José, hijo de Jacob

Jacob se estableció en la tierra de Canaán, la tierra donde su padre había residido de manera itinerante. Esta es la historia de la familia de Jacob. José tenía diecisiete años y apacentaba el ganado con sus hermanos, los hijos de Bilhá y Zilpá, concubinas de su padre. El joven solía llevar a su padre noticias del mal comportamiento de sus hermanos. Israel quería a José más que a sus otros hijos, porque lo había tenido cuando ya era anciano, y mandó que le hicieran una túnica de colores. Sus hermanos, al darse cuenta de que era el preferido de su padre, empezaron a odiarlo y a hablarle con malos modos.

Un día José tuvo un sueño y se lo contó a sus hermanos, con lo cual les aumentó el odio que le tenían.

Les dijo:

-Escuchad lo que he soñado. Nos encontrábamos nosotros en el campo atando gavillas. De pronto, mi gavilla se levantó y quedó erguida, mientras que las vuestras se colocaron alrededor y se inclinaron ante la mía.

Sus hermanos le respondieron:

-¿Quieres decir que tú vas a ser nuestro rey y que vas a dominarnos?

Y el odio que le tenían iba en aumento debido a los sueños que les contaba.

José tuvo otro sueño y también se lo contó a sus hermanos. Les dijo:

-He tenido otro sueño. En él veía que el sol, la luna y once estrellas se postraban ante mí.

Cuando José se lo contó a su padre y a sus hermanos, su padre lo reprendió, diciéndole:

-¿Qué significa este sueño? ¿Acaso que tu madre, tus hermanos y yo mismo, tendremos que inclinarnos ante ti?

Sus hermanos le tenían envidia, pero su padre meditaba en todo esto (Génesis, 37, 1-11).


José es vendido por sus hermanos

En cierta ocasión, los hermanos de José se fueron a Siquén a apacentar las ovejas de su padre.

Entonces Israel dijo a José:

-Tus hermanos están apacentando las ovejas en Siquén, y he pensado que podías ir a verlos.

Él respondió:

-Estoy a tu disposición.

Su padre le dijo:

-Vete, pues, a ver cómo están tus hermanos y el rebaño, y luego tráeme noticias.

Así que lo envió desde el valle de Hebrón, y José se dirigió a Siquén. 

Un hombre lo encontró perdido en el campo y le preguntó:

-¿Qué andas buscando?

José respondió:

-Ando buscando a mis hermanos. ¿Podrías indicarme dónde están pastoreando?

Y aquel hombre le respondió:

-Ya se han marchado de aquí, pero les oí decir que iban a Dotán.

José siguió buscando a sus hermanos, y los encontró en Dotán.

Ellos lo vieron venir de lejos, y antes de que se acercara tramaron un plan para matarlo.

Se dijeron unos a otros:

-¡Ahí viene el de los sueños! Vamos a matarlo y a echarlo en uno de estos aljibes; después diremos que alguna fiera salvaje lo devoró, y veremos en qué paran sus sueños.

Pero Rubén, al oír esto, intentó librarlo de las manos de sus hermanos diciendo:

-No lo matemos.

Y añadió:

-No derraméis sangre; arrojadlo a este aljibe que está aquí en el desierto, pero no pongáis las manos sobre él.

Rubén dijo esto porque su intención era salvarlo de ellos y devolverlo luego a su padre.

Al llegar José adonde estaban sus hermanos, le arrancaron la túnica de colores que llevaba y, agarrándolo, lo arrojaron a un aljibe que estaba vacío, sin agua. Después se sentaron a comer.

Mientras comían, vieron venir una caravana de ismaelitas procedentes de Galaad, con los camellos cargados de resinas aromáticas, bálsamo y mirra, que transportaban a Egipto.

Entonces Judá dijo a sus hermanos:

-¿Sacamos algún provecho si dejamos morir a nuestro hermano y encubrimos su muerte? Será mejor que lo vendamos a los ismaelitas en vez de poner nuestras manos sobre él; a fin de cuentas es nuestro hermano, es de nuestra propia sangre.

Sus hermanos asintieron; y cuando los mercaderes madianitas pasaron por allí, sacaron a José del aljibe y se lo vendieron a los ismaelitas por veinte siclos de plata. Así fue como se llevaron a José a Egipto.

Rubén volvió al aljibe y, al ver que José ya no estaba allí, se rasgó las vestiduras; luego volvió adonde estaban sus hermanos y les dijo:

-El muchacho no está; y yo, ¿qué hago yo ahora?

Ellos degollaron un cabrito y con su sangre mancharon la túnica de José. Después mandaron la túnica de colores a su padre, con este mensaje: «Hemos encontrado esto. Mira a ver si es o no la túnica de tu hijo».

En cuanto Jacob la reconoció, exclamó:

-¡Es la túnica de mi hijo! Alguna bestia salvaje ha despedazado y devorado a José.

