Sollicitudo rei socialis
Con la encíclica « Sollicitudo rei socialis », Juan Pablo II conmemora el vigésimo aniversario de la « Populorum progressio » y trata nuevamente el tema del desarrollo bajo un doble aspecto: « el primero, la situación dramática del mundo contemporáneo, bajo el perfil del desarrollo fallido del Tercer Mundo, y el segundo, el sentido, las condiciones y las exigencias de un desarrollo digno del hombre ». La encíclica introduce la distinción entre progreso y desarrollo, y afirma que « el verdadero desarrollo no puede limitarse a la multiplicación de los bienes y servicios, esto es, a lo que se posee, sino que debe contribuir a la plenitud del "ser" del hombre. De este modo, pretende señalar con claridad el carácter moral del verdadero desarrollo ». Juan Pablo II, evocando el lema del pontificado de Pío XII, « Opus iustitiae pax », la paz como fruto de la justicia, comenta: « Hoy se podría decir, con la misma exactitud y análoga fuerza de inspiración bíblica (cf. Is 32,17; St 3,18), Opus solidaritatis pax, la paz como fruto de la solidaridad » (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 102).
Los Países subdesarrollados, en vez de transformarse en Naciones autónomas, preocupadas de su propia marcha hacia la justa participación en los bienes y servicios destinados a todos, se convierten en piezas de un mecanismo y de un engranaje gigantesco. Esto sucede a menudo en el campo de los medios de comunicación social, los cuales, al estar dirigidos mayormente por centros de la parte Norte del mundo, no siempre tienen en la debida consideración las prioridades y los problemas propios de estos Países, ni respetan su fisonomía cultural; a menudo, imponen una visión desviada de la vida y del hombre y así no responden a las exigencias del verdadero desarrollo.
Cada uno de los dos bloques lleva oculta internamente, a su manera, la tendencia al imperialismo, como se dice comúnmente, o a formas de neocolonialismo: tentación nada fácil en la que se cae muchas veces, como enseña la historia incluso reciente.
Esta situación anormal -consecuencia de una guerra y de una preocupación exagerada, más allá de lo lícito, por razones de la propia seguridad- impide radicalmente la cooperación solidaria de todos por el bien común del género humano, con perjuicio sobre todo de los pueblos pacíficos, privados de su derecho de acceso a los bienes destinados a todos los hombres.
Desde este punto de vista, la actual división del mundo es un obstáculo directo para la verdadera transformación de las condiciones de subdesarrollo en los Países en vías de desarrollo y en aquellos menos avanzados. Sin embargo, los pueblos no siempre se resignan a su suerte. Además, la misma necesidad de una economía sofocada por los gastos militares, así como por la burocracia y su ineficiencia intrínseca, parece favorecer ahora unos procesos que podrán hacer menos rígida la contraposición y más fácil el comienzo de un diálogo útil y de una verdadera colaboración para la paz (n. 22).
Clave de lectura desde la doctrina social de la Iglesia más actual
En la cultura predominante, el primer lugar está ocupado por lo exterior, lo inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo provisorio. Lo real cede el lugar a la apariencia. En muchos países, la globalización ha significado un acelerado deterioro de las raíces culturales con la invasión de tendencias pertenecientes a otras culturas, económicamente desarrolladas pero éticamente debilitadas. Así lo han manifestado en distintos Sínodos los Obispos de varios continentes. Los Obispos africanos, por ejemplo, retomando la Encíclica Sollicitudo rei socialis, señalaron años atrás que muchas veces se quiere convertir a los países de África en simples «piezas de un mecanismo y de un engranaje gigantesco. Esto sucede a menudo en el campo de los medios de comunicación social, los cuales, al estar dirigidos mayormente por centros de la parte Norte del mundo, no siempre tienen en la debida consideración las prioridades y los problemas propios de estos países, ni respetan su fisonomía cultural». Igualmente, los Obispos de Asia «subrayaron los influjos que desde el exterior se ejercen sobre las culturas asiáticas. Están apareciendo nuevas formas de conducta, que son resultado de una excesiva exposición a los medios de comunicación social [...] Eso tiene como consecuencia que los aspectos negativos de las industrias de los medios de comunicación y de entretenimiento ponen en peligro los valores tradicionales» (Evangelii Gaudium, n. 62).
