros somos gente de poca fe, todos nosotros, yo también, todos - y que nuestro camino puede ser perturbado, bloqueado por fuerzas adversas. ¡Pero Él es el Resucitado! No olvidemos esto: Él es el Señor que ha atravesado la muerte para ponernos a salvo. Incluso antes de que nosotros empecemos a buscarlo, Él está presente junto a nosotros. Y levantándonos de nuestras caídas, nos hace crecer en la fe. Quizá nosotros, en la oscuridad, gritamos: “¡Señor! ¡Señor!”, pensando que está lejos. Y Él dice: “¡Estoy aquí!”. ¡Ah, estaba conmigo! Así es el Señor.
La barca a merced de la tormenta es la imagen de la Iglesia, que en todas las épocas encuentra vientos contrarios, a veces pruebas muy duras: pensemos en ciertas persecuciones largas y amargas del siglo pasado, y también hoy, en algunas partes. En esas situaciones, puede tener la tentación de pensar que Dios la ha abandonado. Pero en realidad es precisamente en esos momentos que resplandece más el testimonio de la fe, el testimonio del amor, el testimonio de la esperanza. Es la presencia de Cristo resucitado en su Iglesia que dona la gracia del testimonio hasta el martirio, del que brotan nuevos cristianos y frutos de reconciliación y de paz por el mundo entero.
La intercesión de María nos ayude a perseverar en la fe y en el amor fraterno, cuando la oscuridad y las tempestades de la vida ponen en crisis nuestra confianza en Dios.
-«¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?»
Ellos contestaron:
-«Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.»
Él les preguntó:
-«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Simón Pedro tomó la palabra y dijo:
-«Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo.»
Jesús le respondió:
-«¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo.»
CLAVE DE LECTURA 1
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCESCO
Plaza de San Pedro
Viernes, 29 de junio de 2018
Las lecturas proclamadas nos permiten tomar contacto con la tradición apostólica más rica, esa que «no es una transmisión de cosas muertas o palabras sino el río vivo que se remonta a los orígenes, el río en el que los orígenes están siempre presentes» (Benedicto XVI, Catequesis, 26 abril 2006) y nos ofrecen las llaves del Reino de los cielos (cf. Mt 16,19). Tradición perenne y siempre nueva que reaviva y refresca la alegría del Evangelio, y nos permite así poder confesar con nuestros labios y con nuestro corazón: «Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,11).
Todo el Evangelio busca responder a la pregunta que anidaba en el corazón del Pueblo de Israel y que tampoco hoy deja de estar en tantos rostros sedientos de vida: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?» (Mt 11,3). Pregunta que Jesús retoma y hace a sus discípulos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15).
Pedro, tomando la palabra en Cesarea de Filipo, le otorga a Jesús el título más grande con el que podía llamarlo: «Tú eres el Mesías» (Mt 16,16), es decir, el Ungido de Dios. Me gusta saber que fue el Padre quien inspiró esta respuesta a Pedro, que veía cómo Jesús ungía a su Pueblo. Jesús, el Ungido, que de poblado en poblado, camina con el único deseo de salvar y levantar lo que se consideraba perdido: “unge” al muerto (cf. Mc 5,41-42; Lc 7,14-15), unge al enfermo (cf. Mc 6,13; St 5,14), unge las heridas (cf. Lc 10,34), unge al penitente (cf. Mt 6,17), unge la esperanza (cf. Lc 7,38; 7,46; 10,34; Jn 11,2; 12,3). En esa unción, cada pecador, perdedor, enfermo, pagano —allí donde se encontraba— pudo sentirse miembro amado de la familia de Dios. Con sus gestos, Jesús les decía de modo personal: tú me perteneces. Como Pedro, también nosotros podemos confesar con nuestros labios y con nuestro corazón no solo lo que hemos oído, sino también la realidad tangible de nuestras vidas: hemos sido resucitados, curados, reformados, esperanzados por la unción del Santo. Todo yugo de esclavitud es destruido a causa de su unción (cf. Is 10,27). No nos es lícito perder la alegría y la memoria de sabernos rescatados, esa alegría que nos lleva a confesar «tú eres el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).
Y es interesante, luego, prestar atención a la secuencia de este pasaje del Evangelio en que Pedro confiesa la fe: «Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día» (Mt 16,21). El Ungido de Dios lleva el amor y la misericordia del Padre hasta sus últimas consecuencias. Tal amor misericordioso supone ir a todos los rincones de la vida para alcanzar a todos, aunque eso le costase el “buen nombre”, las comodidades, la posición… el martirio.
Ante este anuncio tan inesperado, Pedro reacciona: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte» (Mt 16,22), y se transforma inmediatamente en piedra de tropiezo en el camino del Mesías; y creyendo defender los derechos de Dios, sin darse cuenta se transforma en su enemigo (lo llama “Satanás”). Contemplar la vida de Pedro y su confesión, es también aprender a conocer las tentaciones que acompañarán la vida del discípulo. Como Pedro, como Iglesia, estaremos siempre tentados por esos “secreteos” del maligno que serán piedra de tropiezo para la misión. Y digo “secreteos” porque el demonio seduce a escondidas, procurando que no se conozca su intención, «se comporta como vano enamorado en querer mantenerse en secreto y no ser descubierto» (S. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, n. 326).
En cambio, participar de la unción de Cristo es participar de su gloria, que es su Cruz: Padre, glorifica a tu Hijo… «Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12,28). Gloria y cruz en Jesucristo van de la mano y no pueden separarse; porque cuando se abandona la cruz, aunque nos introduzcamos en el esplendor deslumbrante de la gloria, nos engañaremos, ya que eso no será la gloria de Dios, sino la mofa del “adversario”.
No son pocas las veces que sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Jesús toca la miseria humana, invitándonos a estar con él y a tocar la carne sufriente de los demás. Confesar la fe con nuestros labios y con nuestro corazón exige —como le exigió a Pedro— identificar los “secreteos” del maligno. Aprender a discernir y descubrir esos cobertizos personales o comunitarios que nos mantienen a distancia del nudo de la tormenta humana; que nos impiden entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y nos privan, en definitiva, de conocer la fuerza revolucionaria de la ternura de Dios (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 270).
Al no separar la gloria de la cruz, Jesús quiere rescatar a sus discípulos, a su Iglesia, de triunfalismos vacíos: vacíos de amor, vacíos de servicio, vacíos de compasión, vacíos de pueblo. La quiere rescatar de una imaginación sin límites que no sabe poner raíces en la vida del Pueblo fiel o, lo que sería peor, cree que el servicio a su Señor le pide desembarazarse de los caminos polvorientos de la historia. Contemplar y seguir a Cristo exige dejar que el corazón se abra al Padre y a todos aquellos con los que él mismo se quiso identificar (Cf. S. Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 49), y esto con la certeza de saber que no abandona a su pueblo.
Queridos hermanos, sigue latiendo en millones de rostros la pregunta: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?» (Mt 11,3). Confesemos con nuestros labios y con nuestro corazón: «Jesucristo es Señor» (Flp 2,11). Este es nuestro cantus firmus que todos los días estamos invitados a entonar. Con la sencillez, la certeza y la alegría de saber que «la Iglesia resplandece no con luz propia, sino con la de Cristo. Recibe su esplendor del Sol de justicia, para poder decir luego: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20)» (S. Ambosio, Hexaemeron, IV, 8,32).
CLAVE DE LECTURA 2
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica Vaticana
Sábado, 29 de junio de 2019
Los apóstoles Pedro y Pablo están ante nosotros como testigos. No se cansaron nunca de anunciar, de vivir en misión, en camino, desde la tierra de Jesús hasta Roma. Aquí dieron testimonio de Él, hasta el final, entregando su vida como mártires. Si vamos a las raíces de su testimonio, los descubrimos como testigos de vida, testigos de perdón y testigos de Jesús.
Testigos de vida. Aun cuando sus vidas no fueron cristalinas y lineales, ambos eran de ánimo muy religioso: Pedro, discípulo de la primera hora (cf. Jn 1,41), Pablo incluso «defensor muy celoso de las tradiciones de los antepasados»(Ga 1,14). Pero cometieron grandes equivocaciones: Pedro llegó a negar al Señor, Pablo persiguió a la Iglesia de Dios. Ambos fueron puestos al descubierto por las preguntas de Jesús: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» (Jn 21,15); «Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?» (Hch 9,4). Pedro se entristeció por las preguntas de Jesús, Pablo quedó ciego por sus palabras. Jesús los llamó por su nombre y cambió sus vidas. Y después de todos estos sucesos confió en ellos, en dos pecadores arrepentidos. Podríamos preguntarnos: ¿Por qué el Señor no nos dio como testigos a dos personas irreprochables, con un pasado limpio y una vida inmaculada? ¿Por qué Pedro, si estaba en cambio Juan? ¿Por qué Pablo y no Bernabé?
Hay una gran enseñanza en todo esto: el punto de partida de la vida cristiana no está en el ser dignos; con aquellos que se creían buenos, el Señor no pudo hacer mucho. Cuando nos consideramos mejores que los demás, es el principio del fin. Porque el Señor no hace milagros con quien se cree justo, sino con quien se reconoce necesitado. Él no se siente atraído por nuestra capacidad, no es por esto que nos ama. Él nos ama como somos y busca personas que no sean autosuficientes, sino que estén dispuestas a abrirle sus corazones. Pedro y Pablo eran así, transparentes ante Dios. Pedro se lo dijo a Jesús de inmediato: «Soy un pecador» (Lc 5,8). Pablo escribió que él era «el menor de los apóstoles, no digno de ser llamado apóstol» (1 Co 15,9). Mantuvieron durante su vida esta humildad, hasta el final: Pedro crucificado boca abajo, porque no se consideraba digno de imitar a su Señor; Pablo, encariñado con su nombre, que significa “pequeño”, y desapegado del que recibió cuando nació, Saúl, nombre del primer rey de su pueblo. Comprendieron que la santidad no consiste en enaltecerse, sino en abajarse, no se trata de un ascenso en la clasificación, sino de confiar cada día la propia pobreza al Señor, que hace grandes cosas con los humildes. ¿Cuál fue el secreto que los sostuvo en sus debilidades? El perdón del Señor.
Redescubrámoslos, por tanto, como testigos de perdón. En sus caídas descubrieron el poder de la misericordia del Señor, que los regeneró. En su perdón encontraron una paz y una alegría irreprimibles. Con todo el desastre que habían realizado, habrían podido vivir con sentimientos de culpa: ¡Cuántas veces habrá pensado Pedro en su negación! ¡Cuántos escrúpulos tendría Pablo, por el daño que había hecho a tantas personas inocentes! Humanamente habían fallado; pero sin embargo se encontraron con un amor más grande que sus fracasos, con un perdón tan fuerte como para curar sus sentimientos de culpa. Sólo cuando experimentamos el perdón de Dios renacemos de verdad. Es el perdón el que nos permite comenzar de nuevo; allí nos encontramos con nosotros mismos: en la confesión de nuestros pecados.
Testigos de vida, testigos de perdón, Pedro y Pablo son ante todo testigos de Jesús. En el Evangelio de hoy Él hace esta pregunta: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?». Las respuestas evocan personajes del pasado: «Juan el Bautista, Elías, Jeremías o algunos de los profetas». Personas extraordinarias, pero todas muertas. Pedro, en cambio, responde: «Tú eres el Cristo» (cf. Mt 16,13.14.16). Cristo, es decir el Mesías. Es una palabra que no se refiere al pasado, sino al futuro: El Mesías es el esperado, la novedad, el que trae al mundo la unción de Dios. Jesús no es el pasado, sino el presente y el futuro. No es un personaje lejano para recordar, sino Aquel a quien Pedro tutea: Tú eres el Cristo. Para el testigo, Jesús es más que un personaje histórico, es la persona de la vida: es lo nuevo, no lo ya visto; es la novedad del futuro, no un recuerdo del pasado. Por consiguiente, un testigo no es quien conoce la historia de Jesús, sino el que vive una historia de amor con Jesús. Porque el testigo, después de todo, lo único que anuncia es que Jesús está vivo y es el secreto de la vida. En efecto, vemos que Pedro, después de haber dicho Tú eres el Cristo, agrega: «el Hijo de Dios vivo» (v. 16). El testimonio nace del encuentro con Jesús vivo. También en el centro de la vida de Pablo encontramos la misma palabra que rebosa del corazón de Pedro: Cristo. Pablo repite este nombre una y otra vez, casi cuatrocientas veces en sus cartas. Para él, Cristo no es sólo el modelo, el ejemplo, el punto de referencia, sino la vida. Escribe: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1,21). Jesús es su presente y su futuro, hasta el punto de que juzga el pasado como basura ante la sublimidad del conocimiento de Cristo (cf. Flp 3,7-8).
Hermanos y hermanas, ante estos testigos, preguntémonos: “¿Renuevo mi encuentro con Jesús todos los días?”. Es posible que seamos personas que tienen curiosidad por Jesús, que nos interesemos por las cosas de la Iglesia o por las noticias religiosas; que abramos páginas de internet y periódicos, y hablemos de cuestiones sagradas. Pero de esta forma, nos quedamos sólo al nivel de lo que la gente dice, de las encuestas, del pasado, de las estadísticas. A Jesús esto le interesa poco. Él no quiere “reporteros” del espíritu, mucho menos cristianos de fachada o de estadística. Él busca testigos, que le digan cada día: “Señor, tú eres mi vida”.
Encontrando a Jesús, experimentando su perdón, los apóstoles fueron testigos de una nueva vida. No pensaron más en sí mismos, sino que se entregaron completamente. No se quedaron satisfechos con medias tintas, sino que se decidieron por la única medida posible para aquellos que siguen a Jesús: la de un amor sin límites. Se «derramaron en libación» (cf. 2 Tm 4,6). Pidamos la gracia de no ser cristianos tibios, que viven a medias, que dejan enfriar el amor. Encontremos nuestras raíces en la relación diaria con Jesús y en la fuerza de su perdón. Jesús nos pregunta también a nosotros como hizo con Pedro: “¿Quién soy yo para ti?”, “¿Me amas?”. Dejemos que estas palabras entren en nosotros y enciendan el deseo de no sentirnos nunca satisfechos con lo mínimo, sino de apuntar al máximo, para ser también nosotros testigos vivos de Jesús.
Hoy se bendicen los palios para los arzobispos metropolitanos nombrados durante el último año. El palio recuerda a la oveja que el pastor está llamado a llevar sobre sus hombros; es signo de que los pastores no viven para sí mismos, sino para las ovejas; es signo de que, para poseer la vida, es necesario perderla, entregarla. Según una hermosa tradición, comparte también con nosotros la alegría de hoy una Delegación del Patriarcado Ecuménico, a la que saludo con afecto. Vuestra presencia, queridos hermanos, nos recuerda que tampoco podemos ahorrar esfuerzos en el camino hacia la unidad plena entre los creyentes, en una comunión a todos los niveles. Porque juntos, reconciliados por Dios y perdonados mutuamente, estamos llamados a ser testigos de Jesús con nuestra vida.
CLAVE DE LECTURA 3
SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy la Iglesia, peregrina en Roma y en el mundo entero, va a las raíces de su fe y celebra los apóstoles Pedro y Pablo. Sus restos mortales, custodiados en las dos Basílicas dedicadas a ellos, son muy queridos por los romanos y los numerosos peregrinos que desde todas partes vienen a venerarlos.
Quisiera detenerme en el Evangelio (cf. Mateo 16, 13-19) que la liturgia nos propone en esta fiesta. En él se cuenta un episodio que es fundamental para nuestro camino de fe. Se trata del diálogo en el que Jesús plantea a sus discípulos la pregunta sobre la identidad. Él primero pregunta: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» (v. 13). Y después les interpela directamente a ellos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. 15). Con estas dos preguntas, Jesús parece decir que una cosa es seguir la opinión corriente, y otra es encontrarle a Él y abrirse a su misterio: allí se descubre la verdad. La opinión común contiene una respuesta verdadera pero parcial; Pedro, y con él la Iglesia de ayer, de hoy y de siempre, responde, por gracia de Dios, la verdad: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (v. 16).
A lo largo de los siglos, el mundo ha definido a Jesús de distintas maneras: un gran profeta de la justicia y del amor; un sabio maestro de vida; un revolucionario; un soñador de los sueños de Dios... etc. Muchas cosas bonitas. En la Babel de estas y otras hipótesis destaca todavía hoy, sencilla y neta, la confesión de Simón llamado Pedro, hombre humilde y lleno de fe: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (v. 16). Jesús es el Hijo de Dios: por eso está perennemente vivo Él como está eternamente vivo su Padre. Esta es la novedad que la gracia enciende en el corazón de quien se abre al misterio de Jesús: la certeza no matemática, pero todavía más fuerte, interior, de haber encontrado la Fuente de Vida, la Vida misma hecha carne, visible y tangible en medio de nosotros. Esta es la experiencia del cristiano, y no es mérito suyo, de nosotros cristianos, y no es mérito nuestro, sino que viene de Dios, es una gracia de Dios, Padre e Hijo y Espíritu Santo. Todo esto está contenido en esencial en la respuesta de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».
Y después, la respuesta de Jesús está llena de luz «Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella» (v. 18). Es la primera vez que Jesús pronuncia la palabra «Iglesia»: y lo hace expresando todo el amor hacia ella, que define «mi Iglesia».
Y la nueva comunidad de la Alianza, ya no basada en la descendencia y la Ley, sino en la fe en Él, Jesús, Rostro de Dios.
Una fe que el beato Pablo VI, cuando todavía era arzobispo de Milán, expresaba con esta maravillosa oración:
«Oh Cristo, nuestro único mediador, Tú nos eres necesario: para vivir en Comunión con Dios Padre; para convertirnos contigo, que eres Hijo único y Señor nuestro, sus hijos adoptivos; para ser regenerados en el Espíritu Santo» (Carta pastoral, 1955).
Que por intercesión de la Virgen María, Reina de los Apóstoles, el Señor conceda a la Iglesia, a Roma y en el mundo entero, ser siempre fiel al Evangelio, a cuyo servicio los santos Pedro y Pablo han consagrado su vida.
CLAVE DE LECTURA 4
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (Mateo 16, 13-20) nos cuenta un pasaje clave en el camino de Jesús con sus discípulos: el momento en el que Él quiere verificar en qué punto está su fe en Él. Primero quiere saber qué piensa de Él la gente; y la gente piensa que Jesús es un profeta, algo que es verdad, pero no recoge el centro de su Persona, no coge el centro de su misión. Después, plantea a sus discípulos la pregunta que más le preocupa, es decir, les pregunta directamente: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. 15). Y con ese «y» Jesús separa definitivamente a los apóstoles de la masa, como diciendo: y vosotros, que estáis conmigo cada día y me conocéis de cerca, ¿qué habéis aprendido más? El Maestro espera de los suyos una respuesta alta y otra respecto a la de la opinión pública. Y, de hecho, precisamente tal respuesta proviene del corazón de Simón llamado Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (v. 16). Simón Pedro encuentra en su boca palabras más grandes que él, palabras que no vienen de sus capacidades naturales. Quizá él no había estudiado en la escuela, y es capaz de decir estas palabras, ¡más fuertes que él! Pero están inspiradas por el Padre celeste (cf v. 17), el cual revela al primero de los Doce la verdadera identidad de Jesús: Él es el Mesías, el Hijo enviado por Dios para salvar a la humanidad. Y de esta respuesta, Jesús entiende que, gracias a la fe donada por el Padre, hay un fundamento sólido sobre el cual puede construir su comunidad, su Iglesia. Por eso dice a Simón: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (v. 18).
También con nosotros, hoy, Jesús quiere continuar construyendo su Iglesia, esta casa con fundamento sólido pero donde no faltan las grietas, y que continuamente necesita ser reparada. Siempre. La Iglesia siempre necesita ser reformada, reparada. Nosotros ciertamente no nos sentimos rocas, sino solo pequeñas piedras. Aún así, ninguna pequeña piedra es inútil, es más, en las manos de Jesús la piedra más pequeña se convierte en preciosa, porque Él la recoge, la mira con gran ternura, la trabaja con su Espíritu, y la coloca en el lugar justo, que Él desde siempre ha pensando y donde puede ser más útil a toda la construcción. Cada uno de nosotros es una pequeña piedra, pero en las manos de Jesús participa en la construcción de la Iglesia. Y todos nosotros, aunque seamos pequeños, nos hemos convertido en «piedras vivas», porque cuando Jesús toma en la mano su piedra, la hace suya, la hace viva, llena de vida, llena de vida del Espíritu Santo, llena de vida de su amor, y así tenemos un lugar y una misión en la Iglesia: esta es comunidad de vida, hecha de muchísimas piedras, todas diferentes, que forman un único edificio en su signo de la fraternidad y de la comunión.
Además, el Evangelio de hoy nos recuerda que Jesús ha querido para su Iglesia también un centro visible de comunión en Pedro —tampoco él es una gran piedra, pero tomada por Jesús se convierte en centro de comunión— en Pedro y en aquellos que le sucederían en la misma responsabilidad de primacía, que desde los orígenes se han identificado en los Obispos de Roma, la ciudad donde Pedro y Pablo han dado el testimonio de la sangre. Encomendémonos a María, Reina de los Apóstoles, Madre de la Iglesia. Ella estaba en el cenáculo, junto a Pedro, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles y les empujó a salir, a anunciar a todos que Jesús es el Señor. Hoy nuestra Madre nos sostenga y nos acompañe con su intercesión, para que realicemos plenamente esa unidad y esa comunión por la que Cristo y los Apóstoles han rezado y han dado la vida.
CLAVE DE LECTURA 5
SANTA MISA Y BENDICIÓN DE LOS PALIOS
PARA LOS NUEVOS ARZOBISPOS METROPOLITANOS
EN LA SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Plaza de San Pedro
Jueves 29 de junio de 2017
La liturgia de hoy nos ofrece tres palabras fundamentales para la vida del apóstol: confesión, persecución, oración.
La confesión es la de Pedro en el Evangelio, cuando el Señor pregunta, ya no de manera general, sino particular. Jesús, en efecto, pregunta primero: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?» (Mt 16,13). Y de esta «encuesta» se revela de distintas maneras que la gente considera a Jesús un profeta. Es entonces cuando el Maestro dirige a sus discípulos la pregunta realmente decisiva: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. 15). A este punto, responde sólo Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (v. 16). Esta es la confesión: reconocer que Jesús es el Mesías esperado, el Dios vivo, el Señor de nuestra vida.
Jesús nos hace también hoy a nosotros esta pregunta esencial, la dirige a todos, pero especialmente a nosotros pastores. Es la pregunta decisiva, ante la que no valen respuestas circunstanciales porque se trata de la vida: y la pregunta sobre la vida exige una respuesta de vida. Pues de poco sirve conocer los artículos de la fe si no se confiesa a Jesús como Señor de la propia vida. Él nos mira hoy a los ojos y nos pregunta: «¿Quién soy yo para ti?». Es como si dijera: «¿Soy yo todavía el Señor de tu vida, la orientación de tu corazón, la razón de tu esperanza, tu confianza inquebrantable?». Como san Pedro, también nosotros renovamos hoy nuestra opción de vida como discípulos y apóstoles; pasamos nuevamente de la primera a la segunda pregunta de Jesús para ser «suyos», no sólo de palabra, sino con las obras y con nuestra vida.
Preguntémonos si somos cristianos de salón, de esos que comentan cómo van las cosas en la Iglesia y en el mundo, o si somos apóstoles en camino, que confiesan a Jesús con la vida porque lo llevan en el corazón. Quien confiesa a Jesús sabe que no ha de dar sólo opiniones, sino la vida; sabe que no puede creer con tibieza, sino que está llamado a «arder» por amor; sabe que en la vida no puede conformarse con «vivir al día» o acomodarse en el bienestar, sino que tiene que correr el riesgo de ir mar adentro, renovando cada día el don de sí mismo. Quien confiesa a Jesús se comporta como Pedro y Pablo: lo sigue hasta el final; no hasta un cierto punto sino hasta el final, y lo sigue en su camino, no en nuestros caminos. Su camino es el camino de la vida nueva, de la alegría y de la resurrección, el camino que pasa también por la cruz y la persecución.
Y esta es la segunda palabra, persecución. No fueron sólo Pedro y Pablo los que derramaron su sangre por Cristo, sino que desde los comienzos toda la comunidad fue perseguida, como nos lo ha recordado el libro de los Hechos de los Apóstoles (cf. 12,1). Incluso hoy en día, en varias partes del mundo, a veces en un clima de silencio —un silencio con frecuencia cómplice—, muchos cristianos son marginados, calumniados, discriminados, víctimas de una violencia incluso mortal, a menudo sin que los que podrían hacer que se respetaran sus sacrosantos derechos hagan nada para impedirlo.
Por otra parte, me gustaría hacer hincapié especialmente en lo que el Apóstol Pablo afirma antes de «ser —como escribe— derramado en libación» (2 Tm 4,6). Para él la vida es Cristo (cf. Flp 1,21), y Cristo crucificado (cf. 1 Co 2,2), que dio su vida por él (cf. Ga 2,20). De este modo, como fiel discípulo, Pablo siguió al Maestro ofreciendo también su propia vida. Sin la cruz no hay Cristo, pero sin la cruz no puede haber tampoco un cristiano. En efecto, «es propio de la virtud cristiana no sólo hacer el bien, sino también saber soportar los males» (Agustín, Disc. 46.13), como Jesús. Soportar el mal no es sólo tener paciencia y continuar con resignación; soportar es imitar a Jesús: es cargar el peso, cargarlo sobre los hombros por él y por los demás. Es aceptar la cruz, avanzando con confianza porque no estamos solos: el Señor crucificado y resucitado está con nosotros. Así, como Pablo, también nosotros podemos decir que estamos «atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados» (2 Co 4,8-9).
Soportar es saber vencer con Jesús, a la manera de Jesús, no a la manera del mundo. Por eso Pablo —lo hemos oímos— se considera un triunfador que está a punto de recibir la corona (cf. 2 Tm 4,8) y escribe: «He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe» (v. 7). Su comportamiento en la noble batalla fue únicamente no vivir para sí mismo, sino para Jesús y para los demás. Vivió «corriendo», es decir, sin escatimar esfuerzos, más bien consumándose. Una cosa dice que conservó: no la salud, sino la fe, es decir la confesión de Cristo. Por amor a Jesús experimentó las pruebas, las humillaciones y los sufrimientos, que no se deben nunca buscar, sino aceptarse. Y así, en el misterio del sufrimiento ofrecido por amor, en este misterio que muchos hermanos perseguidos, pobres y enfermos encarnan también hoy, brilla el poder salvador de la cruz de Jesús.
La tercera palabra es oración. La vida del apóstol, que brota de la confesión y desemboca en el ofrecimiento, transcurre cada día en la oración. La oración es el agua indispensable que alimenta la esperanza y hace crecer la confianza. La oración nos hace sentir amados y nos permite amar. Nos hace ir adelante en los momentos más oscuros, porque enciende la luz de Dios. En la Iglesia, la oración es la que nos sostiene a todos y nos ayuda a superar las pruebas. Nos lo recuerda la primera lectura: «Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Hch 12,5). Una Iglesia que reza está protegida por el Señor y camina acompañada por él. Orar es encomendarle el camino, para que nos proteja. La oración es la fuerza que nos une y nos sostiene, es el remedio contra el aislamiento y la autosuficiencia que llevan a la muerte espiritual. Porque el Espíritu de vida no sopla si no se ora y sin oración no se abrirán las cárceles interiores que nos mantienen prisioneros.
Que los santos Apóstoles nos obtengan un corazón como el suyo, cansado y pacificado por la oración: cansado porque pide, toca e intercede, lleno de muchas personas y situaciones para encomendar; pero al mismo tiempo pacificado, porque el Espíritu trae consuelo y fortaleza cuando se ora. Qué urgente es que en la Iglesia haya maestros de oración, pero que sean ante todo hombres y mujeres de oración, que viven la oración.
El Señor interviene cuando oramos, él, que es fiel al amor que le hemos confesado y que nunca nos abandona en las pruebas. Él acompañó el camino de los Apóstoles y os acompañará también a vosotros, queridos hermanos Cardenales, aquí reunidos en la caridad de los Apóstoles que confesaron la fe con su sangre. Estará también cerca de vosotros, queridos hermanos Arzobispos que, recibiendo el palio, seréis confirmados en vuestro vivir para el rebaño, imitando al Buen Pastor, que os sostiene llevándoos sobre sus hombros. El mismo Señor, que desea ardientemente ver a todo su rebaño reunido, bendiga y custodie también a la Delegación del Patriarcado Ecuménico, y al querido hermano Bartolomé, que la ha enviado como señal de comunión apostólica.
CLAVE DE LECTURA 6
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (cfr. Mt 16,13-20) presenta el momento en el que Pedro profesa su fe en Jesús como Mesías e Hijo de Dios. Esta confesión del Apóstol es provocada por el mismo Jesús, que quiere conducir a sus discípulos a dar el paso decisivo en su relación con Él. De hecho, todo el camino de Jesús con los que le siguen, especialmente con los Doce, es un camino de educación de su fe. Antes que nada Él pregunta: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» (v. 13). A los apóstoles les gustaba hablar de la gente, como a todos nosotros. El chisme gusta. Hablar de los demás no es tan exigente, por esto, porque nos gusta; también “despellejar” a los otros. En este caso ya se requiere la perspectiva de la fe y no el chisme, es decir, pregunta: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Y los discípulos parece que hacen una competición en el referir las diferentes opciones, que quizá en gran parte ellos mismos compartían. Ellos mismos compartían. Básicamente, Jesús de Nazaret era considerado un profeta (v. 14).
Con la segunda pregunta, Jesús les toca directamente: «¿quién decís que soy yo?» (v. 15). A este punto, nos parece percibir algún instante de silencio, porque cada uno de los presentes es llamado a involucrarse, manifestando el motivo por el que sigue a Jesús; por esto es más que legítima una cierta vacilación. También si yo ahora os preguntara a vosotros: “¿Para ti, quién es Jesús?”, habrá un poco de vacilación. Les quita la vergüenza Simón, que con ímpetu declara: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (v. 16). Esta respuesta, tan plena y luminosa, no le viene de su ímpetu, por generoso que sea —Pedro era generoso—, sino que es fruto de una gracia particular del Padre celeste. De hecho, Jesús mismo lo dice: «No te ha revelado esto la carne ni la sangre —es decir la cultura, lo que has estudiado— no, esto no te lo ha revelado. Te lo ha revelado mi Padre que está en los cielos» (v. 17). Confesar a Jesús es una gracia del Padre. Decir que Jesús es el Hijo del Dios vivo, que es el Redentor, es una gracia que nosotros debemos pedir: “Padre, dame la gracia de confesar a Jesús”. Al mismo tiempo, el Señor reconoce la pronta correspondencia de Simón con la inspiración de la gracia y por tanto añade, en tono solemne: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella» (v. 18). Con esta afirmación, Jesús hace entender a Simón el sentido del nuevo nombre que le ha dado, “Pedro”: la fe que acaba de manifestar es la “piedra” inquebrantable sobre la cual el Hijo de Dios quiere construir su Iglesia, es decir la Comunidad. Y la Iglesia va adelante siempre sobre la fe de Pedro, sobre la fe que Jesús reconoce [en Pedro] y lo hace jefe de la Iglesia.
Hoy, escuchamos dirigida a cada uno de nosotros la pregunta de Jesús: “¿Y vosotros quién decís que soy yo?”. A cada uno de nosotros. Y cada uno de nosotros debe dar una respuesta no teórica, sino que involucra la fe, es decir la vida, ¡porque la fe es vida! “Para mí tú eres…”, y decir la confesión de Jesús. Una respuesta que nos pide también a nosotros, como a los primeros discípulos, la escucha interior de la voz del Padre y la consonancia con lo que la Iglesia, reunida en torno a Pedro, continúa proclamando. Se trata de entender quién es para nosotros Cristo: si Él es el centro de nuestra vida, si Él es el fin de todo nuestro compromiso en la Iglesia, de nuestro compromiso en la sociedad. ¿Quién es Jesús para mí? Quién es Jesucristo para ti, para ti, para ti… Una respuesta que nosotros debemos dar cada día.
Pero estad atentos: es indispensable y loable que la pastoral de nuestras comunidades esté abierta a las muchas pobrezas y emergencias que están por todos lados. La caridad es siempre la vía maestra del camino de fe, de la perfección de la fe. Pero es necesario que las obras de solidaridad, las obras de caridad que nosotros hacemos, no desvíen del contacto con el Señor Jesús. La caridad cristiana no es simple filantropía sino, por un lado, es mirar al otro con los mismos ojos que Jesús y; por el otro, es ver a Jesús en el rostro del pobre. Este es el camino verdadero de la caridad cristiana, con Jesús en el centro, siempre. María Santísima, beata porque ha creído, sea para nosotros guía y modelo en el camino de la fe en Cristo, y nos haga conscientes de que la confianza en Él da sentido pleno a nuestra caridad y a toda nuestra existencia.
CLAVE DE LECTURA 7
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica de San Pedro
Martes, 29 de junio de 2021
Dos grandes Apóstoles, Apóstoles del Evangelio, y columnas de la Iglesia: Pedro y Pablo. Hoy celebramos su memoria. Observemos de cerca a estos dos testigos de la fe. En el centro de su historia no están sus capacidades, sino que en el centro está el encuentro con Cristo que cambió sus vidas. Experimentaron un amor que los sanó y los liberó y, por ello, se convirtieron en apóstoles y ministros de liberación para los demás.
Pedro y Pablo son libres sólo porque fueron liberados. Detengámonos en este punto central.
Pedro, el pescador de Galilea, fue liberado ante todo del sentimiento de inadecuación y de la amargura del fracaso, y esto ocurrió gracias al amor incondicional de Jesús. Aunque era un pescador experto, varias veces experimentó, en plena noche, el amargo sabor de la derrota por no haber pescado nada (cf. Lc 5,5; Jn 21,5) y, ante las redes vacías, tuvo la tentación de abandonarlo todo. A pesar de ser fuerte e impetuoso, a menudo se dejó llevar por el miedo (cf. Mt 14,30). Si bien era un apasionado discípulo del Señor, siguió razonando según el mundo, sin ser capaz de entender y aceptar el significado de la cruz de Cristo (cf. Mt 16,22). Aunque decía que estaba dispuesto a dar la vida por Él, fue suficiente sentir que sospechaban que era uno de los suyos para asustarse y llegar a negar al Maestro (cf. Mc 14,66-72).
Sin embargo, Jesús lo amó gratuitamente y apostó por él. Lo animó a no rendirse, a echar de nuevo las redes al mar, a caminar sobre las aguas, a mirar con valentía su propia debilidad, a seguirlo en el camino de la cruz, a dar la vida por sus hermanos, a apacentar sus ovejas. De este modo lo liberó del miedo, de los cálculos basados únicamente en las seguridades humanas, de las preocupaciones mundanas, infundiéndole el valor de arriesgarlo todo y la alegría de sentirse pescador de hombres. Y lo llamó precisamente a él para que confirmara a sus hermanos en la fe (cf. Lc 22,32). A él le dio ―como hemos escuchado en el Evangelio― las llaves para abrir las puertas que conducen al encuentro con el Señor y el poder de atar y desatar: atar los hermanos a Cristo y desatar los nudos y las cadenas de sus vidas (cf. Mt 16,19).
Todo esto fue posible sólo porque ―como nos dice la primera lectura― Pedro fue el primero en ser liberado. Se rompieron las cadenas que lo tenían prisionero y, al igual que había ocurrido en la noche que los israelitas fueron liberados de la esclavitud en Egipto, se le pidió que se levantara rápidamente, que se pusiera el cinturón y se atara las sandalias para poder salir. Y el Señor le abrió las puertas de par en par (cf. Hch 12,7-10). Es una nueva historia de apertura, de liberación, de cadenas rotas, de salida del cautiverio que encierra. Pedro tuvo la experiencia de la Pascua: el Señor lo liberó.
También el apóstol Pablo experimentó la liberación de Cristo. Fue liberado de la esclavitud más opresiva, la de su ego. Y de Saulo, el nombre del primer rey de Israel, pasó a ser Pablo, que significa “pequeño”. Fue librado también del celo religioso que lo había hecho encarnizado defensor de las tradiciones que había recibido (cf. Gal 1,14) y violento perseguidor de los cristianos. Fue liberado. La observancia formal de la religión y la defensa a capa y espada de la tradición, en lugar de abrirlo al amor de Dios y de sus hermanos, lo volvieron rígido: era un fundamentalista. Dios lo libró de esto, pero no le ahorró, en cambio, muchas debilidades y dificultades que hicieron más fecunda su misión evangelizadora: las fatigas del apostolado, la enfermedad física (cf. Ga 4,13-14), la violencia, la persecución, los naufragios, el hambre y la sed, y —como él mismo contaba— una espina que lo atormentaba en la carne (cf. 2 Co 12,7-10).
Así, Pablo comprendió que «Dios eligió lo débil del mundo para confundir a los fuertes» (1 Co 1,27), que todo lo podemos en aquel que nos fortalece (cf. Flp 4,13), que nada puede separarnos de su amor (cf. Rm 8,35-39). Por eso, al final de su vida ―como nos dice la segunda lectura― Pablo pudo decir: «el Señor me asistió» y «me seguirá librando de toda obra mala» (2 Tm 4,17). Pablo tuvo la experiencia de la Pascua: el Señor lo liberó.
Queridos hermanos y hermanas, la Iglesia mira a estos dos gigantes de la fe y ve a dos Apóstoles que liberaron la fuerza del Evangelio en el mundo, sólo porque antes fueron liberados por su encuentro con Cristo. Él no los juzgó, no los humilló, sino que compartió su vida con afecto y cercanía, apoyándolos con su propia oración y a veces reprendiéndolos para moverlos a que cambiaran. A Pedro, Jesús le dice con ternura: «He rogado por ti para que no pierdas tu fe» (Lc 22,32), a Pablo le pregunta: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hch 9,4). Jesús hace lo mismo con nosotros: nos asegura su cercanía rezando por nosotros e intercediendo ante el Padre, y nos reprende con dulzura cuando nos equivocamos, para que podamos encontrar la fuerza de levantarnos y reanudar el camino.
Tocados por el Señor, también nosotros somos liberados. Siempre necesitamos ser liberados, porque sólo una Iglesia libre es una Iglesia creíble. Como Pedro, estamos llamados a liberarnos de la sensación de derrota ante nuestra pesca, a veces infructuosa; a liberarnos del miedo que nos inmoviliza y nos hace temerosos, encerrándonos en nuestras seguridades y quitándonos la valentía de la profecía. Como Pablo, estamos llamados a ser libres de las hipocresías de la exterioridad, a ser libres de la tentación de imponernos con la fuerza del mundo en lugar de hacerlo con la debilidad que da cabida a Dios, libres de una observancia religiosa que nos vuelve rígidos e inflexibles, libres de vínculos ambiguos con el poder y del miedo a ser incomprendidos y atacados.
Pedro y Pablo nos dan la imagen de una Iglesia confiada a nuestras manos, pero conducida por el Señor con fidelidad y ternura ―es Él quien guía a la Iglesia―; de una Iglesia débil, pero fuerte por la presencia de Dios; la imagen de una Iglesia liberada que puede ofrecer al mundo la liberación que no puede darse a sí mismo: liberación del pecado, de la muerte, de la resignación, del sentimiento de injusticia, de la pérdida de esperanza, que envilece la vida de las mujeres y los hombres de nuestro tiempo.
Preguntémonos hoy, en esta celebración y después de ella, preguntémonos, ¿cuánta necesidad de liberación tienen nuestras ciudades, nuestras sociedades, nuestro mundo? ¡Cuántas cadenas hay que romper y cuántas puertas con barrotes hay que abrir! Podemos ser colaboradores de esta liberación, pero sólo si antes nos dejamos liberar por la novedad de Jesús y caminamos en la libertad del Espíritu Santo.
Hoy nuestros hermanos arzobispos reciben el palio. Este signo de unidad con Pedro recuerda la misión del pastor que da su vida por el rebaño. Dando su vida, el pastor, liberado de sí mismo, se convierte en instrumento de liberación para sus hermanos. Hoy nos acompaña la Delegación del Patriarcado Ecuménico, enviada para esta ocasión por nuestro querido hermano Bartolomé: vuestra grata presencia es un precioso signo de unidad en el camino de liberación de las distancias que dividen escandalosamente a los creyentes en Cristo. Gracias por vuestra presencia.
Rezamos por vosotros, por los pastores, por la Iglesia, por todos nosotros para que, liberados por Cristo, seamos apóstoles de liberación en el mundo entero.
CLAVE DE LECTURA 8
SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Plaza de San Pedro
Martes, 29 de junio de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la parte central del Evangelio de la liturgia de hoy (Mt 16, 13-19), el Señor hace una pregunta decisiva a sus discípulos: «Y vosotros, ¿Quién decís que soy yo?» (v. 15). Es la pregunta crucial que Jesús nos repite hoy también a nosotros: “¿Quién soy yo para ti?”. ¿Quién soy yo para ti, que has abrazado la fe pero todavía tienes miedo de remar mar adentro en mi Palabra? ¿Quién soy yo para ti, que eres cristiano desde hace mucho tiempo pero, cansado por la costumbre, has perdido tu primer amor? ¿Quién soy yo para ti, que estás pasando por un momento difícil y necesitas sacudirte para continuar? Jesús pregunta: ¿Quién soy yo para ti? Démosle hoy una respuesta, pero una respuesta que salga del corazón. Todos, démosle una respuesta que salga del corazón.