Entonces Jacob rasgó sus vestiduras, se vistió de luto y por mucho tiempo hizo duelo por su hijo. Todos sus hijos y sus hijas intentaban consolarlo, pero él no se dejaba consolar; al contrario, lloraba por su hijo y repetía:

-Guardaré luto por mi hijo hasta que vaya a reunirme con él en el reino de los muertos.

Entre tanto, en Egipto, los madianitas vendieron a José a Potifar, hombre de confianza del faraón y capitán de la guardia real (Génesis, 37, 12-36).

 

 

José en casa de Potifar

Los ismaelitas llevaron a José a Egipto y allí lo vendieron a un egipcio llamado Potifar, hombre de confianza del faraón y jefe de la guardia real. El Señor estaba con José, así que todo lo que emprendía prosperaba. José fue llevado a casa de su amo egipcio, y mientras estuvo allí, su amo se dio cuenta de que el Señor estaba con José, pues todo cuanto emprendía prosperaba. Esto hizo que José se ganara la simpatía de su amo, el cual lo hizo su hombre de confianza y le confió la administración de su casa y de todos sus bienes. A partir del momento en que le confió el cuidado de su casa y sus bienes, el Señor bendijo la casa del egipcio a causa de José. La bendición del Señor se extendió sobre todo lo que poseía el egipcio, tanto en la casa como en el campo. Así que Potifar dejó todo cuanto tenía en manos de José, sin preocuparse de otra cosa que de comer cada día.

 

José y la mujer de Potifar

José era apuesto y atractivo. Al cabo de algún tiempo la mujer de su amo se fijó en José y un día le propuso:

-Acuéstate conmigo.

Pero José rehusó diciendo a la mujer de su amo:

-Mira, mi amo ha dejado a mi cargo todo lo que posee y cuenta conmigo hasta el punto de no preocuparse de nada; en esta casa mando tanto como él; tú eres lo único que me está prohibido, por ser su mujer. ¿Cómo voy a cometer yo tal infamia y pecar contra Dios?

Y, por más que ella insistía día tras día, José rechazaba su invitación a cortejarla y a acostarse con ella.

Pero un día, José entró en la casa para despachar sus asuntos sin que ninguno de los criados se encontrara en ella; entonces la mujer de Potifar lo agarró por el manto y le rogó:

-Acuéstate conmigo.

Pero José, dejando el manto en manos de la mujer, salió huyendo de la casa.

Cuando la mujer vio que José se había dejado el manto en sus manos al salir huyendo, llamó a sus criados y les dijo:

-Mirad, mi marido nos trajo un hebreo para que se aproveche de nosotros; ha entrado en mi habitación con la intención de acostarse conmigo, pero yo grité con todas mis fuerzas; y cuando oyó que gritaba con todas mis fuerzas, salió corriendo y abandonó su manto a mi lado.

Ella guardó el manto de José hasta que regresó su marido a casa. Entonces repitió la misma historia a su marido:

-El hebreo que trajiste quiso abusar de mí, pero al oír que yo gritaba con todas mis fuerzas, salió corriendo, abandonando su manto junto a mí.

Cuando el marido oyó de labios de su mujer cómo la había tratado su siervo, montó en cólera; acto seguido mandó apresar a José y lo metió en la cárcel, donde estaban recluidos los presos del rey. De este modo José fue a parar a la cárcel.

Pero el Señor seguía estando con él y no dejó de mostrarle su favor. Hizo que se ganara la simpatía del jefe de la cárcel, y este lo puso a cargo de todos los presos y de todo lo que allí se hacía. El jefe de la cárcel no tenía que preocuparse por nada de lo que estaba a cargo de José, pues el Señor estaba con él, y cuanto José emprendía, el Señor lo hacía prosperar (Génesis 39, 1-23).

Sueños del copero y del panadero del faraón

Ocurrió, pasado algún tiempo, que el copero y el panadero del rey de Egipto ofendieron a su señor. Se encolerizó el faraón con sus dos cortesanos -el copero mayor y el panadero mayor- y los hizo poner bajo custodia en casa del capitán de la guardia, que era la misma cárcel donde se hallaba preso José.

El capitán de la guardia encargó a José que los atendiera. Llevaban varios días en la cárcel, cuando en la misma noche, ambos -el copero y el panadero del rey de Egipto- tuvieron un sueño, cada uno el suyo, y cada sueño con su propio significado.

Por la mañana, cuando José fue a verlos, los encontró preocupados; así que preguntó a los dos cortesanos del faraón que estaban presos con él en casa de su señor:

-¿Qué os pasa hoy que tenéis tan mala cara?

  8Ellos contestaron:

-Hemos tenido un sueño, y no tenemos quien nos lo interprete.

José les respondió:

-Dios es quien interpreta los sueños; contádmelos.

