El profeta Daniel
a ti gloria y alabanza por los siglos.
Bendito tu nombre, santo y glorioso:
a él gloria y alabanza por los siglos.
Bendito eres en el templo de tu santa gloria:
a ti gloria y alabanza por los siglos.
Bendito eres sobre el trono de tu reino:
a ti gloria y alabanza por los siglos.
Bendito eres tú, que sentado sobre querubines sondeas los abismos:
a ti gloria y alabanza por los siglos.
Bendito eres en la bóveda del cielo:
a ti honor y alabanza por los siglos.
Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.
Ángeles del Señor, bendecid al Señor;
cielos, bendecid al Señor.
Aguas del espacio, bendecid al Señor;
ejércitos del Señor, bendecid al Señor.
Sol y luna, bendecid al Señor;
astros del cielo, bendecid al Señor.
Lluvia y rocío, bendecid al Señor;
vientos todos, bendecid al Señor.
Fuego y calor, bendecid al Señor;
fríos y heladas, bendecid al Señor.
Rocíos y nevadas, bendecid al Señor;
témpanos y hielos, bendecid al Señor.
Escarchas y nieves, bendecid al Señor;
noche y día, bendecid al Señor.
Luz y tinieblas, bendecid al Señor;
rayos y nubes, bendecid al Señor.
Bendiga la tierra al Señor,
ensálcelo con himnos por los siglos.
Montes y cumbres, bendecid al Señor;
cuanto germina en la tierra, bendiga al Señor.
Manantiales, bendecid al Señor;
mares y ríos, bendecid al Señor.
Cetáceos y peces, bendecid al Señor;
aves del cielo, bendecid al Señor.
Fieras y ganados, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.
Hijos de los hombres, bendecid al Señor
bendiga Israel al Señor.
Sacerdotes del Señor, bendecid al Señor;
siervos del Señor, bendecid al Señor.
Almas y espíritus justos, bendecid al Señor;
santos y humildes de corazón, bendecid al Señor.
Ananías, Azarías y Misael, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.
Bendigamos al Padre y al Hijo con el Espíritu Santo,
ensalcémoslo con himnos por los siglos.
Bendito el Señor en la bóveda del cielo,
alabado y glorioso y ensalzado por los siglos.
que guardas la alianza
y eres leal con los que te aman
y cumplen tus mandamientos.
Hemos pecado,
hemos cometido crímenes y delitos,
nos hemos rebelado
apartándonos de tus mandatos y preceptos.
No hicimos caso a tus siervos, los profetas,
que hablaban en tu nombre a nuestros reyes,
a nuestros príncipes, padres y terratenientes.
Tú, Señor, tienes razón,
a nosotros nos abruma hoy la vergüenza:
a los habitantes de Jerusalén,
a judíos e israelitas, cercanos y lejanos,
en todos los países por donde los dispersaste
por los delitos que cometieron contra ti.
Señor, nos abruma la vergüenza:
a nuestros reyes, príncipes y padres,
porque hemos pecado contra ti.
Pero, aunque nosotros nos hemos rebelado,
el Señor, nuestro Dios, es compasivo y perdona.
No obedecimos al Señor, nuestro Dios,
siguiendo las normas que nos daba
por sus siervos, los profetas.
"La gracia de la vergüenza"
Lunes, 9 de marzo de 2020
Homilía del Papa Francisco
La primera Lectura, Libro del Profeta Daniel (9,4-10), es una confesión de los pecados. El pueblo reconoce que ha pecado. Reconoce que el Señor ha sido fiel con nosotros, pero nosotros «hemos pecado, hemos faltado, hemos hecho el mal, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos y tus preceptos. No hemos escuchado a tus servidores los profetas, que hablaron en tu Nombre a nuestros reyes, a nuestros jefes, a nuestros padres y a todo el pueblo del país» (vv. 5-6). Hay una confesión de los pecados, un reconocimiento de que hemos pecado.
Y cuando nos preparamos a recibir el sacramento de la Reconciliación, debemos hacer lo que se llama “examen de conciencia” y ver lo que he hecho ante Dios: he pecado. Reconocer el pecado. Pero reconocer el pecado no puede ser solo una lista de los pecados intelectuales, decir “he pecado”, luego se lo digo al padre y el padre me perdona. No es necesario, no es justo hacer esto. Esto sería como hacer una lista de lo que tengo que hacer o tengo que tener o que he hecho mal, pero se queda en la cabeza. Una verdadera confesión de los pecados debe permanecer en el corazón. Confesarse no es sólo decirle al sacerdote esta lista, “he hecho esto, esto, esto, esto...”, y luego me voy, estoy perdonado. No, no es eso. Se requiere un paso, un paso más, que es la confesión de nuestras miserias, pero desde el corazón; es decir, que esa lista de cosas malas que he hecho, llegue hasta el corazón.
Y es lo que hace Daniel, el Profeta. “¡A ti, Señor, la justicia! A nosotros, la vergüenza” (cf. v. 7). Cuando reconozco que he pecado, que no he rezado bien, y esto lo siento en el corazón, nos acomete este sentimiento de vergüenza: “Me avergüenzo de haber hecho esto. Te pido perdón con vergüenza”. Y la vergüenza por nuestros pecados es una gracia, debemos pedirla: “Señor, que yo me avergüence”. Una persona que ha perdido la vergüenza pierde la autoridad moral, pierde el respeto de los demás. Es una persona desvergonzada. Lo mismo sucede con Dios: “A nosotros, la vergüenza, a ti la justicia. A nosotros la vergüenza. La vergüenza en la cara, como hoy. «Señor —continúa [Daniel]—, la vergüenza reflejada en el rostro, y también a nuestros reyes, a nuestros jefes y a nuestros padres, porque hemos pecado contra ti!» (v. 8). «Al Señor, nuestro Dios —antes había dicho “la justicia”, ahora dice— la misericordia» (v. 9). Cuando tenemos no sólo el recuerdo, la memoria de los pecados que hemos cometido, sino también el sentimiento de vergüenza, esto toca el corazón de Dios y responde con misericordia. La manera de encontrar la misericordia de Dios es avergonzarse de las cosas feas, de las cosas malas que hemos hecho. Así que cuando me confiese diré no sólo la lista de pecados, sino los sentimientos de confusión, de vergüenza por haberle hecho esto a un Dios tan bueno, tan misericordioso, tan justo-
Pidamos hoy la gracia de la vergüenza: avergonzarnos de nuestros pecados. Que el Señor nos conceda a todos esta gracia.