Antes de esta pregunta, Jesús les hizo otra a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?” (cf. v. 13). Era una encuesta para registrar las opiniones sobre él y la fama que gozaba, pero la fama no le interesa a Jesús, no era una encuesta de ese tipo. Entonces, ¿por qué hizo esa pregunta? Para subrayar una diferencia, que es la diferencia fundamental de la vida cristiana. Hay quienes se quedan en la primera pregunta, en las opiniones, y hablan de Jesús; y hay quienes, en cambio, le hablan a Jesús, ofreciéndole la vida, entrando en relación con él, dando el paso decisivo. Esto le interesa al Señor: estar en el centro de nuestros pensamientos, ser el punto de referencia de nuestros afectos; ser, en definitiva, el amor de nuestra vida. No las opiniones que tenemos de él: no le interesan. Le interesa nuestro amor, si él está en nuestro corazón.
Los santos que celebramos hoy dieron este paso y se convirtieron en testigos. El paso de la opinión a tener a Jesús en el corazón: testigos. No eran admiradores, sino imitadores de Jesús. No eran espectadores, sino protagonistas del Evangelio. No creyeron de boquilla, sino con obras. Pedro no habló de misión, vivió la misión, era pescador de hombres; Pablo no escribió libros cultos, sino cartas vividas, mientras viajaba y daba testimonio. Ambos gastaron su vida por el Señor y por sus hermanos. Y nos provocan. Porque corremos el riesgo de quedarnos en la primera pregunta: dar pareceres y opiniones, tener grandes ideas y decir bonitas palabras, pero nunca jugándonosla. Y Jesús quiere que nos la juguemos. ¡Cuántas veces, por ejemplo, decimos que nos gustaría una Iglesia más fiel al Evangelio, más cercana a la gente, más profética y misionera, pero luego, en la práctica, no hacemos nada! Es triste ver que muchos hablan, comentan y debaten, pero pocos dan testimonio. Los testigos no se pierden en palabras, sino que dan frutos. Los testigos no se quejan de los demás ni del mundo, empiezan por sí mismos. Nos recuerdan que Dios no ha de ser demostrado, sino mostrado, con el proprio testimonio; no anunciado con proclamas, sino testimoniado con el ejemplo. Esto se llama “poner la vida en juego”.
Sin embargo, al mirar la vida de Pedro y Pablo, puede surgir una objeción: ambos fueron testigos, pero no siempre ejemplares: ¡eran pecadores! Pedro negó a Jesús y Pablo persiguió a los cristianos. Pero, aquí está el punto, también testimoniaron sus caídas. San Pedro, por ejemplo, podría haber dicho a los evangelistas: “No escriban los errores que he cometido”, hagan un Evangelio for sport. Pero no, su historia sale sin ambages de los Evangelios, con todas sus miserias. Lo mismo dígase de san Pablo, que en sus cartas habla de errores y debilidades. Aquí es donde comienza el testigo: desde la verdad sobre sí mismo, desde la lucha contra su propia doblez y falsedad. El Señor puede hacer grandes cosas a través de nosotros cuando nos tiene sin cuidado defender nuestra imagen, pero somos transparentes con él y con los demás. Hoy, queridos hermanos y hermanas, el Señor nos interpela. Y su pregunta es la misma: ¿Quién soy yo para ti? Nos excava dentro. A través de sus testigos Pedro y Pablo nos estimula a quitarnos las máscaras, a renunciar a las medias tintas, a las excusas que nos vuelven tibios y mediocres. Que Nuestra Señora, Reina de los Apóstoles, nos ayude en esto y encienda en nosotros el deseo de dar testimonio de Jesús.
CLAVE DE LECTURA 9
SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Plaza de San Pedro
Martes, 29 de junio de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la parte central del Evangelio de la liturgia de hoy (Mt 16, 13-19), el Señor hace una pregunta decisiva a sus discípulos: «Y vosotros, ¿Quién decís que soy yo?» (v. 15). Es la pregunta crucial que Jesús nos repite hoy también a nosotros: “¿Quién soy yo para ti?”. ¿Quién soy yo para ti, que has abrazado la fe pero todavía tienes miedo de remar mar adentro en mi Palabra? ¿Quién soy yo para ti, que eres cristiano desde hace mucho tiempo pero, cansado por la costumbre, has perdido tu primer amor? ¿Quién soy yo para ti, que estás pasando por un momento difícil y necesitas sacudirte para continuar? Jesús pregunta: ¿Quién soy yo para ti? Démosle hoy una respuesta, pero una respuesta que salga del corazón. Todos, démosle una respuesta que salga del corazón.
Antes de esta pregunta, Jesús les hizo otra a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?” (cf. v. 13). Era una encuesta para registrar las opiniones sobre él y la fama que gozaba, pero la fama no le interesa a Jesús, no era una encuesta de ese tipo. Entonces, ¿por qué hizo esa pregunta? Para subrayar una diferencia, que es la diferencia fundamental de la vida cristiana. Hay quienes se quedan en la primera pregunta, en las opiniones, y hablan de Jesús; y hay quienes, en cambio, le hablan a Jesús, ofreciéndole la vida, entrando en relación con él, dando el paso decisivo. Esto le interesa al Señor: estar en el centro de nuestros pensamientos, ser el punto de referencia de nuestros afectos; ser, en definitiva, el amor de nuestra vida. No las opiniones que tenemos de él: no le interesan. Le interesa nuestro amor, si él está en nuestro corazón.
Los santos que celebramos hoy dieron este paso y se convirtieron en testigos. El paso de la opinión a tener a Jesús en el corazón: testigos. No eran admiradores, sino imitadores de Jesús. No eran espectadores, sino protagonistas del Evangelio. No creyeron de palabra, sino con obras. Pedro no habló de misión, vivió la misión, era pescador de hombres; Pablo no escribió libros cultos, sino cartas vividas, mientras viajaba y daba testimonio. Ambos gastaron su vida por el Señor y por sus hermanos. Y nos provocan. Porque corremos el riesgo de quedarnos en la primera pregunta: dar pareceres y opiniones, tener grandes ideas y decir bonitas palabras, pero nunca jugándonosla. Y Jesús quiere que nos la juguemos. ¡Cuántas veces, por ejemplo, decimos que nos gustaría una Iglesia más fiel al Evangelio, más cercana a la gente, más profética y misionera, pero luego, en la práctica, no hacemos nada! Es triste ver que muchos hablan, comentan y debaten, pero pocos dan testimonio. Los testigos no se pierden en palabras, sino que dan frutos. Los testigos no se quejan de los demás ni del mundo, empiezan por sí mismos. Nos recuerdan que Dios no ha de ser demostrado, sino mostrado, con el proprio testimonio; no anunciado con proclamas, sino testimoniado con el ejemplo. Esto se llama “poner la vida en juego”.
Sin embargo, al mirar la vida de Pedro y Pablo, puede surgir una objeción: ambos fueron testigos, pero no siempre ejemplares: ¡eran pecadores! Pedro negó a Jesús y Pablo persiguió a los cristianos. Pero, aquí está el punto, también testimoniaron sus caídas. San Pedro, por ejemplo, podría haber dicho a los evangelistas: “No escriban los errores que he cometido”, hagan un Evangelio for sport. Pero no, su historia sale sin ambages de los Evangelios, con todas sus miserias. Lo mismo dígase de san Pablo, que en sus cartas habla de errores y debilidades. Aquí es donde comienza el testigo: desde la verdad sobre sí mismo, desde la lucha contra su propia doblez y falsedad. El Señor puede hacer grandes cosas a través de nosotros cuando nos tiene sin cuidado defender nuestra imagen, pero somos transparentes con él y con los demás. Hoy, queridos hermanos y hermanas, el Señor nos interpela. Y su pregunta es la misma: ¿Quién soy yo para ti? Nos excava dentro. A través de sus testigos Pedro y Pablo nos estimula a quitarnos las máscaras, a renunciar a las medias tintas, a las excusas que nos vuelven tibios y mediocres. Que Nuestra Señora, Reina de los Apóstoles, nos ayude en esto y encienda en nosotros el deseo de dar testimonio de Jesús.
Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo:
-«¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.»
Jesús se volvió y dijo a Pedro:
-«Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios.»
Entonces dijo Jesús a sus discípulos:
-«El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga.
Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará.
¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?
¿O qué podrá dar para recobrarla?
Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.»
CLAVE DE LECTURA 1
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje evangélico de hoy (cfr Mt 16, 21-27) está unido al del domingo pasado (cfr Mt 16, 13-20). Después de que Pedro, en nombre también de los otros discípulos, ha profesado la fe en Jesús como Mesías e Hijo de Dios, Jesús mismo empieza a hablar de su pasión. A lo largo del camino hacia Jerusalén, explica abiertamente a sus amigos lo que le espera al final en la ciudad santa: preanuncia su misterio de muerte y de resurrección, de humillación y de gloria. Dice que deberá «sufrir mucho por causa de los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley; que lo matarían y al tercer día resucitaría» (Mt 16, 21). Pero sus palabras no son comprendidas, porque los discípulos tienen una fe todavía inmadura y demasiado unida a la mentalidad de este mundo (cfr Rm 12, 2). Ellos piensan en una victoria demasiado terrena, y por eso no entienden el lenguaje de la cruz.
Frente a la perspectiva de que Jesús pueda fracasar y morir en la cruz, el mismo Pedro se rebela y le dice: «Dios no lo quiera, Señor; no te ocurrirá eso» (v. 22). Cree en Jesús - Pedro es así-, tiene fe, cree en Jesús, cree; le quiere seguir, pero no acepta que su gloria pase a través de la pasión. Para Pedro y los otros discípulos - ¡pero también para nosotros! - la cruz es algo incómodo, la cruz es un “escándalo”, mientras que Jesús considera “escándalo” el huir de la cruz, que sería como eludir la voluntad del Padre, a la misión que Él le ha encomendado para nuestra salvación. Por esto Jesús responde a Pedro: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! Eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son como los de Dios, sino como los de los hombres» (v. 23). Diez minutos antes, Jesús ha alabado a Pedro, le ha prometido ser la base de su Iglesia, el fundamento; diez minutos después le llama “Satanás”. ¿Cómo se entiende esto? ¡Nos sucede a todos! En los momentos de devoción, de fervor, de buena voluntad, de cercanía al prójimo, miramos a Jesús y vamos adelante; pero en los momentos en los que viene la cruz, huimos. El diablo, Satanás - como dice Jesús a Pedro - nos tienta. Es propio del espíritu malo, es propio del diablo alejarnos de la cruz, de la cruz de Jesús.
Dirigiéndose después a todos, Jesús añade: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz, y me siga» (v. 24). De este modo Él indica el camino del verdadero discípulo, mostrando dos actitudes. La primera es «renunciar a sí mismos», que no significa un cambio superficial, sino una conversión, una inversión de mentalidad y de valores. La otra actitud es la de tomar la cruz. No se trata solo de soportar con paciencia las tribulaciones cotidianas, sino de llevar con fe y responsabilidad esa parte de cansancio, esa parte de sufrimiento que la lucha contra el mal conlleva. La vida de los cristianos es siempre una lucha. La Biblia dice que la vida del creyente es una milicia: luchar contra el espíritu malo, luchar contra el Mal.
Así el compromiso de “tomar la cruz” se convierte en participación con Cristo en la salvación del mundo. Pensando en esto, hacemos que la cruz colgada en la pared de casa, o esa pequeña que llevamos al cuello, sea signo de nuestro deseo de unirnos a Cristo en el servir con amor a los hermanos, especialmente a los más pequeños y frágiles. La cruz es signo santo del Amor de Dios, es signo del Sacrificio de Jesús, y no debe ser reducida a objeto supersticioso o joya ornamental. Cada vez que fijamos la mirada en la imagen de Cristo crucificado, pensemos que Él, como verdadero Siervo del Señor, ha cumplido su misión dando la vida, derramando su sangre para la remisión de los pecados. Y no nos dejemos llevar a la otra parte, en la tentación del Maligno. Como consecuencia, si queremos ser sus discípulos, estamos llamados a imitarlo, gastando sin reservas nuestra vida por amor de Dios y del prójimo.
La Virgen María, unida a su Hijo hasta el calvario, nos ayude a no retroceder frente a las pruebas y a los sufrimientos que el testimonio del Evangelio conlleva para todos nosotros.
CLAVE DE LECTURA 2
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Domingo 3 de septiembre de 2017
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje del Evangelio de hoy (cf Mateo 16, 21-27) es la continuación de aquel del pasado domingo, en el cual se resaltaba la profesión de fe de Pedro, «roca» sobre la cual Jesús quiere construir su Iglesia. Hoy, en un contraste evidente, Mateo nos muestra la reacción del propio Pedro cuando Jesús revela a sus discípulos que en Jerusalén deberá sufrir, ser matado y resucitar al tercer día. (cf v. 21). Pedro lleva a parte al maestro y lo reprende porque esto —le dice— no le puede suceder a Él, a Cristo. Pero Jesús, a su vez, reprende a Pedro con duras palabras: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!» (v. 23). Un momento antes, el apóstol fue bendecido por el Padre, porque había recibido de Él aquella revelación, era una «piedra» sólida para que Jesús pudiese construir encima su comunidad; y justo después se convierte en un obstáculo, una piedra pero no para construir, una piedra de obstáculo en el camino del Mesías. ¡Jesús sabe bien que Pedro y el resto todavía tienen mucho camino por recorrer para convertirse en sus apóstoles!
En aquel punto, el Maestro se dirige a todos los que lo seguían, presentándoles con claridad la vía a recorrer: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (v. 24) Siempre, también hoy. Está la tentación de querer seguir a un Cristo sin cruz, es más, de enseñar a Dios el camino justo, como Pedro: «No, no Señor, esto no, no sucederá nunca». Pero Jesús nos recuerda que su vía es la vía del amor, y no existe el verdadero amor sin sacrificio de sí mismo. Estamos llamados a no dejarnos absorber por la visión de este mundo, sino a ser cada vez más conscientes de la necesidad y de la fatiga para nosotros cristianos de caminar siempre a contracorriente y cuesta arriba. Jesús completa su propuesta con palabras que expresan una gran sabiduría siempre válida, porque desafían la mentalidad y los comportamientos egocéntricos. Él exhorta: «Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará». (v. 25). En esta paradoja está contenida la regla de oro que Dios ha inscrito en la naturaleza humana creada en Cristo: la regla de que solo el amor da sentido y felicidad a la vida.
Gastar los talentos propios, las energías y el propio tiempo solo para cuidarse, custodiarse y realizarse a sí mismos conduce en realidad a perderse, o sea, a una experiencia triste y estéril. En cambio, vivamos para el Señor y asentemos nuestra vida sobre su amor, como hizo Jesús: podremos saborear la alegría auténtica y nuestra vida no será estéril, será fecunda. En la celebración de la Eucaristía revivimos el misterio de la cruz; no solo recordamos sino que cumplimos el memorial del Sacrificio redentor, en el que el Hijo de Dios se pierde completamente a Sí mismo para recibirse de nuevo en el Padre y así encontrarnos, que estábamos perdidos, junto con todas las criaturas.
Cada vez que participamos en la Santa Misa, el amor de Cristo crucificado y resucitado se nos comunica como alimento y bebida, porque podemos seguirlo a Él en el camino de cada día, en el servicio concreto de los hermanos. Que María Santísima, que siguió a Jesús hasta el calvario, nos acompañe también a nosotros y nos ayude a no tener miedo de la cruz, pero con Jesús crucificado, no una cruz sin Jesús, la cruz con Jesús, es decir la cruz de sufrir por el amor de Dios y de los hermanos, porque este sufrimiento, por la gracia de Cristo, es fecundo de resurrección.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: -«Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: -«Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: -«Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: -«No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
CLAVE DE LECTURA 1
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Plaza de San Pedro (Biblioteca del Palacio Apostólico)
Domingo, 8 de marzo de 2020
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy es un poco extraña esta oración del Ángelus, con el Papa “enjaulado” en la biblioteca, pero os veo, estoy cerca de vosotros. Y también me gustaría empezar agradeciendo a ese grupo [presente en la plaza] que se está manifestando y luchando “Por los olvidados de Idlib”. ¡Gracias! Gracias por lo que hacéis. Pero hoy rezamos el Ángelus así para cumplir con las medidas preventivas y evitar pequeñas aglomeraciones de gente que pueden favorecer la transmisión del virus.
El Evangelio de este segundo domingo de Cuaresma (cf. Mateo 17, 1-9) nos presenta el relato de la Transfiguración de Jesús. Jesús lleva a Pedro, Santiago y Juan con Él y sube a un monte alto, símbolo de la cercanía a Dios, para abrirles a una comprensión más completa del misterio de su persona, que debe sufrir, morir y luego resucitar. De hecho, Jesús había comenzado a hablarles sobre el sufrimiento, la muerte y la resurrección que le esperaba, pero no podían aceptar esa perspectiva. Por eso, al llegar a la cima del monte, Jesús se sumergió en la oración y se transfiguró ante los tres discípulos: «su rostro —dice el Evangelio— se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (v. 2).
A través del maravilloso evento de la Transfiguración, los tres discípulos están llamados a reconocer en Jesús al Hijo de Dios resplandeciente de gloria. De este modo avanzan en el conocimiento de su Maestro, dándose cuenta de que el aspecto humano no expresa toda su realidad; a sus ojos se revela la dimensión sobrenatural y divina de Jesús. Y desde arriba resuena una voz que dice: «Este es mi Hijo amado [...]. Escuchadle» (v. 5). Es el Padre celestial quien confirma la “investidura” — llamémosla así— de Jesús ya hecha el día de su bautismo en el Jordán e invita a los discípulos a escucharlo y seguirlo.
Hay que destacar que, en medio del grupo de los Doce, Jesús elige llevarse a Pedro, Santiago y Juan con Él al monte. Les reservó el privilegio de ser testigos de la Transfiguración. ¿Pero por qué elige a los tres? ¿Porque son los más santos? No. Sin embargo, Pedro, a la hora de la prueba, lo negará; y los dos hermanos Santiago y Juan pedirán ser los primeros en entrar a su reino (cf. Mateo 20, 20-23). Jesús, no obstante, no elige según nuestro criterio, sino según su plan de amor. El amor de Jesús no tiene medida: es amor, y Él elige con ese plan de amor. Es una elección gratuita e incondicional, una iniciativa libre, una amistad divina que no pide nada a cambio. Y así como llamó a esos tres discípulos, también hoy llama a algunos a estar cerca de Él, para poder dar testimonio. Ser testigos de Jesús es un don que no hemos merecido: nos sentimos inadecuados, pero no podemos echarnos atrás con la excusa de nuestra incapacidad.
No hemos estado en el Monte Tabor, no hemos visto con nuestros propios ojos el rostro de Jesús brillando como el sol. Sin embargo, a nosotros también se nos ha dado la Palabra de salvación, se nos ha dado fe y hemos experimentado la alegría de encontrarnos con Jesús de diferentes maneras. Jesús también nos dice: «Levantaos, no tengáis miedo» (Mateo 17, 7). En este mundo, marcado por el egoísmo y la codicia, la luz de Dios se oscurece por las preocupaciones de la vida cotidiana. A menudo decimos: no tengo tiempo para rezar, no puedo hacer un servicio en la parroquia, responder a las peticiones de los demás... Pero no debemos olvidar que el Bautismo que recibimos nos hizo testigos, no por nuestra capacidad, sino por el don del Espíritu.
Que, en este tiempo propicio de Cuaresma, la Virgen María nos otorgue esa docilidad ante el Espíritu que es indispensable para emprender resueltamente el camino de la conversión.
CLAVE DE LECTURA 2
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
II Domingo de Cuaresma
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este segundo domingo de Cuaresma nos presenta la narración de la Transfiguración de Jesús (cf. Mateo 17, 1-9). Se lleva aparte a tres apóstoles: Pedro, Santiago y Juan, Él subió con ellos a un monte alto, y allí ocurrió este singular fenómeno: el rostro de Jesús «se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (v. 2). De tal manera el Señor hizo resplandecer en su misma persona la gloria divina que se podía percibir con la fe en su predicación y en sus gestos milagrosos. Y la transfiguración es acompañada, en el monte, con la aparición de Moisés y de Elías, «que conversaban con él» (v. 3).
La “luminosidad” que caracteriza este evento extraordinario simboliza el objetivo: iluminar las mentes y los corazones de los discípulos para que puedan comprender claramente quién es su Maestro. Es un destello de luz que se abre de repente sobre el misterio de Jesús e ilumina toda su persona y toda su historia.
Ya en marcha hacia Jerusalén, donde deberá padecer la condena a muerte por crucifixión, Jesús quiere preparar a los suyos para este escándalo —el escándalo de la cruz—, para este escándalo demasiado fuerte para su fe y, al mismo tiempo, preanunciar su resurrección, manifestándose como el Mesías, el Hijo de Dios. Y Jesús les prepara para ese momento triste y de tanto dolor. En efecto, Jesús estaba demostrando ser un Mesías diverso respecto a lo que se esperaba, a lo que ellos imaginaban sobre el Mesías, como fuese el Mesías: no un rey potente y glorioso, sino un siervo humilde y desarmado; no un señor de gran riqueza, signo de bendición, sino un hombre pobre que no tiene donde apoyar su cabeza; no un patriarca con numerosa descendencia, sino un célibe sin casa ni nido. Es de verdad una revelación de Dios invertida, y el signo más desconcertante de esta escandalosa inversión es la cruz. Pero precisamente a través de la cruz Jesús alcanzará la gloriosa resurrección, que será definitiva, no como esta transfiguración que duró un momento, un instante.
Jesús transfigurado sobre el monte Tabor quiso mostrar a sus discípulos su gloria no para evitarles pasar a través de la cruz, sino para indicar a dónde lleva la cruz. Quien muere con Cristo, con Cristo resurgirá. Y la cruz es la puerta de la resurrección. Quien lucha junto a Él, con Él triunfará. Este es el mensaje de esperanza que la cruz de Jesús contiene, exhortando a la fortaleza en nuestra existencia. La Cruz cristiana no es un ornamento de la casa o un adorno para llevar puesto, la cruz cristiana es un llamamiento al amor con el cual Jesús se sacrificó para salvar a la humanidad del mal y del pecado. En este tiempo de Cuaresma, contemplamos con devoción la imagen del crucifijo, Jesús en la cruz: ese es el símbolo de la fe cristiana, es el emblema de Jesús, muerto y resucitado por nosotros. Hagamos que la cruz marque las etapas de nuestro itinerario cuaresmal para comprender cada vez más la gravedad del pecado y el valor del sacrificio con el cual el Redentor nos ha salvado a todos nosotros. La Virgen Santa supo contemplar la gloria de Jesús escondida en su humanidad. Nos ayude a estar con Él en la oración silenciosa, a dejarnos iluminar por su presencia, para llevar en el corazón, a través de las noches más oscuras, un reflejo de su gloria.
CLAVE DE LECTURA 3
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este domingo, la liturgia celebra la fiesta de la Transfiguración del Señor. La página evangélica de hoy cuenta que los apóstoles Pedro, Santiago y Juan fueron testigos de este suceso extraordinario. Jesús les tomó consigo «y los lleva aparte, a un monte alto» (Mateo 17, 1) y, mientras rezaba, su rostro cambió de aspecto, brillando como el sol, y sus ropas se convirtieron en cándidas como la luz. Aparecieron entonces Moisés y Elías, y empezaron a hablar con Él. En ese momento, Pedro dijo a Jesús: «Señor, bueno es que estemos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías» (v. 4). Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió.
El evento de la Transfiguración del Señor nos ofrece un mensaje de esperanza —así seremos nosotros, con Él—: nos invita a encontrar a Jesús, para estar al servicio de los hermanos.
La ascensión de los discípulos al monte Tabor nos induce a reflexionar sobre la importancia de separarse de las cosas mundanas, para cumplir un camino hacia lo alto y contemplar a Jesús. Se trata de ponernos a la escucha atenta y orante del Cristo, el Hijo amado del Padre, buscando momentos de oración que permiten la acogida dócil y alegre de la Palabra de Dios. En esta ascensión espiritual, en esta separación de las cosas mundanas, estamos llamados a redescubrir el silencio pacificador y regenerador de la meditación del Evangelio, de la lectura de la Biblia, que conduce hacia una meta rica de belleza, de esplendor y de alegría. Y cuando nosotros nos ponemos así, con la Biblia en la mano, en silencio, comenzamos a escuchar esta belleza interior, esta alegría que genera la Palabra de Dios en nosotros. En esta perspectiva, el tiempo estivo es momento providencial para acrecentar nuestro esfuerzo de búsqueda y de encuentro con el Señor. En este periodo, los estudiantes están libres de compromisos escolares y muchas familias se van de vacaciones; es importante que en el periodo de descanso y desconexión de las ocupaciones cotidianas, se puedan restaurar las fuerzas del cuerpo y del espíritu, profundizando el camino espiritual.
Al finalizar la experiencia maravillosa de la Transfiguración, los discípulos bajaron del monte (cf v. 9) con ojos y corazón transfigurados por el encuentro con el Señor. Es el recorrido que podemos hacer también nosotros. El redescubrimiento cada vez más vivo de Jesús no es fin en sí mismo, pero nos lleva a «bajar del monte», cargados con la fuerza del Espíritu divino, para decidir nuevos pasos de conversión y para testimoniar constantemente la caridad, como ley de vida cotidiana. Transformados por la presencia de Cristo y del ardor de su palabra, seremos signo concreto del amor vivificante de Dios para todos nuestros hermanos, especialmente para quien sufre, para los que se encuentran en soledad y abandono, para los enfermos y para la multitud de hombres y de mujeres que, en distintas partes del mundo, son humillados por la injusticia, la prepotencia y la violencia. En la Transfiguración se oye la voz del Padre celeste que dice: «Este es mi hijo amado, ¡escuchadle!» (v. 5). Miremos a María, la Virgen de la escucha, siempre preparada a acoger y custodiar en el corazón cada palabra del Hijo divino (cf. Lucas 1, 51). Quiera nuestra Madre y Madre de Dios ayudarnos a entrar en sintonía con la Palabra de Dios, para que Cristo se convierta en luz y guía de toda nuestra vida. A Ella encomendamos las vacaciones de todos, para que sean serenas y provechosas, pero sobre todo el verano de los que no pueden tener vacaciones porque se lo impide la edad, por motivos de salud o de trabajo, las limitaciones económicas u otros problemas, para que aun así sea un tiempo de distensión, animado por las amistades y momentos felices.
CLAVE DE LECTURA 4
VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA DE SANTA MAGDALENA DE CANOSSA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Dos veces se hace referencia, en este pasaje del Evangelio (cf. Mateo 17, 1-9), a la belleza de Jesús, de Jesús-Dios, Jesús luminoso, de Jesús lleno de alegría y de vida. Primero, en la visión: «Y se transfiguró». Se transfigura ante ellos, ante los discípulos: «su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz». Y Jesús se transforma, se transfigura. La segunda vez, mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó que no hablasen de esta visión antes de que Él no hubiese resucitado de entre los muertos, es decir en la resurrección Jesús tendrá —había tenido, pero en ese momento todavía no había resucitado— el mismo rostro luminoso, brillante, ¡así será! Pero ¿qué quería decir? Que entre esta transfiguración, tan hermosa, y esa resurrección, habrá otro rostro de Jesús: habrá un rostro no tan bonito; habrá un rostro feo, desfigurado, torturado, despreciado, sangriento por la corona de espinas... Todo el cuerpo de Jesús estará precisamente como una cosa para descartar. Dos transfiguraciones y en medio Jesús Crucificado, la cruz. ¡Debemos mirar mucho la cruz! Es Jesús-Dios —«este es mi Hijo», «este es mi Hijo, el amado»—, Jesús, el Hijo de Dios, Dios mismo, en el cual el Padre se complace: ¡Él se aniquiló para salvarnos! y para usar una palabra demasiado fuerte, demasiado fuerte, quizás una de las palabras más fuertes del Nuevo Testamento, una palabra que usa Pablo: se ha hecho pecado (cf. 2 Corintios 5, 21). El pecado es la cosa más fea; el pecado es la ofensa a Dios, el bofetón a Dios. Es decir a Dios: «Tú no me importas, yo prefiero esto...». Y Jesús se hizo pecado, se aniquiló, se abajó hasta ahí... Y para preparar a los discípulos a no escandalizarse de verle así, en la cruz, hizo esta transfiguración.
Nosotros estamos acostumbrados a hablar de los pecados: cuando nos confesamos —«he cometido este pecado, he cometido ese otro...»—; y también en la confesión, cuando nosotros somos perdonados, sentimos que somos perdonados porque Él tomó este pecado en la Pasión: Él se hizo pecado. Nosotros estamos acostumbrados a hablar de los pecados de los demás. Es una cosa fea... en lugar de hablar de los pecados de los demás, no digo que nos hagamos pecado nosotros, porque no podemos, sino mirar nuestros pecados y a Él, que se hizo pecado. Este es el camino hacia la Pascua, hacia la Resurrección: con la seguridad de esta transfiguración seguir adelante; ver este rostro tan luminoso, tan bonito que será el mismo en la Resurrección y el mismo que encontraremos en el Cielo, y también ver este otro rostro, que se hizo pecado, que pagó así, por todos nosotros. Jesús se hizo pecado, se hizo maldición de Dios por nosotros: el Hijo bendecido, en la Pasión se convirtió en maldito porque cargó sobre sí nuestros pecados (cf. Gálatas 3, 10-14). Pensemos, en esto. ¡Cuánto amor! ¡Cuánto amor! Y pensemos también en la belleza del rostro transfigurado de Jesús que encontraremos en el Cielo.
Y que esta contemplación de los dos rostros de Jesús —el transfigurado y el hecho pecado, hecho maldición— nos anime a seguir adelante por el camino de la vida, en el camino de la vida cristiana. Nos anime a pedir perdón por nuestros pecados, a no pecar tanto... nos anime sobre todo a tener confianza, porque Él se hizo pecado y porque cargó sobre sí los nuestros.
Y Él está dispuesto siempre a perdonarnos. Solamente, debemos pedírselo.
-Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano.
Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.
Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.
CLAVE DE LECTURA
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Domingo, 6 de septiembre de 2020
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (cf. Mt 18, 15-20) está tomado del cuarto discurso de Jesús en el relato de Mateo, conocido como discurso "comunitario" o "eclesial". El pasaje de hoy habla de la corrección fraterna, y nos invita a reflexionar sobre la doble dimensión de la existencia cristiana: aquélla comunitaria, que exige la protección de la comunión, es decir de la Iglesia, y aquélla personal, que requiere la atención y el respeto de cada conciencia individual.
Para corregir al hermano que se ha equivocado, Jesús sugiere una pedagogía de recuperación. Y siempre la pedagogía de Jesús es pedagogía de la recuperación; Él siempre busca recuperar, salvar. Y esta pedagogía de la recuperación está articulada en tres pasajes. Primero dice: «Ve y corrígele, a solas tú con él» (v. 15), es decir, no pongas su pecado delante de todos. Se trata de ir al hermano con discreción, no para juzgarlo, sino para ayudarlo a darse cuenta de lo que ha hecho. Cuántas veces hemos tenido esta experiencia: viene alguien y nos dice: “Oye, en esto te has equivocado. Deberías cambiar un poco en esto”. Tal vez al inicio nos da rabia, pero después se lo agradecemos porque es un gesto de fraternidad, de comunión, de ayuda, de recuperación.
Y no es fácil poner en práctica esta enseñanza de Jesús, por varias razones. Existe el temor de que el hermano o la hermana reaccionen mal; a veces no hay suficiente confianza con él o ella... Y otros motivos. Pero cada vez que hemos hecho esto, hemos sentido que era justo el camino del Señor.
Sin embargo, puede suceder que, a pesar de mis buenas intenciones, la primera intervención fracase. En este caso está bien no desistir y decir: “Que se las arregle, yo me lavo las manos”. No, esto no es cristiano. No hay que desistir, sino recurrir a la ayuda de algún otro hermano o hermana. Dice Jesús: «Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos» (v. 16). Este es un precepto de la Ley de Moisés (cf. Dt 19,15). Aunque parezca contra el acusado, en realidad servía para protegerlo de falsos acusadores. Pero Jesús va más allá: los dos testigos son requeridos no para acusar y juzgar, sino para ayudar. “Pongámonos de acuerdo, tú y yo, vayamos a hablar con éste, con ésta que se está equivocando, que está quedando mal. Pero vayamos a hablarle como hermanos”. Este es el comportamiento de la recuperación que Jesús quiere de nosotros. De hecho, Jesús considera que también puede fracasar este enfoque —el segundo enfoque— con testigos, a diferencia de la Ley de Moisés, para la cual el testimonio de dos o tres era suficiente para la condena.
De hecho, incluso el amor de dos o tres hermanos puede ser insuficiente, porque él o ella son testarudos. En este caso, añade Jesús, «díselo a la comunidad» (v. 17), es decir, a la Iglesia. En algunas situaciones toda la comunidad está involucrada. Hay cosas que no pueden dejar indiferentes a los otros hermanos: se necesita un amor mayor para recuperar al hermano. Pero, a veces, incluso esto puede no ser suficiente. Y Jesús dice: «Y si ni a la comunidad hace caso, considéralo ya como al genti y al publicano» (ibid.). Esta expresión, aparentemente tan despectiva, en realidad nos invita a poner a nuestro hermano de nuevo en las manos de Dios: sólo el Padre podrá mostrar un amor más grande que el de todos los hermanos juntos. Esta enseñanza de Jesús nos ayuda mucho, porque —pensemos en un ejemplo— cuando nosotros vemos un error, un defecto, una equivocación, en tal hermano o hermana, habitualmente la primera cosa que hacemos es ir a contárselo a los demás, a chismorrear. Y los chismes cierran el corazón de la comunidad, cierran la unidad de la Iglesia. El gran chismoso es el diablo, que siempre está diciendo cosas feas de los demás, porque él es el mentiroso que busca dividir a la Iglesia, de alejar a los hermanos y de no hacer comunidad. Por favor, hermanos y hermanas, hagamos un esfuerzo para no chismorrear. ¡El chismorreo es una peste más fea que el Covid! Hagamos un esfuerzo: nada de chismes. Es el amor de Jesús, que acogió a publicanos y paganos, escandalizando a las personas rígidas de la época. Por lo tanto, no se trata de una condena sin apelación, sino del reconocimiento de que a veces nuestros intentos humanos pueden fracasar, y que sólo estando ante Dios puede poner a nuestro hermano ante su propia conciencia y la responsabilidad de sus actos. Y si no funciona, silencio y oración por el hermano y la hermana que se equivocan, pero nunca el chismorreo.
Que la Virgen María nos ayude a hacer de la corrección fraterna un hábito saludable, para que en nuestras comunidades se puedan establecer siempre nuevas relaciones fraternas, basadas en el perdón mutuo y, sobre todo, en la fuerza invencible de la misericordia de Dios.
- «Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?»
Jesús le contesta:
- «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
Y a propósito de esto, el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así.
El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo:
"Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo, "
El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero, al salir, el empleado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba, diciendo:
"Págame lo que me debes."
El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba, diciendo:
"Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré"
Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía.
Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo:
"¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?"
Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda.
Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.»
Clave de lectura 1
"Pedir perdón implica perdonar"
Martes, 17 de marzo de 2020
Homilía del Papa Francisco
Jesús viene de hacer una catequesis sobre la unidad de los hermanos y la termina con una hermosa palabra: “Les aseguro que si dos de ustedes, dos o tres, se ponen de acuerdo y piden una gracia, les será concedida” (cf. Mt 18,19). La unidad, la amistad, la paz entre los hermanos atrae la benevolencia de Dios. Y Pedro hace la pregunta: “Sí, pero con las personas que nos ofenden, ¿qué debemos hacer?”. «Si mi hermano comete culpas contra mí, me ofende, ¿cuántas veces tendré que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?»(v. 21). Y Jesús respondió con aquella palabra que significa, en su idioma, “siempre”: «Setenta veces siete» (v. 22). Siempre se debe perdonar.
Y perdonar no es fácil. Porque nuestro corazón egoísta siempre está apegado al odio, a las venganzas, a los rencores. Todos hemos visto familias destruidas por odios familiares que pasan de una generación a otra. Hermanos que, frente al ataúd de uno de sus padres, no se saludan porque guardan viejos rencores. Parece que es más fuerte aferrarse al odio que al amor y éste es precisamente —digámoslo así— el “tesoro” del diablo. Él se agazapa siempre entre nuestros rencores, entre nuestros odios y los hace crecer, los mantiene ahí para destruir. Destruir todo. Y muchas veces, por cosas pequeñas, destruye.
Y también se destruye a este Dios que no vino a condenar, sino a perdonar. Este Dios que es capaz de hacer fiesta por un pecador que se acerca y olvida todo. Cuando Dios nos perdona, olvida todo el mal que hemos hecho. Alguien dijo: “Es la enfermedad de Dios”. No tiene memoria, es capaz de perder la memoria en estos casos. Dios pierde la memoria de las historias malas de tantos pecadores, de nuestros pecados. Nos perdona y sigue adelante. Sólo nos pide: “Haz lo mismo: aprende a perdonar”, no sigas con esta cruz infecunda del odio, del rencor, del “me la pagarás”. Esta palabra no es cristiana ni humana. La generosidad de Jesús nos enseña que para entrar en el cielo debemos perdonar. Es más, nos dice: “¿Vas a Misa?” — “Sí” — “Pero si cuando vas a Misa te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, reconcíliate primero; no vengas a mí con el amor hacia mí en una mano y el odio para con tu hermano en la otra”. Coherencia del amor. Perdonar. Perdonar de corazón.
Hay gente que vive condenando a la gente, hablando mal de la gente, mancillando constantemente a sus compañeros de trabajo, enfangando a sus vecinos, a sus parientes, porque no perdonan algo que les han hecho, o no perdonan algo que no les gustó. Parece que la riqueza propia del diablo es ésta: sembrar el amor al no-perdonar, vivir apegados al no-perdonar. Y el perdón es condición para entrar en el cielo.
La parábola que nos cuenta Jesús (cf. Mt 18,23-35) es muy clara: perdonar. Que el Señor nos enseñe esta sabiduría del perdón, que no es fácil. Y hagamos una cosa: cuando vayamos a confesarnos, a recibir el sacramento de la reconciliación, primero preguntémonos: “¿Yo perdono?”. Si siento que no perdono, no tengo que aparentar que pido perdón, porque no seré perdonado. Pedir perdón significa perdonar. Van juntos. No pueden separarse. Y aquellos que piden perdón para sí mismos como este señor, al que el patrón le perdona todo pero él no perdona a los demás, terminarán como este señor (cf. vv. 32-34). «Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano» (v. 35).
Que el Señor nos ayude a comprender esto y a bajar la cabeza, a no ser soberbios, a ser magnánimos en el perdón. Al menos a perdonar “por interés”. ¿Cómo es eso? Sí, perdonar, porque si no perdono, no seré perdonado. Al menos eso. Pero siempre el perdón.
CLAVE DE LECTURA 2
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Domingo 17 de septiembre de 2017
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje del Evangelio de este domingo (cf Mateo 18, 21-35) nos ofrece una enseñanza sobre el perdón, que no niega el mal sufrido sino que reconoce que el ser humano, creado a imagen de Dios, siempre es más grande que el mal que comete. San Pedro pregunta a Jesús «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano?, ¿Hasta siete veces?» (v. 21). A Pedro le parece ya el máximo perdonar siete veces a una misma persona; y tal vez a nosotros nos parece ya mucho hacerlo dos veces. Pero Jesús responde: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (v. 22), es decir, siempre: tú debes perdonar siempre. Y lo confirma contando la parábola del rey misericordioso y del siervo despiadado, en la que muestra la incoherencia de aquel que primero ha sido perdonado y después se niega a perdonar.
El rey de la parábola es un hombre generoso que, preso de la compasión, perdona una deuda enorme —«diez mil talentos»: enorme— a un siervo que lo suplica. Pero aquel mismo siervo, en cuanto encuentra a otro siervo como él que le debe cien dinares —es decir, mucho menos—, se comporta de un modo despiadado, mandándolo a la cárcel. El comportamiento incoherente de este siervo es también el nuestro cuando negamos el perdón a nuestros hermanos. Mientras el rey de la parábola es la imagen de Dios que nos ama de un amor tan lleno de misericordia para acogernos y amarnos y perdonarnos continuamente.
Desde nuestro bautismo Dios nos ha perdonado, perdonándonos una deuda insoluta: el pecado original. Pero, aquella es la primera vez. Después, con una misericordia sin límites, Él nos perdona todos los pecados en cuanto mostramos incluso solo una pequeña señal de arrepentimiento. Dios es así: misericordioso. Cuando estamos tentados de cerrar nuestro corazón a quien nos ha ofendido y nos pide perdón, recordemos las palabras del Padre celestial al siervo despiadado: «siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No deberías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?» (vv. 32-33). Cualquiera que haya experimentado la alegría, la paz y la libertad interior que viene al ser perdonado puede abrirse a la posibilidad de perdonar a su vez.
En la oración del Padre Nuestro Jesús ha querido alojar la misma enseñanza de esta parábola. Ha puesto en relación directa el perdón que pedimos a Dios con el perdón que debemos conceder a nuestros hermanos: «y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores» (Mateo 6, 12). El perdón de Dios es la seña de su desbordante amor por cada uno de nosotros; es el amor que nos deja libres de alejarnos, como el hijo pródigo, pero que espera cada día nuestro retorno; es el amor audaz del pastor por la oveja perdida; es la ternura que acoge a cada pecador que llama a su puerta. El Padre celestial —nuestro Padre— está lleno, está lleno de amor que quiere ofrecernos, pero no puede hacerlo si cerramos nuestro corazón al amor por los otros.