Entonces el copero mayor contó su sueño a José:

-En mi sueño veía una vid delante de mí, que tenía tres sarmientos. La vid echó brotes y flores y las uvas iban madurando en los racimos. Con la copa del faraón en mano, yo tomaba los racimos, los estrujaba en la copa y luego yo mismo la ponía en la mano del faraón.

José le dijo:

-Esta es la interpretación: los tres sarmientos son tres días. De aquí a tres días, el faraón revisará tu caso y te repondrá en tu cargo, y volverás a poner la copa del faraón en su mano como antes, cuando eras su copero. Solo te pido que te acuerdes de mí cuando todo se haya arreglado. Por favor, háblale de mí al faraón para que me saque de este lugar, pues me raptaron del país de los hebreos, y aquí no he hecho nada para que me tengan en la cárcel.

Cuando el panadero mayor vio que José había acertado con la interpretación del sueño le dijo:

-Pues yo soñé que llevaba tres canastillos de mimbre sobre mi cabeza. En el canastillo de arriba llevaba los pasteles que se hacen para el faraón, pero las aves venían a picotear de ese canastillo sobre mi cabeza.

José le dijo:

-Esta es la interpretación: Los tres canastillos son tres días. De aquí a tres días, el faraón revisará tu caso y te hará colgar de una horca, y las aves picotearán la carne de tu cuerpo.

Efectivamente, al cabo de tres días, el faraón celebraba su cumpleaños y ofrecía un banquete a todos sus cortesanos. En presencia de estos, mandó sacar de la cárcel al copero mayor y al panadero mayor; al copero mayor lo repuso en el cargo, para que volviese a ser quien pusiera la copa en la mano del faraón; en cambio, mandó ahorcar al panadero mayor, tal como José había dicho. Pero el copero mayor no se acordó de José, sino que se olvidó de él por completo (Génesis 40, 1-23).

 

Los sueños del faraón

Pasaron dos años y el faraón tuvo un sueño: Estaba de pie junto al Nilo cuando de pronto, vio salir del río siete vacas robustas y bien cebadas, que se ponían a pastar entre los cañaverales. Detrás de ellas salían del Nilo otras siete vacas flacas y famélicas, y se ponían junto a las otras, a la orilla del Nilo. Y entonces, las siete vacas flacas y famélicas se comían a las siete vacas robustas y bien cebadas. En ese momento el faraón se despertó.

Volvió a quedarse dormido y tuvo otro sueño: Siete espigas brotaban de un tallo, hermosas y granadas; pero otras siete espigas, secas y agostadas por el viento solano, brotaban después de ellas. Y las espigas secas devoraron a las siete espigas hermosas y granadas.

En eso el faraón se despertó y se dio cuenta de que solo era un sueño.

Por la mañana, el faraón, muy intrigado, mandó llamar a todos los adivinos y sabios de Egipto y les contó sus sueños, pero ninguno se los sabía interpretar.

Entonces el copero mayor dijo al faraón:

-Ahora recuerdo un error que cometí. Cuando el faraón se irritó contra sus siervos y nos mandó a la cárcel, bajo custodia del capitán de la guardia, a mí y al panadero mayor, él y yo tuvimos un sueño la misma noche, cada sueño con su propio significado. Allí, con nosotros, había un joven hebreo, siervo del capitán de la guardia. A él le contamos nuestros sueños y él los interpretó; a cada uno nos dio la interpretación de nuestro sueño. Y se cumplió lo que él nos interpretó: a mí me restablecieron en mi cargo, y al otro lo colgaron.

Entonces el faraón mandó llamar a José. Enseguida lo sacaron de la cárcel, lo afeitaron, lo cambiaron de ropa y fue llevado ante el faraón.

Este le dijo:

-He tenido un sueño que nadie ha podido interpretar. He sabido que tú, si oyes un sueño, eres capaz de interpretarlo.

José respondió al faraón:

-No soy yo, sino Dios, quien dará al faraón una respuesta propicia.

El faraón dijo a José:

-En mi sueño, yo estaba de pie a la orilla del Nilo, cuando de pronto, salieron del río siete vacas robustas y bien cebadas que se ponían a pastar entre los cañaverales. Detrás de ellas salieron otras siete vacas flacas, feas y famélicas. Nunca vi en Egipto unas vacas tan raquíticas. Y de pronto, las siete vacas flacas y famélicas se comieron a las siete vacas anteriores, las robustas. Cuando ya se las habían tragado, no se notaba que hubiesen engordado; continuaban tan flacas y famélicas como antes. Y en ese momento me desperté. Después volví a tener otro sueño en el que siete espigas brotaban de un tallo, hermosas y granadas; pero otras siete espigas, secas y agostadas por el viento solano, brotaban después de ellas y devoraron a las siete espigas hermosas. He contado todo esto a los adivinos, pero ninguno de ellos me lo supo interpretar.

