Palabras del cardenal José Cobo en la misa de Navidad
En este mundo nuestro tan lleno de palabras y, sin embargo, tan pobre de palabra, en este mundo lleno y saturado de mensajes, de
anuncios que ya no son noticia, de opiniones que se pisan unas a otras y de un ruido constante que no nos deja escuchar lo esencial.
En este mundo concreto donde demasiadas veces hablamos sin decir nada y oímos sin escuchar. En este mundo donde las palabras se
desgastan, se manipulan, se convierten a veces en consignas, en medias verdades o incluso en amenazas. En este mundo en el que casi nadie espera a nadie y donde los pobres, los pequeños, los descartados, los que viven en las guerras, se les ha robado incluso la posibilidad de pronunciar su propia palabra. En este mundo real de este año, tal y como es, nace la Palabra hecha carne, el Verbo, la Palabra activa de Dios. Y no nace para unos pocos, ni para los que saben, ni para los que mandan.
Se pronuncia para todos. Incluso para los que no nos quieren. Se pronuncia para todos en el silencio de la noche. Sí, la Palabra nace en medio del silencio. La Palabra quien celebramos no llega con discursos solemnes ni necesita intérpretes especializados.
Es una Palabra que todos podemos entender. ¿Y sabéis por qué? Porque todos alguna vez en la vida hemos sido capaces de escucharla y de pronunciarla. Nosotros también la hemos pronunciado en algún momento de nuestra vida, porque esta Palabra suena a niño y habla como un niño. Suena a llanto, suena a noche, a silencio, a vulnerabilidad, a comienzo de la vida, por donde todos hemos pasado.
Dios nos ha regalado una gran luz, pero esta luz no viene como un foco que deslumbra ni como estamos acostumbrados a estas ideas publicitarias que se nos imponen.
Llega convertido en un niño y ante un niño ni se discute ni se vence. Uno ante un niño lo que hace es cuidarlo. Por eso esta Navidad se nos pone a todos delante una sencilla pero decisiva pregunta: ¿Qué estamos haciendo con este niño que Dios pone en nuestras manos? ¿Qué estás tú haciendo para cuidar, para acoger a este niño en este momento concreto de tu vida?
No es una Palabra esta que llega a resolver problemas de manera mágica ni a conceder los deseos inmediatos. Es una Palabra que pide brazos, calor, cercanía, saber cambiar pañales, ternura. Y cuando se acoge, como vemos hoy en tantos rincones de nuestro mundo, la respuesta de Dios es clara.
Entendemos lo que significa ser humano. Cuando lo acogemos y todos lo sabemos, aumenta el gozo. Despertamos a una alegría mucho más honda, no superficial. Una alegría que nace cuando dejamos que la vida no pilote alrededor de cada uno de nosotros. Cuando acogemos a esa Palabra, encontramos lo que muchos de la humanidad no han encontrado todavía, el sentido de la vida. El sentido de la vida. La Palabra nace como un niño pobre, como un inmigrante expulsado y sin lugar, como cualquier víctima de nuestras guerras. en la periferia del mundo, lejos de los mercados, de los centros de poder, de las estrategias y de de las ideologías, no viene a imponerse ni quiere amenazar a nadie. Lo único que hace es conmover y dejar que conmueva el corazón. Este niño si lo acogemos nos cambia la vida porque crea un vínculo con cada uno de nosotros. nos despierta del encerrarnos en el yo y yo y qué me va a pasar conmigo y qué hoy voy a hacer yo. Nos saca de ese centro y nos invita a mirar fuera y convertirnos en cuidadores. Si cuidadores, no por la vía de la obligación, sino por el deseo que nos brota cuando vemos a alguien que necesita algo de nosotros y que necesita nuestra protección.
Un niño nos ha nacido, un niño se nos ha dado y hoy sucede de nuevo. No es que reconozcamos o que celebremos un pasado. Hoy, aquí, ahora, en esta catedral, Cristo, príncipe de la paz nace de nuevo y sigue haciéndose presente en el corazón de cada uno de vosotros que hoy diga: "Sí, te acojo. Salgo de mí y te acojo."
Aquel niño abrió un espacio nuevo en el mundo y un espacio que no ha dejado de crecer en la tierra y que no dejará de crecer hasta que toda la tierra sea su casa, hasta que el mundo sea un santuario edificado sobre la justicia y el Derecho para todos los pueblos, sin fronteras ni exclusiones. Porque ese niño, su lugar es la tierra y es nuestro mundo y quiere seguir creciendo y habitando entre nosotros. Esta es su casa y aquí sigue creciendo, a veces sin darnos cuenta, pero sigue creciendo entre nosotros. Aunque a veces, como en la primera Navidad, le cerramos las puertas porque estamos preocupados por otras cosas.
