EL CAMINO CUARESMAL.SALIR DE NOSOTROS MISMOS

ALGUNAS REFLEXIONES PARA VIVIR EL CAMINO CUARESMAL DESDE JUSTICIA Y PAZ
Por Ignacio Mª Fernández de Torres, consiliario de la Comisión Justicia y Paz de Madrid
 
Hace ahora cincuenta años, en la Cuaresma de 1974, el cardenal Tarancón decía a sus diocesanos de Madrid-Alcalá:
“No es lícito desentenderse de las cosas de la tierra porque seamos ciudadanos del cielo. Tenemos el deber de procurar el mayor bien en todos los órdenes para que se refleje la suma bondad de Dios ante los hombres  Porque somos ciudadanos del cielo -porque tenemos fe, como nos advierte el Concilio-, tenemos un mayor deber de enfrentarnos con esas realidades con espíritu constructivo y cristiano, esforzándonos para que en la convivencia social se realice de la mejor manera posible el mensaje de paz, de justicia, de libertad y de amor que Jesucristo ofrece a todos los hombres de buena voluntad  La Iglesia -los cristianos, por consiguiente—, tienen el deber de comprometerse en la implantación de la justicia, de la paz, de la libertad y del amor en el mundo, como se desprende claramente del mismo evangelio y han recordado en repetidas ocasiones los Romanos Pontífices  tienen la obligación sacratísima de procurar por todos los medios -comprometiéndose- la implantación de la justicia, de la paz, del amor en el mundo. Ya no se trata aquí de una opción, sino de un compromiso que le exige su misma fidelidad a la fe y al evangelio que le obliga a secundar los planes de Cristo, el redentor. Querer separar la práctica de la Fe -la misma piedad- de la preocupación ante los acontecimientos, conflictos de la vida y de las realidades angustiosas que hacen más difícil la vida de los hombres y que incluso pueden oscurecer la imagen del Padre Celestial, es imposible ...”.
Chocan estas palabras frontalmente con una de las mayores y peores tentaciones que sufrimos los humanos ante las adversidades de la vida, cuando constatamos que somos víctimas de injusticias, errores y desafueros, que es dejar que nuestro corazón se endurezca. Eso que solemos expresar diciendo que esto se arregla con mano dura, que no se puede ser blando en la vida. 
Los que somos creyentes y, con más o menos regularidad, nos confesamos, solemos olvidarnos de todo esto cuando llega el momento de reconocer y pedir perdón por nuestros pecados. Llegados a ese momento, nos encanta toparnos con el buen Dios, todo amor y bondad, cariño y paciencia. Ahí se nos olvida lo de la dureza, etc.  Qué lastima que, cuando experimentamos esto, no recordemos también aquella invitación que dirigía Sto. Domingo de Guzmán a sus compañeros dominicos, sed pobres, humildes y cariñosos.
Igualmente viene a suceder cuando llega la ocasión de evaluar la maldad de nuestras acciones y olvidos/deficiencias de responsabilidades y deberes personales y sociales. Demostramos una habilidad inaudita para justificarnos, hasta el extremo de concluir muchas veces con la afamada coletilla: si en el fondo lo hice bien, no había otro remedio.
No menos importante es hacer ahora memoria de otra de nuestras grandes habilidades: separar a Dios del Mundo. Proclamamos, profesamos y celebramos una Fe en el Cristo encarnado. Reconocemos como Palabra Revelada del Padre que su Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros, pero, ¡¡menudo triple mortal sin manos!!, luego vivimos nuestra Fe de manera desencarnada, atemporal y espiritualistamente, que no espiritualmente. Y para el muy circense aún más difícil, quien osa vivir y recordarnos proféticamente que eso no es cristiano, recibe el fuego de la artillería pesada de los autoproclamados guardianes de la ortodoxia y las verdaderas esencias cristianas: es horizontalista, esta mundanizado, eso es política… ¿Os suena?
Total, que, entre la bondad de Dios y nuestra pelagiana/maniquea bondad, somos todos, para nosotros mismos, unos auténticos angelitos.
No nos extrañe entonces que lo inefable del amor de Dios se exprese, en no pocas veces, librándonos de nosotros mismos, de ese ídolo en el que nos autoconvertimos. Ídolo que no sólo en lo personal, sino también en nuestra vida y conducta eclesial y social se manifiesta de modos y maneras múltiples y variadas: acaso yo tengo la culpa de eso, eso lo tienen que arreglar los políticos, bastante hago con pagar mis impuestos, para eso están los de Cáritas, eso es de Justicia y Paz …
Pero, decían nuestras abuelas, se pilla antes a un mentiroso que a un cojo. ¿Qué ocurre cuando nosotros necesitamos a los servicios públicos? ¿Qué pensamos cuando esos servicios públicos no responden adecuadamente a nuestras necesidades y expectativas? ¿Qué pensamos/sentimos cuando la pastoral social de la Iglesia no es la adecuada en calidad y cantidad? Si es que siempre, al final, el lobo enseña la patita.
Afortunadamente, Dios, que además de ser clemente y misericordioso, es paciencia infinita, nos invita permanentemente a recorrer un viaje, a calzarnos las botas del buen peregrino y salir de nosotros mismos para llegar a Él, vamos, a convertirnos. No en vano el título de esta brevísima reflexión habla del camino cuaresmal.
Por eso, os invito a vivir una peregrinación de tres etapas para superar ese pecado endémico del catolicismo español que ya denunciaba el cardenal Herrera Oria en 1956: “Hay en la conciencia española un fallo tremendo. […] Paréceme que los que se dedican a descubrir los defectos del catolicismo español andan a menudo desorientados. No digo que sea nuestro único defecto; pero el más grave de todos, sin comparación posible, es que hemos creado un tipo de cristiano muy pobre en virtudes sociales”.
 