 José dijo al faraón:

-Se trata de un único sueño: Dios ha anunciado al faraón lo que él va a hacer. Las siete vacas robustas y las siete espigas hermosas significan siete años. Se trata del mismo sueño. Tanto las siete vacas flacas y famélicas que subieron detrás de las otras, como las siete espigas secas y agostadas por el viento solano, significan siete años, pero siete años de hambre. Es lo que he dicho al faraón: Dios ha mostrado al faraón lo que va a hacer. Van a venir siete años de gran abundancia en todo Egipto, a los que seguirán siete años de hambre, que harán olvidar toda la abundancia que antes hubo en Egipto, porque el hambre consumirá todo el país. Tan terrible será el hambre que no quedarán señales en el país de la abundancia que antes hubo. El hecho de que el sueño del faraón se haya repetido dos veces, quiere decir que Dios está firmemente resuelto a realizarlo; y además será muy pronto. Por tanto, que el faraón busque un hombre sabio y competente y lo ponga al frente de Egipto. Que establezca también gobernadores por todo el país, encargados de recaudar la quinta parte de la cosecha de Egipto durante esos siete años de abundancia. Que los gobernadores, bajo el control del faraón, reúnan toda la producción de esos años buenos que van a venir, y la almacenen en las ciudades, para que haya reservas de alimento. Estas provisiones servirán después de reserva para Egipto durante los siete años de hambruna que van a venir, y así la gente no morirá de hambre.

José, gran gobernador de Egipto

Al faraón y a su corte les pareció acertada la propuesta de José.

Entonces el faraón preguntó a sus cortesanos:

-¿Es posible que encontremos a un hombre más idóneo que este, dotado del espíritu de Dios?

Después dijo a José:

-Puesto que Dios te ha hecho saber todo esto, no hay nadie más sabio y competente que tú. Por eso, tú estarás al frente de mis asuntos, y todo mi pueblo obedecerá tus órdenes. Solo el trono real estará por encima de ti.

Y añadió:

-Mira, te pongo al frente de todo el país de Egipto.

Acto seguido el faraón se quitó de la mano el sello oficial y lo puso en la de José. Hizo que lo vistieran con ropa de lino fino, y que le pusieran un collar de oro al cuello. Después lo invitó a subirse al carro reservado al segundo del reino y ordenó que gritaran delante de él: «¡Abrid paso!». Así fue como José fue puesto al frente de todo Egipto.

El faraón dijo a José:

-Yo soy el faraón, pero nadie en todo Egipto moverá una mano o un pie sin tu consentimiento.

Y el faraón impuso a José el nombre de Zafnat-Panej y le dio por mujer a Asenet, hija de Potifera, sacerdote de On.

José salió a recorrer Egipto. Tenía José treinta años cuando se presentó ante el faraón, rey de Egipto. Al salir de su presencia, viajó por todo el territorio de Egipto. Durante los siete años de abundancia, la tierra produjo generosas cosechas y José fue acumulando todo el alimento que se produjo en el país durante aquellos siete años, depositándolo en las ciudades y almacenando en cada ciudad las cosechas de los campos de alrededor. José almacenó tal cantidad de grano, que tuvo que dejar de contabilizarlo, porque no se podía llevar la cuenta. Había tanto grano como arena hay en el mar.

Antes que llegase el primer año de hambre, José tuvo dos hijos con su esposa Asenet, hija de Potifera, sacerdote de On. Al primogénito lo llamó Manasés, porque dijo: «Dios me ha hecho olvidar todos mis sufrimientos y mi casa paterna». Al segundo lo llamó Efraín porque dijo: «Dios me ha hecho fecundo en esta tierra de mi aflicción».

Los siete años de abundancia en Egipto llegaron a su fin y, tal como José lo había predicho, comenzaron los siete años de hambre. Hubo hambre en todos los países, menos en Egipto, pues allí sí tenían alimento. Cuando también en Egipto se hizo sentir el hambre, el pueblo clamó al faraón pidiendo comida. Entonces el faraón dijo a todo el pueblo de Egipto:

-Id a ver a José y haced lo que él os diga.

José, viendo que el hambre se había extendido por todo el país, abrió los graneros y vendió grano a los egipcios. El hambre fue arreciando cada vez más en Egipto. De todos los países venían a Egipto a comprar grano a José, pues en ningún sitio había qué comer (Génesis 41, 1-57).

 

Los hermanos de José bajan a Egipto

Cuando Jacob se enteró de que había grano en Egipto, les dijo a sus hijos:

-¿Qué hacéis cruzados de brazos?

He oído que hay grano en Egipto; así que bajad allá y comprad grano para que podamos sobrevivir; pues si no, moriremos. Por eso, los diez hermanos de José bajaron a Egipto para abastecerse de grano; pero Jacob no permitió que Benjamín, el hermano de José, bajase con ellos, por temor a que le ocurriese alguna desgracia. Así fue como los hijos de Israel, al igual que hacían otros, bajaron a comprar grano, porque el hambre se había apoderado de Canaán.