La Virgen María nos ayuda a ser cada vez más conscientes de la gratuidad y de la grandeza del perdón recibido de Dios, para convertirnos en misericordiosos como Él, Padre bueno, pausado en la ira y grande en el amor.
CLAVE DE LECTURA 3
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Domingo, 13 de septiembre de 2020
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la parábola que leemos en el Evangelio de hoy, la del rey misericordioso (cf. Mt 18,21-35), encontramos dos veces esta súplica: «Ten paciencia conmigo que todo te lo pagaré» (vv. 26.29). La primera vez la pronuncia el siervo que le debe a su amo diez mil talentos, una suma enorme, hoy serían millones y millones de euros. La segunda vez la repite otro criado del mismo amo. Él también tiene deudas, no con su amo, sino con el siervo que tiene esa enorme deuda. Y su deuda es muy pequeña, quizá como el sueldo de una semana.
El centro de la parábola es la indulgencia que el amo muestra hacia el siervo más endeudado. El evangelista subraya que «el señor tuvo compasión —no olvidéis nunca esta palabra que es propia de Jesús: “Tuvo compasión”, Jesús siempre tuvo compasión—, tuvo compasión de aquel siervo, le dejó marchar y le perdonó la deuda» (v. 27). ¡Una deuda enorme, por tanto, una condonación enorme! Pero ese criado, inmediatamente después, se muestra despiadado con su compañero, que le debe una modesta suma. No lo escucha, le insulta y lo hace encarcelar, hasta que haya pagado la deuda (cf. v. 30), esa pequeña deuda. El amo se entera de esto y, enojado, llama al siervo malvado y lo condena (cf. vv. 32-34). “¿Yo te he perdonado tanto y tú eres incapaz de perdonar este poco?”.
Vemos en esta parábola dos actitudes diferentes: la de Dios, representado por el rey —que perdona tanto, porque Dios perdona siempre—, y la del hombre. En la actitud divina, la justicia está impregnada de misericordia, mientras que la actitud humana se limita a la justicia. Jesús nos exhorta a abrirnos valientemente al poder del perdón, porque no todo en la vida se resuelve con la justicia, lo sabemos. Es necesario ese amor misericordioso, que también es la base de la respuesta del Señor a la pregunta de Pedro que precede a la parábola, la pregunta de Pedro suena así: «Señor, dime, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano?» (v. 21). Y Jesús le respondió: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (v. 22). En el lenguaje simbólico de la Biblia, esto significa que estamos llamados a perdonar siempre.
¡Cuánto sufrimiento, cuántas divisiones, cuántas guerras podrían evitarse, si el perdón y la misericordia fueran el estilo de nuestra vida! También en familia, también en familia. Cuántas familias desunidas que no saben perdonarse, cuántos hermanos y hermanas que tienen ese rencor en su interior. Es necesario aplicar el amor misericordioso en todas las relaciones humanas: entre los esposos, entre padres e hijos, dentro de nuestras comunidades, en la Iglesia y también en la sociedad y la política.
Hoy por la mañana mientras celebraba la misa me detuve, me llamó la atención una frase de la primera lectura del libro de Sirácida, la frase dice: «Acuérdate de las postrimería, y deja ya de odiar» (Si 28,6). ¡Bonita frase! ¡Pero piensa en el final! Piensa que estarás en un ataúd... ¿y te llevarás el odio allí? Piensa en el final, ¡deja de odiar! Deja el rencor. Pensemos en esta conmovedora frase: «Acuérdate de las postrimería, y deja ya de odiar». Y no es fácil perdonar porque en los momentos tranquilos uno dice: “Sí, pero éste o ésta me han hecho todo tipo de cosas, pero yo también he hecho muchas. Mejor perdonar para ser perdonado”. Pero luego el rencor vuelve, como una molesta mosca en el verano que vuelve y vuelve y vuelve... Perdonar no es sólo algo momentáneo, es algo continuo contra este rencor, este odio que vuelve. Pensemos en el final, dejemos de odiar.
La parábola de hoy nos ayuda a comprender plenamente el significado de esa frase que recitamos en la oración del Padre nuestro: «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6, 12). Estas palabras contienen una verdad decisiva. No podemos pretender para nosotros el perdón de Dios, si nosotros, a nuestra vez, no concedemos el perdón a nuestro prójimo. Es una condición: piensa en el final, en el perdón de Dios, y deja ya de odiar; echa el rencor, esa molesta mosca que vuelve y regresa. Si no nos esforzamos por perdonar y amar, tampoco seremos perdonados ni amados.
Encomendémonos a la maternal intercesión de la Madre de Dios: que Ella nos ayude a darnos cuenta de cuánto estamos en deuda con Dios, y a recordarlo siempre, para tener el corazón abierto a la misericordia y a la bondad.
-«El reino de los cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña.
Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo, y les dijo:
"Id también vosotros a mi viña, y os pagaré lo debido."
Ellos fueron.
Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde e hizo lo mismo.
Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo:
¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?'
Le respondieron:
"Nadie nos ha contratado."
Él les dijo:
"Id también vosotros a mi viña."
Cuando oscureció, el dueño de la viña dijo al capataz:
"Llama a los jornaleros y págales el jornal, -empezando por los últimos y acabando por los primeros."
Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno.
Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Entonces se pusieron a protestar contra el amo:
"Estos últimos han trabajado sólo una hora, y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno."
Él replicó a uno de ellos:
"Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?"
Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos.»
CLAVE DE LECTURA 1
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Domingo, 20 de septiembre de 2020
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La página del Evangelio de hoy (cfr. Mt 20,1-16) narra la parábola de los trabajadores llamados a jornal por el dueño de una viña. A través de esta historia, Jesús nos muestra el sorprendente modo de actuar de Dios, representado en dos actitudes del dueño: la llamada y la recompensa.
En primer lugar, la llamada. El dueño de la viña sale en cinco ocasiones a la plaza y llama a trabajar para él: a las seis, a las nueve, a las doce, a las tres y a las cinco de la tarde. Es conmovedora la imagen de este dueño que sale varias veces a la plaza a buscar trabajadores para su viña. Ese dueño representa a Dios, que llama a todos y llama siempre, a cualquier hora. Dios actúa así también hoy: nos sigue llamando a cada uno, a cualquier hora, para invitarnos a trabajar en su Reino. Este es el estilo de Dios, que hemos de aceptar e imitar. Él no está encerrado en su mundo, sino que “sale”: Dios siempre está en salida, buscándonos; no está encerrado. Dios sale, sale continuamente a la búsqueda de las personas, porque quiere que nadie quede excluido de su plan de amor.
También nuestras comunidades están llamadas a salir de los varios tipos de “fronteras”, que pueden existir, para ofrecer a todos la palabra de salvación que Jesús vino a traer. Se trata de abrirse a horizontes de vida que ofrezcan esperanza a cuantos viven en las periferias existenciales y aún no han experimentado, o han perdido, la fuerza y la luz del encuentro con Cristo. La Iglesia debe ser como Dios: siempre en salida; y cuando la Iglesia no sale, se pone enferma de tantos males que tenemos en la Iglesia. ¿Por qué estas enfermedades en la Iglesia? Porque no sale. Es cierto que cuando uno sale existe el peligro de que tenga un accidente. Pero es mejor una Iglesia accidentada por salir, por anunciar el Evangelio, que una Iglesia enferma por estar encerrada. Dios sale siempre, porque es Padre, porque ama. La Iglesia debe hacer lo mismo: siempre en salida.
La segunda actitud del dueño, que representa la de Dios, es su modo de recompensar a los trabajadores: ¿cómo paga Dios? El dueño se pone de acuerdo con los primeros obreros, contratados por la mañana, para pagarles «un denario» (v. 2). En cambio, a los que llegan a continuación les dice: «Os daré lo que sea justo» (v. 4). Al final de la jornada, el dueño de la viña ordena que a todos les sea dada la misma paga, es decir, un denario. Quienes han trabajado desde la mañana temprano se indignan y se quejan del dueño, pero él insiste: quiere dar el máximo de la recompensa a todos, incluso a quienes llegaron los últimos (vv. 8-15). Dios siempre paga el máximo. No se queda a mitad del pago. Paga todo.Y aquí se comprende que Jesús no está hablando del trabajo y del salario justo, que es otro problema, sino del Reino de Dios y de la bondad del Padre celestial que sale continuamente a invitar y paga el máximo salario a todos.
De hecho, Dios se comporta así: no mira el tiempo y los resultados, sino la disponibilidad, mira la generosidad con la que nos ponemos a su servicio. Su actuar es más que justo, en el sentido de que va más allá de la justicia y se manifiesta en la Gracia. Todo es Gracia. Nuestra salvación es Gracia. Nuestra santidad es Gracia. Donándonos la Gracia, Él nos da más de lo que merecemos. Y entonces, quien razona con la lógica humana, la de los méritos adquiridos con la propia habilidad, pasa de ser el primero a ser el último. “Pero yo he trabajado mucho, he hecho mucho en la Iglesia, he ayudado tanto, ¿y me pagan lo mismo que a este que ha llegado el último?”. Recordemos quién fue el primer santo canonizado en la Iglesia: el Buen Ladrón. “Robó” el Cielo en el último momento de su vida. Esto es Gracia, así es Dios, también con todos nosotros. El que piensa en sus propios méritos, fracasa; quien se confía con humildad a la misericordia del Padre, pasa de último —como el Buen Ladrón— a primero (cfr. v. 16).
Que María Santísima nos ayude a sentir todos los días la alegría y el estupor de ser llamados por Dios a trabajar para Él en su campo, que es el mundo, en su viña, que es la Iglesia. Y de tener como única recompensa su amor, la amistad de Jesús.
CLAVE DE LECTURA 2
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Domingo 24 de septiembre de 2017
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la página del Evangelio de hoy (cf Mt 20, 1-6) encontramos la parábola de los trabajadores llamados jornaleros, que Jesús cuenta para comunicar dos aspectos del Reino de Dios: el primero, que Dios quiere llamar a todos a trabajar para su Reino; el segundo, que al final quiere dar a todos la misma recompensa, es decir, la salvación, la vida eterna.
El dueño de un viñedo, que representa a Dios, sale al alba y contrata a un grupo de trabajadores, concordando con ellos el salario para una jornada. Después sale también en las horas sucesivas, hasta la tarde, para contratar a otros obreros que ve desocupados. Al finalizar la jornada, el dueño manda que se dé dinero a todos, también a los que habían trabajado pocas horas. Naturalmente, los obreros que fueron contratados al principio se quejan, porque ven que son pagados de igual modo que aquellos que han trabajado menos. Pero el jefe les recuerda que han recibido lo que había estado pactado; si después él quiere ser generoso con otros, ellos no deben ser envidiosos.
En realidad, esta «injusticia» del jefe sirve para provocar, en quien escucha la parábola, un salto de nivel, porque aquí Jesús no quiere hablar del problema del trabajo y del salario justo, ¡sino del Reino de Dios! Y el mensaje es éste: en el Reino de Dios no hay desocupados, todos están llamados a hacer su parte; y todos tendrán al final la compensación que viene de la justicia divina —no humana, ¡por fortuna!—, es decir, la salvación que Jesucristo nos consiguió con su muerte y resurrección. Una salvación que no ha sido merecida, sino donada, para la que «los últimos serán los primeros y los primeros, los últimos» (Mt 20, 16).
Con esta parábola, Jesús quiere abrir nuestros corazones a la lógica del amor del Padre, que es gratuito y generoso. Se trata de dejarse asombrar y fascinar por los «pensamientos» y por los «caminos» de Dios que, como recuerda el profeta Isaías no son nuestros pensamientos y no son nuestros caminos (cf Is 55, 8). Los pensamientos humanos están, a menudo, marcados por egoísmos e intereses personales y nuestros caminos estrechos y tortuosos no son comparables a los amplios y rectos caminos del Señor. Él usa la misericordia, perdona ampliamente, está lleno de generosidad y de bondad que vierte sobre cada uno de nosotros, abre a todos los territorios de su amor y de su gracia inconmensurables, que solo pueden dar al corazón humano la plenitud de la alegría.
Jesús quiere hacernos contemplar la mirada de aquel jefe: la mirada con la que ve a cada uno de los obreros en espera de trabajo y les llama a ir a su viña. Es una mirada llena de atención, de benevolencia; es una mirada que llama, que invita a levantarse, a ponerse en marcha, porque quiere la vida para cada uno de nosotros, quiere una vida plena, ocupada, salvada del vacío y de la inercia. Dios que no excluye a ninguno y quiere que cada uno alcance su plenitud.
Que María Santísima nos ayude a acoger en nuestra vida la lógica del amor, que nos libera de la presunción de merecer la recompensa de Dios y del juicio negativo sobre los demás.
-«Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje.
Llegado el tiempo de la vendimia, envió sus criados a los labradores, para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon.
Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último les mandó a su hijo, diciéndose: "Tendrán respeto a mi hijo."
Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: "Éste es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia."
Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron.
Y ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?»
Le contestaron:
-«Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a sus tiempos.»
Y Jesús les dice:
-«¿No habéis leído nunca en la Escritura:
"La piedra que desecharon los arquitectos
es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho,
ha sido un milagro patente"?
Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos.»
CLAVE DE LECTURA
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La liturgia de este domingo nos propone la parábola de los viñadores, a los que el jefe confía la viña que había plantado y después se va (cf Mt 21, 33-43). Así se pone a prueba la lealtad de estos viñadores: la viña está confiada a ellos, que deben custodiarla, hacerla fructificar y entregar al jefe lo que se recoja. Llegado el tiempo de la vendimia, el jefe manda a sus siervos a recoger los frutos. Pero los viñadores asumen una actitud posesiva: no se consideran simples gestores, sino propietarios y se niegan a entregar lo que han recogido. Maltratan a los siervos hasta matarlos.
El jefe se muestra paciente con ellos: manda a otros siervos, más numerosos que los primeros, pero el resultado es el mismo. Al final, con paciencia, decide mandar a su propio hijo; pero aquellos viñadores, prisioneros de su comportamiento posesivo, matan también al hijo pensando que así habrían tenido la herencia.
Esta historia ilustra de manera alegórica los reproches que los profetas habían hecho sobre la historia de Israel. Es una historia que nos pertenece: se habla de la alianza que Dios quiso establecer con la humanidad y a la que también nos llamó a participar. Pero esta historia de alianza, como cada historia de amor, conoce sus momentos positivos, pero está marcada también por traiciones y desprecios.
Para hacer entender cómo Dios Padre responde a los desprecios opuestos a su amor y a su propuesta de alianza, el pasaje evangélico pone en boca del jefe de la viña una pregunta: «Cuando venga, pues, el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?» (v. 40). Esta pregunta subraya que la desilusión de Dios por el comportamiento perverso de los hombres no es la última palabra. Está aquí la gran novedad del cristianismo: un Dios que, incluso desilusionado por nuestros errores y nuestros pecados, no pierde su palabra, no se detiene y sobre todo ¡no se venga!
Hermanos y hermanas, ¡Dios no se venga! Dios ama, no se venga, nos espera para perdonarnos, para abrazarnos. A través de las «piedras de descarte» —y Cristo es la primera piedra que los constructores han descartado— a través de las situaciones de debilidad y de pecado, Dios continúa poniendo en circulación el «vino nuevo» de su viña, es decir, la misericordia: este es el vino nuevo de la viña del Señor: la misericordia. Hay solo un impedimento frente a la voluntad tenaz y tierna de Dios: nuestra arrogancia y nuestra presunción, ¡que se convierte en ocasiones en violencia! Frente a estas actitudes y donde no se producen frutos, la palabra de Dios conserva todo su poder de reproche y advertencia: «se os quitará el reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos» (v. 43).
La urgencia de responder con frutos de bien a la llamada del Señor, que nos llama a convertirnos en su viña, nos ayuda a entender qué hay de nuevo y de original en la fe cristiana. Esta no es tanto la suma de preceptos y de normas morales como, ante todo, una propuesta de amor que Dios, a través de Jesús hizo y continúa haciendo a la humanidad. Es una invitación a entrar en esta historia de amor, convirtiéndose en una viña vivaz y abierta, rica de frutos y de esperanza para todos. Una viña cerrada se puede convertir en salvaje y producir uva salvaje. Estamos llamados a salir de la viña para ponernos al servicio de los hermanos que no están con nosotros, para agitarnos y animarnos, para recordarnos que debemos ser la viña del Señor en cada ambiente, también en los más lejanos y desagradables.
Queridos hermanos y hermanas, invoquemos la intercesión de María Santísima, para que nos ayude a estar en todas partes, sobre todo en las periferias de la sociedad, la viña que el Señor ha plantado por el bien de todos y a llevar el vino nuevo de la misericordia del Señor.
Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente.
Cuando acabó de hablar, dijo a Simón:
-Rema mar adentro y echad las redes para pescar.
Simón contestó:
-Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes.
Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande, que reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús, diciendo:
-Apártate de mí, Señor, que soy un pecador.
Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la redada de peces que habían cogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón.
Jesús dijo a Simón:
-No temas: desde ahora serás pescador de hombres.
Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de la liturgia de hoy nos lleva a las orillas del Mar de Galilea. La multitud se agolpa en torno a Jesús, mientras algunos pescadores decepcionados, entre ellos Simón Pedro, lavan sus redes después de una noche de pesca que salió mal. Y he aquí que Jesús sube a la barca de Simón; luego lo invita a ir mar adentro y echar de nuevo las redes (cf. Lc 5,1-4). Detengámonos en estas dos acciones de Jesús: primero, sube a la barca y, luego, la segunda, invita a ir mar adentro. Había sido una noche en que las cosas habían salido mal, sin pescados, pero Pedro confía y va mar adentro.
Primero, Jesús sube a la barca de Simón. ¿Para hacer qué? Para enseñar. Pide precisamente esa barca, que no está llena de peces, sino que ha regresado a la orilla vacía, tras una noche de trabajo y decepción. Es una bella imagen para nosotros también. Cada día la barca de nuestra vida abandona la orilla de nuestro hogar para adentrarse en el mar de las actividades cotidianas; cada día intentamos “pescar mar adentro”, cultivar sueños, llevar adelante proyectos, vivir el amor en nuestras relaciones. Pero a menudo, como Pedro, experimentamos la “noche de las redes vacías”, la noche de las redes vacías… la decepción de esforzarse tanto y no ver los resultados deseados: “Hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado nada” (v. 5), dice Simón. Cuántas veces también nosotros nos quedamos con una sensación de derrota, mientras la decepción y la amargura surgen en nuestros corazones. Dos carcomas muy peligrosas.
¿Qué hace entonces el Señor? Elige subirse a nuestra barca. Desde allí quiere anunciar el Evangelio al mundo. Precisamente esa barca vacía, símbolo de nuestra incapacidad, se convierte en la “cátedra” de Jesús, en el púlpito desde el que proclama la Palabra. Y esto es lo que le gusta hacer al Señor: el Señor es el Señor de las sorpresas, de los milagros en las sorpresas; subir a la barca de nuestra vida cuando no tenemos nada que ofrecerle; entrar en nuestros vacíos y llenarlos con su presencia; servirse de nuestra pobreza para proclamar su riqueza, de nuestras miserias para proclamar su misericordia. Recordemos esto: Dios no quiere un crucero, le basta con una pobre barca “destartalada”, siempre que lo acojamos: ¡Eso sí! Acogerlo. No interesa la barca… acogerlo. Pero, me pregunto, ¿lo dejamos entrar en la barca de nuestras vidas? ¿Ponemos a su disposición lo poco que tenemos? A veces nos sentimos indignos de Él porque somos pecadores. Pero esta es una excusa que no le gusta al Señor, porque lo aleja de nosotros. Él es el Dios de la cercanía, de la compasión, de la ternura, y no busca el perfeccionismo, busca la acogida. También a ti te dice: "Déjame subir a la barca de tu vida”. “Pero, Señor, mira…”, “Así: déjame subir, tal como es". Pensemos en esto.
Así es como el Señor reconstruye la confianza de Pedro. Tras subir a su barca, después de predicar, le dice: "Rema mar adentro" (v. 4). No era una hora adecuada para pescar, era pleno día, pero Pedro confía en Jesús. No se apoya en las estrategias de los pescadores, que conocía bien, sino que se apoya en la novedad de Jesús. Aquel asombro que lo movía a hacer aquello que Jesús le decía. Lo mismo ocurre con nosotros: si acogemos al Señor en nuestra barca, podemos ir mar adentro. Con Jesús se navega por el mar de la vida sin miedo, sin ceder a la decepción cuando no se pesca nada, y sin ceder al “no hay nada más que hacer”. Siempre, tanto en la vida personal como en la vida de la Iglesia y de la sociedad, se puede hacer algo que sea hermoso y valiente: siempre. Siempre podemos volver a empezar, el Señor siempre nos invita a volver a ponernos en juego porque Él abre nuevas posibilidades. Aceptemos, pues, la invitación: ahuyentemos el pesimismo y la desconfianza y entremos mar adentro con Jesús. Incluso nuestra pequeña barca vacía será testigo de una pesca milagrosa.
Recemos a María, que como ninguna otra acogió al Señor en la barca de la vida, para que nos anime e interceda por nosotros.
CLAVE DE LECTURA 2
VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A COLOMBIA
SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Parque Simón Bolívar, Bogotá
Jueves 7 de septiembre de 2017
“Constructores de la paz, promotores de la vida”
El Evangelista recuerda que el llamado de los primeros discípulos fue a orillas del lago de Genesaret, allí donde la gente se aglutinaba para escuchar una voz capaz de orientarlos e iluminarlos; y también es el lugar donde los pescadores cierran sus fatigosas jornadas, en las que buscan el sustento para llevar una vida sin penurias, una vida digna y feliz. Es la única vez en todo el Evangelio de Lucas en la que Jesús predica junto al llamado mar de Galilea. En el mar abierto se confunden la esperada fecundidad del trabajo con la frustración por la inutilidad de los esfuerzos vanos. Y según una antigua lectura cristiana, el mar también representa la inmensidad donde conviven todos los pueblos. Finalmente, por su agitación y oscuridad, evoca todo aquello que amenaza la existencia humana y que tiene el poder de destruirla.
Nosotros usamos expresiones similares para definir multitudes: una marea humana, un mar de gente. Ese día, Jesús tiene detrás de sí, el mar y frente a Él, una multitud que lo ha seguido porque sabe de su conmoción ante el dolor humano... y de sus palabras justas, profundas, certeras. Todos ellos vienen a escucharlo, la Palabra de Jesús tiene algo especial que no deja indiferente a nadie; su Palabra tiene poder para convertir corazones, cambiar planes y proyectos. Es una Palabra probada en la acción, no es una conclusión de escritorio, de acuerdos fríos y alejados del dolor de la gente, por eso es una Palabra que sirve tanto para la seguridad de la orilla como para la fragilidad del mar.
Esta querida ciudad, Bogotá, y este hermoso País, Colombia, tienen mucho de estos escenarios humanos presentados por el Evangelio. Aquí se encuentran multitudes anhelantes de una palabra de vida, que ilumine con su luz todos los esfuerzos y muestre el sentido y la belleza de la existencia humana. Estas multitudes de hombres y mujeres, niños y ancianos habitan una tierra de inimaginable fecundidad, que podría dar frutos para todos. Pero también aquí, como en otras partes, hay densas tinieblas que amenazan y destruyen la vida: las tinieblas de la injusticia y de la inequidad social; las tinieblas corruptoras de los intereses personales o grupales, que consumen de manera egoísta y desaforada lo que está destinado para el bienestar de todos; las tinieblas del irrespeto por la vida humana que siega a diario la existencia de tantos inocentes, cuya sangre clama al cielo; las tinieblas de la sed de venganza y del odio que mancha con sangre humana las manos de quienes se toman la justicia por su cuenta; las tinieblas de quienes se vuelven insensibles ante el dolor de tantas víctimas. A todas esas tinieblas Jesús las disipa y destruye con su mandato en la barca de Pedro: «Navega mar adentro» (Lc 5,4).
Nosotros podemos enredarnos en discusiones interminables, sumar intentos fallidos y hacer un elenco de esfuerzos que han terminado en nada; pero igual que Pedro, sabemos qué significa la experiencia de trabajar sin ningún resultado. Esta Nación también sabe de ello, cuando por un período de 6 años, allá al comienzo, tuvo 16 presidentes y pagó caro sus divisiones («la patria boba»); también la Iglesia de Colombia sabe de trabajos pastorales vanos e infructuosos, pero como Pedro, también somos capaces de confiar en el Maestro, cuya palabra suscita fecundidad incluso allí donde la inhospitalidad de las tinieblas humanas hace infructuosos tantos esfuerzos y fatigas. Pedro es el hombre que acoge decidido la invitación de Jesús, que lo deja todo y lo sigue, para transformarse en nuevo pescador, cuya misión consiste en llevar a sus hermanos al Reino de Dios, donde la vida se hace plena y feliz.
Pero el mandato de echar las redes no está dirigido sólo a Simón Pedro; a él le ha tocado navegar mar adentro, como aquellos en vuestra patria que han visto primero lo que más urge, aquellos que han tomado iniciativas de paz, de vida. Echar las redes entraña responsabilidad. En Bogotá y en Colombia peregrina una inmensa comunidad, que está llamada a convertirse en una red vigorosa que congregue a todos en la unidad, trabajando en la defensa y en el cuidado de la vida humana, particularmente cuando es más frágil y vulnerable: en el seno materno, en la infancia, en la vejez, en las condiciones de discapacidad y en las situaciones de marginación social. También multitudes que viven en Bogotá y en Colombia pueden llegar a ser verdaderas comunidades vivas, justas y fraternas si escuchan y acogen la Palabra de Dios. En estas multitudes evangelizadas surgirán muchos hombres y mujeres convertidos en discípulos que, con un corazón verdaderamente libre, sigan a Jesús; hombres y mujeres capaces de amar la vida en todas sus etapas, de respetarla, de promoverla.
Y como los Apóstoles, hace falta llamarnos unos a los otros, hacernos señas, como los pescadores, volver a considerarnos hermanos, compañeros de camino, socios de esta empresa común que es la patria. Bogotá y Colombia son, al mismo tiempo, orilla, lago, mar abierto, ciudad por donde Jesús ha transitado y transita, para ofrecer su presencia y su palabra fecunda, para sacar de las tinieblas y llevarnos a la luz y a la vida. Llamar a otros, a todos, para que nadie quede al arbitrio de las tempestades; subir a la barca a todas las familias, ellas son santuarios de vida; hacer lugar al bien común por encima de los intereses mezquinos o particulares, cargar a los más frágiles promoviendo sus derechos.
Pedro experimenta su pequeñez, experimenta lo inmenso de la Palabra y el accionar de Jesús; Pedro sabe de sus fragilidades, de sus idas y venidas, como también lo sabemos nosotros, como lo sabe la historia de violencia y división de vuestro pueblo que no siempre nos ha encontrado compartiendo la barca, tempestad, infortunios. Pero al igual que a Simón, Jesús nos invita a ir mar adentro, nos impulsa al riesgo compartido, no tengan miedo de arriesgar juntos, nos invita a dejar nuestros egoísmos y a seguirlo. A perder miedos que no vienen de Dios, que nos inmovilizan y retardan la urgencia de ser constructores de la paz, promotores de la vida. Navega mar adentro, dice Jesús. Y los discípulos se hicieron señas para juntarse todos en la barca. Que así sea para este pueblo.
-«Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues los astros se tambalearán. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación. Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra. Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir y manteneros en pie ante el Hijo del hombre.»
CLAVE DE LECTURA
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Domingo, 2 de diciembre de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy empieza el Adviento, el tiempo litúrgico que nos prepara para la Navidad, invitándonos a levantar la mirada y abrir nuestros corazones para recibir a Jesús. En Adviento, no vivimos solamente la espera navideña, también estamos invitados a despertar la espera del glorioso regreso de Cristo —cuando volverá al final de los tiempos— preparándonos para el encuentro final con él mediante decisiones coherentes y valientes. Recordamos la Navidad, esperamos el glorioso regreso de Cristo y también nuestro encuentro personal: el día que el Señor nos llame. Durante estas cuatro semanas, estamos llamados a despojarnos de una forma de vida resignada y rutinaria y a salir alimentando esperanzas, alimentando sueños para un futuro nuevo. El evangelio de este domingo (cf. Lc 21, 25-28, 34-36) va precisamente en esta dirección y nos advierte de que no nos dejemos oprimir por un modo de vida egocéntrico o de los ritmos convulsos de los días. Resuenan de forma particularmente incisiva las palabras de Jesús: “Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida y venga aquel Día de improviso sobre vosotros […] Estad en vela, pues, orando todo el tiempo” (vv 34-36).
Estar despiertos y orar: he aquí como vivir este tiempo desde hoy hasta la Navidad. Estar despiertos y orar. El sueño interno viene siempre de dar siempre vueltas en torno a nosotros mismos, y del permanecer encerrados en nuestra propia vida con sus problemas, alegrías y dolores, pero siempre dando vueltas en torno a nosotros mismos. Y eso cansa, eso aburre, esto cierra a la esperanza. Esta es la raíz del letargo y de la pereza de las que habla el Evangelio. El Adviento nos invita a un esfuerzo de vigilancia, mirando más allá de nosotros mismos, alargando la mente y el corazón para abrirnos a las necesidades de la gente, de los hermanos y al deseo de un mundo nuevo. Es el deseo de tantos pueblos martirizados por el hambre, por la injusticia, por la guerra; es el deseo de los pobres, de los débiles, de los abandonados. Este es un tiempo oportuno para abrir nuestros corazones, para hacernos preguntas concretas sobre cómo y por quién gastamos nuestras vidas.
La segunda actitud para vivir bien el tiempo de la espera del Señor es la oración. “Cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque vuestra liberación está cerca” (v. 28), es la admonición del evangelio de Lucas. Se trata de levantarse y rezar, dirigiendo nuestros pensamientos y nuestro corazón a Jesús que está por llegar. Uno se levanta cuando se espera algo o a alguien. Nosotros esperamos a Jesús, queremos esperarle en oración, que está estrechamente vinculada con la vigilancia. Rezar, esperar a Jesús, abrirse a los demás, estar despiertos, no encerrados en nosotros mismos. Pero si pensamos en la Navidad en un clima de consumismo, de ver qué puedo comprar para hacer esto o aquello, de fiesta mundana, Jesús pasará y no lo encontraremos. Nosotros esperamos a Jesús y queremos esperarle en oración, que está estrechamente vinculada con la vigilancia.
Pero ¿cuál es el horizonte de nuestra espera en oración? En la Biblia nos lo dicen, sobre todo, las voces de los profetas. Hoy, es la de Jeremías, que habla al pueblo sometido a la dura prueba del exilio y que corre el riesgo de perder su identidad. También nosotros, los cristianos, que somos pueblo de Dios, corremos el peligro de convertirnos en “mundanos” y perder nuestra identidad, e incluso de “paganizar” el estilo cristiano. Por eso necesitamos la Palabra de Dios que, a través del profeta, nos anuncia: “Mirad que días vienen en que confirmaré la buena palabra que dije a la casa de Israel y a la casa de Judá. […] Haré brotar para David un Germen justo y practicará el derecho y la justicia en la tierra” (33, 14-15) Y ese germen justo es Jesús que viene y que nosotros esperamos.
¡Que la Virgen María, que nos trae a Jesús, mujer de la espera y la oración, nos ayude a fortalecer nuestra esperanza en las promesas de su Hijo Jesús, para que experimentemos que, a través de las pruebas de la historia, Dios permanece fiel y se sirve incluso de los errores humanos para manifestar su misericordia!
- «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?»
Jesús les contestó:
- «Os lo aseguro, me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a éste lo ha sellado el Padre, Dios.»
Ellos le preguntaron:
- «Y, ¿qué obras tenemos que hacer para trabajar en lo que Dios quiere?»
Respondió Jesús:
- «La obra que Dios quiere es ésta: que creáis en el que él ha enviado.»
Le replicaron:
- «¿Y qué signo vemos que haces tú, para que creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: "Les dio a comer pan del cielo."»
Jesús les replicó:
- «Os aseguro que no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo.»
Entonces le dijeron:
- «Señor, danos siempre de este pan.»
Jesús les contestó:
- «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed.»
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La escena inicial del Evangelio en la liturgia de hoy (cf. Jn 6,24-35) nos muestra algunas barcas que se dirigen hacia Cafarnaúm: la multitud está yendo a buscar a Jesús. Podríamos pensar que sea algo muy bueno, sin embargo, el Evangelio nos enseña que no basta con buscar a Dios, también hay que preguntarse por qué lo buscamos. De hecho, Jesús dice: «Vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado». La gente, efectivamente, había asistido al prodigio de la multiplicación de los panes, pero no había captado el significado de aquel gesto: se había quedado en el milagro exterior y se había quedado en el pan material, solamente allí, sin ir más allá, al significado.
He aquí, una primera pregunta que podemos hacernos: ¿Por qué buscamos al Señor? ¿Por qué busco yo al Señor? ¿Cuáles son las motivaciones de mi fe, de nuestra fe? Necesitamos discernirlo porque entre las muchas tentaciones que tenemos en la vida, entre las tantas tentaciones hay una que podríamos llamar tentación idolátrica. Es la que nos impulsa a buscar a Dios para nuestro propio provecho, para resolver los problemas, para tener gracias a Él lo que no podemos conseguir por nosotros mismos, por interés. Pero así, la fe es superficial y —me permito la palabra— la fe es milagrera: buscamos a Dios para que nos alimente y luego nos olvidamos de Él cuando estamos satisfechos. En el centro de esta fe inmadura no está Dios, sino nuestras necesidades. Pienso en nuestros intereses, en tantas cosas... Es justo presentar nuestras necesidades al corazón de Dios, pero el Señor, que actúa mucho más allá de nuestras expectativas, desea vivir con nosotros ante todo en una relación de amor. Y el verdadero amor es desinteresado, es gratuito: ¡no se ama para recibir un favor a cambio! Eso es interés; y tantas veces en la vida somos interesados.
Nos puede ayudar una segunda pregunta que la multitud dirige a Jesús: «¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios?» (v. 28). Es como si la gente, provocada por Jesús, dijera: "¿Cómo podemos purificar nuestra búsqueda de Dios?, ¿cómo pasar de una fe mágica, que sólo piensa en las propias necesidades, a la fe que agrada a Dios?". Y Jesús indica el camino: responde que la obra de Dios es acoger a quien el Padre ha enviado, es decir, acogerle a Él mismo, a Jesús. No es añadir prácticas religiosas u observar preceptos especiales; es acoger a Jesús, es acogerlo en la vida y vivir una historia de amor con Jesús. Será Él quien purifique nuestra fe. No podemos hacerlo por nosotros mismos. Pero el Señor desea una relación de amor con nosotros: antes de las cosas que recibimos y hacemos, está Él para amar. Hay una relación con Él que va más allá de la lógica del interés y del cálculo.
Esto es así con respecto a Dios, pero también en nuestras relaciones humanas y sociales: cuando buscamos sobre todo la satisfacción de nuestras necesidades, corremos el riesgo de utilizar a las personas y explotar las situaciones para nuestros fines. Cuántas veces hemos escuchado de una persona: “Pero esta usa a la gente y luego se olvida”. Usar a las personas por el interés proprio. Está muy mal. Y una sociedad cuyo centro sean los intereses en lugar de las personas es una sociedad que no genera vida. La invitación del Evangelio es ésta: en lugar de preocuparnos sólo por el pan material que nos quita el hambre, acojamos a Jesús como pan de vida y, a partir de nuestra amistad con Él, aprendamos a amarnos entre nosotros. Con gratuidad y sin cálculo. Amor gratuito y sin cálculos, sin usar a la gente, con gratuidad, con generosidad, con magnanimidad.
Recemos ahora a la Virgen Santa, a la que vivió la más bella historia de amor con Dios, para que nos dé la gracia de abrirnos al encuentro con su Hijo.
- «Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado.
Y yo lo resucitaré el último día.
Está escrito en los profetas: "Serán todos discípulos de Dios."
Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí.
No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre.
Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna.
Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre.
Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Evangelio de la Liturgia de hoy, Jesús sigue predicando a la gente que ha visto el prodigio de la multiplicación de los panes. E invita a esas personas a dar un salto de calidad: después de haber recordado el maná, con el que Dios había saciado el hambre a los padres a lo largo del camino a través del desierto, ahora aplica el símbolo del pan a sí mismo. Dice claramente: «Yo soy el pan de la vida» (Jn 6,48).
¿Qué significa pan de la vida? Para vivir se necesita el pan. Quien tiene hambre no pide comidas refinadas y caras, pide pan. Quien no tiene trabajo no pide sueldos altos, sino el “pan” de un empleo. Jesús se revela como el pan, es decir lo esencial, lo necesario para la vida de cada día, sin Él no funciona. No un pan entre muchos otros, sino el pan de la vida. En otras palabras, nosotros, sin Él, más que vivir, sobrevivimos: porque solo Él nos nutre el alma, solo Él nos perdona de ese mal que solos no conseguimos superar, solo Él nos hace sentir amados aunque todos nos decepcionen, solo Él nos da la fuerza de amar, solo Él nos da la fuerza de perdonar en las dificultades, solo Él da al corazón esa paz que busca, solo Él da la vida para siempre cuando la vida aquí en la tierra se acaba. Es el pan esencial de la vida.
“Yo soy el pan de la vida”, dice. Permanecemos sobre esta hermosa imagen de Jesús. Habría podido hacer un razonamiento, una demostración, pero —lo sabemos— Jesús habla en parábolas, y en esta expresión: “Yo soy el pan de la vida”, resume verdaderamente todo su ser y toda su misión. Esto se verá plenamente al final, en la Última Cena. Jesús sabe que el Padre le pide no solo dar de comer a la gente, sino darse a sí mismo, partirse a sí mismo, la propia vida, la propia carne, el propio corazón para que nosotros podamos tener la vida. Estas palabras del Señor despiertan en nosotros el estupor por el don de la Eucaristía. Nadie en este mundo, por mucho que ame a otra persona, puede hacerse alimento para ella. Dios lo ha hecho, y lo hace, por nosotros. Renovemos este estupor. Hagámoslo adorando el Pan de vida, porque la adoración llena la vida de estupor.
En el Evangelio, sin embargo, en vez de asombrarse, la gente se escandaliza, se rasga las vestiduras. Piensan: “¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del cielo?” (cf. vv. 41-42). También nosotros quizá nos escandalizamos: nos sería más cómodo un Dios que está en el Cielo sin entrometerse en nuestra vida, mientras nosotros podemos gestionar los asuntos de aquí abajo. Sin embargo Dios se ha hecho hombre para entrar en lo concreto del mundo, para entrar en nuestra concreción, Dios se ha hecho hombre por mí, por ti, por todos nosotros, para entrar en nuestra vida. Y le interesa todo de nuestra vida. Podemos hablarle de los afectos, del trabajo, de la jornada, de los dolores y las angustias, de muchas cosas. Le podemos decir todo porque Jesús desea esta intimidad con nosotros. ¿Qué es lo que no desea? Ser relegado a segundo plano —Él que es el pan—, ser ignorado y dejado de lado, o llamado solo cuando tenemos necesidad.
Yo soy el pan de la vida. Al menos una vez al día nos encontramos comiendo juntos; quizá por la noche, en familia, después de una jornada de trabajo o de estudio. Sería bonito, antes de partir el pan, invitar a Jesús, pan de vida, pidiéndole con sencillez que bendiga lo que hemos hecho y lo que no hemos conseguido hacer. Invitémosle a casa, recemos de forma “doméstica”. Jesús estará en la mesa con nosotros y seremos alimentados por un amor más grande.
La Virgen María, en la cual el Verbo se ha hecho carne, nos ayude a crecer día tras día en la amistad de Jesús, pan de vida.
CLAVE DE LECTURA 2
CAPILLA PAPAL EN SUFRAGIO DE LOS CARDENALES Y OBISPOS
FALLECIDOS DURANTE EL AÑO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCESCO
Viernes, 3 de noviembre de 2017
La celebración de hoy nos pone una vez más frente a la realidad de la muerte, haciendo que también se reavive en nosotros el dolor por la separación de las personas que han estado cerca de nosotros, y nos han ayudado; pero la liturgia alimenta sobre todo nuestra esperanza por ellos y por nosotros mismos.
La primera lectura expresa una firme esperanza en la resurrección de los justos: «Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán: unos para vida eterna, otros para vergüenza e ignominia perpetua» (12,2). Los que duermen en el polvo, es decir, en la tierra, son obviamente los muertos, y el despertar de la muerte no es en sí mismo un retorno a la vida: algunos despertarán para la vida eterna, otros para vergüenza eterna. La muerte hace definitiva la «encrucijada» que ya está ante nosotros aquí, en este mundo: la senda de la vida, es decir, con Dios, o la senda de la muerte, es decir, lejos de Él. Esos «muchos» que resucitarán para la vida eterna son los «muchos» por los que Cristo ha derramado su sangre. Son esa muchedumbre que, gracias a la bondad misericordiosa de Dios, experimenta la realidad de la vida que no acaba, la victoria completa sobre la muerte a través de la resurrección.