Primera Etapa: De nosotros a Dios.
Las comisiones de Justicia y Paz viven siempre con el reto de mirar, oír y amar al Mundo y a los hombres que lo habitan con los ojos, los oídos y el corazón de Dios. Es la única manera de reconocer en todos ellos, varones y mujeres, a hijos e hijas de Dios. 
Para vivir esta transformación de los sentidos necesitamos de la experiencia personal de Dios, de ese diálogo de amistad, Sta. Teresa dixit, con Él. De ese estar con Él, para hablar y escucharle, para callarnos y adorarle, para asombrarnos y contemplarle.
Necesitamos beber de su Palabra y, volvemos con Sta. Teresa, hacer experiencia de humildad que es andar en verdad. Y la verdad es que sólo el Señor tiene palabras de vida eterna.
Necesitamos hacernos cada día más pequeños para que Él sea cada día más grande en nosotros. Justicia y Paz es una búsqueda apasionada de Dios en la que nos encontramos con los hombres de una manera nueva, distinta, de tal forma que ya no nos conformamos con cualquier proyecto para ellos, no. No nos vale ya cualquier cosa, queremos para ellos la vida de los Hijos de Dios, queremos para ellos su Reino.
Entonces, como dijo san Oscar A. Romero, el obispo mártir de El Salvador: “Por eso insisto yo: mucha oración. Oremos, pero no con una oración que nos aliene, no con una oración que nos haga fugarnos de la realidad. Jamás vayamos a la Iglesia huyendo de nuestros deberes de la tierra. Vayamos a la Iglesia a tomar fuerzas y claridad para retornar a cumplir mejor los deberes del hogar, los deberes de la política, los deberes de la organización, la orientación sana de estas cosas de la tierra. Estos son los verdaderos liberadores”.
 