José era el gobernador del país, y el que vendía el grano a la gente que llegaba de todas partes. Cuando sus hermanos llegaron ante él, se postraron rostro en tierra.

En cuanto José vio a sus hermanos, los reconoció, pero fingiendo no conocerlos, les preguntó con rudeza:

-¿De dónde venís?

Ellos respondieron:

-Venimos de la tierra de Canaán para comprar grano.

José había reconocido a sus hermanos, pero ellos no lo reconocieron. Entonces José recordó los sueños que había tenido acerca de ellos, y les dijo:

-Vosotros sois espías y habéis venido para estudiar las zonas desguarnecidas del país.

Ellos respondieron:

-¡No, mi señor! Tus siervos han venido a comprar alimento. Todos nosotros somos hijos de un mismo padre, gente honrada. Estos siervos tuyos no son espías.

Pero José insistió:

-¿Cómo que no? Habéis venido a estudiar las zonas vulnerables del país.

Ellos respondieron:

-Nosotros, tus siervos, éramos doce hermanos, todos hijos de un mismo padre que vive en Canaán. Nuestro hermano, el más pequeño, se ha quedado con nuestro padre, y el otro ya no está con nosotros.

Sin embargo, José volvió a decirles:

-Ya os decía yo que sois espías. Os pondré a prueba, y os juro por la vida del faraón, que de aquí no saldréis a menos que traigáis acá a vuestro hermano menor. Que uno de vosotros vaya a traerlo; los demás quedaréis prisioneros. Así probaréis vuestras palabras y si habéis dicho la verdad. Porque si no es así, ¡por la vida del faraón que sois espías!

José los encerró durante tres días. Al tercer día les dijo José:

-Yo soy un hombre temeroso de Dios. Haced lo siguiente y salvaréis vuestra vida. Si sois gente honrada, que se quede aquí preso uno de vosotros mientras los demás van a llevar algo de grano para calmar el hambre de vuestras familias. Pero tenéis que traerme luego a vuestro hermano menor; así se demostrará que habéis dicho la verdad, y no moriréis.

Ellos aceptaron, pero se decían unos a otros:

-Ahora estamos pagando el mal que le hicimos a nuestro hermano, pues viendo cómo nos suplicaba con angustia, no tuvimos compasión de él. Por eso nos viene ahora esta desgracia.

Entonces habló Rubén:

-Yo os advertí que no hicierais ningún daño al muchacho, pero no me hicisteis caso, y ahora tenemos que pagar el precio de su muerte.

Como José les había hablado valiéndose de un intérprete, no sabían que él entendía todo lo que ellos decían. Entonces José se retiró, porque no podía reprimir las lágrimas. Cuando estuvo en condiciones de hablarles nuevamente, tomó a Simeón y lo hizo encadenar delante de ellos. Después ordenó que les llenaran los costales de grano, que devolvieran a cada uno su dinero poniéndolo dentro de cada costal, y que les dieran provisiones para el camino. Así se hizo.

Entonces ellos cargaron el grano sobre sus asnos y se fueron de allí. Cuando se detuvieron para pasar la noche, uno de ellos abrió su costal para dar de comer a su asno y vio que su dinero estaba allí, en la boca del costal.

Entonces dijo a sus hermanos:

-¡Me han devuelto el dinero! Mirad, ¡aquí está en mi costal!

Se les encogió el corazón del susto y se decían unos a otros temblando:

-¿Qué es esto que Dios nos ha hecho?

Al llegar adonde estaba su padre Jacob, en Canaán, le contaron todo lo que les había pasado:

-El hombre que gobierna aquel país nos trató con rudeza y nos acusó de estar espiando su país. Pero nosotros le dijimos: «Somos gente honrada y no espías; éramos doce hermanos, hijos del mismo padre; uno ya no está con nosotros y el menor se ha quedado en Canaán con nuestro padre». Pero aquel hombre, el señor del país, nos dijo: «Voy a comprobar si sois gente honrada: dejad aquí conmigo a uno de vuestros hermanos mientras los demás llevan algo de grano para calmar el hambre de vuestras familias; pero a la vuelta deberéis traer a vuestro hermano menor. Así sabré que no sois espías, sino gente honrada; entonces os devolveré a vuestro hermano y podréis comerciar en mi país». Cuando vaciaron sus costales, se encontraron con que la bolsa de dinero de cada uno estaba allí. Esto hizo que ellos y su padre se llenaran de preocupación.

Entonces su padre, Jacob, les dijo:

-¡Me vais a dejar sin hijos! José ya no está con nosotros, Simeón tampoco está aquí, ¡y ahora me vais a quitar a Benjamín! ¡Todo se vuelve contra mí!