En el Evangelio, Jesús fortalece nuestra esperanza, cuando dice: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre» (Jn 6,51). Estas palabras remiten al sacrificio de Cristo en la cruz. Él aceptó la muerte para salvar a los hombres que el Padre le había entregado y que estaban muertos en la esclavitud del pecado. Jesús se hizo nuestro hermano y compartió nuestra condición hasta la muerte; con su amor rompió el yugo de la muerte y nos abrió las puertas de la vida. Con su cuerpo y su sangre nos alimenta y nos une a su amor fiel, que lleva en sí la esperanza de la victoria definitiva del bien sobre el mal, sobre el sufrimiento y sobre la muerte. En virtud de este vínculo divino de la caridad de Cristo, sabemos que la comunión con los muertos no es simplemente un deseo, una imaginación, sino que se vuelve real.
La fe que profesamos en la resurrección nos lleva a ser hombres de esperanza y no de desesperación, hombres de la vida y no de la muerte, porque nos consuela la promesa de la vida eterna enraizada en la unión con Cristo resucitado.
Esta esperanza, que la Palabra de Dios reaviva en nosotros, nos ayuda a tener una actitud de confianza frente a la muerte: en efecto, Jesús nos ha mostrado que esta no es la última palabra, sino que el amor misericordioso del Padre nos transfigura y nos hace vivir en comunión eterna con Él. Una característica fundamental del cristiano es el sentido de la espera palpitante del encuentro final con Dios. Lo hemos reafirmado hace poco en el Salmo Responsable: «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?» (42,3). Son palabras poéticas que expresan de manera conmovedora nuestra espera vigilante y sedienta del amor, de la belleza, de la felicidad y de la sabiduría de Dios.
Estas palabras del Salmo se habían quedado grabadas en el alma de nuestros hermanos cardenales y obispos que hoy recordamos: nos han dejado después de haber servido a la Iglesia y al pueblo que se les confió con la mirada puesta en la eternidad. Por tanto, damos gracias por su servicio generoso al Evangelio y a la Iglesia, al mismo tiempo que nos parece oírles repetir con el Apóstol: «La esperanza no defrauda» (Rm 5,5). Sí, no defrauda. Dios es fiel y nuestra esperanza en Él no es inútil. Invoquemos para ellos la intercesión materna de María Santísima, para que participen en el banquete eterno, que con fe y amor gustaron ya durante su peregrinación terrena.
- «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»
Entonces Jesús les dijo:
- «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mi y yo en él.
El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí.
Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.»
Esto lo dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún.
CLAVE DE LECTURA
CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Puerto de Molfetta
Viernes, 20 de abril de 2018
Las lecturas que hemos escuchado presentan dos elementos clave de la vida cristiana: el Pan y la Palabra.
El Pan. El pan es el alimento esencial para vivir y Jesús en el Evangelio se nos ofrece como Pan de vida, como si dijese: “Sin mí, no podéis vivir”. Y utiliza expresiones fuertes: “Comed mi carne y bebed mi sangre” (cf. Jn 6.53). ¿Qué significa? Que para nuestra vida es esencial establecer una relación vital, personal con Él. Carne y sangre. La Eucaristía es esto: no es un rito hermoso, sino la comunión más intima, más concreta, más asombrosa que se pueda imaginar con Dios: una comunión de amor tan real que asume la forma de la comida. La vida cristiana cada vez vuelve a comenzar desde aquí, de esta mesa donde Dios nos sacia de amor. Sin Él, Pan de vida, cada esfuerzo en la Iglesia es vano, como recordaba don Tonino Bello: «Non bastano le opere di carità, se manca la carità delle opere. Se manca l’amore da cui partono le opere, se manca la sorgente, se manca il punto di partenza che è l’Eucaristia, ogni impegno pastorale risulta solo una girandola di cose» (No son suficientes las obras de caridad, si falta la caridad de las obras. Si falta el amor desde el que comienzan las obras, si falta la fuente, si falta el punto de partida que es la Eucaristía, cada compromiso pastoral resulta solamente un remolino de cosas)[1].
Jesús en el Evangelio añade: «el que me coma vivirá por mi» (v. 57). Como diciendo: quien se alimenta de la Eucaristía, asimila la misma mentalidad del Señor. Él es Pan partido para nosotros y quien lo recibe se vuelve a su vez pan partido, que no fermenta con orgullo, sino que se da a los demás: deja de vivir para sí mismo, para su propio éxito, para obtener algo o para ser alguien, sino que vive para Jesús y como Jesús, o sea por los demás. Vivir para es la marca de quien come este Pan, la “etiqueta” del cristiano. Vivir para. Se podría poner como aviso fuera de cada iglesia: “Después de la Misa ya no se vive para uno mismo, sino para los demás”. Sería bonito que en esta diócesis de don Tonino Bello hubiera este aviso, en la puerta de las iglesias, para que lo leyeran todos: “Después de la Misa ya no se vive para uno mismo, sino para los demás”. Don Tonino vivió así: ha sido entre vosotros un Obispo-siervo, un Pastor que se hizo pueblo, que frente al Tabernáculo aprendía a hacerse comer por la gente. Soñaba con una Iglesia hambrienta de Jesús e intolerante a toda mundanidad, una Iglesia que «sa scorgere il corpo di Cisto nei tabernacoli scomodi della miseria, della sofferenza, della solitudine» (sabe ver el cuerpo de Cristo en los tabernáculos incómodos de la miseria, del sufrimiento, de la soledad)[2]. Porque, decía, «l’Eucarestia non sopporta la sedentarietà» (la Eucaristía no soporta el sedentarismo) y si no nos levantamos de la mesa sería un «sacramento incompiuto» (sacramento incompleto)[3]. Nos podemos preguntar: ¿este Sacramento se realiza en mí? Más concretamente: ¿me gusta solo ser servido a la mesa por el Señor o me levanto para servir como el Señor? ¿Doy en la vida lo que recibo en misa? Y en cuanto Iglesia nos podríamos preguntar: después de tantas comuniones, ¿nos hemos vuelto gente de comunión?
El Pan de vida, el Pan partido, de hecho, también es Pan de paz. Don Tonino decía que: «la pace non viene quando uno si prende solo il suo pane e va a mangiarselo per conto suo. […] La pace è qualche cosa di più: è convivialità» (La paz no llega cuando uno toma solo su pan y va a comérselo por su cuenta. [...] La paz es algo más: es convivialidad». Es «mangiare il pane insieme con gli altri, senza separarsi, mettersi a tavola tra persone diverse» (comer el pan junto a los demás, sin separarse, sentarse a la mesa entre personas diferentes), donde «l’altro è un volto da scoprire, da contemplare, da accarezzare» (el otro es un rostro que descubrir, que contemplar, que acariciar)[4]. Porque los conflictos y todas las guerras «trovano la loro radice nella dissolvenza dei volti» (hunden su raíz en la disolvencia de los rostros)[5]. Y nosotros, que compartimos este Pan de unidad y de paz, estamos llamados a amar cada rostro, a coser cada desgarro; a ser, siempre y en cualquier sitio, constructores de paz.
Junto con el Pan, la Palabra. El Evangelio recoge ásperas discusiones sobre las palabras de Jesús: «¿cómo puede este darnos su carne de comer?» (v.52). Hay un tono de escepticismo en estas palabras. Muchas palabras nuestras se parecen a estas: ¿cómo puede el Evangelio resolver los problemas del mundo? ¿Para qué hacer el bien en medio de tanto mal? Así caemos en el error de aquella gente, paralizada por el discutir sobre las palabras de Jesús, en vez de dispuesta a acoger el cambio de vida que Él pedía. No entendían que la Palabra de Jesús es para caminar en la vida, no para sentarse a hablar de lo que es y de lo que no es. Don Tonino, precisamente en el tiempo de Pascua, manifestaba el deseo de recibir esta nueva vida, pasando por fin del dicho al hecho. Por esto exhortaba fervientemente a los que no tenían el coraje de cambiar: «gli specialisti della perplessità. I contabili pedanti dei pro e dei contro. I calcolatori guardinghi fino allo spasimo prima di muoversi» (los especialistas de la perplejidad. Los contables pedantes de los pro y de los contra. Los calculadores desconfiados hasta el límite antes de moverse)[6]. No se responde a Jesús según los cálculos y las conveniencias del momento, se le responde con el “sí” de toda la vida. Él no busca nuestras reflexiones, sino nuestra conversión. Apunta al corazón.
Es la misma Palabra de Dios la que lo sugiere. En la primera lectura, Jesús resucitado se dirige a Saulo y no le propone sutiles razonamientos, sino que le pide que ponga en juego la vida. Le dice «levántate y entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer» (Hch 9,6). Ante todo “levántate”. La primera cosa de evitar es quedarse en el suelo, padecer la vida, quedarse atenazados por el miedo. Cuantas veces Don Tonino repetía: “¡De pie!” porque «davanti al Risorto non è lecito stare se non in piedi», (frente al resucitado solo es lícito estar de pie). Volverse a levantar siempre, mirar hacia arriba, porque el apóstol de Jesús no puede contentarse con pequeñas satisfacciones.
El Señor después le dice a Saulo: «Entra en la ciudad». También a cada uno de nosotros nos dice “Sal, no te quedes cerrado en tus espacios seguros, ¡arriésgate!”. ¡“Arriésgate”! La vida cristiana hay que invertirla por Jesús y gastarla por los demás. Después de haber encontrado al Resucitado no se puede esperar, no se puede aplazar; hay que ir, salir, no obstante todos los problemas y las incertidumbres. Fijémonos en Saulo, por ejemplo, que después de haber hablado con Jesús, aunque estaba ciego, se levanta y va a la ciudad. Fijémonos en Ananías que, aunque con miedo y titubeante, dice: «¡Aquí estoy, Señor!» (v.10) y enseguida va donde Saulo. Todos estamos llamados, en cualquier situación nos encontremos, a ser portadores de esperanza pascual, “cireneos de la alegría”, como decía don Tonino; servidores del mundo, pero como resucitados, no como empleados. Sin entristecernos nunca, sin resignarnos nunca. Es hermoso ser “mensajeros de esperanza”, distribuidores simples y alegres de la aleluya pascual.
Al final Jesús le dice a Saulo: «Se te dirá lo que debes hacer». Saulo, hombre decidido y renombrado, calla y va, dócil a la Palabra de Jesús. Acepta obedecer, se vuelve paciente, entiende que su vida ya no depende de él. Aprende la humildad. Porque ser humilde no significa ser tímido o resignado, sino dócil a Dios y vacío de sí mismo. Entonces también las humillaciones, como la que sintió Saulo tirado en el suelo en el camino a Damasco, se vuelven providenciales, porque desnudan de la presunción y permiten a Dios levantarnos. Y la Palabra de Dios hace esto: libera, levanta, hace seguir adelante, humildes y valientes al mismo tiempo. No hace de nosotros protagonistas renombrados y campeones de nuestro propio talento, no, sino testigos auténticos de Jesús, muerto y resucitado, en el mundo.
Pan y Palabra. Queridos hermanos y hermanas, en cada Misa nos alimentamos del Pan de vida y de la Palabra que salva: ¡Vivamos lo que celebramos! Así, como don Tonino, seremos fuentes de esperanza, de alegría y de paz.
[1] «Configurati a Cristo capo e sacerdote», Cirenei della gioia, 2004, 54-55.
[2] «Sono credibili le nostre Eucarestie?», Articoli, corrispondenze, lettere, 2003, 236.
[3] «Servi nella Chiesa per il mondo», ivi, 103-104.
[4] «La non violenza in una società violenta», Scritti di pace, 1997, 66-67.
[5] «La pace come ricerca del volto», Omelie e scritti quaresimali, 1994, 317.
[6] «Lievito vecchio e pasta nuova», Vegliare nella notte, 1995, 91.
Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 20 de abril de 2018.
- «Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?»
Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo:
- «¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen.»
Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo:
- «Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede.»
Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce:
- «¿También vosotros queréis marcharos?»
Simon Pedro le contestó:
- «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios.»
Clave de lectura 1
"Aprender a vivir los momentos de crisis"
Sábado, 2 de mayo de 2020
Homilía del Papa Francisco
Un momento de crisis es el que nos narra hoy el Evangelio de Juan (cf. 6,60-69). Este pasaje del Evangelio es el final de toda una serie que comenzó con la multiplicación de los panes, cuando querían hacer rey a Jesús, Jesús va a rezar, al día siguiente no lo encuentran, van a buscarlo, y Jesús les reprocha que lo buscan para que les dé de comer y no por las palabras de vida eterna... Toda esa historia termina aquí. Le dicen: “Danos de este pan”, y Jesús explica que el pan que dará es su propio cuerpo y sangre.
En aquel tiempo «muchos de sus discípulos, al oírle , dijeron: “Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?”» (v. 60). Jesús dijo que quien no comiera su cuerpo y bebiera su sangre no tendría vida eterna. Jesús decía también: “Si coméis mi cuerpo y mi sangre, resucitaréis el último día” (cf. v. 54). Estas son las cosas que Jesús decía: «Es duro este lenguaje» (v. 60) [piensan los discípulos]. “Es demasiado duro. Hay algo que no funciona. Este hombre ha pasado los límites”. Y este es un momento de crisis. Hubo momentos de paz y momentos de crisis. Jesús sabía que los discípulos murmuraban: aquí hay una distinción entre los discípulos y los apóstoles: los discípulos eran esos 72 o más, los apóstoles eran los Doce. «Es que Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar» (v. 64). Y frente a esta crisis, les recuerda: «Por esto os he dicho que nadie puede venir a mí, si no se lo concede el Padre» (v. 65). Vuelve a hablar de la atracción del Padre: el Padre nos atrae hacia Jesús. Y así es como se resuelve la crisis.
Y «desde ese momento muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no iban con él» (v. 66). Se distanciaron. “Este hombre es un poco peligroso, un poco... Pero estas doctrinas... Sí, es un buen hombre, predica y cura, pero cuando se trata de estas cosas extrañas... Por favor, vámonos” (cf. v. 66). Y lo mismo hicieron los discípulos de Emaús, en la mañana de la resurrección: “Pues sí, es algo extraño: las mujeres que dicen que el sepulcro... Esto no huele bien —decían—, vamonos pronto porque vendrán los soldados y nos crucificarán” (cf. Lc 24,22-24). Lo mismo hicieron los soldados que vigilaban el sepulcro: habían visto la verdad, pero luego prefirieron vender su secreto: “Pongámonos al seguro: no nos metamos en estas historias, que son peligrosas” (cf. Mt 28,11-15).
Un momento de crisis es un momento de elección, es un momento que nos pone frente a las decisiones que tenemos que tomar. Todos en la vida hemos tenido y tendremos momentos de crisis. Crisis familiares, crisis matrimoniales, crisis sociales, crisis en el trabajo, muchas crisis... También esta pandemia es un momento de crisis social.
¿Cómo reaccionar en el momento de crisis? «Desde ese momento muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no iban con él» (v. 66). Jesús toma la decisión de interrogar a los apóstoles: «Jesús dijo entonces a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”» (v.67). Tomad una decisión. Y Pedro hace la segunda confesión: «Le respondió Simón Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”» (vv. 68-69). Pedro confiesa, en nombre de los Doce, que Jesús es el Santo de Dios, el Hijo de Dios. La primera confesión — “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”— e inmediatamente después, cuando Jesús comenzó a explicar la pasión que vendría, él lo detiene: “¡No, no, Señor, esto no!”, y Jesús lo reprende (cf. Mt 16,16-23). Pero Pedro ha madurado un poco y aquí no protesta. No entiende lo que Jesús dice, eso de “comer la carne, beber la sangre” (cf. 6,54-56): no lo entiende, pero confía en el Maestro. Se fía. Y hace esta segunda confesión: “Pero a quién vamos a ir, por favor, tú tienes palabras de vida eterna” (cf. v. 68).
Esto nos ayuda a todos a vivir los momentos de crisis. En mi tierra hay un dicho que dice: “No cambies de caballo en medio del río”. En tiempos de crisis, hay que ser muy firmes en la convicción de la fe. Los que se fueron, “cambiaron de caballo”, buscaron otro maestro que no fuera tan “duro”, como le decían a él. En tiempos de crisis tenemos la perseverancia, el silencio; quedarse donde estamos, parados. Este no es el momento de hacer cambios. Es el momento de la fidelidad, de la fidelidad a Dios, de la fidelidad a las cosas [decisiones] que hemos tomado antes. Y también, es el momento de la conversión porque esta fidelidad nos inspirará algunos cambios para bien, no para alejarnos del bien.
Momentos de paz y momentos de crisis. Los cristianos debemos aprender a manejar ambos. Los dos. Algún padre espiritual dice que el momento de crisis es como atravesar el fuego para fortalecerse. Que el Señor nos envíe al Espíritu Santo para saber resistir a las tentaciones en tiempos de crisis, para saber ser fieles a las primeras palabras, con la esperanza de vivir después los momentos de paz. Pensemos en nuestras crisis: crisis familiares, crisis de vecindario, crisis en el trabajo, crisis sociales en el mundo, en el país... Muchas crisis, muchas crisis.
Que el Señor nos dé la fuerza, en los momentos de crisis, de no vender la fe.
CLAVE DE LECTURA 2
SANTA MISA
Parque Fénix, Dublín
Domingo, 26 de agosto de 2018
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
«Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68).
En la conclusión de este Encuentro Mundial de las Familias, nos reunimos como familia alrededor de la mesa del Señor. Agradecemos al Señor por tantas bendiciones que ha derramado en nuestras familias. Queremos comprometernos a vivir plenamente nuestra vocación para ser, según las conmovedoras palabras de santa Teresa del Niño Jesús, «el amor en el corazón de la Iglesia».
En este momento maravilloso de comunión entre nosotros y con el Señor, es bueno que nos detengamos un momento para considerar la fuente de todo lo bueno que hemos recibido. En el Evangelio de hoy, Jesús revela el origen de estas bendiciones cuando habla a sus discípulos. Muchos de ellos estaban desolados, confusos y también enfadados, debatiendo sobre aceptar o no sus “palabras duras”, tan contrarias a la sabiduría de este mundo. Como respuesta, el Señor les dice directamente: «Las palabras que os he dicho son espíritu y vida» (Jn 6,63).
Estas palabras, con su promesa del don del Espíritu Santo, rebosan de vida para nosotros que las acogemos desde la fe. Ellas indican la fuente última de todo el bien que hemos experimentado y celebrado aquí en estos días: el Espíritu de Dios, que sopla constantemente vida nueva en el mundo, en los corazones, en las familias, en los hogares y en las parroquias. Cada nuevo día en la vida de nuestras familias y cada nueva generación trae consigo la promesa de un nuevo Pentecostés, un Pentecostés doméstico, una nueva efusión del Espíritu, el Paráclito, que Jesús nos envía como nuestro Abogado, nuestro Consolador y quien verdaderamente nos da valentía.
Cuánta necesidad tiene el mundo de este aliento que es don y promesa de Dios. Como uno de los frutos de esta celebración de la vida familiar, que podáis regresar a vuestros hogares y convertiros en fuente de ánimo para los demás, para compartir con ellos “las palabras de vida eterna” de Jesús. Vuestras familias son un lugar privilegiado y un importante medio para difundir esas palabras como “buena noticia” para todos, especialmente para aquellos que desean dejar el desierto y la “casa de esclavitud” (cf. Jos 24,17) para ir hacia la tierra prometida de la esperanza y de la libertad.
En la segunda lectura de hoy, san Pablo nos dice que el matrimonio es una participación en el misterio de la fidelidad eterna de Cristo a su esposa, la Iglesia (cf. Ef 5,32). Pero esta enseñanza, aunque magnífica, tal vez pueda parecer a alguno una “palabra dura”. Porque vivir en el amor, como Cristo nos ha amado (cf. Ef 5,2), supone la imitación de su propio sacrificio, implica morir a nosotros mismos para renacer a un amor más grande y duradero. Solo ese amor puede salvar el mundo de la esclavitud del pecado, del egoísmo, de la codicia y de la indiferencia hacia las necesidades de los menos afortunados. Este es el amor que hemos conocido en Jesucristo, que se ha encarnado en nuestro mundo por medio de una familia y que a través del testimonio de las familias cristianas tiene el poder, en cada generación, de derribar las barreras para reconciliar al mundo con Dios y hacer de nosotros lo que desde siempre estamos destinados a ser: una única familia humana que vive junta en la justicia, en la santidad, en la paz.
La tarea de dar testimonio de esta Buena Noticia no es fácil. Sin embargo, los desafíos que los cristianos de hoy tienen delante no son, a su manera, más difíciles de los que debieron afrontar los primeros misioneros irlandeses. Pienso en san Columbano, que con su pequeño grupo de compañeros llevó la luz del Evangelio a las tierras europeas en una época de oscuridad y decadencia cultural. Su extraordinario éxito misionero no estaba basado en métodos tácticos o planes estratégicos, no, sino en una humilde y liberadora docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo. Su testimonio cotidiano de fidelidad a Cristo y entre ellos fue lo que conquistó los corazones que deseaban ardientemente una palabra de gracia y lo que contribuyó al nacimiento de la cultura europea. Ese testimonio permanece como una fuente perenne de renovación espiritual y misionera para el pueblo santo y fiel de Dios.
Naturalmente, siempre habrá personas que se opondrán a la Buena Noticia, que “murmurarán” contra sus “palabras duras”. Pero, como san Columbano y sus compañeros, que afrontaron aguas congeladas y mares tempestuosos para seguir a Jesús, no nos dejemos influenciar o desanimar jamás ante la mirada fría de la indiferencia o los vientos borrascosos de la hostilidad.
Incluso, reconozcamos humildemente que, si somos honestos con nosotros mismos, también nosotros podemos encontrar duras las enseñanzas de Jesús. Qué difícil es perdonar siempre a quienes nos hieren. Qué desafiante es acoger siempre al emigrante y al extranjero. Qué doloroso es soportar la desilusión, el rechazo, la traición. Qué incómodo es proteger los derechos de los más frágiles, de los que aún no han nacido o de los más ancianos, que parece que obstaculizan nuestro sentido de libertad.
Sin embargo, es justamente en esas circunstancias en las que el Señor nos pregunta: «¿También vosotros os queréis marchar?» (Jn 6,67). Con la fuerza del Espíritu que nos anima y con el Señor siempre a nuestro lado, podemos responder: «Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (v. 69). Con el pueblo de Israel, podemos repetir: «También nosotros serviremos al Señor, ¡porque él es nuestro Dios!» (Jos 24,18).
Con los sacramentos del bautismo y de la confirmación, cada cristiano es enviado para ser un misionero, un “discípulo misionero” (cf. Evangelii gaudium, 120). Toda la Iglesia en su conjunto está llamada a “salir” para llevar las palabras de vida eterna a las periferias del mundo. Que esta celebración nuestra de hoy pueda confirmar a cada uno de vosotros, padres y abuelos, niños y jóvenes, hombres y mujeres, religiosos y religiosas, contemplativos y misioneros, diáconos y sacerdotes, y obispos, para compartir la alegría del Evangelio. Que podáis compartir el Evangelio de la familia como alegría para el mundo.
Mientras nos disponemos a reemprender cada uno su propio camino, renovemos nuestra fidelidad al Señor y a la vocación a la que nos ha llamado. Haciendo nuestra la oración de san Patricio, repitamos con alegría: «Cristo en mí, Cristo detrás de mí, Cristo junto a mí, Cristo debajo de mí, Cristo sobre mí» [lo repite en gaélico]. Con la alegría y la fuerza conferida por el Espíritu Santo, digámosle con confianza: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68).
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de la liturgia de hoy (Jn 6, 60-69) nos muestra la reacción de la multitud y de los discípulos al discurso de Jesús después del milagro de los panes. Jesús nos ha invitado a interpretar ese signo y a creer en Él, que es el verdadero pan bajado del cielo, el pan de vida; y ha revelado que el pan que Él dará es su carne y su sangre. Estas palabras suenan duras e incomprensibles a los oídos de la gente, tanto que, a partir de ese momento –dice el Evangelio–, muchos discípulos se vuelven atrás, es decir, dejan de seguir al Maestro (vv. 60.66). Jesús preguntó entonces a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?». (v. 67), y Pedro, en nombre de todo el grupo, confirma la decisión de estar con Él: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69). Y es una hermosa confesión de fe.
Detengámonos brevemente en la actitud de quienes se retiran y deciden no seguir más a Jesús ¿De dónde surge esta incredulidad? ¿Cuál es el motivo de este rechazo?
Las palabras de Jesús suscitan un gran escándalo. Nos está diciendo que Dios ha elegido manifestarse y realizar la salvación en la debilidad de la carne humana. Es el misterio de la encarnación. La encarnación de Dios es lo que causa escándalo y lo que para esas personas, pero a menudo también para nosotros, representa un obstáculo. De hecho, Jesús afirma que el verdadero pan de salvación, el que transmite la vida eterna, es su propia carne; que para entrar en comunión con Dios, antes que observar las leyes o cumplir los preceptos religiosos, es necesario vivir una relación real y concreta con Él. Porque la salvación ha venido por Él, en su encarnación. Esto significa que no debemos buscar a Dios en sueños e imágenes de grandeza y poder, sino que debemos reconocerlo en la humanidad de Jesús y, por consiguiente, en la de los hermanos y hermanas que encontramos en el camino de la vida. Y cuando decimos esto, en el Credo, el día de Navidad, el día de la anunciación, nos arrodillamos para adorar este misterio de la encarnación. Dios se hizo carne y sangre: se rebajó a ser hombre como nosotros, se humilló hasta asumir nuestros sufrimientos y nuestro pecado, y, por tanto, nos pide que no lo busquemos fuera de la vida y de la historia, sino en la relación con Cristo y con los hermanos. Buscarlo en la vida, en la historia, en nuestra vida cotidiana. Y este, hermanos y hermanas, es el camino para el encuentro con Dios: la relación con Cristo y los hermanos.
Hoy también la revelación de Dios en la humanidad de Jesús puede causar escándalo y no es fácil de aceptar. Esto es lo que san Pablo llama la "necedad" del Evangelio frente a quienes buscan los milagros o la sabiduría mundana (cf. 1 Co 1, 18-25). Y este "escándalo" está bien representado por el sacramento de la Eucaristía: ¿qué sentido puede tener, a los ojos del mundo, arrodillarse ante un pedazo de pan? ¿Por qué debemos comer este pan con asiduidad? El mundo se escandaliza.
Ante el prodigioso gesto de Jesús que alimenta a miles de personas con cinco panes y dos peces, todos lo aclaman y quieren llevarlo en triunfo, hacerlo rey. Pero cuando Él mismo explica que ese gesto es signo de su sacrificio, es decir, del don de su vida, de su carne y de su sangre, y que quien quiera seguirlo debe asimilarlo a Él, debe asimilar su humanidad entregada por Dios y por los demás, entonces no gusta, este Jesús nos pone en crisis. Preocupémonos si no nos pone en crisis, ¡porque quizás hayamos aguado su mensaje! Y pidamos la gracia de dejarnos provocar y convertir por sus "palabras de vida eterna". Que María Santísima, que llevó en su carne al Hijo Jesús y se unió a su sacrificio, nos ayude a dar siempre testimonio de nuestra fe con la vida concreta.
– ¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?
Él envió a dos discípulos, diciéndoles:
– Id a la ciudad, encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidlo y, en la casa en que entre, decidle al dueño: «El Maestro pregunta: ¿Dónde esta la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?»
Os enseñará una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena.
Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua.
Mientras comían, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo:
– Tomad, esto es mi cuerpo.
Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio, y todos bebieron.
Y les dijo:
– Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios.
Después de cantar el salmo, salieron para el monte de los Olivos.
CLAVE DE LECTURA 1
SANTA MISA DE LA SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica de San Pedro
Domingo, 6 de junio de 2021
Jesús envió a sus discípulos para que fueran a preparar el lugar donde iban a celebrar la cena pascual. Ellos mismos fueron los que le preguntaron: «¿Dónde quieres que vayamos a preparar la cena de Pascua para que la comas?» (Mc 14,12). También nosotros, mientras contemplamos y adoramos la presencia del Señor en el Pan eucarístico, estamos llamados a preguntarnos: ¿En qué “lugar” queremos preparar la Pascua del Señor? ¿Cuáles son los “lugares” de nuestra vida en los que Dios nos pide que lo recibamos? Quisiera responder a estas preguntas deteniéndome en tres imágenes del Evangelio que hemos escuchado (Mc 14,12-16.22-26).
La primera es la del hombre que lleva un cántaro de agua (cf. v. 13). Es un detalle que parecería superfluo. Sin embargo, ese hombre totalmente anónimo se convierte en guía para los discípulos que buscan el lugar que después será llamado el Cenáculo. Y el cántaro de agua es el signo para reconocerlo. Un signo que nos lleva a pensar en la humanidad sedienta, siempre en busca de un manantial de agua que la sacie y la regenere. Todos nosotros caminamos en la vida con un cántaro en la mano. Todos nosotros, cada uno de nosotros tiene sed de amor, de alegría, de una vida fructífera en un mundo más humano. Y para saciar esta sed, el agua de las cosas mundanas no sirve, porque se trata de una sed más profunda, que sólo Dios puede satisfacer.
Continuemos con esta “señal” simbólica. Jesús dice a los suyos que adonde los conduzca un hombre con un cántaro de agua, allí se podrá celebrar la cena de Pascua. Para celebrar la Eucaristía, por tanto, es preciso reconocer, antes que nada, nuestra sed de Dios: sentirnos necesitados de Él, desear su presencia y su amor, ser conscientes de que no podemos salir adelante solos, sino que necesitamos un Alimento y una Bebida de vida eterna que nos sostengan en el camino. El drama de hoy ―podemos decir― es que a menudo la sed ha desaparecido. Se han extinguido las preguntas sobre Dios, se ha desvanecido el deseo de Él, son cada vez más escasos los buscadores de Dios. Dios no atrae más porque no sentimos ya nuestra sed profunda. Pero sólo donde haya un hombre o una mujer con un cántaro de agua —pensemos en la Samaritana, por ejemplo (cf. Jn 4,5-30)— el Señor se puede revelar como Aquel que da la vida nueva, que alimenta con confiada esperanza nuestros sueños y nuestras aspiraciones, presencia de amor que da sentido y dirección a nuestra peregrinación terrena. Como ya advertíamos, es ese hombre con el cántaro el que conduce a los discípulos a la sala donde Jesús instituirá la Eucaristía. Es la sed de Dios la que nos lleva al altar. Si nos falta la sed, nuestras celebraciones se vuelven áridas. Entonces, incluso como Iglesia no puede ser suficiente el grupito de asiduos que se reúnen para celebrar la Eucaristía; debemos ir a la ciudad, encontrar a la gente, aprender a reconocer y a despertar la sed de Dios y el deseo del Evangelio.
La segunda imagen es la de la habitación amplia en el piso superior (cf. v. 15). Es allí donde Jesús y los suyos celebrarán la cena pascual y esta habitación se encuentra en la casa de una persona que los aloja. Decía don Primo Mazzolari: «Entonces un hombre sin nombre, un dueño de casa, les prestó su habitación más hermosa. […] Él dio lo más grande que tenía, porque alrededor del gran sacramento es necesario que todo sea grande: habitación y corazón, palabras y gestos» (La Pasqua, La Locusta 1964, 46-48).
Una habitación amplia para un pequeño pedazo de Pan. Dios se hace pequeño como un pedazo de pan y justamente por eso es necesario un corazón grande para poder reconocerlo, adorarlo, acogerlo. La presencia de Dios es tan humilde, escondida, en ocasiones invisible, que para ser reconocida necesita de un corazón preparado, despierto y acogedor. En cambio, si nuestro corazón, en lugar de ser una habitación amplia, se parece a un depósito donde conservamos con añoranza las cosas pasadas; si se asemeja a un desván donde hemos dejado desde hace tiempo nuestro entusiasmo y nuestros sueños; si se parece a una sala angosta, a una sala oscura porque vivimos sólo de nosotros mismos, de nuestros problemas y de nuestras amarguras, entonces será imposible reconocer esta silenciosa y humilde presencia de Dios. Se requiere una sala amplia. Se necesita ensanchar el corazón. Se precisa salir de la pequeña habitación de nuestro yo y entrar en el gran espacio del estupor y la adoración. Y esto nos hace mucha falta. Esto nos falta en muchos movimientos que nosotros hacemos para encontrarnos, reunirnos, pensar juntos la pastoral… Pero si nos falta esto, si falta el estupor y la adoración, no hay camino que nos lleve al Señor. Tampoco habrá sínodo, nada. Esta es la actitud ante la Eucaristía, esto necesitamos: adoración. También la Iglesia debe ser una sala amplia. No un círculo pequeño y cerrado, sino una comunidad con los brazos abiertos de par en par, acogedora con todos. Preguntémonos: cuando se acerca alguien que está herido, que se ha equivocado, que tiene un recorrido de vida distinto, ¿la Iglesia, esta Iglesia, es una sala amplia para acogerlo y conducirlo a la alegría del encuentro con Cristo? La Eucaristía quiere alimentar al que está cansado y hambriento en el camino, ¡no lo olvidemos! La Iglesia de los perfectos y de los puros es una habitación en la que no hay lugar para nadie; la Iglesia de las puertas abiertas, que festeja en torno a Cristo es, en cambio, una sala grande donde todos ―todos, justos y pecadores― pueden entrar.
Por último, la tercera imagen, la imagen de Jesús que parte el pan. Es el gesto eucarístico por excelencia, el gesto que identifica nuestra fe, el lugar de nuestro encuentro con el Señor que se ofrece para hacernos renacer a una vida nueva. También este gesto es sorprendente. Hasta ese momento se inmolaban corderos y se ofrecían en sacrificio a Dios, ahora es Jesús el que se hace cordero y se inmola para darnos la vida. En la Eucaristía contemplamos y adoramos al Dios del amor. Es el Señor, que no quebranta a nadie sino que se parte a sí mismo. Es el Señor, que no exige sacrificios sino que se sacrifica él mismo. Es el Señor, que no pide nada sino que entrega todo. Para celebrar y vivir la Eucaristía, también nosotros estamos llamados a vivir este amor. Porque no puedes partir el Pan del domingo si tu corazón está cerrado a los hermanos. No puedes comer de este Pan si no compartes los sufrimientos del que está pasando necesidad. Al final de todo, incluso de nuestras solemnes liturgias eucarísticas, sólo quedará el amor. Y ya desde ahora nuestras Eucaristías transforman el mundo en la medida en que nosotros nos dejamos transformar y nos convertimos en pan partido para los demás.
Hermanos y hermanas, ¿dónde “preparar la cena del Señor” también hoy? La procesión con el Santísimo Sacramento —característica de la fiesta del Corpus Christi, pero que por el momento no podemos hacer— nos recuerda que estamos llamados a salir llevando a Jesús. Salir con entusiasmo llevando a Cristo a aquellos que encontramos en la vida de cada día. Nos convertimos así en una Iglesia con el cántaro en la mano, que despierta la sed y lleva el agua. Abramos de par en par el corazón en el amor, para ser nosotros la habitación amplia y acogedora donde todos puedan entrar y encontrar al Señor. Desgastemos nuestra vida en la compasión y la solidaridad, para que el mundo vea por medio nuestro la grandeza del amor de Dios. Y entonces el Señor vendrá, una vez más nos sorprenderá, una vez más se hará alimento para la vida del mundo. Y nos saciará para siempre, hasta el día en que, en el banquete del cielo, contemplaremos su rostro y nos alegraremos sin fin.
CLAVE DE LECTURA 2
SANTA MISA Y PROCESIÓN EUCARÍSTICA
EN LA SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Iglesia de Santa Mónica, Ostia
Domingo, 3 de junio de 2018
En el Evangelio que hemos escuchado se narra la Última Cena, pero sorprendentemente la atención está más puesta en los preparativos que en la cena. Se repite varias veces el verbo "preparar". Los discípulos preguntan, por ejemplo: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?» (Mc 14,12). Jesús los envía a prepararla dándoles indicaciones precisas y ellos encuentran «una habitación grande, acondicionada y dispuesta» (v. 15). Los discípulos van a preparar, pero el Señor ya había preparado.
Algo similar ocurre después de la resurrección, cuando Jesús se aparece por tercera vez a los discípulos: mientras pescan, él los espera en la orilla, donde les prepara pan y pescado. Pero, al mismo tiempo, pide a los suyos que lleven un poco del pescado que acababan de pescar y que él les había indicado cómo pescarlo (cf. Jn 21,6.9-10). También aquí, Jesús prepara con antelación y pide a los suyos que cooperen. Incluso, poco antes de la Pascua, Jesús había dicho a los discípulos: «Voy a prepararos un lugar […] para que donde estoy yo estéis también vosotros» (Jn 14,2.3). Es Jesús quien prepara, el mismo Jesús que, sin embargo, con fuertes llamamientos y parábolas, antes de su Pascua, nos pide que nos preparemos, que estemos listos (cf. Mt 24,44; Lc 12,40).
Jesús, en definitiva, prepara para nosotros y nos pide que también nosotros preparemos. ¿Qué prepara Jesús para nosotros? Prepara un lugar y un alimento. Un lugar mucho más digno que la «habitación grande acondicionada» del Evangelio. Es nuestra casa aquí abajo, amplia y espaciosa, la Iglesia, donde hay y debe haber un lugar para todos. Pero nos ha reservado también un lugar arriba, en el paraíso, para estar con él y entre nosotros para siempre. Además del lugar nos prepara un alimento, un pan que es él mismo: «Tomad, esto es mi cuerpo» (Mc 14,22). Estos dos dones, el lugar y el alimento, son lo que nos sirve para vivir. Son la comida y el alojamiento definitivos. Ambos se nos dan en la Eucaristía. Alimento y lugar.
Jesús nos prepara un puesto aquí abajo, porque la Eucaristía es el corazón palpitante de la Iglesia, la genera y regenera, la reúne y le da fuerza. Pero la Eucaristía nos prepara también un puesto arriba, en la eternidad, porque es el Pan del cielo. Viene de allí, es la única materia en esta tierra que sabe realmente a eternidad. Es el pan del futuro, que ya nos hace pregustar un futuro infinitamente más grande que cualquier otra expectativa mejor. Es el pan que sacia nuestros deseos más grandes y alimenta nuestros sueños más hermosos. Es, en una palabra, la prenda de la vida eterna: no solo una promesa, sino una prenda, es decir, una anticipación, una anticipación concreta de lo que nos será dado. La Eucaristía es la "reserva" del paraíso; es Jesús, viático de nuestro camino hacia la vida bienaventurada que no acabará nunca.
En la Hostia consagrada, además del lugar, Jesús nos prepara el alimento, la comida. En la vida necesitamos alimentarnos continuamente, y no solo de comida, sino también de proyectos y afectos, deseos y esperanzas. Tenemos hambre de ser amados. Pero los elogios más agradables, los regalos más bonitos y las tecnologías más avanzadas no bastan, jamás nos sacian del todo. La Eucaristía es un alimento sencillo, como el pan, pero es el único que sacia, porque no hay amor más grande. Allí encontramos a Jesús realmente, compartimos su vida, sentimos su amor; allí puedes experimentar que su muerte y resurrección son para ti. Y cuando adoras a Jesús en la Eucaristía recibes de él el Espíritu Santo y encuentras paz y alegría. Queridos hermanos y hermanas, escojamos este alimento de vida: pongamos en primer lugar la Misa, descubramos la adoración en nuestras comunidades. Pidamos la gracia de estar hambrientos de Dios, nunca saciados de recibir lo que él prepara para nosotros.
Pero, como a los discípulos entonces, también hoy a nosotros Jesús nos pide preparar. Como los discípulos le preguntamos: «Señor, ¿dónde quieres que vayamos a preparar?». Dónde: Jesús no prefiere lugares exclusivos y excluyentes. Busca espacios que no han sido alcanzados por el amor, ni tocados por la esperanza. A esos lugares incómodos desea ir y nos pide a nosotros realizar para él los preparativos. Cuántas personas carecen de un lugar digno para vivir y del alimento para comer. Todos conocemos a personas solas, que sufren y que están necesitadas: son sagrarios abandonados. Nosotros, que recibimos de Jesús comida y alojamiento, estamos aquí para preparar un lugar y un alimento a estos hermanos más débiles. Él se ha hecho pan partido para nosotros; nos pide que nos demos a los demás, que no vivamos más para nosotros mismos, sino el uno para el otro. Así se vive eucarísticamente: derramando en el mundo el amor que brota de la carne del Señor. La Eucaristía en la vida se traduce pasando del yo al tú.
Los discípulos, dice el Evangelio, prepararon la Cena después de haber «llegado a la ciudad» (v. 16). El Señor nos llama también hoy a preparar su llegada no quedándonos fuera, distantes, sino entrando en nuestras ciudades. También en esta ciudad, cuyo nombre —“Ostia”— recuerda precisamente la entrada, la puerta. Señor, ¿qué puertas quieres que te abramos aquí? ¿Qué portones nos pides que abramos, qué barreras debemos superar? Jesús desea que sean derribados los muros de la indiferencia y del silencio cómplice, arrancadas las rejas de los abusos y las intimidaciones, abiertas las vías de la justicia, del decoro y la legalidad. El amplio paseo marítimo de esta ciudad llama a la belleza de abrirse y remar mar adentro en la vida. Pero para hacer esto hay que soltar esos nudos que nos unen a los muelles del miedo y de la opresión. La Eucaristía invita a dejarse llevar por la ola de Jesús, a no permanecer varados en la playa en espera de que algo llegue, sino a zarpar libres, valientes, unidos.
Los discípulos, concluye el Evangelio, «después de cantar el himno, salieron» (v. 26). Al finalizar la Misa, también nosotros saldremos. Caminaremos con Jesús, que recorrerá las calles de esta ciudad. Él desea habitar en medio de vosotros. Quiere visitar las situaciones, entrar en las casas, ofrecer su misericordia liberadora, bendecir, consolar. Habéis experimentado situaciones dolorosas; el Señor quiere estar cerca. Abrámosle las puertas y digámosle:
Ven, Señor, a visitarnos.