Debería ser altamente instructiva una constatación desconcertante de este período más reciente: junto a las miserias del subdesarrollo, que son intolerables, nos encontramos con una especie de superdesarrollo, igualmente inaceptable porque, como el primero, es contrario al bien y a la felicidad auténtica. En efecto, este superdesarrollo, consistente en la excesiva disponibilidad de toda clase de bienes materiales para algunas categorías sociales, fácilmente hace a los hombres esclavos de la « posesión » y del goce inmediato, sin otro horizonte que la multiplicación o la continua sustitución de los objetos que se poseen por otros todavía más perfectos. Es la llamada civilización del « consumo » o consumismo, que comporta tantos « desechos » o « basuras ». Un objeto poseído, y ya superado por otro más perfecto, es descartado simplemente, sin tener en cuenta su posible valor permanente para uno mismo o para otro ser humano más pobre.
Todos somos testigos de los tristes efectos de esta ciega sumisión al mero consumo: en primer término, una forma de materialismo craso, y al mismo tiempo una radical insatisfacción, porque se comprende rápidamente que, -si no se está prevenido contra la inundación de mensajes publicitarios y la oferta incesante y tentadora de productos- cuanto más se posee más se desea, mientras las aspiraciones más profundas quedan sin satisfacer, y quizás incluso sofocadas.
La Encíclica del Papa Pablo VI [Populorum progressio] señalaba esta diferencia, hoy tan frecuentemente acentuada, entre el « tener » y el « ser »,51 que el Concilio Vaticano II había expresado con palabras precisas. « Tener » objetos y bienes no perfecciona de por sí al sujeto, si no contribuye a la maduración y enriquecimiento de su « ser », es decir, a la realización de la vocación humana como tal.
Ciertamente, la diferencia entre « ser » y « tener », y el peligro inherente a una mera multiplicación o sustitución de cosas poseídas respecto al valor del « ser », no debe transformarse necesariamente en una antinomia. Una de las mayores injusticias del mundo contemporáneo consiste precisamente en esto: en que son relativamente pocos los que poseen mucho, y muchos los que no poseen casi nada. Es la injusticia de la mala distribución de los bienes y servicios destinados originariamente a todos.
Este es pues el cuadro: están aquéllos -los pocos que poseen mucho- que no llegan verdaderamente a « ser », porque, por una inversión de la jerarquía de los valores, se encuentran impedidos por el culto del « tener »; y están los otros -los muchos que poseen poco o nada- los cuales no consiguen realizar su vocación humana fundamental al carecer de los bienes indispensables.
El mal no consiste en el « tener » como tal, sino en el poseer que no respeta la calidad y la ordenada jerarquía de los bienes que se tienen. Calidad y jerarquía que derivan de la subordinación de los bienes y de su disponibilidad al « ser » del hombre y a su verdadera vocación.
Con esto se demuestra que si el desarrollo tiene una necesaria dimensión económica, puesto que debe procurar al mayor número posible de habitantes del mundo la disponibilidad de bienes indispensables para « ser », sin embargo no se agota con esta dimensión. En cambio, si se limita a ésta, el desarrollo se vuelve contra aquéllos mismos a quienes se desea beneficiar.
Las características de un desarrollo pleno, « más humano », el cual -sin negar las necesidades económicas- procure estar a la altura de la auténtica vocación del hombre y de la mujer, han sido descritas por Pablo VI (n. 28).
Clave de lectura desde la doctrina social de la Iglesia más actual
Hoy, el cuadro del desarrollo se despliega en múltiples ámbitos. Los actores y las causas, tanto del subdesarrollo como del desarrollo, son múltiples, las culpas y los méritos son muchos y diferentes. Esto debería llevar a liberarse de las ideologías, que con frecuencia simplifican de manera artificiosa la realidad, y a examinar con objetividad la dimensión humana de los problemas. Como ya señaló Juan Pablo II, la línea de demarcación entre países ricos y pobres ahora no es tan neta como en tiempos de la Populorum progressio. La riqueza mundial crece en términos absolutos, pero aumentan también las desigualdades. En los países ricos, nuevas categorías sociales se empobrecen y nacen nuevas pobrezas. En las zonas más pobres, algunos grupos gozan de un tipo de superdesarrollo derrochador y consumista, que contrasta de modo inaceptable con situaciones persistentes de miseria deshumanizadora. Se sigue produciendo «el escándalo de las disparidades hirientes». Lamentablemente, hay corrupción e ilegalidad tanto en el comportamiento de sujetos económicos y políticos de los países ricos, nuevos y antiguos, como en los países pobres. La falta de respeto de los derechos humanos de los trabajadores es provocada a veces por grandes empresas multinacionales y también por grupos de producción local. Las ayudas internacionales se han desviado con frecuencia de su finalidad por irresponsabilidades tanto en los donantes como en los beneficiarios. Podemos encontrar la misma articulación de responsabilidades también en el ámbito de las causas inmateriales o culturales del desarrollo y el subdesarrollo. Hay formas excesivas de protección de los conocimientos por parte de los países ricos, a través de un empleo demasiado rígido del derecho a la propiedad intelectual, especialmente en el campo sanitario. Al mismo tiempo, en algunos países pobres perduran modelos culturales y normas sociales de comportamiento que frenan el proceso de desarrollo (Caritas in veritate, n. 22).