Pero Rubén dijo a su padre:

-Confíalo a mi cuidado y yo te lo devolveré. Si no lo hago, puedes dar muerte a mis dos hijos.

Pero Jacob respondió:

-Mi hijo no irá con vosotros. Su hermano está muerto y él es el único que me queda. Si le sucediese alguna desgracia en el viaje que vais a emprender, vosotros tendríais la culpa de que este pobre viejo se muera de pena (Génesis 42, 1-38).

Benjamín llega a Egipto

El hambre continuaba asolando el país. Así que cuando a Jacob y a sus hijos se les acabó el grano que trajeron de Egipto, su padre les dijo:

-Id otra vez a comprar un poco más de alimento para nosotros.

Pero Judá le recordó:

-Aquel hombre nos advirtió claramente que no nos recibirá si no llevamos a nuestro hermano menor con nosotros. Si permites que nuestro hermano menor venga con nosotros, bajaremos a comprarte alimento; pero si no lo dejas venir, no iremos. Aquel hombre fue tajante: «Si no traéis a vuestro hermano menor, no os recibiré».

Entonces Israel replicó:

-¿Por qué me habéis hecho esto, diciendo a aquel hombre que teníais otro hermano?

Ellos respondieron:

-Porque aquel hombre nos hacía muchas preguntas sobre nosotros y nuestra familia. Nos preguntaba si vivía nuestro padre, si teníamos algún otro hermano; nosotros no tuvimos más remedio que responder a sus preguntas. ¿Cómo íbamos a saber que nos mandaría llevar a nuestro hermano menor?

Y Judá dijo a su padre Israel:

-Deja que el muchacho venga bajo mi cuidado y pongámonos inmediatamente en marcha; solo así nosotros, tú y nuestros hijos podremos sobrevivir y no moriremos. Yo me hago responsable de él; a mí me pedirás cuentas de lo que le pase. Si no te lo devuelvo sano y salvo, yo seré el culpable ante ti para siempre. Si no hubiéramos titubeado tanto, ya estaríamos de vuelta por segunda vez.

Entonces Israel, su padre, les dijo:

-Pues si no hay más remedio, haced lo siguiente: meted en vuestros costales regalos para aquel hombre de lo mejor que produce esta tierra: un poco de bálsamo, un poco de miel, perfume, mirra, nueces y almendras. Llevad también el doble de dinero, para devolver el que os pusieron en la boca de los costales, quizás por descuido. Así que tomad a vuestro hermano e id de nuevo a ver a aquel hombre. Que el Dios todopoderoso haga que se apiade de vosotros y os permita regresar con vuestro otro hermano y con Benjamín. Y si yo tengo que verme privado de mis hijos, pues que así sea.

Ellos tomaron los regalos junto con el doble de dinero y emprendieron el camino llevando consigo a Benjamín. Llegados a Egipto, se presentaron ante José. Cuando José vio que Benjamín estaba con ellos, dijo a su mayordomo:

-Lleva a estos hombres a mi casa. Manda matar un animal y que lo guisen, porque estos hombres comerán conmigo al mediodía.

El mayordomo cumplió la orden y los llevó personalmente a casa de José.

Ellos, al ver que los llevaban a casa de José, se asustaron, pues pensaban:

-Nos han traído aquí a causa del dinero que devolvieron en nuestros costales la vez pasada. Esto es un pretexto para acusarnos, condenarnos, hacernos esclavos y quedarse con nuestros asnos.

Así que, al llegar a la puerta de la casa, se acercaron al mayordomo para hablar con él, y le dijeron:

-Escucha, señor, la otra vez vinimos verdaderamente para comprar alimento, pero a nuestro regreso, cuando acampamos para pasar la noche, descubrimos que en la boca de cada uno de nuestros costales estaba el dinero que habíamos pagado, la cantidad exacta. Ahora lo hemos traído para devolverlo; y también hemos traído dinero para comprar más alimento. De veras que no sabemos quién pudo poner el dinero en nuestros costales.

El mayordomo respondió:

-Estad tranquilos, no tengáis miedo. Ha sido vuestro Dios, el Dios de vuestro padre, el que ha puesto ese dinero en vuestros costales; el vuestro lo recibí yo.

Luego hizo que trajeran a Simeón y todos fueron a casa de José. Allí les puso agua para que se lavaran los pies y dio de comer a sus asnos. Ellos, mientras tanto, prepararon los regalos y esperaron a que José llegara al mediodía, pues habían oído que comerían allí. Cuando José llegó a la casa, le entregaron el obsequio que le habían traído y se inclinaron rostro en tierra.

José se interesó por su salud y luego les preguntó:

-¿Qué tal está vuestro anciano padre, del que me hablasteis? ¿Vive aún?

Ellos respondieron:

-Nuestro padre, tu siervo, vive todavía y se encuentra bien.