La Navidad no es una cosa abstracta, no es una idea ni una película que uno sale del cine y se olvida de ella. Sucede siempre en una hora y en un momento. Sucede ahora, en una noche, cuando muchos duermen, en los márgenes y cuando nadie espera a Dios. Y hoy, queridos hermanos, está sucediendo aquí entre nosotros. En esta cada vez que se reúne una comunidad, en la historia concreta que cada uno de vosotros, venidos de muchos lugares, hoy traéis aquí. Por eso la Navidad no es solo algo emotivo, es el nacimiento de nuestra vida propia, un nacimiento nuevo que Dios hace en nosotros, decía un antiguo sabio, santo de los santos, San León Magno. Al celebrar el nacimiento del Redentor, celebramos también nuestro propio nacimiento. Sí, hoy tenemos la posibilidad de nacer de nuevo. Hoy Dios nace de nuevo en cada uno de nosotros. Dios entra en tu historia como un niño frágil y desde ahí te libera y te abre las puertas de la Iglesia y de la comunidad. Hoy nacemos de nuevo porque celebramos nuestro propio comienzo, nuestro primer llanto, el de cada uno de nosotros. Al celebrar el nacimiento del Redentor, celebramos que formamos parte de él.
Dios hoy comienza en cada uno de nosotros de forma nueva y se integra en nuestra vida como un niño frágil y desde ahí te enseña a cuidar, a salir de ti y a vivir. Y me diréis, "Pero, ¿cómo puedo nacer de nuevo? ¿Cómo sonar y escuchar este tono de Dios que viene a nuestra vida? La Palabra de Dios preciosa que os invito esta semana a releer una y otra vez. da tres tonos, tres tonos para nacer de nuevo. Lo primero que nos pide: escuchar a Dios donde la Palabra llora. Sí, escuchar, pero no escuchar cualquier cosa, sino escuchar el llanto. No se puede ser cristiano sin dejarse conmover por el llanto de los otros. ¿Dónde está llorando Dios ahora a nuestro alrededor? ¿Dónde está llorando Dios en el mundo? Si no queremos oírlo, no seremos cristianos, seremos otra cosa. ¿Dónde hay heridas abiertas a nuestro alrededor? Quien es la Palabra no tiene palabras y necesita ser enseñado para pronunciarla. Se trata de aprender a escuchar como niños, como pastores, como gente sencilla, como gente que no tiene nada.
Dios quiere nacer de nosotros de forma nueva y lo único que pide es que no nos defendamos, que no repitamos lo de siempre, simplemente que escuchemos el llanto. Nuestra humanidad, tantas veces tentada de resolver los conflictos desde la guerra, desde los argumentos, desde el poder o la imposición, recibe hoy una lección decisiva. La fragilidad, la pequeñez es la Palabra que despierta a cada uno lo mejor del ser humano. Las necesidades que vemos por todas partes no son un motivo para rechazar lo humano, sino que son la llamada para descubrir que lo que de verdad nos humaniza es el cuidar unos de otros.
Primero, escuchar y segundo, acoger. Tu corazón es el mejor pesebre de Dios. Nuestro corazón no es una habitación muchas veces limpia y ordenada. Es más bien como aquel portal de Belén, una habitación oscura, frágil y muchas veces desordenada. Pero, ¿sabéis qué? Ahí es donde Dios quiere nacer. No porque lo merezcamos. sino porque nos dice: "Mira hasta dónde llego para amarte. Mira hasta dónde llego para quererte". Él es capaz de transformar el establo en un lugar de luz y sanación. Ese es tu corazón. Ese es el corazón de nuestra Iglesia. Ese es el corazón de cada comunidad cristiana. Tu corazón es el pesebre de Dios.
Y por último, escuchar, poner el corazón, acoger a Dios en el hermano para aprender a nacer de nuevo. Nadie acoge de verdad a Dios al que no ve, si no acoge al hermano al que ve, al que llama a la puerta, al que llega como aquella primera Navidad. La Palabra sigue pronunciándose hoy desde tanta gente y tantos pesebres de nuestro mundo. La Palabra solo se entiende cuando se convierte en gesto concreto, no solo en un deseo, sino en abrir de verdad la puerta a alguien.
Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz Navidad! Feliz Navidad, porque Dios se fía de todos nosotros. Este es el gran mensaje. En este niño. Dios pone en nosotros en este año, en cada uno de nosotros pone la esperanza, nos invita a hacernos cargos de Dios, nos convierte en protagonistas de su hospitalidad, en cuidadores de los portales de Belén del mundo, de la fragilidad de nuestra gente. Decirnos hoy feliz Navidad en el fondo, es decir, felices cuando no nos miramos al ombligo, felices cuando nos cuidamos, cuando compartimos la vida, felices cuando descubrimos las necesidades de los demás y las hacemos nuestras.
Hoy comienza de nuevo la historia y tu nombre está ahí y tu corazón está ahí. Hoy comienza de nuevo la historia desde abajo y desde el pesebre. Hoy nos ha nacido un salvador y por eso para todos es Navidad. Este es el pesebre. Esta iglesia, cada uno de vosotros, hoy
celebramos que la Palabra de Dios sigue siendo válida y vigente. Estamos muy bien hechos. El ser humano está muy bien hecho, el mundo está bien hecho. La historia está acompañada y salvada porque la Palabra ha sido pronunciada sobre nosotros y ahora nosotros somos el sonido de la palabra de Dios. Carne que cuida, vida que acoge, esperanza que se ofrece. Esa es nuestra gloria. Y hoy una vez más lo acogemos y nos recuerda cada uno realmente quiénes somos. ¡Feliz Navidad!
[Transcripción de las palabras del Cardenal José Cobo realizada por Javier Alonso]