Lectio por la paz II
Lectio de la paz II
Jornada Mundial de la Paz: Vence la indiferencia y conquista la paz
Lucas 10,29-37
1. Oración inicial
Oh Dios, que, con amor misericordioso, gobiernas el mundo, te rogamos que todas las personas, a quienes diste un idéntico origen, constituyan una sola familia en la paz y vivan siempre unidas por el amor fraterno. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
2. Lectio: Lectura de Lucas 10,29-37
Parábola del buen samaritano
29Pero el maestro de la ley, para justificar su pregunta, insistió:
- ¿Y quién es mi prójimo?
30Jesús le dijo:
- Un hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó fue asaltado por unos ladrones, que le robaron cuanto llevaba, lo hirieron gravemente y se fueron, dejándolo medio muerto.
31Casualmente bajaba por aquel mismo camino un sacerdote que vio al herido, pero pasó de largo.
32Y del mismo modo, un levita, al llegar a aquel lugar, vio al herido, pero también pasó de largo.
33Finalmente, un samaritano que iba de camino llegó junto al herido y, al verlo, se sintió conmovido.
34Se acercó a él, le vendó las heridas poniendo aceite y vino sobre ellas, lo montó en su propia cabalgadura, lo condujo a una posada
próxima y cuidó de él.
35Al día siguiente, antes de reanudar el viaje, el samaritano dio dos denarios al posadero y le dijo: "Cuida bien a este hombre. Si gastas más, te lo pagaré a mi vuelta".
36Pues bien, ¿cuál de estos tres hombres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de ladrones?
37El maestro de la ley contestó:
- El que tuvo compasión de él.
Y Jesús le replicó:
- Pues vete y haz tú lo mismo.
3. Momento de silencio
para que la Palabra de Dios pueda entrar en nosotros e iluminar nuestra vida.
4. Meditatio: Algunas preguntas
para orientar la meditación y la actualización.
¿Por qué el evangelista Lucas narra este episodio de la vida de Jesús? ¿Quiénes son los heridos de nuestro tiempo? ¿Por qué obra así el samaritano? ¿Quién obra como el samaritano en nuestro tiempo?
5. Una clave de lectura
Jesús nos enseña a ser misericordiosos como el Padre (cf. Lc 6,36). En la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,29-37) denuncia la omisión de ayuda frente a la urgente necesidad de los semejantes: «lo vio y pasó de largo» (cf. Lc 6,31.32). De la misma manera, mediante este ejemplo, invita a sus oyentes, y en particular a sus discípulos, a que aprendan a detenerse ante los sufrimientos de este mundo para aliviarlos, ante las heridas de los demás para curarlas, con los medios que tengan, comenzando por el propio tiempo, a pesar de tantas ocupaciones. En
efecto, la indiferencia busca a menudo pretextos: el cumplimiento de los preceptos rituales, la cantidad de cosas que hay que hacer, los antagonismos que nos alejan los unos de los otros, los prejuicios de todo tipo que nos impiden hacernos prójimo.
La misericordia es el corazón de Dios. Por ello debe ser también el corazón de todos los que se reconocen miembros de la única gran familia de sus hijos; un corazón que bate fuerte allí donde la dignidad humana -reflejo del rostro de Dios en sus creaturas- esté en juego. Jesús nos advierte: el amor a los demás -los extranjeros, los enfermos, los encarcelados, los que no tienen hogar, incluso los enemigos- es la medida con la que Dios juzgará nuestras acciones. De esto depende nuestro destino eterno. No es de extrañar que el apóstol Pablo invite a los cristianos de Roma a alegrarse con los que se alegran y a llorar con los que lloran (cf. Rm 12,15), o que aconseje a los de Corinto organizar colectas como signo de solidaridad con los miembros de la Iglesia que sufren (cf. 1 Co 16,2-3). Y san Juan escribe: «Si uno tiene bienes del mundo y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios?» (1 Jn 3,17; cf. St 2,15-16).
Por eso «es determinante para la Iglesia y para la credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de
vuelta al Padre. La primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. De este amor, que llega hasta el perdón y al don de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los hombres. Por tanto, donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia».
También nosotros estamos llamados a que el amor, la compasión, la misericordia y la solidaridad sean nuestro verdadero programa de vida, un estilo de comportamiento en nuestras relaciones de los unos con los otros. Esto pide la conversión del corazón: que la gracia de Dios transforme nuestro corazón de piedra en un corazón de carne (cf. Ez 36,26), capaz de abrirse a los otros con auténtica solidaridad. Esta es mucho más que un «sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas». La solidaridad «es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos», porque la compasión surge de la fraternidad.
Así entendida, la solidaridad constituye la actitud moral y social que mejor responde a la toma de conciencia de las heridas de nuestro tiempo y de la innegable interdependencia que aumenta cada vez más, especialmente en un mundo globalizado, entre la vida de la persona y de su comunidad en un determinado lugar, así como la de los demás hombres y mujeres del resto del mundo (Papa Francisco, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2016, n. 5).
6. Oratio:
Salmo 71 II
12Él librará al pobre que clamaba,
al afligido que no tenía protector;
13él se apiadará del pobre y del indigente,
y salvará la vida de los pobres;
14él rescatará sus vidas de la violencia,
su sangre será preciosa a sus ojos.
15Que viva y que le traigan el oro de Saba;
que recen por él continuamente
y lo bendigan todo el día.
16Que haya trigo abundante en los campos,
y susurre en lo alto de los montes;
que den fruto como el Líbano,
y broten las espigas como hierba del campo.
17Que su nombre sea eterno,
y su fama dure como el sol;
que él sea la bendición de todos los pueblos,
y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra.
18Bendito sea el Señor, Dios de Israel,
el único que hace maravillas;
19bendito por siempre su nombre glorioso;
que su gloria llene la tierra.
¡Amén, amén!
7. Contemplatio:
Oración final
Te damos gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque nos has revelado tu bondad y tu amor. Eres verdaderamente el Único que puedes dar pleno sentido a mi vida. Dios todopoderoso y eterno que gobiernas cielo y tierra: escucha las oraciones de tu Iglesia y concede a nuestro tiempo
los dones de tu bondad. Por Jesucristo.