Te acogemos en nuestros corazones,
en nuestras familias, en nuestra ciudad.
Gracias porque nos preparas el alimento de vida
y un lugar en tu Reino.
Haz que seamos activos en la preparación,
portadores gozosos de ti que eres la vida,
para llevar fraternidad, justicia y paz
a nuestras calles. Amén.
CLAVE DE LECTURA 3
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Plaza de San Pedro
Domingo, 6 de junio de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, en Italia y en otros países, se celebra la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo. El Evangelio nos presenta el relato de la Última Cena (Mc 14, 12-16. 22-26). Las palabras y los gestos del Señor nos tocan el corazón: toma el pan en sus manos, pronuncia la bendición, lo parte y lo entrega a los discípulos, diciendo: «Tomen, esto es mi cuerpo» (v. 22).
Es así, con sencillez, que Jesús nos da el mayor sacramento. El suyo es un gesto humilde de donación, un gesto de compartir. En la culminación de su vida, no reparte pan en abundancia para alimentar a las multitudes, sino que se parte a sí mismo en la cena de la Pascua con los discípulos. De este modo, Jesús nos muestra que el objetivo de la vida es el donarse, que lo más grande es servir. Y hoy encontramos la grandeza de Dios en un trozo de pan, en una fragilidad que desborda de amor y desborda de compartir. Fragilidad es precisamente la palabra que me gustaría subrayar. Jesús se hace frágil como el pan que se rompe y se desmigaja. Pero precisamente ahí radica su fuerza, en su fragilidad. En la Eucaristía la fragilidad es fuerza: fuerza del amor que se hace pequeño para ser acogido y no temido; fuerza del amor que se parte y se divide para alimentar y dar vida; fuerza del amor que se fragmenta para reunirnos a todos nosotros en la unidad.
Y hay otra fuerza que destaca en la fragilidad de la Eucaristía: la fuerza de amar a quien se equivoca. Es en la noche en que fue traicionado que Jesús nos da el Pan de Vida. Nos hace el mayor regalo mientras siente en su corazón el abismo más profundo: el discípulo que come con él, que moja su bocado en el mismo plato, lo está traicionando. Y la traición es el mayor dolor para los que aman. ¿Y qué hace Jesús? Reacciona ante el mal con un bien mayor. Al “no” de Judas responde con el “sí” de la misericordia. No castiga al pecador, sino que da su vida por él, paga por él. Cuando recibimos la Eucaristía, Jesús hace lo mismo con nosotros: nos conoce, sabe que somos pecadores, sabe que cometemos muchos errores, pero no renuncia a unir su vida a la nuestra. Él sabe que lo necesitamos, porque la Eucaristía no es el premio de los santos, ¡no! Es el Pan de los pecadores. Por eso nos exhorta: “¡No tengan miedo! Tomen y coman”.
Cada vez que recibimos el Pan de Vida, Jesús viene a dar un nuevo sentido a nuestras fragilidades. Nos recuerda que a sus ojos somos más valiosos de lo que pensamos. Nos dice que se complace si compartimos con Él nuestras fragilidades. Nos repite que su misericordia no teme nuestras miserias. La misericordia de Jesús no teme nuestras miserias. Y, sobre todo, nos cura con amor de aquellas fragilidades que no podemos curar por nosotros mismos: ¿Qué fragilidades? Pensemos: la de sentir resentimiento hacia quienes nos han hecho daño —esta no la podemos sanar solos—; la de distanciarnos de los demás y aislarnos en nuestro interior —esta no la podemos sanar solos—; la de autocompadecernos y quejarnos sin encontrar descanso —tampoco esta la podemos sanar nosotros solos—. Es él quien nos sana con su presencia, con su pan, con la Eucaristía. La Eucaristía es una medicina eficaz contra estas cerrazones. El Pan de Vida, de hecho, cura las rigideces y las transforma en docilidad. La Eucaristía sana porque nos une a Jesús: nos hace asimilar su manera de vivir, su capacidad de partirse y entregarse a los hermanos, de responder al mal con el bien. Nos da el valor de salir de nosotros mismos y de inclinarnos con amor hacia la fragilidad de los demás. Como hace Dios con nosotros. Esta es la lógica de la Eucaristía: recibimos a Jesús que nos ama y sana nuestras fragilidades para amar a los demás y ayudarles en sus fragilidades. Y esto durante toda la vida. Hoy en la Liturgia de las Horas hemos rezado un himno: cuatro versos que son el resumen de toda la vida de Jesús. Y nos dicen que Jesús al nacer se hizo compañero de viaje en la vida. Después, en la cena, se dio como alimento. Luego, en la cruz, en su muerte, se hizo “precio”: pagó por nosotros. Y ahora, reinando en los Cielos es nuestro premio, que vamos a buscar, el que nos espera.
Que la Santísima Virgen, en quien Dios se hizo carne, nos ayude a acoger con corazón agradecido el don de la Eucaristía y a hacer también de nuestra vida un don. Que la Eucaristía nos haga un don para todos los demás.
Estaban cenando, ya el diablo le había metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de Simón, que lo entregara, y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido.
Llegó a Simón Pedro, y éste le dijo:
-«Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?»
Jesús le replicó:
-«Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde.»
Pedro le dijo:
-«No me lavarás los pies jamás.»
Jesús le contestó:
-«Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo.»
Simón Pedro le dijo:
«Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza.»
Jesús le dijo:
-«Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos. »
Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: «No todos estáis limpios.»
Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo:
-«¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis "el Maestro" y "el Señor", y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis.»
Clave de lectura
Jueves Santo, 9 de abril de 2020
Homilía del Papa Francisco
La Eucaristía, el servicio, la unción.
La realidad que vivimos hoy en esta celebración: el Señor que quiere permanecer con nosotros en la Eucaristía. Y nosotros nos convertimos siempre en sagrarios del Señor; llevamos al Señor con nosotros, hasta el punto de que Él mismo nos dice que si no comemos su cuerpo y bebemos su sangre, no entraremos en el Reino de los Cielos. Este es el misterio del pan y del vino, del Señor con nosotros, en nosotros, dentro de nosotros.
El servicio. Ese gesto que es una condición para entrar en el Reino de los Cielos. Servir, sí, a todos. Pero el Señor, en aquel intercambio de palabras que tuvo con Pedro (cf. Jn 13,6-9), le hizo comprender que para entrar en el Reino de los Cielos debemos dejar que el Señor nos sirva, que el Siervo de Dios sea siervo de nosotros. Y esto es difícil de entender. Si no dejo que el Señor sea mi siervo, que el Señor me lave, me haga crecer, me perdone, no entraré en el Reino de los Cielos.
Y el sacerdocio. Hoy quisiera estar cerca de los sacerdotes, de todos los sacerdotes, desde el recién ordenado hasta el Papa. Todos somos sacerdotes: los obispos, todos... Somos ungidos, ungidos por el Señor; ungidos para celebrar la Eucaristía, ungidos para servir.
Hoy no hemos tenido la Misa Crismal —espero que podamos tenerla antes de Pentecostés, de lo contrario tendremos que posponerla hasta el año que viene—, sin embargo, no puedo dejar pasar esta Misa sin recordar a los sacerdotes. Sacerdotes que ofrecen su vida por el Señor, sacerdotes que son servidores. En estos días, más de sesenta han muerto aquí, en Italia, atendiendo a los enfermos en los hospitales, juntamente con médicos, enfermeros, enfermeras... Son “los santos de la puerta de al lado”, sacerdotes que dieron su vida sirviendo. Y pienso en los que están lejos. Hoy recibí una carta de un sacerdote franciscano, capellán de una prisión lejana, que cuenta cómo vive esta Semana Santa con los prisioneros. Sacerdotes que van lejos para llevar el Evangelio y morir allí. Un obispo me dijo que lo primero que hacía cuando llegaba a un lugar de misión, era ir al cementerio, a la tumba de los sacerdotes que murieron allí, jóvenes, por la peste y enfermedades de aquel lugar: no estaban preparados, no tenían los anticuerpos. Nadie sabe sus nombres: sacerdotes anónimos. Los curas de los pueblos, que son párrocos en cuatro, cinco, siete pueblos de montaña; van de uno a otro, y conocen a la gente... Una vez, uno de ellos me dijo que sabía el nombre de todas las personas de los pueblos. “¿En serio?”, le dije. Y él me dijo: “¡Y también el nombre de los perros!”. Conocen a todos. La cercanía sacerdotal. Sacerdotes buenos, sacerdotes valientes.
Hoy os llevo en mi corazón y os llevo al altar. Sacerdotes calumniados. Muchas veces sucede hoy, que no pueden salir a la calle porque les dicen cosas feas, con motivo del drama que hemos vivido con el descubrimiento de las malas acciones de sacerdotes. Algunos me dijeron que no podían salir de la casa con el clergyman porque los insultaban; y ellos seguían. Sacerdotes pecadores, que junto con los obispos y el Papa pecador no se olvidan de pedir perdón y aprenden a perdonar, porque saben que necesitan pedir perdón y perdonar. Todos somos pecadores. Sacerdotes que sufren crisis, que no saben qué hacer, se encuentran en la oscuridad...
Hoy todos vosotros, hermanos sacerdotes, estáis conmigo en el altar, vosotros, consagrados. Sólo os digo esto: no sed tercos como Pedro. Dejaos lavar los pies. El Señor es vuestro siervo, está cerca de vosotros para fortaleceros, para lavaros los pies.
Y así, con esta conciencia de la necesidad de ser lavado, ¡sed grandes perdonadores! ¡Perdonad! Corazón de gran generosidad en el perdón. Es la medida con la que seremos medidos. Como has perdonado, serás perdonado: la misma medida. No tened miedo de perdonar. A veces hay dudas... Mirad a Cristo, mirad al Crucificado. Allí está el perdón para todos. Sed valientes, incluso arriesgando en el perdón para consolar. Y si no podéis dar el perdón sacramental en ese momento, al menos dad el consuelo de un hermano que acompaña y deja la puerta abierta para que [esa persona] regrese.
Doy gracias a Dios por la gracia del sacerdocio, todos nosotros agradecemos. Doy gracias a Dios por vosotros, sacerdotes. ¡Jesús os ama! Sólo os pide que os dejéis lavar los pies.
C.: En aquel tiempo, salió Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, y entraron allí él y sus discípulos. Judas, el traidor, conocía también el sitio, porque Jesús se reunía a menudo allí con sus discípulos. Judas entonces, tomando la patrulla y unos guardias de los sumos sacerdotes y de los fariseos, entró allá con faroles, antorchas y armas. Jesús, sabiendo todo lo que venía sobre él, se adelantó y les dijo:
+: -«¿A quién buscáis?»
C.: Le contestaron:
S.: -«A Jesús, el Nazareno.»
C.: Les dijo Jesús:
+: -«Yo soy.»
C.: Estaba también con ellos Judas, el traidor. Al decirles «Yo soy» retrocedieron y cayeron a tierra. Les preguntó otra vez:
+: -«¿A quién buscáis?»
C.: Ellos dijeron:
S.: -«A Jesús, el Nazareno.»
C.: Jesús contestó:
+: -«Os he dicho que soy yo. Si me buscáis a mí, dejad marchar ando a éstos.»
C.: Y así se cumplió lo que había dicho: «No he perdido a ninguno de los que me diste.»
Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al criado del sumo sacerdote, cortándole la oreja derecha. Este criado se llamaba Malco. Dijo entonces Jesús a Pedro:
+: -«Mete la espada en la vaina. El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?»
Llevaron a Jesús primero a Anás
C.: La patrulla, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús, lo ataron y lo llevaron primero a Anás, porque era suegro de Caifás, sumo sacerdote aquel año; era Caifás el que había dado a los judíos este consejo: «Conviene que muera un solo hombre por el pueblo.»
Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Este discípulo era conocido del sumo sacerdote y entró con Jesús en el palacio del sumo sacerdote, mientras Pedro se quedó fuera a la puerta. Salió el otro discípulo, el conocido del sumo sacerdote, habló a la portera e hizo entrar a Pedro. La criada que hacía de portera dijo entonces a Pedro:
S.: -«¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?»
C.: Él dijo:
S.: -«No lo soy.»
C.: Los criados y los guardias habían encendido un brasero, por que hacía frío, y se calentaban. También Pedro estaba con ellos de pie, calentándose.
El sumo sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de la doctrina.
Jesús le contestó:
+: -«Yo he hablado abiertamente al mundo; yo he enseñado continuamente en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada a escondidas. ¿Por qué me interrogas a mí? Interroga a los que me han oído, de qué les he hablado. Ellos saben lo que he dicho yo.»
C.: Apenas dijo esto, uno de los guardias que estaba allí le dio una bofetada a Jesús, diciendo:
S.: -«¿Así contestas al sumo sacerdote?»
C.: Jesús respondió:
+: -«Si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado; pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas?»
C.: Entonces Anás lo envió atado a Caifás, sumo sacerdote.
¿No eres tú también de sus discípulos? No lo soy
C.: Simón Pedro estaba en pie, calentándose, y le dijeron:
S.: -«¿No eres tú también de sus discípulos?»
C.: Él lo negó, diciendo:
S.: -«No lo soy.»
C.: Uno de los criados del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro le cortó la oreja, le dijo:
S.: -«¿No te he visto yo con él en el huerto?»
C.: Pedro volvió a negar, y enseguida cantó un gallo.
Mi reino no es de este mundo
C.: Llevaron a Jesús de casa de Caifás al pretorio. Era el amanecer, y ellos no entraron en el pretorio para no incurrir en impureza y poder así comer la Pascua. Salió Pilato afuera, adonde estaban ellos, y dijo:
S.: -«¿Qué acusación presentáis contra este hombre?»
C.: Le contestaron:
S.: -«Si éste no fuera un malhechor, no te lo entregaríamos.»
C.: Pilato les dijo:
S.: -«Lleváoslo vosotros y juzgadlo según vuestra ley.»
C.: Los judíos le dijeron:
S.: -«No estamos autorizados para dar muerte a nadie.»
C.: Y así se cumplió lo que habla dicho Jesús, indicando de qué muerte iba a morir.
Entró otra vez Pilato en el pretorio, llamó a Jesús y le dijo:
S.: -«¿Eres tú el rey de los judíos?»
C.: Jesús le contestó:
+: -«¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?»
C.: Pilato replicó:
S.: -«¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?»
C.: Jesús le contestó:
+: -«Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí.»
C.: Pilato le dijo:
S.: -«Conque, ¿tú eres rey?»
C.: Jesús le contestó:
+: -«Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.»
C.: Pilato le dijo:
S.: -«Y, ¿qué es la verdad?»
C.: Dicho esto, salió otra vez adonde estaban los judíos y les dijo:
S.: -«Yo no encuentro en él ninguna culpa. Es costumbre entre vosotros que por Pascua ponga a uno en libertad. ¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?»
C.: Volvieron a gritar:
S.: -«A ése no, a Barrabás.»
C.: El tal Barrabás era un bandido.
¡Salve, rey de los judíos!
C.: Entonces Pilato tomó a Jesús y lo mandó azotar. Y los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le echaron por encima un manto color púrpura; y, acercándose a él, le decían:
S.: -«¡Salve, rey de los judíos!»
C.: Y le daban bofetadas.
Pilato salió otra vez afuera y les dijo:
S.: -«Mirad, os lo saco afuera, para que sepáis que no encuentro en él ninguna culpa.»
C.: Y salió Jesús afuera, llevando la corona de espinas y el manto color púrpura. Pilato les dijo:
S.: -«Aquí lo tenéis.»
C.: Cuando lo vieron los sumos sacerdotes y los guardias, gritaron:
S.: -«¡Crucifícalo, crucifícalo!»
C.: Pilato les dijo:
S.: -«Lleváoslo vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro culpa en él.»
C.: Los judíos le contestaron:
S.: -«Nosotros tenemos una ley, y según esa ley tiene que morir, porque se ha declarado Hijo de Dios.»
C.: Cuando Pilato oyó estas palabras, se asustó aún más y, entrando otra vez en el pretorio, dijo a Jesús:
S.: -«¿De dónde eres tú?»
C.: Pero Jesús no le dio respuesta.
Y Pilato le dijo:
S.: -«¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y autoridad para crucificarte?»
C.: Jesús le contestó:
+: -«No tendrías ninguna autoridad sobre mí, si no te la hubieran dado de lo alto. Por eso el que me ha entregado a ti tiene un pecado mayor.»
¡Fuera, fuera; crucifícalo!
C.: Desde este momento Pilato trataba de soltarlo, pero los judíos gritaban:
S.: -«Si sueltas a ése, no eres amigo del César. Todo el que se declara rey está contra el César.»
C.: Pilato entonces, al oír estas palabras, sacó afuera a Jesús y lo sentó en el tribunal, en el sitio que llaman «el Enlosado» (en hebreo Gábbata). Era el día de la Preparación de la Pascua, hacia el mediodía.
Y dijo Pilato a los judíos:
S.: -«Aquí tenéis a vuestro rey.»
C.: Ellos gritaron:
S.: -«¡Fuera, fuera; crucifícalo!»
C.: Pilato les dijo:
S.: -«¿A vuestro rey voy a crucificar?»
C.: Contestaron los sumos sacerdotes:
S.: -«No tenemos más rey que al César.»
C.: Entonces se lo entregó para que lo crucificaran.
Lo crucificaron, y con él a otros dos
C.: Tomaron a Jesús, y él, cargando con la cruz, salió al sitio llamado «de la Calavera» (que en hebreo se dice Gólgota), donde lo crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado, y en medio, Jesús. Y Pilato escribió un letrero y lo puso encima de la cruz; en él estaba morir, escrito: «Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos.»
Leyeron el letrero muchos judíos, porque estaba cerca el lugar donde crucificaron a Jesús, y estaba escrito en hebreo, latín y griego.
Entonces los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato:
S.: -«No escribas "El rey de los judíos", sino "Éste ha dicho: Soy el rey de los judíos".»
C.: Pilato les contestó:
S.: -«Lo escrito, escrito está.»
Se repartieron mis ropas
C.: Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se dijeron:
S.: -«No la rasguemos, sino echemos a suerte, a ver a quién le toca. »
C.: Así se cumplió la Escritura: «Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi túnica.»
Esto hicieron los soldados.
Ahí tienes a tu hijo. Ahí tienes a tu madre
C.: Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre:
+: -«Mujer, ahí tienes a tu hijo.»
C.: Luego, dijo al discípulo:
+: -«Ahí tienes a tu madre.»
C.: Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa.
Está cumplido
C.: Después de esto, sabiendo Jesús que todo había llegado a su término, para que se cumpliera la Escritura dijo:
+: -«Tengo sed.»
C.: Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una cana de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo:
+: -«Está cumplido.»
C.: E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
Todos se arrodillan, y se hace una pausa.
Y al punto salió sangre y agua
C.: Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día solemne, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán un hueso»; y en otro lugar la Escritura dice: «Mirarán al que atravesaron.»
Vendaron todo el cuerpo de Jesús, con los aromas
C.: Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo clandestino de Jesús por miedo a los judíos, pidió a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato lo autorizó. Él fue entonces y se llevó el cuerpo. Llegó también Nicodemo, el que había ido a verlo de noche, y trajo unas cien libras de una mixtura de mirra y áloe.
Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.
- «Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
- «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.»
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
- «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
CLAVE DE LECTURA 1
PAPA FRANCISCO
REGINA CAELI
Plaza de San Pedro
Domingo, 31 de mayo de 2020
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Ahora que la plaza está abierta, podemos volver. ¡Es un placer!
Hoy celebramos la gran fiesta de Pentecostés, en memoria de la efusión del Espíritu Santo sobre la primera Comunidad Cristiana. El Evangelio de hoy (cf. Juan 20, 19-23) nos remite a la tarde de Pascua y nos muestra a Jesús resucitado que se aparece en el Cenáculo, donde se refugiaron los discípulos. Tenían miedo. «Se presentó en medio de ellos y les dijo: “La paz con vosotros”» (v. 19). Estas primeras palabras que pronuncia el Resucitado: «La paz con vosotros», se deben considerar más que un saludo: expresan el perdón, el perdón concedido a los discípulos que, a decir verdad, lo habían abandonado. Son palabras de reconciliación y perdón. Y nosotros también, cuando deseamos la paz a los demás, estamos dando el perdón y pidiendo perdón también. Jesús ofrece su paz precisamente a estos discípulos que tienen miedo, a los que les cuesta creer lo que han visto, es decir, la tumba vacía, y que subestiman el testimonio de María Magdalena y de las otras mujeres. Jesús perdona, siempre perdona, y ofrece su paz a sus amigos. No lo olvidéis: Jesús nunca se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón.
Al perdonar y reunir a los discípulos en torno a Sí mismo, Jesús hace de ellos una Iglesia, su Iglesia, que es una comunidad reconciliada y lista para la misión. Reconciliados y listos para la misión. Cuando una comunidad no está reconciliada, no está lista para la misión: está lista para discutir dentro de sí misma, está lista para las [discusiones] internas. El encuentro con el Señor Resucitado transforma la existencia de los Apóstoles y los convierte en valientes testigos. De hecho, inmediatamente después dice: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (v. 21). Estas palabras dejan claro que los Apóstoles son enviados a prolongar la misma misión que el Padre ha confiado a Jesús. «Os envío»: no es tiempo de encerrarse, ni de lamentarse: de lamentarse recordando los “buenos tiempos”, el tiempo pasado con el Maestro. La alegría de la Resurrección es grande, pero es una alegría expansiva, que no debe guardarse para sí mismo, es para darla. En los domingos del Tiempo pascual escuchamos primero este mismo episodio, luego el encuentro con los discípulos de Emaús, seguidamente el Buen Pastor, los discursos de despedida y la promesa del Espíritu Santo: todo ello está orientado a fortalecer la fe de los discípulos —y también la nuestra— en vista de la misión.
Y precisamente para animar la misión, Jesús da a los Apóstoles su Espíritu. El Evangelio dice: «Sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (v. 22). El Espíritu Santo es fuego que quema los pecados y crea hombres y mujeres nuevos; es fuego de amor con el que los discípulos pueden “incendiar el mundo”, ese amor tierno que prefiere a los pequeños, a los pobres, a los excluidos... En los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación hemos recibido el Espíritu Santo con sus dones: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad, temor de Dios. Este último don —el temor de Dios— es precisamente lo contrario del miedo que antes paralizaba a los discípulos: es el amor al Señor, es la certeza de su misericordia y bondad, es la confianza de que podemos avanzar en la dirección indicada por Él, sin perder nunca su presencia y su apoyo.
La fiesta de Pentecostés renueva la conciencia de que la presencia vivificante del Espíritu Santo habita en nosotros. También nos da el coraje de salir de las cuatro paredes protectoras de nuestros “cenáculos”, de los grupos pequeños, sin acomodarnos en una vida tranquila o encerrarnos en hábitos estériles. Ahora elevemos nuestros pensamientos a María. Ella estaba allí, con los Apóstoles, cuando vino el Espíritu Santo, protagonista con la primera Comunidad de la admirable experiencia de Pentecostés, y le rogamos que obtenga para la Iglesia el ardiente espíritu misionero.
CLAVE DE LECTURA 2
CELEBRACIÓN DE ORACIÓN POR LA PAZ EN SUDÁN DEL SUR
Y EN LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA DEL CONGO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Altar de la Cátedra, Basílica Vaticana
Jueves, 23 de noviembre de 2017
Esta noche, queremos esparcir con nuestra oración semillas de paz en la tierra de Sudán del Sur y de la República Democrática del Congo, así como en todas las partes del mundo que sufren por la guerra. Había decidido visitar Sudán del Sur, pero no ha sido posible. Sin embargo sabemos que la oración es más importante, porque es más poderosa: la plegaria actúa con la fuerza de Dios, para quien nada es imposible.
Por eso agradezco de corazón a quienes han ideado esta vigilia y se han esforzado en llevarla a cabo.
«Cristo resucitado nos invita. Aleluya». Estas palabras del canto en lengua suajili han acompañado la procesión de entrada, con algunas imágenes de los dos países por los que estamos rezando especialmente. Los cristianos creemos y sabemos que la paz es posible porque Cristo ha resucitado. Él nos da el Espíritu Santo, a quien hemos invocado.
Como san Pablo nos ha recordado hace unos instantes, Jesucristo «es nuestra paz» (Ef 2,14). En la Cruz, ha cargado con todo el mal del mundo, también con los pecados que generan y fomentan las guerras: la soberbia, la avaricia, la sed de poder, la mentira... Jesús ha vencido todo esto con su resurrección. Cuando se apareció en medio de sus amigos les dijo: «Paz a vosotros» (Jn 20,19.21.26). Nos lo repite también a nosotros aquí, en esta noche: «Paz a vosotros».
Sin ti, Señor, vana sería nuestra oración y engañosa nuestra esperanza de paz. Pero tú estás vivo y obras para nosotros y con nosotros; tú, nuestra paz.
Que el Señor resucitado derribe los muros de la enemistad que dividen hoy a los hermanos, especialmente en Sudán del Sur y en la República Democrática del Congo.
Que socorra a las mujeres víctimas de la violencia en las zonas de guerra y en cualquier parte del mundo.
Que salve a los niños que sufren a causa de conflictos que no tienen que ver con ellos, pero que les roban su infancia y a veces también la propia vida. ¡Cuánta hipocresía cuando se niegan las masacres de mujeres y niños! Aquí la guerra muestra su rostro más horrible.
Que el Señor ayude a los humildes y a los pobres del mundo a seguir creyendo y esperando en que el Reino de Dios está cerca, que está en medio de nosotros, y es «justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo» (Rm 14,17). Que sostenga a todos los que, día tras día, se esfuerzan por combatir el mal con el bien, con gestos y palabras de fraternidad, de respeto, de encuentro, de solidaridad.
Que el Señor afiance en los gobernantes y en todos los que tienen responsabilidades un espíritu noble y recto, firme y valiente en la búsqueda de la paz, mediante el diálogo y la negociación.
Que el Señor nos conceda a todos nosotros ser artesanos de paz allí donde estemos, en la familia, en la escuela, en el trabajo, en las comunidades, en cualquier ambiente; «lavándonos los pies» unos a otros, a semejanza de nuestro Maestro y Señor. A él la gloria y la alabanza, hoy y por los siglos de los siglos. Amén.
Él les dijo:
-«¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?»
Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó:
-«¿Eres tú el único forastero de Jerusalén, que no sabes lo que ha pasado allí estos días?»
Él les preguntó:
-«¿Qué?
Ellos le contestaron:
-«Lo de Jesús de Nazaret, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; como lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves: hace ya dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado: pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron.»
Entonces Jesús les dijo:
- «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?»
Y, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura.
Ya cerca de la aldea donde iban, el hizo ademán de seguir adelante; pero ellos le apremiaron, diciendo:
«Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída.»
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció.
Ellos comentaron:
- «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?»
Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo:
- «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.»
Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
CLAVE DE LECTURA
VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA FRANCISCO A EGIPTO
SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Air Defense Stadium, El Cairo
Sábado 29 de abril de 2017
Al Salamò Alaikum / La paz sea con vosotros.
Hoy, III domingo de Pascua, el Evangelio nos habla del camino que hicieron los dos discípulos de Emaús tras salir de Jerusalén. Un Evangelio que se puede resumir en tres palabras: muerte, resurrección y vida.
Muerte: los dos discípulos regresan a sus quehaceres cotidianos, llenos de desilusión y desesperación. El Maestro ha muerto y por tanto es inútil esperar. Estaban desorientados, confundidos y desilusionados. Su camino es un volver atrás; es alejarse de la dolorosa experiencia del Crucificado. La crisis de la Cruz, más bien el «escándalo» y la «necedad» de la Cruz (cf. 1 Co 1,18; 2,2), ha terminado por sepultar toda esperanza. Aquel sobre el que habían construido su existencia ha muerto y, derrotado, se ha llevado consigo a la tumba todas sus aspiraciones.
No podían creer que el Maestro y el Salvador que había resucitado a los muertos y curado a los enfermos pudiera terminar clavado en la cruz de la vergüenza. No podían comprender por qué Dios Omnipotente no lo salvó de una muerte tan infame. La cruz de Cristo era la cruz de sus ideas sobre Dios; la muerte de Cristo era la muerte de todo lo que ellos pensaban que era Dios. De hecho, los muertos en el sepulcro de la estrechez de su entendimiento.
Cuantas veces el hombre se auto paraliza, negándose a superar su idea de Dios, de un dios creado a imagen y semejanza del hombre; cuantas veces se desespera, negándose a creer que la omnipotencia de Dios no es la omnipotencia de la fuerza o de la autoridad, sino solamente la omnipotencia del amor, del perdón y de la vida.
Los discípulos reconocieron a Jesús «al partir el pan», en la Eucarística. Si nosotros no quitamos el velo que oscurece nuestros ojos, si no rompemos la dureza de nuestro corazón y de nuestros prejuicios nunca podremos reconocer el rostro de Dios.
Resurrección: en la oscuridad de la noche más negra, en la desesperación más angustiosa, Jesús se acerca a los dos discípulos y los acompaña en su camino para que descubran que él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Jesús trasforma su desesperación en vida, porque cuando se desvanece la esperanza humana comienza a brillar la divina: «Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios» (Lc 18,27; cf. 1,37). Cuando el hombre toca fondo en su experiencia de fracaso y de incapacidad, cuando se despoja de la ilusión de ser el mejor, de ser autosuficiente, de ser el centro del mundo, Dios le tiende la mano para transformar su noche en amanecer, su aflicción en alegría, su muerte en resurrección, su camino de regreso en retorno a Jerusalén, es decir en retorno a la vida y a la victoria de la Cruz (cf. Hb 11,34).
Los dos discípulos, de hecho, luego de haber encontrado al Resucitado, regresan llenos de alegría, confianza y entusiasmo, listos para dar testimonio. El Resucitado los ha hecho resurgir de la tumba de su incredulidad y aflicción. Encontrando al Crucificado-Resucitado han hallado la explicación y el cumplimiento de las Escrituras, de la Ley y de los Profetas; han encontrado el sentido de la aparente derrota de la Cruz.
Quien no pasa a través de la experiencia de la cruz, hasta llegar a la Verdad de la resurrección, se condena a sí mismo a la desesperación. De hecho, no podemos encontrar a Dios sin crucificar primero nuestra pobre concepción de un dios que sólo refleja nuestro modo de comprender la omnipotencia y el poder.
Vida: el encuentro con Jesús resucitado ha transformado la vida de los dos discípulos, porque el encuentro con el Resucitado transforma la vida entera y hace fecunda cualquier esterilidad (cf. Benedicto XVI, Audiencia General, 11 abril 2007). En efecto, la Resurrección no es una fe que nace de la Iglesia, sino que es la Iglesia la que nace de la fe en la Resurrección. Dice san Pablo: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe» (1 Co 15,14).
El Resucitado desaparece de su vista, para enseñarnos que no podemos retener a Jesús en su visibilidad histórica: «Bienaventurados los que crean sin haber visto» (Jn 20,29 y cf. 20,17). La Iglesia debe saber y creer que él está vivo en ella y que la vivifica con la Eucaristía, con la Escritura y con los Sacramentos. Los discípulos de Emaús comprendieron esto y regresaron a Jerusalén para compartir con los otros su experiencia. «Hemos visto al Señor […]. Sí, en verdad ha resucitado» (cf. Lc 24,32).
La experiencia de los discípulos de Emaús nos enseña que de nada sirve llenar de gente los lugares de culto si nuestros corazones están vacíos del temor de Dios y de su presencia; de nada sirve rezar si nuestra oración que se dirige a Dios no se transforma en amor hacia el hermano; de nada sirve tanta religiosidad si no está animada al menos por igual fe y caridad; de nada sirve cuidar las apariencias, porque Dios mira el alma y el corazón (cf. 1 S 16,7) y detesta la hipocresía (cf. Lc 11,37-54; Hch 5,3-4)[1]. Para Dios, es mejor no creer que ser un falso creyente, un hipócrita.
La verdadera fe es la que nos hace más caritativos, más misericordiosos, más honestos y más humanos; es la que anima los corazones para llevarlos a amar a todos gratuitamente, sin distinción y sin preferencias, es la que nos hace ver al otro no como a un enemigo para derrotar, sino como a un hermano para amar, servir y ayudar; es la que nos lleva a difundir, a defender y a vivir la cultura del encuentro, del diálogo, del respeto y de la fraternidad; nos da la valentía de perdonar a quien nos ha ofendido, de ayudar a quien ha caído; a vestir al desnudo; a dar de comer al que tiene hambre, a visitar al encarcelado; a ayudar a los huérfanos; a dar de beber al sediento; a socorrer a los ancianos y a los necesitados (cf. Mt 25,31-45). La verdadera fe es la que nos lleva a proteger los derechos de los demás, con la misma fuerza y con el mismo entusiasmo con el que defendemos los nuestros. En realidad, cuanto más se crece en la fe y más se conoce, más se crece en la humildad y en la conciencia de ser pequeño.
Queridos hermanos y hermanas:
A Dios sólo le agrada la fe profesada con la vida, porque el único extremismo que se permite a los creyentes es el de la caridad. Cualquier otro extremismo no viene de Dios y no le agrada.
Ahora, como los discípulos de Emaús, regresad a vuestra Jerusalén, es decir, a vuestra vida cotidiana, a vuestras familias, a vuestro trabajo y a vuestra patria llenos de alegría, de valentía y de fe. No tengáis miedo a abrir vuestro corazón a la luz del Resucitado y dejad que él transforme vuestras incertidumbres en fuerza positiva para vosotros y para los demás. No tengáis miedo a amar a todos, amigos y enemigos, porque el amor es la fuerza y el tesoro del creyente.
La Virgen María y la Sagrada Familia, que vivieron en esta bendita tierra, iluminen nuestros corazones y os bendigan a vosotros y al amado Egipto que, en los albores del cristianismo, acogió la evangelización de san Marcos y ha dado a lo largo de la historia numerosos mártires y una gran multitud de santos y santas.
Al Massih Kam / Bilhakika kam! – Cristo ha Resucitado. / Verdaderamente ha Resucitado.
[1]Dice san Efrén: «Quitad la máscara que cubre al hipócrita y vosotros no veréis más que podredumbre» (Serm.). «Ay de los que habéis perdido la esperanza», afirma el Eclesiástico (2,14 Vulg.).
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.
Simón Pedro les dice:
-Me voy a pescar.
Ellos contestaban:
-Vamos también nosotros contigo.
Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.
Jesús les dice:
-Muchachos, ¿tenéis pescado?
Ellos contestaron:
-No.
El les dice:
-Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.
La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro:
-Es el Señor.
Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces.
Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice:
-Traed de los peces que acabáis de coger.
Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.
Jesús les dice:
-Vamos, almorzad.
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor.
Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos.
Clave de lectura 1
"La familiaridad con el Señor"
Viernes, 17 de abril de 2020
Homilía del Papa Francisco
Los discípulos eran pescadores: Jesús los había llamado justamente en su trabajo. Andrés y Pedro trabajaban con las redes. Dejaron las redes y siguieron a Jesús (cf. Mt 4,18-20). Juan y Santiago, lo mismo: dejaron a su padre y a los muchachos que trabajaban con ellos y siguieron a Jesús (cf. Mt 4,21-22). La llamada tuvo lugar en su trabajo como pescadores. Y este pasaje del Evangelio de hoy, este milagro, esta pesca milagrosa, nos hace pensar en otra pesca milagrosa, la que cuenta Lucas (cf. Lc 5,1-11): allí también ocurrió lo mismo. Pescaron, cuando pensaban que no iban a prender nada. Después del sermón, dijo Jesús: “Bogad mar adentro” — “Pero si hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada” — “Id”. “Confiando en tu palabra, dijo Pedro, echaré las redes”. Fue tanta la cantidad —dice el Evangelio— que “el asombro de apodero de ellos” (cf. Lc 5,9), por ese milagro. Hoy, en esta otra pesca no se habla de asombro. Se puede ver una cierta naturalidad, se ve que ha habido un desarrollo, un camino que ha ido creciendo en el conocimiento del Señor, en la intimidad con el Señor; diré la palabra correcta: en la familiaridad con el Señor. Cuando Juan vio esto, le dijo a Pedro: “¡Es el Señor!”, y Pedro se ciñó la ropa, se tiró al agua para ir al Señor (cf. Jn 21,7). La primera vez cayó de rodillas ante él: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador” (cf. Lc 5,8). Esta vez no dice nada, es más natural. Nadie preguntó: “¿Quién eres?”. Sabían que era el Señor, era natural, el encuentro con el Señor. La familiaridad de los apóstoles con el Señor había crecido.
También nosotros, los cristianos, en nuestro camino de vida estamos en este estado de caminar, de progresar en la familiaridad con el Señor. El Señor, podríamos decir, es un poco “llano”, está “a la mano”, pero “a la mano” porque camina con nosotros, sabemos que es él. Nadie le preguntó, en este pasaje, “¿quién eres?”: sabían que era el Señor. La familiaridad diaria con el Señor es la del cristiano. Y seguramente, desayunaron juntos, con pescado y pan, ciertamente hablaron de muchas cosas de forma natural.
Esta familiaridad de los cristianos con el Señor es siempre comunitaria. Sí, es íntima, es personal pero en comunidad. Una familiaridad sin comunidad, una familiaridad sin el Pan, una familiaridad sin la Iglesia, sin el pueblo, sin los sacramentos es peligrosa. Puede convertirse en una familiaridad —digamos— gnóstica, una familiaridad sólo para mí, separada del pueblo de Dios. La familiaridad de los apóstoles con el Señor fue siempre comunitaria, siempre en la mesa, signo de la comunidad. Siempre era con el Sacramento, con el Pan.
Digo esto porque alguien me hizo reflexionar sobre el peligro de este momento que estamos viviendo, esta pandemia que ha hecho que todos comuniquemos, incluso religiosamente, a través de los medios, a través de los medios de comunicación, también esta Misa, estamos todos comunicados, pero no juntos, espiritualmente juntos. El pueblo es pequeño. Hay un gran pueblo: estamos juntos, pero no juntos. También el Sacramento: hoy lo tienen, la Eucaristía, pero la gente que está conectada con nosotros, sólo la comunión espiritual. Y esta no es la Iglesia: es la Iglesia en una situación difícil, que el Señor permite, pero el ideal de la Iglesia es estar siempre con el pueblo y con los sacramentos. Siempre.
Antes de Pascua, cuando salió la noticia de que celebraría la Pascua en San Pedro vacía, un obispo me escribió —un buen obispo: bueno— y me regañó. “Pero por qué, San Pedro es muy grande, ¿por qué no pone 30 personas por lo menos, para que se vea gente? No habrá peligro...”. Pensé: “Pero, ¿qué tiene en la cabeza, para decirme esto?”. No lo entendí, en el momento. Pero como es un buen obispo, muy cercano a la gente, querrá decirme algo. Cuando lo vea, se lo preguntaré. Luego lo entendí. Lo que me decía era: “Ten cuidado de no viralizar la Iglesia, de no viralizar los sacramentos, de no viralizar al pueblo de Dios”. La Iglesia, los sacramentos, el pueblo de Dios son concretos. Es cierto que en este momento debemos mantener la familiaridad con el Señor de esta manera, pero para salir del túnel, no para quedarnos. Y esta es la familiaridad de los apóstoles: no gnóstica, no viralizada, no egoísta para cada uno de ellos, sino una familiaridad concreta, en el pueblo. Familiaridad con el Señor en la vida diaria, familiaridad con el Señor en los sacramentos, en medio del pueblo de Dios. Ellos hicieron un camino de madurez en la familiaridad con el Señor: aprendamos a hacerlo también nosotros. Desde el primer momento, entendieron que esa familiaridad era diferente de lo que imaginaban, y llegaron a esto. Sabían que era el Señor, compartían todo: la comunidad, los sacramentos, el Señor, la paz, la fiesta.
Que el Señor nos enseñe esta intimidad con él, esta familiaridad con él pero en la Iglesia, con los sacramentos, con el pueblo fiel de Dios.
CLAVE DE LECTURA 2
VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A BULGARIA Y MACEDONIA DEL NORTE
[5-7 DE MAYO DE 2019]
SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Plaza del Príncipe Alejandro I (Sofía)
Domingo, 5 de mayo de 2019
Queridos hermanos y hermanas, Cristo ha resucitado, ¡Christos vozkrese!
Es maravilloso el saludo con el que los cristianos de vuestro país comparten la alegría del Resucitado durante el tiempo pascual.
Todo el episodio que hemos escuchado, que se narra al final de los Evangelios, nos permite sumergirnos en esta alegría que el Señor nos envía a “contagiar”, recordándonos tres realidades estupendas que marcan nuestra vida de discípulos: Dios llama, Dios sorprende, Dios ama.