Destino común de los bienes
No sería verdaderamente digno del hombre un tipo de desarrollo que no respetara y promoviera los derechos humanos, personales y sociales, económicos y políticos, incluidos los derechos de las Naciones y de los pueblos.
Hoy, quizá más que antes, se percibe con mayor claridad la contradicción intrínseca de un desarrollo que fuera solamente económico. Este subordina fácilmente la persona humana y sus necesidades más profundas a las exigencias de la planificación económica o de la ganancia exclusiva.
La conexión intrínseca entre desarrollo auténtico y respeto de los derechos del hombre, demuestra una vez más su carácter moral: la verdadera elevación del hombre, conforme a la vocación natural e histórica de cada uno, no se alcanza explotando solamente la abundancia de bienes y servicios, o disponiendo de infraestructuras perfectas.
Cuando los individuos y las comunidades no ven rigurosamente respetadas las exigencias morales, culturales y espirituales fundadas sobre la dignidad de la persona y sobre la identidad propia de cada comunidad, comenzando por la familia y las sociedades religiosas, todo lo demás —disponibilidad de bienes, abundancia de recursos técnicos aplicados a la vida diaria, un cierto nivel de bienestar material— resultará insatisfactorio y, a la larga, despreciable. Lo dice claramente el Señor en el Evangelio, llamando la atención de todos sobre la verdadera jerarquía de valores: « ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? » (Mt 16, 26).
El verdadero desarrollo, según las exigencias propias del ser humano, hombre o mujer, niño, adulto o anciano, implica sobre todo por parte de cuantos intervienen activamente en ese proceso y son sus responsables, una viva conciencia del valor de los derechos de todos y de cada uno, así como de la necesidad de respetar el derecho de cada uno a la utilización plena de los beneficios ofrecidos por la ciencia y la técnica. En el orden interno de cada Nación, es muy importante que sean respetados todos los derechos: especialmente el derecho a la vida en todas las fases de la existencia; los derechos de la familia, como comunidad social básica o « célula de la sociedad »; la justicia en las relaciones laborales; los derechos concernientes a la vida de la comunidad política en cuanto tal, así como los basados en la vocación trascendente del ser humano, empezando por el derecho a la libertad de profesar y practicar el propio credo religioso.
En el orden internacional, o sea, en las relaciones entre los Estados o, según el lenguaje corriente, entre los diversos « mundos », es necesario el pleno respeto de la identidad de cada pueblo, con sus características históricas y culturales. Es indispensable además, como ya pedía la Encíclica Populorum Progressio que se reconozca a cada pueblo igual derecho a « sentarse a la mesa del banquete común », en lugar de yacer a la puerta como Lázaro, mientras « los perros vienen y lamen las llagas » (cf. Lc 16, 21). Tanto los pueblos como las personas individualmente deben disfrutar de una igualdad fundamental sobre la que se basa, por ejemplo, la Carta de la Organización de las Naciones Unidas: igualdad que es el fundamento del derecho de todos a la participación en el proceso de desarrollo pleno. Para ser tal, el desarrollo debe realizarse en el marco de la solidaridad y de la libertad, sin sacrificar nunca la una a la otra bajo ningún pretexto. El carácter moral del desarrollo y la necesidad de promoverlo son exaltados cuando se respetan rigurosamente todas las exigencias derivadas del orden de la verdad y del bien propios de la creatura humana. El cristiano, además, educado a ver en el hombre la imagen de Dios, llamado a la participación de la verdad y del bien que es Dios mismo, no comprende un empeño por el desarrollo y su realización sin la observancia y el respeto de la dignidad única de esta « imagen ». En otras palabras, el verdadero desarrollo debe fundarse en el amor a Dios y al prójimo, y favorecer las relaciones entre los individuos y las sociedades. Esta es la « civilización del amor », de la que hablaba con frecuencia el Papa Pablo VI (n. 33).