Ellos se inclinaron e hicieron una reverencia.

José miró a su alrededor y, al ver a Benjamín, su hermano de padre y madre, les preguntó:

-¿Este es vuestro hermano pequeño del que me hablasteis? ¡Que Dios te sea propicio, hijo mío!

Las entrañas de José se conmovieron al ver a su hermano y, no pudiendo contener las lágrimas, marchó apresuradamente a su alcoba y allí estuvo llorando.

Después se lavó la cara y, ya más calmado, salió y ordenó:

-¡Servid la comida!

A José le sirvieron en una mesa, a sus hermanos en otra, y a los comensales egipcios en otra, porque los egipcios no pueden comer con los hebreos, por ser algo abominable para ellos.

Los hermanos de José estaban sentados frente a él, colocados por edades de mayor a menor, y unos a otros se miraban con asombro.

José les mandaba desde su mesa las porciones, pero la porción de Benjamín era cinco veces mayor que la de los otros. Y así bebieron con él hasta embriagarse (Génesis 43, 1-34).

La copa de José

Después José ordenó a su mayordomo:

-Llena los costales de estos hombres con todos los víveres que les quepan y pon el dinero de cada uno de ellos en la boca de su costal. Además, esconde mi copa, la de plata, en la boca del costal del hermano menor, junto con el dinero de la compra.

El mayordomo hizo lo que José le ordenó. Con los primeros rayos del sol, dejaron partir a los hombres con sus asnos. Todavía no estaban muy lejos de la ciudad, cuando José dijo a su mayordomo:

-Vete tras ellos y cuando los alcances diles:

-¿Por qué habéis pagado mal por bien? ¿Por qué habéis robado la copa que mi señor usa para beber y para adivinar? No debisteis obrar así.

Cuando el mayordomo los alcanzó, les repitió esas mismas palabras.

Pero ellos respondieron:

-¿Por qué mi señor dice eso? ¡Lejos de nosotros hacer tal cosa! Si vinimos desde Canaán a devolver el dinero que encontramos en la boca de nuestros costales, ¿por qué, entonces, habríamos de robar oro o plata de la casa de tu señor? Si encuentras la copa en poder de alguno de nosotros, que muera el que la tenga; el resto de nosotros seremos esclavos de mi señor.

Entonces el mayordomo dijo:

-Que sea como decís, pero solo el que tenga la copa será mi esclavo, los demás podréis marcharos.

Cada uno de ellos bajó aprisa su costal al suelo, y lo abrió.

El mayordomo registró cada costal, comenzando por el del hermano mayor y terminando por el del menor. ¡Y encontró la copa en el costal de Benjamín!

Al ver esto, ellos se rasgaron las vestiduras, volvieron a cargar cada uno su asno y regresaron a la ciudad.

Todavía estaba José en casa cuando llegaron Judá y los otros hermanos. Entonces se inclinaron rostro en tierra, y José les preguntó:

-¿Qué es lo que habéis hecho? ¿Acaso no sabéis que un hombre como yo tiene el don de adivinar?

Judá respondió:

-¿Qué podemos responder a nuestro señor? ¿Qué palabras pronunciar? ¿Cómo podremos probar nuestra inocencia? Dios ha puesto al descubierto la culpa de tus siervos. Seremos tus esclavos, mi señor, tanto nosotros como aquel en cuyo poder fue hallada la copa.

Pero José dijo:

-¡Lejos de mí hacer tal cosa! Solo aquel en cuyo poder fue hallada la copa será mi esclavo. Los demás podéis regresar tranquilos a casa de vuestro padre.

Judá intercede por Benjamín

Entonces Judá se acercó a José y le dijo:

-Te ruego, mi señor, que permitas a este siervo tuyo hablarte en privado, sin que te enfades conmigo, porque tú eres como el faraón. Cuando mi señor nos preguntó si todavía teníamos padre o algún hermano, nosotros contestamos a mi señor que teníamos un padre anciano y un hijo que le nació ya en su vejez. Nuestro padre quiere muchísimo a este hijo porque es el único que le queda de la misma madre, ya que el otro murió. Entonces, mi señor, nos pediste que lo trajéramos, porque querías verlo. Nosotros dijimos a mi señor que el joven no podía dejar a su padre porque, si lo hacía, el padre moriría. Pero mi señor insistió y nos advirtió que, si no traíamos a nuestro hermano menor, no seríamos recibidos por ti. Entonces regresamos adonde vive tu siervo, mi padre, y le comunicamos las palabras de mi señor. Y cuando nuestro padre nos mandó que volviéramos a comprar más alimento, nosotros le respondimos que no podíamos bajar sin nuestro hermano menor, porque no seríamos recibidos por aquel hombre a no ser que nuestro hermano menor viniera con nosotros. A lo que tu siervo, mi padre, respondió: «Ya sabéis que mi mujer me dio dos hijos; uno de ellos se fue de mi lado y pienso que lo descuartizó una fiera, porque no he vuelto a verlo. Si arrancáis de mi lado también al otro hijo y le pasa alguna desgracia, vosotros tendréis la culpa de que este pobre viejo se muera de pena». La vida, pues, de mi padre, tu siervo, está tan unida a la vida del muchacho que, si el muchacho no va con nosotros cuando yo regrese, con toda seguridad mi padre, al no verlo, morirá y nosotros seremos los culpables de que nuestro padre muera de pena. Este tu siervo se hizo responsable ante mi padre del cuidado del muchacho. Le dije que si no se lo devuelvo, la culpa será mía de por vida. Por eso, ruego a mi señor permita que yo me quede como esclavo en lugar del muchacho, y que este regrese con sus hermanos. ¿Cómo podría volver junto a mi padre, si el muchacho no va conmigo? Yo no podría soportar el dolor que sufriría mi padre (Génesis 44, 1-34).

