El apóstol san Judas
Estos son los nombres de los doce apóstoles: el primero, Simón, el llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el Zebedeo, y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo el publicano; Santiago el Alfeo, y Tadeo; Simón el fanático, y Judas Iscariote, el que lo entregó.
A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones:
-No vayáis a tierra de paganos ni entréis en las ciudades de Samaría, sino id a las ovejas descarriadas de Israel.
Id y proclamad que el Reino de los Cielos está cerca.
- «El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él.»
Le dijo Judas, no el Iscariote:
- «Señor, ¿qué ha sucedido para que te reveles a nosotros y no al mundo?»
Respondió Jesús y le dijo:
- «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.
El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.
Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.»
Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice:
- «Paz a vosotros.»
Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. El les dijo:
- «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.»
Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo:
- «¿Tenéis ahí algo de comer?»
Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo:
- «Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse.»
Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió:
-«Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.
Vosotros sois testigos de esto.»
CLAVE DE LECTURA
PAPA FRANCISCO
REGINA COELI
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el centro de este tercer domingo de Pascua está la experiencia del Resucitado hecha por sus discípulos, todos juntos. Eso se evidencia especialmente en el Evangelio que nos introduce de nuevo otra vez en el Cenáculo, donde Jesús se manifiesta a los apóstoles, dirigiéndoles este saludo: «La paz con vosotros» (Lucas, 24, 36). Es el saludo del Cristo Resucitado, que nos da la paz: «La paz con vosotros». Se trata tanto de la paz interior, como de la paz que se establece en las relaciones entre las personas. El episodio contado por el evangelista Lucas insiste mucho en el realismo de la Resurrección. Jesús no es un fantasma. De hecho, no se trata de una aparición del alma de Jesús, sino de su presencia real con el cuerpo resucitado.
Jesús se da cuenta de que los apóstoles están desconcertados al verlo porque la realidad de la Resurrección es inconcebible para ellos. Creen que están viendo un espíritu pero Jesús resucitado no es un espíritu, es un hombre con cuerpo y alma. Por eso, para convencerlos, les dice: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo» (v. 39). Y puesto que esto parece no servir para vencer la incredulidad de los discípulos, el Evangelio dice también una cosa interesante: era tanta la alegría que tenían dentro que esta alegría no podían creerla: «¡No puede ser! ¡No puede ser así! ¡Tanta alegría no es posible!». Y Jesús, para convercerles, les dice: «¿Tenéis aquí algo de comer?» (v. 41). Ellos le ofrecen un pez asado; Jesús lo toma y lo come frente a ellos, para convencerles.
La insistencia de Jesús en la realidad de su Resurrección ilumina la perspectiva cristiana sobre el cuerpo: el cuerpo no es un obstáculo o una prisión del alma. El cuerpo está creado por Dios y el hombre no está completo sino es una unión de cuerpo y alma. Jesús, que venció a la muerte y resucitó en cuerpo y alma, nos hace entender que debemos tener una idea positiva de nuestro cuerpo. Este puede convertirse en una ocasión o en un instrumento de pecado, pero el pecado no está provocado por el cuerpo, sino por nuestra debilidad moral. El cuerpo es un regalo maravilloso de Dios, destinado, en unión con el alma, a expresar plenamente la imagen y semejanza de Él. Por lo tanto, estamos llamados a tener un gran respeto y cuidado de nuestro cuerpo y el de los demás. Cada ofensa o herida o violencia al cuerpo de nuestro prójimo, es un ultraje a Dios creador. Mi pensamiento va, en particular para los niños, las mujeres, los ancianos maltratados en el cuerpo.