Clave de lectura a la luz de la doctrina social de la Iglesia más actual
Hoy creyentes y no creyentes estamos de acuerdo en que la tierra es esencialmente una herencia común, cuyos frutos deben beneficiar a todos. Para los creyentes, esto se convierte en una cuestión de fidelidad al Creador, porque Dios creó el mundo para todos. Por consiguiente, todo planteo ecológico debe incorporar una perspectiva social que tenga en cuenta los derechos fundamentales de los más postergados. El principio de la subordinación de la propiedad privada al destino universal de los bienes y, por tanto, el derecho universal a su uso es una «regla de oro» del comportamiento social y el «primer principio de todo el ordenamiento ético-social». La tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable el derecho a la propiedad privada y subrayó la función social de cualquier forma de propiedad privada. San Juan Pablo II recordó con mucho énfasis esta doctrina, diciendo que «Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno». Son palabras densas y fuertes. Remarcó que «no sería verdaderamente digno del hombre un tipo de desarrollo que no respetara y promoviera los derechos humanos, personales y sociales, económicos y políticos, incluidos los derechos de las naciones y de los pueblos». Con toda claridad explicó que «la Iglesia defiende, sí, el legítimo derecho a la propiedad privada, pero enseña con no menor claridad que sobre toda propiedad privada grava siempre una hipoteca social, para que los bienes sirvan a la destinación general que Dios les ha dado». Por lo tanto afirmó que «no es conforme con el designio de Dios usar este don de modo tal que sus beneficios favorezcan sólo a unos pocos». Esto cuestiona seriamente los hábitos injustos de una parte de la humanidad (Laudato si', n. 93).
El carácter moral del desarrollo no puede prescindir tampoco del respeto por los seres que constituyen la naturaleza visible y que los griegos, aludiendo precisamente al orden que lo distingue, llamaban el « cosmos ». Estas realidades exigen también respeto, en virtud de una triple consideración que merece atenta reflexión.
La primera consiste en la conveniencia de tomar mayor conciencia de que no se pueden utilizar impunemente las diversas categorías de seres, vivos o inanimados —animales, plantas, elementos naturales— como mejor apetezca, según las propias exigencias económicas. Al contrario, conviene tener en cuenta la naturaleza de cada ser y su mutua conexión en un sistema ordenado, que es precisamente el cosmos.
La segunda consideración se funda, en cambio, en la convicción, cada vez mayor también de la limitación de los recursos naturales, algunos de los cuales no son, como suele decirse, renovables. Usarlos como si fueran inagotables, con dominio absoluto, pone seriamente en peligro su futura disponibilidad, no sólo para la generación presente, sino sobre todo para las futuras.
La tercera consideración se refiere directamente a las consecuencias de un cierto tipo de desarrollo sobre la calidad de la vida en las zonas industrializadas. Todos sabemos que el resultado directo o indirecto de la industrialización es, cada vez más, la contaminación del ambiente, con graves consecuencias para la salud de la población.
Una vez más, es evidente que el desarrollo, así como la voluntad de planificación que lo dirige, el uso de los recursos y el modo de utilizarlos no están exentos de respetar las exigencias morales. Una de éstas impone sin duda límites al uso de la naturaleza visible. El dominio confiado al hombre por el Creador no es un poder absoluto, ni se puede hablar de libertad de « usar y abusar », o de disponer de las cosas como mejor parezca. La limitación impuesta por el mismo Creador desde el principio, y expresada simbólicamente con la prohibición de « comer del fruto del árbol » (cf. Gén 2, 16 s.), muestra claramente que, ante la naturaleza visible, estamos sometidos a leyes no sólo biológicas sino también morales, cuya transgresión no queda impune. Una justa concepción del desarrollo no puede prescindir de estas consideraciones —relativas al uso de los elementos de la naturaleza, a la renovabilidad de los recursos y a las consecuencias de una industrialización desordenada—, las cuales ponen ante nuestra conciencia la dimensión moral, que debe distinguir el desarrollo (n. 34).