Dios llama. Todo sucede en las orillas del lago de Galilea, allí donde Jesús había llamado a Pedro. Lo había llamado a dejar su oficio de pescador para convertirse en pescador de hombres (cf. Lc 5,4-11). Ahora, después de todo el camino recorrido, después de la experiencia de ver morir al Maestro y a pesar del anuncio de su resurrección, Pedro vuelve a la vida de antes: «Me voy a pescar», dice. Los otros discípulos no se quedan atrás: «Vamos también nosotros contigo» (Jn 21,3). Parece que dan un paso atrás; Pedro vuelve a tomar las redes, a las que había renunciado por Jesús. El peso del sufrimiento, de la desilusión, incluso de la traición se había convertido en una piedra difícil de remover en el corazón de los discípulos; heridos todavía bajo el peso del dolor y la culpa, la buena nueva de la Resurrección no había echado raíces en su corazón. El Señor sabe lo fuerte que es para nosotros la tentación de volver a las cosas de antes. En la Biblia, las redes de Pedro, como las cebollas de Egipto, son símbolo de la tentación de la nostalgia del pasado, de querer recuperar algo que se había querido dejar. Frente a las experiencias de fracaso, dolor e incluso de que las cosas no resulten como se esperaban, siempre aparece una sutil y peligrosa tentación que invita a desanimarse y bajar los brazos. Es la psicología del sepulcro que tiñe todo de resignación, haciendo que nos apeguemos a una tristeza dulzona que, como polilla, corroe toda esperanza. Así se gesta la mayor amenaza que puede arraigarse en el seno de una comunidad: el gris pragmatismo de la vida, en la que todo procede aparentemente con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad (cf. Exhort. apost. Evangelii gaudium, 83).
Pero precisamente allí, en el fracaso de Pedro, llega Jesús, comienza de nuevo, con paciencia sale a su encuentro y le dice «Simón» (v. 15): era el nombre de la primera llamada. El Señor no espera situaciones ni estados de ánimo ideales, los crea. No espera encontrarse con personas sin problemas, sin desilusiones, sin pecados o limitaciones. Él mismo enfrentó el pecado y la desilusión para ir al encuentro de todo viviente e invitarlo a caminar. Hermanos, el Señor no se cansa de llamar. Es la fuerza del Amor que ha vencido todo pronóstico y sabe comenzar de nuevo. En Jesús, Dios busca dar siempre una posibilidad. Lo hace así también con nosotros: nos llama cada día a revivir nuestra historia de amor con Él, a volver a fundarnos en la novedad, que es Él mismo. Todas las mañanas, nos busca allí donde estamos y nos invita «a alzarnos, a levantarnos de nuevo con su Palabra, a mirar hacia arriba y a creer que estamos hechos para el Cielo, no para la tierra; para las alturas de la vida, no para las bajezas de la muerte» y nos invita a no buscar «entre los muertos al que vive» (Homilía de la Vigilia Pascual, 20 abril 2019). Cuando lo acogemos, subimos más alto, abrazamos nuestro futuro más hermoso, no como una posibilidad sino como una realidad. Cuando la llamada de Jesús es la que orienta nuestra vida, el corazón se rejuvenece.
Dios sorprende. Es el Señor de las sorpresas que no sólo invita a sorprenderse sino a realizar cosas sorprendentes. El Señor llama y, al encontrar a los discípulos con sus redes vacías, les propone algo insólito: pescar de día, algo más bien extraño en aquel lago. Les devuelve la confianza poniéndolos en movimiento y lanzándolos nuevamente a arriesgar, a no dar nada ni, especialmente, nadie por perdido. Es el Señor de las sorpresas que rompe los encierros paralizantes devolviendo la audacia capaz de superar la sospecha, la desconfianza y el temor que se esconden detrás del “siempre se hizo así”. Dios sorprende cuando llama e invita a lanzar mar adentro en la historia no solamente las redes, sino a nosotros mismos y a mirar la vida, a mirar a los demás e incluso a nosotros mismos con sus mismos ojos porque «en el pecado, él ve hijos que hay que elevar de nuevo; en la muerte, hermanos para resucitar; en la desolación, corazones para consolar. No tengas miedo, por tanto: el Señor ama tu vida, incluso cuando tienes miedo de mirarla y vivirla» (ibíd.).
Llegamos así a la tercera certeza de hoy. Dios llama, Dios sorprende porque Dios ama. Su lenguaje es el amor. Por eso pide a Pedro y nos pide a nosotros que sintonicemos con su mismo lenguaje: «¿Me amas?». Pedro acoge la invitación y, después de tanto tiempo pasado con Jesús, comprende que amar quiere decir dejar de estar en el centro. Ahora ya no comienza desde sí mismo, sino desde Jesús: «Tú conoces todo» (Jn 21,17), responde. Se reconoce frágil, comprende que no puede seguir adelante sólo con sus fuerzas. Y se funda en el Señor, en la fuerza de su amor, hasta el extremo. Esta es nuestra fuerza, que cada día estamos invitados a renovar: el Señor nos ama. Ser cristiano es una invitación a confiar que el amor de Dios es más grande que toda limitación o pecado. Uno de los grandes dolores y obstáculos que experimentamos hoy, no nace tanto de comprender que Dios sea amor, sino de que hemos llegado a anunciarlo y testimoniarlo de tal manera que para muchos este no es su nombre. Dios es amor, un amor que se entrega, llama y sorprende.
He aquí el milagro de Dios que, si nos dejamos guiar por su amor, hace de nuestras vidas obras de arte. Tantos testigos de la Pascua en esta tierra bendita han realizado obras maestras magníficas, inspirados por una fe sencilla y un gran amor. Entregando la vida, fueron signos vivientes del Señor sabiendo superar la apatía con valentía y ofreciendo una respuesta cristiana a las inquietudes que se les presentaban (cf. Exhort. apost. postsin. Christus vivit, 174). Hoy estamos invitados a mirar y descubrir lo que el Señor hizo en el pasado para lanzarnos con Él hacia el futuro sabiendo que, en el acierto o en el error, siempre volverá a llamarnos para invitarnos a tirar las redes. Lo que les dije a los jóvenes en la Exhortación que escribí recientemente, deseo decirlo también a vosotros. Una Iglesia joven, una persona joven, no por edad sino por la fuerza del Espíritu, nos invita a testimoniar el amor de Cristo, un amor que apremia y que nos lleva a ser luchadores por el bien común, servidores de los pobres, protagonistas de la revolución de la caridad y del servicio, capaces de resistir las patologías del individualismo consumista y superficial. Enamorados de Cristo, testigos vivos del Evangelio en cada rincón de esta ciudad (cf. ibíd., 174-175). No tengáis miedo de ser los santos que esta tierra necesita, una santidad que no os quitará fuerza, no os quitará vida o alegría; sino más bien todo lo contrario, porque vosotros y los hijos de esta tierra llegareis a ser lo que el Padre soñó cuando os creó (cf. Exhort. apost. Gaudete et exsultate, 32).
Llamados, sorprendidos y enviados por amor.
- «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?»
Él le contestó:
- «Sí, Señor, tú, sabes que te quiero.»
Jesús le dice:
- «Apacienta mis corderos.»
Por segunda vez le pregunta:
- «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?»
Él le contesta:
- «Sí, Señor, tú sabes que te quiero.»
Él le dice:
- «Pastorea mis ovejas.»
Por tercera vez le pregunta:
- «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?»
Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó:
- «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero.»
Jesús le dice:
- «Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras.»
Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió:
- «Sígueme.»
CLAVE DE LECTURA
60 ANIVERSARIO DE LA APERTURA DEL CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica de San Pedro
Martes, 11 de octubre de 2022
Memoria de san Juan XXIII, papa
«¿Me amas?». Es la primera frase que Jesús dirige a Pedro en el Evangelio que hemos escuchado (Jn 21,15). La última, en cambio, es: «Apacienta mis ovejas» (v. 17). En el aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II sentimos que el Señor nos dirige estas palabras también a nosotros, a nosotros como Iglesia: ¿Me amas? Apacienta mis ovejas.
1. En primer lugar: ¿Me amas? Es una interrogación, porque el estilo de Jesús no es tanto el de dar respuestas, como el de hacer preguntas, preguntas que interpelan la vida. Y el Señor, que «habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos» (Dei Verbum, 2), nos pregunta todavía y seguirá preguntando siempre a la Iglesia, su esposa: “¿Me amas?”. El Concilio Vaticano II fue una gran respuesta a esa pregunta. Fue para reavivar su amor que la Iglesia, por primera vez en la historia, dedicó un Concilio a interrogarse sobre sí misma, a reflexionar sobre su propia naturaleza y su propia misión. Y se redescubrió como misterio de gracia generado por el amor, se redescubrió como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, templo vivo del Espíritu Santo.
Esta es la primera mirada que hay que tener sobre la Iglesia, la mirada de lo alto. Sí, hay que mirar la Iglesia ante todo desde lo alto, con los ojos enamorados de Dios. Preguntémonos si en la Iglesia partimos de Dios, de su mirada enamorada sobre nosotros. Siempre existe la tentación de partir más bien del yo que de Dios, de anteponer nuestras agendas al Evangelio, de dejarnos transportar por el viento de la mundanidad para seguir las modas del tiempo o de rechazar el tiempo que nos da la Providencia de volver atrás. Pero estemos atentos: ni el progresismo que se adapta al mundo, ni el tradicionalismo o el “involucionismo” que añora un mundo pasado son pruebas de amor, sino de infidelidad. Son egoísmos pelagianos, que anteponen los propios gustos y los propios planes al amor que agrada a Dios, ese amor sencillo, humilde y fiel que Jesús pidió a Pedro.
¿Me amas tú? Redescubramos el Concilio para volver a dar la primacía a Dios, a lo esencial, a una Iglesia que esté loca de amor por su Señor y por todos los hombres que Él ama, a una Iglesia que sea rica de Jesús y pobre de medios, a una Iglesia que sea libre y liberadora. El Concilio indica a la Iglesia esta ruta: la hace volver, como Pedro en el Evangelio, a Galilea, a las fuentes del primer amor, para redescubrir en sus pobrezas la santidad de Dios (cf. Lumen gentium, 8c; cap. V). También nosotros, cada uno de nosotros tiene su propia Galilea, la Galilea del primer amor, y seguramente también cada uno de nosotros hoy está invitado a volver a su Galilea para escuchar la voz del Señor, "sígueme". Ahí, para volver a encontrar en la mirada del Señor crucificado y resucitado la alegría perdida, para concentrarse en Jesús. Reencontrar la alegría, una Iglesia que ha perdido la alegría ha perdido el amor. El Papa Juan, en sus últimos días, escribía: «Esta vida mía que llega a su fin no podría terminar mejor que concentrándome totalmente en Jesús, Hijo de María… grande y continuada intimidad con Jesús, contemplado en imagen: niño, crucificado, adorado en el Sacramento»(Diario del alma, 977-978). ¡Esta es nuestra mirada alta, nuestra fuente siempre viva! Jesús, la Galilea del amor, Jesús que nos llama, Jesús que nos pregunta “¿me amas?”.
Hermanos, hermanas, volvamos a las límpidas fuentes de amor del Concilio. Reencontremos la pasión del Concilio y renovemos la pasión por el Concilio. Abismados en el misterio de la Iglesia madre y esposa, digamos también nosotros, con san Juan XXIII: Gaudet Mater Ecclesia (Discurso en la apertura del Concilio, 11 octubre 1962). Que en la Iglesia viva la alegría. Si no se alegra se contradice a sí misma, porque olvida el amor que la ha creado. Y, sin embargo, ¿cuántos entre nosotros no logran vivir la fe con alegría, sin murmurar y sin criticar? Una Iglesia enamorada de Jesús no tiene tiempo para conflictos, venenos y polémicas. Que Dios nos libre de ser críticos e impacientes, amargados e iracundos. No es sólo cuestión de estilo, sino de amor, porque el que ama, como enseña el apóstol Pablo, hace todo sin murmuraciones (cf. Flp 2,14). Señor, enséñanos a mirar alto, a mirar la Iglesia como la ves Tú. Y cuando seamos críticos y estemos insatisfechos, recuérdanos que ser Iglesia es testimoniar la belleza de tu amor, es vivir respondiendo a tu pregunta: ¿me amas? No es como si fuéramos a un funeral.
2. ¿Me amas? Apacienta mis ovejas. La segunda palabra, apacienta: Jesús expresa con este verbo el amor que desea de Pedro. Pensemos precisamente en Pedro: era un pescador de peces y Jesús lo transformó en pescador de hombres (cf. Lc 5,10). Ahora le asigna un nuevo oficio, el de pastor, que nunca había ejercitado. Y es un cambio, porque mientras el pescador toma para sí, atrae hacia sí, el pastor se ocupa de los otros, apacienta a los otros. Es más, el pastor vive con su rebaño, alimenta a las ovejas, se encariña con ellas. No está arriba, como el pescador, sino en medio. El pastor está delante del pueblo para marcar el camino, en medio del pueblo como uno de ellos, y detrás del pueblo para estar cerca de los que van tarde. El pastor no está por encima, como el pescador, sino en el medio. Esta es la segunda mirada que nos enseña el Concilio, la mirada en el medio, estar en el mundo con los demás y sin sentirnos jamás por encima de los demás, como servidores del Reino de Dios (cf. Lumen gentium, 5); llevar la buena noticia del Evangelio a la vida y en las lenguas de los hombres (cf. Sacrosanctum Concilium, 36), compartiendo sus alegrías y sus esperanzas (cf. Gaudium et spes, 1). Estar en medio del pueblo, no por encima del pueblo. Este es el feo pecado del clericalismo que mata a las ovejas, no las guía, no las hace crecer, mata. Qué actual es el Concilio, nos ayuda a rechazar la tentación de encerrarnos en los recintos de nuestras comodidades y convicciones, para imitar el estilo de Dios, que nos ha descrito hoy el profeta Ezequiel: “ir en busca de la oveja perdida y hacer volver al rebaño a la descarriada, vendar a la que está herida y curar a la enferma” (cf. Ez 34,16).
Apacienta: la Iglesia no celebró el Concilio para contemplarse, sino para darse. En efecto, nuestra santa Madre jerárquica, que surgió del corazón de la Trinidad, existe para amar. Es un pueblo sacerdotal (cf. Lumen gentium, 10 ss.), no debe sobresalir ante los ojos del mundo, sino servir al mundo. No lo olvidemos: el Pueblo de Dios nace extrovertido y rejuvenece desgastándose, porque es sacramento de amor, «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1). Hermanos, hermanas, volvamos al Concilio, que ha redescubierto el río vivo de la Tradición sin estancarse en las tradiciones; que ha reencontrado la fuente del amor no para quedarse en el monte, sino para que la Iglesia baje al valle y sea canal de misericordia para todos. Volvamos al Concilio para salir de nosotros mismos y superar la tentación de la autorreferencialidad, que es un modo de ser mundano. Apacienta, repite el Señor a su Iglesia; y apacentando, supera las nostalgias del pasado, la añoranza de la relevancia, el apego al poder, porque tú, Pueblo santo de Dios, eres un pueblo pastoral, no existes para apacentarte a ti mismo, para trepar, sino para pastorear a los demás, a todos los demás, con amor. Y, si es justo tener una atención particular, que sea para los predilectos de Dios, es decir los pobres y los descartados (cf. Lumen gentium, 8c; Gaudium et spes, 1); para ser, como dijo el Papa Juan, «la Iglesia de todos, en particular la Iglesia de los pobres» (Radiomensaje a los fieles de todo el mundo, un mes antes de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, 11 septiembre 1962).
3. ¿Me amas? Apacienta —concluye el Señor— mis ovejas. No piensa sólo en algunas, sino en todas, porque las ama a todas, las llama a todas afectuosamente “mías”. El buen Pastor ve y quiere a su grey unida, bajo la guía de los pastores que le ha dado. Quiere —tercera mirada— la mirada de conjunto. Todos, todos juntos. El Concilio nos recuerda que la Iglesia, a imagen de la Trinidad, es comunión (cf. Lumen gentium, 4.13). El diablo, en cambio, quiere sembrar la cizaña de la división. No cedamos a sus lisonjas, no cedamos a la tentación de la polarización. Cuántas veces, después del Concilio, los cristianos se empeñaron por elegir una parte en la Iglesia, sin darse cuenta que estaban desgarrando el corazón de su Madre. Cuántas veces se prefirió ser “hinchas del propio grupo” más que servidores de todos, progresistas y conservadores antes que hermanos y hermanas, “de derecha” o “de izquierda” más que de Jesús; erigirse como “custodios de la verdad” o “solistas de la novedad”, en vez de reconocerse hijos humildes y agradecidos de la santa Madre Iglesia. Todos, todos somos hijos de Dios, todos hermanos en la Iglesia. Todos Iglesia, todos. El Señor no nos quiere así, nosotros somos sus ovejas, su rebaño, y sólo lo somos juntos, unidos. Superemos las polarizaciones y defendamos la comunión, convirtámonos cada vez más en “una sola cosa”, como Jesús suplicó antes de dar la vida por nosotros (cf. Jn 17,21). Que nos ayude en esto María, Madre de la Iglesia. Que acreciente en nosotros el anhelo de unidad, el deseo de comprometernos por la plena comunión entre todos los creyentes en Cristo. Dejemos aparte los “ismos”, al pueblo de Dios no le agrada esta polarización. El pueblo de Dios es el santo pueblo fiel de Dios, esta es la Iglesia. Es hermoso que hoy, como durante el Concilio, estén con nosotros los representantes de otras comunidades cristianas. ¡Gracias, gracias por haber venido, gracias por esta presencia!
Te damos gracias, Señor, por el don del Concilio. Tú que nos amas, líbranos de la presunción de la autosuficiencia y del espíritu de la crítica mundana. Líbranos de la autoexclusión de la unidad. Tú, que nos apacientas con ternura, condúcenos fuera de los recintos de la autorreferencialidad. Tú, que nos quieres una grey unida, líbranos del engaño diabólico de las polarizaciones, de los “ismos”. Y nosotros, tu Iglesia, con Pedro y como Pedro te decimos: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amamos” (cf. Jn 21,17).
Al verlo, Pedro dice a Jesús:
- «Señor, y éste ¿qué?»
Jesús le contesta:
- «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme.»
Entonces se empezó a correr entre los hermanos el rumor de que ese discípulo no moriría. Pero no le dijo Jesús que no moriría, sino: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué?»
Éste es el discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero. Muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que los libros no cabrían ni en todo el mundo.
- «¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.»
CLAVE DE LECTURA 1
SANTA MISA DE LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Plaza de San Pedro
Domingo, 9 de junio de 2019
Después de cincuenta días de incertidumbre para los discípulos, llegó Pentecostés. Por una parte, Jesús había resucitado, lo habían visto y escuchado llenos de alegría, y también habían comido con Él. Por otro lado, aún no habían superado las dudas y los temores: estaban con las puertas cerradas (cf. Jn 20,19.26), con pocas perspectivas, incapaces de anunciar al que está Vivo. Luego, llega el Espíritu Santo y las preocupaciones se desvanecen: ahora los apóstoles ya no tienen miedo ni siquiera ante quien los arresta; antes estaban preocupados por salvar sus vidas, ahora ya no tienen miedo de morir; antes permanecían encerrados en el Cenáculo, ahora salen a anunciar a todas las gentes. Hasta la Ascensión de Jesús, esperaban un Reino de Dios para ellos (cf. Hch 1,6), ahora están ansiosos por llegar hasta los confines desconocidos. Antes no habían hablado casi nunca en público y, cuando lo habían hecho, a menudo habían causado problemas, como Pedro negando a Jesús; ahora hablan con parresia a todos. La historia de los discípulos, que parecía haber llegado a su final, es en definitiva renovada por la juventud del Espíritu: aquellos jóvenes que poseídos por la incertidumbre pensaban que habían llegado al final, fueron transformados por una alegría que los hizo renacer. El Espíritu Santo hizo esto. El Espíritu no es, como podría parecer, algo abstracto; es la persona más concreta, más cercana, que nos cambia la vida. ¿Cómo lo hace? Fijémonos en los apóstoles. El Espíritu no les facilitó la vida, no realizó milagros espectaculares, no eliminó problemas y adversarios, pero el Espíritu trajo a la vida de los discípulos una armonía que les faltaba, porque Él es armonía.
Armonía dentro del hombre. Los discípulos necesitaban ser cambiados por dentro, en sus corazones. Su historia nos dice que incluso ver al Resucitado no es suficiente si uno no lo recibe en su corazón. No sirve de nada saber que el Resucitado está vivo si no vivimos como resucitados. Y es el Espíritu el que hace que Jesús viva y renazca en nosotros, el que nos resucita por dentro. Por eso Jesús, encontrándose con los discípulos, repite: «Paz a vosotros» (Jn 20,19.21) y les da el Espíritu. La paz no consiste en solucionar los problemas externos —Dios no quita a los suyos las tribulaciones y persecuciones—, sino en recibir el Espíritu Santo. En eso consiste la paz, esa paz dada a los apóstoles, esa paz que no libera de los problemas sino en los problemas, es ofrecida a cada uno de nosotros. Es una paz que asemeja el corazón al mar profundo, que siempre está tranquilo, aun cuando la superficie esté agitada por las olas. Es una armonía tan profunda que puede transformar incluso las persecuciones en bienaventuranzas. En cambio, cuántas veces nos quedamos en la superficie. En lugar de buscar el Espíritu tratamos de mantenernos a flote, pensando que todo irá mejor si se acaba ese problema, si ya no veo a esa persona, si se mejora esa situación. Pero eso es permanecer en la superficie: una vez que termina un problema, vendrá otro y la inquietud volverá. El camino para tener tranquilidad no está en alejarnos de los que piensan distinto a nosotros, no es resolviendo el problema del momento como tendremos paz. El punto de inflexión es la paz de Jesús, es la armonía del Espíritu.
Hoy, con las prisas que nos impone nuestro tiempo, parece que la armonía está marginada: reclamados por todas partes, corremos el riesgo de estallar, movidos por un continuo nerviosismo que nos hace reaccionar mal a todo. Y se busca la solución rápida, una pastilla detrás de otra para seguir adelante, una emoción detrás de otra para sentirse vivos. Pero lo que necesitamos sobre todo es el Espíritu: es Él quien pone orden en el frenesí. Él es la paz en la inquietud, la confianza en el desánimo, la alegría en la tristeza, la juventud en la vejez, el valor en la prueba. Es Él quien, en medio de las corrientes tormentosas de la vida, fija el ancla de la esperanza. Es el Espíritu el que, como dice hoy san Pablo, nos impide volver a caer en el miedo porque hace que nos sintamos hijos amados (cf. Rm 8,15). Él es el Consolador, que nos transmite la ternura de Dios. Sin el Espíritu, la vida cristiana está deshilachada, privada del amor que todo lo une. Sin el Espíritu, Jesús sigue siendo un personaje del pasado, con el Espíritu es una persona viva hoy; sin el Espíritu la Escritura es letra muerta, con el Espíritu es Palabra de vida. Un cristianismo sin el Espíritu es un moralismo sin alegría; con el Espíritu es vida.
El Espíritu Santo no solo trae armonía dentro, sino también fuera, entre los hombres. Nos hace Iglesia, compone las diferentes partes en un solo edificio armónico. San Pablo lo explica bien cuando, hablando de la Iglesia, repite a menudo una palabra, “diversidad”: «diversidad de carismas, diversidad de actuaciones, diversidad de ministerios» (1 Co 12,4-6). Somos diferentes en la variedad de cualidades y dones. El Espíritu los distribuye con imaginación, sin nivelar, sin homologar. Y a partir de esta diversidad construye la unidad. Lo hace desde la creación, porque es un especialista en transformar el caos en cosmos, en poner armonía. Es especialista en crear la diversidad, las riquezas; cada uno la suya, diversa. Él es el creador de esta diversidad y, al mismo tiempo, es Aquel que armoniza, que da la armonía y da unidad a la diversidad. Solo Él puede hacer estas dos cosas.
Hoy en el mundo, las desarmonías se han convertido en verdaderas divisiones: están los que tienen demasiado y los que no tienen nada, los que buscan vivir cien años y los que no pueden nacer. En la era de la tecnología estamos distanciados: más “social” pero menos sociales. Necesitamos el Espíritu de unidad, que nos regenere como Iglesia, como Pueblo de Dios y como humanidad entera. Que nos regenere. Siempre existe la tentación de construir “nidos”: de reunirse en torno al propio grupo, a las propias preferencias, el igual con el igual, alérgicos a cualquier contaminación. Y del nido a la secta, el paso es corto, también dentro de la Iglesia. ¡Cuántas veces se define la propia identidad contra alguien o contra algo! El Espíritu Santo, en cambio, reúne a los distantes, une a los alejados, trae de vuelta a los dispersos. Mezcla diferentes tonos en una sola armonía, porque ve sobre todo lo bueno, mira al hombre antes que sus errores, a las personas antes que sus acciones. El Espíritu plasma a la Iglesia, plasma el mundo como lugares de hijos y hermanos. Hijos y hermanos: sustantivos que vienen antes de cualquier otro adjetivo. Está de moda adjetivar, lamentablemente también insultar. Podemos decir que vivimos en una cultura del adjetivo que olvida el sustantivo de las cosas; y también en una cultura del insulto, que es la primera respuesta a una opinión que yo no comparto. Después nos damos cuenta de que hace daño, tanto al que es insultado como también al que insulta. Devolviendo mal por mal, pasando de víctimas a verdugos, no se vive bien. En cambio, el que vive según el Espíritu lleva paz donde hay discordia, concordia donde hay conflicto. Los hombres espirituales devuelven bien por mal, responden a la arrogancia con mansedumbre, a la malicia con bondad, al ruido con el silencio, a las murmuraciones con la oración, al derrotismo con la sonrisa.
Para ser espirituales, para gustar la armonía del Espíritu, debemos poner su mirada por encima de la nuestra. Entonces todo cambia: con el Espíritu, la Iglesia es el Pueblo santo de Dios; la misión, el contagio de la alegría, no el proselitismo; los otros hermanos y hermanas, amados por el mismo Padre. Pero sin el Espíritu, la Iglesia es una organización; la misión, propaganda; la comunión, un esfuerzo. Y muchas Iglesias llevan a cabo acciones programáticas en este sentido de planes pastorales, de discusiones acerca de todo. Parece que sea ese el camino para unirnos, pero ese no es el camino del Espírito, es el camino de la división. El Espíritu es la primera y última necesidad de la Iglesia (cf. S. Pablo VI, Audiencia general, 29 noviembre 1972). Él «viene donde es amado, donde es invitado, donde se lo espera» (S. Buenaventura, Sermón del IV domingo después de Pascua). Hermanos y hermanas, recémosle todos los días. Espíritu Santo, armonía de Dios, tú que transformas el miedo en confianza y la clausura en don, ven a nosotros. Danos la alegría de la resurrección, la juventud perenne del corazón. Espíritu Santo, armonía nuestra, tú que nos haces un solo cuerpo, infunde tu paz en la Iglesia y en el mundo. Espíritu Santo, haznos artesanos de concordia, sembradores de bien, apóstoles de esperanza.
CLAVE DE LECTURA 2
SANTA MISA DE LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica Vaticana
Domingo, 20 de mayo de 2018
En la primera lectura de la liturgia de hoy, la venida del Espíritu Santo en Pentecostés se compara a «un viento que soplaba fuertemente» (Hch 2,2). ¿Qué significa esta imagen? El viento impetuoso nos hace pensar en una gran fuerza, pero que acaba en sí misma: es una fuerza que cambia la realidad. El viento trae cambios: corrientes cálidas cuando hace frío, frescas cuando hace calor, lluvia cuando hay sequía... así actúa. También el Espíritu Santo, aunque a nivel totalmente distinto, actúa así: Él es la fuerza divina que cambia, que cambia el mundo. La Secuencia nos lo ha recordado: el Espíritu es «descanso de nuestro esfuerzo, gozo que enjuga las lágrimas»; y lo pedimos de esta manera: «Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas». Él entra en las situaciones y las transforma, cambia los corazones y cambia los acontecimientos.
Cambia los corazones. Jesús dijo a sus Apóstoles: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo […] y seréis mis testigos» (Hch 1,8). Y aconteció precisamente así: los discípulos, que al principio estaban llenos de miedo, atrincherados con las puertas cerradas también después de la resurrección del Maestro, son transformados por el Espíritu y, como anuncia Jesús en el Evangelio de hoy, “dan testimonio de él” (cf. Jn 15,27). De vacilantes pasan a ser valientes y, dejando Jerusalén, van hasta los confines del mundo. Llenos de temor cuando Jesús estaba con ellos; son valientes sin él, porque el Espíritu cambió sus corazones.
El Espíritu libera los corazones cerrados por el miedo. Vence las resistencias. A quien se conforma con medias tintas, le ofrece ímpetus de entrega. Ensancha los corazones estrechos. Anima a servir a quien se apoltrona en la comodidad. Hace caminar al que se cree que ya ha llegado. Hace soñar al que cae en tibieza. He aquí el cambio del corazón. Muchos prometen períodos de cambio, nuevos comienzos, renovaciones portentosas, pero la experiencia enseña que ningún esfuerzo terreno por cambiar las cosas satisface plenamente el corazón del hombre. El cambio del Espíritu es diferente: no revoluciona la vida a nuestro alrededor, pero cambia nuestro corazón; no nos libera de repente de los problemas, pero nos hace libres por dentro para afrontarlos; no nos da todo inmediatamente, sino que nos hace caminar con confianza, haciendo que no nos cansemos jamás de la vida. El Espíritu mantiene joven el corazón – esa renovada juventud. La juventud, a pesar de todos los esfuerzos para alargarla, antes o después pasa; el Espíritu, en cambio, es el que previene el único envejecimiento malsano, el interior. ¿Cómo lo hace? Renovando el corazón, transformándolo de pecador en perdonado. Este es el gran cambio: de culpables nos hace justos y, así, todo cambia, porque de esclavos del pecado pasamos a ser libres, de siervos a hijos, de descartados a valiosos, de decepcionados a esperanzados. De este modo, el Espíritu Santo hace que renazca la alegría, que florezca la paz en el corazón.
En este día, aprendemos qué hacer cuando necesitamos un cambio verdadero. ¿Quién de nosotros no lo necesita? Sobre todo cuando estamos hundidos, cuando estamos cansados por el peso de la vida, cuando nuestras debilidades nos oprimen, cuando avanzar es difícil y amar parece imposible. Entonces necesitamos un fuerte “reconstituyente”: es él, la fuerza de Dios. Es él que, como profesamos en el “Credo”, «da la vida». Qué bien nos vendrá asumir cada día este reconstituyente de vida. Decir, cuando despertamos: “Ven, Espíritu Santo, ven a mi corazón, ven a mi jornada”.
El Espíritu, después de cambiar los corazones, cambia los acontecimientos. Como el viento sopla por doquier, así él llega también a las situaciones más inimaginables. En los Hechos de los Apóstoles —que es un libro que tenemos que conocer, donde el protagonista es el Espíritu— asistimos a un dinamismo continuo, lleno de sorpresas. Cuando los discípulos no se lo esperan, el Espíritu los envía a los gentiles. Abre nuevos caminos, como en el episodio del diácono Felipe. El Espíritu lo lleva por un camino desierto, de Jerusalén a Gaza —cómo suena doloroso hoy este nombre. Que el Espíritu cambie los corazones y los acontecimientos y conceda paz a Tierra Santa—. En aquel camino Felipe predica al funcionario etíope y lo bautiza; luego el Espíritu lo lleva a Azoto, después a Cesarea: siempre en situaciones nuevas, para que difunda la novedad de Dios. Luego está Pablo, que «encadenado por el Espíritu» (Hch 20,22), viaja hasta los más lejanos confines, llevando el Evangelio a pueblos que nunca había visto. Cuando está el Espíritu siempre sucede algo, cuando él sopla jamás existe calma, jamás.
Cuando la vida de nuestras comunidades atraviesa períodos de “flojedad”, donde se prefiere la tranquilidad doméstica a la novedad de Dios, es una mala señal. Quiere decir que se busca resguardarse del viento del Espíritu. Cuando se vive para la auto-conservación y no se va a los lejanos, no es un buen signo. El Espíritu sopla, pero nosotros arriamos las velas. Sin embargo, tantas veces hemos visto obrar maravillas. A menudo, precisamente en los períodos más oscuros, el Espíritu ha suscitado la santidad más luminosa. Porque Él es el alma de la Iglesia, siempre la reanima de esperanza, la colma de alegría, la fecunda de novedad, le da brotes de vida. Como cuando, en una familia, nace un niño: trastorna los horarios, hace perder el sueño, pero lleva una alegría que renueva la vida, la impulsa hacia adelante, dilatándola en el amor. De este modo, el Espíritu trae un “sabor de infancia” a la Iglesia. Obra un continuo renacer. Reaviva el amor de los comienzos. El Espíritu recuerda a la Iglesia que, a pesar de sus siglos de historia, es siempre una veinteañera, la esposa joven de la que el Señor está apasionadamente enamorado. No nos cansemos por tanto de invitar al Espíritu a nuestros ambientes, de invocarlo antes de nuestras actividades: “Ven, Espíritu Santo”.
Él traerá su fuerza de cambio, una fuerza única que es, por así decir, al mismo tiempo centrípeta y centrífuga. Es centrípeta, es decir empuja hacia el centro, porque actúa en lo más profundo del corazón. Trae unidad en la fragmentariedad, paz en las aflicciones, fortaleza en las tentaciones. Lo recuerda Pablo en la segunda lectura, escribiendo que el fruto del Espíritu es alegría, paz, fidelidad, dominio de sí (cf. Ga 5,22). El Espíritu regala la intimidad con Dios, la fuerza interior para ir adelante. Pero al mismo tiempo él es fuerza centrífuga, es decir empuja hacia el exterior. El que lleva al centro es el mismo que manda a la periferia, hacia toda periferia humana; aquel que nos revela a Dios nos empuja hacia los hermanos. Envía, convierte en testigos y por eso infunde —escribe Pablo— amor, misericordia, bondad, mansedumbre. Solo en el Espíritu Consolador decimos palabras de vida y alentamos realmente a los demás. Quien vive según el Espíritu está en esta tensión espiritual: se encuentra orientado a la vez hacia Dios y hacia el mundo.
Pidámosle que seamos así. Espíritu Santo, viento impetuoso de Dios, sopla sobre nosotros. Sopla en nuestros corazones y haznos respirar la ternura del Padre. Sopla sobre la Iglesia y empújala hasta los confines lejanos para que, llevada por ti, no lleve nada más que a ti. Sopla sobre el mundo el calor suave de la paz y la brisa que restaura la esperanza. Ven, Espíritu Santo, cámbianos por dentro y renueva la faz de la tierra. Amén.
CLAVE DE LECTURA 3
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Plaza de San Pedro
Domingo 4 de junio de 2017
Hoy concluye el tiempo de Pascua, cincuenta días que, desde la Resurrección de Jesús hasta Pentecostés, están marcados de una manera especial por la presencia del Espíritu Santo. Él es, en efecto, el Don pascual por excelencia. Es el Espíritu creador, que crea siempre cosas nuevas. En las lecturas de hoy se nos muestran dos novedades: en la primera lectura, el Espíritu hace que los discípulos sean un pueblo nuevo; en el Evangelio, crea en los discípulos un corazón nuevo.
Un pueblo nuevo. En el día de Pentecostés el Espíritu bajó del cielo en forma de «lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas» (Hch 2, 3-4). La Palabra de Dios describe así la acción del Espíritu, que primero se posa sobre cada uno y luego pone a todos en comunicación. A cada uno da un don y a todos reúne en unidad. En otras palabras, el mismo Espíritu crea la diversidad y la unidad y de esta manera plasma un pueblo nuevo, variado y unido: la Iglesia universal. En primer lugar, con imaginación e imprevisibilidad, crea la diversidad; en todas las épocas en efecto hace que florezcan carismas nuevos y variados. A continuación, el mismo Espíritu realiza la unidad: junta, reúne, recompone la armonía: «Reduce por sí mismo a la unidad a quienes son distintos entre sí» (Cirilo de Alejandría, Comentario al Evangelio de Juan, XI, 11). De tal manera que se dé la unidad verdadera, aquella según Dios, que no es uniformidad, sino unidad en la diferencia.
Para que se realice esto es bueno que nos ayudemos a evitar dos tentaciones frecuentes. La primera es buscar la diversidad sin unidad. Esto ocurre cuando buscamos destacarnos, cuando formamos bandos y partidos, cuando nos endurecemos en nuestros planteamientos excluyentes, cuando nos encerramos en nuestros particularismos, quizás considerándonos mejores o aquellos que siempre tienen razón. Son los así llamados «custodios de la verdad». Entonces se escoge la parte, no el todo, el pertenecer a esto o a aquello antes que a la Iglesia; nos convertimos en unos «seguidores» partidistas en lugar de hermanos y hermanas en el mismo Espíritu; cristianos de «derechas o de izquierdas» antes que de Jesús; guardianes inflexibles del pasado o vanguardistas del futuro antes que hijos humildes y agradecidos de la Iglesia. Así se produce una diversidad sin unidad. En cambio, la tentación contraria es la de buscar la unidad sin diversidad. Sin embargo, de esta manera la unidad se convierte en uniformidad, en la obligación de hacer todo juntos y todo igual, pensando todos de la misma manera. Así la unidad acaba siendo una homologación donde ya no hay libertad. Pero dice san Pablo, «donde está el Espíritu del Señor, hay libertad» (2 Co 3,17).
Nuestra oración al Espíritu Santo consiste entonces en pedir la gracia de aceptar su unidad, una mirada que abraza y ama, más allá de las preferencias personales, a su Iglesia, nuestra Iglesia; de trabajar por la unidad entre todos, de desterrar las murmuraciones que siembran cizaña y las envidias que envenenan, porque ser hombres y mujeres de la Iglesia significa ser hombres y mujeres de comunión; significa también pedir un corazón que sienta la Iglesia, madre nuestra y casa nuestra: la casa acogedora y abierta, en la que se comparte la alegría multiforme del Espíritu Santo.
Y llegamos entonces a la segunda novedad: un corazón nuevo. Jesús Resucitado, en la primera vez que se aparece a los suyos, dice: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20, 22-23). Jesús no los condena, a pesar de que lo habían abandonado y negado durante la Pasión, sino que les da el Espíritu de perdón. El Espíritu es el primer don del Resucitado y se da en primer lugar para perdonar los pecados. Este es el comienzo de la Iglesia, este es el aglutinante que nos mantiene unidos, el cemento que une los ladrillos de la casa: el perdón. Porque el perdón es el don por excelencia, es el amor más grande, el que mantiene unidos a pesar de todo, que evita el colapso, que refuerza y fortalece. El perdón libera el corazón y le permite recomenzar: el perdón da esperanza, sin perdón no se construye la Iglesia.
El Espíritu de perdón, que conduce todo a la armonía, nos empuja a rechazar otras vías: esas precipitadas de quien juzga, las que no tienen salida propia del que cierra todas las puertas, las de sentido único de quien critica a los demás. El Espíritu en cambio nos insta a recorrer la vía de doble sentido del perdón ofrecido y del perdón recibido, de la misericordia divina que se hace amor al prójimo, de la caridad que «ha de ser en todo momento lo que nos induzca a obrar o a dejar de obrar, a cambiar las cosas o a dejarlas como están» (Isaac de Stella, Sermón 31). Pidamos la gracia de que, renovándonos con el perdón y corrigiéndonos, hagamos que el rostro de nuestra Madre la Iglesia sea cada vez más hermoso: sólo entonces podremos corregir a los demás en la caridad.
Pidámoslo al Espíritu Santo, fuego de amor que arde en la Iglesia y en nosotros, aunque a menudo lo cubrimos con las cenizas de nuestros pecados: «Ven Espíritu de Dios, Señor que estás en mi corazón y en el corazón de la Iglesia, tú que conduces a la Iglesia, moldeándola en la diversidad. Para vivir, te necesitamos como el agua: desciende una vez más sobre nosotros y enséñanos la unidad, renueva nuestros corazones y enséñanos a amar como tú nos amas, a perdonar como tú nos perdonas. Amén».
CLAVE DE LECTURA 4
SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS
PAPA FRANCISCO
REGINA CAELI
Plaza de San Pedro
Domingo, 23 de mayo de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El libro de los Hechos de los Apóstoles (cf. 2, 1-11) narra lo que sucedió en Jerusalén cincuenta días después de la Pascua de Jesús. Los discípulos estaban reunidos en el cenáculo y con ellos estaba la Virgen María. El Señor resucitado les había dicho que se quedaran en la ciudad hasta que recibieran de lo alto el don del Espíritu. Y este se manifestó con un «ruido» que vino repentinamente del cielo, como un «viento impetuoso» que llenó la casa en la que se encontraban (cf. v. 2). Se trata, pues, de una experiencia real, pero también simbólica. Algo que sucedió pero que también nos da un mensaje simbólico para toda la vida por vida.
Esta experiencia revela que el Espíritu Santo es como un viento fuerte y libre, es decir, nos trae fuerza y nos trae libertad: viento fuerte y libre. No se puede controlar, detener ni medir; y ni siquiera predecir su dirección. No se deja enmarcar en nuestras exigencias humanas — nosotros tratamos siempre de enmarcarlo todo—, no se deja enmarcar en nuestros esquemas y en nuestros prejuicios. El Espíritu procede de Dios Padre y de su Hijo Jesucristo e irrumpe en la Iglesia, irrumpe en cada uno de nosotros, dando vida a nuestras mentes y a nuestros corazones. Como dice el Credo: «Señor y dador de vida». Tiene el poder porque es Dios, y da vida.
El día de Pentecostés, los discípulos de Jesús todavía estaban desconcertados y asustados. Aún no tenían el valor de salir a la luz. Y nosotros también, a veces sucede, preferimos permanecer dentro de las paredes protectoras de nuestro entorno. Pero el Señor sabe cómo llegar hasta nosotros y abrir las puertas de nuestro corazón. Él envía al Espíritu Santo sobre nosotros que nos envuelve y derrota todas nuestras vacilaciones, derriba nuestras defensas, desmantela nuestras falsas certezas. El Espíritu nos hace nuevas criaturas, como lo hizo ese día con los Apóstoles: nos renueva, nuevas criaturas.