En la carne de estas personas encontramos el cuerpo de Cristo. Cristo herido, burlado, calumniado, humillado, flagelado, crucificado... Jesús nos ha enseñado el amor. Un amor que, en su Resurrección demostró ser más poderoso que el pecado y que la muerte, y quiere salvar a todos aquellos que experimentan en su propio cuerpo las esclavitudes de nuestros tiempos. En un mundo donde prevalece la prepotencia contra los más débiles y el materialismo que sofoca el espíritu, el Evangelio de hoy nos llama a ser personas capaces de mirar profundamente, llenas de asombro y gran alegría por haber encontrado al Señor resucitado. Nos llama a ser personas que saben recoger y valorar la novedad de vida que Él siembra en la historia, para orientarla hacia los cielos nuevos y la tierra nueva. Que nos sostenga en este camino la Virgen María, a cuya materna intercesión nos encomendamos con confianza.
«ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos.»
Después de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban
CLAVE DE LECTURA
PAPA FRANCISCO
REGINA COELI
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, en Italia y en muchos otros países se celebra la solemnidad de la Ascensión del Señor. Esta fiesta contiene dos elementos. Por una parte, la Ascensión orienta nuestra mirada al cielo, donde Jesús glorificado se sienta a la derecha de Dios (cf. Mateo 16, 19). Por otra parte, nos recuerda el inicio de la misión de la Iglesia: ¿Por qué? Porque Jesús resucitado ha subido al cielo y manda a sus discípulos a difundir el Evangelio en todo el mundo. Por lo tanto, la Ascensión nos exhorta a levantar la mirada al cielo, para después dirigirla inmediatamente a la tierra, llevando adelante las tareas que el Señor resucitado nos confía.
Es lo que nos invita a hacer la página del día del Evangelio, en la que el evento de la Ascensión viene inmediatamente después de la misión que Jesús confía a sus discípulos. Una misión sin confines, —es decir, literalmente sin límites— que supera las fuerzas humanas. Jesús, de hecho dice: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Marcos 16, 15). Parece de verdad demasiado audaz el encargo que Jesús confía a un pequeño grupo de hombres sencillos y sin grandes capacidades intelectuales. Sin embargo, esta reducida compañía, irrelevante frente a las grandes potencias del mundo, es invitada a llevar el mensaje de amor y de misericordia de Jesús a cada rincón de la tierra. Pero este proyecto de Dios puede ser realizado solo con la fuerza que Dios mismo concede a los apóstoles. En ese sentido, Jesús les asegura que su misión será sostenida por el Espíritu Santo. Y dice así: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra» (Hechos de los apóstoles 1, 8). Así que esta misión pudo realizarse y los apóstoles iniciaron esta obra, que después fue continuada por sus sucesores.
La misión confiada por Jesús a los apóstoles ha proseguido a través de los siglos, y prosigue todavía hoy: requiere la colaboración de todos nosotros. Cada uno, en efecto, por el bautismo que ha recibido está habilitado por su parte para anunciar el Evangelio La Ascensión del Señor al cielo, mientras inaugura una nueva forma de presencia de Jesús en medio de nosotros, nos pide que tengamos ojos y corazón para encontrarlo, para servirlo y para testimoniarlo a los demás. Se trata de ser hombres y mujeres de la Ascensión, es decir, buscadores de Cristo a lo largo de los caminos de nuestro tiempo, llevando su palabra de salvación hasta los confines de la tierra. En este itinerario encontramos a Cristo mismo en nuestros hermanos, especialmente en los más pobres, en aquellos que sufren en carne propia la dura y mortificante experiencia de las viejas y nuevas pobrezas. Como al inicio Cristo Resucitado envió a sus discípulos con la fuerza del Espíritu Santo, así hoy Él nos envía a todos nosotros, con la misma fuerza, para poner signos concretos y visibles de esperanza. Porque Jesús nos da la esperanza, se fue al cielo y abrió las puertas del cielo y la esperanza de que lleguemos allí.
Que la Virgen María, que como Madre del Señor muerto y Resucitado animó la fe de la primera comunidad de discípulos, nos ayude también a nosotros a mantener «nuestros corazones en alto», así como nos exhorta a hacer la Liturgia. Y que al mismo tiempo nos ayude a tener «los pies en la tierra» y a sembrar con coraje el Evangelio en las situaciones concretas de la vida y la historia.