Clave de lectura a la luz de la doctrina social más actual
San Juan Pablo II se ocupó de este tema con un interés cada vez mayor. En su primera encíclica, advirtió que el ser humano parece «no percibir otros significados de su ambiente natural, sino solamente aquellos que sirven a los fines de un uso inmediato y consumo». Sucesivamente llamó a una conversión ecológica global. Pero al mismo tiempo hizo notar que se pone poco empeño para «salvaguardar las condiciones morales de una auténtica ecología humana». La destrucción del ambiente humano es algo muy serio, porque Dios no sólo le encomendó el mundo al ser humano, sino que su propia vida es un don que debe ser protegido de diversas formas de degradación. Toda pretensión de cuidar y mejorar el mundo supone cambios profundos en «los estilos de vida, los modelos de producción y de consumo, las estructuras consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad». El auténtico desarrollo humano posee un carácter moral y supone el pleno respeto a la persona humana, pero también debe prestar atención al mundo natural y «tener en cuenta la naturaleza de cada ser y su mutua conexión en un sistema ordenado». Por lo tanto, la capacidad de transformar la realidad que tiene el ser humano debe desarrollarse sobre la base de la donación originaria de las cosas por parte de Dios (Laudato si', n. 5).
La doctrina social de la Iglesia, hoy más que nunca tiene el deber de abrirse a una perspectiva internacional en la línea del Concilio Vaticano II, de las recientes Encíclicas y, en particular, de la que conmemoramos. No será, pues, superfluo examinar de nuevo y profundizar bajo esta luz los temas y las orientaciones características, tratados por el Magisterio en estos años.
Entre dichos temas quiero señalar aquí la opción o amor preferencial por los pobres. Esta es una opción o una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia. Se refiere a la vida de cada cristiano, en cuanto imitador de la vida de Cristo, pero se aplica igualmente a nuestras responsabilidades sociales y, consiguientemente, a nuestro modo de vivir y a las decisiones que se deben tomar coherentemente sobre la propiedad y el uso de los bienes.
Pero hoy, vista la dimensión mundial que ha adquirido la cuestión social, este amor preferencial, con las decisiones que nos inspira, no puede dejar de abarcar a las inmensas muchedumbres de hambrientos, mendigos, sin techo, sin cuidados médicos y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor: no se puede olvidar la existencia de esta realidad. Ignorarlo significaría parecernos al « rico epulón » que fingía no conocer al mendigo Lázaro, postrado a su puerta (cf. Lc 16, 19-31).
Nuestra vida cotidiana, así como nuestras decisiones en el campo político y económico deben estar marcadas por estas realidades. Igualmente los responsables de las Naciones y los mismos Organismos internacionales, mientras han de tener siempre presente como prioritaria en sus planes la verdadera dimensión humana, no han de olvidar dar la precedencia al fenómeno de la creciente pobreza. Por desgracia, los pobres, lejos de disminuir, se multiplican no sólo en los Países menos desarrollados sino también en los más desarrollados, lo cual resulta no menos escandaloso.
Es necesario recordar una vez más aquel principio peculiar de la doctrina cristiana: los bienes de este mundo están originariamente destinados a todos. El derecho a la propiedad privada es válido y necesario, pero no anula el valor de tal principio. En efecto, sobre ella grava « una hipoteca social », es decir, posee, como cualidad intrínseca, una función social fundada y justificada precisamente sobre el principio del destino universal de los bienes. En este empeño por los pobres, no ha de olvidarse aquella forma especial de pobreza que es la privación de los derechos fundamentales de la persona, en concreto el derecho a la libertad religiosa y el derecho, también, a la iniciativa económica (n. 42).
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Para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Dios les otorga «su primera misericordia». Esta preferencia divina tiene consecuencias en la vida de fe de todos los cristianos, llamados a tener «los mismos sentimientos de Jesucristo» (Flp 2,5). Inspirada en ella, la Iglesia hizo una opción por los pobres entendida como una «forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia». Esta opción -enseñaba Benedicto XVI- «está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza». Por eso quiero una Iglesia pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos (Evangelii Gaudium, n. 198).