Después de recibir el Espíritu Santo ya no volvieron a ser como antes —los ha cambiado —, sino que salieron, salieron sin temor y comenzaron a predicar Jesús, a predicar que Jesús ha resucitado, que el Señor está con nosotros, de tal manera que cada uno los entendía en su propia lengua. Porque el Espíritu es universal, no nos quita las diferencias culturales, las diferencias de pensamiento, no, es para todos, pero cada uno lo entiende en su propia cultura, en su propia lengua. El Espíritu cambia el corazón, ensancha la mirada de los discípulos. Los hace capaces de comunicar a todos las grandes obras de Dios, sin límites, superando los confines culturales y los confines religiosos en los que estaban acostumbrados a pensar y vivir los Apóstoles. Los capacita para llegar a los demás respetando sus posibilidades de escucha y comprensión, en la cultura y el idioma de cada uno (vv. 5-11). En otras palabras, el Espíritu Santo pone en comunicación personas diferentes, realizando la unidad y universalidad de la Iglesia.
Y hoy nos dice mucho esta verdad, esta realidad del Espíritu Santo, donde en la Iglesia hay pequeños grupos que siempre buscan la división, separarse de los demás. Este no es el Espíritu de Dios, el Espíritu de Dios es armonía, es unidad, une diferencias. Un buen cardenal, que fue arzobispo de Génova, decía que la Iglesia es como un río: lo importante es estar dentro; si estás un poco de ese lado y un poco del otro lado, no importa, el Espíritu Santo crea unidad. Usaba la figura del río. Lo importante es estar dentro de la unidad del Espíritu y no mirar esas pequeñeces de que tú estés un poquito de este lado y un poquito de ese otro lado, que reces de esta manera o de esa otra... Esto no es de Dios La Iglesia es para todos, para todos, como mostró el Espíritu Santo el día de Pentecostés.
Pidamos hoy a la Virgen María, Madre de la Iglesia, que interceda para que el Espíritu Santo descienda en abundancia y llene los corazones de los fieles y encienda en todos el fuego de su amor.
- «Judíos y vecinos todos de Jerusalén, escuchad mis palabras y enteraos bien de lo que pasa. Escuchadme, israelitas: Os hablo de Jesús Nazareno, el hombre que Dios acreditó ante vosotros realizando por su medio los milagros, signos y prodigios que conocéis. Conforme al designio previsto y sancionado por Dios, os lo entregaron, y vosotros, por mano de paganos, lo matasteis en una cruz. Pero Dios lo resucitó, rompiendo las ataduras de la muerte; no era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio, pues David dice:
"Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón,
exulta mi lengua, y mi carne descansa esperanzada.
Porque no me entregarás a la muerte
ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
Me has enseñado el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia."
Hermanos, permitidme hablaros con franqueza: El patriarca David murió y lo enterraron, y conservamos su sepulcro hasta el día de hoy. Pero era profeta y sabía que Dios le habla prometido con juramento sentar en su trono a un descendiente suyo; cuando dijo que "no lo entregaría a la muerte y que su carne no conocería la corrupción", hablaba previendo la resurrección del Mesías. Pues bien, Dios resucitó a este Jesús, y todos nosotros somos testigos.
Ahora, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo que estaba prometido, y lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo.»
- «Todo Israel esté cierto de que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías.»
Estas palabras les traspasaron el corazón, y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles:
- «¿Qué tenemos que hacer, hermanos?»
Pedro les contestó:
- «Convertíos y bautizaos todos en nombre de Jesucristo para que se os perdonen los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la promesa vale para vosotros y para vuestros hijos y, además, para todos los que llame el Señor, Dios nuestro, aunque estén lejos.»
Con estas y otras muchas razones les urgía, y los exhortaba diciendo:
- «Escapad de esta generación perversa.»
Los que aceptaron sus palabras se bautizaron, y aquel día se les agregaron unos tres mil.
"La gracia de la fidelidad"
Martes, 14 de abril de 2020
Homilía del Papa Francisco
La predicación de Pedro, el día de Pentecostés, traspasó los corazones de la gente: “A ese a quien vosotros habéis crucificado ha resucitado” (cf. Hch 2,36). “Al oír esto, dijeron con el corazón compungido a Pedro y a los demás apóstoles: ‘¿Qué hemos de hacer, hermanos?’” (Hch 2,37). Y Pedro es claro: “Convertíos. Convertíos. Cambiad de vida. Vosotros que habéis recibido la promesa de Dios y vosotros que os habéis apartado de la Ley de Dios, de muchas cosas vuestras, entre ídolos, y otras muchas más... convertíos. Volved a la fidelidad” (cf. Hch 2,38). Convertirse es esto: volver a ser fieles. La fidelidad, esa actitud humana que no es tan común en la vida de las personas, en nuestras vidas. Siempre hay ilusiones que atraen la atención y muchas veces queremos ir detrás de estas ilusiones. Fidelidad: en los buenos y en los malos tiempos.
Hay un pasaje del Segundo Libro de las Crónicas que me llama mucho la atención. Está en el capítulo XII, al principio. “Tras haber consolidado y afianzado el reino —dice—, el rey Roboán se sintió seguro y abandonó la Ley del Señor, y con él todo Israel” (cf. 2 Cr 12,1). Eso dice la Biblia. Es un hecho histórico, pero es un hecho universal. Muchas veces, cuando nos sentimos seguros empezamos a hacer nuestros planes y nos alejamos lentamente del Señor, no permanecemos fieles. Y mi seguridad no es lo que el Señor me da. Es un ídolo. Esto es lo que le pasó a Roboán y al pueblo de Israel. Se sintió seguro —un reino consolidado—, se apartó de la ley y comenzó a adorar ídolos. Sí, podemos decir: “Padre, yo no me arrodillo ante los ídolos”. No, quizás no te arrodilles, pero que los buscas y tantas veces en tu corazón adoras a los ídolos, es verdad. Muchas veces. La propia seguridad abre la puerta a los ídolos.
Pero, ¿está mal la propia seguridad? No, es una gracia. Para estar seguro, pero también para estar seguro de que el Señor está conmigo. Pero cuando hay seguridad y yo en el centro, me alejo del Señor, como el Rey Roboán, me vuelvo infiel. Es tan difícil mantener la lealtad. Toda la historia de Israel, y luego toda la historia de la Iglesia, está llena de infidelidad. Llena. Llena de egoísmo, de certezas propias que hacen que el pueblo de Dios se aleje del Señor, pierda esa fidelidad, la gracia de la fidelidad. E incluso entre nosotros, entre la gente, la fidelidad no es una virtud barata, ciertamente. Uno no es fiel al otro, al otro... “Convertíos, volved a la fidelidad al Señor” (cf. Hch 2,38).
- «Míranos.»
Clavó los ojos en ellos, esperando que le darían algo. Pedro le dijo:
- «No tengo plata ni oro, te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar.»
Agarrándolo de la mano derecha lo incorporó. Al instante se le fortalecieron los pies y los tobillos, se puso en pie de un salto, echó a andar y entró con ellos en el templo por su pie, dando brincos y alabando a Dios. La gente lo vio andar alabando a Dios; al caer en la cuenta de que era el mismo que pedía limosna sentado en la puerta Hermosa, quedaron estupefactos ante lo sucedido.
- «Israelitas, ¿por qué os extrañáis de esto? ¿Por qué nos miráis como si hubiéramos hecho andar a éste con nuestro propio poder o virtud? El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, al que vosotros entregasteis y rechazasteis ante Pilato, cuando había decidido soltarlo.
Rechazasteis al santo, al justo, y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos.
Como éste que veis aquí y que conocéis ha creído en su nombre, su nombre le ha dado vigor; su fe le ha restituido completamente la salud, a vista de todos vosotros.
Sin embargo, hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia, y vuestras autoridades lo mismo; pero Dios cumplió de esta manera lo que había predicho por los profetas, que su Mesías tenía que padecer.
Por tanto, arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados; a ver si el Señor manda tiempos de consuelo, y envía a Jesús, el Mesías que os estaba destinado. Aunque tiene que quedarse en el cielo hasta la restauración universal que Dios anunció por boca de los santos profetas antiguos.
Moisés dijo: "El Señor Dios sacará de entre vosotros un profeta como yo: escucharéis todo lo que os diga; y quien no escuche al profeta será excluido del pueblo." Y, desde Samuel, todos los profetas anunciaron también estos días.
Vosotros sois los hijos de los profetas, los hijos de la afianza que hizo Dios con vuestros padres, cuando le dijo a Abrahán: "Tu descendencia será la bendición de todas las razas de la tierra."
Dios resucitó a su siervo y os lo envía en primer lugar a vosotros, para que os traiga la bendición, si os apartáis de vuestros pecados.»
Clave de lectura 1
"Llenos de gozo"
Jueves, 16 de abril de 2020
Homilía del Papa Francisco
En estos días, en Jerusalén, la gente albergaba muchos sentimientos: miedo, asombro, duda. “En aquellos días, como el tullido curado no soltaba a Pedro y a Juan, toda la gente, presa de estupor...” (Hch 3,11): hay un ambiente no pacífico porque sucedían cosas que no se entendían. El Señor había estado con sus discípulos. Ellos también sabían que ya había resucitado, también Pedro lo sabía porque había hablado con él esa mañana. Los dos que habían regresado de Emaús lo sabían, pero cuando apareció el Señor se asustaron. “Sobresaltados y asustados, creyeron ver un espíritu” (Lc 24,37); habían tenido la misma experiencia en el lago cuando Jesús fue hacia ellos caminando sobre el agua. Pero en ese momento Pedro, haciéndose valiente, apostó por el Señor, dijo: “Si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas” (cf. Mt 14,28).
Este día Pedro estaba callado, había hablado con el Señor esa mañana, y nadie sabe lo que se dijeron en ese diálogo y por eso estaba callado. Pero tenían tanto miedo, estaban turbados, que creyeron haber visto un fantasma. Pero él les dice: “¿Por qué os turbáis? ¿Por qué alberga dudas vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies...”, les muestra las llagas (cf. Lc 24,38-39). Ese tesoro que Jesús llevó al cielo para mostrárselo al Padre e interceder por nosotros. “Tocadme y mirad; un fantasma no tiene carne ni huesos”. Y luego hay una frase que me da mucho consuelo y por eso, este pasaje del Evangelio es uno de mis favoritos: “No acababan de creérselo a causa de la alegría...” (cf. Lc 24, 41), aún y estaban llenos de asombro, la alegría les impedía creer. Era tanta la alegría que “no, esto no puede ser cierto. Esta alegría no es real, es demasiada alegría”. Y esto les impedía creer. La alegría. Los momentos de gran alegría. Estaban desbordados de alegría pero paralizados por la alegría. Y la alegría es uno de los deseos que Pablo envía a los suyos de Roma: “Y el Dios de la esperanza os colme de alegría” (cf. Rm 15,13), les dice. Llenar de alegría, desbordar de alegría. Es la experiencia del consuelo más alto, cuando el Señor nos hace comprender que esto es diferente a ser alegre, positivo, brillante... No, es otra cosa. Ser dichoso... lleno de alegría, una alegría desbordante que nos toca realmente. Y por esto, Pablo les desea a los Romanos que “el Dios de la esperanza os colme de alegría”. Y esa palabra, esa expresión, llenar de alegría se repite, muchas, muchas veces. Por ejemplo, cuando sucede lo de la prisión y Pablo salva la vida del carcelero que estaba a punto de suicidarse porque se habían abierto las puertas con el terremoto y luego le anuncia el Evangelio, lo bautiza, y el carcelero, dice la Biblia, estaba “se regocijó” de haber creído (cf. Hch 16,29-34). Lo mismo sucede con el ministro de economía de Candace, cuando Felipe lo bautizó, desapareció, siguió su camino “gozoso” (cf. At 8,39). Lo mismo sucedió en el día de la Ascensión: los discípulos regresaron a Jerusalén, dice la Biblia, “con grande gozo” (cf. Lc 24,52). Es la plenitud del consuelo, la plenitud de la presencia del Señor. Porque, como dice Pablo a los Gálatas, “el gozo es fruto del Espíritu Santo” (cf. Gal 5,22), no es la consecuencia de emociones que estallan por algo maravilloso... No, es más. Este gozo, el que nos llena es el fruto del Espíritu Santo. Sin el Espíritu no se puede tener esta alegría. Recibir la alegría del Espíritu es una gracia.
Esto me recuerda los últimos números, los últimos párrafos de la Exhortación Evangelii nuntiandi de Pablo VI (cf. 79-80), cuando habla de cristianos alegres, evangelizadores alegres, y no de aquellos que siempre viven decaídos. Hoy es un hermoso día para leerlo. Llenos de alegría. Esto es lo que la Biblia nos dice: “No acababan de creérselo a causa de la alegría...”, era tanta que no creían. Hay un pasaje del libro de Nehemías que nos ayudará hoy en esta reflexión sobre la alegría. El pueblo al regresar a Jerusalén encuentra el libro de la ley, se descubrió nuevamente —porque sabían la ley de memoria, pero no encontraban el libro de la ley—, una gran celebración y todo el pueblo se reúne para escuchar al sacerdote Esdras que leía el libro de la ley. El pueblo conmovido lloraba, lloraba de alegría porque había encontrado el libro de la ley y lloraba, estaba alegre, el llanto... Al final, cuando el sacerdote Esdras terminó, Nehemías le dijo al pueblo: “Estad tranquilos, no lloréis, conservad la alegría, porque la alegría en el Señor es vuestra fortaleza” (cf. Neh 8,1-12). Esta palabra del libro de Nehemías nos ayudará hoy. La gran fuerza que tenemos para transformar, para predicar el Evangelio, para seguir adelante como testigos de la vida es la alegría del Señor, que es fruto del Espíritu Santo, y hoy le pedimos que nos conceda este fruto.
CLAVE DE LECTURA 2
VISITA PASTORAL DEL PAPA FRANCISCO A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN PABLO DE LA CRUZ
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Los discípulos sabían que Jesús había resucitado, porque lo había dicho María Magdalena por la mañana; después Pedro lo había visto, después los discípulos que habían vuelto de Emaús habían contando el encuentro con Jesús resucitado. Lo sabían: ha resucitado y vive. Pero esa verdad no había entrado en el corazón. Esa verdad, sí, la sabían, pero dudaban. Preferían tener esa verdad en la mente, quizá. Es menos peligroso tener una verdad en la mente que tenerla en el corazón. Es menos peligroso.
Estaban todos reunidos y apareció el Señor. Y ellos desde antes se asustaron y creían que era un espíritu. Pero Jesús mismo les dijo: «¡No, mirad, tocadme. Ved las llagas. Un espíritu no tiene cuerpo. Mirad, soy yo!». ¿Pero por qué no creían? ¿Por qué dudaban? Hay una palabra en el Evangelio que nos da la explicación: «Pero ya que por la alegría no creían todavía y estaban llenos de estupor...». Por la alegría no podían creer. ¡Era mucha esa alegría! ¡Si esto es verdad, es una alegría inmensa! «Ah, yo no creo. No puedo». No podían creer que hubiera tanta alegría; la alegría que lleva a Cristo.
Nos pasa también a nosotros cuando nos dan una buena noticia. Antes de acogerla en el corazón decimos: «¿Pero es verdad? ¿Pero cómo lo sabes? ¿Dónde lo has escuchado?». Lo hacemos para estar seguros, porque si esto es verdad, es una alegría grande. Esto nos sucede a nosotros en lo pequeño, ¡imaginad a los discípulos! Era tanta la alegría que era mejor decir: «No, yo no lo creo». ¡Pero estaba allí! Sí, pero no podían. No podían aceptar; no podían dejar pasar en el corazón esa verdad que veían. Y al final, obviamente, creyeron. Y esta es la «renovada juventud» que nos dona el Señor. En la oración Colecta lo hemos hablado: la «renovada juventud». Nosotros estamos acostumbrados a envejecer con el pecado... El pecado envejece el corazón, siempre. Te hace un corazón duro, viejo, cansado. El pecado cansa el corazón y perdemos un poco la fe en Cristo Resucitado: «No, no creo... Sería mucha alegría esto... Sí, sí, está vivo, pero está en el Cielo por sus cosas...». Pero ¡sus cosas soy yo! ¡Cada uno de nosotros! Pero esta unión no somos capaces de hacerla.
El apóstol Juan, en la segunda lectura, dice: «Si alguno ha pecado tenemos un abogado ante el Padre». No tengáis miedo, Él perdona. Él nos renueva. El pecado nos envejece, pero Jesús, resucitado, vivo, nos renueva. Esta es la fuerza de Jesús resucitado. Cuando nosotros nos acercamos al sacramento de la penitencia es para ser renovados, para rejuvenecer. Y esto lo hace Jesucristo. Es Jesús resucitado quien hoy está en medio de nosotros: estará aquí sobre el altar; está en la Palabra... Y sobre el altar estará así: ¡resucitado! Es Cristo que quiere defendernos, el abogado, cuando nosotros hemos pecado, para rejuvenecernos.
Hermanos y hermanas, pidamos la gracia de creer que Cristo está vivo, ¡ha resucitado! Esta es nuestra fe, y si nosotros creemos esto, las demás cosas son secundarias. Esta es nuestra vida, esta es nuestra verdadera juventud. La victoria de Cristo sobre la muerte, la victoria de Cristo sobre el pecado. Cristo está vivo. «Sí, sí, ahora recibiré la comunión…». Pero cuando tú recibes la Comunión, ¿estás seguro de que Cristo está vivo ahí, ha resucitado? «Sí, es un poco de pan bendecido...». No, ¡es Jesús! Cristo está vivo, ha resucitado en medio de nosotros y si nosotros no creemos esto, no seremos nunca buenos cristianos, no podremos serlo.
«Pero ya que por la alegría no creían todavía y estaban llenos de estupor». Pidamos al Señor la gracia de que la alegría no nos impida creer, la gracia de tocar a Jesús resucitado: tocarlo en el encuentro mediante la oración; en el encuentro mediante los sacramentos; en el encuentro con su perdón que es la renovada juventud de la Iglesia; en el encuentro con los enfermos, cuando vamos a visitarles, con los presos, con los que están más necesitados, con los niños, con los ancianos. Si nosotros sentimos las ganas de hacer algo bueno, es Jesús resucitado quien nos empuja a esto. Y siempre la alegría, la alegría que nos hace jóvenes.
Pidamos la gracia de ser una comunidad alegre, porque cada uno de nosotros está seguro, tiene fe, ha encontrado a Jesús resucitado.
Al día siguiente, se reunieron en Jerusalén los jefes del pueblo, los ancianos y los escribas; entre ellos el sumo sacerdote Anás, Caifás y Alejandro, y los demás que eran familia de sumos sacerdotes. Hicieron comparecer a Pedro y a Juan y los interrogaron:
- «¿Con qué poder o en nombre de quién habéis hecho eso?»
Pedro, lleno de Espíritu Santo, respondió:
- «Jefes del pueblo y ancianos: Porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre; pues, quede bien claro a todos vosotros y a todo Israel que ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre, se presenta éste sano ante vosotros. Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular; ningún otro puede salvar; bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos.»
CLAVE DE LECTURA
PAPA FRANCISCO
REGINA COELI
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La liturgia de este cuarto domingo de Pascua continúa en el intento de ayudarnos a redescubrir nuestra identidad de discípulos del Señor resucitado. En los Hechos de los Apóstoles, Pedro declara abiertamente que la curación de los lisiados, realizada por él y de la que habla todo Jerusalén, tuvo lugar en el nombre de Jesús, porque «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (4, 12). En ese hombre sanado está cada uno de nosotros —ese hombre es la figura de nosotros: nosotros estamos todos allí—, están nuestras comunidades: cada uno puede recuperarse de las muchas formas de debilidad espiritual que tiene: ambición, pereza, orgullo, si acepta depositar con confianza su existencia en las manos del Señor resucitado. «Por el nombre de Jesucristo, el Nazareno —afirma Pedro— a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre y no por ningún otro se presenta éste aquí sano delante de vosotros» (v. 10) ¿Pero quién es Cristo sanador? ¿En qué consiste ser sanado por Él? ¿De qué nos cura? ¿Y mediante qué maneras?
La respuesta a todas estas preguntas la encontramos en el Evangelio de hoy, donde Jesús dice: «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas» (Juan 10, 11). Esta autopresentación de Jesús no puede ser reducida a una sugestión emotiva, sin ningún efecto concreto. Jesús sana siendo un pastor que da vida. Dando su vida por nosotros. Jesús le dice a cada uno: «tu vida es tan valiosa para mí, que para salvarla yo doy todo de mí mismo». Es precisamente esta ofrenda de vida lo que lo hace el buen Pastor por excelencia, el que sana, el que nos permite vivir una vida bella y fructífera. La segunda parte de la misma página evangélica nos dice en qué condiciones Jesús puede sanarnos y puede hacer nuestra vida bella y fecunda: «Yo soy el buen pastor, —dice Jesús— conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco al Padre» (vv. 14-15). Jesús no habla de un conocimiento intelectual, sino de una relación personal, de predilección, de ternura mutua, un reflejo de la misma relación íntima de amor entre Él y el Padre. Esta es la actitud a través de la cual se realiza una relación viva y personal con Jesús: dejándonos conocer por Él. No cerrándonos en nosotros mismos, abrirse al Señor, para que Él me conozca. Él está atento a cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón profundamente: conoce nuestras fortalezas y nuestras debilidades, los proyectos que hemos logrado y las esperanzas que fueron decepcionadas. Pero nos acepta tal como somos, nos conduce con amor, porque de su mano podemos atravesar incluso caminos inescrutables sin perder el rumbo. Nos acompaña Él.
A nuestra vez, nosotros estamos llamados a conocer a Jesús. Esto implica buscar un encuentro con Él, que despierte el deseo de seguirlo abandonando las actitudes autorreferenciales para emprender nuevos senderos, indicados por Cristo mismo y abiertos a vastos horizontes. Cuando en nuestras comunidades se enfría el deseo de vivir la relación con Jesús, de escuchar su voz y seguirlo fielmente, es inevitable que prevalezcan otras formas de pensar y vivir que no son coherentes con el Evangelio. Que María, nuestra Madre nos ayude a madurar una relación cada vez más fuerte con Jesús. Abrirnos a Jesús para que entre dentro de nosotros. Una relación más fuerte: Él ha resucitado. Así podemos seguirlo para toda la vida. En esta Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, que María interceda para que muchos respondan con generosidad y perseverancia al Señor que llama a dejar todo por su Reino.
Les mandaron salir fuera del Sanedrín, y se pusieron a deliberar:
- «¿Qué vamos a hacer con esta gente? Es evidente que han hecho un milagro: lo sabe todo Jerusalén, y no podemos negarlo; pero, para evitar que se siga divulgando, les prohibiremos que vuelvan a mencionar a nadie ese nombre.»
Los llamaron y les prohibieron en absoluto predicar y enseñar en nombre de Jesús. Pedro y Juan replicaron:
-«¿Puede aprobar Dios que os obedezcamos a vosotros en vez de a él? Juzgadlo vosotros. Nosotros no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído.»
Repitiendo la prohibición, los soltaron. No encontraron la manera de castigarlos, porque el pueblo entero daba gloria a Dios por lo sucedido.
"El don del Espíritu Santo: la franqueza, el valor, la parresia"
Sábado, 18 de abril de 2020
Homilía del Papa Francisco
Los líderes, los ancianos, los escribas, al ver la franqueza con la que hablaban estos hombres, y sabiendo que era gente sin instrucción, que tal vez no sabían escribir, se asombraban. No entendían: “Es algo que no podemos entender, cómo esta gente es tan valiente, cómo tiene esta franqueza” (cf. Hch 4,13). Esta palabra es una palabra muy importante que se convierte en el estilo de los predicadores cristianos, también en el Libro de los Hechos de los Apóstoles: franqueza. Coraje. Esto lo dice todo. Decirlo claramente. Viene de la raíz griega de decir todo, y nosotros también usamos esta palabra muchas veces, precisamente la palabra griega, para indicar esto: parresia, franqueza, coraje. Y veían esta franqueza, este coraje, esta parresia en ellos y no entendían.
Franqueza. La valentía y la franqueza con los que los primeros apóstoles predicaban... Por ejemplo, el Libro de los Hechos está lleno de esto: dice que Pablo y Bernabé trataron de explicar el misterio de Jesús a los judíos con franqueza y predicaron el Evangelio con franqueza.
Hay un versículo que me gusta mucho en la Carta a los Hebreos, cuando el autor de la Carta a los Hebreos se da cuenta de que hay algo en la comunidad que está decayendo, que se pierde algo, que hay una cierta tibieza, que estos cristianos se están volviendo tibios. Y dice esto —no recuerdo bien la cita...—, dice esto: “Traed a la memoria los primeros días, hubisteis de soportar un duro y doloroso combate: no perdáis ahora vuestra franqueza” (cf. Heb 10,32-35). “Recupera”, recuperar la franqueza, el valor cristiano para seguir adelante. No se puede ser cristiano sin que se dé esta franqueza: si no se da, no eres un buen cristiano. Si no tienes el coraje, si para explicar tu posición resbalas en ideologías o explicaciones casuísticas, te falta esa franqueza, te falta ese estilo cristiano, la libertad de hablar, de decirlo todo. El coraje.
Y luego vemos que los líderes, los ancianos, los escribas son víctimas, son víctimas de esta franqueza, porque los acorrala: no saben qué hacer. Sabiendo “que eran hombres sin instrucción ni cultura, quedaban sorprendidos y los reconocían como los que habían estado con Jesús; y, al mismo tiempo, veían de pie, junto a ellos, al hombre que había sido curado; así que no podían replicar” (Hch 4,13-14). En vez de aceptar la verdad que veían, tenían el corazón tan cerrado que buscaron la vía de la diplomacia, la vía del compromiso: “Vamos a asustarlos, amenacémoslos y veamos si así se callan” (cf. Hch 4,16-17). La franqueza, realmente, los había acorralado: no sabían cómo salir. No se les ocurrió decir: “¿No será verdad esto?”. Su corazón estaba ya cerrado, era duro: el corazón estaba corrompido. Ese es uno de los dramas: la fuerza del Espíritu Santo que se manifiesta en esta franqueza de la predicación, en esta locura de la predicación, no puede entrar en los corazones corruptos. Por eso hemos de estar atentos: pecadores sí, corruptos nunca. Y no llegar a esta corrupción que tiene muchas maneras de manifestarse...
Pero, estaban arrinconados y no sabían qué decir. Y al final, encontraron un compromiso: “Amenacémoslos un poco, asustémoslos un poco”, y los invitaron, los llamaron de nuevo y les ordenaron, los invitaron a no hablar en ningún momento y a no enseñar en el nombre de Jesús. “Hagamos las paces: ustedes vayan en paz, pero no hablen en nombre de Jesús, no enseñen” (cf. Hch 4,18). Conocemos a Pedro: no era un valiente nato. Fue un cobarde, negó a Jesús. ¿Pero qué pasa ahora? Respondieron: “Pensad si Dios considera justo que os obedezcamos a vosotros antes que a Él. Nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hch 4,19-20). ¿Pero de dónde le viene el coraje a este cobarde que ha negado al Señor? ¿Qué ha pasado en el corazón de este hombre? El don del Espíritu Santo: la franqueza, el coraje, la parresia es un don, una gracia que el Espíritu Santo da el día de Pentecostés. Justo después de haber recibido el Espíritu Santo fueron a predicar: un poco valientes, algo nuevo para ellos. Esta es coherencia, el signo del cristiano, del verdadero cristiano: es valiente, dice toda la verdad porque es coherente.
Y a esta coherencia llama al Señor en el envío. Después de esta síntesis que hace Marcos en el Evangelio: “Habiendo resucitado al amanecer...” (16,9) —una síntesis de la resurrección—, “les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado” (v. 14). Pero con la fuerza del Espíritu Santo —es el saludo de Jesús: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20,22) — y les dijo: “Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16,15). Id con valor, con franqueza, no tengáis miedo. No —retomo el versículo de la Carta a los Hebreos —, “no perdáis vuestra franqueza, no perdáis este don del Espíritu Santo” (cf. Heb 10,35). La misión nace precisamente de aquí, de este don que nos hace valientes, francos al proclamar la Palabra.
Que el Señor nos ayude siempre a ser así: valientes. Esto no significa imprudentes: no, no. Valientes. El coraje cristiano es siempre prudente, pero es coraje.
Al oírlo, todos juntos invocaron a Dios en voz alta:
- «Señor, tú hiciste el cielo, la tierra, el mar y todo lo que contienen; tú inspiraste a tu siervo, nuestro padre David, para que dijera:
"¿Por qué se amotinan las naciones, y los pueblos planean un fracaso? Se alían los reyes de la tierra, los príncipes conspiran contra el Señor y contra su Mesías."
Así fue: en esta ciudad se aliaron Herodes y Poncio Pilato con los gentiles y el pueblo de Israel contra tu santo siervo Jesús, tu Ungido, para realizar cuanto tu poder y tu voluntad habían determinado. Ahora, Señor, mira cómo nos amenazan, y da a tus siervos valentía para anunciar tu palabra; mientras tu brazo realiza curaciones, signos y prodigios, por el nombre de tu santo siervo Jesús.»
Al terminar la oración, tembló el lugar donde estaban reunidos, los llenó a todos el Espíritu Santo, y anunciaban con valentía la palabra de Dios.
"Nacer del Espíritu"
Lunes, 20 de abril de 2020
Homilía del Papa Francisco
Los apóstoles, que estaban en el Cenáculo, cuando vino el Espíritu salieron a predicar con ese valor, esa franqueza (cf. Hch 2,1-13)... no sabían que esto iba a suceder; y lo hicieron, porque los guiaba el Espíritu. El cristiano no debe nunca detenerse sólo en el cumplimiento de los Mandamientos: hay que cumplirlos, pero hay que ir más allá, hacia este nuevo nacimiento que es el nacimiento en el Espíritu, que le da la libertad del Espíritu.
Esto es lo que le pasó a esta comunidad cristiana de la primera Lectura, después de que Juan y Pedro volvieran de ese interrogatorio que tuvieron con los sacerdotes. Fueron a ver a sus hermanos, en esta comunidad, y reportaron lo que los jefes de los sacerdotes y los ancianos les habían dicho. Y la comunidad, cuando oyó esto, todos juntos, se asustaron un poco (cf. Hch 4,23). ¿Y qué hicieron? Rezaron. No se detuvieron en las medidas de precaución, “no, hagamos esto ahora, vayamos un poco más tranquilos...”: no. Rezar. Dejar que sea el Espíritu quien les diga qué hacer. Levantaron sus voces a Dios diciendo: «¡Señor!» (v. 24) y rezaron. Esta hermosa oración de un momento oscuro, de un momento en el que tienen que tomar decisiones y no saben qué hacer. Quieren nacer del Espíritu, abren sus corazones al Espíritu: que sea Él quien lo diga... Y piden: “Señor, Herodes y Poncio Pilato con los gentiles y los pueblos de Israel se han aliado contra tu Espíritu Santo y contra Jesús” (cf. v.27), cuentan la historia y dicen: “¡Señor, haz algo!”. «Y ahora, Señor, ten en cuenta sus amenazas —las del grupo de sacerdotes— y concede a tus siervos proclamar tu palabra con toda franqueza» (v.29) piden la franqueza, la valentía, de no tener miedo: «extiende tu mano para realizar curaciones, signos y prodigios por el nombre de tu santo siervo Jesús» (v,30). «Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos: todos quedaron llenos del Espíritu Santo y proclamaban la palabra de Dios con franqueza» (v.31). Un segundo Pentecostés ocurrió aquí.
Ante las dificultades, ante una puerta cerrada, que no sabían cómo avanzar, van al Señor, abren sus corazones y el Espíritu viene y les da lo que necesitan y salen a predicar, con valentía, y adelante. Esto es nacer del Espíritu, esto es no pararse en el “por tanto”, en el “por tanto” de las cosas que siempre he hecho, en el “por tanto” del después de los Mandamientos, en el “por tanto” después de las costumbres religiosas: ¡no! Esto es nacer de nuevo. ¿Y cómo se prepara uno para nacer de nuevo? A través de la oración. La oración es lo que abre la puerta al Espíritu y nos da esta libertad, esta franqueza, este coraje del Espíritu Santo. Que nunca sabrás dónde te va a llevar. Pero es el Espíritu.
Que el Señor nos ayude a estar siempre abiertos al Espíritu, porque es Él quien nos llevará adelante en nuestra vida de servicio al Señor.
Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Y Dios los miraba a todos con mucho agrado. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a disposición de os apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno.
José, a quien los apóstoles apellidaron Bernabé, que significa Consolado, que era levita y natural de Chipre, tenía un campo y lo vendió; llevó el dinero y lo puso a disposición de los apóstoles.
Clave de lectura 1
"El Espíritu Santo, maestro de la armonía"
Martes, 21 de abril de 2020
Homilía del Papa Francisco
«Nacer de lo alto» (Jn 3,7) es nacer con la fuerza del Espíritu Santo. Nosotros no podemos tomar el Espíritu Santo para nosotros, sólo podemos dejar que nos transforme. Y nuestra docilidad abre la puerta al Espíritu Santo: es Él quien hace el cambio, la transformación, este renacer de lo alto. Es la promesa de Jesús de enviar el Espíritu Santo (cf. Hch 1,8). El Espíritu Santo es capaz de hacer maravillas, cosas que ni siquiera podemos pensar.
Un ejemplo es esta primera comunidad cristiana, que no es una fantasía, esto que nos dicen aquí: es un modelo, donde se puede llegar cuando hay docilidad y se deja que el Espíritu Santo entre y nos transforme. Una comunidad, digamos, “ideal”. Es cierto que inmediatamente después de esto comenzarán los problemas, pero el Señor nos muestra hasta dónde podemos llegar si estamos abiertos al Espíritu Santo, si somos dóciles. En esta comunidad hay armonía (cf. Hch 4,32-37). El Espíritu Santo es el maestro de la armonía, es capaz de crearla y lo ha hecho aquí. Debe hacerlo en nuestros corazones, debe cambiar muchas cosas de nosotros, pero debe crear armonía: porque Él mismo es la armonía. También la armonía entre el Padre y el Hijo: es el amor de la armonía, Él. Y Él, con armonía, crea estas cosas como esta comunidad armoniosa. Pero luego, la historia nos habla —el mismo Libro de los Hechos de los Apóstoles— de tantos problemas en la comunidad. Este es un modelo: el Señor ha permitido este modelo de una comunidad casi “celestial” para hacernos ver a dónde deberíamos llegar.
Pero luego comenzaron las divisiones en la comunidad. El Apóstol Santiago dice en el segundo capítulo de su Carta: “No mezcléis vuestra fe «con la acepción de personas»” (St 2,1): ¡porque las hubo! “No hagan discriminaciones”: los apóstoles deben salir y amonestar. Y Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, en el capítulo 11, se queja: “Oigo decir que existen entre vosotros divisiones” (cf 1Cor 11,18): empiezan las divisiones internas en las comunidades. Este “ideal” debe ser alcanzado, pero no es fácil: hay muchas cosas que dividen a una comunidad, ya sea una comunidad cristiana parroquial cristiana o diocesana o presbiteral o de religiosos o religiosas... muchas cosas intervienen para dividir a la comunidad.
Observando qué fue lo que causó divisiones en las primeras comunidades cristianas, yo ve tres: primero, el dinero. Cuando el apóstol Santiago dice los de evitar favoritismos personales, pone un ejemplo porque “si en vuestra iglesia, en vuestra asamblea, entra un hombre con un anillo de oro, inmediatamente lo lleváis adelante, y al pobre lo dejáis a un lado” (cf. St 2,2). El dinero. El mismo Pablo dice lo mismo: “Los ricos traen comida y comen, ellos, y los pobres, de pie” (cf. 1Cor 11,20-22), los dejamos allí como diciéndoles: “Arréglatelas como puedas”. El dinero divide, el amor al dinero divide a la comunidad, divide a la Iglesia.
Muchas veces, en la historia de la Iglesia, donde hay desviaciones doctrinales —no siempre, pero sí muchas veces— hay dinero detrás: el dinero del poder, tanto poder político como dinero en efectivo, pero es dinero. El dinero divide a la comunidad. Por esta razón, la pobreza es la madre de la comunidad, la pobreza es el muro que protege a la comunidad. El dinero divide, el interés propio. Incluso en las familias: ¿cuántas familias han acabado divididas por una herencia? ¿Cuántas familias? Y ya no se hablaban... Cuántas familias... Una herencia... Se dividen: el dinero divide.
Otra cosa que divide a una comunidad es la vanidad, ese deseo de sentirse mejores que los demás. “Gracias, Señor, porque no soy como los demás” (cf. Lc 18,11), la oración del fariseo. Vanidad, sentirme que... Y también vanidad en mostrarse, vanidad en los hábitos, en el vestir: cuántas veces —no siempre pero sí muchas veces— la celebración de un sacramento es un ejemplo de vanidad, quién va con la mejor ropa, quién hace eso y lo otro... Vanidad... para la fiesta mayor... La vanidad entra ahí también. Y la vanidad divide. Porque la vanidad te lleva a ser un pavo real y donde hay un pavo real, hay división, siempre.
Lo tercero que divide a una comunidad son las habladurías: no es la primera vez que lo digo, pero es la realidad. Es la realidad. Esa cosa que el diablo pone en nosotros, como una necesidad de hablar de los demás por la espalda. “Qué buena persona es...” — “Sí, sí, pero...”: inmediatamente el “pero”: es una piedra para descalificar al otro e inmediatamente digo algo que he oído decir y así disminuyo un poco al otro.
Pero el Espíritu siempre viene con su fuerza para salvarnos de esta mundanidad del dinero, la vanidad y la habladuría, porque el Espíritu no es el mundo: está contra el mundo. Es capaz de hacer estos milagros, estas grandes cosas.
Pidamos al Señor esta docilidad al Espíritu para que nos transforme y transforme nuestras comunidades, nuestras comunidades parroquiales, diocesanas, religiosas: las transforme, para que podamos avanzar siempre en la armonía que Jesús quiere para la comunidad cristiana.
CLAVE DE LECTURA 2
SANTA MISA CON LOS MISIONEROS DE LA MISERICORDIA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica Vaticana, altar de la Cátedra
Martes, 10 de abril de 2018
Hemos escuchado en el Libro de los Hechos: "Los apóstoles con gran poder, daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús" (Hechos 4, 33).
Todo comienza desde la Resurrección de Jesús: de allí viene el testimonio de los apóstoles y, a través de él, se generan la fe y la vida nueva de los miembros de la comunidad, con su franco estilo evangélico.
Las lecturas de la misa de hoy ponen de manifiesto estos dos aspectos inseparables: el renacimiento personal y la vida de la comunidad. Y ahora, dirigiéndome a vosotros, queridos hermanos, pienso en vuestro ministerio que lleváis cabo desde el Jubileo de la Misericordia. Un ministerio que se mueve en ambas direcciones: al servicio de las personas, para que "renazcan desde lo alto" y al servicio de la comunidad, para que puedan vivir el mandamiento del amor con alegría y coherencia.
Hoy la Palabra de Dios ofrece dos indicaciones que me gustaría brindaros, pensando precisamente en vuestra misión.
El Evangelio recuerda que aquel que está llamado a dar testimonio de la Resurrección de Cristo debe, en primera persona, "nacer de lo alto" (Jn 3, 7). De lo contrario, se termina como Nicodemo que, a pesar de ser un maestro en Israel, no entendía las palabras de Jesús cuando decía que para "ver el reino de Dios" hay que "nacer de lo alto", nacer "del agua y del Espíritu" (cf. 3-5). Nicodemo no entendía la lógica de Dios, que es la lógica de la gracia, de la misericordia, por la cual el que se hace pequeño se vuelve grande, el que se hace último pasa a ser el primero, el que se reconoce enfermo se cura. Esto significa dejar realmente la primacía al Padre, a Jesús y al Espíritu Santo en nuestra vida. Atención: no se trata de convertirse en sacerdotes "poseídos", casi como si se fuera depositario de un carisma extraordinario. No. Sacerdotes ordinarios, simples, humildes, equilibrados, pero capaces de dejarse regenerar constantemente por el Espíritu, dóciles a su fuerza, interiormente libres —sobre todo de sí mismos— porque les mueve el "viento" del Espíritu que sopla donde quiere (Jn 3, 8).
La segunda indicación se refiere al servicio a la comunidad: ser sacerdotes capaces de "levantar" en el "desierto" del mundo el signo de la salvación, es decir, la Cruz de Cristo, como fuente de conversión y renovación para toda la comunidad y para el mundo mismo ( ver Jn 3: 14-15). En particular, me gustaría hacer hincapié en que el Señor muerto y resucitado es la fuerza que crea la comunión en la Iglesia y, a través de la Iglesia, en toda la humanidad. Jesús lo dijo antes de la Pasión: "Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32). Esta fuerza de comunión se manifestó desde el principio en la comunidad de Jerusalén donde —como atestigua el Libro de los Hechos— "la multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma" (4,32). Era una comunión que compartía los bienes de forma concreta, de modo que "todo era en común entre ellos" (v. Ibíd.) Y "no había entre ellos ningún necesitado" (v. 34). Pero este estilo de vida de la comunidad también era "contagioso" para el exterior: la presencia viva del Señor resucitado produce una fuerza de atracción que, a través del testimonio de la Iglesia y de las diversas formas de proclamación de la Buena Nueva, tiende a alcanzar a todos, ninguno excluido. Vosotros, queridos hermanos, poned al servicio de este dinamismo vuestro ministerio específico de Misioneros de la Misericordia. En efecto, tanto la Iglesia como el mundo de hoy tienen una necesidad particular de Misericordia para que la unidad deseada por Dios en Cristo prevalezca sobre la acción negativa del maligno que aprovecha muchos medios actuales, en sí mismos buenos, pero que, mal utilizados, en lugar de unir, dividen. Estamos convencidos de que "la unidad es superior al conflicto" (Evangelii gaudium, 228), pero también sabemos que sin la Misericordia este principio no tiene fuerza para actuarse en lo concreto de la vida y de la historia.