Segunda Etapa: De nosotros a la Iglesia.
Quién sabe si es por la sangre latina, por la dieta mediterránea o por algún síndrome ignoto, pero la triste realidad es que Dios nos pillará reunidos que no unidos. Lo de ser comunidad creyente, Iglesia, Asamblea Santa nos resulta más difícil que escalar el Everest a la pata coja. 
Sin embargo, nuestra Fe, como la realidad de Justicia y Paz, son hechos profundamente eclesiales. Justicia y Paz es hija del mayor acontecimiento posible en la vida de la Iglesia, que es celebrar un concilio ecuménico (cf. Gaudium et spes, 90). Nuestra Fe es la Fe de nuestros padres, de tantos y tantos que, durante siglos, a pesar de sus pecados, errores y limitaciones, mantuvieron viva, con la ayuda del Espíritu Santo, la llama de la Fe. Nuestra Fe no es una conquista personal, es un regalo que hemos recibido y heredado.
No nos vendrá mal, en el camino cuaresmal, vivir la comunión eclesial, practicar el discernimiento comunitario, la oración común, la celebración de los sacramentos que nos haga experimentar el ser cuerpo del Cristo.
Y en esta etapa de nosotros a la Iglesia, descubrir su Doctrina Social desde una perspectiva nueva, no sólo centrada en lo moral, que lo es, sino abierta a una dimensión mucho más teologal y eclesial.
No en vano dijo Massimo Serretti que “La (DSI)… no es otra cosa que un modo de ser cristianos.  Para que en una sociedad se ponga en marcha lo que la DSI sugiere y estimula a pensar y actuar, es necesario un nuevo encuentro de los cristianos con el cristianismo, una nueva pertenencia a la Iglesia y a la comunidad cristiana. La DSI es, en su versión más auténtica, un modo de ser cristianos”.
 
Tercera etapa: De nosotros a la sociedad
Una de las más perversas consecuencias de la idolatría de la modernidad ha sido la exaltación del Yo hasta extremos inauditos. Cada uno de nosotros se ha convertido en un átomo, pero no en cualquier átomo. En el átomo entorno al cual giran todos los demás, y cuya importancia y valía dependen inexorablemente de la medida en que se convierten en satélites de nuestro ombligo. ¡¡¡Pobre de aquél que no me rinda culto y pleitesía!!!
Hoy en día se afirma paroxísticamente que yo hago con mi vida lo que me da la gana, nadie se puede meter en mi vida, yo soy el alfa y omega de mi voluntad, mi moral y mi destino. 
Extraña, y escandalosamente, esto mismo lo vimos también los católicos en nuestra Iglesia. No pocas veces nos encerramos en una fe de sacristía, manifestando escandalosamente que nos olvidamos de nuestra Fe Trinitaria, y por el camino se nos cae la conciencia de que somos seres sociales y que ser bautizados ni anula ni sustituye que somos ciudadanos; todo lo contrario, por ser bautizados mayor es nuestra responsabilidad con la sociedad y el bien común.
Expresa esto algo mucho más grave, una visión del hombre platónica que nada tiene que ver con la revelación bíblica. Urgente es convertirnos al hombre bíblico si queremos vivir una verdadera conversión personal y eclesial.
Vienen muy al caso recordar dos textos de la Gaudium et spes:
“Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, quien será el objeto central de las explicaciones que van a seguir. Al proclamar el Concilio la altísima vocación del hombre y la divina semilla que en éste se oculta, ofrece al género humano la sincera colaboración de la Iglesia para lograr la fraternidad universal que responda a esa vocación. No impulsa a la Iglesia ambición terrena alguna. Sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido” (GS 3 ab).
 
“El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época. No se creen, por consiguiente, oposiciones artificiales entre las ocupaciones profesionales y sociales, por una parte, y la vida religiosa por otra. El cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo, falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su salvación eterna” (GS, 43).
 
Y al final de todo, ya veis que nada nuevo hay bajo el Sol, sigue siendo válida y actual la sagrada terna cuaresmal: oración, caridad y penitencia. Pero recordad, no cualquier oración, no cualquier caridad, no cualquier penitencia.