Esta preocupación acuciante por los pobres -que, según la significativa fórmula, son « los pobres del Señor » - debe traducirse, a todos los niveles, en acciones concretas hasta alcanzar decididamente algunas reformas necesarias. Depende de cada situación local determinar las más urgentes y los modos para realizarlas; pero no conviene olvidar las exigidas por la situación de desequilibrio internacional que hemos descrito.
A este respecto, deseo recordar particularmente: la reforma del sistema internacional de comercio, hipotecado por el proteccionismo y el creciente bilateralismo; la reforma del sistema monetario y financiero mundial, reconocido hoy como insuficiente; la cuestión de los intercambios de tecnologías y de su uso adecuado; la necesidad de una revisión de la estructura de las Organizaciones internacionales existentes, en el marco de un orden jurídico internacional.
El sistema internacional de comercio hoy discrimina frecuentemente los productos de las industrias incipientes de los Países en vías de desarrollo, mientras desalienta a los productores de materias primas. Existe, además, una cierta división internacional del trabajo por la cual los productos a bajo coste de algunos Países, carentes de leyes laborales eficaces o demasiado débiles en aplicarlas, se venden en otras partes del mundo con considerables beneficios para las empresas dedicadas a este tipo de producción, que no conoce fronteras.
El sistema monetario y financiero mundial se caracteriza por la excesiva fluctuación de los métodos de intercambio y de interés, en detrimento de la balanza de pagos y de la situación de endeudamiento de los Países pobres.
Las tecnologías y sus transferencias constituyen hoy uno de los problemas principales del intercambio internacional y de los graves daños que se derivan de ellos. No son raros los casos de Países en vías de desarrollo a los que se niegan las tecnologías necesarias o se les envían las inútiles.
Las Organizaciones internacionales, en opinión de muchos, habrían llegado a un momento de su existencia, en el que sus mecanismos de funcionamiento, los costes operativos y su eficacia requieren un examen atento y eventuales correciones. Evidentemente no se conseguirá tan delicado proceso sin la colaboración de todos. Esto supone la superación de las rivalidades políticas y la renuncia a la voluntad de instrumentalizar dichas Organizaciones, cuya razón única de ser es el bien común.
Las instituciones y las Organizaciones existentes han actuado bien en favor de los pueblos. Sin embargo, la humanidad, enfrentada a una etapa nueva y más difícil de su auténtico desarrollo, necesita hoy un grado superior de ordenamiento internacional, al servicio de las sociedades, de las económicas y de las culturas del mundo entero (n. 43).
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Ante el imparable aumento de la interdependencia mundial, y también en presencia de una recesión de alcance global, se siente mucho la urgencia de la reforma tanto de la Organización de las Naciones Unidas como de la arquitectura económica y financiera internacional, para que se dé una concreción real al concepto de familia de naciones. Y se siente la urgencia de encontrar formas innovadoras para poner en práctica el principio de la responsabilidad de proteger y dar también una voz eficaz en las decisiones comunes a las naciones más pobres. Esto aparece necesario precisamente con vistas a un ordenamiento político, jurídico y económico que incremente y oriente la colaboración internacional hacia el desarrollo solidario de todos los pueblos. Para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera Autoridad política mundial, como fue ya esbozada por mi Predecesor, el Beato Juan XXIII. Esta Autoridad deberá estar regulada por el derecho, atenerse de manera concreta a los principios de subsidiaridad y de solidaridad, estar ordenada a la realización del bien común, comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano integral inspirado en los valores de la caridad en la verdad. Dicha Autoridad, además, deberá estar reconocida por todos, gozar de poder efectivo para garantizar a cada uno la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto de los derechos. Obviamente, debe tener la facultad de hacer respetar sus propias decisiones a las diversas partes, así como las medidas de coordinación adoptadas en los diferentes foros internacionales. En efecto, cuando esto falta, el derecho internacional, no obstante los grandes progresos alcanzados en los diversos campos, correría el riesgo de estar condicionado por los equilibrios de poder entre los más fuertes. El desarrollo integral de los pueblos y la colaboración internacional exigen el establecimiento de un grado superior de ordenamiento internacional de tipo subsidiario para el gobierno de la globalización, que se lleve a cabo finalmente un orden social conforme al orden moral, así como esa relación entre esfera moral y social, entre política y mundo económico y civil, ya previsto en el Estatuto de las Naciones Unidas (Caritas in veritate, n. 67).