José se da a conocer

No pudiendo ya contener la emoción ante los que estaban con él, José exclamó:

-Salid todos de mi presencia.

Y no quedó nadie con él cuando José se dio a conocer a sus hermanos.

Rompió a llorar tan fuerte que lo oyeron los egipcios, llegando la noticia hasta el palacio mismo del faraón.

Entonces José dijo a sus hermanos:

-Yo soy José. ¿Vive todavía mi padre?

Sus hermanos quedaron tan pasmados que no atinaban a dar respuesta.

Pero él les dijo:

-¡Acercaos!

Ellos se acercaron, y José les repitió:

-Yo soy José, vuestro hermano, el que vendisteis y que llegó a Egipto. Pero no os aflijáis ni os reprochéis el haberme vendido, pues en realidad fue Dios quien me ha enviado aquí antes que a vosotros, para salvar vidas. Ya van dos años de hambre en el país y todavía faltan cinco años más en que no habrá labranza ni cosecha. Por eso Dios me envió por delante de vosotros para salvaros de modo admirable y asegurar vuestra supervivencia sobre la tierra. Así que no fuisteis vosotros quienes me enviasteis aquí, sino Dios. Él me ha constituido consejero del faraón, señor de su casa y gobernador de todo el país de Egipto. Así que subid sin tardanza adonde está mi padre y decidle: «Así dice tu hijo José: Dios me ha hecho señor de todo Egipto; ven a verme cuanto antes. Vivirás en la región de Gosen y estarás cerca de mí junto con tus hijos, tus nietos, tus ovejas, tus vacas y todas tus posesiones. Esta hambre durará cinco años más, pero yo te proporcionaré lo necesario para que subsistáis tú, tu familia y todo lo que posees». Mi hermano Benjamín y vosotros mismos sois testigos de que soy yo en persona quien habla. Contadle a mi padre el prestigio que tengo en Egipto y todo lo que habéis visto, y traed aquí a mi padre cuanto antes.

Entonces José rompió a llorar y se abrazó al cuello de su hermano Benjamín que, abrazado a José, se deshacía también en llanto. Luego, anegado en lágrimas, José besó también a todos sus hermanos que, solo entonces, se atrevieron a hablarle.

Cuando llegó a la corte del faraón la noticia de que habían venido los hermanos de José, tanto el faraón como sus cortesanos se alegraron. Y el faraón dijo a José:

-Di a tus hermanos que carguen sus asnos, vayan a Canaán, y regresen a mí con su padre y sus familias. Yo les daré lo mejor de la tierra de Egipto y podrán comer de lo más sabroso de este país. Diles además: «Llevaos carros de Egipto para que regreséis trayendo a vuestros niños y mujeres, y también a vuestro padre. Que no se preocupen por las cosas que tengan que dejar, porque lo mejor de todo Egipto será para ellos».

Así lo hicieron los hijos de Israel. José les proporcionó carros conforme al mandato del faraón y les entregó también víveres para el camino. A cada uno le dio un vestido nuevo; a Benjamín le dio trescientos siclos de plata y cinco vestidos nuevos. Para su padre cargó diez asnos con los mejores productos de Egipto y diez asnas más con cereales, pan y otras provisiones para su viaje.

Al despedirse José de sus hermanos, cuando estos ya partían, les dijo:

-No discutáis por el camino.

Ellos salieron de Egipto y llegaron a la tierra de Canaán, donde se encontraba su padre Jacob, y le comunicaron la noticia:

-José vive y es gobernador de todo Egipto.

Pero Jacob ni se inmutó, porque no les creía. Solo cuando ellos le repitieron palabra por palabra lo que les dijo José y vio los carros que José enviaba para llevarlo [a Egipto], recobró la ilusión.

Israel entonces exclamó:

-¡Esto me basta! José, mi hijo, vive todavía. Iré y lo veré antes de morir (Génesis 45, 1-28).