Queridos hermanos, salid de este encuentro con la alegría de ser confirmados en el ministerio de la Misericordia. Antes que nada confirmados en la grata confianza de ser vosotros los primeros llamados a renacer siempre de nuevo "desde lo alto", desde el amor de Dios. Y al mismo tiempo confirmados en la misión de ofrecer a todos el signo de Jesús "levantado" de la tierra, para que la comunidad sea signo e instrumento de unidad en medio del mundo.
Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 10 de abril de 2018.
"Jesús ruega por nosotros ante el Padre, mostrando sus llagas"
Jueves, 23 de abril de 2020
Homilía del Papa Francisco
La primera lectura continúa la historia que comenzó con la curación del tullido en la puerta del Templo llamada la Hermosa. Los apóstoles fueron llevados ante el sanedrín, luego fueron enviados a prisión, y después un ángel los liberó. Y esa mañana, justo esa mañana, tenían que salir de la prisión para ser juzgados, pero habían sido liberados por el ángel y predicaban en el Templo (cf. Hch 5,17-25). «Entonces [el jefe de la guardia y los alguaciles] condujeron los apóstoles y los presentaron en el sanedrín» (v. 27); fueron a detenerlos en el Templo y los llevaron al sanedrín. Y allí, el sumo sacerdote les reprochó: «Os prohibimos severamente enseñar en ese nombre» (v. 28) —es decir, en el nombre de Jesús— y vosotros «habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y pretendéis hacernos culpables de la muerte de ese hombre» (v. 28). Porque los apóstoles, Pedro, sobre todo, y Juan les reprochaban a los jefes, a los sacerdotes, de haber matado a Jesús. Y entonces Pedro respondió junto con los apóstoles: “Hay que obedecer a Dios, nosotros obedecemos a Dios y vosotros sois los culpables de esto” (cf. Hch 5, 29-31). Y acusa, pero con una valentía, con una franqueza, que uno se pregunta: “Pero, ¿es éste el Pedro que negó a Jesús? ¿Ese Pedro que tenía tanto miedo, ese Pedro que también era un cobarde? ¿Cómo llegó aquí?”. Y además termina diciendo: «Nosotros somos testigos de estos hechos, como lo es el Espíritu Santo que está con nosotros, que Dios ha dado a los que le obedecen (cf. 32). ¿Cómo llegó Pedro a este punto, a este valor, a esta franqueza, a exponerse? Porque podía haber llegado a compromisos y decir a los sacerdotes: “Pero no os preocupéis, iremos, hablaremos un poco más bajo, nunca os acusaremos en público, pero vosotros nos dejáis en paz...”, y llegar a compromisos.
En la historia, la Iglesia ha tenido que hacer esto muchas veces para salvar al pueblo de Dios. Y muchas veces, también lo ha hecho para salvarse a sí misma —no la Santa Iglesia— sino los líderes. Los compromisos pueden ser buenos y pueden ser malos. Ellos podían salir mediante compromiso. Pero no, Pedro dijo: “Ningún compromiso. Vosotros sois los culpables” (cf. v.30), y con esta valentía.
¿Y cómo llegó Pietro a este punto? Porque era un hombre entusiasta, un hombre que amaba con fuerza, también un hombre temeroso, un hombre que estaba abierto a Dios hasta el punto de que Dios le revela que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, pero poco después —inmediatamente— se dejó caer en la tentación de decirle a Jesús: “No, Señor, por este camino no: vayamos por el otro”: la redención sin la Cruz. Y Jesús le dice: “Satanás” (cf. Mc 8, 31-33). Un Pedro que pasó de la tentación a la gracia, un Pedro que es capaz de arrodillarse ante Jesús y decir: “Aléjate de mí, que soy un pecador” (cf. Lc 5,8), y luego un Pedro que trata de librarse, sin ser visto, y para no terminar en la cárcel niega a Jesús (cf. Lc 22,54-62). Es un Pedro inestable, porque era muy generoso y también muy débil. ¿Cuál es el secreto, qué fuerza tuvo Pedro para llegar aquí? Hay un versículo que nos ayudará a entender esto. Antes de la Pasión, Jesús dijo a los apóstoles: «Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo» (Lc 22,31). Es el momento de la tentación: “Seréis así, como el trigo”. Y a Pedro le dijo: “yo he rogado por ti «para que tu fe no desfallezca»” (v.32). Este es el secreto de Pedro: la oración de Jesús. Jesús reza por Pedro, para que su fe no desfallezca y pueda —dice Jesús— confirmar a sus hermanos en la fe. Jesús reza por Pedro.
Y lo que Jesús hizo con Pedro, lo hace con todos nosotros. Jesús reza por nosotros; reza ante el Padre. Estamos acostumbrados a rezar a Jesús para que nos dé esta gracia, esa otra gracia, para que nos ayude, pero no estamos acostumbrados a contemplar a Jesús que hace ver sus llagas al Padre, a Jesús, el intercesor, a Jesús que reza por nosotros. Y Pedro fue capaz de hacer todo este camino, pasar de ser cobarde a ser valiente, con el don del Espíritu Santo gracias a la oración de Jesús.
Pensemos un poco en esto. Dirijámonos a Jesús, agradeciéndole que rece por nosotros. Por cada uno de nosotros, Jesús reza. Jesús es el intercesor. Jesús quiso llevar consigo sus heridas para mostrárselas al Padre. Es el precio de nuestra salvación. Debemos tener más confianza; más que en nuestras oraciones, en la oración de Jesús. “Señor, reza por mí” — “Pero yo soy Dios, yo puedo darte...” — “Sí, pero reza por mí, porque tú eres el intercesor”. Y este es el secreto de Pedro: “Pedro, rezaré por ti «para que tu fe no desfallezca»” (Lc 22,32).
Que el Señor nos enseñe a pedirle la gracia de rezar por cada uno de nosotros.
- «No nos parece bien descuidar la palabra de Dios para ocuparnos de la administración. Por tanto, hermanos, escoged a siete de vosotros, hombres de buena fama, llenos de espíritu y de sabiduría, y los encargaremos de esta tarea: nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la palabra.»
La propuesta les pareció bien a todos y eligieron a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, a Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Parmenas y Nicolás, prosélito de Antioquía. Se los presentaron a los apóstoles y ellos les impusieron las manos orando.
La palabra de Dios iba cundiendo, y en Jerusalén crecía mucho el número de discípulos; incluso muchos sacerdotes aceptaban la fe.
Clave de lectura
"Rezar es ir con Jesús al Padre que nos concederá todo"
Domingo, 10 de mayo de 2020
Homilía del Papa Francisco
Hemos oído en la primera lectura de ese conflicto en los primeros días de la Iglesia (cf. Hch 6,1-7), porque los cristianos de origen griego murmuraban —murmuraban, ya se hacía en aquellos tiempos: se ve que es una costumbre de la Iglesia...—, murmuraban porque sus viudas, sus huérfanos no estaban bien atendidos; los apóstoles no tenían tiempo de hacer muchas cosas. Y Pedro [con los apóstoles], iluminado por el Espíritu Santo, “inventó”, por así decirlo, los diáconos. “Hagamos una cosa: busquemos a siete personas que sean buenas y que estos hombres se encarguen del servicio” (cf. Hch 6 2-4). El diácono es el custodio del servicio en la Iglesia. “Y así estas personas, que tienen motivos para quejarse, estén bien atendidas en sus necesidades y nosotros —dice Pedro, lo hemos oído— nos dedicaremos a la oración y al anuncio de la Palabra” (cf. v.5 ). Esta es la tarea del obispo: orar y predicar. Con esta fuerza que hemos oído en el Evangelio: el obispo es el primero en ir al Padre, con la confianza que ha dado Jesús, con el valor, con la parresia, para luchar por su pueblo. La primera tarea de un obispo es rezar. Pedro lo dijo: “Y a nosotros, la oración y la proclamación de la Palabra”.
Conocí a un sacerdote, un santo párroco, bueno, que cuando se encontraba con un obispo lo saludaba como se debe, muy amable, y siempre le hacía esta pregunta: “Excelencia, ¿cuántas horas reza al día?”, y decía siempre: “Porque la primera tarea es rezar”. Porque es la oración del jefe de la comunidad por la comunidad, la intercesión al Padre para que proteja al pueblo.
La oración del obispo, la primera tarea: rezar. Y la gente, al ver al obispo rezar, aprende a rezar. Porque el Espíritu Santo nos enseña que es Dios quien “hace la cosa”. Nosotros hacemos un poquitín, pero es él quien “hace las cosas” de la Iglesia, y la oración es la que lleva a la Iglesia hacia adelante. Y para esto los jefes de la Iglesia, por así decirlo, los obispos, deben seguir adelante con la oración
Esa palabra de Pedro es profética: “Que los diáconos hagan todo esto, así la gente está bien atendida y ha resuelto los problemas y también sus necesidades. Pero a nosotros, los obispos, la oración y la proclamación de la Palabra”.
Es triste ver a buenos obispos, capaces, personas buenas, pero ocupados en muchas cosas, la economía, y esto y lo otro y lo de más allá... La oración en primer lugar. Luego, lo demás. Pero cuando lo demás roba espacio a la oración, algo no funciona. Y la oración es fuerte por lo que hemos oído decir a Jesús en el Evangelio: «Yo voy al Padre. Y yo os concederé todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, para que el Padre sea glorificado» (Jn 14,12-13) Así sigue adelante la Iglesia, con la oración, la valentía valor de la oración, porque la Iglesia sabe que sin esta subida al Padre no puede sobrevivir.
Pedro recorría el país y bajó a ver a los santos que residían en Lida. Encontró allí a un cierto Eneas, un paralítico que desde hacía ocho años no se levantaba de la camilla.
Pedro le dijo:
-«Eneas, Jesucristo te da la salud; levántate y haz la cama.»
Se levantó inmediatamente. Lo vieron todos los vecinos de Lida y de Sarón, y se convirtieron al Señor.
Había en Jafa una discípula llamada Tabita, que significa Gacela. Tabita hacía infinidad de obras buenas y de limosnas. Por entonces cayó enferma y murió. La lavaron y la pusieron en la sala de arriba.
Lida está cerca de Jafa.Al enterarse los discípulos de que Pedro estaba allí, enviaron dos hombres a rogarle que fuera a Jafa sin tardar. Pedro se fue con ellos. Al llegar a Jafa, lo llevaron a la sala de arriba, y se le presentaron las viudas, mostrándole con lágrimas los vestidos y mantos que hacía Gacela cuando vivía. Pedro mandó salir fuera a todos. Se arrodilló, se puso a rezar y, dirigiéndose a la muerta, dijo:
- «Tabita, levántate.»
Ella abrió los ojos y, al ver a Pedro, se incorporó. Él la cogió de la mano, la levantó y, llamando a los santos y a las viudas, se la presentó viva.
Esto se supo por todo Jafa, y muchos creyeron en el Señor.
«Has entrado en casa de incircuncisos y has comido con ellos.»
Pedro entonces se puso a exponerles los hechos por su orden:
«Estaba yo orando en la ciudad de Jafa, cuando tuve en éxtasis una visión: Algo que bajaba, una especie de toldo grande, cogido de los cuatro picos, que se descolgaba del cielo hasta donde yo estaba. Miré dentro y vi cuadrúpedos, fieras, reptiles y pájaros.
Luego oí una voz que me decía:
"Anda, Pedro, mata y come."
Yo respondí:
"Ni pensarlo, Señor; jamás ha entrado en mi boca nada profano o impuro."
La voz del cielo habló de nuevo:
"Lo que Dios ha declarado puro, no lo llames tú profano." Esto se repitió tres veces, y de un tirón lo subieron todo al cielo.
En aquel preciso momento se presentaron en la casa donde estábamos tres hombres que venían de Cesarea con un recado para mí. El Espíritu me dijo que me fuera con ellos sin más. Me acompañaron estos seis hermanos, y entramos en casa de aquel hombre. Él nos contó que había visto en su casa al ángel que, en pie, le decía:
"Manda recado a Jafa e invita a Simón Pedro a que venga; lo que te diga te traerá la salvación a ti y a tu familia."
En cuanto empecé a hablar, bajó sobre ellos el Espíritu Santo, igual que había bajado sobre nosotros al principio; me acordé de lo que había dicho el Señor:
"Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo."
Pues, si Dios les ha dado a ellos el mismo don que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para oponerme a Dios?»
Con esto se calmaron y alabaron a Dios, diciendo:
«También a los gentiles les ha otorgado Dios la conversión que lleva a la vida.»
Clave de lectura
"Todos tenemos un único Pastor: Jesús"
Lunes, 4 de mayo de 2020
Homilía del Papa Francisco
Cuando Pedro subió a Jerusalén, los fieles le reprocharon (cf. Hch 11, 1-8). Le reprocharon que había entrado en casa de los incircuncisos y comido con ellos, con los gentiles: eso no se podía hacer, era un pecado. La pureza de la ley no lo permitía. Pedro lo había hecho porque el Espíritu lo había llevado allí. Hay siempre en la Iglesia —y en la Iglesia primitiva mucho, porque el asunto no estaba claro— este espíritu de “nosotros somos los justos, los otros los pecadores”. Este “nosotros y los otros”, “nosotros y los otros”, las divisiones: “Nosotros tenemos la posición correcta ante Dios”. En cambio están “los otros”, también se dice que son los “condenados” ya. Y esta es una enfermedad de la Iglesia, una enfermedad que surge de las ideologías o de los partidos religiosos... Pensemos que en la época de Jesús había por lo menos cuatro partidos religiosos: el partido de los fariseos, el partido de los saduceos, el partido de los zelotes y el partido de los esenios, y cada uno interpretaba la ley según “la idea” que tenía. Y esta idea es una escuela “fuera de la ley” cuando es una forma de pensar, de sentir mundano que se hace intérprete de la ley. También le reprocharon a Jesús que entrara en casa de los publicanos —que eran pecadores, según ellos— y que comiera con ellos, con los pecadores, porque la pureza de la ley no lo permitía (cf. Mt 9,10-11); y que no se lavara las manos antes del almuerzo (cf. Mt 15, 2.20). Siempre ese reproche que crea la división: esto es lo importante, que quisiera subrayar.
Hay ideas, posiciones que crean división, hasta el punto de que la división es más importante que la unidad. Mi idea es más importante que el Espíritu Santo que nos guía. Hay un cardenal “emérito” que vive aquí en el Vaticano, un buen pastor, que les decía a sus fieles: “La Iglesia es como un río, ¿saben? Algunos están más de este lado, otros del otro, pero lo importante es que todos están dentro del río”. Esa es la unidad de la Iglesia. Nadie fuera, todos dentro. Luego, con las peculiaridades: esto no es dividir, no es ideología, es lícito. ¿Pero por qué la Iglesia tiene este ancho de río? Es porque el Señor lo quiere así.
El Señor, en el Evangelio, nos dice: «También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas debo conducir: escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, bajo un solo pastor» (Jn 10,16). El Señor dice: “Tengo ovejas por todas partes y soy el pastor de todos”. Este todos es muy importante en Jesús. Pensemos en la parábola del banquete nupcial (cf. Mt 22,1-10), cuando los invitados no querían ir: uno porque había comprado un campo, otro porque se había casado... todos dieron sus motivos para no ir. Y el rey se enfadó y dijo: «Id, pues, a los cruces de los caminos e invitad a la boda a todos los que encontréis» (v. 9). Todos. Grandes y pequeños, ricos y pobres, buenos y malos. Todos. Este “todos” es un poco la visión del Señor que vino por todos y murió por todos. “¿También murió por ese miserable que me hizo la vida imposible?” También murió por él. “¿Y por ese bandido?”: murió por él. Por todos. Y también por las personas que no creen en él o son de otras religiones. Murió por todos. Eso no significa que hay que hacer proselitismo, no. Pero murió por todos, justificó a todos.
Aquí en Roma había una señora, una mujer buena, una profesora, la profesora [Maria Grazia] Mara, que cuando surgían dificultades por tantas cosas y había divisiones, decía: “Cristo murió por todos: ¡sigamos adelante!”. Esa capacidad constructiva. Tenemos un solo Redentor, una sola unidad: Cristo murió por todos. En cambio la tentación... Pablo también la sufrió: “Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de este, yo del otro...” (cf. 1Cor 3,1-9). Pensemos en nosotros, hace cincuenta años, en el postconcilio: las divisiones que sufrió la Iglesia. “Yo estoy de este lado, yo pienso así, tú así...”. Sí, es legítimo pensar así, pero en la unidad de la Iglesia, bajo el Pastor Jesús.
Dos cosas. El reproche de los apóstoles a Pedro por haber entrado en casa de los paganos. Y Jesús que dice: “Yo soy el pastor de todos”. Soy el pastor de todos, y que dice: “Tengo otras ovejas, que no son de este redil. También a esas debo conducir. Escucharán mi voz y habrá un solo rebaño” (cf. Jn 10,16). Es la oración por la unidad de todos los hombres, porque todos, hombres y mujeres, todos tenemos un solo Pastor: Jesús.
Que el Señor nos libere de esa psicología de la división, del dividir, y nos ayude a ver esto de Jesús, esta gran cosa de Jesús, que en Él todos somos hermanos y Él es el Pastor de todos. Que hoy esta palabra: todos, todos, nos acompañe durante todo el día.
La noche antes de que lo sacara Herodes estaba Pedro durmiendo entre dos soldados, atado a ellos con cadenas. Los centinelas hacían guardia a la puerta de la cárcel.
De repente se presentó el ángel del Señor, y se iluminó la celda. Tocó a Pedro en el hombro, lo despertó y le dijo:
- Date prisa, levántate.
Las cadenas se le cayeron de las manos y el ángel añadió
- Ponte el cinturón y las sandalias.
Obedeció, y el ángel le dijo:
- Échate la capa y sígueme.
Pedro salió detrás, creyendo que lo que hacía el ángel era una visión y no realidad. Atravesaron la primera y la segunda guardia, llegaron al portón de hierro que daba a la calle, y se abrió solo. Salieron, y al final de la calle se marchó el ángel.
Pedro recapacitó y dijo:
- Pues era verdad: el Señor ha enviado a su ángel para librarme de las manos de Herodes y de la expectación de los judíos.
CLAVE DE LECTURA 1
SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy celebramos a los santos patrones de Roma, los Apóstoles Pedro y Pablo. Y es un regalo encontrarnos rezando aquí, cerca del lugar donde Pedro murió como mártir y está enterrado. Sin embargo, la liturgia de hoy recuerda un episodio completamente diferente: relata que varios años antes Pedro fue liberado de la muerte. Había sido arrestado, estaba encarcelado y la Iglesia, preocupada por su vida, rezaba incesantemente por él. Entonces un ángel bajó para liberarlo de la prisión (cf. Hechos 12, 1-11). Pero también años después, cuando Pedro estuvo prisionero en Roma, la Iglesia ciertamente habrá rezado. Sin embargo, en aquella ocasión, no se le perdonó la vida. ¿Cómo es que en el primer caso fue liberado de la prueba y luego no?
Porque hay una evolución en la vida de Pedro que puede iluminar el camino de nuestra vida. El Señor le concedió grandes gracias y lo liberó del mal: también lo hace con nosotros. De hecho, a menudo acudimos a Él sólo en momentos de necesidad, a pedir ayuda. Pero Dios ve más allá y nos invita a ir más lejos, a buscar no sólo sus dones, sino a buscarle a Él, que es el Señor de todos los dones; a confiarle no sólo los problemas, sino a poner en sus manos la vida. De esta manera, Él puede finalmente darnos la mayor gracia, la de dar la vida. Sí, dar la vida. Lo más importante en la vida es hacer de la vida un don. Y esto es válido para todos: para los padres con sus hijos y para los hijos con sus padres ancianos. Y aquí me vienen a la mente muchas personas mayores, que la familia deja solas, como —me permito decir—, como si fueran material de desecho. Y este es un drama de nuestro tiempo: la soledad de los ancianos. La vida de los hijos y nietos no se convierte en un don para los ancianos. Hacerse don para los casados y para los consagrados; es válido para todos, en casa y en el trabajo, y para todos los que nos rodean. Dios desea hacernos crecer en el don: sólo así podemos ser grandes. Crecemos si nos entregamos a los demás. Fijémonos en San Pedro: no se convirtió en un héroe porque fue liberado de la prisión, sino porque dio su vida aquí. Su don ha transformado un lugar de ejecución en el hermoso lugar de esperanza en el que nos encontramos.
Esto es lo que hay que pedirle a Dios: no sólo la gracia del momento, sino la gracia de la vida. El Evangelio de hoy nos muestra precisamente el diálogo que cambió la vida de Pedro. Se encontró ante la siguiente pregunta de Jesús: “¿Quién dices que soy yo?”. Y respondió: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Y Jesús contestó: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás» (Mateo 16, 16-17). Jesús le llama bienaventurado, es decir, literalmente, feliz. Eres feliz porque has dicho esto. Tomemos nota: Jesús dice Bienaventurado eres a Pedro, que le había dicho Tú eres el Dios vivo. ¿Cuál es entonces el secreto de una vida dichosa, cuál es el secreto de una vida feliz? Reconocer a Jesús, pero a Jesús como Dios vivo, no como una estatua. Porque no importa saber que Jesús fue grande en la historia, no importa tanto apreciar lo que dijo o hizo: importa el lugar que yo le doy en mi vida, que lugar le doy a Jesús en mi corazón. En ese momento Simón escuchó a Jesús decir: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (v. 18). No le llamó “Piedra” porque fuera un hombre sólido y de confianza. No, cometerá muchos errores después, no era muy de fiar, cometerá muchos errores, llegará incluso a negar al Maestro. Pero eligió construir su vida sobre Jesús, la piedra; y no —como dice el texto— sobre “la carne ni la sangre”, es decir, sobre sí mismo, sobre sus capacidades; sino sobre Jesús (cfr. v. 17), que es la piedra. Jesús es la roca en la que Simón se convirtió en piedra. Podemos decir lo mismo del apóstol Pablo, que se entregó totalmente al Evangelio, considerando todo el resto como basura, para ganar a Cristo.
Hoy, ante los Apóstoles, podemos preguntarnos: “Y yo, ¿cómo enfoco la vida? ¿Pienso sólo en las necesidades del momento o creo que mi verdadera necesidad es Jesús, que hace de mí un don? ¿Y cómo construyo mi vida, sobre mis capacidades o sobre el Dios vivo?”. Que la Virgen, que se confió completamente a Dios, nos ayude a ponerlo como base de cada día; y que ella interceda por nosotros para que, con la gracia de Dios, podamos hacer de nuestra vida un don.
CLAVE DE LECTURA 2
SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
PAPA FRANCISCO
ÁNGELUS
Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
Los Padres de la Iglesia amaban comparar a los santos apóstoles Pedro y Pablo con dos columnas, sobre las cuales se apoya la construcción visible de la Iglesia. Ambos sellaron con su propia sangre el testimonio dado a Cristo con la predicación y el servicio a la naciente comunidad cristiana. Este testimonio se evidencia en las lecturas bíblicas de la liturgia de hoy, lecturas que indican el motivo por el cual su fe, confesada y anunciada, fue coronada luego con la prueba suprema del martirio.
El Libro de los Hechos de los Apóstoles (Cfr. 12, 1-11) narra el evento de la prisión y de la consiguiente liberación de Pedro. Él experimentó la adversión al Evangelio ya en Jerusalén, donde fue encerrado en la prisión por el rey Herodes, «su intención era hacerlo comparecer ante el pueblo» (v. 4). Pero fue salvado de manera milagrosa y así pudo cumplir su misión evangelizadora, primero en Tierra Santa y después en Roma, poniendo todas sus energías al servicio de la comunidad cristiana.
También Pablo experimentó la hostilidad de la que fue liberado por el Señor. Enviado por el Resucitado a muchas ciudades con poblaciones paganas, él encontró fuertes resistencias tanto por parte de sus correligionarios como de las autoridades civiles. Escribiendo al discípulo Timoteo, reflexiona sobre su vida y sobre su recorrido misionero, como también sobre las persecuciones sufridas a causa del Evangelio.
Estas dos “liberaciones”, de Pedro y de Pablo, revelan el camino común de los dos apóstoles, que fueron enviados por Jesús a anunciar el Evangelio en ambientes difíciles y en algunos casos hostiles. Ambos, con sus situaciones personales y eclesiales, nos demuestran y nos dicen hoy a nosotros que el Señor está siempre a nuestro lado, camina con nosotros, no nos abandona jamás. Especialmente en el momento de la prueba, Dios nos tiende la mano, viene en nuestra ayuda y nos libera de las amenazas de los enemigos. Pero recordemos que nuestro verdadero enemigo es el pecado, y el Maligno que nos empuja a él. Cuando nos reconciliamos con Dios, especialmente en el Sacramento de la Penitencia, recibiendo la gracia del perdón, somos liberados de los vínculos del mal y aligerados del peso de nuestros errores. Así podemos continuar nuestro recorrido de alegres anunciadores y testigos del Evangelio, demostrando que nosotros en primer lugar hemos recibido misericordia.
A la Virgen María, Reina de los Apóstoles, dirigimos nuestra oración, que hoy es sobre todo por la Iglesia que vive en Roma y por esta ciudad, de la que Pedro y Pablo son patrones. Que le den el bienestar espiritual y material. La bondad y la gracia del Señor sostengan a todo el pueblo romano, para que viva en fraternidad y concordia, haciendo resplandecer la fe cristiana, atestiguada con intrépido ardor por los santos apóstoles Pedro y Pablo.
- «Hermanos, desde los primeros días, como sabéis, Dios me escogió para que los gentiles oyeran de mi boca el mensaje del Evangelio, y creyeran. Y Dios, que penetra los corazones, mostró su aprobación dándoles el Espíritu Santo igual que a nosotros. No hizo distinción entre ellos y nosotros, pues ha purificado sus corazones con la fe. ¿Por qué provocáis a Dios ahora, imponiendo a esos discípulos una carga que ni nosotros ni nuestros padres hemos podido soportar? No; creemos que lo mismo ellos que nosotros nos salvamos por la gracia, del Señor Jesús.»
Toda la asamblea hizo silencio para escuchar a Bernabé y Pablo, que les contaron los signos y prodigios que Dios había hecho por medio de ellos entre los gentiles. Cuando terminaron, Santiago resumió la discusión, diciendo:
«Escuchadme, hermanos: Simón ha contado la primera intervención de Dios para escogerse un pueblo entre los gentiles. y Esto responde a lo que dijeron los profetas:
"Después volveré para levantar la choza caída de David;
levantaré sus ruinas y la pondré en pie,
para que los demás hombres busquen al Señor,
y todos los gentiles que llevarán mi nombre:
lo dice el Señor, que lo anunció desde antiguo."
Por eso, a mi parecer, no hay que molestar a los gentiles que se convierten a Dios; basta escribirles que no se contaminen con la idolatría ni con la fornicación y que no coman sangre ni animales estrangulados. Porque durante muchas generaciones, en la sinagoga de cada ciudad, han leído a Moisés todos los sábados y lo han explicado.»
CLAVE DE LECTURA
SANTA MISA PARA LA APERTURA DE LA ASAMBLEA GENERAL DE CARITAS INTERNATIONALIS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCESCO
Jueves, 23 de mayo de 2019
La Palabra de Dios, en la lectura de hoy de los Hechos de los Apóstoles, narra la primera gran reunión de la historia de la Iglesia. Se había producido una situación inesperada: los paganos se acercaban a la fe. Y surge una pregunta: ¿tienen que adaptarse, como los demás, a todas las normas de la ley antigua? Era una decisión difícil de tomar y el Señor ya no estaba presente. Darían ganas de preguntarse: ¿por qué Jesús no dejó una sugerencia para resolver al menos esta primera «gran discusión» (Hechos 15, 7)? Hubiera sido suficiente una pequeña indicación para los apóstoles, que durante años habían estado con él todos los días. ¿Por qué Jesús no había dado reglas siempre claras y de rápida resolución?
He aquí la tentación del «eficientismo», del pensar que la Iglesia va bien si tiene todo bajo control, si vive sin sacudidas, con la agenda siempre en orden, todo reglamentado. Y es también la tentación de la casuística. Pero el Señor no procede así; en efecto no manda a sus seguidores una respuesta desde el cielo, envía al Espíritu Santo. Y el Espíritu no viene trayendo el orden del día, viene como fuego. Jesús no quiere que la Iglesia sea una maqueta perfecta, que se complace de su propia organización y es capaz de defender su buen nombre. Pobres esas iglesias particulares que se afanan tanto en la organización, en los planes, intentando tener todo claro, todo distribuido. A mí me hace sufrir. Jesús no vivió así, sino en camino, sin temer las sacudidas de la vida. El evangelio es nuestro programa de vida, allí esta todo. Nos enseña que las cuestiones no se enfrentan con la receta ya lista y que la fe no es una hoja de ruta, sino un «Camino» (Hechos 9, 2) que hay que recorrer juntos, siempre juntos, con espíritu de confianza. Del relato de los Hechos aprendemos tres elementos esenciales para la Iglesia en su camino: la humildad de la escucha, el carisma del conjunto, el valor de la renuncia.
Empecemos por el final: el valor de la renuncia. El resultado de aquella gran discusión no fue imponer algo nuevo, sino dejar algo viejo. Pero esos primeros cristianos no dejaron cosas de poco: se trataba de tradiciones y de preceptos religiosos importantes, queridos por el pueblo elegido. Estaba en juego la identidad religiosa. Sin embargo, eligieron que el anuncio del Señor es lo primero y vale más que todo. Por el bien de la misión, para anunciar a quien sea de manera transparente y creíble que Dios es amor, pueden y deben dejarse incluso aquellas creencias y tradiciones humanas que son más un obstáculo que una ayuda. También nosotros necesitamos redescubrir la belleza de la renuncia, sobre todo a nosotros mismos. San Pedro dice que el Señor «purificó los corazones con la fe» (cf. Hechos 15, 9). Dios purifica, Dios simplifica, a menudo hace crecer eliminando, no agregando, como haríamos nosotros. La verdadera fe purifica de los apegos. Para seguir al Señor hay que caminar deprisa y para caminar deprisa hay que aligerarse, aunque cueste. Como Iglesia, no estamos llamados a compromisos empresariales, sino a empujes evangélicos. Y al purificarnos, al reformarnos a nosotros mismos debemos evitar el «gatopardismo», es decir, fingir cambiar algo para que en realidad nada cambie. Esto sucede, por ejemplo, cuando para tratar de ponerse al día se maquilla la superficie de las cosas, pero es solo maquillaje para aparentar ser joven. El Señor no quiere arreglos cosméticos, quiere la conversión del corazón, que pasa a través de la renuncia. Salir de uno mismo es la reforma fundamental.
Veamos cómo llegaron a ello los primeros cristianos. Llegaron al valor de la renuncia partiendo de la humildad de la escucha. Se ejercitaron en el desinterés por sí mismos: vemos que cada uno deja hablar al otro y está dispuesto a cambiar sus convicciones. Sabe escuchar solo el que deja que la voz del otro entre realmente en él. Y cuando crece el interés por los demás, aumenta el desinterés por sí mismo. Uno se vuelve humilde siguiendo el camino de la escucha, que impide el querer reafirmarse, el seguir resueltamente tus propias ideas, el buscar el consenso con todos los medios. La humildad nace cuando en lugar de hablar se escucha; cuando se deja de estar en el centro. Luego, crece a través de las humillaciones. Es el camino del servicio humilde, el que Jesús recorrió. En este camino de la caridad es donde el Espíritu desciende y orienta. Para quien quiere recorrer los caminos de la caridad, la humildad y la escucha significan oído tendido a los más pequeños. Miremos nuevamente a los primeros cristianos: todos guardan silencio para escuchar a Bernabé y Pablo. Eran los últimos llegados, pero les dejaron contar todo lo que Dios había hecho a través de ellos (cf. v. 12). Siempre es importante escuchar la voz de todos, especialmente de los más pequeños y de los últimos. En el mundo, los que tienen más medios hablan más, pero entre nosotros no puede ser así, porque a Dios le gusta revelarse a través de los pequeños y los últimos. Y pide a cada uno que no mire a nadie de arriba abajo. Es lícito mirar una persona de arriba abajo solamente para ayudarla a levantarse; la única vez, si no, no se puede.
Y finalmente, la escucha de la vida: Pablo y Bernabé cuentan experiencias, no ideas. La Iglesia discierne así; no frente al ordenador, sino frente a la realidad de las personas. Se discuten las ideas, pero las situaciones se disciernen. Personas antes que programas, con la mirada humilde de quien sabe buscar en los otros la presencia de Dios, que no vive en la grandeza de lo que hacemos, sino en la pequeñez de los pobres que encontramos. Si no los miramos directamente, terminamos siempre mirándonos a nosotros mismos y haciéndolos instrumentos de nuestra afirmación, usamos a los demás. Desde la humildad de la escucha al valor de la renuncia, todo pasa por el carisma del conjunto. De hecho, en la discusión de la primera Iglesia, la unidad siempre prevalece sobre las diferencias. Para cada uno, el primer lugar no corresponde a las preferencias y estrategias propias, sino al ser y sentirse Iglesia de Jesús, reunida alrededor de Pedro, en una caridad que no crea uniformidad, sino comunión. Ninguno sabía todo, ninguno tenía el conjunto de los carismas, pero cada uno sostenía el carisma del conjunto. Es esencial, porque realmente no se puedes hacer el bien sin quererse. ¿Cuál era el secreto de aquellos cristianos? Tenían diferentes sensibilidades y orientaciones, también había personalidades fuertes, pero tenían la fuerza de amarse unos a otros en el Señor. Lo vemos en Santiago, el cual, al momento de sacar conclusiones, dice pocas palabras suyas y cita mucha Palabra de Dios (cf. vv. 16-18). Deja hablar a la Palabra. Mientras las voces del diablo y del mundo llevan a la división, la voz del Buen Pastor forma un solo rebaño. Y así, la comunidad se funda en la Palabra de Dios y permanece en su amor.
«Permaneced en mi amor» (Juan 15, 9): es lo que Jesús pide en el Evangelio. ¿Y cómo se hace? Debemos estar cerca de Él, Pan partido. Nos ayuda a estar ante el tabernáculo y ante los muchos tabernáculos vivos que son los pobres. La Eucaristía y los pobres, tabernáculo fijo y tabernáculos móviles: allí se permanece en el amor y se absorbe la mentalidad del pan partido. Allí se comprende el «cómo» del que habla Jesús: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros» (ibíd.). ¿Y cómo amó el Padre a Jesús? Dando todo, no reteniendo nada para sí mismo. Lo decimos en el Credo: «Dios de Dios, luz de luz»; lo dio todo. Cuando, en cambio, nos abstenemos de dar, cuando nuestros intereses ocupan el primer lugar, no imitamos el cómo de Dios, no somos una Iglesia libre y liberadora. Jesús pide que permanezcamos en Él, no en nuestras ideas; nos pide que salgamos de la pretensión de controlar y administrar; nos pide que confiemos en los demás y nos entreguemos a los demás. Pidamos al Señor que nos libere de la eficiencia, de la mundanalidad, de la tentación sutil de rendir culto a nosotros mismos y a nuestra habilidad, de la organización obsesiva. Pidamos la gracia de aceptar el camino indicado por la Palabra de Dios: humildad, comunión, renuncia.
CLAVE DE LECTURA
VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD FRANCISCO A MYANMAR Y BANGLADÉS
SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Kyaikkasan Ground (Rangún)
Miércoles, 29 de noviembre de 2017
Queridos hermanos y hermanas:
Desde antes de venir a este país, he estado esperando que llegara este momento. Muchos de vosotros habéis venido de lejanas y remotas tierras montañosas, algunos incluso a pie. Vengo como peregrino para escuchar y aprender de vosotros, y para ofreceros algunas palabras de esperanza y consuelo.
La primera lectura de hoy, tomada del libro de Daniel, nos ayuda a ver lo limitada que era la sabiduría del rey Baltasar y sus videntes. Ellos sabían cómo alabar «a sus dioses de oro y plata, de bronce y de hierro, de madera y de piedra» (Dn 5,4), pero no poseían la sabiduría para alabar a Dios, en cuyas manos está nuestra vida y nuestro aliento. Daniel, sin embargo, tenía la sabiduría del Señor y fue capaz de interpretar sus grandes misterios.
El intérprete definitivo de los misterios de Dios es Jesús. Él es la sabiduría de Dios en persona (cf.1 Co 1,24). Jesús no nos enseñó su sabiduría con largos discursos o grandes demostraciones de poder político o terreno, sino entregando su vida en la cruz. A veces podemos caer en la trampa de confiar en nuestra propia sabiduría, pero la verdad es que podemos fácilmente desorientarnos. En esos momentos, debemos recordar que tenemos ante nosotros una brújula segura: el Señor crucificado. En la cruz, encontramos la sabiduría que puede guiar nuestras vidas con la luz que proviene de Dios.
Desde la cruz también nos llega la curación. Allí, Jesús ofreció sus heridas al Padre por nosotros, las heridas que nos han curado (cf. 1 Pe 2,4). Que siempre tengamos la sabiduría de encontrar en las heridas de Cristo la fuente de toda curación. Sé que muchos en Myanmar llevan las heridas de la violencia, heridas visibles e invisibles. Existe la tentación de responder a estas heridas con una sabiduría mundana que, como la del rey en la primera lectura, está profundamente equivocada. Pensamos que la curación pueda venir de la ira y de la venganza. Sin embargo, el camino de la venganza no es el camino de Jesús.
El camino de Jesús es radicalmente diferente. Cuando el odio y el rechazo lo condujeron a la pasión y a la muerte, él respondió con perdón y compasión. En el Evangelio de hoy, el Señor nos dice que, al igual que él, también nosotros podemos encontrar rechazo y obstáculos, sin embargo él nos dará una sabiduría a la que nadie puede resistir (cf. Lc 21,15). Está hablando del Espíritu Santo, gracias al cual el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones (Rm 5, 5). Con el don de su Espíritu, Jesús nos hace capaces de ser signos de su sabiduría, que vence a la sabiduría de este mundo, y de su misericordia, que alivia incluso las heridas más dolorosas.
En la víspera de su pasión, Jesús se entregó a sus apóstoles bajo los signos del pan y del vino. En el don de la Eucaristía, no sólo reconocemos, con los ojos de la fe, el don de su cuerpo y de su sangre, sino que también aprendemos cómo encontrar descanso en sus heridas, y a ser purificados allí de todos nuestros pecados y de nuestros caminos errados. Queridos hermanos y hermanas, que encontrando refugio en las heridas de Cristo, podáis saborear el bálsamo saludable de la misericordia del Padre y encontrar la fuerza para llevarlo a los demás, para ungir cada herida y recuerdo doloroso. De esta manera, seréis testigos fieles de la reconciliación y la paz, que Dios quiere que reine en todos los corazones de los hombres y en todas las comunidades.
Sé que la Iglesia en Myanmar ya está haciendo mucho para llevar a otros el bálsamo saludable de la misericordia de Dios, especialmente a los más necesitados. Hay muestras claras de que, incluso con medios muy limitados, muchas comunidades anuncian el Evangelio a otras minorías tribales, sin forzar ni coaccionar, sino siempre invitando y acogiendo. En medio de tanta pobreza y dificultades, muchos de vosotros ofrecéis ayuda práctica y solidaridad a los pobres y a los que sufren. Con el servicio diario de vuestros obispos, sacerdotes, religiosos y catequistas, y en particular a través de la encomiable labor de la Catholic Karuna Myanmar y de la generosa asistencia proporcionada por las Obras Misionales Pontificias, la Iglesia en este país está ayudando a un gran número de hombres, mujeres y niños, sin distinción de religión u origen étnico. Soy testigo de que la Iglesia aquí está viva, que Cristo está vivo y está aquí con vosotros y con vuestros hermanos y hermanas de otras comunidades cristianas. Os animo a seguir compartiendo con los demás la valiosa sabiduría que habéis recibido, el amor de Dios que brota del corazón de Jesús.
Jesús quiere dar esta sabiduría en abundancia. Él recompensará ciertamente vuestra labor de sembrar semillas de curación y reconciliación en vuestras familias, comunidades y en toda la sociedad de esta nación. ¿No nos dijo él que nadie se puede resistir a su sabiduría (cf. Lc 21,15)? Su mensaje de perdón y misericordia se sirve de una lógica que no todos querrán comprender y que encontrará obstáculos. Sin embargo, su amor revelado en la cruz, en definitiva, nadie lo puede detener. Es como un GPS espiritual que nos guía de manera inexorable hacia la vida íntima de Dios y el corazón de nuestro prójimo.
La Santísima Virgen María siguió a su Hijo hasta la oscura montaña del Calvario y nos acompaña en cada paso de nuestro viaje terrenal. Que ella nos obtenga la gracia de ser mensajeros de la verdadera sabiduría, profundamente misericordiosos con los necesitados, con la alegría que proviene de encontrar descanso en las heridas de Jesús, que nos amó hasta el final.
Que Dios os bendiga a todos. Que Dios bendiga a la Iglesia en Myanmar. Que él bendiga a esta tierra con su paz. Que Dios bendiga a Myanmar.